La nueva y muy buena película del realizador de “El escarabajo de oro” combina ficción y documental para contar una historia acerca de la puesta en escena de una opera en el Teatro Colón en medio de una situación política y económica caótica. De entrada la voz en off de María Villar nos aclara –cual introducción a un filme de la Nouvelle Vague– los temas que tratará la película y los personajes que tendrá. De ese cúmulo de posibilidades desplegadas empiezan a surgir un par de líneas. Primero, sabremos que el filme construye una ficción en base a un hecho real: la opera que montó en el Teatro Colón el compositor alemán de vanguardia Helmut Lachenmann en base a “La vendedora de fosforos”, de Hans Christian Andersen. Luego, los actores, la ficción: Walter (pronúnciese Valter) Jacob es el que tiene que hacer la régie de la opera en cuestión aunque no tiene idea cómo hacerla ya que ni siquiera está seguro de considerarla una opera. En tanto, Marie (Villar) interpreta a su mujer, quien –además de acompañar a una anciana y eximia pianista, encarnada por Margarita Fernández– se ocupa de su pequeña hija mientras él trabaja en el teatro. Entre los ensayos de la opera, las dificultades de Walter para entender cómo hacer la puesta en escena de ese material y las dificultades de la pareja de encontrar un lugar donde dejar a la niña aparece un conflicto que lo ensombrece todo aún más: los músicos de la orquesta están en huelga. Y no solo eso: también hay paros de transporte y otros conflictos sociales que dificultan las vidas de todos. A la niña hay que dejarla viendo películas en la casa de la señora (tiene para elegir entre AL AZAR BALTAZAR, de Robert Bresson, y EL HOMBRE ROBADO, de Matías Piñeiro; elige la primera) y sus padres la utilizan para ensayar o buscarle la vuelta a la opera hasta que queda en claro, por diversos motivos (no literales como la luz y la oscuridad, pero casi), que la niña no es otra cosa que la vendedora de fósforos en cuestión de esta nueva versión. Así, entre discusiones sobre la guerrilla alemana de los años ’70, los conflictos éticos surgidos de la apropiación de la música de vanguardia por la burguesía como “algo exótico”, debates acerca de un posible volcán italiano, asuntos de dinero (una constante en la obra tanto en cine como en teatro del realizador de EL ESCARABAJO DE ORO) y reflexiones sobre una Argentina en la que el poder está sustentado por los “dueños de todo” (la puesta en el Colón fue en 2014, pero uno supone que esos textos se refieren más al presente, si bien el filme deja las puertas abiertas a ser leído como uno prefiera), padre, madre e hija juegan su pequeña y realista versión del cuento de Andersen o de la película de Bresson, con la niña como la Baltazar de la historia, pasando de mano en mano hasta transformarse en una suerte de divinidad familiar.
La cocina del arte La vendedora de fósforos (2017) toma la puesta de una ópera alemana en Argentina como herramienta para desarrollar los porvenires artísticos, políticos e ideológicos que giran alrededor de una obra. La forma de making off ayuda a la película de Alejo Moguillansky (El escarabajo de oro) para reflexionar sobre los diferentes elementos aledaños que confluyen en el armado de un relato. La música clásica de Beethoven, Bach, Mozart, Ennio Morricone, entre otros, produce en palabras del teórico David Bordwell una “narración de arte y ensayo” en todos los sentidos. En 2014 Helmut Lachenmann trata de montar la ópera La vendedora de fósforos, el clásico cuento de Hans Christian Andersen, en el Teatro Colón con su orquesta estable en huelga. La odisea desprende varias líneas argumentales: Por un lado la protagonista María (María Villar) que ayuda a Walter (Walter Jakob) en la adaptación mientras crían a su pequeña hija, que juega por momentos a ser la niña del cuento. Por otro lado una veterana pianista argentina, que proyecta a la niña películas de Robert Bresson. Por último la política, entre luchas sindicales con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, el elenco estable se encuentra en huelga, y los sindicalistas interfieren. La foto e ideología de Karl Marx ronda el relato. La vendedora de fósforos es una película ensayo, autoconsciente en todo momento de su construcción. Para ello toma la construcción de la ópera y la cruza con infinidad de textos, relatos y autores para hacer una reflexiva apreciación sobre el arte. Pero no es sólo raciocinio, el trabajo de Alejo Moguillansky es musicalizado con los grandes autores clásicos (cuyas partituras muestran las costuras del proceso creativo en constante mutación) mientras los significados de las referencias “hablan” de los personajes. De este modo la vida cotidiana se complejiza del mismo modo que la ópera a realizar. Los popes del arte musical, literario o cinematográfico fusionan sus obras en el entramado contemporáneo junto a las ideas intelectuales que problematizan al hecho artístico. En el medio hay una película que interviene las múltiples referencias y esboza una reflexión final. Una película intelectual, de arte y ensayo, rica en significados en cuya decodificación hay una lectura exquisita sobre los alcances del arte.
La niña, la chispa y un alemán en el Colón. En primer plano, ese que lo dice todo, como suele ocurrir en cada propuesta cinematográfica de Alejo Moguillansky. La honestidad en el libre juego de la creación cuando las cartas se apoyan en el paño, sin trucos y con la transparencia lúcida de ese cine que se piensa a sí mismo, que no se amilana a la hora de arriesgar algo que va por debajo de un argumento, aunque cierto argumento surja desde la espontaneidad y de pensar al todo como una gran secuencia, unida por una mezcla de metafísica y materialidad impregnadas, que se disuelve en el transcurrir de la ficción y el documental encastrado como las piezas de un mecano. El mecano, aquel juego de viejos tiempos que parece haber vuelto para los milenians a pesar de los niños y sus redes virtuales, a pesar de la lógica del capitalismo consumista que en una pantalla dicta a qué hay que jugar. El mecano y sus piezas retrotraen a quien escribe a recuerdos de infancia de otros, no de la propia y La vendedora de fósforos literaria, la de ese cuento de Christian Andersen sobre la fragilidad de los niños y la indiferencia de los adultos, sobre el poder de la imaginación para escaparle a la tragedia del hambre y del frío, que se consume en cada cerilla como los deseos y los sueños, no es otra cosa que la exposición poética de la tristeza de los niños frente a un mundo que no conocen. Algo así le pasó al director de Castro, fiel a esos personajes que se subían al “bondi” por las diagonales de La Plata. Lo suyo no fue un “bondi”, pero el viaje a lo incierto estaba presente en el teatro Colón, en 2014, en la puesta a cero de una ópera inspirada en el cuento antes mencionado y sobre todas las cosas en un compositor extranjero, invitado para salir de esa Europa ordenada a la caótica Buenos Aires, con atmósfera de arte en medio de pancartas por reclamos salariales, con el movimiento propio de un ensayo en medio de quietud de paro de transportes para que nadie llegue a ningún lugar y con ese intenso pero a la vez saludable malentendido por falta de comunicación, tan propio de la esquizofrenia de las antiparras de los dirigentes o políticos con la triste realidad del frío y del hambre que a veces nos derrota porque conocemos el final del cuento. Y entonces, todo comienza en una llama, barajar y dar de nuevo. Lo nuevo y su final incierto, ya nada es lo mismo en aquel primer plano del ensayo. El desdoblamiento se extiende, se ensancha porque los músicos tocan y actúan; porque los actores además de actuar sus personajes son ellos mismos viviendo la experiencia de La vendedora de fósforos cinematográfica, para que se piense y encuentre en ese escenario de tablas y palcos, que rodean un mundo de representación escénica, la mejor manera de hacerle justicia a una ópera que más que ópera es un salto al vacío de un director alemán incomprendido, como los sonidos que emanan de instrumentos tradicionales y entran en conflicto permanente con la armonía de una melodía y hasta con los oídos, los cuales procuran descifrar esas cadencias o atonalidades. Pensar en un argumento para La vendedora de fósforos es lo mismo que escuchar con un solo oído pero eso no significa en absoluto que todo deje de ser transparente, siempre desde lo lúdico, asociado al trabajo metódico pero de la mano de lo emocional como suele ocurrir en el cine sensible de Alejo Moguillansky ; en cada una de sus películas donde la realidad irrumpe siempre que la ficción trate de encuadrarla.
La vendedora de fósforos, nueva película de Alejo Moguillansky (Castro, El Loro y el Cisne, El escarabajo de Oro), es en sí misma un festival lúdico que combina diferentes estilos y géneros para, a partir de la deconstrucción del cuento del mismo nombre ideado por Hans Christian Andersen; y los ensayos de la orquesta del Teatro Cólon junto al músico alemán Helmut Lachenmann -quien hacia 2014 intentara montar la ópera basada en dicho texto- construir una ficción original plagada de enredos. En el medio de eso están Marie (la siempre genial María Villar), y Valter (Walter Jacob), una pareja que con horarios complicados y dificultades económicas, intenta criar a su hija Cleo (Cleo Moguillansky). Valter está involucrado en la puesta en escena de la ópera de Lachenmann, pero no tiene muy en claro si realmente es una ópera o como abordar su tarea, por lo que Marie aporta muchas ideas y recursos, aún cuando esto signifique resignar horas a su nuevo empleo en casa de una antigua pianista. Fiel al estilo del cine de Moguillansky, el relato se irá abriendo en diversas direcciones, incluyendo cartas de amor con un guerrillo alemán, debates políticos y sobre lo que significa ser un artista vanguardista e incluso una escena en la que Cleo debe elegir cual película ver mientras su madre trabaja. Allí habrá dos opciones: Al azar Baltasar de Robert Bresson o El Hombre Robado de Matías Piñeiro-, y esa elección dictará de forma indirecta, su rol dentro del film. El resultado es un film desopilante y maravilloso, cargado de referencias de toda índole, con el plus de contar con excelentes actuaciones y sobre todo, una perfecta musicalización.
Ensayo de orquesta. En el excelente documental sobre montaje cinematográfico “The Cutting Edge” Martin Scorsese dice sobre la primera vez que vio una película de Godard: “Me encantó, no sabía qué demonios estaba pasando.” Cuando veo las películas de Alejo Moguillansky sé lo que está pasando, no es un cineasta confuso para nada, pero la libertad de movimiento para manejar tantos niveles sin volverse oscuro, su capacidad de ser muy sofisticado y simple a la vez es algo que me supera. Me supera en el sentido de que me produce todo tipo de emociones, siento que todo lo que hace me fascina y al mismo tiempo no veo todos los días películas como las de él. El cine de Alejo Moguillansky, y La vendedora de fósforos lo confirma, es un cine apasionante en el sentido más literal que le puedan encontrar a la palabra. ¿Cuántas cosas pueden pasar en una sola película? ¿Cuántos niveles se pueden trabajar en un film independiente, con un número limitado de locaciones y personajes? El mundo de Moguillansky parece infinito. El mundo es infinito y el director en lugar de encerrarlo en la duración de la película, parece mostrarnos esa inmensidad en cada una de sus películas. Su cine es estimulante. Perdón por hacer una segunda cita pero recuerdo la frase de Marlene Dietrich sobre Orson Welles cuando filmaron juntos Touch Of Evil (1958): “Cuando termino de hablar con Orson, siento que soy una planta que ha sido regada.” Al ver La vendedora de fósforos la sensación es la misma. ¿Pero de qué trata la película La vendedora de fósforos? La primera suposición es correcta, la historia del cuento de Hans Christian Andersen está en el centro de la trama, con lujo de detalles nos cuentan la historia, la repiten, la recreen, la actúan, la reescriben. Como un espejo aparece también la historia de Al azar Balthazar (1966) la obra maestra de Robert Bresson. La vendedora tiene un destino trágico, como Balthazar, como la puesta en escena de esa ópera moderna en el Teatro Colón amenazada por una huelga de transporte. Un compositor vanguardista que ha estado en las peleas político culturales en su país, Alemania, y que llega a la Argentina ha ver como la lucha gremial pone en jaque su imposible obra de avanzada, una inusual puesta de la ópera La vendedora de fósforos. Pero los protagonistas son Walter y Marie, que sobreviven con la música y mantienen a su hija como pueden. Buscan encontrarle algo de orden y lógica a la ópera para que pierda algo de su absoluta aridez. Una gran pianista ya veterana para la que trabaja María y que tiene una historia en su pasado con un guerrillero alemán. También hay lugar para Leonardo Da Vinci, Sergio Leone y Ennio Morricone, en las imágenes y la música de Once Upon a Time in the West (1968). Las capas se superponen, siempre con un fino y juguetón sentido del humor y las lecturas se multiplican. No hay escena que no sea interesante o tenga una resolución brillante. El origen real de la historia y muchos de los personajes haciendo de ellos mismos parecen ubicar a la película dentro del género documental, pero Moguillansky, como sus personajes, agrega lecturas y capas que sin duda le otorgan una construcción completamente de ficción. El arte, las vanguardias, el clasicismo, la lucha de clases, la política, el amor, los problemas terrenales confrontados a los dilemas de los artistas intelectuales. La historia transcurre en el 2014, con una coyuntura política muy diferente a la del 2018, cuando se estrena la película, pero en la misma trama queda claro que muchas cosas no cambian. “Encenderé otro fósforo para seguir viendo cosas hermosas” repiten varias veces a mitad de la película cuando recreen una vez más el cuento de Andersen. Entre las posibles aproximaciones que se puedan hacer para interpretar la película, esta sin duda es una de las más poéticas. El sentido del arte, del cine, de la vida. Encender una luz para seguir viendo cosas hermosas, aunque el destino de la vendedora y del protagonista del film de Bresson finalmente sea trágico. Pero después de todo: ¿Qué destino no lo es?
La creación política y artística de una obra esconde secretos y detalles que pocas veces llegan a aquellos que terminan consumiéndolas. Alejo Moguillansky construye un potente relato en el que la interdisciplina sirve para enunciar ideas sobre la vida, las relaciones, los hijos, la construcción de la verdad y el snobismo que circunda a grandes obras.
Como en algunas de las películas anteriores de Alejo Moguillansky -El loro y el cisne, El escarabajo de oro- los límites entre realidad y ficción se desdibujan en La vendedora de fósforos. Algo lógico si se tiene en cuenta que nació por un encargo que el Teatro Colón le hizo en 2014: la filmación de un documental sobre el montaje de la ópera de Helmut Lachenmann basada en el cuento clásico de Hans Christian Andersen. Así, el compositor alemán -que vino a Buenos Aires para la puesta en escena- es uno de los personajes secundarios, como también lo es la pianista y docente Margarita Fernández, estudiosa de su obra. Los personajes “ficticios” están a cargo de los actores Walter Jakob y María Villar, como una pareja que intenta mantener a su hijita Cleo trabajando en el esquivo mundillo cultural. Todo esto queda expuesto desde la primera escena, cuando la voz en off de Villar nos explica, en primera persona, los lineamientos básicos del artificio que veremos a continuación. Un comienzo con el sello estilístico de El Pampero, la productora que Moguillanksy comparte con Mariano Llinás, Laura Citarella y Agustín Mendilaharzu. Lo que sigue es un experimento lúdico que por momentos tiene su gracia y su belleza, y en otros abandona el tono de liviandad a la Rohmer y queda en offside por pretencioso, por esforzarse demasiado en la búsqueda de trascendencia y profundidad. Es simpático, por ejemplo, ver cómo Walter hace agua como régisseur y Marie (Villar) cumple esa función desde las sombras. O el “casting” de la fosforera, que tiene su magia. El contrapeso está dado por las reflexiones sobre vanguardia artística y vanguardia política, y sobre la situación argentina -hay un paro transporte como telón de fondo-, que se quedan a mitad de camino y resultan apenas esbozos borroneados.
El montaje de una ópera en el Teatro Colón. Una pareja (Walter Jacob y la siempre notable María Villar) que se ocupa como puede de criar a su hija pequeña mientras ambos trabajan. Una vieja y brillante pianista (Margarita Fernández) a la que la protagonista le roba sus ahorros para comprar un piano. Música clásica por mayor y un homenaje (con recreación incluida) a Al azar Balthasar, el clásico de Robert Bresson. Todo eso -y bastante más- es lo que propone el director de El escarabajo de oro en otro de sus patchworks cinéfilos y rompecabezas de géneros, estilos y referencias. En esta producción de El Pampero Cine, Moguillansky se basó en un hecho real (en enero de 2014 el compositor alemán de música concreta Helmut Lachenmann vino al Colón para presentar su versión de La vendedora de fósforos, transposición del cuento de Hans Christian Andersen) para a partir de allí construir una ficción dominada por enredos, equívocos y desventuras varias. Walter (o Valter) es el responsable de la régie de la ópera y María (o Marie) va y viene del Colón a su casa y de su casa al estudio de la pianista para la que trabaja tratando de cuidar a la pequeña. Entre los típicos conflictos de pareja, de maternidad/paternidad y económicos, el director va describiendo también los ensayos de La vendedora de fósforos (muchas veces complicados por huelgas de la orquesta o paros del transporte) y las distintas ideas de puesta en escena que Marie le va proponiendo cada día a un cada vez más desconcertado Walter. No es difícil encontrar paralelismos entre la protagonista de la historia original de Andersen y la de la pequeña hija del matrimonio, pero igual la cosa se complica cada vez más con cuestiones como, por ejemplo, la historia de unos guerrilleros del Ejército Rojo alemán en la década de 1970 o los debates sobre la pertinencia o no de la música avant-garde ¿Que son demasiadas cuestiones y ramificaciones? Puede ser. Pero en el exceso, la acumulación, el espíritu lúdico, el sentido coreográfico, el off muchas veces literario y cierta propuesta si se quiere pretenciosa reside también el encanto y la particularidad del cine de Moguillansky. Tómelo o déjelo.
Su desarrollo resulta muy creativo, con momentos intimistas, tiene magia y fantasía, hay que saber usar la imaginación, meterse en ese universo, se va combinando la ficción y el documental. Recordemos que se proyectó en BAFICI (19).
Otro juego de reflejos y refracciones En una suerte de diálogo entre la cultura argentina y la extranjera, el director trabaja con planos de lo real y lo ficticio, y utiliza la autorreferencia para responder a las críticas a su cine. Es la segunda ocasión en que Alejo Moguillansky titula una película con el nombre de una obra preexistente y eso no tiene nada de casual. En El escarabajo de oro (2014), una troupe de cine remedaba sin quererlo aventuras que se parecían y no tanto a ese relato de Edgar Allan Poe (y de La isla del tesoro, dicho sea de paso), de modo que ambos planos, el de la realidad cinematográfica y el de la ficción evocada, se reflejaban entre sí. En La vendedora de fósforos, presentada también como aquella en el Bafici (edición 2017), la troupe de cine es remplazada por una de ópera, reunida para poner en escena el cuento homónimo para niños escrito por Hans Christian Andersen. Lo cual aproxima, a su vez, al film más reciente del autor de Castro (2009) a su opus 2, El loro y el cisne (2013), donde un elenco de danza ensayaba una versión de El lago de los cisnes, cuya trama funcionaba como espejo más o menos deformante de la historia de los protagonistas. En todos los casos, lo que parece interesar a Moguillansky (1978) es ese juego de reflejos y refracciones que se establece entre dos planos de lo real (y lo ficticio), así como el hablar, a través de una ficción, de lo real de la creación de esa ficción. Moguillansky parecería poner también en escena, en sus películas, una serie de diálogos entre la cultura argentina y la extranjera, europea o estadounidense. Tchaikovsky y el grupo de danza de El loro y el cisne. Poe, Stevenson y los cineastas de El escarabajo de oro. Ahora se trata de la relación entre el danés Andersen y el Teatro Colón, pero también, y sobre todo, de la vanguardia europea (musical y política), y el arte y la política locales. Las relaciones que la película plantea no son exactamente de diálogo de ida y vuelta, pero tampoco de asimilación mecánica, colonial. En los tres casos, el Norte aparece lejano, casi fantasmal, poco procesado por los relectores del Sur, que de modo absolutamente práctico, irreverente a veces, intentan “traducir” aquellos textos canónicos a la circunstancia en la que están (cosa que sucede en El loro... y aquí), o los convierten sin darse cuenta en hechos concretos, en lugar de obra artística. Que es lo que ocurre en El escarabajo... Aquí, un joven regisseur llamado Walter (Walter Jakob, cuyo nombre sirve de juego metaficcional) es contactado por Helmut Lachenmann, compositor alemán de música contemporánea (el propio Langemann, haciendo de sí mismo) para que dirija, en el Teatro Colón, una versión de aquel tremebundo relato de Andersen, en el que una niña castigada por su padre muere en la calle, de frío e inanición. Sin saber muy bien para qué lado encarar –en estos días el personaje puede funcionar también como referencia a Jorge Sampaoli–, Walter pide ayuda a su esposa Marie (María Villar), pianista que al mismo tiempo comienza a tomar clases con una anciana dama. En este punto aparece un tema, el de la escasez de dinero que suelen sufrir los artistas, que Moguillansky había tratado en una obra de teatro (Por el dinero) que cuatro años atrás puso en escena en el Teatro San Martín. Aparece también el motivo de la culpa paterna (del cineasta y de sus personajes), por no poder cuidar como deberían a su pequeña hija Cloe, que para terminar de fusionar planos no es otra que la hija del realizador. Tal como ocurre con la falta de dinero (que llevará a Marie a cometer un acto no precisamente loable), otros elementos de lo real se interponen en el de por sí desorientado camino artístico de Walter. Básicamente, un paro de transportes, que acentuará los problemas y desencuentros sobre el final. Y que de alguna manera reflejará, a la distancia, el combate contra la burguesía de los jóvenes europeos de los 60, traducido al aquí y ahora. Elementos provenientes de otros universos ficcionales (la película Al azar Baltasar, de Robert Bresson, básicamente) colaborarán también para darle a La vendedora de fósforos forma de rapsodia, estilo de composición musical que del realizador de Castro inevitablemente adopta para sus creaciones. Rapsodia y fuga: como si se tratara de aspiradoras agujereadas en la parte de atrás, las películas del realizador chupan a gran velocidad los más variados polvillos (el cuento de Andersen, la autobiografía, la vanguardia europea de la segunda mitad del siglo, las Brigadas Rojas alemanas, la contemporaneidad argentina), los procesan y terminan disparándolos otra vez hacia afuera. El factor comedia está dado esta vez más por el tono que por gags o escenas concretas, así como la velocidad, y por lo tanto la locura del relato, aparece algo más ralentada, más sosegada que en El escarabajo... Contrariamente, la autorreferencia se vuelve más explícita. Cuando Lachenmann monologa, sobre el final, sobre el rechazo de las experiencias artísticas de vanguardia por parte de la vanguardia política, en la Alemania de fines de los 60, es casi transparente que el monólogo funciona como respuesta de Moguillansky a las acusaciones de formalismo, diletantismo y apoliticismo que tanto sus películas como las de su productor, Mariano Llinás, y su compañero de ruta, el realizador Matías Piñeiro, suelen recibir por izquierda.
“La vendedora de fósforos”, de Alejo Moguillansky Hace unos años el artista vanguardista Helmut Lachenmann montó en el Teatro Colón una ópera que tenía como base a “La vendedora de fósforos”, del alemán Hans Christian Andersen. La película de Alejo Moguillansky (El escarabajo de oro, El loro y el cisne, Castro, La prisionera), parte de ese suceso para construir un relato que tiene como protagonistas a una pareja: Walter (Walter Jacob), contratado para hacer la regié de la ópera y Marie (María Villar), que sobrevive como acompañante de una gran pianista (Margarita Fernández). Problemas económicos, una hija que se cría como puede entre los dos -la nena se entretiene viendo en la tele Al azar de Baltazar, de Robert Bresson- y la obra que incluye a un foco guerrillero de la Alemania de los setenta va desandando la puesta entre conflictos gremiales de la orquesta y afuera, todos los problemas sociales que se filtran en el augusto teatro. Una niña que va camino a ser la niña de La vendedora de fósforos del presente, movimiento frenético de los personajes, apuro, zozobra (a la manera de Castro, ganadora de la 11º edición Bafici), realismo en falsete, apelaciones a lo onírico y homenajes. Puro y genuino placer cinéfilo. Esta reseña fue publicada en ocasión del estreno de la película en el Bafici 2017, en donde ganó la Competencia Argentina. LA VENDEDORA DE FÓSFOROS La vendedora de fósforos. Argentina, 2017. Guión y dirección: Alejo Moguillansky. Intérpretes: María Villar, Walter Jakob, Helmut Lachenmann, Margarita Fernández y Cleo Moguillansky. Fotografía: Inés Duacastella. Música: Helmut Lachenmann. Edición: Alejo Moguillansky y Walter Jakob. Sonido: Marcos Canosa. Duración: 71 minutos. Estreno en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Corrientes 1530).
En una escena de La flor, un equipo de filmación presidido por Walter Jakob recala en un destartalado motel de la provincia, donde una siniestra empleada se dispone a entregarles un cuarto. A continuación vemos cómo la mano de la mujer pasa por las llaves de las habitaciones 3, 2 y 1. Este plano es idéntico al que alguna vez hiciera Alfred Hitchcock en Psicosis, con la diferencia fundamental de que en la película de Llinás dicho proceder se encuentra, en su totalidad, vaciado de sentido. Mientras que en la obra maestra de Hitchcock esas llaves resultaban una clave del proceder simbólico del film (1) dada la ambivalencia que esa numerología implica, en La flor no existe ninguna relación que vaya más allá del efecto o la referencia vacua. Dicho plano, al ser ejecutado en la forma más esquemática imaginable, no hace más que recalar en el más puro kistch (2), en el más craso Kinderspliel. El gran tema a desarrollar en La vendedora de fósforos es el kistch, no solo por las referencias a otras obras que este film posee, sino también por la cuestión de qué proceder simbólico las une. El kistch, como lo definiera Broch, resulta de la transposición perversa de un elemento perteneciente a una configuración particular dentro de un lugar o espacio ajeno, por fuera del estrato del que es originario; es decir: poner algo en otro lugar, sin saber lo que este significa -o saber no mostrar que se sabe, lo cual es lo mismo. El film presenta el montaje de una opera contemporánea sobre La vendedora de fósforos, el cuento de Andersen; aquí, la configuración kistch entre la opera de Lachenmann (donde no hay personajes ni historia) y el relato iniciático-tradicional en que esta basada (el cuento) es pasada por la luz del camp, donde se logra una sana ironía que cura el vaciamiento propio del kistch. Se nos introduce al dueto de cómicos personajes (unos integrantes de la orquesta del Colón) que comentan al estilo corifeo el devenir de la opera (donde el volcán Mongibello, por ejemplo, podría ser una parte de la obra, un personaje secundario o una burda alegoría). Incluso la figura del propio Lachenmann resulta decisiva en este sentido; más aún, él es el eje del aparato kistch del relato, en su proceder sería lo mismo escribir un concierto para violín que elaborar una ópera. El film describe la obra de Lachenmann como una construcción perpetua (inconclusa e imposible de concluir), donde se pasean voces en off con acentos inventados, onomatopeyas incomprensibles y un diseño musical inexistente. Aquí se encuentra la clave del hacer lúdico de Moguillansky, su film es menos una risible sucesión de hechos destartalados que en un rimbombante tapiz, donde cada travesura es una respuesta a un hacer caótico y des-centrado. Resulta vital recordar el final del film, cuando Jakob y Villar buscan a Cleo mientras alrededor presenciamos una parafernalia intrascendente, nimia y accesoria, o cuando Lachenmann confiesa su devoción por Ennio Morricone. De todas formas, Moguillansky falla cuando persiste en imponer un tono solemne a su narración. El conflicto gremial queda como un comentario parcial confinado al fuera de cuadro, el parlamento de Villar sobre la izquierda resulta vetusto y colgado, tanto como la carta destinada a Margarita Fernández, que sufre de un destino similar. Si bien La vendedora de fósforos logra representar el kistch desde la sana mirada del camp, ciertos pasajes del film rozan con extremo peligro esa forma del vaciamiento estético. Dan cuenta de ello el fragmento de Erase una vez en el Oeste durante la escena en el bar o la agotadora (y agotada) referencia a Au Hasard Balthazar con la que insiste Moguillansky. Se sobreentiende que hay un fondo común entre las jugarretas de Jakob, Villar y Cleo y las pantomimas de Bresson; pero llegar al dislate de copiar ese film, plano a plano, en una abstracción personificada propia de la opera de Lachenmann, no es más que un kinderspiel de lo que puede hacer Moguillansky, que es mucho.
El cine argentino, sobre todo el post NCA, siempre preocupado por el realismo, pocas veces supo entregarse a las libertades del juego. Las películas de Matías Piñeiro y de Alejo Moguillansky fueron dos felices excepciones a esa regla. La vendedora de fósforos, de Moguillansky, parece querer dialogar directamente con el cine de Piñeiro: los gustos, los personajes, los conflictos y los universos de uno y otro se funden hasta que ya no se sabe bien dónde empieza uno y termina el otro. La preparación de una ópera contemporánea es el puntapié inicial de un disparate alegre donde se cruzan los temas de la pareja, la infancia y el arte. Todo es ligero en el mejor de los sentidos: los personajes se desplazan sin restricciones por el espacio y hablan musicalmente. La cosa empieza cuando a un director le encargan la dirección de La vendedora de fósforos, de Helmut Lachenmann: ese punto de partida empuja a los protagonistas a un frenesí de actividades que incluyen ensayos, escribir, asistir a una pianista y cuidar de una nena. El director se rompe la cabeza, aunque sin demasiado éxito, para imaginar una puesta que se ajuste a las necesidades de esa ópera imposible. A pesar de los contratiempos, nadie parece pasarla mal en esta comedia de enredos sobre las formas de convivencia entre trabajo y familia. La película se muestra fascinada con sus actores, desde la presencia siempre luminosa de María Villar hasta la pequeña Cleo, que pareciera hacer de ella misma. Como Piñeiro y las bougueroteadas de La princesa de Francia, Moguillansky entiende que la mejor manera de acercarse al arte contemporáneo “complejo”, a veces “prestigioso”, es desacralizándolo, tomándoselo en solfa. Al mismo tiempo, la película describe los ensayos de la orquesta apelando a un registro documental que presenta el mundo fascinante de la preparación de una obra con decenas de músicos donde, entre otras cosas, pueden surgir discusiones sindicales imprevistas. Lo real se cuela con toda su carga política en esta película sobre el artificio y la felicidad de la creación.
La vendedora de fósforos cuenta la historia de Walter y Marie, un matrimonio joven, y de su hija, Cleo. Walter está encargado de armar la puesta en escena de la ópera La vendedora de fósforos, una obra avant-garde escrita por el músico alemán Helmut Lachenmann basada en el cuento de Hans Christian Andersen. Marie, mientras tanto, trabaja como asistente de la pianista Margarita Fernández. Las dificultades que encuentra Walter para concebir una puesta en escena que acompañe acordemente la composición asonante de Lachenmann y los problemas de Marie para balancear su trabajo y el cuidado de su hija son estructurados alrededor de reflexiones sobre el rol y la utilidad del arte en el mundo, así como algunas ideas (un poco más superficiales y, en buena medida, paródicas) sobre la política. Alrededor de la composición cacofónica, hostil y salvaje de Lachenmann, y quizás como un balance entre eso y la incomprensión de esa no-ópera, Moguillansky construye un relato que está lleno de rimas. A lo largo de la película se suceden ecos y respuestas en un diálogo constante consigo misma, exactamente lo contrario a lo que (parece) ocurre en la música. Esta autorreferencialidad es atractiva, le da cierto orden al aparente caos y hasta es muy satisfactoria cuando elementos que parecían arbitrarios toman sentido con el desarrollo de la película. Eventualmente esta autoconciencia se vuelve un poco más forzada a medida que los paralelismos entre la historia de Walter y Marie y el cuento de Hans Christian Andersen devienen más obvios. Es cierto que la película es transparente en cuanto a esto: desde los primeros segundos se anticipa mediante la voz en off de María Villar (Marie) que es una obra sin personajes, sin escenografía. Anticipa, como los folletines de las óperas (recurso que, a su vez, Walter utiliza para resolver la puesta en escena de la obra), lo que vamos a ver. Los diálogos ágiles, irónicos y veloces de sus personajes, así como las buenas actuaciones de María Villar y Walter Jakob, llevan el relato con mucha dinámica y logran que el balance entre ellos y los momentos más reflexivos, que en otro contexto podrían ser demasiado pretenciosos, funcionen por el contraste. Por esto mismo, también, es que la película pierde peso al final, cuando los momentos reflexivos parecen tomar la rienda del relato y se dejan de lado los elementos más humanos que venían funcionando mejor.
Película por momentos encantadora, discutible en el mejor de los sentidos, siempre estimulante, La vendedora de fósforos fue muy bien recibida por el público rosarino que se congregó a verla en una única función en el marco de la muestra itinerante del BAFICI, en la que estuvieron presentes también la actriz María Villar y Cleo Moguillansky, la pequeña hija del director, que juega un rol esencial en el film. Después de dicha exhibición dialogamos con el director sobre su obra, que tendrá su estreno nacional este año. – ¿De dónde provino tu interés por el cuento La vendedora de fósforos? – El cuento lo conozco desde niño. No tengo muchas noticias de la primera vez que lo leí. Siempre me pareció aterrador y, al mismo tiempo, más verdadero que la mayoría de los cuentos infantiles. De todas maneras yo no decidí hacer un film sobre ese cuento; en todo caso, fue la ópera de Helmut Lachenmann La vendedora de fósforos la que me redirigió hacia él. Cuando hubo que inventar un libro del cuento para nuestro film yo ya no tenía el mío, pero María Villar tenía un ejemplar suyo, que es el que aparece en la película. La imagen de la niña y los colores son otros que los de mi libro, pero aún conservo esa imagen previa al film, afortunadamente. – Las características de la ópera que se intenta montar mutan de acuerdo a las dificultades que van surgiendo y a las iniciativas de Marie. ¿Tu película también fue desarrollándose de esa manera? – Creo que sí. El personaje de Walter hace eso para poder conseguir dinero para vivir. Va acomodando su idea a lo real. Su idea y la factibilidad de su idea son parte de lo mismo. La historia de nuestro film es parecida en ese sentido. No es que yo escriba un guión y luego filme, más bien al contrario: primero filmo, luego edito y finalmente escribo un guión. Digamos que la historia de la película es la que realmente relatan esas imágenes y la estructura es la historia de cómo emparentar unas imágenes con otras. – Tu película da espacio a la música clásica, los libros de cuentos, los discos de vinilo, las películas en VHS, las viejas historias. Los personajes no están pendientes de sus teléfonos celulares ni se ven televisores encendidos. Pareciera haber una intención de valorar elementos culturales de años atrás por sobre los de uso cotidiano en esta época. ¿Qué encontrás allí de valioso o atractivo? – No fue algo del todo consciente. Supongo que en algún lugar tiene que ver con lo profundamente aburrido que me resulta la idea de filmar la cultura digital 3.0. El mundo digital es un motivo sumamente cinematográfico, tiene la idea de duración inscripta en su propia ontología. El mundo celular y digital es, digamos, un elemento que aún no se comprende muy bien cómo filmar. No sabría ni por dónde empezar a filmar tal cosa. Apenas recuerdo una escena que me pareció buena de gente manipulando celulares en Adieu au language de Jean-Luc Godard. En La vendedora de fósforos el único elemento digital es la grabación del cuento por Marie en una grabadora y cuando la tiene que entregar lo hace en un pendrive, cosa que hoy es casi retro, porque bien podría mandarlo por alguna vía online. Pero, al mismo tiempo, en la película convive la música de Lachenmann, que investiga la misma materialidad de los instrumentos y trata de producir el sonido de la factura del sonido. Mi relación con la imagen, con el sonido, con el cine, es sumamente material. Esta película se preocupa primero por esa materialidad y después por su capacidad de formar o no parte de una narración. – Hay, además, muchas citas u homenajes: al cuento de Andersen, a Robert Bresson, a obras de la música clásica y contemporánea, a textos que se leen o se dicen en voz alta. ¿No se corre el riesgo de que dependa demasiado de esos elementos, que su belleza sea deudora de obras ajenas? – En el estreno del film en el BAFICI le hicieron una pregunta parecida a Margarita Fernández: ¿Cómo se siente rodeada de Beethoven, de Bach, de Mozart, de Schubert en la película? Su respuesta fue contundente y creo que da una clave sobre la presencia de esos nombres en el film: Son grandes actores. Yo estoy de acuerdo con eso. Nunca pensé en la idea de cita. Más bien es una incorporación, una invitación a actuar en un film que los piensa en el sentido más afectivo de la palabra. – A través de los relatos leídos o repetidos por Marie o por las nenas (incluso a través de las escenas de asambleas en medio de los ensayos o los contratiempos por el paro de transporte) se sienten realmente la pobreza y la injusticia, sin que haya imágenes explícitas de miseria o de reclamos en las calles. ¿Cómo manejaste esto? – Efectivamente, la niña del cuento está atravesada por esas situaciones. Yo me pregunté ¿No habría que filmar una niña? cuestión que era, al mismo tiempo, medio drástica ¿Habría que filmar una niña pobre? Entonces ahí ya entrás en el lenguaje de la televisión o de los diarios, que salen a construir imágenes, que ya saben lo que esas imágenes tienen que decir. Yo no trabajo así. La pregunta ¿No es raro que no haya ninguna niña que pueda acercarse al personaje de la vendedora? seguirá estando, pero creo que hubiera sido un error. Incluso fantaseé ¿Qué pasaría si después de la escena final de ellos en la casa de Margarita hay un corte y finalmente aparece una nena de cinco, seis u ocho años fumando un cigarrillo?… Hubiera sido una imagen teledirigida, que se sale a buscar como un notero de la TV sale a buscar un pobre. Algo que yo no comparto en términos morales, directamente. Por otra parte, toda la construcción que la película hace de Buenos Aires es sonora. Las manifestaciones son una idea sonora y cuando se ven están adentro del teatro, que funciona como una especie de representación de mundo. Esas mismas flechas que uno ve atravesando el cuento las ve en la preparación de la orquesta en el teatro y en su director, que está puesto en una función casi de patrón, gran contradicción de la película. Es como la frase de Borges sobre el Corán que te decía en otro momento: en el gran texto de la cultura árabe no hay un solo camello. No es folklórico, digamos. Haber incluido imágenes de miseria hubiera sido un detalle folklórico o exótico, más para el consumo del espectador que para dialogar con el resto de las imágenes. Y la película está en ese diálogo entre cosas muy disímiles entre sí. Además, creo que suplí o resolví eso con el montaje, la herramienta cinematográfica capaz de aludir a cosas sin tener que decirlas. El cine es, como quería el querido André Bazin, un arte cuyo realismo está atravesado por la ambigüedad. Esa es una clave. Y, además, están los dos textos en off que tiene el personaje de Marie. El primero contra el piano, donde hay una especie de referencia casi peligrosamente explicíta a la actualidad de nuestro país, y el otro en la carta que lee en el camión del flete de mudanza del piano, donde es muy difícil no advertir sincronías respecto a la Alemania de los años 70 y la Argentina de 2016. También respecto a otros presentes, obviamente, pero acá está la Argentina, el Teatro Colón, es este gobierno y no otro. La referencia inevitablemente va para ese lado y está bien que así sea. – Uno de los momentos más conmovedores es, precisamente, el de la lectura de esa carta que Marie encuentra. ¿Por qué optaste por acompañar el texto con un travelling de seguimiento de la camioneta? – Es al revés: el texto acompaña el plano. Primero vino el plano, luego el piano y finalmente escribí el texto. Es un trabajo en capas. Rara vez el punto de partida es la palabra. Siempre, en los casos que aparece, es el final. – ¿Por qué esa suerte de reivindicación tal vez culposa de Ennio Morricone? – No entiendo lo de culposa. No hay ninguna culpa. A Lachenmann le encanta Morricone y yo festejo ese gusto. Es evidente que se trata de un tipo de compositor distinto. En algún momento del proceso de ensayo Lachenmann le dijo al Director Artístico de Colón Contemporáneo que no reconocía su propia música. La sentía ajena, extranjera. Supongo que Ennio Morricone es un compositor que siempre reconoce su música. Uno establece con ella una relación emocional. Esa es una de las tantas dimensiones de este film también. Por Fernando Varea
Si La vendedora de fósforos fuese una pintura, alabaríamos su composición radial: fuerzas que se lanzan desde un centro y que giran como si fueran ruedas de una bicicleta: en el centro el cuento infantil del danés Hans Cristian Andersen, el número 37 de su producción: “La vendedora de fósforos” (“La niña de los fósforos” o “La pequeña cerillera”) que relata la historia de una niña obligada por su padre a vender cerillas en medio de la fría noche de año nuevo en la Copenhague del 1800. Ante la indiferencia de los transeúntes que la ven allí, comienza a encender uno por uno esos fósforos para tener algo de calor. Distintas visiones se le van a apareciendo, hasta una última final que es la de su abuela. - Publicidad - La pobreza, el dolor, la alucinación, la muerte, tópicos todos del romanticismo literario, pictórico y musical concentrados por Andersen, el escritor más importante de su país, y retomados por el guión de Moguilansky, realizador argentino, en un dispositivo romántico del siglo XXI. El film de Alejo Moguilansky (Castro, El escarabajo de oro, El loro y el cisne) es una maravilla. Narra dentro de su historia, al menos dos veces, el cuento completo: una cuando Marie (impecable María Villar) lo lee frente a un micrófono y una grabadora y otra mientras hojea un pequeño libro ilustrado. El marido fue seleccionado como regie de una ópera que pondrá en escena el Teatro Colón de Buenos Aires una versión del cuento de Andersen. Los ensayos de esa obra es lo que se verá en este film. El compositor, un alemán, ex guerrillero de fines de los 60, viene a estrenar una ópera contemporánea ruidista y sin personajes. Muchas veces a lo largo de la película se dice: “esto no es una ópera” e interesante los dos personajes que comentan desde fuera algunas situaciones del guión de esa ópera no ópera. Marie saca del vacío creativo a Walter dándole ideas posibles para esa puesta en escena, ideas que finalmente serán aceptadas. Mientras tanto, es contratada por una famosa pianista Margarita Fernández como asistente para ayudarla a tocar las sonatas de Beeethoven. Marie es la voz narradora de La vendedora de fósforos; en el comienzo su aparición es singularmente atrapante: se encarga de enumerar las causas, las motivaciones y los personajes que formarán parte de esta historia. Algo así como el guión dicho en voz alta a la manera de algunos ejemplos de la vanguardia francesa. Justamente en un cajón de un armario, Marie encontrará un dvd de la película de Bresson Al azar Balthasar, veremos el fragmento y su recreación como el sueño de la niña-hija de Marie devenida en símbolo de la vendedora de fósforos. También en ese cajón habrá alguna edición de El hombre robado de Matías Piñeiro. Otra referencia que no parece casual. Esta voz de Marie vuelve hacia la mitad de la película a partir de un ejercicio en el piano, cuando sale contando algo que a su vez le contó “la vieja”: la anécdota de un diálogo entre Gorki y Lenin y la idea de que el poder de embellecimiento de la música ablanda a las personas, dan ganas de acariciar la cabeza de la gente, dice Lenin, algo que parece incompatible con la revolución de esos años.. De ahí, la mención al paro de transporte que funciona como una amenaza invisible gracias a la cual nadie va a poder llegar a su trabajo, un gobierno que “no es precisamente de izquierda”, la izquierda como “cascabeles inexistentes”, o la gente peligrosa en manos de los graves y los agudos de la orquesta: los que son dueños de todo. Con el mismo sentido de irradiación, las referencias al arte, a la política, al momento actual, se van superponiendo a través de la voz de Marie, quien también se ocupa de recrear el cuento de Andersen y la historia de la indiferencia hacia una niña que dejamos morir en medio de una noche de año nuevo. Moguilansky deja que sus criaturas, Walter, Marie, el alemán, la vieja pianista, la niña, la orquesta, se muevan en un mundo de historias perdidas en el tiempo, volviéndose oníricas por momentos. No hay utopías posibles aquí. El tiempo dirá qué representa el nuevo film de Alejo Moguilansky en el complejo mapa actual, tal vez podamos aventurar que se trata de un camino posible para entender este mediado de década, tan traumático, tan imposible de digerir. Tal vez una síntesis, tal vez un símbolo. No la dejen pasar. Desde el jueves 31 de mayo al viernes 8 de junio a las 21.30 hs en la Sala Leopoldo Lugones. Todos los sábados de junio a las 20.00 hs en MALBA
Se estrena, luego de ganar la Competencia Argentina del Bafici 2017, La vendedora de fósforos, un film donde varias artes (la ópera, la literatura, la música, el cine) se mixturan y se borran los límites entre el documental y la ficción para pensar también la sociedad contemporánea. Mientras se está montando una ópera contemporánea en el Teatro Colón, La vendedora de fósforos, de (y con la presencia de) Helmut Lachenmann (basada en el cuento de Andersen), Walter (Jakob) consigue empleo como régisseur de la misma y su esposa Marie (Villar) como asistente de Margarita Fernández una pianista que conoce la obra del autor germano. Andan por ahí también unas cartas de un grupo guerrillero alemán de los ’70 y Buenos Aires tiene ese “no sé qué” tan característico con sus paros de transporte y las huelgas del cuerpo estable del Teatro. Y el matrimonio no sabe qué hacer con su hija pequeña y sus tiempos laborales complicados. Todo eso, como un vodevil vertiginoso, desarrolla la trama segura y fluida del filme que trabaja los contrastes duales (tal como se enuncia explícitamente. Quizá eso de la explicitación se dé en demasía): la música clásica frente a la contemporánea (la música concreta), el conservadurismo elitista y burgués frente a la vanguardia abstracta de la resistencia, el orden frente al caos, la derecha y la izquierda política frente a una posición más(s) media (esta última una tríada más que un juego de opuestos). Se bascula entre un discurso que suena de izquierdas y de barricada o que escudándose en el sentido común niega su carácter de derecha, pero en general no pasa de una corrección política que tiempo atrás se llamó Humanismo. El riesgo es siempre bienvenido y las mezclas de documental (la filmación de los ensayos) con la ficción (el matrimonio y sus circunstancias) son notablemente naturales. Hay humor, hay vértigo, hay simbolismos (entre el cuento infantil y Cleo, la pequeña hija del matrimonio), hay referencias a pares generacionales (El hombre robado de Matías Piñeiro que participó de la Competencia del Bafici y con la que comparte protagonista) y autocitas (la corrida por la ciudad de dos personajes femeninos muy a lo Castro) y hay homenajes a Bresson (Al azar, Baltasar). Pero si el maestro francés del ascetismo y el minimalismo bregaba casi por la eliminación de la música, Moguillansky se despacha con una película completamente invadida por lo musical. ¿Aggiornamiento o disputa intelectual? La película a pesar de los materiales tratados y utilizados no peca de pedantería ni de snobismo, lo que no es poco, pero deja dudas sobre la internalización de ciertos conceptos estéticos, como quien todavía no terminó de asimilar lo leído y tomar posición al respecto.
La ligereza es una virtud de buen cineasta. En esta pieza de cámara se dicen muchas cosas y se relacionan universos simbólicos diversos: todos los signos que participan en el film son trabajados por una hermosa empatía estética, como si Moguillansky fuera un DJ nacido en el siglo XIX que desde esa época pretérita amalgamara sustancias literarias, musicales y cinematográficas que intervienen sobre el presente.
Hay algo de juego de cajas chinas en “LA VENDEDORA DE FOSFOROS” que se presenta en un principio como un diario de filmación de la ópera homónima que el músico Helmut Lachenmann vino a presentar en el teatro Colón de Buenos Aires para comenzar a derivar en múltiples lecturas. Esta ópera, a su vez, se basa en el tristísimo cuento de Hans Christian Andersen sobre una pequeña niña que en la noche de Año Nuevo muere literalmente de frío al no querer regresar a su casa por no haber podido vender ni un solo fósforo y temer al castigo de su padre en la fría Copenhague de 1800. Así como esta niña trata de prender los fósforos para darse calor y en cada uno de ellos encontrará visiones maravillosas que la llevan hasta un gran encuentro final, el cine de Alejo Moguillansky trata de encender varias de estas cerillas para ir, en cada llama, al encuentro de las diferentes disciplinas dentro del arte, que sabe entremezclar a la perfección. Si bien “LA VENDEDORA DE FOSFOROS” no pierde nunca el rumbo y el planteo central del filme, con un ameno tono de comedia que lo aleja por completo del dramatismo que le impone Andersen a su cuento; lo hace desde un lugar impactante y multifacético. Se proponen tantas capas unas sobre (dentro de) otras que pareciera que bajo ese tono ameno y liviano de los personajes centrales de la historia, se escondiese la necesidad del Moguillansky de tener espectadores sumamente cultos y bien informados para que puedan disfrutar de su película en todas y cada una de las disciplinas que intenta explorar en sus inquietos 71 minutos de duración. Podemos entrar a la historia por la ficción de la (ex)pareja conformada por Walter (léase Valter) y Marie. Él intenta por todos los medios montar la ópera de Lachenmann atravesando una situación totalmente caótica tanto en su mundo interno como en el externo -fuertemente marcado por una sucesión de paros gremiales en el teatro Colón- y el desequilibrio económico general. Somos partícipes de la relación que tiene con Marie –quien en una escena completamente deliciosa lo ayudará a grabar la narración del cuento original de Andersen para su régie y quien le brindará múltiples ideas para su puesta- y de la crianza de su hija Cléo que se espeja en forma casi permanente con la protagonista del cuento y logra una de las escenas más hermosas del filme cuando se quede profundamente dormida en un palco y su mundo onírico relacione varias de las referencias que se disparan. A su vez, Marie trabaja para una famosa pianista, Margarita Fernández, vehículo para introducirnos al universo de Beethoven –así como Lachenmann se obsesiona con Ennio Morricone y disfrutamos de su música- y las referencias se van conectando en forma permanente con otros géneros. Vendrán de la mano de un DVD encontrado de una película de Bresson (“Al Azar Balthasar”), la voz en off literaria que hace por momentos recordar al cine de Matías Piñeiro y su universo shakespeariano o los dedos de Marie recorriendo casi sensualmente las partituras. Hay literatura, hay música –quizás demasiada-, hay cine y también hay un fuerte contenido político al mostrar la situación económica de los personajes, del país, los paros sindicales, el paro general de transportes que atraviesa el final de la historia y la aparición de personajes vinculados con el Ejército Rojo que hablan de la resistencia y un antiguo guerrillero alemán. Moguillansky tiene un total dominio de este montaje completamente interdisciplinario que propone y lo hace de forma tal que no parezca ostentoso ni subrayado. Pero aún en su mesura hay un perfecto y certero cálculo en poner cada una de las piezas sin tomar riesgos y haciendo que todo tenga un delicado equilibrio. Para algunos podrá ser un motivo de deslumbramiento, de poder disfrutar de ese juego y de ese diálogo pluridimensional que se logra en todos los campos. Puede, sin embargo, que la catarata de referencias y lecturas produzca que se pierdan de vista algunas de ellas o que sencillamente no se cuente con el material necesario para entenderlas a todas y cada una de ellas. Aún en su espíritu denodadamente intelectual que intenta huir por todos los medios del una mirada snob –queda en discusión si realmente lo logra-, “LA VENDEDORA DE FOSFOROS” se deja ver muy placenteramente. Hay quienes se dejarán llevar por su ejercicio de estilo netamente cinematográfico, disfrutar de las actuaciones de Maria Villar y Walter Jacob, adentrarse en el mundo literario que se propone y se evoca; otros vibrarán al ritmo de Bach, Beethoven y la ópera y habrá algunos elegidos que puedan disfrutarlo todo al mismo tiempo y con la misma intensidad. Hasta el viernes 8 de junio, a las 21.30 hs en la Sala Leopoldo Lugones y todos los sábados de junio a las 20.00 hs en MALBA
Como las películas anteriores de Alejo Moguillansky, especialmente El escarabajo de oro y El loro y el cisne, La vendedora de fósforos es una obra sobre la realización de otra obra, y en ese desdoblamiento pone en escena su preocupación fundamental (y digo preocupación porque, además de cuestiones más filosóficas, se trata de la plata o más bien de la falta de ella, del empobrecimiento de los artistas), que podría describirse como la extraña convivencia entre el arte y la vida cotidiana, entre lo material y el mundo de las ideas o el espíritu. La ocasión es el inminente estreno, real, de la ópera La vendedora de fósforos del compositor Helmut Lachenmann en el Teatro Colón, en el 2014. Los ensayos de la orquesta dan el marco documental para introducir a los personajes ficcionales, en primer lugar Walter (Walter Jacob), que tiene a su cargo la régie de la ópera, y su pareja, Marie (María Villar), que cumple con un trabajo difícil de definir acompañando, quizá como asistente, a una vieja pianista interpretada por Margarita Fernández. A partir de ellos, Moguillansky trabaja con una cuestión de escala porque la película se mueve entre la simpleza y los requerimientos básicos de una vida cotidiana –en la que Walter y Marie deben gestionar los tiempos, el uso de la plata, y sobre todo repartirse el cuidado de Cleo, la hija que tienen en común– con el armado de un gran espectáculo de alta cultura como es una ópera contemporánea que, si bien se basa en el humilde cuento de Hans Christian Andersen sobre una niña pobre que vende fósforos en la calle, se presenta en esa especie de templo que es el Colón, y dialoga con una tradición experimental europea en la que brillan nombres como el de Luigi Nono, Stockhausen y Anton Webern. Walter y Marie siempre están apurados, siempre expuestos a las inclemencias del tiempo o al contratiempo de un paro de transportes que los deja varados. Y son sus recorridos –casi siempre acompañados de Cleo– entre su propia casa, el teatro y la casa de Margarita, la pianista para la que trabaja Marie, los que trazan líneas entre esos órdenes, el del gran arte y los cuentos infantiles, entre la experimentación y ese arte olvidado, anacrónico, de la fábula (que también aparece en una película de Bresson, Al azar, Baltasar, que Cleo mira mientras su mamá trabaja y después traduce en forma de sueño). Lo que es común a esos mundos es que el arte siempre se alza sobre la precariedad, desde los conflictos sindicales en la orquesta hasta los trabajos mal pagos que Walter y Marie se prestan a hacer aunque después no puedan pagarse un café con leche. Y eso parece inevitable porque no se trata solo de los movimientos intangibles del espíritu sino del esfuerzo humano, de gestionar, correr, ordenar, robar tiempo, coodinar, hacer juntos. En ese contexto, las manos nudosas de Margarita Fernández corriendo sobre el teclado con pericia o la mudanza de un piano que debe subirse a un camión atravesando una zanja son visiones conmovedoras, y no hay epifanía ni momento de belleza en La vendedora de fósforos que no relumbre en medio de la dificultad o la trivialidad cotidianas más estrictas. Ahí es donde cobra todo su sentido el hecho de que Moguillansky trabaje siempre con las bambalinas, con la preparación de obras y el arte como algo que, más que existir, se hace. Acá, por la conjunción de la presencia de Cleo con el cuento de Andersen sobre una niña que se alumbra con visiones efímeras, y ese proyecto de ópera en el que participan sus padres, Moguillansky logra que la oposición entre arte elevado, experimentación y algo tan primitivo como los cuentos de hadas o la fábula se diluya en una síntesis perfecta, su propia película. Que, si puede mantener encendido el misterio de ciertos modos de narrar (la sucesión de niñas que dicen frases del cuento iluminadas por un fósforo es de una belleza máxima, como un fuego encendido en una caverna) es precisamente por su forma, que es capaz de fragmentarlos y liberarlos del sentido.
La vendedora de fósforos de Alejo Moguillansky, ganadora del Bafici en 2017, aborda con sutileza el arte y la paternidad. Se estrena en el Hugo del Carril. Engranaje sutil del provechoso laboratorio de El Pampero Cine –y suerte de némesis retraido del siempre megalómano Mariano Llinás–, Alejo Moguillansky ostenta la admirable capacidad de tejer un hilo de prodigio modesto en sus películas, tan tenue que a veces pasa desapercibido: a esta altura ya es habitual que el director de la marciana Castro, la autorreferencial El loro y el cisne y la cómico-aventurera El escarabajo de oro (la más llinasiana del conjunto) entregue a ritmo apacible una cinta que exhibe su marca intangible. Premiada en la competencia argentina del Bafici el año pasado, La vendedora de fósforos es la película más evasiva de Moguillansky y probablemente la más ambiciosa. Numerosas capas de sentido se amalgaman en un acople inclasificable, una canción de una sola nota, una sinfonía vacía, comparación musical que no resulta arbitraria: La vendedora de fósforos es el nombre de la ópera que intenta poner en escena el despistado Walter (Walter Jacob) en medio de un registro de los preparativos de cámara de la verdadera obra de ese nombre que el compositor de vanguardia alemán Helmut Lachenmann presentó en el Teatro Colón en 2014 (a su vez adaptación del relato homónimo de Hans Christian Andersen). Walter alterna opciones escenográficas estrafalarias a la vez que discute en la intimidad sobre la puesta con su mujer Marie (María Villar, destacable como es costumbre), quien a su vez se dedica a asistir a una anciana pianista (Margarita Fernández). Las dificultades de pareja que vive del arte en tiempos de precariedad –un tema propio de Moguillansky– no tarda en acentuarse con los problemas para cuidar a la hija pequeña de ambos, que pronto pasa a ser la actriz posible de la ópera así como la oyente protagonista del relato de Andersen, que su madre le lee en voz alta, o la espectadora de Al azar Baltasar, la película de Bresson con que los padres tratan de hacer que la niña se entretenga. La huelga de los trabajadores del teatro, un hurto y comentarios políticos y artísticos de solapada provocación al pasar van encendiendo las pequeñas llamas de La vendedora de fósforos, herencia explícita de la nouvelle vague en una era sin empuje histórico y como tal ensayo de un ensayo, filme procesual y collage de citas (entre otras al cine de Matías Piñeiro, con el que el filme dialoga asumiendo el presente cómplice). Excéntrica en su simplicidad, La vendedora de fósforos no puede evaluarse en términos de consagración en la carrera de un cineasta rebelde que hace implosionar sus trabajos desde adentro (una implosión zen), en un gesto que se desplaza hacia la periferia al mismo tiempo que la crea. Así y todo cualquier radicalidad hoy es dudosa, y por eso el filme de Moguillansky no puede sino comprimirse, ablandarse, resguardarse bajo la misma libertad que sus personajes, dandies pobres de siglo 21 que siguen reinventando a contramano el arte, la familia, la paternidad y la supervivencia. Tal vez allí radique una de las claves de mamushka mitológica que es La vendedora de fósforos, la de una película como una luz cálidamente frágil en la salvaje intemperie que aún confía en el porvenir de los niños, los cuentos de hadas y la magia frugal del mundo cotidiano.
“…Y así la pequeña vendedora de fósforos encendió unos tras otros hasta que vio del cielo caer una estrella; pensó que alguien se estaba muriendo, pues así se lo había dicho su amada abuela: «Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia el cielo.» Y mientras los fósforos ardían, la vio venir hacia ella. Juntas volaron al cielo, donde no había frío, ni hambre, ni miedo. Al día siguiente encontraron a la pequeña, tendida en la nieve y muerta por el frío” (Fragmento del cuento de H.C.Andersen “La vendedora de fósforos”) La vendedora de fósforos, filme de Alejo Moguillansky ganador de la Competencia Argentina BAFICI 2017, finalmente se estrenó en algunas salas de cine especializadas (Malba / Sala Leopoldo Lugones). Este es un ensayo cinematográfico, un ensayo de ideas, un ensayo de estéticas mixtas y hasta surge en la realidad el registro de un ensayo, el de una ópera contemporánea en el Teatro Colón. La obra en preparación realizada en el 2014 era la del compositor alemán de vanguardia Helmut Lacheman llamada “La vendedora de fósforos” inspirada libremente en el cuento del autor danés Hans Christian Andersen. La película comienza con una ruptura clara de toda búsqueda de narración clásica, la actriz Maria Villar (Marie) nos relata en off el origen de esta película. Narra desde la llegada de Lacheman a la argentina, los ensayos de la ópera, definiendo este segmento como un “diario de ese montaje”. Enumera luego los tópicos del relato: hay una orquesta que toca una música infernal, hay un burro, una niña llamada Cleo, un teatro del estado, paros gremiales, muchos pianos, un guerrillero alemán de la década del 70 y hay una pianista argentina, Margarita Fernández… una nena sola y la vendedora de fósforos”. La transcripción de su monólogo introductorio no es exacta, pero aún cuando recorten las frases más destacadas lo que queda a la luz desde un inicio es la importancia de esa modernidad (muy nouvelle vague) unida al experimento del cine contemporáneo ya el filme es una superposición de infinitas capas desde las más triviales hasta más intelectuales. Se yuxtaponen la música de vanguardia, el cuento infantil de culto, el mundo del teatro estatal, el registro documental, las reglas de la ficción, los actores y los no actores, las películas dentro de la película (por ejemplo el burro es una referencia al Bresson de“Al azar, Baltasar) y a la vez, sin presentaciones iniciales, una música sublime que va desde la escena uno hasta el final. En el piano suenan Schubert, Beethoven, Brahms y Mozart en un manojo de piezas alucinadas ejecutadas por Margarita Fernández (pianista real), que tiñen todo el filme de una musicalidad mágica y constante como si la historia respirara más música que una verdadera trama para narrar. Desde lo argumental el germen de todo lo que vemos ir y venir -y la idea de ir y venir es porque realmente el filme destila aires de comedia- surge del matrimonio de Valter y Marie (la falsa pareja de músicos). Él es el regié de la nueva ópera de Lacheman y su mujer es una joven pianista que trabaja para la afamada Fernández. Mientras Marie se hace cargo de Cleo llevándola al trabajo, también se ocupa de dictarle por teléfono a su marido en crisis, ideas alocadas y geniales para la puesta de esta ópera casi imposible de representar. Ese juego de la inmaterialidad del discurso contemporáneo en la música deja a la luz el debate de que música es más música: si la disrupción hecha de sonidos sin acordes en la experimental sonoridad de la vanguardia o la cadencia melodiosa del clasicismo y sus ya archiconocidos recursos expresivos. Y Cleo, la niña es la materia metafórica de esa vendedora infante del cuento de Andersen, tanto porque la intentan utilizar para la puesta de la ópera como por la impronta de la niña y su solitaria manera de estar y observar lo que la rodea. La imagen de Cleo tirada en el sillón viendo una y otra vez la citada obra maestra de Robert Bresson es también una historia cruel, de alguna manera como el cuento de Andersen donde reinan los niños y los débiles. Cleo funciona como conector entre el mundo de los adultos y el mágico universo de la mitología Anderseniana. La escena en la que ella y otras niñas repiten frases del cuento y apagan de un soplido los fósforos, remarca que sin duda todo pastiche, pretenciosidad o falla del filme se rescata por su espíritu lúdico como si hiciera con el relato fílmico una ronda de niños que juegan entre lo literario, lo plástico y lo musical. Por Victoria Leven @levenvictoria