Bien Sur De la mano del francés Bruno Dumont llega La Bahía (Ma Loute, 2016), un film menos ominoso de lo que acostumbra el excéntrico realizador, cuyos últimos dos trabajos trataban sobre una escultora esquizofrénica internada en un manicomio (Camille Claudel, 1915, 2013) y una comunión chamanística (Fuera de Satán, 2011), pero no menos críptico. El film es un retrato cómico de dos familias en la costa francesa a principios del siglo XX: los Van Peteghem, burgueses que veranean en una mansión cuasi-piramidal en la cima de un acantilado, y los Brufort, humildes pescadores que hacen negocio transportando gente - literalmente en brazos - a través de un río. En medio de todo hay un romance incipiente entre un joven Brufort y una joven Van Peteghem, así como una dupla de policías (uno gordo y otro flaco, reliquias de vodevil) investigando una serie de desapariciones en el desértico balneario. Parece que la historia va por el lado del misterio, pero la razón de las desapariciones se revela al espectador bastante temprano (lo suficiente como para poder decir en una crítica, pero es tan inusitado que merece preservar la sorpresa). Entonces parece que la historia va por el lado del suspenso, pero tanto los crímenes como su investigación se mantienen en un segundo plano y a la larga se esfuman sin una conclusión clara. La Bahía es ante todo una farsa en la cual el chiste es que el mundo está poblado de gente inepta, incapaz de conciliar el conflicto entre lo que desea y las reglas de la clase social a la cual arbitrariamente pertenecen. Los Van Peteghem, por ejemplo, viven en un constante estado de histeria y perplejidad ante un mundo que osa sorprenderlos en el más mínimo detalle; su deseo de dirigir a sus criados contradice la indignación que les produce dirigirles la palabra. Entonces tenemos escenas de comedia brillante en las que en las que el sencillo acto de comer, andar o sentarse es puesto en crisis por la absurda patología burguesa, que necesita asistencia de una casta inferior y por ello se odia. Los personajes son caricaturas hermosas del más exagerado orden: el espástico André (Fabrice Luchini), apesadumbrado por la vida; Isabelle (Valeria Bruni Tedeschi), que sufre brotes psicóticos y se pone a llorar ante cualquier irregularidad; Christian (Jean-Luc Vincent), sujeto a epifanías de estupidez y admirado por ellas, y la histriónica Aude (Juliette Binoche), que exagera cada emoción probablemente porque no siente ninguna. La forma en que hablan y entonan es una delicia y es un placer ver a actores que claramente se están divirtiendo con la libertad de derrapar estereotipos. Por otro lado, los Brufort reciben menos atención y resultan menos interesantes que los Van Peteghem. Se los caracteriza como estoicos y no mucho más que eso. Es tentador comparar el film con otras películas francesas, surrealistas y extravagantes, como la obra de Jean-Pierre Jeunet - director de Delicatessen (1991) y Amélie(2001) - o incluso la animada Las trillizas de Belleville (Les Triplettes de Belleville, 2003). La película de Dumont existe en un mundo delirante, atravesado por la pulsión, el capricho y el ocasional destello de realismo mágico. Dentro de tanta locura a veces se pone fatua, a veces entra en digresión, pero nunca deja de ser fascinante.
El oasis Bruno Dumont es un cineasta único, con un estilo propio y rasgos personales que prevalecen en toda su filmografía. El placentero desconcierto que provoca su nueva película sacude las fronteras de su cine y consolida la sorprendente etapa inaugurada con la miniserie P’tit Quinquin. Dumont conserva el marco geográfico, un notable sentido del encuadre y su excepcional habilidad para dirigir actores. Pero ahora experimenta con una comedia demente, frenética y desmesurada. Y permanece fiel a sí mismo. El cineasta ha alcanzado un grado de madurez y autoconciencia que le permite reírse con los personajes de sus primeras películas. Una atmósfera de principios del siglo XX, un espacio surrealista, un sinfín de criaturas extravagantes. Con una audacia inusitada en el cine contemporáneo, La bahía hace convivir registros opuestos en una misma escena, superpone capas de humor y mezcla las grandes tragedias con el cine de Jacques Tati. Los protagonistas se dividen en tres familias: los Brufort, pescadores de la bahía y ocasionalmente antropófagos; los Van Peteghem, burgueses por excelencia enredados en sus tradiciones y rituales; y el grupo de inspectores comandados por unos nuevos Laurel y Hardy. Los Van Peteghem pasan sus vacaciones en la costa entre la vacuidad y el absurdo, mientras que los Brufort dedican su tiempo a la pesca y ofrecen sus servicios para cruzar un vado llevando en brazos a la gente que no quiere mojarse los pies. Su venganza consiste en devorar a un par de burgueses de vez en cuando. El inspector Machin y su compañero investigan sin suerte las misteriosas desapariciones en la bahía. Pero la piedra angular de la película es la desgarradora historia de amor que une a Ma Loute, el hijo mayor de los Brufort, y a Billie, la mayor de las hermanas Van Peteghem. Con la particularidad de que Billie no es un chico ni una chica, sino un ser fascinante que se mantiene indeterminado hasta los títulos finales. Una indefinición liberadora. La identidad del cine de Dumont no se diluye en contacto con las grandes estrellas. Los Van Peteghem están interpretados por la aristocracia del cine francés: un irreconocible Fabrice Luchini jorobado que camina con dificultad, una histérica Juliette Binoche que introduce el malestar en la familia y Valeria Bruni Tedeschi que, con un corsé demasiado ajustado, sostiene maravillosamente su aire de mujer contenida. Los personajes deliran en el territorio del cineasta. El scope suntuoso magnifica la belleza horizontal del paisaje. Los planos están compuestos como cuadros: manchones rojos en un cielo azul, pequeños personajes con trajes negros y sombreros bombín en la playa dorada como en un Magritte. Dumont confronta los cuerpos y los rostros con la brutalidad del mundo. No es azaroso que los Van Peteghem exageren su admiración frente a paisajes que el espectador no puede ver, o que encuentren tan sublime una bahía salvaje como un omelette que no se animan a comer. En el medio del choque de oposiciones marcadas están Ma Loute, que frecuenta las dos orillas, y Billie, una figura reversible. La ruptura es una constante. La huida de Billie después del sermón de Aude marca un cambio de tono asombrosamente lírico. Lo mismo ocurre con las innumerables caídas en la arena o los gags realistas con sonidos inverosímiles como contrapunto, desde el genial ruido a fricción de globo de goma en los desplazamientos del detective Machin hasta su memorable carrera final. En un último plano triste y luminoso, dos cuerpos se entrelazan y otros dos se separan, las miradas se cruzan y generan tensión entre los seres humanos ante una naturaleza infinita. Solo resta escrutar el cielo para encontrar las respuestas. Detrás de la locura, la experimentación y la comedia radical, se esconde la belleza secreta, y sin embargo familiar, que poseen desde siempre las películas de Bruno Dumont.
El director de La vida de Jesús, La humanidad, Flandres, Entre la fe y la pasión, Fuera de Satán y Camille Claudel 1915 contó con un elenco que combinó grandes figuras con no actores para una nueva incursión en el universo de la comedia absurda en la línea de la genial miniserie P’tit Quinquin. Conflictos y humor (físico y verbal) en muchos casos extremos y no aptos para todas las sensibilidades, pero que ratifican el talento, la inventiva y la permanente apuesta por el riesgo del cineasta francés. Tan difícil de describir como lo será para algunos de interpretar, La bahía, de Bruno Dumont, continua la línea cómica de su filmografía inaugurada con la miniserie P’tit Quinquin, pero llevando aún más lejos sus experimentos, ya que esta vez cuenta con un trio protagónico de intérpretes famosos como Fabrice Luchini, Juliette Binoche y Valeria Bruni Tedeschi. Es claro que no es lo mismo cuando este tipo de figuras técnicamente preparadas para hacer todo tipo de personajes juega a la comedia absurda y pasada de rosca que cuando lo hacen los “actores naturales” del cine de Dumont, por lo que la experiencia es diferente. Pero no del todo, ya que esos actores también están presentes, haciendo que el riesgo en cierta parte pase por la combinación de ambos mundos, ambas formas. La película tiene el formato y el tono de un comic europeo (belga, hasta podría decirse) con sus personajes excesivos, su época imprecisa y situaciones ligadas a una investigación policial por lo pronto bastante ridícula. Como en P’tit Quinquin, aquí hay una absurda dupla de agentes a lo Laurel & Hardy que investiga casos de desapariciones de personas de buena posición económica que llegan a la llamada “Slack Bay” a pasar unos días de vacaciones. El jefe de la policía es tan obeso que a la playa baja, directamente, rodando. Y no encuentra una pista aunque la tenga, literalmente, frente a sus narices. Dos familias son las que protagonizan el relato. Por un lado, la que integran Tedeschi, Luchini y tres chicas que viven en una casa lujosa de extraña y atemporal arquitectura. Vanidosos, ridículos, caracterizados hasta lo grotesco (especialmente Luchini que actúa casi como si estuviera en un dibujo animado), descansan y pasean maravillados por ese lugar que, viéndolo desde nuestros ojos, no parece demasiado interesante. Un poco más tarde llega la hermana de él, encarnada por Binoche, que trae sus propios conflictos con su hija (a la que llama “hijo” y viste de varón, aunque no se sabe del todo que es lo que ella quiere al respecto), sus miedos a las desapariciones y otros secretos que luego se revelaran. La otra familia es una de pescadores que, además, se dedica a ayudar a los ricos a cruzar el rio que atraviesa el pueblo, cosa que hacen de una manera bastante peculiar y graciosa. Padre e hijo son el centro de este grupo (Ma Loute, “mi querido” en slang del norte francés, es el nombre del adolescente) que integra también la madre y tres revoltosos pequeños. Pero la familia tiene otro trabajito, uno que –pronto se revelara—está ligado a esa consistente y misteriosa desaparición de personas. La trama en sentido estricto es lo de menos. A lo largo de las un tanto excesivas dos horas lo que prima es el absurdo, un humor que juega menos al chiste y más al delirio casi surreal al punto de llegar a una violencia puramente grotesca, casi de comedia de horror. La gracia –en más de un sentido— que la película cause en el espectador tendrá que ver, principalmente, con si es capaz de aceptar el tono ampuloso hasta lo imposible de las actuaciones (en especial del elenco más profesional), la curiosa mezcla de registros y los momentos de decidido “vale todo” que propone Dumont. Pero lo que mantiene a la película en un territorio más reconocible es la relación que se va estableciendo entre Ma Loute y el chico/chica de la familia rica, que se reconocen entre sí como un poco afuera de sus sistemas familiares y clases. Estos dos “marginales”, por distintos motivos, encuentran una conexión entre ellos que, como en varias películas del realizador de Camille Claudel, permiten que exista una línea emocional un tanto más directa hacia el espectador. Así, entre personajes que vuelan, comidas un tanto indigestas, policías despistados, barcos perdidos en el mar y otras sorpresas que ya verán se desarrolla La bahía, una película con forma de comic en vivo, cuyo estilo hace recordar por momentos al de la dupla belga Kervern/Delepine o al humor de sketches absurdos de Monty Python, y que debajo de todo disparate deja entrever una mirada acida y critica sobre el universo social que retrata.
Las personas comienzan a desaparecer en la bahía Slack sin dejar rastro alguno. Un par de policías está en la búsqueda de alguna pista, para dar con el paradero de quien sea el culpable que está causando estos problemas en la localidad. Mientras tanto los Van Peteghems, una familia burguesa, pasan sus vacaciones en la enorme mansión familiar mientras lidian con sus problemas familiares. También se encuentran los Brefort, una familia de pescadores, cuyo integrantes masculinos deben trabajar diariamente cruzando a personas de la clase alta de un lado a otro de la bahía. Los Brefort son una familia tranquila pero que esconden muchos secretos. Una familia de clase alta, otra pobre y trabajadora y un par de policías son los protagonistas de esta historia en donde se mezcla en una sola película gran variedad de géneros cinematográficos, desde el drama, la comedia, el suspenso e incluso pequeñas dosis de terror. La Bahía es el nuevo trabajo de Bruno Dumont, película que fue presentada en El Festival de Cannes y que cuenta con un elenco bastante conocido en Europa, quizás la más conocida para nosotros sea Juliette Binoche, quien tuvo una pequeña participación en la última de “Godzilla”. La Bahía es una película algo difícil de comprender, en un sinfín de enredos bastante complicados, sobre todo ese humor europeo que por momentos se entiende y que por momentos no. Maneja bien la parte de los jóvenes protagonistas, la chica adinerada y el chico humilde, ellos son los que más acaparan la atención del espectador en todo momento que la cámara se adueña de ellos. La parte cómica corre por parte de la dupla de policías, bastante opuestos los dos, uno gordo y el otro flaco, uno callado y el otro no, son como la dupla de Hernández y Fernández, personajes de “Las Aventuras de Tintin” creados por Herge. Queda claro que “La Bahía” funciona como una comedia con tintes de exageración y con momentos muy delirantes, quizás si eso fuera dejado de lado, la película podría gustar un poco más. Lo bueno: Como la historia transcurre en 1910, la ambientación, el vestuario, los paisajes, todo está perfectamente manejado y hacen algo más llevadero a la película. La dupla adolescente dan lo mejor de sí. Lo malo: El humor casi que no genera nada, es más, pueden ser incómodos y es algo ridículo sobre el final.
La nueva película de ese talentoso director llamado Bruno Dumont (Hadewitch, La vida de Jesús, Hors Satan) es un prodigio de inventiva y puesta en escena. En clave casi operística, La Bahía maneja a un grupo de personajes disímiles y parlanchines, unos burgueses que disfrutan de las vistas desde su casona imitación egipcia, la gente del lugar que está para servirlos -desde cruzarlos sobre el agua, a upa, hasta servirles la comida tal y como quieren que sea preparada- y un par de policías de a lo Laurel y Hardy, el gordo tan gordo que para bajar las dunas, rueda. Están investigando, con la más improbable de las idoneidades, una serie de desapariciones. Dumont apuesta a la comedia absurda y totalmente desbordada, con grandes estrellas (Valeria Bruni Tedeschi, Juliette Binoche, Fabrice Luchini) que atraviesan el cuadro con el cuerpo torcido, estallados en gestos, y, como en varios de sus otros films, actores no profesionales. Jugadísimo. Habrá en el centro una historia de amor, excéntrica como todo, y la omnipresencia de esa bahía abierta, pródiga en mejillones y otras sorpresas, como escenario a la vez natural y fantástico. Se ha linkeado La Bahía con el dibujo animado, con el mudo (aunque acá se grita mucho) o con el cine de Monty Phyton. Lo cierto es que es tan rico el fresco que Dumont pinta con sus imágenes, que se disparan referencias, del cine o no, en la cabeza del espectador. Es cierto también que La Bahía dura demasiado, y así su chiste se desgasta un poco. Pero vale la pena asomarse a este brillante y originalísimo film, que desconcertará a los que tienen a Dumont por sus películas más serias pero lo confirma como un director osado a tener bien en cuenta.
EL DELIRIO Y LA MIRADA ÁCIDA Bruno Dumont sorprende con esta película donde la comedia se exagera hasta los límites del delirio, los personajes o se parecen al gordo y el flaco o marionetas de la comedia del arte, o son feroces y capaces de canibalismo. Ambientada en el norte de Francia en los años 20, una familia de esforzados trabajadores que se alimentan de turismo en sentido figurado y real y un grupo de veraneantes de clase alta, que ven al “pintoresquismo” como sublime, que exageran sus reacciones pero que guardan secretos terribles. Una historia de amores cruzados por desapariciones sin cuerpos a la vista, una investigación sin resultado, lo esplendido de un paisaje donde todo puede pasar y un amor inesperado. Un film que sorprende, que se sirve de la acidez de sus observaciones para exponer verdades y que no se detiene ante minucias como el realismo o una lógica. Cuenta con actores sobresalientes donde brillan Juliette Binoche, Fabrice Luchini y Valeria Bruni Tedeschi al frente de un gran elenco.
La Belle Epoque en clave burlesca. El severísimo director de La humanidad ya había girado antes hacia el humor absurdo con el telefilm P’tit Quinquin y aquí vuelve sobre la misma cuerda, pero sin la misma eficacia, con una suerte de versión extravagante de Romeo y Julieta al borde del Canal de la Mancha. Dos años atrás, Bruno Dumont, implacable creador de La humanidad y Flandres, se despachó con un film sorprendente llamado P’tit Quinquin. Se trataba en realidad de un telefilm de cuatro horas, que en Argentina pudo verse en el Festival de Mar del Plata. Lo sorprendente era su condición de reverso exacto del severo, bressoniano registro de toda su obra previa. Es verdad que en el gesto de encargar el papel de investigador policial a un actor con una notoria discapacidad mental podía detectarse ya un gusto por el absurdo. Pero P’tit Quinquin llegaba al disparate absoluto: un policía con un tic que hacía de él un relámpago humano, un asesino que les daba de comer pedazos de víctimas a las vacas (¿vacas carnívoras?), un señor que ponía la mesa arrojando sobre ella los platos de loza, actores amateurs que se tentaban en medio de la escena y un ayudante de inspector con el berretín de manejar el patrullero en dos ruedas. Entusiasmado con la experiencia, y contando con una exultante respuesta de público y crítica, Dumont vuelve a la carga con Ma Loute, presentada en competencia en la última edición de Cannes, que se estrena ahora en Argentina con el título de La bahía. Pero ya no es lo mismo. En tiempos de Belle Époque, una serie de desapariciones de turistas convocan a un investigador y su ayudante a un balneario de la costa de Calais, en plena temporada de verano. El investigador es en esta ocasión una suerte de hombre-montaña, con un peso de unos trescientos kilos. El ayudante, un pequeñín con un bigotito que luce como pintado. Ambos visten igual, como los Hernández y Fernández de Tintín: bombín negro y trajes ídem. Cuando camina, al inspector le rechinan las articulaciones ruidosamente. Si resbala sobre un médano, rueda como un barril y es necesario detenerlo, porque él solo no puede hacerlo. Para ver de cerca algún objeto que esté sobre la arena se echa como lo haría un elefante marino, y en ese caso también es preciso ir en su rescate, para devolverlo a la posición vertical. En el balneario, dos familias. Una de ricos y una de pobres. Los ricos, los Van Peteghem, visten siempre de blanco, al estilo de la época. Los pobres, los Brufort, de negro, al estilo de los pescadores. La oposición bien evidente, bien visible, bien subrayada, recuerda la de Novecento, de Bertolucci, igual de deliberada y comenzando diez años antes. Algo lombrosiano tal vez, Dumont le pone al burgués (el gran Fabrice Luchini, el mayor autoparodista del cine francés) una joroba, recordando tal vez que al Rigoletto original lo inventó Víctor Hugo. Casado con Valeria Bruni Tedeschi, que vive maltratando a la criada, hermano de una Juliette Binoche que, ex profeso, sobreactúa desaforadamente, el señor Van Peteghem esconde cierto secreto de familia que parece a la espera de Sigmund Freud, quien para ese momento comenzaba a ser reconocido. Los Brufort también tienen su monstruosa peculiaridad, alimenticia en su caso, que explica las desapariciones. Jugada a la farsa (por el lado de los Van Peteghem, al menos; los Brufort son tan severos como los protagonistas previos de Dumont), dueña de un humor algo letárgico y más bien paralítica en términos dramáticos, lo que rescata en parte a La bahía es el arrebato como de otro mundo que tiene lugar entre “Ma Loute”, hijo de la familia de pescadores y la ¿hija? ¿hijo? de los burgueses, llamad@ Billie. Doble extravagancia de Dumont, el nombre del muchacho y el sexo de ¿la chica? Billie dice ser una chica que se viste de hombre, y así lo entiende Ma Loute, iniciándose entre ambos una versión de Romeo y Julieta al borde del Canal de la Mancha. Hasta que, bueno, él parecería hacer un descubrimiento que lo enoja mucho. Más allá de esto, la historia de amor de Ma Loute y Billie (toda una revelación, la actriz, que en créditos figura con el nombre de Raph) es tan pura y absoluta como lo era la del pequeño Quinquín y Eve en la película previa. Dumont la exalta con una bella partitura sinfónicamente romántica, algo que en su obra anterior hubiera sido impensable.
La bahía: una tragicomedia negra, negrísima La bahía es una tragicomedia negrísima y de estructura coral ambientada en un pueblo costero del norte de Francia en 1910. Aunque menos divertida que su genial miniserie P'tit Quinquin, la nueva película del director de Fuera de Satán y Camille Claudel 1915 está llena de ideas y de búsquedas estéticas y narrativas que la convierten en un trabajo en muchos pasajes fascinante. El realizador de Entre la fe y la pasión trabajó tanto con intérpretes consagrados (Juliette Binoche, Fabrice Luchini y Valeria Bruni Tedeschi) como con no actores de rostros exóticos (la fusión de estilos no siempre funciona) para una película barroca y absurda que aborda las diferencias de clases (por un lado está una disfuncional familia burguesa y por el otro, una violenta que se gana la vida recogiendo mejillones) y trata temas extremos como el canibalismo, el incesto y una larga lista de excesos y perversiones. Además, en el lugar aparecen dos detectives que remiten claramente al Gordo y el Flaco que investigan una serie de desapariciones. El director no le tiene miedo al más extremo humor físico y, así, el voluminoso policía baja las bruscas pendientes de la zona... rodando. Con un tono alejado por completo del naturalismo (los actores se mueven de manera grotesca y gritan con un exagerado acento propio de la época y de la zona de Lille), Dumont apuesta por un delirio que no se detiene jamás, al punto de que los personajes aparecen literalmente volando.
Absurdo, misterio y humor La combinación de lo disparatado con asesinatos, y un elenco de estrellas que brilla redondean el nuevo filme de Bruno Dumont. Una extrañeza es La bahía, la nueva película de Bruno Dumont, el director de La vida de Jesús y La humanidad, que siempre estuvo atento a abordar temas espirituales y reflexionar sobre el hombre que al humor absurdo que plantea su filme, que compitió en la última edición del Festival de Cannes. Dumont viene de realizar para la televisión una corta miniserie (P'tit Quinquin), en la que se puede hallar el germen que brota en La bahía. Aquella era una historia de misterio y crimen, en la costa norte de Francia, algo que se reitera aquí, pero por primera vez cuenta con un elenco de estrellas (Juliette Binoche, Fabrice Luchini, Valeria Bruni Tedeschi), que confrontan y se amalgama con no actores o actores no profesionales, como les guste decir. Los primeros integran una familia aristocrática venida a menos, a comienzos del siglo pasado, que va a veranear allí, donde otra familia de pescadores sobrevive como puede. Hay una enigmática desaparición de hombres y mujeres en el lugar, y estos últimos presumiblemente algo tienen que ver con el asunto. Y hay un enredo romántico entre un hijo de los pescadores (Ma loute) y la hija a la que la madre (Binoche) viste de hombre. Dumont les suma un par de detectives que visten, caminan y se mueven como Laurel y Hardy (el gordo, cuando va a la playa, directamente rueda hacia la orilla desde las dunas) y son bastante inoperantes, y Luchini directamente parece un dibujito animado. Lo dicho: entre la desfachatez, el cambio de género, la comicidad, el slapstick y el tono absurdo se desarrolla la película, que cuestiona a unos y a otros, por más que el espectador se ponga más a favor de un bando que del otro. Por que en definitiva, todos los personajes de Dumont están movidos por pulsiones. Y es lo que vale.
La caída La acción de La Bahía (Ma Loute, 2016) transcurre en la década del ‘10 del siglo XX, en un paraje en el norte de Francia, sitio donde se están produciendo unas extrañas desapariciones de turistas. El nombre que la película tiene en castellano habla de un lugar geográfico concreto, escenario de los hechos, donde se cruzan dos familias opuestas por clase social y costumbres. Para los Van Peteghem es el enclave elegido cada año para pasar allí las vacaciones en su casa de veraneo. Para la familia Brufort, a la que pertenece Ma Loute (nombre que lleva la película en francés) es un ámbito de crimen y supervivencia. Un personaje de cada uno de los clanes escapará por un momento de su rol: la hija menor de los Van Pateghem, la andrógina Billie (Raph) y Ma Loute (Brandon Lavieville), el mayor de los Brufort, que vivirán una extraña historia de amor. Ambos personajes son los que generan más empatía en un cuadro en el que cuesta identificarse con la mayoría de los que los rodean. Su romance atraviesa un escenario donde los vamos a ver alejarse de patrones y mandatos familiares, buscando rescatarse entre sí. La fisicidad prepondera, los personajes de La Bahía caen o están a punto de hacerlo permanentemente, en forma accidental o buscada, como el mismo Bruno Dumont, que decide a conciencia caer en lo bizarro, proponiendo un camino que para un espectador desprevenido no es fácil de transitar, en una historia que discurre entre el surrealismo y el slapstick (citas a Laurel y Hardy en los personajes de los policías), mezclado con la antropofagia, el hiperrealismo y el delirio extremos. Lo desagradable y lo espeluznante campean a lo largo del film, en un pastiche que suma excesos. La muerte ronda el lugar, la clase social a la que pertenecen los acomodados Van Peteghem los lleva a actuar como estatuas vivientes, con movimientos duros y desafectados, en abrazos y besos simulados. Los Brufort, fuera del mundo de las convenciones sociales, parecen haber salido del documental Tierra sin Pan (Las Hurdes, 1932), el terrible e inolvidable filme de Luis Buñuel sobre una de las tierras más pobres y olvidadas de España. El camino de Dumont se aleja en tono y atmósfera de casi todo lo hecho anteriormente en filmes como La Humanidad (L’humanité, 1999) o Flandres (2006), acercándose a su miniserie de cuatro capítulos, P´tit Quinquin (2014). El director mezcla actores y actrices de trayectoria como Juliette Binoche, Valeria Bruni Tedeschi y Fabrice Luchini con actores no profesionales. Extraño es ver caras reconocidas caracterizadas en su costado más caricaturesco y patético. Juliette Binoche gana en la partida con un personaje que irrita más que provocarnos gracia. Mención aparte merecen los policías, meros observadores que pretenden investigar cuando las pruebas desfilan delante de sus narices, o que en el caso del más voluminoso de ellos solo puede rodar por las dunas como un tonel o hincharse hasta volar en el aire como un barrilete. La Bahía propone un disparatado viaje al absurdo, un filme que desde su superficie luminosa invita a adentrarse en los pliegues más oscuros de la condición humana.
Entre caníbales El director y guionista francés Bruno Dumont lleva más de dos décadas detrás de cámara capturando situaciones cotidianas, previsibles y banales. Su elección no es casual: desde su ópera prima, La Vida de Jesús (La vie de Jésus, 1977) pone el foco en los “lugares comunes” para exhibir el feísmo e interpelar al espectador -para que reflexione- ante las normas y leyes que conforman, inherentes, la sociedad del siglo XX. Quizá por eso, muchas veces, su cine -crudo y dramático- es rechazado. Sin embargo, este año el Festival de Cannes premió su último largometraje, La Bahía (Ma Loute, 2016). Esta coproducción entre Francia y Alemania le permite a Dumont incursionar por primera vez en el género de la comedia. Se sirve de ella para mostrar el batifondo rimbombante del sistema capitalista y lo ridiculiza sin perder el ojo crítico de su exitosa miniserie El Pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, 2014) Todo comienza en una locación: La bahía Slack Bay. Una pequeña y deslumbrante isla paradisíaca de aguas turquesas y arena blanca, ubicada en la costa Channel, que resulta el lugar idóneo para vivir o vacacionar. Sin embargo, no todo lo que brilla es oro y la panacea se ve amenazada por las turbulentas aguas del río Slack, cuya corriente en épocas de marea alta se une con el mar y pone en peligro la vida de los habitantes que, lentamente, comienzan a desaparecer. Hasta aquí, nada nuevo; más de un centenar de películas transcurren en una isla paradisíaca cuya tranquilidad es amenazada por un fenómeno natural. Pero la mente brillante de Dumont convierte este común denominador en una interesante propuesta donde todo se mueve al son de una tribu caníbal que convierte un sitio de relax en un lugar de supervivencia. Esa es la clave del éxito: fusiona el misterio de esta práctica antropófaga con un guiño de complicidad comunista. La conjunción de estos elementos convierte al film en una comedia negra, absurda y disparatada. Este recurso ya fue visto en películas de Jean-Luc Godard. Sin embargo, lo que sumerge al espectador en esta trama surrealista y tragicómica, empapada de situaciones delirantes que transcurren en el año 1910, es la originalidad narrativa del guión y la construcción de los personajes que, anclados a una mirada marxista de clases sociales, convierten la tranquilidad de esta isla soñada en un calvario. Introduce una suerte de disputa por el territorio entre quienes habitan su suelo y quienes allí vacacionan: En la cima de la bahía se ubica la mansión de una familia burguesa (los Van Peteghem), donde anualmente vacacionan y practican la endogamia para saciar su tiempo de ocio mientras se sirven y desprecian la clase trabajadora (la familia Bréfort: una comunidad de pescadores y granjeros de ostras) que habita la agitada zona baja de la bahía, sus costas. Esta estructura sugiere que en lo alto de la bahía está la sociedad burguesa, y en lo bajo, los trabajadores. De ahí que el clan Bréfort -los proletarios en términos marxistas- desarrolle este peculiar rencor burgués y gusto por la carne humana y, lentamente, se come a los despreciables miembros de la burguesía. Literalmente. Para Marx, “la sociedad puede visualizarse como una estructura, una totalidad orgánica con dos niveles: La estructura material compuesta por el aparato material productivo, las relaciones de trabajo, el capital y la propiedad de estos medios de producción (…) y el de la superestructura que al mismo tiempo está ‘montada’ por ‘encima’ de la estructura; como otro nivel o estrato social que establece la ideología dominante”. Este es el punto de ebullición y quiebre de la historia, que gira en función al choque de estas clases sociales y los valores morales que las dividen, al tiempo que las encuentra en el constante intercambio del mundo capitalista. Pero, ¿quién es preso de quién en esta historia?, ¿Quién se sirve de quién realmente?, y sobre todo: ¿Por qué y cómo desaparecen los turistas de la playa? Estos interrogantes son los que eficazmente logra revelar el director, quien vuelve a dar en la tecla y maneja a plena conciencia lo grotesco de la antropofagia y el incesto. Párrafo aparte para el elenco conformado por un impecable cóctel de actores debutantes (los Bréfort), donde se destaca el protagonista Ma Loute (Brandon Lavieville) -que le da nombre a la película-, en conjunción con tres de las figuras más importantes del cine francés contemporáneo: Juliette Binoche, Fabrice Luchini y Valeria Bruni Tedeschi en roles impregnados de delirio místico, represión emocional, morisquetas y griteríos milimétricamente calculados. A ellos se suman los inspectores infames que intentan descifrar/resolver el rompecabezas de las desapariciones: Machin y Malfon, que recuerdan los tiempos de Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco, por su apariencia y las escenas ridículas donde, al menos media docena de veces; satiriza cómo el obeso cae al suelo de costado, de frente y de espaldas, sin poder levantarse a menos que su cadete lo ayude. Este cuadro visto en P´tit Quinquin, donde una dupla de gendarmes resuelve inexplicables homicidios. Esta nueva y desconcertante propuesta de Dumont logra desenvolver el misterio de las desapariciones con éxito y deja claro que el realizador sabe cómo interpelar al espectador alejándose del drama. Su cambio estilístico funciona a la perfección de la mano de la tragicomedia, recursos como el slapstick, fusiones entre actuaciones llevadas al extremo de la mano de una brutal música lírica y el impecable elenco, como el personaje de Fabrice Luchini. Sin embargo, hubiese sido ideal que por ser su primera experiencia con el género no fusionara tantas situaciones, dado que introduce un amorío adolescente que nace -o muere- entre Ma Loute y la hija mayor de los Van Peteghem, Billy, a quien presenta como la encarnación de la androginia que no termina de resolver. De todos modos, La Bahía cumple su objetivo y se convierte en una joyita del cine francés que se mueve al borde del delirio y la creatividad al son de la corriente de izquierda, literalmente.
EL EXTRAÑO CASO DE MONSIEUR DUMONT Parece que Bruno Dumont, uno de los cineastas más relevantes surgidos de Francia en los últimos años, modificó su rictus grave, su seriedad frente al mundo, el áspero nihilismo que transmitía su obra, por lo menos, hasta la inclusión de la maravillosa y triste Camille Claudel 1915 (2013). Ocurre que sus películas se afirmaban en una puesta en escena seca y contemplativa, refractaria a los planos bonitos, con tramas personificadas por criaturas ajenas a lo convencional: La vida de Jesús, La humanidad, Fuera de Satán y Hadewijch, entre otras, conforman de manera merecida esa obra celebrada en festivales y elogiada por la crítica especializada. Pero el quiebre surgiría con las cuatro horas en formato miniserie de P’tit Quinquin (2014), primera incursión del director en la comedia, pero tomando ejes genéricos –como era de esperar- ajenos al discurso habitual. La bahía duplica aquella apuesta, cruza géneros con placer, dispara ideas sobre las clases sociales de principios del siglo XX y varía de tono de una escena a otra sin culpa alguna. El paisaje geográfico se aleja de la postal turística para describir a dos familias, una sumergida en una nobleza decadente, chillona y vulgar, la otra, en oposición, sobreviviendo a través de particulares labores, cadáveres de por medio. En ese marco surgirá un amor entre el chico de clase baja, Ma Loute (título original del film) y una chica que pertenece a esa burguesía torpe y eufórica, o en todo caso, una chica a la que le gusta vestirse de chico o un sujeto andrógino al que su madre no sabe cómo dirigirse en referencia a la sexualidad. Pero hay más: dos investigadores, remedos de Stan Laurel y Oliver Hardy, dispuestos a averiguar el porqué en esa geografía se producen desapariciones, chistes físicos que recuerdan al cine mudo (por ejemplo, el policía obeso, para llegar a la playa, baja… rodando), apelaciones al trazo grueso para diseccionar a unos personajes observados por el cineasta desde una mirada misantrópica, retazos genéricos que varían en forma y en contenido, provocando más de una sorpresa en el espectador. Esa combinación de tonos, atmósferas, climas, gente que levita o vuela por los aires, personajes que caminan para atrás, lectura social sin subrayados y una pareja de jóvenes “freaks” que trata de alejarse de ese mundo invadido por el delirio, encuentra sus mejores momentos en el rasgo impensado, en el libre albedrío que Dumont propone desde escenas surreales, que bordean o superan al absurdo y que recuerdan a los últimos exponentes cinematográficos de Otar Iosseliani (Jardines de otoño, 2006) o a aquellos de la dupla de directores belgas Benoit Delépine y Gustave Kervern (Mammuth, 2010, con Gérard Depardieu) Pero, además, La bahía cuenta con un plus: tres grandes actores-estrellas (Juliette Binoche, Fabrice Luchini, Valeria Bruni Tedeschi), construyendo personajes fuera de lo habitual en un registro caricaturesco, exagerado, como si encarnaran a otros de comienzos del siglo XX, como si los de Muerte en Venecia de Visconti o Gritos y susurros de Bergman hubiesen sido mutados a una clave demencial, con diez o veinte tonos más arriba de lo permitido por un canon actoral. Dumont confió en ellos para jugársela a todo o nada con un extraño film que tendrá sus defensores, pero también, sus furiosos detractores. LA BAHÍA La bahía (Ma Loute). Francia/Alemania, 2016. Dirección y guión: Bruno Dumont. Fotografía: Guillaume Deffontaines. Edición: Basile Belkhiri. Diseño de producción: Riton Dupire-Clément. Con: Fabrice Luchini, Juliette Binoche, Valeria Bruni Tedeschi, Jean-Luc Vincent, Brandon Lavieville, Didier Després, Cyril Rigaux, Laura Dupré. Duración: 122 minutos. Distribuidora: Alfa Films.
El realizador de La vida de Jesús y Fuera de Satán puede considerarse alguien serio y solemne. Sin embargo, desde hace un par de años viene desarrollando una cierta experiencia en la comedia absurda, a partir de un serial televisivo de corte policial. Esta película comienza con la misteriosa desaparición de turistas en cierto lugar donde un río se une al mar. Hay dos policías a cual más inútil (piense en Los Simpson) y dos familias, una de las cuales quizás tenga algo que ver con el asunto a investigar. Pero lo que aquí importa es el aspecto evidentemente artificial y desaforado, absurdo en el sentido más literal del término, que Dumont le imprime a la película buscando al mismo tiempo la distancia y el humor. A medida que el asunto crece, con relaciones que se hacen casi increíbles pero que resultan consistentes en este mundo muy cercano a cierta historieta francesa (Jacques Tardi, por ejemplo), la película nos pide que sigamos su derrotero nada aleatorio. Si lo hacemos, si nos dejamos llevar por sus juegos, veremos ese otro lado de Dumont, siempre latente en su cine: el de lo irracional y desaforado haciendo presencia en nuestra vida.
El director francés Bruno Dumont se burla del género humano con gusto y saña Los viejos surrealistas hubieran llevado en andas una pieza como ésta. No porque sea surrealista (no lo es), ni porque sea algo de otro mundo (tampoco lo es), sino por la maldad y el humor chocante con que se burla del género humano. Los ricos burgueses son soberanamente imbéciles. Los policías son solemnemente imbéciles. Los pobres son moral, mental y físicamente cretinos. Perfiles lombrosianos todos. Hay unos cuantos delitos feos, sin que los policías den pie con bola, pero dándose unos cuantos porrazos. Y hay otras cositas más, que provocan una risa mezclada con asco. De todo eso, más o menos se salva la parejita joven, pero más o menos. Ella, Billie, de Lille, es una chica andrógina que bordea las convenciones de su clase y su familia. El, Ma Loute (mi lucha) es un flaco criado con todos los resentimientos y los malos hábitos de los suyos. La cosa transcurre allá por 1910, plena Belle Epoque, en una playa que se pretende turística pero es normanda. El lugar y la época estimulan el sarcasmo del autor, y le proveen toda una tradición de cuentos retorcidos, teatro sanguinolento, versitos sucios y costumbres fácilmente ridiculizables, que él utiliza con gusto y saña. Pero hay un problema: el autor es Bruno Dumont, famoso por hacer películas secas, aburridas y presuntuosas hasta que alguien decidió contratarlo para que dirigiera una miniserie de intriga humorística. Contra todo pronóstico, le salió bastante bien, y ahora quiere seguir en esa línea. Lástima que, después de unas cuantas locuras iniciales, los chistes se repiten cada vez con menos gracia, los artistas repiten sus caricaturas hasta perder la gracia, y la película se alarga y se pincha. Y dura dos horas largas. Se salva Fabrice Luchini, el Michel Serrault de nuestros tiempos. Y eso es todo: más rara que buena.
Jorobados, andróginos, obesos Bruno Dumont continúa explorando el tono de comedia con La bahía, una original y fascinante historia con personajes caricaturescos. El adjetivo “controversial” es el que inevitablemente se les endilga a las películas del francés Bruno Dumont, sobre todo desde aquel inolvidable Festival de Cannes de 1999 en el que su segundo film, La humanidad, ganó el Premio Especial del Jurado y sus dos protagonistas la Palma de Oro. Pero esa seriedad seca, violenta y hasta perversa, ahora Dumont la cambió por un humor absurdo y extraño. Mejor dicho: la sequedad, violencia y perversidad ahora no son serias, sino humorísticas. El cóctel es único. En rigor de verdad, este cambio de tono empezó hace dos años cuando estrenó la miniserie P'tit Quinquin en la Quincena de los Realizadores de Cannes y el éxito de crítica lo llevó a perseverar en esa dirección con La bahía, que se vio en Cannes este año y ya no fue tan bien recibida como aquella. Es, sin embargo, una película original, divertida e inquietante. Igual que en P'tit Quinquin (y también como en La humanidad), el relativo punto de partida es un caso policial: en los alrededores de una bahía en la zona de Calais están desapareciendo personas. Allí van dos policías extremadamente torpes y ridículos: el obeso Machin (Didier Després) y su ayudante Malfoy (Cyril Rigaux), una pareja al estilo de Laurel y Hardy. Por ahí viven dos familias: una rica y otra pobre. Para resumirlo: los ricos son idiotas y los pobres, animales siniestros. Los ricos son los Van Peteghem. El patriarca es André (Fabrice Luchini), su mujer Isabelle (Valeria Bruni Tedeschi) y su hermana Aude (Juliette Binoche). Los tres actores prestigiosos echan mano a la sobreactuación más escandalosa para construir personajes totalmente caricaturescos: desde la joroba de Luchini hasta el estilo híperdramático de Binoche. Los pobres son los Brufort. El padre (Thierry Lavieville) y el hijo mayor, el Ma Loute del título (Brandon Lavieville) son pescadores que también trabajan ayudando a cruzar un canal a los ricos (no lo hacen en bote sino en brazos). Tanto los pobres como los ricos tienen secretos siniestros que se van develando con el correr de los minutos (y que conviene no contar, pero son siniestros de verdad) pero a medida que la película se vuelve más oscura, también se vuelve más cómica. Es un movimiento interesante y único. Si a uno le hubieran dicho hace cinco años que Bruno Dumont dirigiría comedias, primero habríamos dicho “eso es imposible”, pero después habríamos imaginado -de haber sido capaces de hacerlo- exactamente una película como esta. La historia se vuelve cada vez más disparatada y la trama deja de importar. Nos abandonamos a la comedia por momentos hasta física, sobre todo en el caso del policía obeso que interpreta Després. Pero entre todo el grotesco hay un destello de romanticismo cuando traban relación Ma Loute y la hija de Aude, Billie. Conviene detenerse en este punto. Billie está interpretada por Raph (ese es su seudónimo), una actriz debutante con una apariencia andrógina que se niega a revelar su verdadero nombre (¿es hombre, mujer o trans?). Es un hallazgo impresionante de Dumont (aparentemente la encontró por Facebook) e interpreta a una Billie que también tiene una ambigüedad sexual fascinante: por momentos está vestida de hombre, por momentos de mujer, algunos se refieren a ella con pronombres femeninos, otros con masculinos. Y su relación amorosa con Ma Loute desafía las convenciones socioeconómicas y también sexuales (algunas serán más difíciles de vencer que otras). En esta subtrama la película cobra espesura y Dumont, como si respetara demasiado el conflicto, le baja la intensidad al humor. La bahía es una película extraña y fascinante, para reír a carcajadas por momentos y para abrir los ojos muy grandes por otros. Siempre llevados de las narices por la originalidad y el genio de Bruno Dumont, uno de los tipos más creativos y arriesgados del cine francés contemporáneo.
La bahía es una tragicomedia negra con ideas muy estéticas que la convierten en un trabajo excepcional, pero que a muchos les costará interpretar. Bruno Dumont se aleja de otros trabajos realizados, y continúa el perfil cómico de su filmografía que inauguró con la miniserie de cuatro episodios P’tit Quinquin, pero en esta oportunidad ubica entre su elenco a personalidades famosas: Fabrice Luchini, Juliette Binoche y Valeria Bruni Tedeschi. En el verano de 1910, en la Bahía de la Slack, una serie de misteriosas desapariciones afecta la región. El inspector Machin y su asistente Malfoy se hacen cargo, como pueden, de la investigación. Y muy a su pesar, se encuentran en medio de una extraña e intrigante historia de amor entre Ma Loute, el hijo mayor de una familia de pescadores de costumbres muy particulares (entre ellas el canibalismo), y la andrógina Billie, de una decadente, incestuosa familia de la gran burguesía de Lille. El escenario vuelve a ser el mismo de toda la obra de Dumont: la costa de Normandía (norte de Francia). En él, el absurdo y el delirio son las herramientas que predominan dentro de esta propuesta insensata, desconcertante y de a momentos divertida, donde la violencia caricaturesca permite dejar ver una mirada crítica sobre las diferencias de clases que retrata.
Tu cuerpo es mi moda En “La bahía” todo es extraño. Y quizá esa rareza, con personajes extravagantes y un humor físico, por momentos hasta exacerbado, genera que la película sea atractiva, sin que ello signifique brillante. El realizador Bruno Dumont propone una caricatura de la familia burguesa de Francia, a la que le propina una mirada despiadada. Ambientada en el verano de 1910, todo transcurre en el paisaje de la costa Channel, con el foco puesto en el choque brutal de clases. Por un lado, la ostentación de los Van Peteghem, que viven aburridos mirando la vida pasar desde su mansión. Y por el otro, una familia de pescadores, los Brefort, cuyas costumbres alimenticias no son las más usuales. Enmarcada dentro del género de comedia negra, la película tiene un guiño al policial a partir de la desaparición misteriosa de algunos turistas. Para investigar el caso aparecen en escena Machin y Malfon, dos inspectores desopilantes a los cuales es muy fácil asociarlos a El Gordo y El Flaco, no sólo por los parecidos físicos, sino también por el tono de aquellos personajes. Al director no le temblará el pulso para mostrar la ineficacia policial y la depravación y decadencia de la sociedad burguesa, a la que expone mostrándolos tontos, torpes, vulgares y hasta con delirios místicos. En medio de esa mirada habrá una historia de amor teñida de ambigüedad, es el romance del pobre y del rico, del marginado y el poderoso, plasmado en la piel de un pescador que no teme en decir “te amo” y un personaje travestido. Para que la caricatura tome un ribete más metafórico, Dumont le agrega una pizca de cine fantástico, con personajes que, literalmente levantan vuelo. La antropofagia, efectuada por la familia más vulnerable, es otra metáfora, quizá la más cruel de la película.
El director Bruno Dumont (“La Humanidad”,1999) cambia su habitual registro en tanto drama, para jugarse con una realización extremadamente surrealista, no relegando la siempre presente intención de una toma de posición y discurso instalado, esta vez, haciendo foco en las diferentes clases sociales. En realidad de un enfrentamiento que nunca ocurre, pero presente de manera permanente durante todo la narración, haciendo una disección de dos familias antagónicas, una de clase alta, la otra en las antípodas, una pobre familia de pescadores. Lo que se juega en términos de cualidades de cada una va desde el canibalismo más atroz hasta el incesto bien entendido, promiscuidad, inmoralidad, inimputabilidad, locura. Adscripta a la comedia, por momentos muy negra, por otros más cercano al slapstick, o al humor físico de Buster Keaton, Chaplin, y cuando parece perder el hilo conductor se acerca, nunca demasiado, a Jacques Tati, entreteniendo la mayor parte de la proyección, hasta que comienza a agotarse sobre los mismos recursos de manera repetida y sin solución de continuidad. Para rematar, cuando el agotamiento del recurso por exceso de uso, nunca cercano al absurdo, el filme produce un cruce hacia el realismo mágico extirpado de un pensamiento en el mismo orden, de mala manera y peor factura. Otro de los pequeños problemas que tiene esta producción es la construcción y definición de los personajes, en los cuales se instalará a cada uno según la vertiente que intentará registrar el director, lo que suma más exageración, más locura desatada, más confusión. La historia transcurre en 1910, se centra en esa familia de clase alta que intentará pasar unas vacaciones en su castillo europeo poseedor de detalles que lo acercan a la estética egipcia. Abre con una pareja de detectives que investigan la desaparición de varios turistas en las playas, pareja que parece querer emular a los geniales Stan Laurel Oliver Hardy, sin embargo, y a partir de las impericias narrativas, concluyen ya por quedar a años luz de Porcel y Olmedo. Los inspectores Machin y Malfon, pues de ellos se trata, pronto deducen que el centro de las misteriosas desapariciones debe ser la bahía Slack, un lugar donde el río Slack y el mar se unen cuando hay marea alta. En ese lugar vive una pequeña comunidad de pescadores especializados en ostras. Mientras los primeros investigan y los segundos pescan, llegan los Van Peteghem, de acaudalada prosapia burguesa, para hacer uso veraniego vacacional de su mansión, la del estilo egipcio, en Normandía, al norte de Francia, a los pies del Canal de la Mancha, para pasar la temporada veraniega que ya está terminando. El patriarca mayor André Van Peteghem (Fabrice Luchini), acompañado de su histérica mujer Isabelle (Valeria Bruni Tedeschi), con ellos la hermana de él, Aude Van Peteghem (Juliette Binoche), y los hijos de ambos hermanos. Entre ellos se encuentra el joven Billie (Raph), un andrógino personaje, posiblemente el más interesante de todo el filme. La familia de pescadores, tiene entre sus miembros a Ma Loute Brufort (Brandon Lavieville), el primogénito, personaje que porta el nombre con el que se estreno en su país de origen éste filme “Ma Loute”. Él y Billie, con su historia en común, es sobre quienes cae casi todo el peso del filme, entre el despertar sexual, la lucha de clases, el engaño, la trampa, la manipulación del la realidad y del otro, la perdida de ingenuidad. Sin embargo sino fuese por el despliegue escénico, un muy buen trabajo de fotografía y el actoral del trío protagónico, todo se desbarrancaría; con una Juliette Binoche realmente sacada de registro constantemente, Valeria Bruni Tedeschi, quien ya no debería sorprender a nadie, y Fabrice Luchini, que construye y da vida maravillosamente a un personaje muy difícil de componer, de lo que sale airoso con creces. Pero sigue siendo poco. Porque es un texto muy sencillo, con algunas fallas menores, cuya mayor dificultad será hacer que el publico acepte la propuesta, y lo adivino como muy minoritariamente. Demasiada locura desatada, sin definición, como si el diagnostico no fuese posible.
Es verano de 1910 en la Bahía Slack, al norte de Francia. Dos familias opuestas se encuentran. Los Van Peteghems pasan con su carro último modelo, mientras que los Bréfort vuelven a pie de recolectar mejillones. Entre las dunas, los inspectores Machin y Malfoy -algo así como el Gordo y el Flaco, con una pizca de Tintin- están tras las huellas de un caso: turistas que llegan hasta esa zona están desapareciendo sin dejar ningún rastro. "Ma Loute" se basa en oposiciones. La clara diferencia entre los pertenecientes a la clase alta y la baja se remarca con tonos claros -sobre todo pasteles- en el vestuario de los primeros y decididamente oscuros en los segundos. Sólo cuando Ma Loute (Brandon Lavieville), el hijo mayor del barquero, se enamora de Billie –una niña que es también niño- la brecha parece quedar suspendida. En medio de la sorpresa de los Van Peteghem sobre el flamante amor entre esa pareja de outsiders, la distancia y la incomodidad de clase se hace imposible de saldar.
Uno de los directores más fascinantes y crudos del cine contemporáneo, Bruno Dumont (Hors Satan, Flandres, La vie de Jésus), se anima a una comedia ambientada en 1910, en la costa norte de Francia. Allí vive una familia de barqueros, los Brufort, cuya magra ocupación consiste en trasladar turistas de una orilla a la otra, y también tienen su casa de veraneo los Van Peteghem, una familia diametralmente opuesta, no solo en la escala social. Son una confusa mezcla de hermanos y cónyuges, y en medio de sus disparatados diálogos aparecen Machin y Malfoy, la dupla de detectives más surrealista que ocupó la pantalla, una mezcla de Laurel & Hardy con Georges Simenon y Alfred Jarry. Los detectives investigan la desaparición de turistas en la zona, y entonces Dumont pone sus garras: la mirada torva del padre de los Brufort, apodado El Eterno, esconde a una familia de caníbales. El cuadro se completa con un romance entre Ma Loute (título original del film), el mayor de los Brufort, con Billie, la hija de Aude Van Peteghem (Juliette Binoche); pero es un amor que llevará a la guerra. Con grandes actuaciones de Binoche, Fabrice Luchini y todo el elenco, basta decir que una comedia negra a la Dumont es una cita indispensable con el cine.
Después de P’Tit Quinquin Dumont insiste con la comedia, y si bien en esta ocasión no alcanza el superlativo nivel de su film (y serie) precedente, su impredecible deriva creativa sigue vigente y cada vez luce más extraña Bruno Dumont: el director francés de comedias inclasificables. Tal aseveración, apenas unos 5 años atrás, habría resultado la ironía de un detractor. El director de La vida de Jesús y Fuera Satán tuvo y tendrá siempre enemigos; es un cineasta radical e idiosincrásico, indiferente a las modas y la pleitesía del consenso, cultor de una puesta en escena severa y de una estética austera como pocas. Este díscolo descendiente de Bresson descubrió que su sensibilidad ascética (y en ocasiones cruel) podía combinarse con la comedia. En el 2014 P’Tit Quinquin sorprendió a todos; ahora sucede lo mismo con este aerolito desatado llamado La bahía. ¿Quién puede reunir en un mismo film cuestiones de fe, tensión de clases y diversos tabúes? En esta heterodoxa comedia negra algunos personajes levitan y otros practican el canibalismo, siempre en un registro discretamente humorístico. La bahía es una de esas películas que disloca la clasificación y detiene el juicio. ¿Qué es exactamente? Los estereotipos son inútiles en el cine de Dumont, pero el director se aprovecha de los tipos sociales. Un inspector obeso y su primer ayudante escuálido quieren averiguar por qué vienen desapareciendo personas en esta bahía del norte de Francia cercana a Calais. Es una zona turística, jamás filmada de ese modo, aunque los planos generales del mar y las lagunas cercanas son excepcionales. El entendimiento físico entre la cámara y el ecosistema es admirable. El relato transcurre en 1910, una época en la que se sentía la llegada de un porvenir distinto. En un instante, un personaje le pondrá un nombre específico a ese cambio, como si todos los partícipes de este delirio cómico pertenecieran a un mundo extinto. Los desparecidos están relacionados con las actividades de los Brufort, una familia de pescadores y también boteros que cruzan a los turistas de una costa a otra. Uno de ellos, llamado Ma Loute (título original y acaso revelación indirecta del punto de vista), se enamorará de la hija de una familia aristocrática en decadencia que tiene una mansión egipcia en la que pasan siempre sus vacaciones. Que una hija de los Peteghem esté con un joven de otra clase es el horror. La confrontación entre los “estirados” y los “brutos” articula el tono del relato; el desprecio de clase es una preocupación que está desde el inicio y nunca abandona la naturaleza social de las relaciones del film. Pero Dumont intercepta esa evidencia materialista con un (fallido) cruce amoroso y un plus fantástico asociado al cristianismo primitivo. He aquí un cineasta capaz de filmar un instante de piedad y reconciliación sin comulgar con las creencias de sus criaturas. Cada vez más libre, Dumont sigue el camino menos transitado. La incomprensión seguirá siendo su vía crucis.
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Crítica emitida en Cartelera 1030-sábados de 20-22hs. Radio Del Plata AM 1030