Desde Acné, su tierna ópera prima, el director uruguayo Federico Veiroj viene desarrollando una obra más que interesante, donde su preocupación principal reside en personajes que experimentan crisis durante momentos claves de sus vidas. Belmonte, su cuarto largometraje, no se aleja de esa premisa. Javier Belmonte (Gonzalo Delgado) es un artista plástico de 43 años. Un individuo cerrado, de pocas palabras y modos no muy expresivos. Está separado de Jeanne (Jeannette Sauksteliskis), aunque puede pasar mucho tiempo con Celeste, su hija, de 10 años. También va a ver ópera con su padre (Tomás Wahrmann), quien podría tener una vida secreta, y se las arregla para mantener relaciones ocasionales con mujeres. Recibe el encargo de preparar una muestra para el Museo de Artes Visuales de Montevideo. Los días de preparativos coinciden con la noticia de que la ex está embarazada de su nueva pareja y Celeste tal vez quiera pasar más tiempo con esa parte de la familia. Entonces Belmonte se propone abrirse mucho más a su hija y a todo lo que lo rodea. La película trata acerca de la crisis de los cuarenta y la paternidad, pero sin estridencias, sin trazos gruesos. El mayor mérito de Veiroj consiste en acompañar a Belmonte bien de cerca, con un registro naturalista, sin imponer un juicio, lo que es propio del cine uruguayo. Conecta con la reciente Las olas, de Adrián Bíniez (argentino, pero con impronta charrúa), por su temática referida a la madurez, aunque sin los elementos de realismo mágico. Gonzalo Delgado cuenta con poco pasada actoral, pero sí detrás de cámara: fue director de arte de films como Whisky y El otro hermano, coguionista de Veiroj en La vida útil y El apóstata, además de ser el verdadero responsable de las pinturas de Belmonte. Aquí tiene la responsabilidad de llevar adelante la película, y lo hace desde una presencia imponente (propia de un actor europeo de los de antes) y de una actuación medida. El antihéroe perfecto para una historia cien por ciento masculina. Belmonte es un film pequeño, con dosis equilibradas de humor y drama, que puede no estar al nivel de los trabajos anteriores de Federico Veiroj, pero sigue mostrando a un director fiel a sí mismo.
Nosotros y los miedos Federico Veiroj (El Apóstata, 2015) vuelve a indagar sobre los vínculos familiares en su nueva película Belmonte (2018), y lo hace con el sello que atraviesa su obra: el humor seco, personal y elegante que caracteriza al uruguayo. Javier Belmonte (Gonzalo Delgado) es un artista plástico separado de su mujer que encuentra su estabilidad emocional en compañía de su pequeña hija. La ex mujer de Belmonte está embarazada de su nueva pareja y este motivo lo desestabiliza, tanto a él como a Celeste (Olivia Molinaro Eijo), la hija que ambos tienen en común. Poco importa la retrospectiva que el Museo de Artes Visuales de Montevideo realizará en breve de obra de Belmonte, tampoco la venta de sus cuadros, ni la proyección internacional que crece a diario. A Belmonte solo le preocupe el cambio de dirección que tomará su vida cuando nazca el hijo de su ex, y es en esa preocupación que encuentra crear un nuevo vínculo con su hija, perturbada ante la llegada del nuevo hermanito. Veiroj sitúa su nueva película en el mundo del arte pero no para hablar del snobismo que rodea a los artistas con sus grandezas y miserias, relaciones hipócritas y superficialidades, si bien aparecen en un segundo plano muy menor. El arte es solo la excusa para volver a transitar por temas que le preocupan como el miedo al cambio, las inseguridades, los vínculos, la relación familiar y la inmadurez. Belmonte solo parece sentirse a gusto en la relación con su hija, como si fuera un igual, un espejo de su ser. Pero también el arte aparece como un modo de representación cinematográfico donde los sueños están atravesados por el surrealismo y el presente por un tono realista, al igual que la obra de Belmonte. Belmonte podría ser un drama existencialista sobre un personaje sumido en una profunda crisis en la mitad de su vida, pero Veiroj se corre del típico lugar para imprimirle dosis de un humor irónico y agridulce, con esa acidez propia del uruguayo, y así crear una comedia que deambula entre lo real y lo onírico, como las pinturas que el propio Belmonte firma.
Entre dos mundos La tensión irresuelta entre dos mundos, el del artista y la paternidad de una pre adolescente, son las cuerdas que sujetan al protagonista del nuevo opus de Federico Veiroj, Belmonte. Pero a diferencia de películas que exploran estos dos elementos en conflicto, la singularidad de la cinta del realizador uruguayo se manifiesta en el tono y el registro, en sintonía con los estados emocionales y ánimos de este atribulado hombre, a quien le llega la noticia que su ex espera un bebé y que su hija comienza a manifestar recelos de la llegada por perder el privilegio de la atención materna. Si bien nunca aparece explícitamente la idea del dilema entre la entrega a la vida del arte en detrimento de la pérdida del rol de padre por no estar presente en momentos importantes, ese es el meollo de esta agridulce comedia con el sello indeleble del director de El apóstata (2015) No obstante, y a pesar del desplazamiento a un segundo plano del mundo del arte y de la plástica, Veiroj desarrolla una trama intimista atravesada por las pinturas de este reputado artista, a quien no le quita el sueño una inminente retrospectiva a punto de realizarse en el Museo de Artes Visuales de Montevideo ni tampoco las ofertas en dinero por sus obras aunque viva de eso. A Javier Belmonte (Gonzalo Delgado) le falta cierto color en lo que hace a su rutina de artista y esa falta en la paleta de la vida no se encuentra precisamente en su talento, sino en el tiempo recobrado junto a Celeste (Olivia Molinaro Eijo), con quien intenta recomponer o al menos crear nuevos vínculos y entenderla, como puede ocurrir en paralelo con su propia obra cuando es objeto de miradas ajenas. La incompletud se replica tanto en el lienzo como en la existencia pese a los cuerpos de mujeres desnudos, a las conquistas amorosas furtivas y a ese estado difuso donde penetra el elemento onírico para desviar del eje de la realidad al opus de Veiroj. El otro elemento que le da matices a la pintura de la vida de Javier junto a su hija y a un entorno con el cual choca permanentemente es el humor, con un sentido irónico pero que nunca llega a subrayar ninguna bajada de línea ante un tópico habitual en el arte como por ejemplo los snob y su mundillo pequeño o mezquino. El plato fuerte de Belmonte, la película, es la muy buena elección de la niña Olivia Molinaro Eijo y de Gonzalo Delgado, responsable de los cuadros que aparecen durante el film.
Federico Veiroj vuelve a la carga tras “El Apóstata” (2015) con un film muy personal que indaga en las inquietudes de la mediana edad, las metas en el trabajo y las relaciones de familia. Belmonte es un artista reconocido que goza de un buen presente laboral y un reconocimiento que se refleja tanto desde la repercusión que generan sus obras así como también en el dinero que obtiene por las mismas. Algunos podrían decir que lo tiene todo, sin embargo, algo lo inquieta, lo mantiene intranquilo y contantemente en movimiento. Sus pinturas buscan tratar al ser humano mediante una desnudez tanto física como psicológica. Está por estrenar una muestra de su larga obra en el Museo de Artes Visuales de Montevideo, pero se lo nota distraído con los cambios que vive su familia: su ex mujer está embarazada, fruto de la relación que mantiene con otro hombre, y percibe que su hija, Celeste, pasará menos tiempo con él cuando nazca su hermano. A su vez, su padre parece estar manteniendo una relación homosexual con un conocido, las clientas que suelen comprarle los cuadros se le insinúan sexualmente y la desestabilidad emocional parece tenerlo en la disyuntiva de querer que todo vuelva a ser como antes o resignarse y hacer las paces con su inconformismo. Veiroj cuenta con mucha sutileza este relato muy humano y realista que pone en tela de juicio temáticas cotidianas que aquejan a muchas personas en determinado período de su vida. El protagonista necesita una brújula, una solución a su involuntaria soledad afectiva que lo aísla y lo pone en el lugar opuesto de su increíble carrera. El largometraje se sumerge en la exploración de las preocupaciones que tiene Belmonte y en cómo intenta hacerse cargo de sus inseguridades buscando conectar con su hija que tiene sus propias preocupaciones más ingenuas, inherentes a la edad, pero fundadas. Un viaje introspectivo que se sostiene por la estoicidad de Gonzalo Delgado que compone su personaje con pericia y gran oficio. Lo que resulta interesante es la curiosa renuencia del personaje a ser encasillado por su arte o por sus acciones (cosas que lo llevan a confrontar con su hermano, su padre, entre otros) o también el que se divulguen sus proyectos, pero a su vez, el artista ya se encuentra auto-catalogado y encerrado en un aislamiento autoimpuesto. “Belmonte” es un film sincero y cuidado que podría haber ido un poco más allá con el conflicto pero que funciona gracias a un elenco afinado actoralmente y una dirección sentida de Veiroj que prioriza una puesta en escena minimalista y rutinaria como la existencia del personaje del título. Un film extraño que busca evitar las convenciones de este estilo de relatos.
En la crisis de mediana edad el protagonista del film no hace otra cosa que complicarse él mismo su relación con los otros a partir de no poder superar la maternidad de su ex mujer, el asedio de un grupo de mujeres de la clase alta y el constante reclamo de su padre.
El director uruguayo de Acné, La vida útil y El apóstata regresa con esta modesta, agridulce y en definitiva entrañable tragicomedia presentada en los festivales de Toronto, Mar del Plata, Rotterdam y San Sebastián. Javier Belmonte (Gonzalo Delgado) es un artista plástico de moderado éxito, aunque tiene algunas “artimañas” para venderles cuadros a mujeres maduras. Solitario y de pocas palabras, se suma a la galería de protagonistas tragicómicos y disfuncionales del cine de Veiroj. Nuestro antihéroe de turno parece casi siempre un poco torpe, incómodo, desganado, confundido, resignado, descontento, a contramano de lo que quieren su ex esposa Jeanne (Jeannette Sauksteliskis), sus padres o su hermano. Algo mejor le va con su hija Celeste (Olivia Molinaro Eijo), con la que se abre y se juega un poco más. La película hace gala de ese humor parco, asordinado, tan uruguayo, con situaciones que están muchas veces al borde del patetismo y el estereotipo, pero que el director sabe manejar con fluidez y resoluciones absurdas. Al fin de cuentas, Veiroj es parte de una escuela que, con muy distintos matices, forman entre otros Jim Jarmusch, Aki Kaurismäki, Martín Rejtman y siguen las firmas. Belmonte es pequeña y disfrutable, aunque también da la sensación de ser un proyecto de transición (de hecho Veiroj la hizo mientras preparaba uno bastante más ambicioso que ya está en postproducción). De todas formas, que no tenga tanta apuesta al riesgo y pise sobre terreno conocido, no significa que Belmonte sea un film intrascendente o descartable. Su aproximación a las contradicciones íntimas de la paternidad (el protagonista busca reconciliarse con esa condición y también aprecia los cambios de su septuagenario padre) es riguroso, valioso y por momentos incluso emotivo.
Hay películas que por lo que proponen y cómo eligen desarrollarlo se pueden beneficiar de una duración más escueta. En particular si lo que se elige mostrar es sencillamente la vida de un personaje, donde el conflicto puede tener un rol no tan predominante como el que se acostumbra. La búsqueda de un balance Javier Belmonte es un pintor que goza de cierta popularidad y debe balancear su caótica vida con la crianza de su hija, a la que cree perderá cuando nazca su medio hermano. Así de sencilla es la premisa de Belmonte, sin embargo esa austeridad tanto en la propuesta en sí y en cómo elige abarcarla es lo que hace fluida a su contemplativa narración. Una tarea, cabe decirlo, nada fácil, porque es una metodología muy propensa a caer en la nada. Afortunadamente eso no ocurre con Belmonte. Podrá no haber histrionismo o confrontaciones físicas, pero no se la puede acusar de mostrar la nada. Es una película que sabe contar lo suyo con la expresión y las palabras justas. A nivel técnico es bastante sencilla y no está para otra cosa que no sea el lucimiento actoral. Un rigor que casi podría decirse es de documental, aunque hay algunas pinceladas de una estética visual distinta cuando trata de mimetizar el color de la iluminación de ciertas escenas con el esquema de colores que usa el personaje para sus pinturas. En materia actoral, Gonzalo Delgado entrega una muy prolija interpretación, tan austera como la historia que se está contando. Una vida interior muy rica y trabajada que contribuye no pocas veces a comunicar lo que la película quiere decir con tan solo un gesto. Una labor fundamental para que se llegue a buen puerto y que el espectador perciba que debajo de esa quietud hay muchas inquietudes que deben ser resueltas.
Agridulce y melancólica como buena película uruguaya, algo salva a Belmonte de ser una de las tantas en las que no pasa nada y el tedio gana la partida. Tal vez sea el carisma de su protagonista, con su eterna cara de fastidio; o las sutiles pinceladas de humor que aparecen por aquí y por allá; o los toques fantásticos, también escuetos; o la contemplación de un mundito interesante. El mundito de Javier Belmonte. Es un hombre de cuarentipico al que no le va tan mal. Vive de sus pinturas, algo que pocos artistas consiguen; tiene una hija de unos ocho años que lo quiere; las mujeres caen rendidas a sus pies sin que él haga nada para lograrlo. Belmonte no cree en el amor ni en que pueda existir algo llamado carrera. No tiene muchas más ambiciones que pasar un tiempo con la nena y pintar tranquilo, sin que nadie le rompa mucho la paciencia. Y tiene esos modestos objetivos más o menos encaminados, pero parece disconforme, enojado. Descubrir la lógica interna de este rebelde sin causa quizá sea el mayor atractivo de la película. Esta historia mínima que bien podría transcurrir en los años ’80 -Montevideo y su efecto retro- marca la primera actuación protagónica de Gonzalo Delgado (la segunda debería ser en una biopic del ex futbolista de Independiente, Dany Garnero), coguionista de Whisky y director de arte de varias producciones a ambos lados del Río de la Plata. Él es el autor de las pinturas de Belmonte: la mayor parte de ellas, desnudos masculinos que marcan el paisaje de la película. La paternidad, la masculinidad, el desconcierto de llegar a esa edad en la que el final está más cerca que el punto de partida (con la voz de Leo Masliah cantando Imaginate m'hijo como contraseña). Cada quien le buscará un significado a este significante cáustico y adusto llamado Belmonte que, ajeno a interpretaciones, se carga sus pinturas al hombro y va.
Luego de Acné, La vida útil y El apóstata, el título de la cuarta película del uruguayo Federico Veiroj continúa algo así como un proceso de individualización: Belmonte se centra en Javier Belmonte, un pintor en un buen momento profesional, un padre atribulado, un hijo que se preocupa por sus padres y un exmarido que no puede aceptarse como tal, más allá del tiempo y las evidencias. Este retrato panorámico podría parecer trillado, pero las películas -una vez más- no se definen por su argumento. Y, como ocurría en El apóstata, Veiroj demuestra que su cine tiene personalidad, nada menos: seguridad y aplomo estilísticos para evidenciar dudas, fluidez narrativa para desarrollar personajes en medio de trabas e imposibilidades. Y prueba una vez más que puede caminar las sendas más difíciles en cuanto a influencias y salir más que airoso. Los españoles Luis Buñuel y Francisco Regueiro no son referencias sencillas, y no son arbitrarias: Veiroj puede incluir amargura irredenta, momentos de calidez que irrumpen de forma imprevista, un manejo deslumbrante de cada elemento del cine -los usos de la luz y de la música son especialmente notables- y esa visión que no reniega del absurdo, pero no para poner distancia y frialdad sino para volver a apostar por mundos y vidas imposibles pero probables, reconocibles.
Siguiendo el mismo registro que en sus trabajos anteriores y en una perfecta sintonía con “Acné” y “La vida útil” y quizás un poco más distanciada de “El Apóstata”, la nueva película del director uruguayo Federico Veiroj se mete de lleno, a través de la figura de su protagonista, el Belmonte del título, en la crisis de los ’40 (y tantos…). Los hombres en crisis es un tema permanentemente revisitado en la literatura, en el teatro y el cine, obviamente, no es la excepción. Desde el Lester Burnham de Kevin Spacey en “Belleza Americana” y la desoladora mirada de Sam Mendes; la crisis embebida por los viñedos de “Entre Copas”; los personajes cuarentones de Cesc Gay en “Una pistola en cada mano” “Ficción” y hasta en “Truman”; el solitario con un tono más oscuro encarnado por Joaquín Phoenix en “Her” de Spike Jonze y sin ir más lejos hace un par de semanas con el estreno de “Con este miedo al futuro” de Ignacio Sesma, tuvimos un exponente bien porteño de cuarentón en crisis en el personaje central encarnado brillantemente por Facundo Cardosi. Belmonte no es la excepción y podría sumarse perfectamente a la galería de estos personajes en plena crisis y “al borde del ataque de nervios”. Pero en este caso, mientras muchos de los otros exponentes plantean una necesidad de reconstrucción desde su soledad o desde su profundo fracaso personal y/o profesional, poco de esto pareciera estar en sintonía con el momento que está actualmente atravesando nuestro protagonista. Javier Belmonte es un pintor que ha logrado conquistar cierto renombre dentro del mercado del arte contemporáneo y es uno de los pocos artistas que está atravesando un periodo de gran desarrollo profesional, que puede darse “el lujo” de vivir con la venta de sus obras, que cotizan cada vez más alto. Sumado a esto, ha podido construir una muy buena relación con su hija y, como frutilla del postre, el éxito con el sexo opuesto no le es para nada esquivo. Sin embargo, Belmonte está parado en un momento de absoluta insatisfacción personal y hasta habitado por una cierta abulia ha logrado instalarse en su vida. La retrospectiva que se realiza alrededor de su obra en el Museo de Artes Visuales de Montevideo, que sería un motivo de indudable orgullo para cualquier artista, a él le resuena completamente indiferente. Su pensamiento está focalizado casi obsesivamente y de forma excluyente, en el bebé que tendrá su ex esposa con su nueva pareja y no puede dejar de tejer diferentes escenarios posibles sobre el impacto que este hermanito provocará en la vida de su hija, quien quizás quiera compartir más tiempo en la casa de su mama que con él. Esta situación lo enfrenta con su propia vulnerabilidad frente a una simple posibilidad –que él siente muy concreta-, de que esto ponga en riesgo su vínculo con ella (una dulcísima Olivia Molinaro como su hija). Se siente invadido por ese temor permanente de que su paternidad, se vea amenazada y en peligro, que es justamente ese espacio en donde él tiene depositado gran parte de su placer -en esos encuentros y espacios de cotidianeidad que tanto disfruta con ella-. Este será el principal disparador para que se instalen en su vida un compendio de miedos, entre los que se aparece como principal fantasma, el del irremediable paso del tiempo, que pone entre las cuerdas ese impulso a que realice un cambio versus su tendencia a permanecer enraizado en ese lugar de insatisfacción y vacío que va tomando, cada vez, más rincones de su vida. Gonzalo Delgado es el encargado de darle vida al protagonista y, por lo tanto, de cargar con la responsabilidad de casi la totalidad de “BELMONTE” y el dato más curioso es que las pinturas que se muestran en la película son precisamente de su autoría. Cuenta con una extensa trayectoria como director de arte en películas como “Whisky” “Miss Tacuarembó” “El otro hermano” de Caetano y “Sueño Florianópolis” de Ana Katz; ha colaborado en los guiones de los anteriores trabajos de Veiroj y a pesar de haber tenido sólo algunas intervenciones como actor en “El apóstata” o la interesante pero aún inédita en nuestro país “Severina”, Delgado tiene el pysique du rol exacto para poner el cuerpo y darle esa presencia que Belmonte necesita: su temple medido, su permanente incomodidad e introspección, su constante estado de crisis que refleja en sus silencios o en sus miradas. Veiroj, tanto en la dirección como en el guion –que le valió el Astor de Plata en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata- se ha permitido jugar con escenas oníricas cargadas de surrealismo aunque “BELMONTE” logra mayor efectividad en las escenas familiares y en el detalle de lo cotidiano. Y a pesar de ser su trabajo menos innovador, sigue demostrando su madurez para abordar con una mirada existencialista a estos personajes y ganarse un lugar entre los directores más interesantes del cine latinoamericano de la actualidad.
La historia que cuenta la película es la de un pintor llamado Javier Belmonte, simplemente Belmonte para todos. Está pasando por un gran momento profesional, aunque tiene problemas con su familia, con su padre, con su ex mujer a lo que no termina de aceptar como tal y una hija muy despierta que tal vez sepa cuál es el misterio que angustia a Belmonte. No parece ser mucho lo que cuenta la película y los actores tienen esa distancia que no siempre termina de hacer creíbles las situaciones, pero aun así los personajes crecen y el protagonista se vuelve interesante debido al enorme talento del director. La resolución visual de las escenas nunca busca ser espectacular y aun así, para el espectador atento, tiene hallazgos de inusual calidad. En el descuido y la urgencia del consumo audiovisual, muchas veces se le presta más atención al guión y la actuación, sin darse cuenta que en el cine estos dos elementos son importantes, pero la palabra final la tienen la cámara y el montaje, y ahí Belmonte hace la diferencia.
El realizador uruguayo Federico Veiroj (“El apóstata”, “Acné”, “La vida útil”) muestra a un antihéroe muy particular, un hombre exitoso para los demás, que es un pintor de buena venta, pero que transita su vida con extrañamiento, incómodo, inadaptable, rebelde. Un ser entendible pero por momentos patético, en otros querible, un hombre confundido que transita como puede su relación con su hija, trata de comprender a su padre, pero a veces no puede escaparle a ese sentimiento de ser indiferente al mundo. Sin embargo ese personaje interpretado por Gonzalo Delgado, con un aire al actor francés legendario, tiene un encanto particular. Vive siempre de manera distinta a lo que rige la sociedad, a los deseos de su ex esposa. El director maneja con fluidez a esos personajes que nunca se sienten plenos, pero que luchan por vivir a su propio estilo. Una mirada logrado sobre un solitario sin remedio que se tiene que bancar su condición de ser inteligente, poseedor de cierto humor particular pero condenado a no estar relajado nunca.
Un pintor en su laberinto El cuarto largometraje del director de El apóstata puede ser leído como un ensayo, no exento de humor, sobre la masculinidad en crisis. Javier Belmonte es un pintor montevideano especializado en desnudos masculinos, de pocas palabras y escaso rango expresivo, cuya obra goza de cierto prestigio al otro lado del Río de la Plata. Sin embargo, parece abrumado, incapaz de recomponer su vida tras divorciarse de la madre de su hija Celeste, de quien aún se muestra pendiente a pesar de que ella espera un segundo hijo con su nueva pareja. En la primera escena de la película Javier le muestra sus obras a un comprador. Colocando al pintor delante de una de ellas y a partir de un juego de superposición creado por el punto de vista de la cámara, el uruguayo Federico Veiroj, director de Belmonte, consigue que el pene de la figura pintada en el cuadro que está detrás parezca ser el de Javier, provocando un momento cómico algo adolescente pero de gran poder simbólico. Belmonte, cuarta película de Veiroj, puede ser vista como un ensayo sobre la masculinidad, categoría que a partir del vigor que han ganado en los últimos años las miradas femeninas (y feministas) del mundo ha quedado en el ojo del huracán. Y una masculinidad en estado crítico que intenta volver a reconocerse a sí misma es uno de los temas de la película y aquel chiste justo en el comienzo parece ser útil para plantear certezas –no hay hombre sin pene– pero también preguntas: ¿hay pene sin culpa? Como si él mismo fuera pintor, Veiroj perfila con trazo firme el retrato de un hombre en crisis, con situaciones no resueltas en los vínculos con sus padres y cuya hija funciona como única ancla que aún lo mantiene conectado con la realidad. Javier necesita del vínculo con su hija, pero al mismo tiempo se encuentra con la resistencia de la madre, que si bien tiene la paciencia suficiente para soportar las inseguridades de su ex, también se muestra reticente a permitir que la nena pase un día a la semana más con él. La película registra con ternura la forma en que este tipo vulnerable tropieza consigo mismo, con sus propias taras masculinas, mientras se pega a su hija. No es extraño que Veiroj rodeara a su protagonista de otros hombres (amigos, hermanos, padre), que tal vez no sean demasiado útiles para ayudarlo a encontrar la salida de los laberintos en los que está metido, pero que a su manera se esfuerzan por acompañarlo y sostenerlo como pueden. Tampoco es raro que las mujeres sean para Javier un enigma difícil de comprender y quizá por eso se aferra a su hija como a un mapa que le permitirá resolver el misterio. En ese sentido resulta emblemática la escena en que, mientras contempla los cuadros en el atelier de su padre, la niña le pregunta por qué siempre pinta hombres desnudos. Como si se tratara de una pregunta infantil y su respuesta fuera obvia, Javier contesta: “porque soy hombre”. Pero la niña, freudiana a fuerza inocencia y sentido común, insiste: “Sí, ¿pero por qué desnudos?” La escena termina con el pintor haciendo mutis, urgido por la vergüenza de su propia desnudez puesta al descubierto. El trabajo del actor Gonzalo Delgado interpretando a Javier es impecable: en apariencia seco y minimalista, posee sin embargo una expresividad contenida que, como si se tratara de un extracto, obtiene su potencia de la concentración. Con una nobleza que tiene en cuenta por igual tanto a los personajes como al público, Veiroj logra que la historia fluya con gracia en busca de respuestas para interrogantes expuestos claramente y con sinceridad. De este modo, Belmonte vuelve a ser, como ocurre con el resto de la filmografía del director nacido en Montevideo, un retrato que parece tener tanto de personal como de oriental. Características propias de las que, sin embargo, es muy fácil apropiarse como espectador.
Belmonte: Entre el padre y el artista. En su nueva película, Federico Veiroj muestra la dicotomía entre entregarse al arte o a la paternidad, de una forma particular, sin tanta complejidad y con un tono simpático. Javier Belmonte (Gonzalo Delgado) es un artista plástico de 43 años, separado de Jeanne (Jeannette Sauksteliskis), que intenta pasar tiempo con su hija Celeste. Tiene buena relación con su padre, aunque se entera de su secreta faceta; y ocasionalmente, se acuesta con mujeres que compran sus cuadros. Un día recibe un encargo para el Museo de Artes Visuales de Montevideo y, al mismo tiempo, sucede el embarazo de su ex esposa con la nueva pareja, por lo que Celeste desea pasar más tiempo con su mamá, ante el miedo de ser desplazada por el nuevo integrante. Así es como Belmonte comienza a comportarse de distinta forma, abriéndose a la vida para generar empatía con su hija y con su arte. Intenta recomponer la relación con su hija pre-adolescente y recuperar el tiempo en el que no estuvo presente por dedicarse de lleno al arte. El personaje se encuentra incompleto, tanto por la no relación con su hija como por la mirada incomprendida de sus obras. Con ese hermetismo y cara de pocos amigos, la satisfacción por lo que va concretando (el vínculo con su hija o el nuevo desafío en su profesión) es siempre relativa, debido a la autorecriminación y la inseguridad que lo caracteriza. Nunca aparece explícito el tema de la elección entre el ser padre y ser un artista, pero se siente todo el tiempo el choque de esos elementos en la mente del protagonista, lo que hace a esta comedia dramática. El tema profundo que trata, a partir de la noticia de la llegada de un bebé, se aliviana con los toques cómicos que le pone a la historia. Como su predecesora, “El Apóstata” (2015), en este metraje Federico Veiroj también muestra que el personaje principal se encuentra en un meollo existencial en el que no sabe bien cómo desenmarañarse, cuestiones familiares, culturales, económicas, recuerdos, proyectos, frustraciones. En este punto es donde se tocan ambas películas, aunque claro que son historias bien distintas. Y esto sucede con sus otras cintas, donde la preocupación está en que los personajes puedan afrontar y resolver sus crisis. Cabe destacar que Veiroj ya está trabajando en un film más grande para este año, protagonizado por Dolores Fonzi. Gonzalo Delgado no está acostumbrado a estar frente a cámara y, sin embargo, impacta con su presencia. Su pasado es en el detrás de cámara, como director y guionista, además de ser el verdadero autor de las pinturas de Belmonte. Los cuadros que aparecen en escena le dan un toque distintivo a la cinta y saben expresar el paso de las vicisitudes del Belmonte. Es una película sin mucho que destacar, donde quizás lo que suma es la forma en la que la cámara acompaña al personaje, naturalmente, como si espiara lo que sucede en esa vida sin sobresaltos, con pequeñas dosis de humor, aunque quizás no llegue a alcanzar el nivel de las anteriores obras del director. La película no cae en la psicología barata del cuarentón introspectivo y disperso, lo cual es un gran punto a favor, tratando de sortear los momentos dolorosos que tocan vivir con aceptación.
Belmonte seguramente sea la película de Federico Veiroj más personal, la más expuesta, la que prueba soluciones estéticas nuevas y se confía menos a formas conocidas, como lo hacía La vida útil, que reenviaba al universo afectivo de la cinefilia y del cine moderno, y El apóstata, que trataba de apropiarse de un relato de iniciación en clave decimonónica. En esas películas se entendía rápidamente en qué terreno se estaba: las expectativas que traían esos mundos proveían una legibilidad casi inmediata. En Belmonte, en cambio, no se sabe con seguridad, cuesta más ubicarse. Se tiene la certeza, eso sí, de que se trata de la historia de un artista que va a contarse rechazando voluntariamente la sátira malevolente. En el comienzo, Belmonte, pintor, vende dos cuadros a un cliente y la transacción se desarrolla con toda la naturalidad posible. Parece que el mundo del arte contemporáneo en el cine también puede ser eso, algo distinto de la caterva de arribistas y estafadores que desfilan por The Square o por Mi obra maestra. El relato sigue al protagonista en su vida cotidiana hecha de pequeños desencuentros familiares y ahí se esboza un drama realista pero contenido que se fija menos en los conflictos que en la manera en que el personaje los internaliza, como si los llevara en el cuerpo. La historia lanza de a poco a Belmonte por el camino del creador mal adaptado que usa su arte como catársis, y la propuesta inicial, un poco más misteriosa, que prometía algo nuevo, da paso a otra cosa: un relato que alterna entre el desarrollo dramático del personaje y la generación de escenas que rozan lo onírico y subyugan. Escenas como la de la costanera, cuando Belmonte, desesperado, va allí y se encuentra a un montón de personas escuchando a un cantante: la cámara se mueve despacio y releva en el auditorio toda clase de posturas y gestos hasta detenerse en un sable tirado en el piso que Belmonte trata de levantar (alguien lo detiene) y, acto seguido, se acuesta en el suelo, abatido, mientras escucha la canción y, tal vez, aligera los problemas con la compañía de los demás. La belleza evanescente de ese momento y de otros (como cuando la hija realiza ajustes a la curaduría de una muestra del padre mientras este yace en un banco del museo con la mirada perdida en la ventana) exhibe un brillo propio que opaca la historia algo más simple, más cómoda, del artista que está en guerra con el mundo porque no sabe vivir consigo mismo.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
LOS FANTASMAS DE LA EXISTENCIA Belmonte es una película metódica, de encuadres precisos, excelente iluminación y concisión narrativa. Es decir, sabe lo quiere y lo lleva a buen puerto. Veiroj regresa con personajes de periplos existenciales y esta vez elige a un artista. Pero a diferencia de otras incursiones que subrayan obsecuentemente la obra o reparan en las miserias, aquí todo parece estar en su justa medida. Es cierto. En algunos pasajes asoma cierto aire del peor cine de Subiela y los diálogos parecen caer en las locuciones típicas de esos films de mediados de los ochenta. Sin embargo, por fortuna, Veiroj se corre a tiempo y todo continúa en su cauce preciso, el de la observación/entendimiento de un artista al que se le dificulta hacer compatible su pasión con una idea de familia. En todo caso, la exploración apunta a captar los tiempos muertos del protagonista a través de la convivencia desordenada con su pequeña hija, la relación con su ex esposa y un secreto en relación a su padre que lo tiene inquieto. Ninguna de estas situaciones supera el trazo de presentación ya que Javier Belmonte las transita como si navegara solo por momentos sin que se desborde el agua del tanque. Cuando no dibuja, asistimos a un universo estático de gestos lacónicos cuyo eje es la dispersión. ¿Qué hace un artista cuando no crea? Mira, se distrae, está en su mundo. Un delicado travelling sobre una estatua abre la película para concluir en la atenta observación de Javi (así lo llaman los suyos), la misma mirada obsesiva hacia ciertos detalles diseminados en diferentes situaciones que le impiden relajarse y disfrutar. Así lo vemos desistir de acostarse con una mujer, concentrado en un adorno, o reparar en un pasajero en el colectivo sin que se sepa por qué exactamente. El interior de Belmonte es un volcán que nunca estalla. La mayoría le llama crisis de los cuarenta o esa instancia en la que el orgullo y los logros se transforman en indiferencias. Es aquí cuando se cuela una tradición existencialista literaria, cuando los fantasmas del gran Juan Carlos Onetti llaman a la puerta del pintor sin anunciarse como tales, porque están en el aire, pululan alrededor. Llega un punto en que ciertas obsesiones cotidianas (el bebé que espera su ex-esposa, los movimientos secretos del padre) transfiguran el universo exitoso del artista. Mientras tanto, el tiempo transcurre inevitablemente. Entre esas cadenas se desenvuelve la vida de Belmonte. Y si bien la historia se teje en un microcosmos frío que puede pecar de cierta apología de la distancia, recupera vitalidad cuando las dosis de humor atenúan la sordidez melancólica de una ciudad que se presta a ello. Una galería de canciones pertenecientes a géneros variados también contribuye positivamente al cálculo y están puestas con buen gusto y en los pasajes indicados. Pese al estatismo, se disfruta este pequeño film, seguro de sí mismo.
Narrado con precisión –no hay tomas de más–, en el tiempo justo y con humor asordinado, es un pequeño gran film. Menos drama que comedia, en realidad, muy cercano al tono de su film anterior “El Apóstata”, Veiroj narra el tema esencial del arte: cómo dedicarse a la creación y combinar tal cosa con la vida cotidiana, con la paternidad, con las necesidades de todos los días. Aquí hay un artista (el Belmonte del título) y una serie de dilemas que ponen en cuestión el sentido de la vocación. Narrado con precisión –no hay tomas de más–, en el tiempo justo y con humor asordinado, es un pequeño gran film.
El protagonista es Javier Belmonte (Gonzalo Delgado) un artista plástico cuarentón, con un buen pasar económico, de pocas palabras, bohemio, solitario e indiferente, que a la hora de vender un cuadro a alguna mujer madura sabe seducirla y lograr lo que él quiere. Pero Javier tiene ciertos problemas internos sin resolver, se divide entre sus padres, su hermano Marcelo, su ex esposa Jeanne que está embarazada de su pareja actual y su hija Celeste (Olivia Molinaro Eijo), a quien sobreprotege y con quien mantiene intensos momentos. Es una historia sencilla, que nos habla de las relaciones, de la crisis de los cuarenta, de la búsqueda del amor, todo rodeado de un bello paisaje. Es una película entretenida, emotiva y poco pretenciosa.
Javier Belmonte es pintor. Privilegia en sus telas el cuerpo de los hombres. Muchas veces están desnudos y con expresiones cambiantes: el sexo descubierto de una figura masculina puede arrebatar la atención, el rostro velado por la vergüenza, algún gesto de desolación y rabia. El azul es el color predilecto de Belmonte, y así lo entiende el propio Federico Veiroj, quien extiende la preferencia cromática del personaje a la propia composición visual del film. El azul y los colores cercanos a este, como el celeste, se duplican en la indumentaria del artista, los interiores domésticos y los paisajes urbanos y naturales. La relación simétrica entre la puesta en escena y la vida interior de la escena es una de las marcas del cine de Veiroj, el cineasta más sobresaliente de Uruguay. He aquí el ejercicio de una poética.
La nueva película del realizador uruguayo de “La vida útil” se centra en la crisis de mediana edad de un pintor (Gonzalo Delgado) que, pese a su exitosa carrera no parece encontrar momentos de felicidad en su vida salvo cuando está con su hija. Otra notable y compleja exploración de Veiroj acerca de personajes tan confundidos como inescrutables. Javier Belmonte es un artista un tanto solitario y circunspecto. Se comunica con poca gente y, cuando lo hace, no le sobran palabras. Con quien se suelta un poco más es con su hija, Celeste, que vive con su madre, de la que se ha separado hace un tiempo y con la que no se lleva del todo bien. La vida de Belmonte (casi nadie lo llama por su nombre, casi todos por su apellido) es el centro de la nueva película del director uruguayo de LA VIDA UTIL y EL APOSTATA, una acaso más pequeña que las precedentes en términos de tamaño y ambiciones (la hizo en muy poco tiempo y ya tiene lista una nueva y más “grande” protagonizada por Dolores Fonzi) pero con similares búsquedas que van del realismo más “uruguayo” posible a los clásicos vuelos estilísticos y estilizados tan propios de su obra previa. El conflicto en BELMONTE es interior, ya que más allá de algunas situaciones ocasionales (la tensión con su mujer quien está embarazada de su nueva pareja, la confirmación de que su padre, un septuagenario, parece llevar una vida paralela gay), la tensión principal está en su propia crisis: con su obra, con su familia, con su vida. Sus cuadros (la mayoría de hombres desnudos) tienen éxito pero a él nunca se lo nota contento. Vive algunas extrañas situaciones sexuales con señoras que adquieren sus cuadros (esa escena, musicalizada con “El carnaval de los animales: Aquarium”, de Camille Saint-Säens, el tema que se usa como cortina en el Festival de Cannes, es excelente) y, en paralelo, va cruzándose con su padre (Tomás Wahrmann) y el que aparenta ser su joven pareja, en conciertos de música clásica y operas en el Teatro Solís de Montevideo. Pero nunca mencionan el tema. Acaso algo ligado a eso sea lo que tiene a Belmonte en conflicto consigo mismo. Belmonte encuentra algún espacio de tranquilidad o contención (de ella hacia él, curiosamente) cuando está con su simpática hija pero no parece casi nunca alcanzarle para sacarle una sonrisa, tal vez porque no sabe muy bien qué hacer con ella y se molesta cuando la niña quiere volver con su mamá. Hay algún coqueteo e intercambio sexual, pero tampoco parece querer explorar demasiado por ese lado, al menos con personas del sexo opuesto. Con el rostro bastante pétreo y cara de pocos amigos, Gonzalo Delgado (guionista, director de arte, pintor real de lo cuadros que se ven en la película, pero que casi no tiene experiencia actoral) compone muy bien un personaje un tanto inescrutable pero, a la vez, identificable: un tipo que atraviesa una crisis de la mediana edad en la que siente que el éxito laboral que forjó no le alcanza para sentir nada parecido a la felicidad. Es una búsqueda introspectiva pero nunca verbalizada, lo cual evita que la película caiga en cualquier tipo de psicologismo tradicional, algo que el propio personaje detesta cuando se analiza su obra. Y eso vuelve su devenir un tanto más misterioso, errático, disperso. En manos de Veiroj, BELMONTE se permite espacios para algunos planos elaborados y largos, situaciones musicales (especialmente clásica, algo de tango y un curioso respiro de cancionero popular en la rambla) y momentos ligeramente absurdos de desencuentros, silencios o respuestas que descolocan. Acaso el leit motiv de la película esté en la canción de Leo Masliah “Imaginate m’hijo” que se escucha promediando el filme. Una humorística pero a la vez dolorosa oda a la desesperanza y a la aceptación del mundo que nos tocó en suerte. Como la propia película.