Este jueves 23 de enero se estrena Parasite (2019), del notable realizador de Memories of a murder (2003), The host (2006), Mother (2009), Snowpiercer (2013) y Okja (2017), . Humor negro y crítica social en el último opus de Bong Joon-Ho, ganadora de la Palma de Oro en Cannes y nominada a 6 premios Oscar de la Academia. - Publicidad - Tras haber dirigido dos películas fuera de su Corea del Sur natal, Bong Joon-Ho regresó a su mejor forma. Su cine (meticuloso, implacable, cómico) tiene indudablemente una impronta popular, entendiéndola como una apuesta capaz de interpelar emociones primarias (no por eso menos profundas) en una amplia porción de la sociedad. En Parasite el relato muestra dos mundos: el de los ricos y el de los pobres, cuyo epicentro es Gi Woo, el hijo mayor de una familia que vive hacinada y subsiste armando (mal) las cajas de una cadena de pizzerías. De forma absolutamente casual, el muchacho llegará a ser profesor particular de los hijos de la familia adinerada (fraude de un título de grado mediante). Bong no es condescendiente ni con unos ni con otros; su nivel de mordacidad y de detallismo se percibe en el retrato de las dos familias, exponentes de la desigualdad social de su país. Son múltiples los puntos de giro que tiene la película, esencialmente concentrados en la forma en la que toda la familia de Gi Woo (madre, padre, hermana) comete pequeñas pero contundentes estafas para ser contratada por los ricos, en distintos roles. El momento más álgido en términos dramáticos aparece cuando se revela un secreto que estaba ahí, a escasos metros de todos, un “as bajo la manga” del guion que resignifica lo visto y desestabiliza el clásico esquema dual al que apela buena parte de la película. En esta despiadada guerra de ricos contra pobres (en definitiva, una metonimia de la sociedad y su eterna lucha de clases) hay espacio para el humor negro, el erotismo y la corrosión que el film explora sin dejar adoptar una postura crítica sobre los modos de mirar, de distribuir espacios, incluso de olfatear (prestar atención a este aspecto) en el universo capitalista. En definitiva, una oportunidad para reencontrarse con el mejor Bong Joon-Ho, quien compitió en Mar del Plata años atrás con Mother, otra de sus grandes obras. Esta nota se publicó durante el 34 Festival de Mar del Plata
El prolífico y exitoso Ariel Winograd entrega con El robo del siglo (2019) un atrapante relato clásico sobre uno de los actos criminales más originales y sorprendentes de nuestro país: el robo al Banco Río. A pocos días de su estreno, ya es posible decir que El robo del siglo es una de las películas argentinas más convocantes de la historia. Solamente superado por Metegol (2013), la película animada de Juan José Campanella, el filme del responsable de Mi primera boda (2011) y Sin hijos (2015), entre otros, logró capturar la atención de un público amplio, convocado por este relato sobre un robo (todo un sub-género explotado por Hollywood) en donde la audacia fue la línea rectora de sus ejecutantes. Corría el año 2006. A siete años de la “masacre de Ramallo” y cinco del “corralito” (medida del gobierno de Fernando de la Rúa que había dejado un fuerte sentimiento de repulsión hacia las entidades bancarias), un grupo de ladrones liderados por Fernando Araujo y Luis Mario Vitete (Diego Peretti y Guillermo Francella, respectivamente) llevaría a cabo uno de los robos más audaces de nuestro país. El primero, una suerte de artista hippie chic, capaz de aportar el ingenio, la “chispa”; el segundo, un ladrón hecho y derecho, útil para financiar el robo. La confluencia de estas dos mentes y el aporte de un grupo de criminales de menor rango (pero igualmente dúctiles a la hora de llevar a cabo el acto) sumaron la fuerza y la inteligencia necesaria para componer esta suerte de mecanismo de relojería que sí, claro, funcionó, aunque hoy sabemos el destino de todos ellos no fue el inicialmente planificado). A partir de este caso real, Winograd se las ingenió (con el guión escrito por Alex Zito y el propio Araujo) para generar una película atrapante, en la que la identificación con la platea (como en todo relato clásico) resulta nodal. El aporte y la química de sus dos enormes protagonistas solucionan en amplia medida este aspecto, pero analizados por separado cada uno de los componentes se integra a la propuesta de forma cohesiva; desde la fotografía de Félix Monti, la edición de Pablo Barbieri (que jamás cede ante la impostura videoclipera), la impecable dirección de arte de Daniel Gimelberg y la música de Darío Eskenazi (que se complementa con una banda sonora de lujo en donde se destacan The Kinks, Frank Sinatra y Andrés Calamaro). El director también cuenta con un efectivo elenco de secundarios (Pablo Rago, Rafael Ferro, Luis Luque, Mario Alarcón, Johanna Francella y Magela Zanotta) que le da cuerpo a la historia. Winograd conoce la “fibra sensible” de la heterogénea platea convocada por su película y –exceptuando algunos pasajes que ameritaban un mayor desarrollo- acierta por partida doble: por un lado, cuando necesita afianzar el plano sentimental de los que están detrás del robo; por otro lado, al hacer que el plan criminal sea, al mismo tiempo, el motor del deseo de los espectadores. El robo del siglo comienza y termina con una sesión de psicoanálisis. Y tal vez porque el robo al poderoso sea una fantasía latente para buena parte de los ciudadanos, es posible que estemos frente a un clásico que nos hará alentar, en silencio, a este grupo de ladrones que, además de no ser violentos, nos dan una lección de logística.
Tras su ópera prima Cómo funcionan casi todas las cosas (2015), el realizador Fernando Salem transpuso en La muerte no existe y el amor tampoco (2019) “Agosto”, la novela de Romina Paula. - Publicidad - Además de desempeñarse en el teatro y ser una frecuente actriz en cine (y reciente realizadora, con su ópera prima De nuevo otra vez), Romina Paula publicó tres novelas: “¿Vos me querés a mí?”, “Agosto” y 2Acá todavía”. Su prosa se destaca por aunar reflexiones de tipo filosóficas con el universo cotidiano, sin que haya un desbalance o, mucho menos, la búsqueda de una didáctica. De ese modo, los personajes reflexionan y al mismo tiempo trazan un mapa de sus emociones, de sus derroteros personales. El desafío de llevar “Agosto” a la pantalla grande era no resolver ese aspecto de forma específicamente cinematográfica. En La muerte no existe y el amor tampoco conocemos a Emilia (Antonella Saldico), una joven psicóloga que tiene una vida sin mayores sobresaltos. Más allá de los momentos intensos que le toca vivir con los internados del neuropsiquiátrico en donde trabaja, pasa el tiempo con su novio y no demuestra tener nuevos planes. Hasta que de repente llega Jorge (Osmar Núñez), el padre de su mejor amiga fallecida algún tiempo atrás y le propone volver al sur para participar de la ceremonia íntima en la que esparcirán sus cenizas. Una oportunidad para reencontrarse con esa parte que dejó atrás, cuando era habitante de un lugar de clima hostil y paisajes de enorme belleza (muy bien fotografiado, sin premisas turísticas). Salem consigue, a partir del material primigenio, una película austera en el mejor sentido; sin grandilocuencias, con diálogos muy bien construidos y con un tono medio que sirve para profundizar en las emociones encontradas que genera todo duelo. Emilia tomará contacto con la madre de su amiga (Susana Pampín), la hermana (Romina Paula), su propio padre (Fabián Arenillas) -quien ha formado otra familia- y finalmente con Julián (Agustín Sullivan), con quien quedó trunca la promesa de un futuro compartido. El principal problema de la película (se diría, el único) es la convivencia entre Emilia y Andrea (Justina Bustos), quien se le presenta apenas llega y la acompaña en varios tramos del film. Más allá de que la película desaprovecha a Bustos (una muy buena actriz), esta decisión señala la potencia introspectiva que tiene la novela, al tratarse de un texto en primera persona que se dirige en buena parte a la joven muerta. Potencia que no logra transcribirse en la película; su tono melancólico y aletargado (una marca de la escritora) queda así relegado. Pese a ello, La muerte no existe y el amor tampoco es un buen segundo film de un realizador que parece estar interesado por esa clase de historias mínimas y contenidas, a las que se les agradece su presencia en una cartelera tan plagada de fuegos de artificio.
El veterano realizador de Los imperdonables (1992) y Los puentes de Madison (1994), entre tantísimas otras, recrea el caso de Richard Jewell, un agente de seguridad que alertó a sus superiores sobre la presencia de una bomba durante las Juegos Olímpicos de 1996 en Atlanta y posteriormente fue acusado de montar todo un operativo para erigirse como un héroe. - Publicidad - Tras varias obras que tomaron como punto de partida casos reales (algunas de ellas grandes películas, como J. Edgar y La mula), Clint Eastwood mantiene esta línea en su último opus, El caso de Richard Jewell (2019). La historia de aquel hombre soltero, excedido de peso, que vive con su madre, es fanático de las armas y aspira a ser un buen policía le sienta muy bien al director para poder revisitar algunos tópicos esenciales de su filmografía, tales como el enfrentamiento entre el individuo y su entorno, las convicciones personales y el sentimiento de patriotismo. Sentimiento que, por otra parte, comulga con su propia ideología pero que aquí cobra un sentido mucho más profundo que en la fallida 15:17 Tren a París, en donde narraba –de nuevo, a partir de un hecho real- cómo tres jóvenes soldados lograron desmontar un ataque terrorista. Una de las principales diferencias es que en El caso de Richard Jewell opera una matriz crítica, anclada al mismo tiempo en el “corazón del drama”. Son los propios cuestionamientos que le hacen los agentes del FBI a Jewell (interpretado estupendamente por Paul Walter Hauser) los que señalan sus principales aspiraciones y vinculaciones con la Patria (así, con mayúsculas) y que quedan sintetizados en un arsenal digno de una masacre y en una granada vacía (conservada a modo de souvenir). Son algunos de los elementos que encuentran en su casa y que lo terminan ubicando como posible culpable. Glorificado inicialmente, Jewell también tuvo que lidiar con otra fuerza no menos corrupta: la prensa. Sobre todo, desde la publicación de un artículo firmado por una inescrupulosa periodista interpretada por Olivia Wilde. Desde ese momento en adelante, el aspirante a policía tuvo que soportar permanentes intromisiones. Colateralmente, su madre sobreprotectora (infalible Katy Bates) también se vio perjudicada. Alejado del territorio del western (género en el que también brilló como actor), Eastwood recupera aquí la figura de los dos hombres aunados en una misma causa. Uno, en posición de indefensión; el otro, dispuesto a restablecer el orden perdido. Cliente y abogado (notable Sam Rockwell), dispuestos a dar batalla ya no en el lejano oeste, sino en los medios y en los diversos espacios del poder estatal en los que deberán probar la inocencia del acusado. Construida en buena medida a partir de los encuentros entre ambos, El caso de Richard Jewell despliega el mejor oficio de cine clásico, aquel en donde todo puede ser conocido (más aún en tiempos de Wikipedia) pero la tensión siempre está, porque permite acceder a capas de sentido que exceden a las contingencias de la Historia.
Estrenada en escasas salas a causa de la política de exhibición de Netflix, llegó a los cines argentinos El irlandés (The Irishman, 2019), última gema de Martin Scorsese que, desde esta semana, integrará el catálogo del gigante del streaming. - Publicidad - A partir de su exhibición como film de clausura del reciente 34° Festival de Cine de Mar del Plata, la crítica local decretó a El irlandés como la última obra maestra de Martin Scorsese, quien tuvo grandes films en los últimos años, pero que sin embargo no lograban alcanzar los picos de Buenos muchachos, La edad de la inocencia y Casino, por citar apenas tres ejemplos de su obra. Con esta incursión en la figura central de Frank Sheeran (Robert De Niro) y, de modo más tangencial, en la del líder sindical desaparecido Jimmy Hoffa (Al Pacino), Scorsese revisita tópicos nodales de su filmografía como la violencia, los códigos mafiosos, la escisión entre la ética particular y la familia, las ambiciones y traición. La estructura de El irlandés está organizada a partir de los recuerdos de Sheeran, a quien conocemos al comienzo como un anciano en mal estado físico; al borde de la decrepitud, cuenta (más aún: elije qué contar) buena parte de su biografía, centrada en lo que ocurrió tras haber participado de la guerra. Una de las premisas de la película sostiene que Sheeran volvió como una máquina de matar, un hombre que puede disparar con precisión para más tarde salir caminando como si nada hubiera pasado. Claro que esta cualidad será aprovechada por otros más poderosos que él, inicialmente Russell Bufalino, interpretado por Joe Pesci, quien al igual De Niro y Pacino entrega una actuación formidable, de esas que hacen pensar que ese rol no pudo haber sido jamás para otro actor. Esta suerte de épica paradojalmente anti heroica sigue el camino de Sheeran, desde su perfil de padre de familia integrada casi íntegramente por mujeres (de algún modo, el “grado cero” de la moral recae aquí sobre ellas) hasta su devenir como mano derecha de Bufalino y de Joffa. Son recurrentes en la película los cócteles, las mansiones de estilo veraniego, los bares ambientados con hermosas lámparas que delinean climas sugestivos en los que se tejen los acuerdos y desacuerdos entre las distintas mafias (en ese sentido, no es tan errada la idea de que El irlandés es una suerte de reversión de El padrino “alla Scorsese”). De a poco, se prefigura la ominosa figura de la traición, que ocupará de forma más central la última media hora del relato. La estructura temporal propuesta por el guion (escrito por Steven Zaillian y basado en el libro I heard you paint houses) le permite enfrentar al Sheeran del presente con el de al menos dos líneas de pasado distintas; en ese contraste, la película cobra una fuerza mayor y los personajes adquieren una dimensión más compleja, lo que produce que sus 210 minutos de duración no pesen. Desde ya que hay marcas autorales identificables, como los extensos diálogos (al principio intrascendentes pero, de repente, reveladores), el montaje disruptivo para enfatizar el efecto de violencia, los estilizados planos secuencias. También es destacable la banda sonora, telón de fondo para las tres décadas que recorre el film (desde los ’50 hasta fines de los ’70) y que entrega algunos clásicos inoxidables de jazz, rock y otros estilos. Finalmente, El irlandés resulta un film excesivo pero a la vez de una prolijidad exquisita, producto de un creador que se sabe clásico y entrega a Netflix una película cinematográficamente potente, lo que dice mucho de los tiempos que vivimos. Casi un testamento cinematográfico que nos recuerda un cine que probablemente ya no se hará, pero que es lo suficientemente valioso para dar cuenta del presente y, sin dudas, convertirse en un clásico para el futuro.
La nueva película de Paula Hernández (Herencia, Un amor) aborda los conflictos familiares que se potencian durante una estadía en la casona familiar, cercana a las fiestas de fin de año. - Publicidad - Luisa (Érica Rivas) es una traductora que se encamina junto a su marido Emilio (Luis Ziembrowski) y su hija adolescente Ana (Ornella D’Elía) a la quinta familiar en la que vive Meme (Marilú Marini), madre de Emilio y también de sus dos cuñados, Sergio (Daniel Hendler) e Inés (Valeria Lois), quienes también van con sus hijos. De esta manera, el lugar se llena de personas que, supuestamente, irán a descansar y a compartir un momento, aunque lo que sucede allí dista mucho de ser un encuentro feliz. La de por sí tensa situación entre Luisa y Emilio (por lo visto, los años han desgastado la convivencia) se potencia cuando ella descubre que Ana tiene un episodio de sonambulismo que, al parecer, se remonta a antecedentes hereditarios. En este ambiente en donde también se discute sobre cuestiones editoriales (actividad que desarrolla parte de la familia), no tardarán en aparecer otros núcleos de tensión, derivados al mismo tiempo de la intención de Meme de vender la bella casona. La llegada del Alejo (Rafael Federman), el hijo mayor de Sergio (todo un bom vivant) introducirá el eje de la seducción y, claro, surgirán nuevos motivos para que nada termine bien. Del cuadro antes descripto, Hernández se interesa por generar fuertes encuentros personales en los que, como si se trataran de capas geológicas, se superponen recuerdos, cruces, pequeñas revelaciones. Poco a poco, la violencia heteronormativa pasará a ser uno de los temas de la película y alcanzará su pico en un final abrupto y en buena medida polémico (pero absolutamente funcional con lo que vimos antes). Su cámara se interesa por capturar los rostros y extraer así todo el pathos que el relato amerita, pero a la vez se percibe un delicado trabajo de encuadre y de abordaje de las luces (sobre todo, en los momentos nocturnos) que hacen que el ingrediente más dramático encuentre una correlación con la forma de graficarlo. En suma, Los sonámbulos es un drama puro y duro, una nueva mirada a la familia que encuentra a una directora en su mejor forma.
Destinada a ser amada u odiada (dos apreciaciones que surgieron en la crítica mundial), Guasón (Joker, 2019) presenta un universo hasta ahora pocas veces bien explorado por el cine: la génesis de un villano y el vínculo que entabla con la sociedad que le da forma. - Publicidad - ¿Quién podía esperar de un director como Todd Phillips –responsable de las comedias Viaje censurado y la trilogía de ¿Qué pasó ayer?- una película capaz de poner a la cinefilia a hablar sobre ella? Luego de consagrarse con el León de Oro en la Mostra de Venecia (presidido, ni más ni menos, por esa gema del cine de autor que es la salteña Lucrecia Martel), Guasón tuvo su estreno en Estados Unidos y generó una ola de admiradores y detractores; entre los últimos, aquellos que sostienen que este relato sobre el hombre de la sonrisa siniestra más famoso del mundo podría arengar a que surjan episodios de violencia social. La idea es desmesurada, desde ya, pero señala en buena medida su cualidad especular; el relato funciona como una radiografía de las entrañas de una sociedad corrupta, en donde los pobres y los locos ven a los ricos construir su propio poder gracias a sus sentidas, profundas desgracias. Ya se sabe: cualquier similitud con la realidad… Mucho también se habló sobre las variables en torno al personaje, tal vez el más famoso archienemigo de Batman, que fue interpretado con euforia kitsch (César Romero, de la serie de los ’60), histrionismo macabro (Jack Nicholson) o a partir de una vinculación con el imaginario en torno al terrorismo (Heath Leadger, quien obtuvo un Oscar póstumo por su actuación). Hay que decir que el trabajo de Joaquin Phoenix es único: no se parece a ninguno. Más allá de que configura un verdadero tour de force emocional (de esos tan cercarnos a la aprobación de jurados), lo que hace el intérprete de Gladiador y Los amantes, entre otros trabajos, es prodigioso. Los momentos más álgidos en términos dramáticos quedan plenamente justificados, porque emergen de las propias premisas con las que trabaja el relato. No hay golpes bajos, ni maniqueísmos; hay una perfecta organicidad entre este descenso al infierno que atraviesa Arthur Fleck (tal es su nombre ahora) con el espacio en donde se desarrolla; una Ciudad Gótica llena de almas en pena. Su progresión va desde la precariedad más sórdida hasta su coronación como amo y señor de la sublevación popular. En Guasón, la cosmovisión de Batman queda acotada al rol de su padre, Mister Wayne, un empresario multimillonario que se postula como alcalde de esa ciudad afeada, deslucida, en donde las ratas gigantes amenazan como una plaga de difícil extinción. Es un mérito que una major como Warner haya habilitado una faceta más oscura y renovada del imaginario del hombre-murciélago, yendo mucho más hacia atrás de lo que ya había hecho Cristopher Nolan con su trilogía. La imagen deforme de la familia Wayne es la familia Fleck, con una madre demente (la gran Frances Conroy), a quien Arthur cuida y de la que parece haber heredado su condición enferma. Lo singulariza una risa que es (como le advierte a la gente, con una tarjeta) “incontrolable”; una suerte de acto reflejo que se prolonga y mezcla patetismo, fragilidad y dolor. Sobrelleva su vida con la ayuda de siete psicotrópicos y la asistencia de una asistente social que dejará de atenderlo (aunque él le diga que no lo escucha) cuando el Estado desfinancie el área de su incumbencia. Parte de la dialéctica entre la forma (del villano) y el contenido (establecido a partir de las diferentes formas de constricción que le impone la ciudad y el núcleo familiar) se nutre del cine norteamericano de los ’70, al que la crítica señaló –con justa razón- muy próximo a dos de las mejores películas de Martin Scorsese: Taxi driver y El rey de la comedia. No es casual, entonces, la elección de Robert de Niro en la piel de un personaje que funciona como bisagra, como puente entre una sociedad enferma y el poder, aquí resuelto bajo la fórmula de un conductor de talk-show tan admirado por Arthur porque representa todo lo que él querría tener. Esencialmente, fama y la posibilidad de ser respetado, de dejar de ser ese payaso que porta el cartel de un anuncio (con el que un grupo de matones lo golpea, para luego robarle y seguir golpeándolo) y convertirse, por primera vez, en alguien admirado. Pero, claro, nada de eso ocurrirá. Un encuentro bastante casual con un revólver aquí funciona como la mecha de una bomba que se enciende y hace explotar la contenida ira social. Lo más interesante de la propuesta de Phillips (también co-guionista) es que el personaje en pocas ocasiones demuestra tener un contacto con la realidad que él mismo generó; apenas lo hace, lo celebra, pero cuesta determinar cuán consciente es de ese afuera enardecido, si realmente comprende que inauguró un movimiento o tan sólo “disfruta su número” y baila. Guasón deja al espectador afectado; tal vez, indagando en qué hubiera pasado si el personaje no daba ese “paso más”. Si la mecha no se hubiera encendido. Mirá también nuestro comentario de Guasón durante el Festival de Venecia
En colaboración con Jean-Claude Carrière, Louis Garrel escribió el guión de esta película que recupera el espíritu del cine de François Truffaut. En su segundo film, Garrel interpreta a Abel, un hombre que se reencuentra con la que fue su novia Marianne (Laetitia Casta). Aquel romance no había terminado de la mejor forma: tras anunciarle que estaba embarazada de su mejor amigo y que en diez días se casaban, Marianne lo abandona. - Publicidad - El tiempo pasa, el marido muere y ahora Marianne es una joven viuda con un niño al que debe cuidar sola. Abel decide volver a conquistarla; pero si la historia ya de por sí coquetea con el absurdo, se suma la hermana del muerto, la joven y bella Eve (Lily-Rose Deep), quien estuvo siempre obsesionada por él y pondrá todos sus esfuerzos para “arrebatárselo”. L’homme fidèle vuelve a la figura del triángulo amoroso (nodal dentro de la cinematografía francesa) con desparpajo pero, al mismo tiempo, cuidando la fibra más sentimental. El hijo de Marianne le agrega al relato un condimento sórdido, cuando revela -con plena convicción- que su madre envenenó a su padre. De allí en adelante, se suceden más situaciones de humor negro, tanto en espacios cerrados como en exteriores; de nuevo, París como una protagonista más, aunque –por suerte- alejada del pintoresquismo turístico. Comedia sentimental, al fin de cuentas, L’homme fidèle –en sus concisos 75 minutos- vuelve al tópico del amour fou; un desajuste para el universo burgués, una forma de recordarnos que las relaciones amorosas desordenan la vida pero, al mismo tiempo, la hacen más vivible, más intensa. L’homme fidèle, del actor Louis Garrel, resultó la ganadora del premio a la Mejor Dirección de la Competencia Internacional del XXI BAFICI. Esta nota se publicò originalmente en ocasion del BAFICI 2019 y se publicò el 14-04-2019
Los estruendos El documental Proyecto 55 (2017) de Miguel Colombo abre interrogantes sobre un hecho en apariencias “cerrado”: el Bombardeo de Plaza de Mayo de 1955. El origen, como la mayoría de los orígenes, fue multiforme, sentido, profundo. Ya sea gracias a los sueños, a la memoria familiar, o a la simple avidez de comprender la historia, el Bombardeo aparecía como un suceso sobre el que valía la pena construir un relato. Ese relato es Proyecto 55, el documental de Miguel Colombo que en sus mejores secuencias se aproxima al ensayo audiovisual. El tristemente famoso Bombardeo de Plaza de Mayo costó la vida de más de 300 personas, causó destrozos y dejó una huella indeleble en la historia de la violencia política en Argentina. El objetivo era asesinar al Presidente Juan Domingo Perón, hecho que no se cumplió. No obstante, se transformó en la antesala de una nueva dictadura. Colombo (que no había nacido en el ’55, pero que vivió su primera infancia durante un gobierno de facto) no pretende hacer una reconstrucción minuciosa, pero sí ofrece material de archivo y relata algunos aspectos centrales. Su película no tiene aspiraciones informativas; más bien aspira a interpelar al espectador a partir de su propia historia e imaginario. El realizador articula su interés sobre el Bombardeo con el trabajo que emprende junto a un grupo de artistas, creadores de un proyecto que aborda, de forma interactiva, el acontecimiento, con una especial atención al componente sonoro. De este modo, a la perspectiva personal se le agrega una de carácter procesual, artística, fértil para desplegar nuevas reflexiones. Proyecto 55 gana cuando es la historia de Colombo la que adquiere protagonismo. No hay en su vida un momento puntual en donde se haya gestado esta obsesión o avidez por saber. Hay múltiples aristas y la presencia de su pequeño hijo sirve para indagar sobre qué va a pasar con esa historia que lo acompañó desde siempre, ¿se puede transmitir? ¿Qué nuevas formas de aproximarse a la historia serán las de las nuevas generaciones? Es gracias a esos interrogantes que su documental adquiere un significado mucho más amplio, polisémico y de carácter abierto.
Desde Plan B (2009), Marco Berger construyó una filmografía en donde predominó el deseo entre varones. Deseo postergado, deseo contenido, deseo encendido pero siempre atenuado por encontrarse bajo la órbita de la heteronorma. De forma paralela, cierta crítica fue recurrente a la hora de señalar que cada película de Berger “es siempre la misma”. - Publicidad - Si bien es cierto que tanto en su ópera prima como en Ausente (2011), Hawaii (2013), Fulboy (2014, en co-dirección con Martín Farina), y Taekwondo (2016) el foco es el deseo entre hombres, resulta un reduccionismo aplicar esa sentencia. Más bien corresponde pensar cada nuevo opus como una variación; de conflicto y de tono, sobre todo. Lo que se mantiene es, por un lado, la puesta voyeur sobre el cuerpo masculino, y, por otro, la postergación en la consumación del deseo físico. En (2019), Berger reduce esta postergación a la media hora de metraje. Lo que sigue es una pregunta nodal: ¿cómo sobrellevar ese deseo? En su nuevo film, Juan (Alfonso Barón) le alquila una habitación a Gabriel (Gastón Ré), un compañero de la fábrica en donde trabajan. El contexto es el conurbano sur; trenes atestados de trabajadores, hombres que nunca han escuchado hablar de sororidad ni reflexionan sobre el género. “Minita”, “puto”, “torta” son lexemas que se confunden entre litros de cerveza –la bebida barrial por excelencia- y partidos (partiditos) que se ven en el living, en donde de tanto en tanto se cuela algún melodrama maniqueo. Gabriel tiene una hija que vive lejos, con su abuela. Nunca perdió la mirada tierna y afectuosa sobre ella. Berger consigue que a partir de ese vínculo lateral (pero no por eso menos importante), el personaje se recorte del resto y comiencen a operar otras asociaciones afectivas en el relato. Gabriel también colecciona figuras de conejos y lee, se percibe mucho más sensible que el resto. Lleva consigo ideas que no vocifera; por algo lo apodaron “el mudo”. En una tarde, el deseo que se acrecienta a fuerza de roces y miradas con Juan se desata. Y ya nada será igual. Un rubio tiene otra marca distintiva; incorpora como pocas veces en el cine de Berger a la figura de la mujer como una amenaza. Pero a no confundir con un planteo machista; todos –ellos y ellas- circulan bajo un régimen heteropatriarcal, en el que la subjetividad queda subsumida a una lógica tribal. Tanto en el cuerpo presente como en el cuerpo rememorado, la mujer dentro del film puede operar dentro de aquel régimen, recordándole al varón la necesidad de no salir de la norma, de reincidir en la construcción de la familia tradicional. El final de la película se concentra en una mujer con un cuerpo “no deseable” para la consumación sexual, pero con el foco puesto en la amplitud, en la aceptación de lo diferente no como un desvío sino como la apertura hacia nuevos territorios de subjetividad, más plenos y menos constreñidos. En suma, más felices.