Amor solidario antifascista Guillermo del Toro lo hizo de nuevo y esta vez de manera monumental: La Forma del Agua (The Shape of Water, 2017) es una de sus mejores películas a la fecha, una obra maestra extraordinaria que consigue la proeza de otorgar nueva vida a la querida fórmula de La Bella y la Bestia, el célebre cuento de hadas de 1740 de Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, a su vez abreviado en 1756 y popularizado a posteriori por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, centrado en la relación entre una mujer humilde y un ser cuya riqueza interior representa todo el misterio que puede esconder una superficie que no calza con los preceptos sociales de lo considerado “bello”. El objetivo manifiesto del realizador y guionista pasa por construir una fábula para adultos pensantes, muy lejos de la basura castrada que viene entregando Tim Burton y similares desde hace dos décadas… y mejor ni hablar del resto de la industria, la cual prácticamente desconoce la paciencia que requiere un relato sopesado con las tripas, el corazón y la potencia súper impiadosa del mundo real. La historia gira en torno a Elisa (Sally Hawkins), una mujer muda que trabaja como personal de limpieza en una instalación secreta del gobierno estadounidense dedicada a la investigación espacial en 1962, en plena Guerra Fría contra los soviéticos. Sus únicos amigos son Giles (Richard Jenkins), un vecino homosexual dibujante con el que comparte el gusto por los musicales más desnudos y minimalistas del Hollywood Clásico, y Zelda (Octavia Spencer), una afroamericana compañera de trabajo que la ayuda en distintos detalles, en especial impidiendo que su curiosidad la meta en problemas. Es precisamente ese merodeo natural el que la lleva a averiguar qué ocultan unos tanques gigantes que un buen día llegan al edificio: evadiendo la custodia de Strickland (Michael Shannon), un esbirro policial/ militar fascista, sádico e hipócrita, Elisa descubre en los toneles a una criatura anfibia humanoide de América del Sur que los científicos y la milicia tienen encadenada de la manera más atroz, con golpes y electrocuciones esporádicas incluidas. De a poco ella se comunicará con el ser semi acuático y tomará nota de su enigmática inteligencia, lo que provocará una mutua identificación y la planificación de un rescate cuando los militares -en su típica brutalidad- pretendan realizarle una vivisección al anfibio y luego matarlo. El convite posee una estructura y un ritmo narrativo bellísimos, concisos, apacibles, carentes de la tendencia actual a acelerar y lavar el relato para destilarlo de sexo, gore y cualquier trasfondo de izquierda o cercano a un devenir inconformista. Aquí en cambio nos topamos con una sexualidad que toma por asalto al espectador a través de la costumbre de Elisa de masturbarse en la bañera todos los días antes de ir al trabajo, la obsesión de Giles con un joven bartender a quien le compra porciones de torta, las jocosas observaciones de Zelda sobre su matrimonio, el acoso sexual de Strickland para con Elisa y finalmente la relación romántica que nace entre ella y la criatura, un tópico tratado con una elegancia y una sensibilidad que resultan increíbles en nuestra triste contemporaneidad. La construcción de la empatía entre los personajes, la sinceridad de un planteo formal de rasgos ancestrales y la riqueza del desarrollo en su conjunto, homologado a la defensa irrestricta de los grupos sociales marginados y/ o perseguidos por los sectores en el poder, constituyen por un lado los pivotes del guión de Vanessa Taylor y Del Toro y por el otro los recursos artísticos de los que se vale Hawkins, una actriz gloriosa que hoy está acompañada de un elenco a la altura de semejante entrega. En este sentido, pensemos por ejemplo en Doug Jones, quien interpreta al anfibio y continúa imponiéndose como el gran actor fetiche del director mexicano, aquí superando por mucho a Andy Serkis en el terreno del mimetismo fantástico/ animalizado y el arte de improvisar sobre fondo verde para animar digitalmente después… aunque lo de Jones es mucho más clasicista debido a que su desempeño está muy pegado a los antiguos disfraces a secas, esos que sacaban a relucir la destreza como mimo del actor en cuestión ya que lo único valioso es la dialéctica corporal. Unificando el horror de “monstruos humanos” de derecha como el presente Strickland o aquel Vidal de Sergi López, su homólogo de El Laberinto del Fauno (2006), la fantasía de reivindicación de una naturaleza divinizada, las aventuras de fuga de prisión, las odiseas románticas de inflexión trágica y hasta los thrillers de espionaje de mediados del siglo pasado, La Forma del Agua es una joya profundamente sensual y política que pone en interrelación el odio demencial que se esconde en los estados autoritarios de ayer y hoy y la única respuesta que se puede enarbolar ante dicha situación: hablamos de una lucha contra la ceguera y la crueldad del poder y su apetito caníbal, ese que bajo la lógica de la guerra se la pasa matando y convalidando la exclusión, el sexismo y la violencia. La libertad de la que goza el cineasta en esta pequeña semblanza de izquierda permite concluir que todavía es posible utilizar a Hollywood para crear cuentos antifascistas que restituyan en términos retóricos esa militancia y esa solidaridad comunal que viene destruyendo el capitalismo.
Una vez más Guillermo del Toro decide llevarnos de viaje a un mundo imposible, fabulesco, mitológico, ensoñado y ante todo bello, bello como la imagen misma del agua que inunda la pantalla. Seguramente recordamos El laberinto del fauno, su filme más cercano a esta nueva propuesta, hoy más madura, más arriesgada y seguramente con muchos más recursos económicos que en aquel primer viaje al otro mundo, ese otro mundo que tan bien parece conocer e imaginar a la vez este gran realizador. La historia se podría sintetizar en la vida pintoresca y rutinaria de una joven, Sara, que padece la imposibilidad del habla, más no de escuchar todo lo que la rodea. Vive en un departamentito casi de juguete, instalado arriba de un gran cine de barrio, el “Orpheum” que ya casi no tiene espectadores aun cuando nos instala el relato en aquellos gloriosos años 50, y nos llena de imágenes en la gran pantalla de varios filmes icónicos e inolvidables. No solo allí nos deleitamos con sus amorosos homenajes al cine y su historia, sino también a través de lo que se reproduce en la TV de la casa de su amigo. Un vecino y dibujante ya entrado los 60 años, gay, y que recibe los cuidados de esta joven a quien adora como a la hija que no tiene. La jovencita trabaja en un lugar increíble, digno de un filme fantástico de este corte vintage, es como un gran laboratorio, centro de experimentos o algo así. Un espacio donde ella, junto a un séquito de mujeres, todas las noches después de las doce se dedica a hacer la tarea de limpieza del inmenso y misterioso espacio. Mis detalles acerca del argumento se detendrán aquí, cuando les anuncie que un día llega al laboratorio una “criatura única” una mezcla de ser que algunos llamarían monstruo y otros un enviado de quien sabe que dimensión recóndita del planeta. Y si, definitivamente su llegada y las consecuencias del caso le cambiará la vida a todos, y en especial a la joven Sara. En esta obra cinematográfica Guillermo del Toro mixtura tanto el universo de los personajes estilo comic, como si me recordara de alguna manera de Dick Tracy, filmes clase B sobre científicos y seres sobrenaturales, la narración con el modelo de mito / fábula y hasta unos destellos innegables que traen reminiscencias de aquella ingenua jovencita francesa “Amelie”, además de la estética extremadamente cuidada de aquel filme. Emociona y embeleza con sus imágenes salidas del más bello cuento. Sin duda para amantes de las historias de amor, del fantástico y sobre todo para los amantes perdidos en los brazos del cine. Por Victoria Leven @victorialeven
Pura emoción y sentimiento a flor de piel. El punto central del argumento no es que sea algo super original, ya que por ejemplo, y salvando las diferencias, el clásico de E.T. contiene la misma premisa: un humano que respeta y ve como....
No se puede negar que Guillermo Del Toro suele llamar la atención. Su afición por la magia y los monstruos dotan a sus películas de una fantasía maravillosa que lo distingue de otros directores. A lo largo de su variada obra encontramos desde gigantes taquilleros “hollywoodenses” de poca relevancia (como Pacific Rim o Crimsom Peak) hasta genialidades hechas de componentes históricos y fantásticos como El Espinazo del Diablo y El Laberinto del Fauno. The Shape of Water las supera a todas con creces. Porque The Shape of Water no es una película, sino una combinación perfecta entre un cuento de hadas, el monstruo de la laguna negra y los musicales de antaño. De más está decir que el resultado es extraordinario. Elisa Espósito (Sally Hawkins) es muda y trabaja haciendo la limpieza en un laboratorio ultra-secreto del gobierno estadounidense junto a su amiga Zelda (Olivia Spencer). Su vida cambia rotundamente cuando el Coronel Richard Strickland (Michael Shannon) trae un monstruo de aspecto “anfibio-humanoide” al laboratorio, para ser diseccionado y estudiado. Elisa comienza a hacerse amiga de la criatura y poco a poco se enamora de ésta. Con la Guerra Fría como contexto histórico, el romance idílico entre el monstruo y la princesa se cruza en el camino de personajes racistas, homofóbicos y machistas. Así se le genera al espectador el interrogante de quienes son los verdaderos monstruos: si el bicho quitado a la fuerza de su hábitat y torturado hasta la inconciencia, o los “héroes” que lo pusieron allí. La película que hizo merecedor del Golden Globe como Mejor Director a Guillermo Del Toro es impecable por donde se la mire: desde sus increíbles actuaciones hasta el tratamiento de discursos tan viejos y actuales como lo son el racismo, la homofobia y el acoso sexual. The Shape of Water es una de esas historias que no se quedan en lo anecdótico, si no que invitan a la reflexión y a la pregunta: quizás los monstruos no son esos bichos raros que caminan entre nosotros y quienes son discriminados por no ser “normales”. Quizás los monstruos viven dentro de cada uno de nosotros y la única forma de lograr la felicidad es dejándolos ir.
Cine y poesía política Fiel a su estilo político antifascista, el realizador mexicano Guillermo del Toro regresa a la pantalla con La Forma del Agua (The Shape of Water, 2017), un film sobre el amor, la soledad, la amistad, la empatía y la solidaridad, sentimientos que transformados en acciones permiten enfrentar los abusos que acarrea el odio militar y policial. El film, escrito por el propio Del Toro, quien también editó un libro homónimo con la historia, junto a Vanessa Taylor, responsable de la adaptación de la novela de Veronica Roth, Divergente (Divergent, 2014), narra la llegada de una criatura marina raptada del Amazonas al Centro de Investigación Aeroespacial Occam en Baltimore, en Estados Unidos, para su estudio durante la década del cincuenta en el contexto de la Guerra Fría. Allí, mientras los científicos analizan su comportamiento y anatomía con miras a posibles avances en la carrera espacial, el militar que lo custodia, Richard Strickland (Michael Shannon), tortura a la criatura, un misterioso ser de las profundidades que entabla una relación muy especial con Elisa Esposito (Sally Hawkins), una mujer muda y soñadora despierta que trabaja en el área de maestranza del Centro. Con un estilo narrativo fantástico similar a los cuentos de los hermanos Grimm, o los cuentos de hadas antiguos, Del Toro crea un relato maravilloso de gran calidez narrado por un vecino de Elisa, Giles (Richard Jenkins), un dibujante e ilustrador homosexual de tendencias artísticas y problemas con el alcohol que vive junto a la protagonista en unos departamentos arriba de una hermosa sala de cine. El opus trabaja con un esquema de ruptura de la rutina a través de la introducción de un personaje inesperado que convoca la anomalía a través de despertar primero la curiosidad y después la empatía para llegar al amor y la aventura a través del ocultamiento de la relación, la huida del Centro y la lucha contra Strickland, un psicópata perverso y degenerado con varios grados de represión que ejemplifica el padre y esposo típico de la pujante sociedad norteamericana de la época cuya misión divina es generar resultados a cualquier costo para sus superiores y la estructura gubernamental de su país. Las extraordinarias actuaciones de todo el elenco son parte de esta exaltación de la belleza que también busca romper con estereotipos y tabúes sexuales. Sally Hawkins realiza una labor inmensa con una alegría trascendente desde lo gestual en una obra en la que también se destacan Octavia Spencer como Zelda, la amiga y compañera de trabajo de Elisa y Michael Shannon como Strickland, un gran villano de gran crueldad que ejemplifica el fanatismo que conduce a la locura de la cultura de la entrega a una idea, a la dominación y la humillación, a un dios, una religión, un trabajo y un puesto en lugar de la dedicación a la búsqueda de empatía en la relación con el otro. La Forma del Agua recorre así el drama, la comedia, la intriga, el romanticismo y el terror en un opus que utiliza los efectos especiales y hasta la robótica con fines narrativos y visuales sin abusar ni imponerlos por sobre el relato. Como en cada film del director de El Laberinto del Fauno (2006) y El Espinazo del Diablo (2001), el trabajo de fotografía y la dirección artística son las claves de la construcción de un imaginario y un mundo en la que lo fantástico irrumpa en la realidad para enriquecerla, sacarla del marasmo de la gris cotidianeidad y demostrar así la riqueza de la creación de sueños. Aquí Del Toro vuelve a colaborar con Dan Laustsen, director de fotografía de Mimic (1997), y con Nigel Churcher, responsable del arte de films como 30 Días de noche (30 Days at Night, 2007) y Scott Pilgrim vs. the World (2010). Entre Del Toro, Laustsen, Churcher y el compositor francés Alexandre Desplat, responsable de la música de El Código Enigma (The Imitation Game, 2014) y Moonrise Kingdom (2012), la combinación de los artesanos crea una década del cincuenta idealizada, donde imperan colores tenues pero penetrantes, los musicales de zapateo, las estrellas de Hollywood y sus cautivantes voces, las canciones de amor y principalmente la belleza de una época que hoy es considerada clásica del cine y la cultura. Pero también dan cuenta de un mundo al borde de un cambio radical, de los sutiles pero profundos puntos de quiebre que se perfilan y del enfrentamiento político, económico y cultural entre la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y los Estados Unidos. En todos los rubros, La Forma del Agua es así una obra de detalles que busca el corazón del espectador para romper con la inseguridad de la cultura machista, las visiones sesgadas sobre el amor y el fascismo que habita en las filosofías positivas, proponiendo lo grotesco como algo hermoso, la teoría crítica como una cabal interpretación de la realidad, el arte como forma de expresión opuesta a la violencia y el amor como arma contra el odio y la cultura de la obediencia castrense.
La forma del Toro Es uno de los raros placeres del cine cuando un célebre esteta alcanza el punto de su carrera en el que posee libertad creativa ilimitada y todo tiene la inconfundible forma de sí mismo. Pasó con Quentin Tarantino y pasó con Edgar Wright. Con La forma del agua (The Shape of Water, 2017) le llega el turno a Guillermo del Toro. A pesar de la impresionante fotografía y efectos especiales, todas sus películas son fundamentalmente anticuadas y tienen algo de la inocencia de antaño. Por sobre todo sacan inspiración de los films de fantasía y terror de los 50s; La forma del agua (escrita por Guillermo del Toro y Vanessa Taylor) incorpora otros dos géneros distintivos y ligeramente retrógrados de la época que son el musical y el cuento con moraleja. El resultado de tal alquimia es un film hecho a la antigua pero con un encanto original. La acción transcurre en Baltimore en algún momento indeterminado de los tempranos 60s, cuando Estados Unidos especulaba ingenuamente sobre la forma del futuro (Cadillacs y jetpacks) mientras competía a ciegas con Rusia por perfeccionar tecnología de punta. Es un contexto histórico bastante concreto, pero la fotografía cálida y de codificación cromática de Dan Laustsen y la delicada música de Alexandre Desplat sintonizan el cuento de hadas. La mayor parte de la película transcurre en una base científica subterránea, donde se alberga una extraño criatura recién pescada del Amazonas que los científicos quieren descifrar y los militares quieren usar. Dentro de este contexto, la película adopta predominantemente la perspectiva de Elisa (Sally Hawkins), una trabajadora de limpieza en la base que se topa con la criatura - un homínido acuático - y por soledad y curiosidad intenta comunicarse con ella. Como Elisa es muda comparten la falta de habla, y en sus intentos por comunicarse con la criatura de manera no verbal entabla una relación sentimental, romántica y eventualmente hasta sexual. La premisa por escrito es ridícula y prácticamente se entrega a ser parodiada. Pero la película no delata cinismo alguno en su ejecución y si funciona es primero y principal gracias a Sally Hawkins, cuya mera presencia tiene algo de gracioso y en su forma de actuar siempre sugiere una niña curiosa que está jugando. Como Naomi Watts en King Kong (2005), recurre al juego y la payasada para llegar al corazón de la criatura. La criatura en sí está interpretada por el mimo Doug Jones, frecuente colaborador de del Toro, y representa una decisión de casting inmejorable, aunque su comportamiento feral pone en duda cuan correspondidos son los sentimientos de Elisa. La película además está repleta de personajes secundarios llamativos a los que se les permite un poco más de atención de lo usual ya que de vez en cuando nos adentramos en sus vidas privadas y los comprendemos más allá de su función en la trama; los imaginamos protagonizando sus propias películas. Richard Jenkins es el vecino de Elisa, un pintor desempleado, frustrado por el amor y la hegemonía del arte fotográfico. Octavia Spencer es la compañera de trabajo de Elisa y tiene tantas quejas que básicamente habla por las dos. Michael Stuhlbarg es un científico amable con un secreto que lo pondría en una película de espías. Michael Shannon es un excelente villano, bruto y fácil de ofender; el actor suele hacer personajes cuyas acciones tienden a lo contraproducente, lo cual los enfada y se van volviendo más peligrosos con el tiempo. Guillermo del Toro a veces puede ser acusado de efectismo y enfrenta críticas parecidas a las que sufre Wes Anderson, sencillamente reducidas a que su cine es puro estilo y cero contenido. Ambos cineastas suelen tratar con un tipo de drama emocional tan discreto que puede llegar a pasar desapercibido y hasta sofocado por lo pintorescas que son sus producciones. No es el caso de La forma del agua. Los actores están en perfecta sintonía con la historia y el meollo emocional jamás se pierde vista gracias a la magistral interpretación de Sally Hawkins, que a pesar de hacer de un personaje mudo es la que más dice en la película.
00La última película de Guillermo del Toro cumple con todas las expectativas que sus seguidores teníamos, presentando nuevamente la tensión entre el realismo y la fantasía que caracteriza a su autoría. La trama es acerca de una joven “princesa sin voz” quien se encuentra en el lugar donde trabaja como personal de limpieza con un ser anfibio-humanoide, con el cual conecta como con ninguna otra persona de su entorno. Este ser mitad hombre, mitad pez es torturado por el gobierno norteamericano para saber si puede ser usado de alguna manera contra los soviéticos. Y es que la película se sitúa en los años ’60, en pleno contexto de la Guerra Fría, como bien lo indican algunos elementos (la sustitución de las imágenes pintadas por la fotografía en las publicidades, el Cadillac como epítome de la sociedad de consumo, la televisión en cada hogar) Como hiciera con El laberinto del Fauno, el contexto histórico de una guerra es fundamental para construir un relato realista, en el que irrumpe un elemento fantástico. Del Toro propone fábulas, y por lo tanto, los personajes deben ser maniqueos: malos porque sí, por ansias personales, por poder, pero fundamentalmente porque tienen un alma oscura, y por lo tanto persiguen a cualquier personaje que aporte luz. Son estos personajes luminosos quienes no tienen cabida en el realismo, quienes aparecen como solitarios, desconectados de su entorno. En muchos casos son huérfanos, como aquí el personaje de Elisa, interpretado por Sally Hawkins. El mundo fantástico aparece no tanto como una vía de escape de la realidad, sino como la posibilidad de que existe otro mundo distinto, al cual verdaderamente pertenecen. Así, en el universo Del Toro, hay varios guiños a la dimensión mítica: el personaje de la Sirenita de los hermanos Andersen resuena con fuerza, también el hombre-pez sospechosamente se parece al mejor amigo de Hellboy, Abraham “Abe” Sapien, y se dice de él que era adorado en Sudamérica como una divinidad. El cine que se encuentra bajo la casa de Elisa se llama Orpheum, como el dios del sueño griego. No sólo el agua es un elemento central (que ya se encuentra en otros filmes: El espinazo del diablo, El orfanato) sino que aquí la comida es algo que usan los personajes para agradar, y de allí que surja el nombre de Tántalo: Giles (Richard Jenkins) compra pasteles porque está enamorado del chico que atiende el bar, Elisa hierve huevos con los que alimenta a su enamorado. Pero lo más importante de la dimensión mítica es su carácter atemporal: cuando el mundo realista indefectiblemente termina en tragedia, el mundo fantástico propone una irrupción de esa línea temporal lógica que supone la muerte. El mito existe en un no-tiempo, y también en un no-lugar (no es casual que el film se llame la forma del agua, cuando su característica central es ser informe). En ese limbo que propone la fantasía, es que existe la felicidad que los héroes del relato no pueden encontrar en la realidad.
Firmes candidatas a llevarse algunos de los principales premios, Tres anuncios por un crimen (Three billboards outside ebbing, Missouri, escrita y dirigida por Martin McDonagh) y La forma del agua (The shape of water, dirigida por Guillermo del Toro sobre guión escrito por el propio del Toro junto a Vanessa Taylor) cimentan su atractivo en estructuras demasiado calculadas. El film protagonizado por la gran Frances McDormand (sobre el que ya habíamos escrito aquí) manipula pizcas de drama, humor y violencia sin llegar a otra meta que la de ofrecer un divertimento intenso y eficaz, deslizando temas conflictivos mientras va desentendiéndose de los mismos. Con disposición de vodevil, empalma sorpresas sin que un sentido último las eleve hacia un fin noble. Algo similar ocurre con La forma del agua, cuyo eje parece una suerte de Amélie enamorada de uno de los humanoides de Avatar, en el contexto de la Guerra Fría en los años ’60. La gracia del film de del Toro depende de una serie de operaciones calibradas para gustar: personaje indefenso con pasado de desprotección (Sally Hawkins) enfrentado a seres malévolos (Michael Shannon) y contando con el afecto de amigos bonachones (Richard Jenkins, Octavia Spencer), un amor resistido, guiños al cine de los ’50, moralejas con consenso, persecuciones y toques fantásticos. La creación de un mundo existente sólo en la película es resultado de un trabajo minucioso y visualmente seductor, aunque concebido con un diseño artificioso que recuerda la obra de los franceses Jeunet y Caro (Delicatessen). Asimismo, el hecho de introducir al espectador en un clima de fábula puede agradecerse, pero –a pesar de algunos desnudos y momentos sádicos, característicos del cine de del Toro– La forma del agua no puede desprenderse de un aniñamiento que no tiene que ver específicamente con su carácter mágico, sino con el simplismo con el que han sido elaborados personajes, diálogos y resoluciones. Tres anuncios por un crimen y La forma del agua parecen golosinas más que películas, obras construidas con buenos materiales que brillan por separado, resultantes de un guión ingenioso y de un lustroso andamiaje estético respectivamente.
La Forma del Agua: Amor de Fantasía. Guillermo del Toro es un enamorado del género fantástico, y una vez más nos brinda una fábula donde lo fantástico se une con lo romántico en un historia simple pero efectiva. Los estándares de Hollywood son siempre muy “prolijos”, aunque obviamente, teñidos de hipocresía: bellas mujeres siendo el objeto de deseo de un protagonista rudo pero con buen corazón. Estos son, en la mayoría de los casos, los paradigmas de las grandes historias de amor en el cine. Si bien hay muchísimos más, basta con ver el éxito que genera la saga literaria y (mal) adaptada “50 Shades of Grey” para que entiendan mi punto. Este cánon es una cuestión más profunda que nos lleva a explorar las mitologías más antiguas (desde Hércules hasta Teseo, Sansón y Dalila y tantos etcéteras) que nos rigen el ADN aunque no queramos, aunque estemos ante una época donde lo políticamente correcto muchas veces vaya en contra de la naturaleza salvaje del ser humano y se nos quiera “humanizar” más de lo que merecemos, cuando en realidad, lo animal vive más a flor de piel que cualquier convención social, religiosa y/o política a la que se nos quiera inducir. En este contexto llega La Forma del Agua (The Shape of Water), la última fantasía de Guillermo del Toro, no solo un gran director sino también, un gran cinéfilo. Un amante de las historias clásicas, del muchas veces vapuleado Clase B. Ya en su filme Crimson Peak (2015), mal distribuida como una “historia de horror”, venía coqueteando con una historia de amor oscura, adulta y, sobre todo, con monstruos humanos y humanos mosntruosos. En “La Forma…” da el compás final a sus obsesiones cinéfilas y completa el puzzle con un fábula romántica en el medio de la Guerra Fría: Eliza (la magnífica Sally Hawkins) es una cuarentona muda, que vive sus días monótonamente en su departamenteo lleno de humedad, sobre un cine en el que proyectan viejas películas olvidadas. Su rutina es dura y pura: se despierta, cocina huevos para llevar a su trabajo nocturno, se baña y se masturba al mismo tiempo. Viaja en bus. Sueña. Sueña con una realidad fantástica que en los años 60 es difícil de acceder, pero que el tono verde en el que está insuflada la fotografía del filme de Del Toro, le da el toque justo de esperanza. Eliza vive junto a un amigo cincuenton y homosexual, confidente también de sus visionados de películas musicales. En su trabajo de limpieza en un lugar ultra secreto del Gobierno, nuestra anti-princesa también tiene como confidente a su amiga Zelda (Octavia Spencer), uan verborrágica afroamericana supeditada al patriarcado y al racismo en igual medida. La vida de estos personajes, pero la de Eliza principalmente, cambian cuando un tanque lleno de agua llega a la instalación y, dentro de él, hay una criatura que ha sido capturada en un río sudamericano por el coronel Richard Strickland (Michael Shannon). Eliza se sentirá curiosa, en un primer momento por este ser, pero luego comenzará una extraña relación que fluirá hacia el amor, un sentimiento que une y que, como todo cuento de fantasía, siempre gana. La Forma del Agua es una historia de amor. No hay más vueltas que darle. Pero en el medio, el guión de Guillermo del Toro y Vanessa Taylor (Divergent) relatan el conflicto de la Guerra Fría, sus paranoías, pero también la esperanza de un mundo mejor. Un mundo donde el amor gana. Donde los incomprendidos, los freaks y los losers tienen algo para decir, porque es nuestro momento. No hay grises en este filme: los malos son malos, y los buenos son buenos. Pero Del Toro nos muestra como el villano priincial, un Michael Shannon excepcional, tiene sus motivaciones personales, una familia, y si bien no llegamos a comprenderlo, muy pocas veces se vio un némesis tan tridimensional en una película. La producción es hermosamente cuidada, con una fotografía íntegramente verde; color que representa la irrealidad en la que viven los personajes, pero también de la persistencia, la esperanza en última instancia. Bajo la partitura de Alexandre Desplat (Harry Potter y Las Reliquias de la Muerte) el cuento se completa y se le da la forma de fantasía romántica. “El amor es como el agua: no tiene forma“, afirmaba el director en alguna de las muchas presentaciones que ha hecho de su nueva película en los últimos meses. Y claro, La Forma del Agua es de esas películas que se te mete bien profundo por todos los poros, y te inunda de emoción.
La humanidad monstruosa se viste de cuento moral. Cada referencia que La forma del agua, último opus de Guillermo del Toro con más de una decena de nominaciones a los próximos Oscars, hace del cine clásico -o por lo menos de aquel de los años de oro de Hollywood- confirma la sensibilidad de Guillermo del Toro como artista. No tanto desde su lugar de homenaje a películas o tópicos cuyo contexto apoya con más ímpetu su nueva fábula, sino desde la sutileza con la que se transparentan conceptos y una manera muy particular aunque no original de entender el juego del mainstream y pasar subliminalmente algún que otro atisbo de independencia más ligada a la incorrección que a otra cosa. Y es que la fábula moral trastocada con épica romántica surge en este cuentito muy bien dirigido, donde la relectura de La Bella y la Bestia se convierte en puente para una aleccionadora historia de tolerancia y contra los discursos dominantes de cualquier tipo de autoritarismo, en que el diferente, ya sea por raza, color, físico y hasta pensamiento, se ve condenado a su condición de paria. Ese es a grandes rasgos el tronco en el que se extienden las ramificaciones de una trama que toma por contexto la guerra fría y maneja con precisión la construcción de un relato, cuya riqueza en personajes y subtramas transitan por una mezcla de géneros que evocan un cine ya pasado de moda por el tiempo que se toma y que Hollywood fue abandonando como parte de su gigante torpeza a la hora de abarcar cualquier espectro de género en los últimos años. Que la protagonista sea muda y su incomunicación con el entorno transforme su realidad en un permanente toma y daca que hace de la intolerancia su mayor obstáculo y de la imaginación su arma para modificar su realidad implica necesariamente que el verosímil de su historia introduzca la figura de otro personaje que no logra comunicarse porque proviene de otra especie. Así las cosas, el descubrimiento de una criatura anfibia le abre las puertas para crear un nuevo modo de comunicación sin necesidad de expresiones verbales. Claro que como toda fábula ese idílico romance contará con el conflicto interno y externo a través de la intolerancia del militar de turno y su impronta conquistadora, que pretende eliminar a la criatura robada de las amazonas brasileras con dudosos fines científicos y la recurrente ignorancia ante lo desconocido. Además, prevalece el temor de que el otro tenga mayores bondades que la monstruosa humanidad. ¿Quién es el monstruo?, es la premisa y pregunta básica con la que Guillermo del Toro alentaba en El laberinto del fauno a un espectador a que saque a relucir alguna neurona reflexiva más allá del cuento de terror al que había sido invitado. En este caso pensando en el Oscar se multiplica la apuesta para que en todos los diferentes matices, ya sea homosexualidad reprimida, intolerancia y dominio discursivo, sean puestos de relieve y jugados a un nivel de película con tintes fantásticos y crítica social depurada bajo una pátina de esteticismo y exceso.
Siempre es un placer ver un film de Guillermo del Toro. El realizador mexicano pertenece a ese grupo selecto de directores que se mueven bien en prácticamente todos los géneros cinematográficos. No obstante, se encuentra más cómodo en los relatos de fantasía y ciencia ficción. “La Forma del Agua” es su más reciente trabajo, al que podemos describir como una historia de amor. Obviamente esto sería simplificar demasiado la obra, ya que ésta además se destaca por la fantasía, los valores estéticos de producción y por ser básicamente una oda que celebra el cine. La película nos cuenta la historia de Elisa (Sally Hawkins), una joven muda que trabaja como empleada de limpieza en un laboratorio gubernamental durante 1963, plena época de la Guerra Fría. Es en ese lugar donde conocerá a una extraña criatura anfibia (Doug Jones), que es prisionera del malvado coronel Strickland (Michael Shannon), con el objetivo de sacarle alguna ventaja en el conflicto con la Unión Soviética. El film es un verdadero triunfo en todos los sentidos. No solo presenta una historia entretenida y emotiva, que atraerá tanto a los niños (tener cuidado con algunas escenas fuertes) como a los adultos, sino que también compone un trabajo superlativo a nivel visual. Se destaca el gran trabajo de dirección de fotografía, arte y vestuario para alcanzar una excelsa reconstrucción de época. A su vez, la música de Alexandre Desplat (“The Grand Hotel Budapest”) hace un estupendo trabajo con sus características melodías que atribuyen a crear ese mundo mágico de fantasía. Por otro lado, el elenco está conformado por un equipo perfecto, liderado por la siempre carismática Hawkins, que compone un histriónico y desafiante papel, en el cual tuvo que prescindir de su voz para el personaje. Además, la acompañan Jones (“Hellboy”, “Crimson Peak”), interpretando a la criatura y un estupendo reparto de personajes secundarios donde se destacan Octavia Spencer (“Hidden Figures”), Richard Jenkins (“Spotlight”) y Michael Shannon (“Noctural Animals”), acostumbrado a los roles de villano. “La Forma del Agua” es de aquellos films que no se hacen en Hollywood. Una de esas historias que lo tienen todo: romance, suspenso, humor, intriga, crítica social y un verdadero despliegue visual. Guillermo del Toro se encuentra en su mejor forma, en donde cada una de sus obras supera a su antecesora, demostrando que es un gran director y contador de historias con talento innato que en esta ocasión nos brinda un clásico instantáneo.
Elisa pasa su solitaria vida siguiendo la misma rutina todos los días. Trabajar en el turno nocturno como limpieza de un laboratorio secreto, charlar con su anciano vecino, y tratar de llevar su soledad mediante…. quererse mucho así misma, mientras espera que alguien la ame pese a ser muda. Pero un extraño suceso pasa en su lugar de trabajo, y el amor que tanto esperaba, llegara de la forma más extraña. Hoy nos toca hablar de una de las películas más esperadas y hypeadas de todas las nominadas a los premios Oscar, La forma del agua. Y no solo porque su director, Guillermo del Toro, es uno de los realizadores más queridos por los espectadores; sino porque la crítica mundial venía hablando maravillas de este film. Y para serles sincero, cuanta razón tenían. Como suele suceder con todas las películas de Del Toro, el diseño de producción es hermoso, y podríamos parar el film en cualquier momento y obtendríamos un cuadro que a más de uno le gustaría tener en su living; pero lo que destaca en esta ocasión es el guión. A muchos quizás le parezca un simple cuento de hadas, sin ningún aditamento que lo haga especial. Pero si miramos más allá de la historia que se nos cuenta, veremos como La forma del agua toca un tema más que evidente, y es el de la aceptación de uno mismo, con sus virtudes y falencias. Esto lo veremos en todos los personajes, quienes luchan por ser otras personas, y como sus vidas cambian para bien cuando entienden que lo mejor es dejar de aparentar, y ser como uno es por naturaleza y ya. Solo hay un personaje que no veremos cambian y ya se imaginaran quien es. A esta característica de los personajes, los acompañan muy buenas actuaciones, donde destacan el trío compuesto por Sally Hawkins, Michael Shannon y Doug Jones. Como dijimos inicialmente, la historia a priori parece simple, y estos personajes también lo serian; pero los actores se encargan de dotarlos de una humanidad, que logran de inmediato que como espectadores, deseemos que los protagonistas se salgan con la suya y el villano sufra lo máximo posible. La forma del agua es entonces una película que hay que mirar con mucha atención. Y no solo para disfrutar del trabajo de Guillermo del Toro como director, o para apreciar la exquisita música compuesta por Alexandre Desplat; sino para valorar los detalles que hacen que un cuento de hadas cobre otro significado. Una delicia para todos los sentidos.
Ambientada en 1960, en el marco de la Guerra Fría, “La Forma del Agua” narra la historia de Elisa, una mujer muda de nacimiento que trabaja por las noches en un establecimiento gubernamental como personal de limpieza. Todo comienza cuando encuentra a un ser que dista bastante de un humano con el que están experimentando y, a pesar de las diferencias, tendrán una conexión que traspasará a toda la especie. Como suele suceder en las películas de Guillermo del Toro, acá nos encontramos con una mezcla de géneros que se balancean entre la fantasía y el romance, con tintes de suspenso para retratar las acciones por las cuales la protagonista está dispuesta a arriesgar todo para salvar su nueva y extraña relación. “La Forma del Agua” cuenta de una manera muy optimista el hecho de que el amor va más allá de lo convencional, que cualquier relación es válida (aunque siempre habrá alguien para oponerse), pero también que es algo positivo que no todos seamos iguales, que cada uno elija su propia orientación sexual, que existan “razas” variadas o que tengamos capacidades diferentes, porque eso nos hace únicos y no nos impide nuestra felicidad. Pero además de reflexiva y profunda, la película es entretenida y mantiene una constante tensión entre el deseo de la protagonista y la oposición de los antagonistas, proponiendo un ritmo ágil y dinámico. El elenco está muy bien conformado por Sally Hawkins como la protagonista, idílica soñadora y luchadora por demás, Michael Shannon como el villano de la historia, y acompañados por personajes secundarios interpretados por Richard Jenkins, Doug Jones, Michael Stuhlbarg y Octavia Spencer. También sobresale la estética elegida y los cuidados detalles de su ambientación y vestimenta acorde a la época, que generan un clima perfecto para que se desarrolle la trama. “La Forma del Agua” es una muy buena propuesta de la mano de un gran director como lo es Guillermo del Toro, que ofrece una historia de amor y fantasía interesante y original, bien acompañada por su elenco, ambientación y banda sonora.
La Forma del Agua: ¿Quién es el monstruo? Pasen y vean esta oda a la cinematografía gracias a la magnífica visión fantástica del señor Guillermo del Toro. Entremos en contexto; los años 60, una fábula de otro mundo teniendo como telón de fondo a la Guerra Fría. Aquí existe una operaria de limpieza que se enamora de un monstruo acuático recién llegado, entonces la vida de esta chica muda cambia rotundamente. La soledad, que la mayoría sentimos alguna vez, está plasmada de manera brillante con la presentación de la protagonista, Elisa. Desde la primera secuencia entramos en su intimidad, cuando nos presentan su rutina de manera directa y privada; ella es organizada tanto para autosatisfacerse en la bañera como hasta para limpiar sus zapatos. Y nos da su cuota de ternura al darle comida a su vecino de al lado, Giles, un pintor homosexual que intenta salir adelante con su trabajo. En él también vemos ese dejo de aislamiento y nostalgia, de querer ser joven y estar en pareja con un hombre que lo atiende en una cafetería. Elisa llega tarde a su trabajo en una instalación ultra secreta del gobierno. Pero tiene a su amiga Zelda que la ayuda a marcar su tarjeta de entrada a tiempo. Ella no para de hablar, aprovechando que Elisa no es de charlar debido a su mudez, ya que con su marido no tiene conversaciones. A pesar de que también vemos a Zelda como a alguien incomunicada con su pareja, y tiene que descargar sus palabras hacia alguien, ella es la que le entrega al film el toque de humor que hace muy llevadero el transcurso de la película. Estos tres personajes son interpretados por Sally Hawkins (Elisa), Richard Jenkins (Giles) y Octavia Spencer (Zelda), los cuales están nominados para los Oscars del 2018. Los tres son brillantes y nos dejan apreciar una química estupenda entre ellos, siendo más fácil para el espectador encariñarse con los personajes. La empatía que abunda en la película nos llega a nosotros como un río que inunda nuestros corazones. Llegamos a comprender lo que Elisa siente y realiza, debido al monstruo que hay del otro lado. ¿Quién es el monstruo? No me refiero al “hombre anfibio”, si no al oficial Richard Strickland interpretado por Michael Shannon. Strickland es el que mantiene cautivo al anfibio (Doug Jones) haciéndolo sufrir de manera dolorosa, puesto que quiere matarlo en aras de la seguridad y la supervivencia. En una subtrama aparece otro sujeto que quiere preservar y estudiar a la criatura acuática (en interés de la ciencia, el Dr. Robert Hoffstetler, papel realizado por Michael Sthulbarg). Vale nombrarlo ya que hacia el final todos estos personajes colisionan de manera categórica. En la película también tenemos el tema de la comunicación. Con la música, el baile, la comida y las señas, vemos como se empiezan a relacionar los personajes. Principalmente nos enfocamos en el ser anfibio de aspecto humano con Elisa, muda y enamorada. Dándonos a entender que el amor habla cualquier idioma. Una particular escena recuerda a lo bien que se llevaban Hellboy y Abe en una de los films del director. También apreciaremos cómo se hace escuchar la palabra de una mujer que no puede emitir ningún sonido de su boca. Cómo se comparte el amor, y la pura pasión entre dos seres completamente diferentes, pero a la vez iguales en el desamparo de la vida que “es solo el naufragio de nuestros planes”. ¿Cómo no hablar de Guillermo del Toro? El director y guionista (Junto a la co-guionista Vanessa Taylor) crearon este cuento de hadas para adultos. Ambos nominados a mejor director/guionista para estos Oscars del 2018. Del Toro logra compartirnos lo que sienten los personajes de una manera única y original. Es una historia de amor clásica, pero con una mezcla de géneros estupendo, teniendo como pilar lo fantástico, algo tradicional en el director pero que finalmente recibe el reconocimiento que merece. Sólo un fanático del cine como Del Toro pudo lograr esta maravilla de película llena de referencias a otras piezas cinematográficas que sacian la sed del cinéfilo. Hay momentos, situaciones y escenas que te harán recordar a películas como La Bella y La Bestia, Starman, obviamente el monstruo de The Creature From the Black Lagoon, Liberen a Willy, Amélie, y hasta Road To Perdition, debido a una escena con lluvia y sobretodos. Es el agua el elemento que unifica toda la estructura narrativa, utilizada en diferentes escenas y secuencias que fusionan diferentes géneros como el policial, el drama, hasta la comedia. Pero no olvidemos que el corazón, y los pulmones, de la película están llenos del agua que derrama el género romántico. Además de una diferente interpretación de la historia de Samson y Delilah (Sansón y Dalila). El guion está escrito como si desafiara la narración de los cuentos de hadas, o alguna clásica película de monstruos. Todas las nominaciones al Oscar que tiene esta película en el rubro técnico, componen perfectamente esta relación entre lo solitario, el deseo, el amor y la fantasía que nos brinda esta pieza cinematográfica. Desde la fotografía majestuosa y placentera, con contraste y ese tono verdoso del agua, de Dan Lautsen (Crimson Peak); el precioso diseño de ropa que le da credibilidad al entorno; la edición y la mezcla de sonido con esos gritos del monstruo y transiciones de lo afónico a lo sinfónico; música original de Alexandre Desplat (El Discurso del Rey, Argo) que se asocia profundamente con los sentimientos que afloran en pantalla y un diseño de producción que logra una puesta en escena increíble. La Forma del Agua, o fórmula, está integrada por una Historia de 2 personajes que Halagan los Ojos de los espectadores. H2O.
El cine de Guillermo del Toro surge de un acto de amor notable y loable por la fantasía. Para el mexicano, el cuento de hadas, la ciencia ficción o el terror son formas de hablar del mundo mucho más efectivas que el simple testimonio, porque van más allá del contexto temporal en el que se realizan. La forma del agua es una especie de declaración de principios al respecto. Narra cómo una joven sola y muda, amante del cine y personal de higiene de cierto laboratorio secreto en plena Guerra Fría, se enamora de una extraña criatura anfibia maltratada por un villano de novela. Ahora bien: todo parece sobre producido, sobre escrito, sobre iluminado. Hay además una idea de hablar “del presente” desde la fantasía (por eso situar el relato en la Guerra Fría) que resulta molesta. Y además la inocencia de la protagonista es más artificial que el maquillaje de la criatura. Del Toro sigue siendo un narrador con talento y un técnico excepcional, aunque su mejor cine lo hace cuando no tiene que demostrárselo a una Academia -no por nada esta película tiene trece nominaciones al Oscar-, como en filmes aparentemente menores como ambas Hellboy, Blade 2 o la hermosa y desaforada Titanes del Pacífico. No hay deshonestidad en el realizador, sino demasiado control y demasiada conciencia gráfica que, paradójicamente, esterilizan el romanticismo de la historia. De los actores, sobresale especialmente el siempre perfecto, siempre efectivo y siempre en tono Richard Jenkins.
Pocas veces el cine se da el lujo de autorreferenciarse y salir ileso en el metadiscurso que termina por construir. En los últimos años, y año tras año, la industria ha buscado homenajearse con fórmulas repetitivas que se apoyaban en la recurrencia de estereotipos y en la construcción de narraciones clásicas con poca inventiva y vuelo. Tomemos “El Artista” (2011), por citar sólo una película que reflexionaba sobre una era dorada del cine y la imposibilidad de un hombre de poder subirse al progreso que le exigía cambios que no quería asumir. Hollywood celebró con premios y elogios esta clásica historia, algo que también viene haciendo con “La Forma del Agua”; una propuesta en las antípodas del relato de Michel Hazanavicius (“Los infieles”), en la que Guillermo Del Toro despliega, una vez más, su amor por el cine y por narrar cinematográficamente, pero sin caer en lugares comunes o en elogios y obsecuencias. En “La Forma del Agua” asistiremos a un gran espectáculo. El cine de por sí ya es un gran entretenimiento y que pese al avance tecnológico y a la posibilidad de ver en otros soportes las narraciones, en la oscuridad de las salas es en donde siempre mejor se lo puede disfrutar. Aquí, además, al combinar melodrama clásico con ciencia ficción, romance con suspenso, thriller conspirativo con novela rosa, sin olvidar y dejar de lado la comedia, el musical y los momentos entrañables y nostálgicos, el director va envolviendo al espectador con trucos clásicos que devuelven la fe en el cine. El guion, hábilmente, alterna varios puntos de vista, destacándose los de Elisa (Sally Hawkins) una empleada de limpieza de un laboratorio simil NASA que realiza investigaciones secretas, y el de Giles (Richard Jenkins), vecino y confidente de Elisa, quienes además de poseer una relación particular de amistad, verán cómo entre ambos cambiarán su vida de un momento a otro. Del trabajo a la casa, de la casa al trabajo, Elisa pasa sus días soñando con música y con una historia de amor que la atraviese y la eleve a otro plano. Uno no tan terrenal, pese a estar siempre soñando con grandes relatos, el día a día la achata y entristece. Cuando descubre en el laboratorio a una siniestra y extraña criatura, objeto de la maldad del coronel (Michael Shannon) que custodia al monstruo, se enamorará perdidamente y hará lo imposible por sacarlo de esa cárcel de agua y dolor en la que vive. Pero la frágil Elisa no lo podrá hacer sola, por lo que acudirá a la ayuda de su compañera Zelda (Octavia Spencer), una mujer de color que quiere salir de su casa, empoderarse y gritarle a cualquiera que nadie la pude pisotear más. Entre ambas sacarán del lugar a la criatura, emprendiendo un viaje en el que no sólo Elisa, sino también Giles y la propia Zelda, verán transformaciones que los marcarán para siempre en sus vidas. Del Toro cuenta esta historia de una manera que trasciende la anécdota cinematográfica, ofreciendo un relato de amor al cine, de amor a los personajes y de un nivel de pasión y compromiso pocas veces visto en la pantalla. Mientras por un lado el mito de King Kong y su amada vuelve al cine, la recreación de época, la construcción de un universo plagado de referencias a clásicos cinematográficos, y las increíbles actuaciones del cuarteto protagónico (Hawkins, Jenkins, Spencer, Shannon), a los que se suma Michael Stuhhlbarg como un atribulado doble agente, nos llevan a desandar una historia entrañable, la que, una vez iniciada, no queremos que termine jamás.
El último film de Guillermo del Toro está en offside. Quiere ser de una época, pero está en otra, y quienes se aprestan a verlo son hijos de este tiempo. Los espectadores de hoy pueden acomodarse a las coordenadas de las películas del pasado, dejar en suspenso la habitual incredulidad con la que sienten y analizan una película actual y entregarse a un film pretérito con cierto placer. No ocurre lo mismo frente a películas contemporáneas que se posicionan en el pasado. Quizás las películas bélicas resulten una moderada excepción, pero el instinto de época convoca a la sospecha o al desdén automático, sobre todo si el mundo representado tiene algo de cándido. Del Toro propone una época crepuscular. Es el fin de una cultura y el inicio de otra. La que culmina es la que se puede espiar en los cines y en la televisión durante el transcurso del relato; la que se impone por su prepotencia es la que existe en el relato. En ese sentido, La Forma del Agua trata también de la forma que el cine adquiere en el tiempo, o de los tiempos que configuran un tipo de cine. Se podría conjeturar que a Del Toro le interesa detectar y filmar la intersección entre una era inocente y una nueva etapa del cine estadounidense, en la que el país y el cine se sumergen en una turbulenta organización del mundo. Y no es solamente la Guerra Fría bajo la época de Kennedy, la confrontación con los rusos, los chinos y otros monstruos posibles (y el del propio film, que viene de Sudamérica, una región que también se transformaría un poco después en “monstruosa”), sino también el estallido de colisiones internas, momento en el que Estados Unidos se encamina a un período de su historia acaso irreversible, muy lejos del sueño de los padres fundadores. Por eso una escena clave es aquella en la que la televisión transmite una protesta callejera y la concomitante represión, y el personaje de Richard Jenkins le pide enfáticamente a su querida vecina muda que cambie de inmediato de canal. Con la voz en off inicial que sugiere el tono general de la película el relato se inscribe en una abstracta tradición del cuento clásico. Esta es la historia de amor entre una “princesa muda” y un monstruo anfibio; es el corazón de todo, y asimismo una petición de principio: este es un relato universal. Curiosamente, lo interesante no es aquí la repetición del amor entre una criatura espeluznante (capaz de rasguñar, amputar y degollar pero también de aprender un lenguaje y apreciar otro tipo de lenguajes, como el de la música) y una mujer común, sino algunos accidentes que son decididamente estimulantes frente al platónico modelo en juego. En efecto, la ortodoxia con la que se representa el amor romántico entre “la bella y la bestia” prescinde regularmente de erotismo; todo suele sublimarse en el evidente romanticismo que se predica cuando una entidad espantosa puede ser amada por un ser viviente que está del lado de los más bellos. En esa unión de opuestos se postula algo sublime. La Forma del Agua desatiende sin traicionar ese imperativo. Lo magnífico del film consiste en que introduce un poco de erotismo, heterodoxo para la propuesta. El deseo está presente, se manifiesta y encuentra concreción. Así, antes de que Elisa se permita tener sexo con este misterioso aquaman ex nihilo se la ve masturbarse en fuera de foco. Hay otras escenas para destacar. Como sea, la intrusión directa del deseo sexual vitaliza el film y en cierta medida lo desfantiliza. (He aquí una diferencia esencial entre el personaje principal y el de Amelie, con quien se la ha comparado en más de una ocasión: la psicótica de Jean-Pierre Jeunet no podía hacer el amor, y cuando lo hacía, deliraba; la mudez de Elisa no la restringe del contacto con lo real, más bien amplifica su curiosidad; no hablar es un pequeño impedimento, nada más). Los detalles narrativos y los matices que se les prodiga a los personajes en general no entran en sintonía con las decisiones formales esquemáticas que materializa cada escena. He aquí el escollo más ostensible de La Forma del Agua, cuya prolijidad en el diseño general y la reconstrucción epocal pueden distraer de una incierta compaginación del conjunto de planos. ¿A qué se debe la compulsión al movimiento perpetuo de la cámara, a veces vía travellings hacia delante, planos grúa y giros semicirculares que no se detienen prácticamente nunca? La hiperkinesis visual no pertenece a ninguno de los períodos mencionados, y tampoco resulta una marca de registro contemporáneo. Es la consecución de un estilo disociado de lo que se cuenta. Detenerse luce como una interdicción, como si existiese un temor o se corriera el riesgo de perder el ritmo interior de algunas escenas. Esto tiene un efecto concreto sobre el film: siendo una película de solitarios, la intimidad, que necesita de la pausa y el respiro, se soslaya. Es así como la soledad del personaje se niega licuándose en secuencias que condensan la rutina de Elisa; o, en todo caso, se prefiere que Elisa explique verbalmente, un poco más tarde, su condición solitaria; la soledad no se ve, se dice. Todo lo demás resalta la nobleza de los que todavía pertenecen a un mundo que se evapora lentamente. El científico soviético que preferirá la ciencia a la patria; el vecino y la compañera de trabajo que aceptarán el plan de Elisa para salvar al monstruo del sadismo militar; hasta el malvado que encarna Michael Shannon demuestra una debilidad impropia de su carácter que llama cuidadosamente a la comprensión de su conducta. La nostalgia tiende a glorificar algún episodio del pasado. Nada en La Forma del Agua insta a relacionar su historia con el presente y con el cine del presente. Si se trata de evocar solamente una tradición y así vindicarla en el recuerdo, el film de Del Toro se justifica por su noble propósito. He aquí un límite y un ademán museístico, acaso una amorosa forma de petrificación de la tradición.
Es una fabula, una sólida historia de amor, un alegato contra la discriminación de todo tipo, una lucha de los “distintos” contra el poder, la resistencia de los “nadies”, la simbología de una época de la guerra fría, donde el terror por los rusos de parte de los norteamericanos y viceversa, engendraba “monstruosas” acciones legales e ilegales. Pero todo eso no define ni por lejos la película dirigida, creada y producida por Guillermo del Toro, que escribió el guión con Vanessa Taylor ( “Game of Thrones”, “Divergente”). Un talentoso creador que nos regala una película inolvidable. El mismo señala entre sus preocupaciones “lograr que lo fantástico y lo cotidiano convivan como en los trabajos de Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Julio Cortazar y Horacio Quiroga”. Aquí muestra la vida de una mujer que perdió la voz por un hecho traumático, que comparte con su vecino ilustrador a punto de quedarse sin trabajo, discriminado por ser gay, la pasión por el cine en blanco y negro que ven en un televisor donde Shirley Temple aprende a bailar subiendo una escalera con Bill Robinson, o Carmen Miranda despliega su energía, por citar unos ejemplos. Y además viven arriba de un cine. Ella trabaja en un complejo científico militar hasta donde llega el mas valioso “activo“, un ser anfibio (primo lejano de “El monstruo de la laguna negra”) que es torturado por un sádico y violento villano, que quiere destruirlo por venganza, a pesar de que un científico con doble vida señala sus poderes increíbles de Dios de otra cultura. Entre esa empleada muda y el monstruo nace un amor pleno, con sexo incluido como lo más natural del mundo. Y una decisión de hierro, salvarlo de los que quieren matarlo o robarlo, con la ayuda de su amiga y su vecino, “porque si no hacemos nada, nosotros somos nada”. En esa fábula las imágenes nos transportan con su romanticismo, con su fuerza y belleza, nos impresionan con las demostraciones violentas. Y los actores, brindan lo mejor de si, elegidos por del Toro desde el comienzo de su proyecto: Sally Hawkings, Michael Shannon, Octavia Spencer, Richard Jenkins, Doug Jones. En este film tan valioso por lo que se ve y dice, tan bello, enmarcados por una fabula, el medio que según su director, “puede volver a unir a los humanos, divididos por la ideología”, el espectador encontrara un cine de calidad, conmovedor como pocos, encantador.
“To a new world of gods and monsters!” La Novia de Frankenstein Guillermo del Toro supo contar que de chico, no contento con la religión católica, su Santa Trinidad personal estaba conformada por Frankenstein, el Hombre Lobo y el Monstruo de la Laguna Negra. Desde el principio, el director mexicano sintió una empatía por aquellos seres aparentemente surgidos para aterrar (a los que se suman Drácula y la Momia), porque nunca perdió de vista la verdadera esencia que los compone. Detrás de las pieles cosidas, los colmillos, las vendas o las escamas, esas criaturas tienen sentimientos atormentados, incomprendidos. Muchas veces solo matan para sobrevivir. No son santos, pero tampoco la amenaza que nos vende la cultura popular. Son románticos en el sentido más alemán del término. Incluso las novelas o leyendas que les dan origen dan cuenta de la complejidad inherente a cada uno. En la obra de GDT, el monstruo o el fantasma es el Otro, el diferente, el que ya provoca rechazo por su aspecto, como si el exterior horripilante confirmara oscuras intenciones. James Whale fue el pionero cinematográfico en este enfoque, gracias a sus películas de Frankenstein. También allí Whale se encarga de mostrar que en realidad los más monstruosos son los humanos: científicos que pretenden emular a Dios, lugareños que por ignorancia quieren linchar a los engendros. Los únicos capaces de comprender a los monstruos son también Otros: humanos puros como los niños, o como los adultos que quedan fuera del canon de normalidad, según el estatus quo. Whale también podía comprenderlos, al ser homosexual en una época donde confesarlo podía significar desprestigio. Del Toro también los comprende, y lo hace por su origen latino. “Soy mexicano, he sido la otredad toda mi vida”, dijo en una entrevista, muy consciente -y muy orgulloso- de su condición. La Forma del Agua es otro gran ejemplo. Estamos en 1962. Elisa Esposito (Sally Hawkins) es muda y trabaja como empleada de limpieza en un laboratorio de investigación gubernamental en Baltimore, Estados Unidos. Sus únicos amigos son Giles (Richard Jenkins), el vecino artista plástico, y Zelda (Octavia Spencer), una compañera de trabajo. Elisa es soltera, pero eso no parece deprimirla. Todo cambia cuando al laboratorio llegan dos individuos: un anfibio humanoide traído del Amazonas (Doug Jones) y Strickland (Michael Shannon), el despiadado coronel que lo capturó. Entre Elisa y el ser acuático surgirá una conexión que desafía toda clase de tabúes. Del Toro ya había contado historias de amor: Hellboy (Ron Perlman) y Liz Sherman (Selma Blair) en los dos films del (anti)superhéroe Rojo; Raleigh (Charlie Hunnam) y Maco (Rinko Kikuchi) en Titanes del Pacífico, e incluso el acercamiento entre Abe Sapiens y la Princesa Nuala en Hellboy 2: El Ejército Dorado. A su manera, la relación entre Jesús Gris (Federico Luppi) y su nieta en Cronos también ingresa en la categoría de historia de amor. En La Forma del Agua, la relación Elisa-Hombre Anfibio constituye el corazón de la película. De hecho, se trata de una vuelta de tuerca al relato de La Bella y la Bestia: aquí la Bestia es prisionera en el dominio de la Bella, de los humanos, aunque el verdadero giro aparece sobre el final. También podemos encontrar guiños a El Monstruo de la Laguna Negra, a la producción rusa El Hombre Anfibio, al cine de espionaje (son los tiempos de la Guerra Fría y tenemos una carrera espacial de por medio) y hasta a los musicales clásicos de Hollywood. Sin embargo, como en sus creaciones previas, Del Toro no se sostiene con homenajes fáciles sino que usa las referencias para enriquecer su visión. Como los mejores autores, Del Toro sabe darle una identidad propia a cada película, al margen de mantener el sello propio. Una vez más hay un monstruo, que también es una especie de Dios. Hay un personaje que lo entiende, lo protege y se alía en su causa. Hay una némesis, y de carácter fascista, como en El Espinazo del Diablo y El Laberinto del Fauno… pero ahora el tono es el de un cuento de hadas adulto, con sexo incluido. Esta innovación tiene su razón de ser: conocer la vida sexual de los personajes permite indagar en su intimidad de manera más honesta; cada masturbación o copulación permite adentrarse en la psicología y el estado de ánimo. El marco histórico le permite al director hablar de un mundo en proceso de cambio político, social y cultural, en el que las minorías (negros, homosexuales) siguen siendo una mala palabra, pero en donde también comienza a desmoronarse la fachada del american way of life, con la familia tipo (blanca, por supuesto), sus sonrisas, sus televisores y sus autos último modelo. GDT sabe combinar estos elementos de la vida real con su imaginería y su capacidad de hacer verosímiles las situaciones más extravagantes. Este equilibrio se traduce en la estética, donde resulta crucial el danés Dan Laustsen, su director de fotografía fetiche junto a Guillermo Navarro. Sally Hawkins es la Elisa perfecta, una Bella no bella (detalle pensado por el realizador) pero auténtica. Doug Jones interpreta a una nueva criatura de la filmografía de GDT, y su Hombre Anfibio es de las más impactantes, convincentes y conmovedoras junto al Fauno y al Hombre Pálido de El Laberinto… y al Ángel de la Muerte de Hellboy 2. Richard Jenkins, Octavia Spencer y Michael Stuhlbarg son secundarios de la trama principal, pero también protagonistas de sus propias subtramas, lo que les da mayor peso dramático. En cuanto a Michael Shannon, reúne todas las peores características de un mal hombre, aunque Del Toro, como sabe hacer, le otorga una vulnerabilidad que lo aleja del villano de caricatura. En La Forma del Agua, Guillermo del Toro sigue demostrando que es a los monstruos lo que Martin Scorsese a los gangsters: no los inventó, pero se nutrió de los clásicos para darles su propia interpretación, respetando la esencia de lo que los hace únicos. Como los grandes narradores, entiende que la fantasía es un vehículo formidable para hablar de los problemas de todos los días y de todas las épocas.
Cuento de hadas contra la Historia En Baltimore, en plena Guerra Fría, un monstruo acuático de forma humana es llevado a un laboratorio secreto del gobierno. La chica de la limpieza se enamora de él. A partir de esa historia se despliega un mundo moral maniqueo, de buenos contra malos. La gran favorita del Oscar con 13 nominaciones, ganadora de dos Globos de Oro, tres premios Bafta y varios de las asociaciones de profesionales del cine y de críticos de los Estados Unidos, La forma del agua representa la consagración definitiva del mexicano Guillermo del Toro en Hollywood y, sostenido por esa plataforma, en el mundo entero. Producción ciento por ciento estadounidense (como lo habían sido ambas Hellboy, Titanes del Pacífico y La cumbre escarlata), La forma del agua significa para Del Toro lo mismo que en años recientes fueron Gravity para Alfonso Cuarón y Birdman para Alejandro González-Iñárritu, completando el ingreso triunfal a Hollywood de lo que podría llamarse “los tres amigos”. En relación con su obra previa, La forma del agua representa un regreso de lleno de Del Toro a mundos propios, luego de dos películas (las últimas nombradas) algo tangenciales. El de Del Toro es, en sus obras más logradas, un arte del recortado y pegado que, al contrario de querer disimularse, se hace visible. Esto es notorio en sus dos films más celebrados a la fecha, El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006), que en buena medida pueden considerarse un díptico. En ambos, en medio del film histórico codificado (el de Guerra Civil en el primer caso, el de persecución y caza de los últimos guerrilleros republicanos en el otro) cae y se implanta –de modo semejante a como se clava esa bomba gigante, en el patio del colegio de El espinazo del diablo– el film de fantasmas en El espinazo del diablo, el fantástico-maravilloso en El laberinto del fauno. En este sentido, La forma del agua podría tomarse como tercera parte de una trilogía. ¿La trilogía de los pobres monstruos? Ahora se traslada del centro de España en los años 30/40 a la ciudad de Baltimore en los primeros 60, plena Guerra Fría y consecuente paranoia antisoviética en los Estados Unidos. La bomba que se clava en esta ocasión en medio de ese contexto histórico es un monstruo acuático de forma humana, tomado directamente del de El monstruo de la laguna negra (1954). Como en el clásico clase-B de Jack Arnold, el aquaman (actuado por Doug Jones, que había sido el fauno del laberinto y Hellboy) se enamora de una humana. Lo dicho: Del Toro recorta y pega, no teme que lo acusen de poco original, y eso es justamente, como se verá, lo que da originalidad a sus películas. La humana en cuestión es Elisa (Sally Hawkins, nominada), que trabaja como chica de la limpieza en un laboratorio secreto del gobierno, donde una noche (todo sucede de noche en La forma del agua) traen al extraño ser, descubierto “en un río latinoamericano” y lo hunden en un tanque para investigarlo. Elisa es muda, por un ataque sufrido en su infancia, explicado mal y a las apuradas en medio de un diálogo, uno de los puntos más “tarjeta roja” del guion escrito por Del Toro y Vanessa Taylor. No es el único. Muda y tal vez virgen, sometida a una rutina de masturbaciones matinales, a esta chica distinta no le costará mucho enamorarse de ese ser distinto, descubriendo incluso que su aparente emasculación no es tal. Como en las dos películas antes mencionadas, el mundo moral que presenta La forma del agua es maniqueo. No podría ser de otra forma en tanto se trata, incluso más que aquéllas, de un cuento de hadas. Cuento de hadas lanzado contra la Historia, claro, pero cuento de hadas al fin. Los “malos” son, justamente, los representantes de la Historia. Unos espías rusos (pero no todos, hay uno bueno también entre ellos, porque no es político sino científico), un general del Pentágono y sobre todo el agente Strickland (¿de la CIA, del FBI?), encarnado por un Michael Shannon más temible que nunca, que vendría a ser el Ogro del cuento y para quien mujeres, negros y comunistas son seres tan subhumanos como el propio ser de branquias y escamas. Los “buenos” son las víctimas de la Historia: la mudita chapliniana, su vecino y único amigo, artista gráfico desempleado y gay angustiado por el paso del tiempo (Richard Jenkins, nominado) y su compañera de trabajo negra, la siempre imperdible Octavia Spencer (también nominada), que se siente abandonada por su marido. Un detalle genial, que corre riesgo de pasar inadvertido: cuando Strickland va a su casa y lo reciben su esposa e hijos, Del Toro pinta visualmente la escena como si fuera una acuarela de Norman Rockwell. Esto es: como la perfecta familia americana. Hay quienes se han apresurado a emparentar La forma del agua con el film francés Amélie, a partir de su condición de cuento de hadas y, sobre todo, del carácter naïf de la protagonista y el modo en que éste tiñe a quienes la rodean. Es confundir la parte por el todo, porque a esa algo infantil naiveté se opone la siniestra oscuridad de la época y de la Historia (y de la puesta en escena), representada no sólo por todo lo visto sino incluso en detalles menores, como la breve y dolorosa secuencia de humillación de Gilles. Y es no apreciar, justamente, el arte del pastiche que lleva a cabo Del Toro en sus películas más logradas, que consiste en juntar pedazos que no pegan entre sí, acentuando así su disyunción, la violencia con que chocan. Hablando de violencia, sería bueno saber qué escena de Amélie se parece a la del intento de abuso de Strickland o esa otra en la que el propio Strickland tortura a una persona metiéndole el dedo en dos agujeros de bala y retorciéndolo. Lo que sí es inadmisible es el final, que amaga terminar de una manera, que hubiera sido dignísima, y termina de otra, que ya no lo es, por una súbita magia cuyo arte sólo conoce nuestro amigo el aquaman latinoamericano.
Un cuento de hadas Elisa es una empleada de limpieza muda en un edificio supersecreto del gobierno que descubre una enigmática criatura acuática, objeto de experimentos y abusos de sus empleadores, con la que entabla una relación única y especial que le va a cambiar la vida. Me animo a decir que La forma del agua es probablemente la mejor película de Guillermo del Toro. Al menos a la misma altura de El laberinto del Fauno o El espinazo del Diablo. Pero sin lugar a dudas es la más adulta. A diferencia de las anteriores, este cuento de hadas deja en claro que es una historia de grandes y para grandes en los primeros minutos con una escena clave del personaje principal, Elisa, interpretada de manera brillante por Sally Hawkings en su bañera. A partir de entonces Del Toro nos presenta el elenco. Ella, muda, solitaria pero independiente, que no solo carga con su vida, su incapacidad y heridas del paso, sino también con su vecino (Richard jenkins), un dibujante sin empleo fijo y al filo de la jubilación o retiro forzado, a quién le hace la comida, acompaña y cuida junto con sus gatos. Es a través de la curiosidad y los ojos de Elisa que descubrimos una misteriosa criatura acuática que el gobierno mantiene encerrada en las instalaciones supersecretas donde ella trabaja como empleada de limpieza. Este “monstruo” es víctima de abusos, experimentos y torturas a manos del sádico Coronel Stickland (Michael Shannon), quien está a cargo del lugar. Elisa empatiza inmediatamente con esta criatura, logra comunicarse y comienza una relación amorosa con ella. La trama, el cuento, es simple, sí. Es la historia de la Bella y la Bestia, podría decirse. ¿Entonces? Por qué es maravillosa La forma de agua? Porque cuenta esa historia de una manera bellísima, tierna, romántica, diferente y además utiliza el contexto de la Guerra Fría para hablar de temas actuales como la discriminación, la tolerancia, el acoso, el machismo y por supuesto el sexo. Es una historia contada mil veces antes, pero Del Toro le agrega su sensibilidad, sus ganas de narrar cuentos fantásticos, su amor por las criaturas extrañas, sus miedos. Es un discurso de tolerancia y diferencia. Es una película de amor y de amor a esas diferencias. De preguntarse qué es el amor. De amar al otro no por lo que es o ve todo el mundo, sino por lo que ve cada uno en el otro. Y donde las obsesiones del director (monstruos, criaturas fantásticas, el “cuco” debajo de la cama o dentro del placard), tan presentes y exageradas en sus anteriores películas, parece como si ya no le preocuparan tanto pero sin embargo están ahí, contenidas y controladas, eso sí. Las actuaciones de Hawkins y Shannon son excelentes. Hawkings actúa con los ojos y es increíble lo que logra comunicar con sus expresiones y miradas. Y Shannon está impecable y perfecto, tanto que no hay un segundo en la película en el que no lo odiemos. Otro acierto de Del Toro fue haberse decidido por filmar en color (durante la preproducción se pensó en hacer la película en blanco y negro): la paleta es hermosa y los contrastes entre el celeste y gris del laboratorio, con los verdes y azules del agua y el “monstruo”, y los naranjas, amarillos y rojos del “afuera” están elegidos y cuidados a la perfección y hacen que los sets, los ambientes (el laboratorio, la casa de Elisa) sean un personaje más de la película. La manera en que el director mexicano pone la cámara, corta, y nos encuadra a los personajes y las acciones me hicieron acordar al cine clásico de Hollywood. De hecho, La forma del agua es una película de cine clásico, que homenajea a ese cine, que está llena de referencias cinematográficas y que deja en claro que es la obra de un cinéfilo, para cinéfilos. *Crítica de Rodrigo Álvarez
Adorable criatura A lo largo de su vasta trayectoria, el mexicano Guillermo Del Toro supo construir un universo cinematográfico influenciado por las películas y la literatura que lo formaron para dedicarse a comprender el subgénero fantástico. Claro que la verdadera cualidad que enaltece sus trabajos se distingue porque Del Toro es un enamorado de sus personajes y antepone el desarrollo de sus identidades. Siguiendo con esta costumbre podemos catalogar a La Forma del Agua (The Shape of Water, 2017) como la más ambiciosa de sus creaciones. Recopilando los modismos comerciales del estilismo americano (por momentos distinguimos relecturas de Spielberg y Burton), encontramos un Del Toro inspirado por los monstruos del periodo clásico para relatarnos una aventura romántica en medio de la paranoia nuclear. Ambientada durante unos años cincuenta caldeados por la Guerra Fría que enfrentaba a los bloques de Rusia y Estados Unidos, la historia acompaña a Elisa Esposito (Sally Hawkins), una empleada de limpieza muda, que se siente desplazada del ámbito cotidiano que debe soportar, mientras trabaja en un laboratorio gubernamental. Su encuentro con una criatura mutante que está siendo investigada por los científicos, y torturada por los militares, será el puntapié para uno de los romances más originales y atractivos que se haya visto en el circuito comercial (es interesante que bajo semejante propuesta se haya convertido en una de las películas más galardonadas durante la temporada de premiaciones). Con La Forma del Agua se cierra una trilogía iniciada con El Espinazo del Diablo (2001) y que continúa con El Laberinto del Fauno (2006), donde el realizador impregna el belicismo para transformar el ambiente histórico (en las primeras dos la Guerra Civil Española y en esta última La Guerra Fría). La subtrama que se presenta como conflicto ideológico respecto a las internas políticas entre los americanos y los soviéticos es el escenario que determina el trasfondo de la narrativa. Sin embargo, es una constante que no interfiere con las relaciones de sus personajes (el entorno de Elisa únicamente se preocupa por cuestiones laborales o familiares, sin involucrarse en las diferencias ideológicas que le preocupan al antagonista de Strickland o el científico ambiguo de Hoffstetler). Nuevamente el intérprete fetiche para darle vida a las encarnaciones de Del Toro es el contorsionista Doug Jones, quien compone una especie marina que comparte las mismas características que Abe Sapien, el investigador anfibio que acompaña a Hellboy. La presencia física de Jones representa otro de los componentes importantes en la filmografía del director, respecto a que sus monstruos sean palpables al momento de interactuar con los humanos (descarta los recursos animados impuestos por el digitalismo y sostiene la costumbre de mostrar a sus criaturas con uniformes analógicos). De esta manera, la relación entre los personajes de Hawkins y Jones se sostiene con mayor solidez durante el relato. Desde el aspecto narrativo Del Toro es un cineasta clasicista que entiende la mecánica del mainstream. Lo demuestra en Titanes del Pacifico (Pacific Rim, 2013), donde el espectador es consciente del ensamblado que los mastodontes despliegan durante las batallas, a diferencia del aparatoso Michael Bay y su frustrante franquicia de Transformers. Pero en La Forma del Agua denotamos que termina acelerando la estructura del desarrollo (la película funciona aunque se termina apurando en cuestiones puntuales) y reformula recursos populares (durante las primeras secuencias se comporta como Jean-Pierre Jeunet y retrocede a los musicales dorados de Hollywood). La Forma del Agua es una película fascinante desde su tecnicismo poético (hasta el condimento sexual se acomoda y no termina siendo forzado), puesta en escena y reparto (lo de Richard Jenkins es sublime como el personaje mejor abordado de toda la película, y tanto Hawkins como Shannon también brindan actuaciones a la altura de su reputación). Cabe destacar que en el relato persiste el compromiso con las funciones del género, las cuales nunca descuidan la perspectiva aventurera y romántica, motivando a que el espectador pueda conectarse con las distintas vertientes de la historia. Aunque podemos remarcarle cuestiones específicas, este es el trabajo más adulto en la carrera de Del Toro (antepone los dilemas personales con total seriedad), y el que mejor resume las influencias que lo convirtieron en un enamorado del séptimo arte.
Los placeres son amorfos El realizador mexicano Guillermo del Toro nos tiene acostumbrados a historias fantásticas, recordemos brevemente que ha sabido llamar nuestra atención con Hellboy (2004), maravillarnos con El Laberinto del Fauno (2006) y quizás decepcionarnos un poco con La Cumbre Escarlata (2015), sin embargo, con la recién llegada La Forma del Agua (2017) volverá a conmovernos combinando la identificación sentimental con lo extraordinario. La Forma del Agua inicia con un viaje sumamente onírico y acuático que nos sumerge en el “yo interior” de nuestra protagonista, Elisa (interpretada con la calidez justa por Sally Hawkins), a quien el narrador se refiere como una “princesa sin voz”. A partir de allí el relato está enriquecido de relaciones intertextuales, se deduce que la primera de ellas es el cuento La Sirenita (1837), de Hans C. Andersen, cuya interpretación más famosa es la animación homónima de Disney (1989). Si bien las sirenas son famosas mitológicamente por atraer a los hombres con sus cantos, nuestra humana protagonista Elisa es muda debido a unas heridas muy peculiares que posee en el cuello, las cuales remiten automáticamente a las branquias de los peces. En dicha cuestión, está el vínculo con este famoso personaje pues La Sirenita al pasar del mundo marítimo al terrestre por un hechizo perdía el habla, cuya semántica será circular a lo largo de todo el relato. Luego de este visualmente hermoso prólogo, comienza la acción propiamente dicha. En adición a lo anterior, desde el comienzo los vínculos del personaje de Elisa y el agua son constantes. Todas las mañanas en su rutina ella toma un baño con la tina llena y se masturba repitiendo esta acción una y otra vez: no es para nada casual que lo haga inmersa en el agua. En consecuencia, el director es muy hábil en la forma en que dosifica la información haciéndonos entender desde la apertura que el universo acuoso erotiza a Elisa, incluso nos hace comprender y conocer su interior emocional. Asimismo, la cuestión de lo erótico, los gustos y peculiaridades, es uno de los aspectos más interesantes del film ya que abre un abanico de espectros: hay quienes gustan de extrañas criaturas marinas y les excita el agua, hay quienes les excita tener relaciones sexuales en silencio y ejerciendo el dominio sobre el otro, y hay quienes prefieren personas de su mismo género. Es decir que La Forma del Agua es un relato que nos propone diversidad en todo su esplendor, expresando cuán amorfos pueden ser los placeres humanos y sobrehumanos. Retomando brevemente el argumento del film, éste nos sitúa a principios de los 60, allí Elisa trabaja limpiando en un laboratorio científico de máxima seguridad, cuya rutina y protocolos son de índole cotidiana, hasta que traen captiva a una criatura anfibia desde Sudamérica, y por la cual todo cambiará repentinamente. De aquí se desprende la relación intertextual principal del relato con otra película anterior y un clásico del cine de terror, Creature from the Black Lagoon (1954), cuya criatura también era oriunda de Sudamérica y se nota que el equipo de caracterización de ha inspirado fielmente en ella. Sin embargo, mientras la criatura de la laguna negra era más tenebrosa, en La Forma del Agua es un ser más humanizado y cálido, aquí él es la víctima y no una amenaza, ya no se repite el esquema típico que conocemos desde King Kong (1933). En los 50 un romance entre un “monstruo” y una humana eran imposible de ser planteado en la pantalla grande, actualmente hay una apertura mental social que nos permite romper ciertas estructuras en la posmodernidad. Además nos encontramos ante una fuerte crítica a las tentativas de dominio de la humanidad por sobre la naturaleza. En el centro científico acuático mencionado anteriormente, por un lado tenemos el villano en cuestión, un militar interpretado por Michael Shannon, quien siente rechazo por su prisionero, y por otro lado, el anfibio sorprende positivamente a uno de los científicos, el personaje de Michael Stuhlbarg. En ambas personificaciones se esboza el conflicto del contexto histórico de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El personaje de Shannon -mediante su excelente actuación- genera repugnancia en el espectador: no sólo es cruel con la criatura, sino también xenófobo en todo su espectro. Es el estereotipo del norteamericano con la familia tipo que se cree modelo visualmente y a nivel conducta, lo que es tan falso como los anuncios publicitarios que pinta el vecino de Elisa (Richard Jenkins), uno de los personajes más tiernos del filme. Cuando Elisa y la creatura se vinculan lo hacen evadiendo el lenguaje verbal, parece haber un destino de predestinación entre ambos, típico del melodrama. Este aspecto también está enfatizado desde varias citas a otras películas, pues La Forma del Agua es ante todo un “brindis al amor” y al cine clásico de Hollywood. Elisa vive al lado de una sala de cine que no casualmente se llama Orfeo, igual que el film de 1950 dirigido por Jean Cocteau, el cual también habla de un amor que trasciende barreras metafísicas. Asimismo, en esa misma sala de cine, cuando Elisa y el anfibio se encuentran juntos ante la pantalla, se proyecta The Story of Ruth (1960), una propuesta bíblica que relata la pasión prohibida de Ruth. También se exhibe allí el musical Mardi Gras (1958), otra historia de un amor con adversidades. Este compendio intertextual de relatos mitológicos y bíblicos ayuda a componer sólidamente el concepto de “amor sin barreras” que explicita la cálida La Forma del Agua. Además la película posee varias citas breves a otros films de la era dorada, principalmente musicales. Para concluir, La Forma del Agua es una película tan inmensa como el océano mismo, llena de metáforas y alusiones, pero explícita cuando deber serlo, siendo crítica con el abuso de poder, el imperialismo y el racismo. Y en contrapartida, abala la diversidad étnica y cultural, derribando los cánones y lo estático del lenguaje verbal. Con un nivel de excelencia en todas sus áreas, desde las actuaciones hasta la ambientación, logra mantener intrigado al espectador de manera constante, sabe construir un gran clímax y emociona sutilmente al público: estamos frente a una gema imperdible del cine actual que merece ser apreciada en una sala de cine, a la que tanto rinde homenaje.
Dentro de los monstruos clásicos del estudio Universal, que integraron la franquicia Dark Universe, la criatura de la laguna negra tuvo una característica particular. A diferencia de otros villanos como Drácula o el hombre lobo, el denominado Gill-man, que tuvo su debut en 1954, cumplía un rol de anti-héroe en la historia y en realidad era víctima del sadismo de los personajes humanos que lo acechaban. Aunque la criatura con el paso del tiempo se convirtió en una figura de culto dentro del género de terror, Universal no lo utilizó tanto en sus producciones (que sólo generó dos continuaciones) pero tuvo un enorme impacto en varias generaciones de cineastas que aparecieron después. Guillermo del Toro es uno de esos casos y en La forma del agua no hace otra cosa que presentar un poema cinematográfico dedicado a este personaje y a toda esa primera camada de monstruos clásicos, como el jorobado de Notre Damme y el Fantasma de la Ópera, que pasaron a la historia como figuras trágicas más que representantes del mal. Nos encontramos ante una película muy personal del cineasta mexicano donde le rinde culto a todas esas manifestaciones artísticas que lo formaron como realizador. A través de un cuento de hadas para adultos, del Toro expresa su amor por las historias de monstruos pero también homenajea a la era dorada del cine hollywoodense y muy especialmente al género musical. Una sorpresa que no anticipaban los avances. Esta producción, que llega a la cartelera aclamada por los amigos de la exageración, tal vez no es la historia más original del director y el exceso de referencias a películas clásicas atenta contra esta cuestión, pero quienes disfrutaron sus trabajos previos seguramente encontrarán una grata experiencia. Las mayores virtudes de La forma del agua se encuentran obviamente en los aspectos técnicos, donde del Toro ofrece el espectáculo que uno espera a esta altura en sus filmes y el trabajo del reparto donde se destaca especialmente Sally Hawkins (Paddingtong) en un rol extraño, pero interesante, que revierte la mitología de La Bella y la Bestia. En esta película disfruté especialmente todos esos momentos donde el director se permite desconcertar al público con situaciones bizarras. Hay una escena en particular que retrata este punto a la perfección. Desde la bellísima secuencia de créditos iniciales la trama resulta rara de entrada. Sin embargo, cuando uno creía que la historia de amor no podía ser más delirante, a del Toro no le importa nada e inserta un homenaje al cine de Vincente Minnelli (Gigi). De repente, el bicho acuático aparece bailando con Sally Hawkins (¡vestida de gala!) delante de una orquesta y es imposible no tenerle cariño a estos personajes. Lamentablemente en la intención de abarcar tantos temas juntos la trama se debilita cada vez que el film hace hincapié en el comentario social. Guillermo del Toro utiliza el racismo y la homofobia de la década de 1960 para construir una analogía sobre la intolerancia de la actualidad y termina por convertir a su obra en una víctima de la infumable corrección política del Hollywood de estos días. De ese modo, los héroes sensibles comprometidos con la justicia social están representados exclusivamente por una mujer con una discapacidad física, la amiga negra maltratada por el todo el mundo debido a su color de piel, el artista gay rechazado por la sociedad y el comunista ruso con corazón de oro. En la vereda del mal, las peores características de las condición humana son encarnadas por el clásico y diabólico hombre blanco norteamericano, que por supuesto es militar y religioso y encima trabaja para el Pentágono donde son todos tarados. Michael Shannon más que un personaje interpreta una caricatura trillada, cuyas conductas racistas y misóginas se fundamentan en el hecho que la sociedad del Tío Sam lo convirtió en el verdadero monstruo de la historia. El guardia Strickland es malo de nacimiento, como la canción de George Thorogood, “Bad to the Bone”, y resulta un personaje sin ningún tipo de complejidad. El problema con La forma del agua es que Guillermo del Toro invita a los espectadores a disfrutar de un cuento de hadas para adultos, pero nunca les suelta la correa del cuello para que piensen la película por sí mismos. A lo largo de la historia no hay espacio para la libre interpretación de los hechos, las simbologías sutiles o la ambigüedad, ya que todo se desarrolla de un modo burdo y predecible dentro de la mirada simplista que tiene el director del mundo, donde todo es blanco y negro. El mensaje progresista a favor de la tolerancia es muy noble y tiene las mejores intenciones, el tema es el modo en que se inserta en el conflicto. Cada vez que del Toro expresa un comentario social en el film te lo tira en la cabeza con una topadora, algo que no ocurría en El laberinto del fauno donde respetaba más la inteligencia del público. Por supuesto esto no opaca las enormes virtudes artísticas que tiene esta producción, pero es una cuestión que al menos en mi caso me cuesta mucho pasar por alto. La disfruté y la recomiendo, aunque no creo que sea la obra maestra suprema del género de fantasía y de la filmografía del director, quien hizo películas muy superiores en su carrera.
Obra maestra. Así hay que empezar a hablar de La forma del agua, otra joya que sale de la mente de Guillermo del Toro, quien aquí demuestra su amor por el cine de manera inigualable. Hace unos años, cuando se estrenó Hugo (2011), escribí: “Scorsese le escribió una carta de amor y admiración al cine”. Las mismas palabras se aplican aquí pero con el agregado “fantástico” luego de “cine”, porque Del Toro nos enseña la importancia que tuvieron para él aquellas películas de monstruos que veía de chico. De hecho, es de la película El monstruo de la laguna negra (1954) de donde se inspiró para componer a la criatura de su film. Aquí le dio alma y la capacidad de que el espectador conecte con él y con su historia de amor. El film en ningún momento deja de ser una historia de fantasía y se hace cargo de eso. No hay grises. Los buenos son muy buenos y los malos son muy malos. Asimismo, no es una película para chicos. Y por suerte no es así porque saldría perdiendo. Hay escenas de sexo muy bien puestas y necesarias para el desarrollo de la historia. Sally Hawkins, nominada a Mejor Actriz en los Premios de la Academia por este rol, hace un laburo excelente. Al interpretar a una muda, todo su lenguaje es corporal. Y logra que no necesitemos escucharla, solo observar sus gestos y miradas para enamorarnos de ella. Michael Shannon, hace lo que mejor le sale: encarnar a un ser detestable con maestría. Por su parte, Richard Jenkins le imprime el humor necesario por momentos y también una cuota de realidad. Su personaje es el que tiene más matices. A la criatura anfibia la interpreta Doug Jones, quien ya tiene bastante experiencia en trabajar con tanto maquillaje y prótesis. Incluso podríamos decir que se había preparado para este rol con anterioridad porque encarnó a Abe Sapien (de fisonomía muy parecida) en las dos entregas de Hellboy también dirigidas por Del Toro. En cuanto a lo técnico, hay que destacar y aplaudir a la dirección de fotografía por parte de Dan Lausten, junto con la dirección de arte y producción de Nigel Churcher y Paul Austerberry, respectivamente. Esta combinación es un elixir para la vista. Cada composición de plano te deja sin aliento. Hay miles de detalles que pasás por alto, por lo que se requiere varios visionados. Es de esas películas que lo cinéfilos compramos en bluray para analizar de manera exhaustiva cada uno de sus aspectos y analogías. Y si hablamos sobre un metalenguaje, también lo encontramos aquí. Hay mucho para analizar sobre el amor, el rechazo, el racismo y la aceptación. La forma del agua se mete de forma inmediata en mi top 3 de este 2018 de la misma manera en la cual se ha convertido en una de las películas que más he disfrutado en los últimos años. Si amás el cine amás esta película. Se merece todas sus nominaciones, todo el reconocimiento y la gloria eterna
La forma del agua: un cuento de hadas repleto de creatividad y emoción, con la firma de Del Toro Ya sea en México, en España o en los Estados Unidos, Guillermo del Toro ha construido en los últimos 25 años con títulos como Cronos, Mimic, El espinazo del diablo, El laberinto del fauno, La cumbre escarlata, Titanes del Pacífico y la saga de Hellboy una filmografía en la que siempre surge su amor apasionado por los géneros cinematográficos con énfasis en las aventuras, lo fantástico, la ciencia ficción y escalas intermedias en los cómics y la mitología. En ese sentido, La forma del agua -firme candidata a ganar el próximo 4 de marzo varios de los principales premios Oscar a partir de sus 13 nominaciones- resulta una carta de amor a los grandes narradores de Hollywood. Podría decirse que es la mejor película de Spielberg no rodada por Spielberg. Ambientada en 1962 (plena tensión de la Guerra Fría con el bloque soviético), La forma del agua tiene como principal elemento fantástico la presencia de un monstruo (mitad humano, mitad pez) descubierto en la selva amazónica y encerrado en una base gubernamental de Baltimore, donde no se lo trata precisamente con delicadeza. Allí trabaja como empleada de limpieza Elisa Esposito (Sally Hawkins), una joven huérfana, muda, solitaria y de traumático pasado que descubrirá y se fascinará con la torturada criatura. Película sobre los sueños, las fantasías, los amores imposibles y el poder evocativo del cine, La forma del agua tiene varios personajes fascinantes, más allá de la heroína de Hawkins: un malvado siempre amenazante y cruel como el agente Richard Strickland de Michael Shannon; Giles, el querible ilustrador gay de Richard Jenkins que vive en la habitación de al lado de Elisa; o Zelda Fuller, la compañera de trabajo y confidente que interpreta Octavia Spencer. Que algunos personajes pueden resultar caricaturescos, que Del Toro no es demasiado sutil y apuesta a los arquetipos y estereotipos... Todo eso es cierto, pero La forma del agua es un deleite visual (la fotografía de Dan Laustsen y el diseño de Paul D. Austerberry son extraordinarios) y musical (exquisita banda sonora de Alexandre Desplat y muchos temas de jazz) que incluye múltiples homenajes al cine mudo (Charles Chaplin), a la era clásica de los grandes estudios y a películas como King Kong o La Bella y la Bestia. Cinefilia, lirismo, creatividad y emoción. Un combo irresistible.
Cuento de hadas para adultos El amor entre una mujer muda y una criatura anfibia tiene una imaginería visual y una poesía sorprendentes. Olvídense de las candidaturas al Oscar, de si le va a ganar Tres anuncios por un crimen o no, mejor disfruten de la imaginería visual, auditiva, en síntesis, creadora de Guillermo del Toro, que en La forma del agua no alcanza a nuestro juicio la maestría de El laberinto del Fauno, pero sí el estándar que le posibilitó las 13 nominaciones al Oscar y discutirle la estatuilla a Tres anuncios por un crimen… Dejen de lado, también, los ecos que su nueva película tiene con La Bella y la Bestia, de Jean Cocteau, a la que homenajea explícitamente. Del Toro abre su filme con una escena, en la que se suceden los créditos, llena de poesía y esplendor visual. Y salvo los créditos, el resto continuará durante las dos horas de la proyección. La forma del agua es un cuento de hadas, pero no para menores. Es una historia de amor en la que la protagonista, una solitaria empleada de limpieza en el Centro de investigación aeroespacial de Occam, en tiempos de la Guerra fría, los años ’60, conoce a una criatura anfibia, una suerte de monstruo del Lago Negro. Y entre huevos duros que comparten y cierta compasión que nace entre los dos (ninguno habla; ella es muda) surgirá algo como el amor. Los personajes, no sólo Elisa y la criatura anfibia, hacen el amor o se masturban, dicen lo que piensan, se expresan sin falsos pudores. Era otra época, pero hasta en esos detalles Del Toro demuestra que la fantasía y la realidad no son aquí mundos contrapuestos, enfrentados, sino que forman parte de un único universo. Mucho de lo que relata o examina el director de El espinazo del diablo y coguionista de las tres partes de El Hobbit está, sí, en El laberinto del Fauno. Pero aquí se ha exacerbado y no sólo en la violencia. El personaje de Michael Shannon, el que se encarga desde el aspecto militar de controlar al monstruo anfibio que encontraron en el Amazonas, es la antítesis de Elisa y de Zelda (Octavia Spencer, compañera de tarea) y hasta del vecino Giles (Richard Jenkins), un ilustrador que ve cómo la fotografía empieza a desplazarlo. En momentos de corrección política en Hollywood, La forma del agua llena todos los casilleros. Tiene un director latino, una protagonista con una discapacidad (es muda), un vecino gay, una amiga negra, se enamora de un monstruo (lo distinto, lo extraño), un personaje blanco es la cara del Mal y hasta hay un científico ruso. Polifuncional. Pero La forma del agua sería lo que es un gran filme, rodado hace diez años o dentro de una década. Los temas que toca, como el amor sin vueltas, sin preguntar raza, especie o edad, altura o tamaño, la aceptación de quien es diferente, el sentimiento de solidaridad por sobre el del beneficio individual, en síntesis, todo hace de la película, sino un canto a la vida, una en la que el muchachito, tal vez, pueda quedarse con la chica.
En esta fábula nos encontramos frente a una historia de amor de dos seres que no tienen amigos y que toca varios temas como: la aceptación al diferente, que la apariencia física no quiere decir mucho, de los marginados y de los excluidos. Los personajes principales te ofrecen una verdadera declaración de amor, interpretada muy bien por la actriz británica Sally Hawkins (una prodigiosa interpretación) como Lisa, una joven muda, que te transmite todo lo que siente. Ella ve películas clásicas musicales (del cine de oro de Hollywood) y casualmente su vivienda se encuentra arriba de un cine. A lo largo del film se van combinando los miedos, con un gesto dicen mil palabras, y por otra parte tenemos al actor norteamericano Doug Jones (ya trabajo en “Laberinto del fauno”) como el Anfibio u hombre pez, ellos viven el amor verdadero, son dos almas solitarias que se aman y cuidan. De cierto modo hay un gran homenaje al monstruo de la laguna negra de 1954, al cine romántico, al de espías, a los musicales y al fantástico. Nos encontramos frente a distintos personajes el infaltable villano odiable y despreciable el racista Coronel Richard Strickland (Michael Shannon, “Animales nocturnos”). Por otra parte están los amigos de Lisa un vecino homosexual Giles (Richard Jenkins, “Kong: La isla calavera”), y una compañera de trabajo Zelda Fuller (Octavia Spencer; “Talentos ocultos”), Dr. Robert Hoffstetler (Michael Stuhlbarg) un espía cauteloso y que razona. Esta conmovedora historia de amor tiene una pequeña similitud a la de “King Kong” o “La bella y la bestia”, entre otras. Se encuentra ambientada en Norteamérica en plena Guerra fría, está llena de metáforas y símbolos. Existen varios planteos como: quien es el monstruo, la criatura o este hombre poderoso, egoísta, que está tan podrido como sus dedos, y te lleva hacer varias reflexiones. Cuenta con una muy buena dirección, es un film muy cuidado, con un diseño de producción perfecto y una fotografía impecable. El final es un poco abrupto. Este año es la más nominada al Oscar 2018 (13): mejor película, director, actriz (Sally Hawkins), actor de reparto (Richard Jenkins), actriz de reparto (Octavia Spencer), guión original, fotografía, dirección de arte, banda sonora, vestuario, edición, edición de sonido y mezcla de sonido.
AMOR SIN PREJUICIOS Guillermo del Toro y una historia de amor y monstruos. Guillermo del Toro ya nos tiene acostumbrados a sus “cuentos de hadas para adultos”, historias fantásticas, desde lo visual y argumental que, la gran mayoría de las veces, esconden metáforas sobre la guerra, la condición humana, y en el caso de “La Forma del Agua” (The Shape of Water, 2017), temas tan simples y complejos como el amor y la soledad. De los “tres amigos” (los otros dos vendrían a ser Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu), del Toro es el que más dejó volar su imaginación a lo largo de su filmografía, plasmando en cada proyecto esas obsesiones y experiencias que lo marcaron desde chico, ya sea su pasión por los monstruos o su férrea crianza cristiana, amalgamando simbolismos e imágenes hermosas, aunque rompan con cualquier canon de belleza. “La Forma del Agua”, que podría darle su primer Oscar como director –además de convertirse en la Mejor Película del año-, se centra en Elisa (Sally Hawkins), una mujer retraída que sueña constantemente con el océano, ese lugar vasto e insondable donde las cosas (y los problemas) no tienen peso, donde hay silencio infinito y esa soledad que todo lo rodea. Elisa sigue una rutina desapasionada pero estricta, antes de despertar cada noche para ir a trabajar como empleada de limpieza en un laboratorio secreto del gobierno donde, obviamente, se llevan a cabo todo tipo de experimentos, experimentos que no le interesan en lo más mínimo. A Elisa le interesa cuidar de su vecino Giles (Richard Jenkins), un artista que se dedica a la publicidad y uno de sus pocos amigos; fantasear con los clásicos de Hollywood, especialmente los musicales; y hacer su trabajo en tiempo y forma mientras escucha la cháchara de su compañera Zelda (Octavia Spencer), sólo para poder volver a su humilde hogar (una habitación destartalada arriba de una sala de cine), a su rutina y a sus sueños acuosos. Básicamente, a su mundo solitario sin palabras, ya que Elisa es muda debido a un accidente que tuvo de bebé, y a la autocomplacencia para llenar esos vacíos y deseos de la naturaleza humana. Estamos en Baltimore, a principios de la década del sesenta, en medio de la paranoia de la Guerra Fría y la amenaza constante de los rusos y sus bombas atómicas. Todo empieza a cambiar cuando al laboratorio llega el “activo” (Doug Jones, claro, siempre poniéndole el cuerpo y el alma a los monstruitos de Guillermo), una extraña criatura anfibia procedente de América del Sur que, de inmediato, se convierte en el objeto de análisis de los científicos, con el doctor Robert Hoffstetler (Michael Stuhlbarg) a la cabeza, y de los odios del coronel Richard Strickland (Michael Shannon),patriota salvador de pura cepa y el verdadero monstruo de esta historia. Elisa, consciente de su propia rareza y “discapacidad”, casi de inmediato se siente fascinada por esta criatura e intenta establecer algún tipo de comunicación, más allá de que los dos no puedan comunicarse por las vías más convencionales. Así, sin miedos ni prejuicios de por medio, a diferencia de todos en el laboratorio, la mujer y el activo entablan una extraña y bella relación que va creciendo solo a los ojos de algunos pocos. A pesar delos deseos y el compañerismo de Elisa, la criatura sufre bajo los constantes ataques y experimentos. El bicho tiene los días contados ya que el gobierno necesita resultados inmediatos, antes de que pueda caer en manos de un supuesto espía ruso. Con el tiempo en su contra, Elisa urde un plan para rescatar a la criatura y liberarla en las aguas más cercanas, pero las sospechas y la impaciencia de Strickland se a cruzar constantemente en su camino. Lo que hace del Toro es, básicamente, invertir los papeles de clásicos como “El Monstruo de la Laguna Negra” (Creature from the Black Lagoon, 1954). Acá, la criatura no es el ser maligno que secuestra a la chica que, por consiguiente, debe ser rescatada por el muchacho musculoso y rubio, sino todo lo contrario, es Elisa quien lo rescata a él de las garras de Strickland, el hombre que no puede ver (ni sentir) más allá de sus propios ojos y raciocinio, y ve enemigos por todas partes. Claro que también es un hombre de doble moral que acomoda las reglas a su gusto y piacere. Un espécimen que rescata la peor ideología de aquella época, y puede relacionarse con lo peor de la nuestra. El director no es nada tímido a la hora de las analogías con los tiempos que corren, pero decide creer en el amor y, sobre todo la empatía, algo que puede sonar ingenuo, pero estrictamente necesario. “La Forma del Agua”, sin duda alguna, es su obra más madura (¿y naturalista?), concebida desde el corazón junto a la guionista Vanessa Taylor. Un cuento de hadas, sí, pero también una historia que bucea en la desesperación de la soledad, la necesidad de conexión, el miedo a lo diferente y los prejuicios que no nos logramos sacudir por completo. Todos los elementos visuales y sonoros (también sus silencios) se conjugan para dar forma y sustancia a esta fábula que, a diferencia de “El Laberinto del Fauno” (2006), no toma tantos riesgos estéticos, y se decide por el “clasicismo” de su puesta en escena y la banda sonora de Alexandre Desplat, dos puntos fuertes que, seguramente, también serán recompensados con estatuillas doradas. Pero vamos a lo importante. Sally Hawkins es el centro y el corazón de esta historia; todo comienza y termina con ella, una protagonista que no necesita hablar para expresar cada uno de sus sentimientos y frustraciones. Solitaria, soñadora, pero determinada y segura cuando se trata de tomar decisiones. Strickland tiene muchos puntos en común con ella, pero sus acciones están viciadas por el miedo, sobre todo al fracaso y la humillación, algo de lo que Elisa se fortalece a cada momento. El resto del elenco funciona a la perfección, pero a diferencia de los miembros de la Academia que prefieren a Spencer y Jenkins, acá creemos que es Stuhlbarg el que se lleva los laureles de la mano de un personaje tan humano como ambiguo. Hoffstetler es el científico entre la espada y la pared, el que quiere seguir sus instintos más curiosos y entender a la criatura, pero al mismo tiempo debe obedecer órdenes, aunque estas impliquen acabar con este hermoso objeto de estudio que es mucho más que una “cosa”. Como gran parte de la filmografía de Guillermo del Toro, “La Forma del Agua” no es para cualquiera. Es indispensable meterse de lleno en este universo que nos plantea el realizador, abrazar la fantasía y elegir, como dice él, siempre el amor por encima del odio. LO MEJOR: - Que a pesar de la fábula, su historia sea tan universal. - Denle a Sally Hawkins todos los premios. - Que el género trascienda el terreno infantil. LO PEOR: - Que el villano sea tan villano. - Que nadie se tome tan en serio a la fantasía.
Fantasía al más puro estilo Del Toro. El bueno de Guillermo estuvo más de 10 años para volver a traernos una historia como la que supo pergeñar con El Laberinto del Fauno; y The Shape Of Water se perfila como la gran película de la temporada, candidata a llevarse los galardones más importantes de la industria. Pero dejando de lado algo tan subjetivo y superficial como lo es un premio, el mexicano devuelve al cine algo que se ve cada vez menos: la capacidad de creer y volar con un cuento de hadas, el puro romance entre una joven anónima y una perseguida criatura del mar, como una historia maravillosa para niños pero con el carácter gótico y trágico que solo el cineasta puede conceder.
La forma del agua, de Guillermo del Toro Por Jorge Barnárdez Guillermo del Toro es un experto en historias fantásticas, de terror, en cuentos para chicos (Cronos, Mimic, El espinazo del diablo, El laberinto del fauno, la saga de Hellboy), esa experiencia fue puesta en evidencia en más de una película y se podría decir que en esta obra transita todos esos conocimientos. Lo cierto es que La forma del agua es un relato extremo no apto para cínicos, para aquellos que les gusta mostrar el truco del mago o el hilo de la marioneta. Durante la Guerra Fría un sector de la inteligencia norteamericana dedica su tiempo a investigaciones poco ortodoxas, por decirlo de alguna manera y a ese sector llega una bicho bastante raro aunque los que saben de cine de terror clásico rápidamente pueden reconocer cómo ‘El monstruo de la laguna’. Una de las empleadas se cruza con él y establece una fuerte conexión que a medida que avanza el relato, deriva en una historia de amor que cómo corresponde a toda historia de un relato clásico de terror, derivara en tragedia, si después de todo qué otra cosa que historias de amor son Dracula y Frankenstein, ambas considerada como clásicos de este tipo de relatos. Elisa (Sally Hawkins) es la chica de a limpieza que entra en relación con loa criatura, se comunica con ella a través del lenguaje de señas que conoce en tanto quedó muda por un accidente cuando era una niña. Cuando se entera de cuál es el destino que el gobierno de los Estados Unidos tiene pensado para el monstruo, Elisa decide intervenir y tratar de salvarlo. El amor se instala entre ellos pero también empiezan a desarrollarse una serie de intrigas que van a terminar ahogando al amor y finalmente estallará la tragedia, cuando los espías soviéticos y americanos terminen a los tiros. La forma del agua no ahorra truculencias ni situaciones violentas y si la trama está llena de momentos extremos, Del Toro se luce haciendo de la película un verdadero lujo y un derroche de belleza. Es por eso que está nominada a 13 premios Oscar y es firma candidata a llevarse varias estatuillas el próximo 4 de marzo, solo precisa que los votantes de la Academia se jueguen a premiar a un relato fantástico-romántico no apto para cínicos. LA FORMA DEL AGUA The Shape of Water. Estados Unidos, 2017. Dirección: Guillermo del Toro. Guión: Guillermo del Toro y Vanessa Taylor. Intérpretes: Sally Hawkins, Doug Jones, Michael Shannon, Richard Jenkins, Octavia Spencer, Michael Stuhlbarg, David Hewlett, Nick Searcy, Stewart Arnott, Nigel Bennett. Producción: Guillermo del Toro y J. Miles Dale. Distribuidora: Fox. Duración: 119 minutos.
Bellas imágenes y excesiva mixtura de géneros de cine Esta comedia dramática fantástica tiene una ensalada de generos. Hay terror, romance, erotismo, espías de la Guerra Fría, drama sobre intolerancia, gore y ultraviolencia, cinefilia y hasta un número musical. Todo esto con un toque casi peligroso de cine de arte que, más allá de la originalidad y las imágenes fascinantes, explican sus 13 nominaciones al Oscar. En "The Creature Walk Among Us" de 1955, la secuela del clásico de 1954 "The Creature From the Black Lagoon", el director Jack Arnold llevaba a su monstruo del Amazonas a los Estados Unidos para que lo hagan sufrir exhibiéndolo en un acuario de Miami. En "La forma del agua", Guillermo del Toro muestra a un pariente cercano de aquel hombre anfibio atrapado en un sitio peor, un laboratorio secreto del gobierno estadounidense que, luego de atraparlo en el Amazonas, lo quiere analizar para experimentos que podrían servir a la carrera astronáutica contra la Unión Soviética. Justamente, hay espías rusos que también quieren al monstruo, que posee algunos superpoderes inesperados además de lucir lo suficientemente guapo como para atraer, románticamente, a una chica muda que trabaja limpiando el laboratorio. Con guiños a clásicos de todo tipo, desde "La Bella y la Bestia" de Cocteau a "La escalera de caracol" de Robert Siodmack, ya que el psicópata Michael Shannon acosa a la muda Sally Hawkins, aceptada por el monstruo tal cual es, del Toro se supera a sí mismo en lo visual y lo imaginativo. Pero su gran desafío es llevar al espectador de un clima a otro paseándolo sin pausa por todos los géneros ya mencionados. En general lo logra, aunque tanta mezcla le quita un poco de fuerza narrativa a este gran film que tal vez debería durar veinte minutos menos, o tal vez una hora completa más, porque cada personaje y estilo darían para una mini-película en si mismos. Lo cierto es que "La forma del agua" se disfruta mucho, empezando por la formidable actuación de la protagonista (y de todo el cast), la fotografía y la hermosa música de Alexander Desplat.
Siempre se ha dicho que el cine es un pasaje a otro mundo, un mundo que no en pocas ocasiones tiene las características de nuestro día a día. Se requiere verdadero oficio e imaginación para convencernos de que bajo la superficie de dicha cotidianeidad existe otro mundo, poblado por hadas, faunos, insectos, monstruos que no son más que representaciones subtextuales de lo que la humanidad es por dentro. Lo que quiere ser, lo que puede ser, y lo que no debería ser jamás. El mejor Cine Fantástico, o al menos el que perdura en la memoria, es aquel que opera dentro de esas características. A este grupo pertenece la última película de Guillermo del Toro, La Forma del Agua. Verde, que te quiero Verde Corren los años 60 y Elisa, una mujer muda, trabaja como empleada de limpieza en un laboratorio gubernamental de alta seguridad. Si bien tiene como amigos a un vecino artista y a una compañera de trabajo, su vida es solitaria. No obstante, todo esto cambia cuando llega al laboratorio lo que sus superiores llaman “el activo”, que es en realidad una criatura marina antropomorfa que le empieza a despertar afecto. El guion de La Forma del Agua no podría ser más sólido. Su estructura narrativa es impecable y su ritmo es fluido. Todos y cada uno de los personajes están desarrollados al dedillo, cada uno con un objetivo concreto, al igual que una personalidad claramente definida y sostenida a lo largo del metraje. Estamos hablando de una multidimensionalidad tan bien aplicada, que el espectador los va a percibir más como seres humanos en vez de personajes. Como si estar apoyada en una historia sólida y en personajes profundos no fuera suficiente, es dueña de una gran riqueza temática. El abanico es amplio: el temor a la soledad, la discriminación por el hecho de ser diferente, el miedo a lo desconocido, el amor como un motor de comunicación que va más allá de las palabras. Todo esto tratado con sutileza y, lo más importante, siempre como complemento al desarrollo de la historia y los personajes. En materia visual, La Forma del Agua resulta inmersiva en cómo utiliza el color. El uso prácticamente absoluto de los verdes, tiene al espectador en una constante sensación de estar debajo del agua, incluso (y más enfáticamente) cuando no hay una gota de agua en escena. Aparte, es utilizado en sendas ocasiones como un marcador del estado de ánimo de los personajes; la marca distintiva de alguien con trayectoria y talento a la hora de contar historias con imágenes. El apartado actoral es sobresaliente. Sally Hawkins es dueña de una poderosa expresividad y una tremenda riqueza en su lenguaje corporal. Este último adjetivo es también aplicable a su contraparte masculina, el siempre eficiente intérprete de criaturas Doug Jones. Los secundarios no podrían ser más entrañables. Octavia Spencer da vida con tremendo carisma a la compañera de trabajo de Hawkins, Michael Stuhlbarg compone con gran variedad de matices a un científico con muchos secretos, Michael Shannon encarna a un villano tan perturbador como atormentado. Entre un plantel tan sólido, igualmente siempre hay alguien que destaca un poco más que el resto, y en el caso de La Forma del Agua es la intensa humanidad y sensibilidad que se puede encontrar en la interpretación de Richard Jenkins. Conclusión Una fábula adulta en su contenido y proceder. Repleta de amor por el cine, tanto históricamente al igual que como oficio. Un pasaje a otro mundo hecho posible a través de una enorme riqueza narrativa, visual e interpretativa. Una experiencia altamente recomendable.
Son pocas las ocasiones en las que, desde Los Angeles, la monstruosa máquina de producir películas como embutidos logra sacar a la luz un film que se diferencie del resto, que apueste por algo más que el mero movimiento de guita entre cuentas bancarias, productores y demás integrantes de la mafia light de Hollywood. Hablamos del cine que desde los afiches, los nombres involucrados y la temática parece dirigido solo a ese métie pero que, una vez que arranca el proyector, rompe la lógica y se ubica en el lugar de los clásicos. Hace 21 años James Cameron hizo algo así con Titanic. Hoy es el turno de Guillermo del Toro con La forma del agua. Porque este opus del director de El laberinto del fauno y Hellboy deja sensación de clásico desde el mismo momento en que al cierre aparecen los títulos de crédito. El The End como broche de una historia perfecta en la que el realizador mexicano abrevó de aguas explícitas (el clásico B Creature From the Black Lagoon y el Jean-Pierre Jeunet de Amélie y Delicatessen) y no tanto (el Herzog de la narrativa alien y los viajes a mundos perdidos). La trama nos cuenta que en plena guerra fría el servicio secreto de los Estados Unidos mantiene encerrada a una extraña criatura marina con notable fuerza física y una inteligencia sobrenatural. El clic narrativo aparece cuando una introvertida empleada de limpieza del lugar descubre que el ser al que los militares tratan como a un monstruo tiene la capacidad sensitiva de un humano. Estamos ante un texto sin mayores vueltas de tuerca, que no busca la sorpresa de guión entreverado ni mucho menos la bajada de línea de un discurso potente (incluso pese a poner en escena la rivalidad con la URSS). Lo que desde el primer momento parece ser una historia simple sobre un amor imposible es, precisamente, eso. La linealidad a la que apuesta Del Toro mejora al film con cada página de guión sin apelar por ello a golpes de efecto, solo con la pluma certera y una cámara que cada día filma mejor. Párrafo aparte para la fotografía de Dan Laustsen (Crimson Peak, Le pacte des loups), de una belleza visual que juega con la poética del fílmico en plena era digital. Un acierto en cada fotograma.
Amor bajo la superficie El film cuenta la historia de una mujer muda y solitaria que conoce a una criatura marina con forma humana, pero aspecto aterrador. "Incapaz de percibir tu forma, te encuentro siempre a mi alrededor. Tu presencia llena mis ojos con tu amor, hace más humilde mi corazón. Estás en todas partes". El amor inocente que dibujó en “La forma del agua” Guillermo del Toro es así, una paisaje completo que te rodea, que no tiene palabras porque no las necesita. El cineasta, gran ganador de los Globos de Oro, y nominado a 13 premios Oscar, vuelve con una historia de monstruos que son humanos y humanos que son monstruos. Su especialidad es demostrar que el terror no está en donde suponemos que estará, y que del otro lado los sentimientos más puros pueden venir de los lugares en los que creemos que no existen. Dicho de otra forma, Del Toro exagera, rebalsa para probar un punto necesario, y lo hace a través de 120 minutos. Primero conocemos a Eliza (Sally Hawkins), una mujer muda, solitaria, que trabaja haciendo la limpieza en un buró militar en el que se realizan experimentos en 1963 (tiempos de Guerra Fría). Conocemos su rutina íntima (otro logro de la narrativa es mostrar de forma natural su sexualidad, en ese contexto) y, con detalle coreográfico, nos interesamos sobre sus gustos y costumbres, vemos cara a cara a Giles (Richard Jenkins), el narrador de la historia y uno de sus pocos amigos. En su trabajo también cuenta con una aliada, su compañera Zelda (Octavia Spencer), quien le hace más llevaderos sus días. Es imposible no empatizar con Eliza. En el laboratorio que le toca limpiar, conoce a una criatura marina (Doug Jones) con forma humana pero aspecto aterrador. En la soledad inmensa que siente, la joven posee mucha comprensión, por lo cual comienza a entretejer un vínculo a través de señas y música. Del otro lado, Strikland (Michael Shannon), un hombre de familia, encargado de seguridad del lugar, muestra de a poco su faceta más oscura, en contraposición a la luz que emana la relación entre Eliza y la criatura. Al enterarse de que quieren realizar pruebas con el “monstruo” que pueden llegar a matarlo, la empleada decide sacar a su amigo del lugar para esconderlo y allí seguirán materializando su vínculo, curiosamente más etéreo cuanto más se conozcan. Strikland, sin certezas, intentará descubrir quién se llevó a su conejillo de indias. Porque la forma del agua completa toda superficie, todo espacio en el que esté, moldeando y siendo contenido a la vez, el filme de Guillermo del Toro necesitaba ser completo y lo es. Su estética, sus actuaciones impecables, su guión simple, sin pretensiones pero con grandes resultados, y la historia que contiene todos estos elementos, conforman el amor sin límites, la pasión única e irrepetible que llena la pantalla en cada pulgada, en cada escena y en cada detalle. La película es favorita para los Oscar, con 13 nominaciones.
Guillermo del Toro y su "forma" de hacer películas Con "La forma del agua", el director mexicano logra una de las historias más bellas y románticas de su interesante y sólida filmografía Elisa es una joven muda. Vive sola, ama los musicales clásicos y trabaja en el sector de limpieza de una base secreta de la CIA. Su mundo cambia radicalmente cuando descubre en un laboratorio que le ha tocado asear, a una criatura anfibia que está allí cautiva. Pronto entre la mujer y el monstruo nacerá una relación, un romance más allá de las diferencias, y ambos descubrirán que es más lo que los une que lo que los separa. Esta fábula en clave La bella y la bestia que Guillermo del Toro ha pergeñado es un verdadero canto de amor al cine. A las películas clásicas de monstruos (imposible no remitirse a El monstruo de la laguna negra), pero también a las películas del Hollywood dorado, musicales y filmes románticos que formaron y alimentaron al realizador en su niñez. Play Son tantos los valores de este largometraje que cuesta enumerarlos, desde la prodigiosa dirección de arte, con una paleta de colores en tonos marinos que agudizan la experiencia acuática, pasando por una gran reconstrucción de época, decorados de la era de la Guerra Fría, dignos del cine de espía de los cincuenta, que nos sumergen en la trama, además de una banda de sonido épica cortesía de Alexandre Desplat y, por supuesto, un elenco antológico en donde no hay puntos bajos. Sally Hawkins es una Amelie sin voz. Una mujer cautivante, en su inocencia y carisma recae el peso de la historia. A pesar de no emitir una sola palabra en todo el metraje, el sentimiento de su Elisa enamora. Su aparente fragilidad y su sentido del humor son dos de las cualidades que más nos hacen empatizar con ella. A su lado, el vecino solitario y bonachón que encarna Richard Jenkins se luce en algunas de las secuencias más divertidas del filme. Octavia Spencer, como siempre, a tono con la historia, dotando de naturalidad a Zelda la compañera de la heroica Elisa. Michael Shannon es un villano temible, un ser oscuro, antagonista absoluto de la trama que mete miedo solo con aparecer en cuadro. Párrafo aparte para la criatura anfibia. Doug Jones, debajo del escamoso traje, logra transmitir toda la humanidad de un ser excluido, sediento de amor. Más allá de la fantasía y la poesía del filme, la trama dibuja un claro mensaje político. El director mexicano ha contado una historia muy cercana y actual, la de los excluidos que buscan su lugar en el mundo y son perseguidos solo por verse diferentes. La forma del agua es sin dudas la película más personal del director de El Laberinto del Fauno, un metraje en el que no solo encontramos todos los tópicos de su cine, sino también su visión del mundo y su manifiesto acerca de lo que significa ser latino en un mundillo dominado por "gringos". La forma del agua es una maravillosa forma de hacer cine.
UNO DE NOSOTROS Qué una película se manifiesta cinéfila no la convierte en una película mejor, pero a veces sirve para hacer una declaración o enviar una pista acerca de las intenciones. Entre las intenciones y los resultados hay un espacio muy grande, claro está. Pero en el caso de La forma del agua queda muy claro que su realizador Guillermo Del Toro es un enamorado, moralmente hablando, de los monstruos del cine. Como Tod Browning, como James Whale, como Tim Burton, como muchos otros directores de diferentes épocas, Del Toro observa con ternura y piedad a esos marginados de la sociedad que muchas veces aparecen en el cine como victimarios siendo en el fondo las víctimas. Este ejército de freaks (palabra que pasó de ser despectiva y a casi elogiosa a lo largo de las décadas) se une para concretar su misión: proteger a uno de ellos. Proteger, tal vez, a uno de nosotros. El secreto en las películas como Freaks (1932) El hombre elefante (1980) o El joven manos de tijera (1990) es que nos supieron explicar que el diferente es lo que nos lleva a ver las historias de monstruos y que la deformidad espiritual es la única que realmente produce horror y debe ser temida. Lo mismo ocurre con la historia de Frankenstein y su criatura, desde el libro hasta algunas de sus adaptaciones, pero no todas. Digamos también que el cine de terror también ha tenido genuinos villanos con los que no nos identificábamos. Aunque ya haya pasado casi un siglo, Freaks sigue explicándonos el origen de esos monstruos. Como se preguntó un personaje de Shakespeare hace muchos años: Si nos pinchan ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas ¿no reímos? Si nos envenenan ¿no morimos? Y si nos ofenden ¿no nos vengaremos? Cuando aquella generación que se crío viendo cine de terror comenzó a filmas sus propias películas, cambió por completo la mirada del cine con respecto a estos personajes. Guillermo Del Toro demuestra acá su amor por ese cine y por el cine en general. Muchos elementos de este film ambientado a comienzos de la década del sesenta remiten a como se filmaba y se veía el cine en la década previa. De hechos los protagonistas del film aman el cine anterior a su época. Pero ese pasado perfecto del cine se opone a los prejuicios de la época. Tal vez en el cine todo pasado fue mejor, pero en el presente la aceptación de los diferente es mucho mayor. Está claro que los diferentes, unidos, logran resistir frente a la adversidad. El cine los ayuda a lograrlo, claro está. El cine siempre nos ha ayudado a salir adelante. La pregunta que subyace frente a estas películas es: ¿Hay alguien que no se sienta algo freak, diferente, raro, único, extranjero, incomprendido? En esta película todos los diferentes se unen contra el villano. Como siempre en Del Toro el villano es realmente terrible. Aquí el malo de la película es tan terrible como lo era el villano de El laberinto del fauno, la película que acercó a Del Toro por primera vez a los premios y el prestigio. ¿Pero qué director amante del cine fantástico espera premios y prestigio? No se hace esta clase de cine por eso. Pero volvamos a los malos. Los malos del film son violentos, misóginos, hombres, heterosexuales, norteamericanos. La suma de todo eso daría, claro, lo que se considera una persona normal en Estados Unidos, de ahí la elección de esas características ¿Será demasiada bajada de línea? Es posible, pero cada película elige su villano y esta vez les toca a los de este grupo. Hay otros personajes malos, machistas y homofóbicos. La escena del empleado del restaurante homofóbico y racista en diez segundos es directamente un desastre. A pesar del estilo demodé de algunos elementos de la trama, esto queda demasiado enfatizado y le hacer perder algo de fuerza. No alcanza con que queramos nuestros héroes, debemos odiar a los otros personajes. ¿Será esta una lectura política de la realidad norteamericana actual? Por experiencia yo digo que eso no le importará a nadie en unos años, aunque si importará si la película arrasa en los Oscars. Si me preguntan, creo que el villano funciona cuando mete miedo, pero es un desastre como está representado el resto del tiempo. La metáfora de su castración (la pérdida de sus dedos) es un extra todavía más coyuntural que el resto. Pero insisto, tal vez el tiempo lo borre como lectura política. Lo peor que tiene la película es su protagonista, tanto el personaje como la actriz, se pasan de poesía sensiblera y aspecto aniñado y tonto. Aunque por suerte Del Toro le otorga una sexualidad adulta y decisión, la cara y la actitud en muchos momentos de la película recuerdan ese artefacto insufrible llamado Amelie. Visualmente la película también se pierde cuando quiere expresar con la misma poesía que aquel film algunos sentimientos de los personajes. Nada de lo que hace Sally Hawkins es creíble, todo el tiempo parece una caricatura de una mujer tonta. Una pena, porque el film ofrecía mucho más sin este espacio que le quita potencia. Cero emoción produce la actriz, mucho más conmovedora es la historia del científico soviético, por ejemplo. Del oficio del director no quedan dudas y del esfuerzo en los aspectos técnicos de la película tampoco. La forma del agua es una especia de cuento de hadas realizado de forma impactante. Pero a diferencia de los films que lo inspiraron, se detiene demasiado en subrayar y explicar el bien de los buenos y el mal de los malos, algo que ya se entendía desde el comienzo. Tampoco su lirismo consigue estar a tono con sus momentos más directos y narrativos. El cine fantástico antes no lograba tanto prestigio porque no lo buscaba tampoco. Se filmaban las historias y la lectura política estaba bien oculta detrás del puro lenguaje narrativo. Al dar vuelta este sistema, tal vez se gane el prestigio pero se pierde el cine.
La última película de Guillermo del Toro, La forma del agua, es un bello cuento de amor y de hadas entre una mujer muda y una misteriosa criatura anfibia. Elisa (la exquisita Sally Hawkins), la princesa sin voz, como la llama el narrador de la película, es una muchacha muda que vive sola en un departamento ubicado arriba de un cine poco frecuentado. Su vecino, Giles (un encantador Richard Jenkins, quizás el más sólido del reparto), que también hace de narrador, es un hombre solitario, un alcohólico recuperado que intenta seguir trabajando de lo que sabe hacer: pintar publicidades en una época donde comienza a terciar la fotografía. Entre los dos hay una amistad fuerte e incondicional que se pondrá a prueba a través del film. Elisa trabaja como empleada de limpieza en un laboratorio de alta seguridad en plena Guerra Fría. Allí tiene otra amiga, Zelda (Octavia Spencer), que habla por todo lo que no habla ella y que, por su color de piel, también, a veces, es tratada como diferente. Los días de Elisa se parecen todos entre sí, aunque eso no sea precisamente malo. Encuentra sus momentos, comparte otros con su vecino viendo películas clásicas o acompañándolo al local de pasteles al que él quiere ir sólo con la intención de poder conquistar a un muchacho que allí trabaja, y llega a su lugar de trabajo algo tarde pero siempre logra fichar a horario gracias a Zelda. Todo esto lo hace con una sonrisa y, a veces, con pasos de baile. Cuando al laboratorio arriba una extraña criatura (encarnada por Doug Jones), mitad pez y mitad humana, las cosas comienzan a revolucionarse. Con ella aparece Strickland (Michael Shannon, gran compositor de malvados), sádico y encargado de proteger (es decir, conservar) a este extraño ser. Además de las situaciones que genera en el laboratorio, provoca algo en la propia Elisa que lo ve encerrado y se compadece. Es la única que logra comunicarse con él, porque es la única que lo intenta. Con paciencia comienza a acercarse hasta ganarse su confianza. Hasta que las cosas se ponen cada vez peor para esta asustada criatura, acá encerrada y maltratada constantemente, que supo ser venerada como un Dios en el lugar de donde proviene. Elisa no puede soportar dejarlo ahí y planea escaparse con él. Pero este romance no parecer estar destinado a ser, especialmente con el perverso Strickland detrás. La trama, que podría sonar entre absurda y bizarra, está construida con una sensibilidad y belleza únicas, algo parecido a un largo sueño. Guillermo del Toro es un gran creador de monstruos humanos, monstruos no como algo malvado y temeroso, sino como algo distinto. Y a lo distinto es a lo que a veces se le tiene tanto miedo. Y en esa idea de rechazar lo diferente podrían caer también Giles por su homosexualidad o Zelda por su color de piel. La forma del agua desprende tanto amor por el cine como por sus personajes. A excepción de Strickland -a quien parece intentar querer pero él se lo hace imposible (no obstante, sí se encarga de mostrarnos cómo y por qué el personaje es así)-, cada uno de los principales y secundarios están tratados con mucho cariño y cuidado. Acá también logra resaltar Michael Stuhlbarg en el papel del científico que esconde otro secreto. Algo no siempre sencillo de lograr: hay una gran construcción de todos los personajes, cada uno tiene su dimensión, ninguno queda desdibujado. La película está escrita junto a Vanessa Taylor, mayormente guionista de series, pero la historia es del propio director. Y de eso no quedan dudas. No sólo por ese monstruo con alma, esa criatura incomprendida y marginada, sino porque en el personaje de la propia Elisa se pueden ver atisbos de otros personajes femeninos que ha sabido retratar en sus películas anteriores. Todas conforman un universo sólido y propio. Como era de esperar la dirección de arte es otro de los puntos fuertes. Guillermo del Toro sabe estar en cada detalle y son aquellos los que le terminan de brindar el tono de cuento a la película. Un cuento no apto para niños, con momentos inclusos de violencia que impresionan pero son necesarios para comprender lo que se quiere narrar.
Ambientada durante la guerra fría, cuando la carrera militar y espacial de rusos y americanos está en su punto más álgido, con científicos y agentes soviéticos infiltrados, se desarrolla este cuento fantástico que reverbera ecos de la Bella y la Bestia -aunque nunca la Bella ha abrazado a la Bestia de forma tan entusiasta- pero con cierta nostalgia por el cine clase B de hace más de medio siglo -con su villano extremo y caricaturizado-, huellas de El monstruo de la laguna negra, que despierta a la protagonista de su letargo, pero también combinando géneros y un virtuosismo visual, una banda sonora y, sobre todo, personajes que envuelven al espectador en un precioso cuento de hadas que parece haber sido diseñado para todas aquellas generaciones acostumbradas a disfrutar del visionado de films en una sala de cine y cuyas historias apasionaban. Guillermo Del Toro es un director cinéfilo y con La forma del aguavuelve a dejarlo bien en claro. Una fábula que narra la historia de amor entre una joven muda que limpia en un laboratorio secreto del gobierno estadounidense, y una criatura anfibia de cualidades únicas que llega para ser víctima de diversos experimentos. Entre la ingenuidad de Amélie y la fascinación por lo anómalo, la deformación y el choque entre nuestro mundo y criaturas sobrenaturales -ya presente en mayor o menor medida en títulos como Mimic, Hellboy o El laberinto del fauno-, Del Toro da forma a este cuento romántico y fantástico que pasea con total naturalidad y armonía por varios géneros. Hay acción, intriga, comedia y romanticismo, homenajea la época silente, los musicales clásicos y el melodrama, juega con los espías y altera los cuentos de hadas de Disney, con un trasfondo completamente adulto y embebido de un realismo mágico en el que se coloca a lo irreal o extraño como parte de la vida cotidiana, sin perder su naturaleza de fábula y con un final Inesperado, profundo y conmovedor. Merecedora del Oscar, Sally Hawkins compone magistralmente a esa heroína poco glamorosa, solitaria, frágil pero valiente y cuya rutinaria vida incluye un baño onanista, que sin hablar lograr transmitir los sentimientos y emociones de un personaje que siempre se ha sentido invisible y encuentra la humanidad que falta a su alrededor en una criatura que, como ella, necesita ser salvada. Acompañada de atribulados personajes, como Octavia Spencer, su compañera de trabajo negra que la protege y ayuda a comunicarse; su viejo vecino artista, homosexual y casi siempre desolado que interpreta Richard Jenkins; un científico y espía ruso -Michael Stuhlbarg-, que debe afrontar un dilema ético y moral; Michael Shanon personificando a un caricaturizado villano realmente despreciable, violento y malvado que por momentos recuerda a "Diente de oro" -Richard Kiel- que perseguía históricamente al agente 007; y la hermosa criatura anfibia de colores turquesa y dorado encarnada por Doug Jones, que han tenido que sufrir en sus carnes el rechazo o la marginación. Todos, en efecto, criaturas que sirven de metáfora a Del Toro para desarrollar su discurso sobre la diferencia, los prejuicios racistas o xenófobos, el machismo y la intolerancia a lo extraño, en un relato cautivante que en la superficie plasma de forma bella la historia de amor fantástica entre dos seres aprisionados, pero que sumergida yace una gran burla al "American Wai of life" y los estragos de una época que presumió de paz, orden y pulcritud mientras se prodigaba en conductas aberrantes a una sociedad que empezó a dudar agrietada por el racismo y la amenaza nuclear. La maravillosa fotografía y puesta en escena, con perfectas composiciones simétricas y esa atmósfera del relato de espionaje combinada con el realismo mágico, una banda sonora que deleita y personajes entrañables que hacen de su virtuosa anomalía su razón de ser, hacen de La forma del agua una fábula para adultos que reivindica la imaginación, la necesidad de lo otro, todo aquello que, desde la sombra, construye y desarma la propia realidad para generar otra. Una de esa películas que, al margen de sus 13 nominaciones al Oscar, devuelven al publico la posibilidad de disfrutar y encantarse nuevamente en una sala de cine.
Guillermo del Toro es uno de esos autores que alcanzaron un sello autoral de tal notoriedad, que ya sea narrando las desgracias de la Guerra Civil Española (El Laberinto del Fauno), una historia de fantasmas (El Espinazo del Diablo), una adaptación de comics (Blade II, Hellboy) o una película de robots gigantes (Pacific Rim), su impronta siempre resalta. Es un autor al cual no se le puede reprochar demasiado tampoco, porque ya sea desde el indie o el mainstream, siempre aporta su especial mirada. Sus personajes suelen ser figuras marginadas, melancólicas o, en términos más “cool” como su cine, freaks o outsiders. El geek que reemplazó a Tim Burton cuando éste comenzó a caer justamente en desgracia es un gigante amable de gran corazón que, sin embargo, no le teme a estallidos gore ni a mostrar la violencia a la cual puede rebajarse el ser humano. En su nuevo opus, La Forma del Agua, Guillermo del Toro ancla sus obsesiones por tiempos pasados y oscuros que remiten a problemas actuales que siguen sucediendo, como la discriminación y la falta de compasión ante hechos aberrantes. La protagonista aquí es Elisa, una joven sordomuda que trabaja en facilidades ultrasecretas del Gobierno de los Estados Unidos que, en plena Guerra Fría con la Unión Soviética, esconde más de un secreto de manera subterránea. El último agregado a esta Unidad de Investigación parece ser un monstruo sacado directamente de las profundidades de la Laguna Negra que, por supuesto, no es tan bestial como parece ya que, claro, la verdadera monstruosidad anida en el corazón del hombre. Una historia de amor improbable inunda la pantalla desde un lugar completamente desprejuiciado que, si dejamos el cinismo de lado (que es justamente lo que del Toro propone) resulta indudablemente romántica.
¿Qué tan de acuerdo se puede estar con la academia? Este film tiene 13 nominaciones convirtiéndose en la novena película que alcanzar esta cifra, pero una menos que “Titanic”, “La La Land” y “Eva al Desnudo”. Probablemente gane muchos de estos premios, pero creo que el de mejor película no debería ser uno de ellos. Mejor director lo podemos discutir. Si debería llevarse el de mejor actriz, pero luego hablo de eso. Una especie de cuento de hadas nos cuenta Del Toro (quién está acusado de plagio) algunas personas lo comparan con “La bella y la bestia”, pero cayendo en la zonza aclaración de la “no belleza” de Sally Hawkins (entonces para estas personas sería “La bestia y la bestia”, ¿no?) Del Toro nos cuenta esta historia con mucho detalle (tal vez demasiados por momentos). Nos muestra una rutina y la acelera, nos muestra otra y la acelera. No tengo nada en contra de esto, de hecho hace que la película avance a un buen ritmo, y no perdemos pisada de la historia. Pero si hace que por momentos se vuelva un poco predecible. El guion nos cuenta una historia ya contada pero de otra manera. El ritmo se mantiene bien durante la primera hora, luego por momentos decae pero vuelve a levantar. Hay escenas que quizás están de más, pero es más destacable las escenas que no lo están. Lo que quiero decir con esto es que hay momentos pequeños en escenas que sirven de data para más adelante en el film, y eso habla de un guion bien elaborado, bien pensado en sus más mínimos detalles. Es increíble todo lo que es visual en este film. El hombre anfibio parece tan real, está muy bien hecho. La ambientación también es destacable logramos adentrarnos en esa época, en ese momento de la historia. La banda sonora está muy bien acompañando siempre y no destacándose por sobre la historia y el film. Las actuaciones están muy bien todas. Sally se destaca, y ella sí creo que debería ganar el Oscar a mejor actriz. El resto del elenco hace muy bien su trabajo acoplándose a Hawkins y su gran interpretación. Mi recomendación: Buen film para ver en el cine y ponerle varias fichas en los Oscar. Mi puntuación: 7.5/10
Una máquina milimétrica es La forma del agua. Calculada, previsible, sin sorpresas. Alguien dice por ahí, una película de otra época. Como si el cine no pudiera reinventarse, reconstruirse y tuviera que volver a aquello que lo hizo grande: el musical de Hollywood, sus estrellas niños, su épica histórica robada a la historia de la humanidad. Guiños groseros a la historia del cine, leídos como amor y no como retraso o imposibilidad. La lectura beneplácita que hace la crítica, al menos en Argentina, de esos gestos es peor aún. Como si la máquina fuera necesariamente aquí sólo nostálgica. Una melancolía de época (la historia transcurre a comienzos de los 60) en la que el gran espectáculo cinematográfico entró en decadencia frente a la modernidad de las vanguardias o la cotidianeidad de la televisión. Algo que no pasa desapercibido en esa gran sala de cine ubicada debajo del departamento de la protagonista, siempre vacía, hay un momento en que se filtra el agua desde el techo y llueve sobre la cabeza de los pocos espectadores. Una melancolía vacía en todo caso en la que el envoltorio es más un conjunto de piruetas de cámara (con algo de la obviedad de La invención de Hugo) y de puesta en escena, una mueca de las verdaderas grandes películas de Hollywood a las que Guillermo del Toro no asoma, ni queriendo. - Publicidad - Aún en su mediocridad, la película del 2016 también candidata a los Oscar, Talentos ocultos dice más de la obsesividad en el conflicto URSS-USA por la conquista de los espacios de la ciencia y del conocimiento que una película que hace trizas la profundidad de la diferencia ideológica en aquella gran dicotomía de la guerra fría. El monstruo viene de Sudamérica, por lo tanto es de un salvajismo incomprensible y una deformidad imposible de sanar, tanto como los programas de Tv de los canales Health donde los siameses, los gigantismos, los tumores espantosos ocurren en Colombia, en la selva amazónica o en algún ignoto lugar del sur del mundo. Desde donde vienen vientos revolucionarios, mejor dicho hacia fines de los 50. Un ser que necesita del agua para vivir y que será disputado por ambas potencias en un juego de espías, risible por cierto. Los que son rechazados por el sistema se vengarán ayudando a liberarlo del yugo y de la violencia del jefe de seguridad que obedece las ordenes del general de turno. Como en Talentos ocultos se delata, en La forma del agua con menor intensidad, la fobia hacia los negros o los homosexuales, sin embargo aquí la negra volverá al lugar de sirvienta y el homosexual al de artista incomprendido, o de rechazado en su monstruosidad. Lo esquemático de estas repulsas es tan indignante como la película misma, un paquete indigerible de lugares comunes que no pone a prueba la inteligencia del espectador, ni siquiera el gusto, y que obtura toda capacidad de fantasía o de imaginación. Un estructura narrativa preferible en ET: personaje débil conoce monstruo encerrado cuya vida corre peligro y termina rescatándolo. La historia de amor tampoco se sostiene, no tiene empatía ni sustento. Sólo el rechazo de los otros lleva a estos personajes a unirse. Amor queer? Más respeto por lo queer por favor! La escena de la inundación del baño roza el ridículo, no creo que alguien bienpensante pueda creer que esa escena puede formar parte de algo serio, realmente. ¿Cómo entiende cualquier lengua el monstruo? ¿Cómo habla?. La oportunidad que Del Toro tenia para poner en juego algo distinto en la película, cuando la joven muda explica a su amigo-vecino por qué tiene que rescatar al anfibio, el vecino traduce las señas en vos alta, para sí mismo?, para el publico?, demostrando en todo caso la pequeñez de la propuesta general de La forma del agua. Por suerte, inmediatamente antes había visto la maravilla de Agnes Varda (Visages Villages) porque el cine, creo, es otra cosa.
Desde que se dieron a conocer las 13 nominaciones al Oscar para La forma del agua, se empezó a hablar de esta producción como la potencial gran ganadora de la ceremonia. Luego, a medida que otras premiaciones previas a la codiciada estatuilla dorada (Globos de Oro, BAFTA, SAG), dieran por ganador a Guillermo del Toro en el rubro Mejor Dirección, pero consagraran como Mejor Película a Tres anuncios por un crimen; el entusiasmo de gloria alrededor del film multinominado empezó a diluirse. En caso de que La forma del agua se llevara el gran galardón de la industria de Hollywood, la Academia estaría derribando el desdén con el que trató a casi todas las cintas vinculadas con un universo de fantasía. En caso de que Tres anuncios por un crimen sea la ganadora, la Academia también estaría modificando sus habituales paradigmas de solemnidad; para finalmente inclinarse por una joyita en la que reina el sarcasmo y la incorrección. Frente a esta disyuntiva, Ladybird, que cuenta con una mujer como directora, y temas más afines al previsible paladar de los votantes, podría erigirse como la alternativa más políticamente viable; en una ceremonia que cada vez orienta sus premios en una dirección más social que cinematográfica. Habrá que esperar al 4 de marzo. De momento, Guillermo del Toro aspira a ingresar al panteón de compatriotas oscarizados como Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu, que ya tienen sus distinciones como Mejor Director en algún estante de sus hogares; en el caso del último de hecho ganó dos. Con La forma del agua, el realizador de aclamados títulos del cine fantástico como El laberinto del fauno y Hellboy, vuelve a poner en marcha un deslumbrante despliegue visual, que otra vez lo coloca sobre el filo más cuestionado de sus películas; ese que tanto ha señalado la crítica internacional: films que son pura cáscara y diseño de arte, pero carentes de garra emotiva. En esta oportunidad, el cineasta mexicano logra pulsar los mecanismos de la emoción trabajando sobre las consabidas premisas de toda fábula. La historia nos lleva a Baltimore a comienzos de los '60. En un laboratorio científico, una empleada de limpieza muda (superlativa Sally Hawkins), comienza a labrar un entrañable vínculo con una criatura anfibia que ha sido capturada en el Amazonas. Quienes acompañarán a esta inesperada heroína en su extraordinaria historia de amor, son su compañera de trabajo (la siempre noble Octavia Spencer); y su vecino ilustrador desempleado (notable Richard Jenkins). El enemigo absoluto es el encargado de seguridad del recinto (basta de repetir a Michael Shannon como villano). Y aparentemente en una posición intermedia, está el científico interesado en el monstruo (correcto Michael Stuhlbarg). En la primera hora, el relato avanza con un ritmo algo cansino, describiendo la vida cotidiana de cada uno de los personajes. Luego, cuando todos quedan conectados a la salvación o exterminio del anfibio; la película remonta vuelo. En el primer tramo, reina la dirección de arte y no mucho más. En el segundo, la adrenalina, el romance y algunas pizcas de humor; mejoran considerablemente el banquete. Así y todo, La forma del agua promete más de lo que cumple. Si se hubiera limitado a desarrollar los tópicos característicos de la fábula; cumpliría su misión con totalidad. En varios sentidos, la película respeta a rajatabla las convenciones más maniqueístas de todo cuento. En términos de autoridad y clase social, los buenos son los vulnerables y el malo es el todopoderoso. Sin embargo, la inclusión del científico ruso infiltrado se ve totalmente desaprovechada en esta historia. Se trata del único personaje que podría aportar cierta cuota de ambigüedad. Pero no, muy pronto se develará cuál es su rol en la trama, y nada lo moverá de esa dinámica. Si bien los estereotipos muy remarcados son un ingrediente característico de la fábula, el relato de Guillermo del Toro está orientado claramente al público adulto, y aquí es donde esos arquetipos empiezan a quedar un poco rengos a medida de que se desarrolla la trama. La princesa del cuento se masturba cada mañana, el villano mea delante de ella y su compañera de limpieza; y el malvado en cuestión también es capaz de meter el dedo en un agujero de bala que ha perforado el cuerpo de su contrincante. La intrusión de estos salpicones truculentos, muy característicos en otros films del mexicano, no terminan de cuajar orgánicamente con la dominante naif que reina durante casi todo el metraje. A su vez, que la historia esté ambientada en plena Guerra Fría a comienzos de los '60, esa última era en la que Estados Unidos fingía un aire de bienestar que pronto mutaría en cinismo y desencanto; tampoco encuentra una definición exacta. Por momentos, sólo funciona como telón de fondo de la debacle de las salas de cine frente al poderío de la televisión; pero en otras instancias da la sensación de que el director pretendiera ir un poco más allá en el contexto, sin dar del todo en la tecla. Más allá de las filtraciones y goteras de esta fábula, La forma del agua tiene algunas escenas muy logradas, y una seductora descripción sobre el universo de un puñado de seres solitarios. En un tiempo en que las relaciones están fuertemente dominadas por una matriz de intercambio capitalista, este cuento encuentra su anclaje contemporáneo; al postular que un amor épico sólo es posible dentro del territorio de la fantasía. En términos generales, estamos frente a un film cuya nobleza está más sostenida por sus criaturas que por su autor. The shape of water / Estados Unidos / 2017 / 123 minutos / Apta para mayores de 13 años con reservas / Dirección: Guillermo del Toro / Con: Sally Hawkins, Michael Shannon, Richard Jenkins, Octavia Spencer, Doug Jones y Michael Stuhlbarg.
Crítica emitida en radio.
Crítica emitida en radio.
MONSTRUOS CURSIS Guillermo del Toro es maestro en esteticismo cuando de narrar fantasía se trata y así lo ha demostrado en El laberinto del fauno, donde guardaba a la vez un trasfondo dramático y profundo o un contexto más realista y sólido como en El espinazo del diablo. En La forma del agua, en cambio, este cuento de hadas y de amor resulta muy superficial cayendo en un mero homenaje a films como El monstruo de la laguna negra y -por qué no- a un King Kong con mad doctors, Guerra Fría, espionaje y un aire de steampunk. Pero homenaje liviano e innecesario, en fin. La historia nos ubica a finales de los 50’s, donde una mujer muda e introvertida trabaja en limpieza dentro de un laboratorio del gobierno que guarda muchos secretos. Así descubre y luego se enamora de un monstruo acuático. El flechazo es inmediato y la historia de estos amantes de naturalezas diferentes se ve amenazada cuando ella lo esconde “ingenuamente” en su hogar y el dueño del laboratorio -un encasilladísimo y ya aburrido Michael Shannon en el rol de villano- comienza a buscarlo. La vida monótona de Elisa -nuestra protagonista-, llena de trabajo, películas clásicas en el departamento de su vecino homosexual y la intimidad de su autosatisfacción hogareña que Del Toro gusta de mostrar como una actividad naturalizada, se ve interrumpida con la llegada de este adonis con branquias. Un monstruo demasiado sentimental que puede ser confundido con algún personaje de Hellboy del mismo director, pero que nada tiene que ver. Lástima, porque podría haber funcionado muy bien algún vínculo con esa historia. Como buena fábula, La forma del agua tiene una doble lectura y nos habla del egoísmo humano del personaje de Shannon por capturar a su presa acuática, pero a la vez de Elisa que satisface su amor y sexualidad con aquel monstruo/humanoide. En ambos casos hablamos de una actitud de posesión sobre otro ser para beneficio propio. Posesión escondida bajo rótulos como “felicidad” o “éxito”. Y fábulas en este caso de esbozos muy tibios, que se limitan a un relato pintoresco, edulcorado y una vuelta pobre de Del Toro. En fin, La forma del agua cuenta con pasajes cargados de belleza, como la escena de un baño inundado con estos amantes entrelazados y con una potente banda de sonido, pero no arriesga a jugar con una trama más interesante y original que escape al convencionalismo del que parece sujeta. Sólo avanza a puro esteticismo, sin conformar a los espectadores más exigentes.
La Forma del Agua es, de alguna manera, una versión de Hellboy reimaginada para esta era cínica, xenófoba y divisiva; una historia de amor a la antigua, un thriller cómico/fantasioso de improbables planes de escape y una sátira contundente de todo lo que sale mal en los lugares donde los gobiernos y los gobernados interactúan. Rápida, ligera, astuta y haciendo honor a un cuento de hadas, La Forma del Agua de Guillermo del Toro es una de las películas más imaginativas y románticas del año. También es una de sus historias más relevantes, al estilo de la clásica de La Bella y la Bestia de aceptación y amor en el apogeo de la Guerra Fría. Una historia improbable que florece con delicadeza. Escrita por del Toro y Vanessa Taylor, La Forma del Agua es un testimonio del poder del amor, una fuerza tan fuerte que trasciende las barreras humanas del habla y el lenguaje, ya que no hay palabras intercambiadas entre los dos personajes protagonistas, pero no pienses ni por un segundo que no pueden comunicarse, porque lo hacen de la forma más pura, como la intención que quiere transmitir la película, muy al estilo del director. Elisa (Sally Hawkins), es muda debido a una misteriosa lesión infantil, vive sola en un departamento encima de un antiguo cine, su mayor alegría proviene de ver musicales con su vecino, Giles (Richard Jenkins). El otro protagonista es una criatura anfibia anónima (Doug Jones) traída de las selvas de Sudamérica a una instalación de investigación secreta del gobierno en Baltimore, donde Elisa es parte del personal de limpieza durante la noche. Richard Strickland (Michael Shannon), el agente del gobierno que arrastró a la criatura fuera del Amazonas, la ve como nada más que una bestia salvaje, un bien que debe guardarse de los soviéticos a toda costa y algo de lo que aprender solo a través de la disección. La criatura responde a la agresión de Strickland con violencia y desde entonces la mantienen encadenada a una fuente de agua a la cual el servicio de limpieza y los investigadores tienen acceso. Elisa, en una interpretación muy bien lograda, se acerca a la criatura con curiosidad y amabilidad, y recibe lo mismo a cambio. Ella encuentra, en la criatura un espíritu afín, alguien que no se ve obstaculizado por su incapacidad para hablar, que no la ve como menos completa, y sin duda, Elisa es la primera persona en mostrarle a la criatura verdadero afecto. Así que su vínculo crece, primero sobre una apreciación compartida de huevos duros y música, y convirtiéndose rápidamente en algo mucho más profundo. Cuando el Dr. Hoffstetler (Michael Stuhlbarg) le dice a Elisa que la criatura pronto será asesinada, no hay duda en decidir qué debe hacer. Con la ayuda del doctor, Giles y Zelda (Octavia Spencer), su locuaz compañera de trabajo, saca a la criatura de las instalaciones y la lleva a su bañera dentro del departamento. Aquí es donde la película realmente despega. Los matices de ensueño suben a la superficie, culminando en un número surrealista de canto y baile, y contrastando fuertemente con Strickland cada vez más desquiciado mientras busca a la criatura en un esfuerzo por salvar más que solo su trabajo. El villano Shannon y la tierna interpretación de Jenkins lideran un elenco de apoyo excelente. Hawkins, sin el beneficio de lo que típicamente es el arma principal de un actor (el diálogo) da una actuación absolutamente mágica, llena de tanta soledad y calidez. Aunque oculto bajo el maquillaje y los efectos, Jones le da a la criatura un alma real y un corazón inmenso e inmaculado haciéndose querer. Juntos, bajo la dirección delicada y extravagante de del Toro, nos llevan fácilmente a este extraño y hermoso romance que pocas veces logramos ver en la gran pantalla. El amor absoluto de del Toro por su oficio y esta historia surge en cascada de cada cuadro, un dirección impecable, banda sonora y sonidos adecuados, un montaje de producción digno de fantasías románticas, merecen las 13 nominaciones rumbo al Oscar 2018, donde sin duda debería estar entre las tres principales favoritas. La historia de amor que continúa haciendo su forma en el agua.
Recurriendo al uso de un monstruo clásico en la época de oro del cine de horror Guillermo del Toro (El laberinto del fauno, Titanes del pacífico, Chronos) explora de forma impecable una historia simple, sin sorpresas pero realizada de una manera magistral, The Shape of Water es una película que merece ser disfrutada en pantalla grande. La historia nos lleva a principio de los 60’s, precisamente a una pequeña casa sobre un cine de barrio, allí vive Eliza (Sally Hawkins), una joven muda absorbida por la rutina diaria. Eliza es tímida y ordinaria, se maneja discretamente como si fuera la sombra de los que la rodean; sus únicos contactos son su vecino Giles (Richard Jenkins), un ilustrador de publicidad que lucha por mantener su trabajo mientras esconde que es gay – sólo Eliza lo sabe – y Zelda (Octavia Spencer) su compañera de trabajo la cual sufre constante discriminación diaria por cuestiones raciales. La vida de Eliza se basa en la rutina, ella día a día ve cómo su vida pasa por delante de sus ojos y por miedo – a la vez por costumbre – ella no hace nada para cambiar su situación; Eliza es una solitaria gota de agua en un mar indiferente de personas… pero todo cambia cuando se encuentra con The Asset/ El Activo, un hombre anfibio (Doug Jones). Si bien la historia puede generar un cierto romanticismo, podemos ver que el guión es simple, con personajes unidimensionales y clásicos (el bueno es bueno, el malo es… malísimo) y no tenemos demasiadas sorpresas por delante, no obstante en La forma del Agua lo importante es, sin dudas, la forma. Guillermo del Toro mantiene intacto su estilo de relator de historias. Las historias de del Toro son fábulas pasajeras, pero gracias a su compromiso absoluto y su mirada – la cual se mantiene intacta desde los sueños de su niñez – The Shape of Water se siente como ver un clásico de cine entre obras efímeras. Vemos un mundo ordinario que es tocado por lo extraordinario. Es una película con una magnifica ejecución y un resultado asombroso; Guillermo nos muestra un mundo empapado de tonos verdes: el agua la cual “gotea” en la mayoría del film no es azul claro, sino verde, un color imperfecto pero que no esconde absolutamente nada. En The Shape of Water mientras más claro es el color más son los errores que se ven en cada personaje. Realmente podría hablar sin parar de esta película, pero es mejor que vayan al cine dispuestos a sorprenderse por una obra que se basa en imperfecciones para impresionar y ofrecerle al espectador algo que muchos pueden llamar “Perfecto”. No estamos ante la mejor película de la década y mucho menos ante la mejor película de toda la historia del cine, pero sí estamos ante el mejor trabajo de Guillermo del Toro y ante un punto crítico en su carrera. Guillermo del Todo, sin lugar a dudas, merece ser premiado por su trabajo en esta película y The Shape of Water merece ser nombrada como una gran película.
Se sienta en la butaca, se apagan las luces y comienzan los trucos ¿Qué es esto? Un show de magia ¿Qué es también esto? La Forma del Agua. En la oscuridad vemos trucos de fotografía, color, maquillaje, sonido, vestuario, algún truquito de guión y mucho de música. Solo nos falta ver un conejo salir de la galera, pero eso no ocurre. Al menos no literalmente… Los trucos son actos sueltos, subordinados al efecto inmediato que producen. Un efecto lindo tal vez, pero momentaneo al fin. Cada plano trucado de la película nos es lo que a Elisa, la protagonista, le es la masturbación. Lo que se interpone en encontrar algo mejor. Inicialmente, La Forma del Agua prometía. Rápidamente nos coloca en un mundo de cuento de hadas, a través de una proeza tan técnica como fotográfica. Pero ese candor inicial naufraga en un abrir y cerrar de ojos. Y ya, casi sin darnos cuenta, los restos se hunden en la corriente. Personajes tan chatos como correctitos. Una muda huérfana, un viejo desempleado y homosexual, una mujer de color en un matrimonio perdido, un ruso idealista y un supuesto Dios anfibio. Este ultimo, el más chato de todos. La Forma del Agua falla en perpetuar lo imposible. Quiere ser universal al mismo tiempo que busca glorificar a las minorías anónimas. Pero el retrato que hace de estas es banal y superfluo; el problema de Giles es que no encuentra pareja (olvidándose de su carrera profesional), Zelda termina por ser nada más que una amiga chismosa y Elisa resulta ser solo una incomprendida virginal que se emociona con huevos duros y anfibios humanoides. Del Toro muestra ser un simple escapista, se esconde momificando lo precedente y fantaseando sobre números musicales desfasados y glorias pasadas. Como le dice Giles al anfibio: “No somos más que reliquias”. A su vez, la película condena el futuro, cualquier acción que guié un devenir histórico/legendario y que saque a la película de la fabula mínima e individualista. El enfrentamiento entre los soviéticos y estadounidenses es un comentario al pasar, un intento de perpetuar un marco diegético limitado y superfluo. Elementos propicios para un desarrollo polémico y trágico son tachados de lado por simplificaciones. Lo familiar -la de Zelda, la familia de Strickland y la ausente de Elisa- es reducido a un cartón publicitario. La amistad -existe si, pero solo dentro de lo funcional- es una escusa para las peripecias del guión y comentarios editoriales, la otredad, el ser fantástico, por fuera de este mundo, que replantea todo lo supuesto. El hombre anfibio resulta más una minoría social que un ser doble o fantástico. Presentar una otredad es presentar un problema, Del Toro se lava las manos del problema convocado inundando la pantalla (literalmente, con agua) de efectos y dilemas inexistentes. Con respecto a esto ultimo, ampliamos. Elisa, con un prendedor en la forma de una mariposa, descubre en el agua una nueva condición. Moriría su forma anterior para renacer en alguien nuevo. Su muerte y resurrección es interesante, pero no hay ningún tipo de dilema que la sustente. Elisa no deja nada detrás en su mutación, ya que la película dinamitó cualquier atisbo de valores a conservar. Rose DeWitt, en Titanic, dejaba detrás los valores maternos para unirse simbólicamente con aquellos que aprendió de Jack, ella es ahora Rose Dawson. El rotundo cambio de Rose es trágico en su naturaleza, de esta forma, para afrontar lo nuevo (recuérdese que ella se encontraba arribando a América) es menester lograr una síntesis de aquello que deseamos guardar, conservar. En La Forma del Agua, cualquier forma que valla más allá de la minoría es ridiculizada. Y cuando la película busca sublimar, no hace nada más que hundirse sobre su propio peso. Ese final al estilo de: “Vivieron felices para siempre” no presenta un entendimiento superior de la situación, nada más allá de esa cripta donde se encuentra; aquí la familia es lo mismo que la CIA, la KGB o el mesero intolerante. Es un mundo donde todo esta dicho y hecho, y lo único que nos queda es escapar a sueños musicales o ha cuentos de hadas irrealizables. La película esta en un enamoramiento hipnótico con sus personajes. Incluso cuando hay elementos interesantes para un desarrollo ambiguo, Del Toro presenta nada más que simplezas subordinadas a sus correctas minorías. La voz, el quedarse sin voz o perderla es, en si mismo, un tema interesante para desplegar. Ahora bien, Zelda le dice a su marido: “No hablas, no escuchas”, Giles traduce las palabras de amor de Elisa, ya que esta no puede expresarlas y, por ultimo, Strickland es degollado al interponerse entre los enamorados. Estos ejemplos muestran lo cerrado que es el mundo de La Forma del Agua. Cerrado en su diégesis alejada -en su configuración de lugar cincuentona- y en su desarrollo total. Asistimos al matrimonio de Zelda como algo ya condenado, carente de cualquier matiz complementario. La mudez de Elisa no es nada más que una rarificación social carente de vuelo, además, este proceder es exclusivamente utilizado para confinarla a un rol de marginal/minoría. Comparemos a Elisa con Carrie, si bien ambas sufren de impedimentos sociales, encontramos vastísimas diferencias en sus respectivas ejecuciones. Por ultimo, Strickland en su accionar brutal y despiadado, de tintes caricaturescos, venía mostrando ser un villano interesante. La escena en que este hostiga sexualmente a Elisa resulta fundamental en el diseño paródico de un malvado ejemplar. Ya que este corrompería (parodiaría) el amor (devenido sexual) que Elisa tiene para con el hombre anfibio. De esta forma, Strickland (como cualquier villano ejemplar) debería mostrar el lado oscuro de aquello que los héroes han de proteger y propagar. Lo malo es que este designio queda en la nada, más aún, se invierte. En la conclusión de la película, Strickland debe enfrentarse a Elisa obligatoriamente, porque de no hacerlo, este perderá su familia, su trabajo y su vida. Su superior, el comandante Hoyt, que, como nos dicen antes, “puede hacer lo que quiere”, amenaza a Strickland con “desaparecerlo del universo”. A continuación pensamos “Claro, al tipo lo obliga el militar”, Este proceder, así como lo vemos, justifica el accionar del villano de la película. El mal en La Forma del Agua, que nos resultaba interesante hasta este punto, cambia de una conciencia paródica a una reducción primaria, y hasta empática. Muchas veces se dice romanticamente: “El personaje debe tomar vida propia”. Pero para lograr semejante proeza es menester darles al menos un atisbo de libertad. La maldad de Strickland habría de desarrollarse a través de su libre albedrío (potenciado por la puesta en escena), no por alegorías sociales y bíblicas de una bajeza paupérrima. De todas formas, lo más desilusionante de La Forma del Agua resulte ser su cinefilia crónica (despertándonos recuerdos de La La Land) y mortuoria. Del Toro se queda con los pasitos de baile, los números musicales innecesarios y con un monstruo de plastilina. De manera simétrica, la película es una gran pecera, pero no en el sentido territorial (véase Coppola). En cambio, es un sumun de elementos simbólicos dispersos (el huevo del mundo, el capullo de la mariposa o la muerte y resurrección), referencias teológicas y metafísicas inconcluyentes (el cine Orfeo, la gata Pandora, el Antiguo Testamento o el Dios anfibio) tanto como sueños húmedos con el cine clásico de Hollywood (principalmente en su vertiente “B“) En la pecera de La Forma del Agua no hay nada más que peces muertos, flotando en la inmundicia. Flotando en trucos fotográficos y musicales. Muchos espectadores probablemente señalen “Lo bueno de las actuaciones”, “Lo lindo de las melodías” o “Lo bien que esta el color verde”. Pero estos trucos dispersos no so más que partes de un diseño desarmado. Tal vez los trucos de este show de magia cautiven. Pero les recordamos que los trucos fueron creados para apartar la vista de lo que verdaderamente esta pasando. Al fin y al cabo: Para engañarnos.
El tan promocionado último filme de Guillermo del Toro, el director de “El laberinto del fauno” (2006), viene precedido de innumerables premio, sumándole las 13 nominaciones para los premios 2018 de la academia de Hollywood. Casi con el mismo espíritu de la mencionada anteriormente, pero trabajando sobre todo de manera totalmente diferente desde la estética. Dicho de otro modo, hasta podría pensarse esta nueva realización desde el relato, como una reversión del cuento francés infantil “La bella y la bestia”. Tomado de este modo toda la construcción de lo narrado apunta hacia eso, sólo queda desde la superficie la traslación hacia un espacio temporo-espacial de los más siniestros del mundo, luego de la segunda guerra mundial. Lo que se conoció como “La guerra fría”, Elisa Esposito (Sally Hawkins) es una joven mujer muda que trabaja en el departamento de aseo de un laboratorio de alta seguridad del gobierno, el Centro de Investigación Aeroespacial Occam, en Baltimore. Reparte y comparte su vida, casi solitaria, con su compañera de trabajo Zelda Fuller (Octavia Spenser), y su vecino, tan solitario como ella, Giles (Richard Jenkins). Pero su realidad siempre se ve transfigurada por su propia fantasía, la que la ayuda a soportar el tedio cotidiano, hasta que llega al laboratorio, bajo extremas medidas de seguridad, un hombre anfibio (Doug Jones), descubierto en la selva del Amazonas brasilera, ahora recluido en una piscina de vidrio herméticamente cerrada. Ella logra hacer contacto con ese ser viviente y descubre emociones, sentimientos, y necesidad de comunicarse, equiparándose a ella en este sentido. Todo el relato gira entre sus necesidades afectivas, casi de aventura romántica, y la oposición que se le presenta en formato del jefe de seguridad, Richard Strickland (Michael Shannon), cuya tarea es permitir que los científicos descubran algún “don” en la preciada presa que pueda servir a los propósitos del gobierno. El filme se sustenta por la imaginería visual que despliega, hay un cuidado diseño de producción, tanto desde la dirección de arte, la recreación de época y la fotografía, como el montaje y la banda de sonido. Es destacable el uso del color en tonos pasteles con sobre abundancia de una paleta que va del marrón al verde, utilizando la luz, la posición y los movimientos de cámara, como herramientas para resaltar. Sin embargo lo mejor está puesto en las interpretaciones del cuarteto principal, sobresaliente las actuaciones de Hawkins y Jenkins, muy bien acompañados por Shannon y Spencer, a los que debe sumarse Michael Stuhlbarg en el papel del Dr. Robert Hoffstetler, el científico a cargo de la investigación. Todo en pos de sostener una fábula romántica, con algo de supuesto suspenso, y estableciendo a la violencia como cuña que separa a los personajes. Es desde este punto que se podrían hacer varias lecturas, la principal estaría en el tema de la discriminación, Strickland es un hombre caucásico, violento, católico y racista, apuntara contra todas sus victimas, una posible latina Elisa, una negra Zelda, un homosexual, Giles, pero todo se pierde en la combinación de géneros que propone y no desarrolla de manera adecuada, la fantasía y el thriller que además presenta, sin desplegar demasiado, una especie de intriga internacional, pero nada de todo esto termina de aunarse, en realidad por momentos parecen estorbarse. En relación al cuento de “La bella y la bestia” digamos que Sally Hawkins no es una fea mujer, pero no es exactamente un parámetro de belleza contemporánea, por otro lado el espectador debe decidir quién es realmente la bestia, el anfibio, Strickland, el gobierno, demasiado para poder ser ceñido a un solo apretón. “La forma del agua” está sujeta al recipiente que la contiene, no tiene forma propia, en este caso el lugar de establecimiento para que el agua, en supuesta turbulencia, se aquiete, es demasiado pequeño. Lo que termina por definirla como una muy bella historia de amor bien contada y nada más, todo muy en lo superficial, no se termina de hundir, sólo flota.
La nueva película del realizador de “El laberinto del fauno”, gran favorita para ganar varios Oscars, es una historia de amor y solidaridad entre marginados (monstruos o no) en los Estados Unidos de la década del ’60. El filme que protagonizan Sally Hawkins, Richard Jenkins, Michael Shannon y Olivia Spencer es una fábula romántica y política, pero también una carta de amor al cine. Fábula política sobre un grupo de descastados que se reúne, cual familia sustituta, a ayudar a uno de los suyos en peligro, LA FORMA DEL AGUA es una de esas películas que entran desde los sentidos –de la belleza de su puesta en escena a las emociones que despierta su trama– y que permanecen por la generosidad de su planteo y el amor del director por sus materiales. El filme de Guillermo del Toro puede ser leído como la historia de amor entre una chica solitaria y un monstruo, como una versión melancólica de EL JOVEN MANOS DE TIJERA o como una película sobre una cultura que desprecia y margina a los “diferentes”, pero finalmente no es más que uno de esos relatos clásicos que nos llevan a pensar en FRANKENSTEIN, FREAKS y su larga descendencia: una suerte de amoroso poema fílmico acerca del otro (o bien, los otros), lo que deben atravesar para sobrevivir en una sociedad que los ignora o liquida, y la solidaridad que se genera entre ellos a partir de sus difíciles predicamentos. Lo curioso de la apuesta del director mexicano es que parece jugar con un tono de fábula nostalgiosa casi apta para todo público pero pronto, y un tanto sorpresivamente, nos deja en claro que el estilo puede ser de fantasía pero las actitudes, los deseos y las emociones que se manejan por debajo de esa pristina capa de colorido envoltorio son totalmente adultas, algo parecido a lo que sucede en WONDERSTRUCK, otra maravillosa película de este año, dirigida por Todd Haynes y con estreno también en el festival marplatense. Ambos filmes, pero más el de Del Toro, friccionan los límites de la fábula, la llevan a un territorio que normalmente queda al margen –o como subtexto– de ese tipo de relatos, para adentrar al espectador en situaciones y sensaciones visiblemente adultas. De entrada, aquí, y pese a la cápsula cinéfila en la que parece existir LA FORMA DEL AGUA, vemos pronto que Elisa Esposito (la británica Sally Hawkins) puede parecer un personaje de cuento de hadas pero es alguien que está, al menos en la intimidad, muy en contacto con su cuerpo y sus deseos. Y su silencio no es meramente decorativo ni una elección a lo AMELIE para enredarnos amorosamente en los ojos y los gestos de la actriz. No, Elisa es muda (aunque no sorda) y en su cuerpo tiene marcas de algún fuerte daño físico y emocional causado tiempo atrás. Lo mismo pasa con Giles (Richard Jenkins), un artista que se gana la vida haciendo dibujos publicitarios en plena era MAD MEN, quien dentro de la casa que comparte con Elisa puede liberar sus ataduras y declarar las preferencias sexuales que en público debe ocultar. También está Zelda (Octavia Spencer), una mujer afroamericana que trabaja con Elisa y que tiene una complicada relación con su marido y sufre un persistente racismo laboral. Y hay otros personajes cuyos secretos no conviene adelantar. Pero el caso más claro de “otredad” es, digamos, La Criatura (Doug Jones, via motion capture), a quien el gobierno norteamericano ha traído desde el Amazonas sin saber bien para qué. En realidad, esta suerte de “Dios Lagarto”, combo de hombre y criatura con algún tipo de poder extraordinario, está encerrado en el enorme laboratorio en el que Elisa y Zelda trabajan (hacen la limpieza) solo para que no se lo lleven los soviéticos y saquen ventajas con él. En plena Guerra Fría, para los militares (representados por el agresivo y torturado Strickland, interpretado por Michael Shannon en su ya patentado estilo virulento) es más importante sacarle cosas a los rusos que pensar si se puede hacer algo o no con ellas. Si bien la temática ligada a la política internacional está tratada algo superficialmente, funciona como un clásico McGuffin narrativo que moviliza la acción. Elisa conoce a la Criatura que Strickland trae y a la que trata como un prisionero político, agrediéndola físicamente a niveles insoportables. Y generando similar agresividad de parte de la víctima. La chica primero se apiada de él y luego empieza a comunicarse. Con gestos, lenguajes de señas, comida (al “monstruo” le apasionan los huevos, parece) y música, Elisa y esta lagartija gigante establecen una conexión que deben mantener secreta ante los demás. Hasta que la situación obligue, por decirlo de alguna manera, a tomar el bicho por las patas. LA FORMA DEL AGUA se vuelve a partir de allí una historia de amor y de solidaridad. Si bien en los papeles el grupo que trata de ayudar a la criatura a sobrevivir y, quizás, a lo E.T., volver a su hogar, puede sonar a cliché de descastados, Del Toro logra que cada uno de esos personajes se transforme en un ser querible y creíble. La conexión de Elisa y Giles (que aman el cine clásico, la TV y la música de las big bands de los ’50) es tan palpable y humana como la de Elisa y Zelda, hermanadas también por similares motivos. Con la excepción de una escena (en la que Elisa hace un discurso en lenguaje de señas que subraya en exceso los temas del filme), Del Toro prefiere apostar a la magia, a los detalles de la puesta en escena, al juego con la música y el color, a la fantasía (en un curioso momento la película se vuelve un musical como los del ’30) y a la mitología de los monstruos tan cara al cine de esas épocas para poner en juego sus ideas. A esta altura de su carrera, y seguramente con decenas de ofertas para dirigir grandes franquicias comerciales, el director de CRONOS prefiere apostar a relatos oscuros, románticos y cinéfilos en los que puede dar rienda suelta a su desaforado amor por el cine clásico. Lo hizo en la excelente y un tanto incomprendida LA CUMBRE ESCARLATA y vuelve a repetirlo aquí, en un proyecto cuyo universo comercial seguramente será más reducido que el de una secuela de TITANES DEL PACIFICO pero en el que parece haber puesto todas (o casi todas) sus obsesiones sobre la mesa. Quizás algunas nominaciones al Oscar puedan ayudar a que esta extraordinaria película encuentre el público amplio que merece. Pero más alla de sus perspectivas comerciales (que, en estos casos, son secundarias) queda claro que estamos ante un relato mágico, emotivo, cadencioso –se toma su tiempo para “arrancar”, deja que cada personaje tenga su mundo– y muy personal. Un cuento de hadas que es, a la vez, oscuro y luminoso, denso y amable, que produce espanto pero que también es capaz de estrujar el corazón como solo pocos cineastas contemporáneos (los citados Spielberg, Haynes y Burton, y no muchos más) se atreven a hacerlo. Sin temor, sin verguenza. Confiando que el amor y el cariño que sienten por sus incomprendidas criaturas se trasladará a los espectadores y que serán ellos los que, acaso entre lágrimas, terminen de darle forma y emoción a sus maravillosos y humanistas relatos.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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Pura belleza, con o sin copia Dicen que la película de Guillermo del Toro está copiada de una obra de teatro, también hay otra denuncia de plagio que sostiene que hay una escena similar a "Delicatessen" y además hay un corto holandés cuya idea básica junto a algunas imágenes indudablemente son un calco del multinominado filme del director mexicano. Sin embargo y pese a todo esto, "La forma del agua" es maravillosa de punta a punta. Desde el primer fotograma la película destila cine en estado puro, más allá de que la pureza se mancharía ante un supuesto plagio; pero nada puede evitar que el espectador se meta de lleno en esta historia. Es que a partir del minuto cero se ve la mano del realizador de "El laberinto del fauno" y "El espinazo del diablo", desde su pulso narrativo hasta la trama dramática, mixturada con algo de policial y, claro, un romanticismo mágico y poético. Una mujer muda es empleada en un centro de investigaciones del gobierno estadounidense en plena Guerra Fría. En ese lugar, escondido a la opinión pública, se encuentra un monstruo, cuya imagen remite al clásico "El monstruo de la laguna negra". La película juega con el encuentro de dos seres solos de toda soledad, que encuentran una compañía en medio de un mundo cruel. Es inevitable remitirse a "La Bella y la Bestia" y a "King Kong", por si le faltaban a Del Toro ideas en donde poder inspirarse. Con o sin copyright, verla es imprescindible.
El sueño hollywoodense del pequeño Guillermo Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com Con el diario del lunes (nunca mejor dicho) parecería fácil hablar de “La forma del agua”, sobre la cual se han dicho un montón de cosas: la han comparado con “Amelie”, con “Splash” (aquella con Tom Hanks y una impactante Daryl Hannah), han dicho que es como “La sirenita” al revés, la han acusado de inverosímil... Lo que queda claro es que hay allí referencias cinematográficas que son familiares a nuestro universo narrativo. Podemos pensar que en su primera película “personal” en un contexto hollywoodense (un decir: “El laberinto del fauno” convivió con las dos “Hellboy” y “Pacific Rim”) Guillermo del Toro decidió a su manera no sólo rendirle homenaje a los monstruos que “salvaron” su infancia (para él la invención del doctor Frankenstein es una identificación con la llegada de la adolescencia). También se sumó desde ese lugar a la ola de reivindicación a las épocas doradas de la “fábrica de sueños”, en la que se alinean obras disímiles como “El artista” (que se batió en los premios con “La invención de Hugo Cabret”, un viaje al origen), “La La Land” o “Hail Caesar!” (con su reinvención de Eddie Mannix y las réplicas de Hedda Hopper y Louella Parsons), incluso en una producción televisiva como “Feud: Bette and Joan”. Parece haber una intención de la propia cinematografía estadounidense (pensada global en tanto consumida más allá de las fronteras, como en la Guadalajara de Del Toro) de volver sobre tiempos míticos del studio system, entre el comienzo del cine sonoro y el auge de la televisión y la retirada de los últimos patriarcas como Jack Warner. Por eso, hay un montón de tópicos que nos resultan familiares, pero donde opera el mexicano es en el plano de los desplazamientos, donde cada elemento está un poco corrido del eje tradicional. Para empezar, una criatura que rinde homenaje a “El monstruo de la Laguna Negra”, la producción clase B cuyo protagonista acuático tendría aquí una revancha. También hay espías soviéticos que son malos (pero no todos), aunque no son mejores los agentes estadounidenses. Hay por ahí un villano aparentemente maniqueo, pero que es un creyente religioso y conservador cuya fe será puesta en duda. Hay una heroína de las que antes se llamaban ingenuas, pero no es tan niña y atrae con una belleza no convencional, además de ser mudita. Y finalmente está el homenaje a los musicales, desde las citas directas (Bill “Bojangles” Robinson con Shirley Temple en “La pequeña coronela”, Betty Grable en lo que parece “Serenata argentina” y Carmen Miranda cantando “Chica Chica Boom Chic”) a un musical imaginario con el bailarín menos esperable: desplazamiento que se da en la forma romántica, en una variante diferente de “La Bella y la Bestia”, si se quiere, porque la Bestia no es otra cosa que una bestia. Alguno podría pensar si Elisa, la heroína romántica, no es un Patito Feo a lo Andersen: en algún momento se revelará una naturaleza “verdadera” contrapuesta a una “impostura” en la que ha vivido, lo que explica por qué siempre se sintió “como pez fuera del agua”. Para el final hay una persecución con sabor a serie negra, con su cuota de violencia en el clímax. Acercamientos Elisa es una chica no tan chica, soltera y solitaria, una huérfana muda de nacimiento cuya única compañía es Giles, un vecino mayor, un ilustrador publicitario venido a menos que carga con sus propias soledades. Mucama de turno noche, su rutina es levantarse en el ocaso, masturbarse en la bañera mientras hierve huevos duros y tomar el colectivo para llegar al trabajo compartido con Zelda, la otra persona que podría llamar amiga. Lo que se sale de la normalidad es que desempeñan esa tarea en unas instalaciones científicas gubernamentales. Ahí, como quien no quiere la cosa, descubre que han traído desde el Amazonas a una criatura anfibia y humanoide, dotada de una inteligencia que no es justipreciada por los investigadores, encabezados por el agente Richard Strickland, atrapado entre sus prejuicios e intereses. Elisa empieza a desarrollar un vínculo con ese ser, con quien empatiza como otro diferente, al punto de pretender salvarlo de los de ahí y de los más allá que también tienen pretensiones sobre él (o al menos quieren que los estadounidenses no lo tengan), para terminar llevando la relación mucho más allá de lo imaginable desde el vamos para el espectador medio. Luces y sombras Entre los puntos fuertes de la puesta estética está la fotografía de Dan Laustsen, que encuentra una paleta que pueda conjugar el arte dark con algún destello de luminosidad: al fin y al cabo, la historia se cierra en un amanecer. Tampoco se priva Del Toro de escenas de fuerte impacto sensorial, como la inundación del baño. No se queda atrás la cuidada reconstrucción de los años ‘50 encabezada por el diseñador de producción Paul D. Austerberry, tanto en el vestuario, la tecnología real y la que se le asigna en la ficción al complejo científico militar. Todo sazonado por la banda sonora de Alexandre Desplat, que acompaña sin enfatizar demasiado. Desde el punto de vista de las interpretaciones, todas las palmas se la lleva una Sally Hawkins híper expresiva más allá de las palabras, construyendo una Elisa Espósito llena de matices que le brindan espesor, más allá de cualquier suspensión de la incredulidad y de los clichés que podría contener el rol. Junto a ella está Richard Jenkins como Giles, que sabe manejarse sin caer en obviedades a la hora de definir las particularidades de ese hombre fuera de época. Octavia Spencer como Zelda se vuelve el ideal de mujer en proceso de empoderamiento contra el statu quo (hogareño y laboral), a la vez que el personaje terrenal del “equipo” de Elisa. Del otro lado está Michael Shannon como Strickland, a quien le toca dar dimensiones a un antagonista clásico, que toma sus propias dinámicas, sus confrontaciones religiosas (llega a pensarse como el Sansón bíblico) en torno al desafío de la criatura. Y cierra el círculo Michael Stuhlbarg como el doctor Robert Hoffstetler, que muestra en su carácter de doble agente demuestra que es más un científico que un espía y se la juega por lo que cree. Quizás este personaje sea el fiel de la balanza del director, en la contraposición entre la banda de los diferentes (monstruos, mujeres, afroamericanos, homosexuales) y la familia perfecta americana a lo Norman Rockwell que representa Strickland. Con estos elementos, Del Toro construyó una historia que quizás sea más familiar que sorpresiva (y en lo familiar quizás está el desconcierto), pero que no deja de ser en algún punto el sueño oscuro y hollywoodense de aquel pequeño Guillermo, que fantaseaba con monstruos que lo salvarán del mundo que conocemos. **** MUY BUENA “La forma del agua” “The Shape of Water” (Estados Unidos, 2017). Dirección: Guillermo del Toro. Guión: Guillermo del Toro y Vanessa Taylor, sobre historia del primero. Fotografía: Dan Laustsen. Música: Alexandre Desplat. Edición: Sidney Wolinsky. Diseño de producción: Paul D. Austerberry. Elenco: Sally Hawkins, Michael Shannon, Richard Jenkins, Doug Jones, Michael Stuhlbarg, Octavia Spencer, Lauren Lee Smith. Duración: 123 minutos. Apta para mayores de 13 años con reservas. Se exhibe en Cinemark.
La insipidez del agua… La forma del agua es una película visualmente impactante, pero posee ciertas falencias narrativas que impiden que se disfrute en serio. Del Toro, en vez de enfocarse de lleno en construir el vínculo entre los protagonistas principales, elige abarcar subtramas y explorar conceptos superficialmente, corrompiendo la esencia del filme. Es una película que sólo se compromete con su estética y luego apenas ensaya tímidamente en ciertos aspectos sensibles, como ser la homosexualidad y el racismo. Es una propuesta que se percibe inconclusa y dista años luz de lo mejor de Del Toro. Lo mejor: · Estéticamente brillante Lo peor: · La falta de foco narrativo
El sexo de los raros La forma del agua es una fábula romántica freak de un erotismo inusual: la historia de amor entre una empleada de limpieza y una criatura anfibia. Se me hace difícil pensar en un director contemporáneo que tenga tantas influencias y referencias pero a la vez sea tan coherente y personal como Guillermo del Toro. Obviamente que con esas características, el primero que viene a la mente es Quentin Tarantino. Y aunque sospecho que deben ser fans el uno del otro, son tan distintos. Tarantino es un exhibicionista de sus fuentes, Del Toro apenas nos las deja entrever; Tarantino es cínico, Del Toro es inocente. Los cuentos de hadas, en particular el de “La bella y la bestia”, los melodramas de los ‘50, las historias del “monstruo” bueno e incomprendido que van de El hombre elefante a E.T. El extraterrestre, la ciencia ficción clase B y hasta los relatos sobre espías rusos en la Guerra Fría, o la discriminación a los gays y el racismo en los años previos a la lucha por los derechos civiles, todo eso está en La forma del agua. Pero, aunque parezca mentira, Del Toro y su co-guionista Vanessa Taylor logran que todo fluya, justamente como hacen todos los líquidos cuyas moléculas se acomodan para ocupar la menor superficie posible. La forma del agua es la continuadora natural de la que quizás había sido hasta ahora la mejor película de Del Toro: El laberinto del fauno. Ambas comienzan con un relato en off que hace las veces del “Había una vez…” y ponen en duda la veracidad de la fábula que estamos a punto de ver. Ambas, también, tienen hechos históricos y políticos como telón de fondo: de la dictadura de Francisco Franco en España, a la Guerra Fría en los Estados Unidos. En “una pequeña ciudad cerca de la costa, pero lejos de todo lo demás” vive Elisa Esposito (Sally Hawkins, realmente extraordinaria), una empleada de limpieza muda que trabaja en un laboratorio perteneciente al Gobierno. Un día llega al lugar una extraña criatura anfibia que tiene la capacidad de poder respirar tanto dentro del agua como afuera (interpretada con maquillaje, vestuario y animación en porcentajes difícil de distinguir por Doug Jones, el fauno de El laberinto…). El Coronel Richard Strickland (Michael Shannon) capturó a la criatura en el Amazonas, donde los nativos la veneraban como a un Dios. Y ahora el Gobierno quiere utilizarla en sus investigaciones para ganar la carrera espacial. Como se pueden imaginar, Elisa va a empezar a comunicarse mediante señas con la criatura, y verá que tienen mucho en común a medida que a nosotros los espectadores nos van revelando los orígenes de esta chica solitaria y melancólica. Pero lo que no es tan imaginable es la relación romántica que nace entre los dos. Ahí es donde La forma del agua pega un salto y Del Toro se entrega al melodrama freak logrando un erotismo inusual. Con una escena musical, quema las naves. Tomala o dejala. Puede ser que Del Toro enfatice demasiado la veta política de la película, esta idea de que una criatura anfibia que a simple vista parece un monstruo finalmente es tan oprimido como los gays, los negros y las mujeres. Por momentos, esta idea que está reflejada con mucha inteligencia y belleza en las imágenes, se explicita en algunos diálogos y eso puede irritar a los que están hartos de la corrección política. Pero lo cierto es que la potencia de esta fábula, que además de todo es un homenaje al cine clásico, derriba cualquier recelo. Del Toro lo hizo de nuevo.
Un nuevo clásico instantáneo "The shape of water" es una de esas clases magistrales de cine que aparecen cada tanto en la gran pantalla. Este nuevo trabajo del director mexicano Guillermo del Toro ("El laberinto del fauno", "Hellboy") es un verdadero clásico instantáneo que llega hondo al corazón de los espectadores, no sólo por su temática inclusiva y trascendental sino también por su demostración de gran amor a la industria del cine. Para los concurrentes más despistados debo advertirles que este cuento de Guillermo del Toro es por sobre todas las cosas una historia de amor. Tiene fantasía, tiene drama, tiene humor, pero su esencia principal es contarnos acerca del amor de dos seres. Esto lo digo porque no pude evitar escuchar a algunos espectadores circunstanciales sentirse un tanto despistados por el tipo de película que habían prensenciado. Algunos creyeron que era algo cercano a "El laberinto del fauno" con mucha oscuridad y drama, mientras que otra creían que iban a ver algo más cercano a la fantasía y la acción de una "Hellboy". Esta propuesta tiene una pizca de cada género pero su fuerza está en la construcción del amor de dos marginados. Lo más maravilloso que tiene este film es la capacidad para contar historias que tiene su director y escritor (asociado también con la guionista Vanessa Taylor). Del Toro crea mundos mágicos espectaculares, atractivos, con monstruos maravillosos y dignos de admirar. El elemento fantástico es relevante en esta historia, pero lo más superlativo es el don que tiene para dotar de humanidad a sus protagonistas. La trama es simple pero a la vez llena de emociones que nos hacen reflexionar sobre el mundo en el que vivimos. A través de su fantasía del Toro nos invita a romper nuestras estructuras negativas y a aprender a ser felices. Por el lado insterpretativo no tengo más que odas a las labores del quinteto protagonista, Sally Hawkins, Michael Shannon, Richard Jenkins, Octavia Spencer y Michael Stuhlbarg. Por su lado el ya icónico Doug Jones hace un muy buen laburo en la piel del hombre anfibio, aunque siendo justo es el rol menor del film. Un película para disfrutar con la mente abierta y los sentidos dispuestos. Un nuevo clásico instantáneo que quedará en lo más alto que nos ha dado la industria del séptimo arte.
Crítica emitida por radio.
Tras obtener el León de Oro a la Mejor Película en el prestigioso Festival de Venecia en septiembre del año pasado, La Forma del Agua, dirigida por el cineasta mexicano Guillermo Del Toro, se fue convirtiendo progresivamente en una de las cintas más esperadas del 2017. Su anuncio de trece nominaciones para la próxima entrega de los Premios Oscar, incluyendo mejor película, mejor director, y mejor guión original, no hizo más que incrementar el foco de interés por poder visualizar la nueva película del director de El Laberinto del Fauno. La historia de La Forma del Agua transcurre en la década del 60′, en plena época de la Guerra Fría, y de conflictos múltiples muy marcados entre Estados Unidos y la Unión Soviética. La protagonista central del relato es una joven muda llamada Elisa (Sally Hawkins), una empleada de limpieza de un laboratorio gubernamental de alta seguridad, que tiene como colega laboral y amiga a Zelda (Octavia Spencer), que muchas veces es la encargada de hablar y manifestarse por ella. Por accidente, la joven descubre a un extraño sujeto con rasgos de anfibio (Doug Jones), un experimento clasificado como secreto, escondido en el laboratorio donde trabajan ambas mujeres. Curiosamente y en forma inmediata, establecerá un vinculo con este extraño personaje: notará en él puntos en común y particularidades que captarán su atención. La peligrosidad del mismo, y los riesgos de que este secreto salga a flote, más aún con la férrea presencia de por medio de Richard Strickland (Michael Shannon), será el foco natural del problema, especialmente porque Elisa, tras encariñarse con la “bestia” y sabiendo los siniestros planes que hay de trasfondo, querrá evitar su aniquilación, aún exponiéndose ella a un alto riesgo. En La Forma del Agua, Del Toro se zambulle en un sinfín de lugares comunes, convencionalismos, y guiños a la historia del cine clásico (y no tanto) norteamericano, sin elementos propiamente narrativos que se destaquen. Lo que en un comienzo prometía estar más próximo a sus mejores films, Cronos, El Laberinto del Fauno, El Espinazo del Diablo, todas películas realizadas por fuera de la industria estadounidense, termina cayendo al vacío y resultando bastante previsible, con una marcada dosis de elementos típicos del cine fantástico como justificativo, pero con el trasfondo de un historia de amor poco original, y muchas veces contada. Es obvio quizás su homenaje al cuento tradicional de “La Bella y la bestia”, pero sus intenciones solo derivan en resultados pobres. Tampoco lo beneficia ambientarse en los 60′, no por la puesta en escena, que como era de esperarse está a la altura, sino por evocar a esa idea simplista y poco arriesgada de que “todo tiempo pasado fue mejor”, ilusión de quienes carecen de ideas nuevas y prefieren empaparse de aquello previamente aceptado. Como suele pasar en estos casos, lo mejor es la citada puesta en escena, el montaje, la fotografía y lo referido a diseño de vestuario, así como la composición y despliegue del hombre anfibio. Por lo demás, poco deja para rescatar esta nueva producción de Guillermo Del Toro.
Sexo, soledad, minorías y zoofilia. Así se puede describir a La Forma del Agua, el último opus de Guillermo Del Toro. Lo que empezó como remake (o secuela moderna) de El Monstruo de la Laguna Negra se transformó en una fábula sobre el amor sin barreras, lástima que el sexo lo mancha todo. Es ciertamente el aspecto mas original del filme – Del Toro no se queda con el amor incondicional, asexuado, a lo El Juego de las Lagrimas, en donde lo que se enamoran son las almas de las personas (sin importar su género… o, acá, su especie), sino que va mas allá y llega a lo explícito -, pero también el mas discutible. El problema no es el intercambio sexual interespecies – como Splice – sino ponerlo en un relato que venía con altura. No deja de ser un reciclado de E.T. El Extraterrestre (bicho atrapado por el gobierno para abrirlo y estudiarlo, aliados de último momento que procuran su escape a toda costa aún cuando haya que sacrificarse en el proceso), sólo que acá ET usa el dedito para otra cosa aparte de llamar a casa. Ciertamente La Forma del Agua se siente como si fuera una versión de El Monstruo de la Laguna Negra dirigida por Marc Caro & Jean-Pierre Jeunet (los de Delicatessen, La Ciudad de los Niños Perdidos). El ambiente deprimente y corroido, la vida oscura de los protagonista, la visión fashion de la decadencia. Elisa vive una vida opaca, hace la limpieza en una instalación secreta del gobierno, es muda y jamás nadie le ha puesto un ojo (ni un dedo). Todas las mañanas mientras cocina sus huevos se despacha con un polvillo en la bañadera (vaya imagen) y hasta allí se reduce su vida sexual. De pronto, en esta Area 51 de principios de los 60 – marcada por la Guerra Fria, la discriminación y el nacionalismo acérrimo – aparece un bichejo “que vino del Amazonas donde lo adoraban como un Dios” (tal como ocurria con GillMan en la película de Jack Arnold), el cual cae en manos del sádico de turno (Michael Shannon, en nonagésimo papel de sicópata). El tipo gusta de torturarlo, lo cual es una estupidez ya que ni siquiera es un científico. ¿Para qué, que alguien me diga? ¿Piensa que la criatura va a comenzar a hablar?. Claro, está el odio porque el bicho le arrancó dos dedos, pero dudo de que Shannon se hubiera comportado de manera diferente con la mano completa. software de gestion comercial, sistemas para empresas y profesionales en Datahouse Company La Hawkins (que será algo narigona pero despierta una ternura especial) ve todo ese horror y se compadece del bicho. Se transforma en su amigo, comparten huevos (!) y, ante la inminencia de la vivisección de GillMan decide sacarlo de allí. Lo que sigue es una alianza impensada de un grupo de minorías – científico ruso espía de buen corazón, la compañera de trabajo que es afroamericana, el vecino que es un viejo gay enclosetado por las restricciones morales de la época -, ninguno de los cuales tiene una vida sexual como la gente. El ruso, nula por su trabajo; la morena Octavia Spencer, porque su marido ya no la ama más y la ve como su sirvienta personal, razón por la cual hace años que no la toca; el vecino, porque la época es super dura para los homosexuales, mas cuando son ancianos y cortejan apuestos empleados de restaurant; y la muda, porque nadie se fija en ella y sigue su rutina de huevos toda las mañanas. En el fondo todos estos individuos frustrados terminan haciendo causa común con la Hawkins, no solo para salvar la criatura, sino para que la muda pueda vivir su historia de amor con el anfibio (a nadie le extraña que la Hawkins vaya a trabajar con baranda a pescado todas las mañanas, ni se sorprenden por el hecho de que una humana tenga relaciones con un bicho humanoide con garras y branquias). Y del otro lado del mostrador está Michael Shannon como el americano patriota promedio, un burócrata que tiene familia, hijos, un Cadillac y una vida sexual normal, aunque algo agitada y tirando a perversa. A Shannon le gusta hacer chillar a los mudos y, así como tortura a GillMan, también quiere hacer chillar a la Hawkins en un bizarro episodio de acoso sexual sesentista. La Forma del Agua no es una mala película, yo no la denosto. Tiene grandes perfomances y situaciones inspiradas, aunque la historia de base es rutinaria. El problema es que Del Toro se mete con el tema de los tabues sexuales y, aunque lo desmitifica y embellece (es una fábula a lo Bella y Bestia), termina dejándonos un resabio bizarro en la boca. Es posible que si La Forma del Agua no tuviera a la Hawkins haciendo el amor bajo el agua con GillMan hubiera pasado como una película buena mas, platónica pero no memorable, pero acá Del Toro insiste con llevar todo al paso siguiente, y yo no sé si el sexo tiene cabida en esta historia. Porque acá se trata de una historia de amor y compasión entre dos personajes únicos y solitarios y, al mostrarlos en situaciones sexuales, termina por salpicar con morbo una romance de fabula.
Los enamorados en el mundo de Del Toro son aquellos que se hallan el uno al otro por fuera de la norma, como los outsiders que son. Al director mexicano siempre le ha interesado narrar relatos sobre criaturas extrañas, sobre personajes incomprendidos, distintos a lo entendido por “común”. Con The Shape of Water no hay excepción alguna y traduce el mundo de lo extraño a través de un lenguaje más extraño todavía: el del amor. La atracción y el cariño nacido entre Elisa (Sally Hawkins) y un anfibio dios elemental (Doug Jones). Ella es muda, él un ser que no habla nuestra lengua, con dicha falta de elementos de comunicación lo que enlaza a la pareja protagónica se arma a través de las cercanías y los momentos compartidos entre sí que tan de manera mágica y clásica sabe construir Del Toro. Y es que de ello forma parte tanto lo bueno como lo malo de este film. La historia de amor contada se embebe constantemente del cine clásico, algo así como The Creature of the Black Lagoon de Jack Arnold pero edulcorada para los amantes del romanticismo. La inclusión y mención de lo clásico en el film deriva en recursos utilizados para dar muestra de la cinefilia del director, como los films clásicos que ve constantemente Giles (Richard Jenkins), el amigo de Elisa que también es parte del grupo de los “diferentes”, al ser un hombre gay sin un amor correspondido. O el permitirse integrar a la historia una secuencia con tintes de musical clásico, algo que puede pecar de innecesario pero que termina obteniendo su lugar por la excelencia cinematográfica que maneja Del Toro. Sin embargo, hay una necesidad latente a lo largo de todo el film de contar una bella historia apelando a elementos de estructura clásica y políticamente correctos que termina quitándole a la misma todo posible carácter sustancial. Allí donde la ausencia de la comunicación verbal era un acierto, termina siendo todo lo contrario la cantidad de adornos narrativos que colman al film. Una historia tal vez más preocupada por agradar a las masas que por posicionarse fervientemente con un discurso que escape a lugares comunes. Algo que de seguro le pueda asegurar todo tipo de premios de la industria pero que en búsqueda de un trasfondo no rebosa tanto de ello, como sí lo hace desde el aspecto visual de su arte. Y no es que todo film precise brindar ello, pero la fuerte amalgama de los recursos mencionados termina asemejándose a un intento de búsqueda de pertenencia, de agradar de más cuando es innecesario. Y así también, se logra algo que atenta con el encanto de esa hermosa pareja que expresa su amor bajo el agua, el contar con una identidad que busque encajar con el resto sin aceptarse honestamente así misma. Lo que da por resultado una más que bella fantasía romántica que le da forma no solo al agua, sino también a los amantes que nadan en ella pero que no termina animándose del todo a nadar a fondo en sus profundidades.
La forma del agua (2017), la nueva película del director mexicano Guillermo del Toro (El espinazo del diablo, El laberinto del Fauno, La cumbre escarlata), presenta desde el arranque una disposición fantástica que no solo determinará la historia que se propone contar –"una historia de amor y pérdida", como advierte en voz en off uno de los personajes, en fiel reconocimiento a un tipo específico de fábula romántica- sino también, y antes que nada, la forma de su representación. Durante la década del sesenta, en un pequeño departamento en Baltimore, una mujer duerme y sueña que duerme. Esto es: la manifestación concreta de un ensueño. Pero con una variante decisiva, pues define así, a partir de la revelación inconsciente, la orientación de un deseo muy particular. La mujer sueña que duerme en el mismo departamento en el que se encuentra, pero sumergido en el agua, entre la distribución flotante del mobiliario dispuesto en su hogar. Un deseo acuático que la mujer, ya despierta, se ocupará de satisfacer a diario. Su nombre es Elisa Espósito (Sally Hawkins), una joven que padece la imposibilidad de hablar. Solitaria y soñadora, no será difícil percibir su gracia y encanto. Una caracterización que el film no tardará en acentuar, quizás con demasiado énfasis. El acercamiento a su cotidianidad estará escoltado, como una sombra que insiste en señalar, por una banda sonora siempre redundante. Elisa tiene como únicos amigos a Giles (Richard Jenkins), un artista gay que sufre el rechazo de una sociedad conservadora, y a Zelda (Octavia Spencer), su locuaz compañera de trabajo, una mujer negra que se dedica a llenar mediante continuas quejas conyugales el vacío de silencio de su amiga. Juntas trabajan como personal de limpieza en un laboratorio fuertemente custodiado por el Estado, en tiempos de Guerra Fría, cuando la disputa geopolítica se dirimía también y sobre todo en el territorio de la ciencia. Una noche trasladan al laboratorio a un nuevo “activo” (Doug Jones), una suerte de anfibio inteligente, capturado en Sudamérica por el coronel Richard Strickland (Michael Shannon), policía racista, machista y torturador, garante del reservorio moral de Estados Unidos. Todo eso y más. Elisa descubrirá a la criatura. Su curiosidad se transformará rápidamente en atracción. La película se permitirá, en este sentido, incluir breves escenas de un cuidado erotismo. Decisión audaz, en especial si se tiene en cuenta que el film se presenta en todo momento como una historia de fantasía, como un cuento de hadas moderno. Audacia que no tendrá en otros aspectos. Elisa buscará salvar al anfibio. Contará con la solidaridad de sus amigos y con la del científico Robert Hoffstetler (Michael Stuhlbarg), arquetipo del buen hombre con principios éticos irrenunciables. La exposición de las intenciones políticamente correctísimas que ostenta la película será evidente. Se podrán ver y escuchar casi todas las demandas actuales de la agenda progresista norteamericana, casi amontonadas y con sus respectivoslímites ideológicos -pareciera no ser casual su condición “favorita” en la próxima entrega de los premios de la Academia-. En un momento inesperado, surgirá la posibilidad de trascender uno de esos límites. Cierto comentario ramplón relacionado con la virilidad del anfibio la echará a perder. Sin embargo, el principal problema de La forma del agua es de otro orden, fundamentalmente narrativo. Un desarrollo de la historia previsible y esquemático.Acaso demasiado pronto, la película ingresará en una meseta capaz de provocar en el espectador el deseo de un desenlace que nunca llega. Y así quedará muy lejos de algún tipo de emoción acerca del amor por el cual pelean los protagonistas.