Sentir el cine La memoria del agua (2015) alude al proceso interno que experimentan los padres de un niño fallecido en trágicas consecuencias. En ellos se centra un relato que capta el dolor interno que atraviesan aunque no se trate de un film de redenciones personales ni de soluciones fáciles, sino de uno que invita al espectador a “percibir” aquello que sienten los protagonistas en cada escena. Un drama intenso que no focaliza en la tragedia sino en las emociones transitadas. Javier (Benjamín Vicuña) y Amanda (Elena Anaya) son una pareja que busca reencontrarse tras un traumático suceso. Los vemos discutiendo al lado de una pileta sobre su presente oscuro y gris futuro. El diálogo evoca a Pedro, el hijo ausente, al igual que las marcas de edad en la pared que denotan su crecimiento interrumpido por un movimiento ascendente de cámara que se detiene en la blanca pared. Es sólo el comienzo de un film que nos indica como transitarlo. El director chileno Matías Bize (En la cama, La vida de los peces) reposa la cámara sobre el rostro de sus personajes, con primeros y hasta primerísimos primeros planos, dejando que el interior de sus personajes se trasmita a través de sus rostros. Lo que vemos y no vemos en pantalla es fundamental del mismo modo que el espacio relegado a un no lugar, siempre en segundo plano e incluso fuera de foco, para representar el limbo en el que se encuentran. Esta elección le da suma importancia a las emociones, aquellas que son lo más difícil de trasmitir en el audiovisual. Sensaciones expresadas por el pulso del director, la música que crea el clima adecuado en todo el film, y la gran actuación de sus intérpretes. Benjamín Vicuña y la española Elena Anaya hacen un trabajo extraordinario sosteniendo la tensión de las escenas sólo con sus rostros, conteniendo sus movimientos al mínimo. Si el audiovisual antes que narrar sugiere, La memoria del agua infiere la mayor parte de su argumento -y está bien que así sea- sin ser importante aquello que pasa sino el cómo lo transitan sus personajes y, sobre todo, el espectador. De esta manera, la película (escrita por el director junto a Julio Rojas, su colaborador habitual) apunta a movilizar al público sin efectismos ni golpes bajos, sino mediante un delicado armado de situaciones que refuerzan la construcción del verdadero cine.
Sin subestimar Durísima, conmueve sin caer en golpes bajos ni regodeos morbosos. Vicuña y Anaya, excelentes. Suele decirse que la pérdida de un hijo es la desgracia más terrible que puede ocurrirle a un ser humano. Por eso, filmar una película sobre ese tema es todo un riesgo: no es fácil mostrar lo que les ocurre a los padres después de semejante pérdida sin caer en golpes bajos, sentimentalismo, condescendencia. La memoria del agua lo consigue sin dejar de ser conmovedora. El planteo es tan simple como angustiante: se trata de ver cómo sigue la vida de un hombre y una mujer después de la muerte, en un accidente doméstico, de su único hijo (un niño de cuatro años). La gran pregunta es a qué puede aferrarse alguien para seguir adelante después de semejante mazazo. Hay otras, como si una pareja puede sobrevivir a esa desaparición o está condenada a extinguirse. Como en una suerte de estudio antropológico, la cámara sigue de cerca los pasos de Javier y Amanda en sus intentos por hacer el duelo, elaborar esa ausencia, ponerse otra vez de pie. Es asombroso el aplomo con que el director chileno Matías Bize -responsable, entre otras, de La vida de los peces, ganadora en 2011 de un Goya a mejor película iberoamericana-, de sólo 36 años, nos sumerge en este drama que no da respiro ni alivio en ningún momento: el peso de esa muerte está siempre presente. En manos de algún director made in Hollywood, esta historia habría tenido alguna moraleja tranquilizadora. Bize hace que todo esté teñido por la tragedia; no da posibilidades de olvidarse ni por un minuto de lo que ocurrió, pero sin regodeos morbosos. Tampoco es redundante: sin subestimar, permite que cada uno reconstruya la historia con los elementos narrativos indispensables. Es imposible ver la actuación de Benjamín Vicuña sin pensar en que atravesó la misma situación que está interpretando. Su trabajo es sorprendente: a tono con la película, transmite sin ampulosidad, apenas con gestos, miradas, tonos. La española Elena Anaya -conocida aquí por La piel que habito, de Almodóvar- está a la altura. Ellos contribuyen a que esta sea una de esas películas que se ven al borde de las lágrimas, y que siguen presentes -para bien o para mal- en el ánimo mucho tiempo después de haber salido del cine.
Peligrosa obsesión por los detalles El punto de partida de La memoria del agua es lo suficientemente denso como para implicar serios riesgos de desborde. Es lo que cualquier consejero atento y honesto le hubiese advertido a Matías Bize, el director chileno de 36 años, ganador de un Goya en 2011 con La vida de los peces. Una pareja se disuelve tras la muerte de su único hijo, de 4 años, un asunto con evidentes resonancias sentimentales para Benjamín Vicuña, protagonista del film junto con la española Elena Anaya. La historia empieza cuando esa relación se hace trizas. Bize dosifica la información argumental, la entrega en pequeñas grageas, pero lo cierto es que los minutos corren y no hay mucho más que eso: La memoria del agua es la lenta crónica del calvario al que los protagonistas parecen condenados tras acusar un impacto demoledor. Javier (Vicuña) intenta recomponer, pero Amanda, torturada por el fantasma de su desgracia, no está disponible. Hay un tercero en discordia, un viejo amor de ella que reaparece en ese momento, pero queda fuera de juego rápidamente. Si la película no desarrolla una línea argumental más rica es porque Bize se concentra obsesivamente en la angustia de sus dos protagonistas: la cámara los sigue de cerca, acompaña su inestabilidad, registra cada gesto, remarca hasta el hartazgo lo que queda claro muy pronto e insiste en el punto. Entonces debe resolver a las apuradas el desenlace: una simple nevada sirve como disparador de un improbable reencuentro, que no durará mucho y quedará entrampado en un registro cercano a la melosa publicidad de una prepaga. Bize no evita los lugares comunes y termina, así, exponiendo a los protagonistas, que ponen el cuerpo para enfrentar una dura batalla contra los estereotipos, pero no salen del todo indemnes.
Publicada en edición impresa.
Una película delicada, dirigida por Matías Bize, que toca el tema más doloroso: la muerte de un hijo que hunde a una pareja en el peor dolor. Una mirada profunda sobre la pérdida y la resiliencia. Muy buen trabajo de los protagonistas Benjamín Vicuña y Elena Anaya. Directo a la emoción.
Coincidencia con lo real intensifica este drama Un tema muy fuerte, tratado con delicadeza, el duelo por la muerte de un hijo pequeño, se hace todavía más fuerte y delicado cuando advertimos que el protagonista viene de sufrir una pérdida similar. Y no sólo protagoniza la obra, sino que también es uno de los coproductores, quizá porque de ese modo, en una especie de psicodrama que necesita hacer público, puede sentirse algo mejor. Al menos, el personaje no digamos que se siente mejor, pero logra descargar sus sentimientos. Por ahí va el nudo de la historia. No vemos la muerte, sino la pareja desgarrada. La mujer llora, no soporta seguir en esa casa, el hombre trata de contenerla y mantenerse firme, y ella no lo entiende. No puede entender por qué él quiere mantenerse de pie, como los hombres de antes. Sobreviene la ruptura. Cada uno intentará concentrarse en su trabajo. Él debe diseñar una casa para que otros sean felices. Hay silencios, callada evocación en los ojos, una soledad que no se comparte. Ahora no entendemos cómo ella tan rápidamente acepta la contención de otro hombre, pero, en fin, esas son cosas de los guionistas. En algún momento los miembros de la pareja rota volverán a encontrarse. ¿Pero volverán a reunirse, a reconstruirse como pareja? El director chileno Matías Bize ("Lo bueno de llorar", "La vida de los peces") va exponiendo esas etapas de tristeza con primeros planos concentrados en los rostros que dejan afuera todo el entorno, como suele ocurrir cuando la gente se concentra en su dolor. Emplea también colores suaves, melodías suaves, y un tiempo de invierno, pero con una fotografía tan bonita de Puerto Montt y Puerto Varas que a veces parece una publicidad. Se entiende, es el modo de hacer que el público pueda soportar mejor la historia. De hecho, la soporta y agradece. Dicho sea de paso, el tema hizo recordar a los viejos espectadores una película que aquí se llamó "Un día para mi amor" (Den pro mou lasko, 1977), del checo Juraj Herz, hombre más bien dedicado al cine fantástico. Una pareja joven pierde a su nena de tres años, que parecía llena de vida. La lloran, deben desarmar su piecita, deben seguir adelante, superar después algunas diferencias. Un dia la esposa vuelve a quedar embarazada. Vuelve a pintar la pieza. Y aparece la nena, como algo natural, le toca la panza y le pregunta "¿Le vas a hablar de mi?" Y ahí termina. En aquella época, Juraj Herz era un poeta.
Los protagonistas: la española Elena Anaya (“La piel que habito”) y el chileno Benjamín Vicuña (“Baires”) realizan una muy buena interpretación, en un tema tan doloroso y difícil como es la muerte de un hijo y como continuar la vida ante la pérdida de un ser querido. Uno de los problemas es que tiene un guión flojo y las actuaciones sobresalen sobre este.
Había muchas fichas puestas en La memoria del agua, la película de Matías Bize, sobre todo teniendo en cuenta el buen antecedente de su anterior trabajo (la multipremiada La vida de los peces). Pero el director chileno no logra sostener un trabajo bastante dispar, incluso con presencias fuertes como las de Benjamín Vicuña y Elena Anaya (el uso de los primeros planos muestra el dolor de sus protagonistas). La historia parte de una pareja en la mitad de la treintena cuya relación comienza a resquebrajarse a partir de la muerte de su hijo. Este suceso es bien manejado a través de un fuera de campo constante (no se mencionan las causas ni las circunstancias del fallecimiento hasta bien entrada la película), pero La memoria del agua resulta un melodrama que se va desinflando de a poco, falto de coherencia y cohesión.
Como en la mayoría de sus filmes, el director chileno de EN LA CAMA y LA VIDA DE LOS PECES tiende a centrarse en complicadas relaciones de pareja. En este caso, el dúo que atraviesa una situación conflictiva lo integran Benjamín Vicuña y la actriz española Elena Anaya (LA PIEL QUE HABITO) quienes interpretan a una pareja que se está separando un tiempo indeterminado después de la muerte de su pequeño hijo de cuatro años, ahogado en la pileta de su casa. El es un arquitecto y ella una traductora, y ambos sufren las consecuencias psicológicas de la pérdida, pero mientras él quiere sostener la pareja es ella la que desea alejarse de él y, de hecho, empieza a tener una relación con un ex. La película seguirá el derrotero emocional de ambos. El, a quien ella acusa de ser incapaz de llorar la pérdida, ocupa su tiempo en construir una casa veraniega para una pareja amiga y en apariencia feliz. Ella, en tanto, debe enfrentar situaciones en su trabajo que le impiden despegarse de lo que le sucedió. En la mejor escena actoral del filme (aunque un tanto forzada desde el guión), Anaya se ve enfrentada a traducir a un médico que habla de lo que sucede en el cuerpo de una persona cuando se ahoga, mientras trata de contener las lágrimas y de que no se le quiebre la voz. memoria_del_agua_stillTodo esto es preludio para un reencuentro en el que saldrán a la luz detalles de la relación y de lo que sucedió con el niño, al que jamás vemos. Pero lo que más le importa a Bize no es resolver ningún misterio ni echar culpas ni hacer juicios sino seguir de cerca la evolución emocional de los personajes, cómo elaboran su dolor (la contradicción entre intentar volver a tener una cierta normalidad en sus vidas mezclada con la culpa por lo que sucedió y por seguir vivos). Si bien, como en la escena de la traducción, hay algunos apuntes narrativos un tanto forzados y escenas supuestamente poéticas que bordean el realismo mágico, LA MEMORIA DEL AGUA se sostiene gracias a la complejidad de los personajes, que no son tan lineales y previsibles como suele suceder en este tipo de dramas, y a los dos extraordinarios actores que los interpretan. Para los que están al tanto de ciertos hechos de la vida real (la hija de Vicuña y Carolina “Pampita” Ardohain murió, en 2012, a los seis años) la película probará ser un tanto más ardua de digerir desde lo emocional ya que resultará difícil separar al popular actor del personaje. Pero no se trata de una elección de casting, digamos, morbosa, ya que fue el propio actor quien quiso hacer la película, acaso por motivos personales que no corresponde analizar aquí. Lo cierto es que es inevitable pensar en eso al ver LA MEMORIA DEL AGUA, lo que vuelve a la película más verdadera, emocionalmente, y más incómoda a la vez.
Bella tristeza La nueva película del actor Benjamín Vicuña aborda con delicadeza la crisis de una pareja tras la pérdida de su hijo. Es inevitable asociar a Benjamín Vicuña con la historia que plantea La memoria del agua. Casi como en su pública vida real, la película que protagoniza el actor sigue el duelo y la crisis de una pareja que intenta resistir y reconstruirse tras la muerte de su pequeño hijo en un accidente doméstico. Ellos son Javier y Amanda, muy bien interpretados por el chileno y la española Elena Anaya (afortunadamente, ninguno de ellos es obligado a falsear su acento original), quienes logran trasmitir la intensidad de la pérdida solo con miradas y gestos minimalistas. Así, en medio de una arquitectura que abunda en silencios y primeros planos, el filme comandado por el joven director chileno Matías Bize (La vida de los peces) cumple la función de encarnizar la soledad y el desasosiego de esos papás, aunque sin caer en sentimentalismos ni golpes bajos. Por el contrario, como en un rompecabezas, la tragedia se construye borrosa y delicadamente a retazos, desde lejos, a través de los diálogos y las interacciones de los protagonistas. No se trata de profundizar en lo ocurrido, sino más bien de saber si estas dos personas podrán superar esa instancia y volver a estar juntas a pesar de ello. Quienes han perdido a un ser querido saben que el duelo es individual y que, a la par del sufrimiento personal, la vida continúa para esos otros que acompañan o atestiguan la situación desde afuera. Con ese contraste también juega el director Matías Bize para hacer progresar la narración, poniendo en juego grandes cuestiones humanas como la inevitabilidad de la muerte, la existencia (o no) de un plan divino y la importancia de los vínculos para poder sobrellevar cualquier instancia que la vida nos pone por delante. Por todo ello y aunque no es alegre, La memoria del agua se vuelve una historia necesaria. Y de yapa, está bellamente contada.
“La memoria del agua” aborda la historia de amor de una joven pareja que tras la muerte de su hijo lucha por mantener su relación. Esta vivencia los ha fracturado como pareja, y a pesar de lo mucho que se quieren no pueden sobreponerse a la inmensa pérdida. Ello da lugar a una sutil construcción de sus nuevas vidas, y sus movimientos por olvidar lo que fueron como pareja. La posibilidad de un nuevo reencuentro aparece y ellos saben que esa decisión podrá cambiar el sentido de sus vidas para siempre. Se trata de una realización que revela la angustia desgarradora en la que se ven sumidos los protagonistas, e ir siguiendo la narración sobre las vidas de Javier (Benjamín Vicuña) yAmanda (Elena Ayala) luego de la muerte del pequeño hijo en un accidente, hecho que los marcará profundamente sacudiendo los cimientos de de sus relaciones humanamente considerados. Guionistas y director llevan al espectador a transitar con marcada tensión el desarrollo del relato a través de una narración contenida y efectiva en su exposición. Matías Bize, ganador del premio Goya por “La vida de los peces”, en el 2011, logras conmover con apropiado nivel expositivo evitando recurrir a golpes bajos, conduciendo a un elenco que traduce lo sustancial de los personajes que le ha tocado en suerte. En suma, una historia pequeña, pero emotiva, traducida con sensibilidad.