Las dos cárceles. Una de las singularidades de esta ópera prima paraguaya, Las herederas, del director Marcelo Martinessi es sin lugar a dudas el rol femenino y el empoderamiento para una sociedad de la que se sostiene una matriz machista. La otra particularidad es haberse llevado dos premios en el 60º Festival de Berlín, dato anómalo tratándose del cine paraguayo, tan poco difundido por el mundo. Si hubiese que trazar alguna conexión antojadiza con ejemplos argentos el nombre de Lucrecia Martel ocuparía el primer puesto porque si bien Las herederas no alcanza en su intensidad a las películas de la salteña hay un estilo minimalista y un cuidado en el lenguaje y el léxico de los personajes femeninos similar al que puede encontrarse en La ciénaga, por citar el ejemplo más a mano. No obstante, esta coproducción paraguaya tiene su propia voz y estilo para dejar en claro que Marcelo Martinessi es un gran observador del mundo femenino. Lo que prevalece en esta historia son los distintos vínculos de interdependencia entre mujeres, situación que a veces refleja una relación de dominación implícita que para el caso de Chela, una de las protagonistas del film, representa una cárcel simbólicamente hablando. La otra cárcel ya no simbólica es el espacio a donde envían a su compañera Chiquita, acusada a sus 60 años -edad compartida con Chela- de fraude, sin posibilidad de excarcelación de acuerdo a la ley paraguaya, y donde a pesar del encierro entre barrotes y el contacto con presidiarias más peligrosas que ella no deja de perder esa actitud dominante en un universo muy distinto al de su casa en la que ella mandaba tanto a Chela como a una mucama. La ausencia de la dueña de casa, heredera de ese lugar atestado de objetos y suntuosidad, además de despertar sospechas en el barrio genera para Chela la chance de escapar de una rutina agobiante y encontrar alternativas para volver a descubrir su cuerpo, su deseo y atreverse a mirar otras mujeres que no son como Chiquita. En ese sentido, los primeros vínculos con “las chicas” llegan desde la interdependencia cuando utilizan el servicio de Chela como chofer al manejar el auto de Chiquita. Las conversaciones que se producen en esos paseos son una de las mejores maneras de construcción de personajes, idiosincrasia, y reflejos culturales bajo el pretexto de lo anecdótico. La otra virtud de Las herederas es haber explorado el territorio de la temprana vejez, sin recaer en lugares comunes ni edulcoradas versiones sobre los achaques del tiempo, para sumergirse de lleno en las posibilidades del deseo una vez que se rompen las barreras o los barrotes de las cárceles interiores.
El debut en ficción de Marcelo Martinessi nos habla de cómo la decadencia de una clase social se puede explorar como el espejo de la sociedad actual, hipócrita, con doble moral. El trio protagónico, la casa, los detalles de cada uno de los elementos, hacen de esta ópera prima un relato amoroso sobre las elecciones y la pérdida.
Existe, y cada vez con mejores ejemplos, un subgénero para el cine de mujeres adultas (las mayores de 50) que por un giro del destino o por sus propias voluntades salen de esos closets que la sociedad impone, en el que vivieron subsumidas toda su vida y de los que nunca resultará tarde escapar para abrir los ojos. Hemos hablado aquí de varias de ellas, en distintos momentos, (la georgiana My Happy family; la mexicana Todo lo demás, la chilena Gloria). - Publicidad - No hay diferencia aquí si las preferencias sexuales son diversas, si las parejas que forman son entre mujeres, si las familias son no tradicionales o si hay hijos, abuelos, tíos, etc. Es que el estatuto matrimonial y familiar atraviesa todas las capas como una gran regla de poder. En Las herederas, de elenco y director paraguayos pero de coproducción entre varios países (Francia, Alemania, Uruguay, Noruega, Brasil y Paraguay) la apuesta es un juego de sugerencias que se van confirmando en su justo tempo, Referencias que se encadenan en alusiones, silencios, gestos, respuestas sin palabras. Esas dos mujeres de más de 60 años que viven juntas son hermanas? Amigas? Primas? Pasan unos minutos de planos sugerentes en los que se confirma que Chela y Chiqui, son pareja, una pareja gastada por los años, que pertenecen a una clase social alta (tal vez una, tal vez la otra no) venida a menos y que viven durante mucho tiempo de lo heredado por Chela. Ellas no tienen el problema de la típica salida del closet de las parejas gay. Llevan muchos años juntas. El problema es otro. Para deshilvanar esta cuestión, el director, que debuta aquí con una potencia notable, va entreviendo esta relación en planos cerrados y un montaje sutil dentro de esa casa llena de muebles antiguos y objetos que forman parte de la herencia. Hay que seguir vendiendo todo eso para subsistir, por lo cual de vez en cuando el comedor recibe algunas mujeres (siempre mujeres) que piden precios de las cosas, o las compran. Chela las observa del otro lado de la puerta. Hasta la estafa que se menciona no termina de explicarse, y Chiqui va a ir a la cárcel por un tiempo tal vez pero quizas su pertenencia a una clase le permita salir pronto. También Martinessi se ocupa aquí de las mujeres en situación de encierro: la cárcel funciona como símbolo, seguramente lo refuerza. Una película de pasaje. Un film sobre el deseo. Sobre la libertad de vivir la vida como se descubre que se quierevivir. Un film sobre la búsqueda de la felicidad. Supimos de Las herederas porque es la primera película paraguaya que compitió en la Berlinale 2018, gracias a esto llega a Buenos Aires se llevó dos premios de allí. No deberían dejarla pasar.
Si hay algo que, a priori, hace que “LAS HEREDERAS” despierte un gran interés, es que ha sido seleccionada como la precandidata al Oscar por Paraguay y que, este país, al presentarse por primera vez a competir en el Festival de Berlín, logró llevarse, con esta Opera Prima de Marcelo Martinessi, dos Osos de Plata. Ha sido distinguida en dicho festival con el premio a la Mejor Actriz para Ana Brun y el Oso de Plata – Premio Alfred Bauer para películas que abren nuevas perspectivas en la cinematografía mundial. Contando con estos antecedentes, las expectativas son altas: ¿Qué es lo que llama la atención cuando comenzamos a verla? Que si bien Martinessi intenta contar a través de la historia de la pareja de Chela (Ana Brun) y Chiquita (Margarita Irún) lo que ha sucedido recientemente con la sociedad paraguaya, reflejará al mismo tiempo los años de oscurantismo y el retrato de una clase social que sigue aferrada a los recuerdos y a las glorias pasadas, con un estilo que se asemeja más al cine europeo de autor, que al de sus colegas latinoamericanos. El director, quien es también el guionista de “LAS HEREDERAS”, aborda ese diálogo casi implícito que socialmente existe entre la burguesía y el poder, y entre los años de brillo y ostentación y los del desmoronamiento. Nos habla de esa decadencia no sólo económica sino ética y moral de una cierta clase que pretende no entender que ya existe un nuevo status quo a nivel país/sociedad, que, irremediablemente plantea un nuevo escenario social. Chela y Chiquita que son pareja desde hace más de treinta años –aunque en una sociedad tan cerrada se presenten sólo como amigas- y provienen de familias de las que habían heredado el dinero suficiente como para poder vivir cómodamente durante toda su vejez. Pero ahora la situación no es la misma, no es la esperada y el dinero heredado parece acabarse. Cuando intentan buscar una solución a su situación económica (mal)vendiendo los bienes que tienen en su antigua mansión, nada alcanza y Chiquita debe ir a la cárcel al no poder afrontar las deudas que habían contraído y no poder revertir la acusación de estafa. Chela es expulsada de su comodidad burguesa de la noche a la mañana y casi sin proponérselo, comienza a ofrecer viajes con su auto, un servicio de taxi para señoras mayores de clase alta, que se convierten en sus clientas frecuentes. Esto no sólo comenzará a brindarle una modesta independencia económica sino que la contactará no solamente con el mundo de estas señoras burguesas en decadencia y sus charlas en su auto, sino fundamentalmente con Angy, otro personaje central de filme, con el que Chela empatizará casi inmediatamente y será quien la enfrente con un mundo interno completamente inexplorado, desconocido. El clima que se presenta en “LAS HEREDERAS” remite, por momentos, a la decadencia de una clase, a la apatía y la inercia con la que se mueven los personajes de “La Ciénaga” y del universo de Lucrecia Martel en general. Lo que puede emparentarla, a su vez, con ese mundo interno femenino que sabiamente refleja María Alché en la reciente “Familia Sumergida”, otra Opera Prima que se distingue por sus climas, un delicado tratamiento visual y su particular abordaje de la memoria familiar y el pasado. En “LAS HEREDERAS”, Chela también aspira a encontrarse a sí misma una vez establecido este nuevo estado de cosas, con un aire de liberación como lo tenía la protagonista de “Gloria” de Sebastián Lelio, para seguir trazando paralelismos. Pero, en este caso, en los personajes de Martinessi desaparecen por completo los trazos de humor que aparecían en Lelio y trabaja, en cambio, con un enorme poder de observación, detallista y meticuloso, y con ese silencio que va habitando los personajes, en una casa que se presenta cada vez más despojada. La representación explícita de la cárcel para Chiquita se refleja y se hace eco en el encierro de Chela, que parece construir y refugiarse en su propia muralla. Ana Brun capta perfectamente el espíritu de Chela: agobiada por esa rutina y encerrada en esa casa/cárcel de la que inesperadamente parece descubrir una salida, su personaje va modificándose lentamente. Es un proceso que por momentos se presenta imperceptible, pero que va mutando ante nuestros ojos para que, definitivamente, al cierre, Chela no sea la misma. “LAS HEREDERAS” es entonces un más que auspicioso debut para Martinessi, quien tanto en su guion como en el manejo de la puesta y las actrices, demuestra una profunda madurez en su trabajo y desenmascara la hipocresía social de la que los personajes se van “vaciando” –como esa antigua casa- para construir una nueva historia, con otros sentidos.
Las mantenidas sin sueños La ópera prima del paraguayo Marcelo Martinessi (La voz perdida, 2016), ganadora de dos Osos de Plata en la última Berlinale, Las herederas (2018), refleja una sincera y elocuente mirada crítica sobre la sociedad paraguaya actual a través de una pareja de mujeres en medio de una crisis económica. Chela (Ana Brun) es una mujer de buena posición social que vive de los resabios de una herencia familiar con Chiquita (Margarita Irun), su pareja pero de la que todos creen que es una amiga. El dinero ya no alcanza y debe vender todos los bienes al tiempo que su compañera termina en prisión por fraude bancario. Chela se queda sola y descubre con su viejo automóvil una manera de ganar dinero. Sus vecinas le piden que las lleve a partidas de pócker, y le pagan por ello. Pero la economía se derrumba y la mentira con ella. Este punto de partida le da pie a Martinessi para desarrollar una historia crítica sobre el conservadurismo de cierto sector social paraguayo representado aquí por un grupo de mujeres que reflejan los últimos vestigios de una burguesía en plena decadencia. En ese contexto se ubica Chela que de la misma manera que esconde su declive financiero lo hace con su elección sexual. Chela afronta la pérdida (de dinero, de su pareja, de la mucama, de los objetos) llevándola a una crisis existencial que le hace explorar sutilmente pasiones contenidas mientras, en el fondo, se mantiene fiel a su cómoda rutina. A través de sutiles gestos cargados de significados, primeros planos en penumbras, una inteligente utilización del fuera de campo, colores apagados y encuadres generales que son tan discretos como voyeristas, Martinessi retrata el dolor de un personaje plagado de matices pero tan hermético que resulta imposible terminar de conocer. Las herederas enfrenta al espectador con la hipocresía social, la mentira y el dolor pero lo hace de una manera tan locuaz y directa que de ninguna manera resulta indiferente.
“Las herederas”, de Marcelo Martinessi Por Gustavo Castagna Bienvenido el estreno de una película paraguaya, aun cuando en Las herederas, al momento de la inversión de dinero, participaran una decena de países. Bienvenido este reencuentro con una cinematografía casi huérfana pero que hace un par de años presentara 7 cajas, exponente ad hoc de una forma de hacer películas con planos cortos y cámara en mano que retrataba a una sociedad urgente y en tensión en un espacio asfixiante simbolizado por un micromundo a pleno estallido y violencia visceral. 7 cajas, como se esperaba en la aldea global del cine, tuvo su recorrido por festivales, premios y galardones. Con otro criterio estético y una diferente construcción de relato surge la opera prima de Marcelo Martinessi, que hace poco también engalanó alfombras rojas de alto prestigio. Esas “Red Carpet” festivaleras siempre disponen de su arsenal ideológico-económico por descubrir algo nuevo, o una cinematografía incipiente o a un paisito perdido en este continente (para la mirada centroeuropea de evento del cine todos los países de México para abajo son “paisitos”) o algún pedazo de tierra aun virgen o algo parecido (es decir, aun “sin cine de festival”). Que se entienda: no está mal, todo lo contrario, que una película compita en festivales clase A y que se convierta en el re-nacimiento de una cinematografía. Los temas, que exceden esta reseña, por lo tanto, serían dos (tal vez más): 1) A través de qué mecanismos estéticos y de producción se llega a concebir “un cine para festivales” (ejemplos, por acá, sobran) y 2) Cómo será “el día después” y qué se hace luego del aplausómetro canino o berlinés y del desfile de smoking(s) y de vestidos glamorosos para las fauces de los paparazzis y admiradores. Considerando (o no) estas ideas tiradas medio al voleo, que van más allá de virtudes (o no tanto) de Las herederas, la película describe a un mundo asfixiante, a un coto cerrado que tiene a dos mujeres mayores, en pareja hace tiempo, a una casa repleta de recuerdos “caros” y muebles que podrían venderse y a un pasado (económico) que no vuelve en contraste con una actualidad nada placentera (desde lo económico pero también afectivo). Chiquita (Margarita Irun) es un sujeto activo que irá a la cárcel debido a un fraude, en tanto, Chela (Ana Brun), una vez que su pareja está aún cerca pero lejos de ella, se moviliza desde varios aspectos para escapar de la rutina. Aparecerá una empleada doméstica (sutil lectura clasista sobre la sociedad paraguaya), pero antes que nada, Chela se convertirá en una “taxi driver” de mujeres de alto poder adquisitivo o, en todo caso, de una aristocracia paraguaya que a través de su discurso – simpático y verborrágico – jamás olvida su origen y ubicación social. Pero el personaje clave (para Chela) será Angy (Ana Ivanova), una mujer más joven, oscilante en el terreno afectivo, diferente en casi todo a su chofer ocasional, de verba catártica en más de una oportunidad. En los encuentros, en los pequeños detalles de esta relación entre dos mujeres, en los silencios y miradas de Chela y en un erotismo todavía culposo y sutil, Las herederasencuentra sus mejores momentos. Cine minimalista, de casa y pareja en declinación y de apostillas certeras más que de discursos contundentes (un registro clave que complace al mundo festivalero y al goce de buena parte de la crítica de cine), el opus inicial de Martinessi está concebido, como tantos otros ejemplos, desde una extrema astucia aunada a una buena dosis de cálculo. Se verá, entonces, qué depara el futuro. LAS HEREDERAS Las herederas.Paraguay/Uruguay/Brasil/Francia/Noruega/Alemania, 2018. Dirección y guión: Marcelo Martinessi. Fotografía: Luis Armando Arteaga. Montaje: Fernando Epstein. Sonido: Fernando Henna y Rafael Alvarez. Dirección de arte: Carlo Spatuzza. Intérpretes: Ana Brun, Margarita Irún, Ana Ivanova, María Martins, Alicia Guerra, Yverá Zayas. Duración: 94 minutos.
UNA MIRADA REVELADORA SOBRE UNA CLASE SOCIAL PARAGUAYA La película dirigida por Marcelo Martinessi, responsable de lograr que un filme paraguayo sea seleccionado para el festival de Berlín donde cosechó dos importantes premios, en otras muestra ya lleva acumulados treinta premios, además de ser seleccionado por su país para representarlo en la pretensión del Goya y del Oscar. El tema que eligió el realizador en un “mundo de mujeres” en un país atravesado por una cultura patriarcal y conservadora, machista y cerrada, es la relación de dos mujeres en sus sesentas, lesbianas, pareja desde hace muchos años frente a hechos que sacuden sus vidas. Esa pareja de mujeres, sin pasión pero con compañerismo, afrontan la decadencia económica: deben vender sus lujosas pertenencias para sobrevivir y para afrontar los gastos de un abogado porque una de ellas, por incumplimiento del pago de un crédito, estará presa algunos meses. La que queda en libertad será una remisera de lujo para sus amigas de la sociedad, con mejor pasar económico. Todas ellas prejuiciosas, hasta homofóbicas en sus conversaciones. Pero Chela, (interpretada muy bien por la premiada Ana Brun) vivirá una experiencia liberadora. Redescubrirá el deseo y el placer y ya nada será igual en su vida. Con un sutil poder de observación, con el conocimiento profundo de sus personajes y por sobre todo con una mirada humanista y piadosa para estas señoras encerradas en sus mitos y prejuicios, el film se alza conmovedor, sutil, revelador. Y también imperdible.
La vida en una casa “pesada” Todo en el film de Martinessi aparece atravesado no sólo por la relación entre esas dos mujeres y los hechos que desencadenan una nueva situación, sino también por la incidencia casi física de ese caserón que habitan, llevado a una situación casi de remate. Es tiempo de casas “pesadas”. El matrimonio protagónico de La cama, ópera prima de Mónica Lairana, estrenada unas semanas atrás, parece casi secretado por unas paredes húmedas, antiguas, macilentas. La protagonista de Las herederas vive en la casa de su familia desde que nació. Producto de la decadencia, tiene todo en venta, salvo la casa de dos plantas. Muebles valiosos, el piano, la platería. Todo tal como habrá estado en aquella época, cuando la cincuentona Chela vino al mundo. Como la casa, ella parece en estado de hibernación o deterioro, dejando que la mucama se ocupe de todo. Hasta que algo la empuje a salir, y Chela empiece a respirar aire no viciado. Ópera prima del realizador paraguayo Marcelo Martinessi, Las herederas fue una de las revelaciones de la última Berlinale, donde obtuvo dos de los premios más importantes. Inicio de una estelar trayectoria global, reforzada en septiembre en San Sebastián con el premio Sebastiane, que se entrega a la mejor película de temática queer. Pero Las herederas no es un objeto de ghetto sino para todo el mundo. Y ese es justamente, como se verá, su aporte más valioso a la causa LGBTIQ. Chela espía. El primer plano de la película es un reencuadre que genera un formato incómodo por lo inhabitual: un rectángulo “parado”, no “acostado”, como suele ser el del cine. Es el punto de vista de una persona que mira a través de una puerta entornada. Se trata de Chela (Ana Brun), atisbando desde su habitación el movimiento en el comedor, donde una señora de cierto tupé le pregunta el precio de los objetos a la mucama. Más adelante, casi sobre el final de la película, Chela volverá a espiar, sin animarse a poner el pie en el living, donde cierto objeto de deseo se repantiga como una gata perezosa. Esa es, podría decirse, la posición-Chela: la de una señora que está a punto de sacar el pie afuera, pero eso la asusta. Chela está en pareja, parecería que de toda la vida, con Chiquita (Margarita Irún), que tiene más o menos su misma edad pero es su opuesto perfecto: entusiasta, optimista, emprendedora. Chiquita es enviada a prisión por una acusación de fraude, pero ni ella ni Chela se hacen demasiado drama por ello. A su vez, Chela se ve obligada a cambiar de mucama. Ambas circunstancias hacen mover un poco el bloque de cemento sobre el que está trepada, y eso es lo que importa. El encarcelamiento de Chiquita funciona básicamente como lo que Hitchcock llamaba mcguffin, un artilugio narrativo que no tiene mayor significación que la de “hacer mover” la trama. Más importa el conocimiento que Chela hace de Angy (Ana Ivanova), mucama de su vecina Pituca (Maria Martins), que hace o intenta hacer honor a su nombre. Como si fuera una gran dama, Pituca le pide un día a Chela que la lleve en auto, como quien da una orden. Chela duda y acepta: seguramente su orgullo habrá pateado en contra, pero los pesitos que la otra le ofrece no le vienen nada mal, teniendo en cuenta que no tiene otra fuente de ingresos. Las “chicas” que se juntan a jugar al bridge con Pituca comenzarán a usar también sus servicios y recomendarla, y eso le permite no sólo una entrada sino una salida: salida al mundo, que no parece estar tan mal. Mucho menos cuando aparece Angy, que según Pituca “desde que descubrió el celular no limpia más”. Morocha y flexible como una pantera, Angy es de esa clase de mujeres que cuando mira parece estar haciendo el amor, cuando camina parece estar haciendo el amor y cuando habla parece estar haciendo el amor. Chela se hace mucho la que no, pero se le nota que sí. Las herederas es antes que nada una película observacional, de climas. Los interiores de la casa siempre oscuros, la ajenidad de los compradores, el encierro como forma del disimulo, como respuesta a un entorno en el que las apariencias mandan. Y el chismorreo y la malicia también. “¿Vos creés que se habrán dado cuenta?”, le pregunta Chela a Chiquita después de una reunión de mujeres, donde incluso hay otra pareja femenina que tiene menos pruritos que ellas en mostrarse. No hay que mostrar la sexualidad, no hay que dejar ver la decadencia. Frente a esta agorafobia de las que se salen de la norma, Pituca y sus amigas representan la norma, en clave caricatural. “Creo que va a ser un lindo velorio”, comenta Pituca, en una línea casi de Puig, y por lo bajo le saca el cuero a una amiga “que es una amarreta”. A diferencia de tantos films de salida del armario, donde hay que pelearla para ser aceptadxs, Las herederas presenta a una pareja homosexual asentada por los años, que funciona con tanta naturalidad como podría hacerlo una heterosexual. Con naturalidad y también con sus límites, como el deseo al que a Chela le cuesta hacer honor. En el curso de su peripecia, los ojos de Ana Brun pasan de un estado casi comatoso a un tímido chisporroteo: con eso basta para saberlo todo sobre su interioridad.
Asunción es bien femenina La vida de Chela y Chiquita se ha acomodado a la rutina de los años y la seguridad de la pertenencia. La casa familiar de Asunción, mausoleo de recuerdos e improvisado remate del presente, se desprende de esa vida compartida a medida que las posesiones se extravían en las manos de unos nuevos y advenedizos dueños. El director paraguayo Marcelo Martinessi consigue instalar con una asombrosa economía de recursos las claves para comprender el universo de esa pareja de mujeres: las directrices de Chiqui en el gobierno de la vida diaria, en la firmeza de su deseo, en la solvencia de su adaptación ante las amenazas del afuera; el deambular de Chela ante la inseguridad de una herencia perdida, ante el horizonte de una libertad recobrada. Sus retratos son sutiles, el uso de los objetos que forman el hogar es inteligente, y su película se enriquece de esos momentos que parecen anecdóticos, como las sucesivas partidas de cartas (con la impagable Pituca) o las abrumadoras visitas a la cárcel.
Dos señoras que han conocido tiempos mejores se van ajustando discretamente el cinturón. Cuando una de ellas termina presa por, digamos, una incorrección financiera, la otra, justo la “señora de la casa”, tendrá que salir a ganarse la vida. ¡Por primera vez en su vida! Pero así conoce algo de la realidad que la circunda, y conoce además a alguien que la reanima, una señora más joven. Quizás hubiera querido ser como ella, en vez de haberse quedado encerrada en el cascarón de su herencia y su pequeño mundo elitista. Dicho así, ésta podría ser la sinopsis de un film americano sobre segundas oportunidades. Pero es algo más interesante, y menos remanido. Siempre manteniendo las formas con elegancia, entre la sonrisa y la melancolía, ésta es la fina pintura paraguaya de una decadencia no solo económica, entre clases sociales carcomidas y confrontadas, mentes cerradas que también forman parte de la herencia, y una relación sentimental. Todavía no lo dijimos, pero las antedichas señoras son pareja. Tampoco la película hace demasiada bandera sobre ese detalle. Pica más alto, y así levanta vuelo. Para tener en cuenta: “Las herederas”, sorprendente debut del director Marcelo Martinessi, ya lleva más de 30 premios internacionales, empezando por el Oso de Plata a Mejor Película y Mejor Actriz, y ahora va por el Oscar y el Goya, es también la primera guaraní que encabeza una coproducción internacional, se ambienta entre la clase alta asunceña, refiere la existencia de amores que allá rara vez se mencionan, y tiene un elenco femenino admirable, encabezado por Ana Brun, Margarita Irún, y Ana Ivanova, que a cualquiera le mueve la estantería recitando aquellos versos del romántico Ortiz Guerrero “Oh, loca divina, que canta y que llora, que ríe y que reza;/ atrévete siempre, es ese un gran culto que pocos profesan”.
Mientras veía Las herederas pensaba lo importante qué es para un país tener cine propio. Ahora que se discute en muchos lugares los recortes a los subsidios cinematográficos, una película como la de Marcelo Martinessi me dejó en claro lo poco que conozco de Paraguay por el hecho de casi no contar con un cine nacional. Casi todos los demás países de América Latina producen un imaginario social, cultural, geográfico o idiomático muchas veces a partir de lo que vemos en sus películas, si es que no conocemos en persona ese lugar. Y si ese lugar no tiene cine ese imaginario es muy corto, se esfuma, desaparece, tiene pocos elementos. Las herederas no intenta ser una película abarcadora sobre Paraguay ni nada por el estilo. Es una historia pequeña cuyo estilo cinematográfico tiene bastante que ver con esa moda de “historias pequeñas” tan caras al imaginario de nuestros cines en su versión festivalera. Pero hay varios elementos de este film que lo destacan por encima del lugar común al que a veces caen ese tipo de relatos. Se trata de la historia de una mujer, Chela, que ronda los 60 años y vive en pareja con otra mujer, Chiquita (todos en Paraguay tienen apodos, parece). Chela solía tener una vida económica cómoda y hoy está obligada a vender casi todo lo que posee en la casa. Su compañera, además, va a la cárcel por tener deudas lo que la deja casi sola, en compañía de una mucama nueva que todavía no la conoce bien. Como Gloria, de Sebastián Lelio, pero en una versión minimalista, Chela de a poco va a empezando a hacerse cargo de su propia vida. ¿Cómo? Habrá que ver el film para saberlo, pero la idea es esa: alguien que se va dejando vencer por la vida a la que una posibilidad laboral y, principalmente, una romántica, le permiten escapar, no sin dificultades, del lugar social al que debería pertenecer. Martinessi consigue, por un lado, grandes performances de sus tres protagonistas femeninas en una película que, además, tiene como detalle que todos los personajes con cierto peso en la trama son mujeres (los hombres son extras, están fuera de campo o tienen apenas algunas líneas). Chela, con su silencio y timidez que de a poco va rompiendo cuando empieza a sentir que puede tener otras opciones. Chiquita, más audaz y activa, a quien ir a la cárcel no parece cambiar mucho, ya que allí sigue comportándose de la misma manera dominante. Y Angie, otra mujer un tanto más joven, con la que Chela empieza a relacionarse a partir de llevar en su auto a la madre de ella a un hospital alejado de Asunción. Son esos deseos –físicos, románticos, laborales, de conexión– los que le permiten a Chela cambiar a una edad en la que no muchos lo hacen. Así, mientras la casa se va vaciando de muebles por la necesidad de dinero, la protagonista se vacía de un pasado para empezar a construirse un futuro nuevo, casi de cero. Las herederas puede no ser, al menos formalmente, demasiado audaz. Es una película cuidada, de planos cortos, de actuaciones secas y controladas, en algunos casos casi silenciosas. Uno imagina que una historia de mujeres, cuerpos y deseos en manos de alguien más audaz como Lucrecia Martel podría haber dado resultados más espectaculares. El realizador, debutante, no corre tantos riesgos como ella pero sabe observar y escuchar. Y en los detalles que le ofrecen las protagonistas –y las otras mujeres que suelen viajar en el auto de Chela, varias señoras mayores que se llaman a sí mismas “chicas” y cuentan chismes todo el tiempo– están los pequeños y deliciosos secretos de esta película.
¿Qué pasa cuando le abren la jaula a alguien que durante décadas vivió encerrado en una rutina? Esa es una de las preguntas que plantea Las herederas, opera prima de Marcelo Martinessi, otra buena muestra del incipiente cine paraguayo. La primera producción de la historia de Paraguay en competir en el Festival de Berlín -donde ganó dos Osos de Plata- gira en torno a una sesentona de la pequeña burguesía de Asunción que, por inercia o falta de imaginación, se fue quedando. Pero la Tierra sigue girando y las circunstancias cambian: todo parece hundirse, aunque tal vez esta sea su oportunidad de volver a respirar. Con una narración sutil, construida en torno a miradas, conversaciones fragmentadas y pequeños detalles, Martinessi cuenta los vaivenes de Chela (buen trabajo de Ana Brun, premiada como mejor actriz en la Berlinale) mientras retrata a una clase social. En realidad, habría que decir al ala femenina de una clase social, porque ésta es una película protagonizada exclusivamente por mujeres: todo transcurre en el universo de apariencias e hipocresía de señoras bien que tienen como principal ocupación jugar a las cartas y chusmear. Chela tiene un pie afuera de ese mundo, y lo observa con ojos de una desclasada. Porque no tiene marido, sino mujer; y porque el dinero que heredó se está terminando y debe desprenderse de objetos de valor para mantenerse a flote. Pero el derrumbe no es sólo económico: las resquebrajaduras son más profundas. Esa casa que va quedándole demasiado grande, vacía de objetos y de afecto, refleja la transformación interior que se va produciendo en paralelo. Hay cierto parentesco entre Las herederas y Cama adentro, de Jorge Gaggero, en cuanto a la decadencia social y afectiva de la protagonista. Pero aquí Martinessi también explora los pliegues del deseo a una edad en que las convenciones suponen que deben quedar en la baulera. Es como si Chela acabara de despertarse de un largo y profundo sueño y observara con perplejidad que hay vida más allá de su casona. Tiene que meter los pies en el barro y, en una de esas, no sea tan desagradable.
El tiempo del deseo Chela desea. En verdad, Chela ha dejado de desear y el prodigio de Las herederas, título que desvía la atención a otra cuestión que el responsable del film elige priorizar, consiste en cómo sigue laboriosamente el renacimiento del deseo. Y si se trata de deseo, el deseo es siempre de otro. ¿Qué sucede en Las herederas? ¿Quiénes son? En Asunción, como en otras capitales del sur, la diferencia de clase es prácticamente una naturaleza. Están los que tienen y los que no, los que se pavonean en su abundancia y quienes sirven y miran a los que pueden exhibir que gozan una bonanza, que no siempre es verdadera o duradera. Los planos iniciales de Chela espiando la venta de los valores de la casa es un buen indicio del sentimiento de vergüenza que la define. Es que a Chela y a Chiquita, quienes están juntas desde hace tres décadas y han tenido una vida sin sobresaltos, les ha llegado la hora del ajuste. Para poder vivir como antes, venden todo: muebles, cuadros, vehículo. El despojamiento no es una elección, sino una imposición. La decadencia de clase en un universo microscópico tiene desde hace años una marca registrada en el cine: La ciénaga. Resulta cómodo asociar este film paraguayo al film más norteño de Martel; comparten una lectura inicial de clase y un interés por el deseo de sus personajes, pero esas similitudes son de segundo orden. Hay otros intereses en Martel que aquí no están invocados. Además, el sonido no se despliega como una fuerza poética de primer orden. Es que aquí, por ejemplo, el sonido no determina ni enuncia la falla de un sistema de reparto de las riquezas; en Las herederas la escena de partida manifiesta la naturaleza visual de la puesta en escena: las subjetivas materializan una posición de deshonra de la protagonista; más tarde cifrará una inquietud atravesada por un tardío erotismo. Otra contundente predilección visual se puede adivinar en la intensidad de la luz y en el empleo de esta para situar el relato. ¿No es la penumbra dominante en los interiores una expresión espiritual de la decadencia? Las herederas habla, ininterrumpidamente, por sus imágenes; los sonidos apenas acompañan. Un hecho desafortunado pone tras las rejas a Chiquita. No hay al respecto una información cabal que detente una lógica y explique sucintamente ese destino; por fuera del imperativo del guion, no hay nada. Sucede que ese acto tiene como ventaja justificar el inicio del redescubrimiento de la protagonista. Las consecuencias inmediatas y excluyentes de esa estadía en prisión de su compañera es lo que conduce a Chela por un inesperado derrotero, el que tiene como epicentro la resurrección del derecho a desear. Lo más hermoso de Las herederas recae en el crecimiento vertiginoso del deseo. El guion aquí es de tesis: tiene en cuenta un mecanismo del relato para introducir la ecuación del deseo y un escollo conveniente para poner una prueba de último momento. Lo interesante de todo esto no está en lo que se puede escribir, planificar e ilustrar, sino en todo aquello que puede una actriz expresar, singularizando lo que la palabra escrita intentar fijar y universalizar. El cuerpo de Ana Brun, la economía gestual y el modo de desplazarse por el espacio, ni bien acepta la irrupción del deseo, suministra un plus que desconoce los dictámenes de un guion. Esto ya no depende de la inspiración de un escritorio, y es cuando el cine respira mejor que nunca. Con Las herederas el cine llegado del hermoso país vecino abre un nuevo camino. Al minimalismo de Pablo Lamar (La última tierra) y Paz Encina (Hamaca paraguaya y Ejercicio de memoria), y los intentos de trabajar con inteligencia el cine de género por parte de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori (7 cajas y Los buscadores), Martinessi suma el drama existencial y enriquece una cinematografía que prospera y seguirá creciendo. Algo está sucediendo en Paraguay, como sucede con Chela, duplicación involuntaria que iguala al personaje con el universo que habita y la constelación estética a la que pertenece. Para el cine paraguayo y también para Chela, ya nada será lo mismo. Es que el deseo de Chela es también el deseo de Martinessi por filmar. Conjeturar que ni él ni ella se traicionarán en el camino no parece ser el hiperbólico anuncio de un vidente de buen corazón.
Una historia fuerte que se encuentra bien narrada, bien intimista, el director trabaja cada detalle y plano, con un soberbio trabajo de la actriz Ana Brun que interpreta a Chela, a través de ella vamos disfrutando todo, desde su mirada, sucede al espectador, atrapándolo y logra que este empatice con ella, que se meta en el personaje. Tiene cierto toque humano y social, habla del amor, del deseo, de las pérdidas y del descubrirse en una cinta delicada, donde maneja muy bien la sutileza, se generan climas y atmósferas, las actrices le dan buenos matices a sus personajes, con un toque de humor, psicológico e intimista.
LO LATENTE Y LO PATENTE La polémica fue la gran característica que acompañó a Las herederas durante su estreno en Paraguay, a partir de la temática en que hace foco, está más justificada por el particular clima social paraguayo, donde hay sectores conservadores que atrasan mínimo un siglo. Esto no deja de ser ciertamente llamativo, teniendo en cuenta que el film se aparta claramente de lo declamatorio, como si no buscara explícitamente la disputa, o al menos esa búsqueda se diera por medios bastante más sutiles de lo esperado. Es que el film de Marcelo Martinessi hace foco, antes que en el tópico del lesbianismo o las miserias de clase en Paraguay, en sus personajes, naturalizando casi por completo la relación de pareja entre Chela y Chiquita, en crisis a partir de los choques afectivos que tienen entre ambas y de los problemas económicos que están atravesando. Ambas, de distintos modos, son típicos exponentes de una clase media-alta venida a menos pero así decidida a mantener, o al menos pretender su estatus, aún cuando se estén obligadas a ir vendiendo progresivamente sus bienes heredados. Claro que Chiquita es la más extrovertida y Chela bastante más retraída, en un lazo complementario que quizás en el pasado funcionó pero en el presente luce agotado. Cuando la primera va a la cárcel por fraude, la segunda se verá obligada a trabajar, comenzando con su auto a brindar una suerte de “servicio de taxi” para señoras mayores. A partir del momento en que conoce a Angy, una mujer más joven y comunicativa, su mirada interna empieza a cambiar, afectando a la vez sus acciones y posicionamientos externos. Claro que da para pensar que la Chela que va saliendo a la luz despaciosamente estuvo siempre ahí, latente, aguardando dentro de ella como sujeto inconsciente. Porque Las herederas trabaja con inteligencia las superficies de sus protagonistas, lo que dejan ver y lo que esconden, lo que retacean, lo que quedó obturado en el pasado o el presente, lo que eligen mostrar de a poco, a partir de la comodidad o incomodidad que sienten en el contacto con el otro. Ese abordaje se da a través de una puesta en escena sutil, que no se aferra a un dictamen rígido, que no fuerza la nota, y por eso apela a una mirada lateralizada, casi furtiva para algunos pasajes, o por el contrario, prácticamente subjetiva para determinadas secuencias. Y en esa lateralidad, en ese seguimiento constante de los cuerpos, los movimientos, los gestos subrepticios, las contemplaciones o los instantes de quietud, la ciudad que es Asunción pasa a ser un personaje más, de reparto podría decirse, pero a la vez decisivo para la trama. Lo social y cultural en Las herederas es un trasfondo, un espacio-tiempo que alterna entre lo explícito e implícito, condicionando la existencia de las protagonistas, que son en sí mismas una muestra de los deseos y vivencias que están presentes por más que las convenciones institucionales lo nieguen. De ahí que el film no necesite remarcar condicionalidades, imposiciones del contexto o la influencia de las diferencias de clase, salvo un par de diálogos que dan la impresión de estar de más. Sin maravillar –aunque en verdad no lo busca-, la película de Martinessi nos da pistas sobre esas tenues separaciones entre lo latente y lo patente, entre lo que dejamos ver y lo que aguarda dentro de nosotros, buscando estallar y salir a la luz.
Precedida por premios importantes como los logrados en el festival de Berlín en la última edición, Premio FIPRESCI y el Oso de Plata a la mejor actuación femenina, por lo realizado por Ana Brun encarnando al personaje, justifica el premio, sin saber con quienes competía, se estrena esta película paraguaya. Hecho por el cual la expectativa era muy alta, esto en la mayoría de los casos termina por perjudicar al producto propiamente dicho, no es esta la excepción que confirma la regla, acá lo que promueve a plantearse es porque tanto ruido. Tiene un delicado tratamiento visual, es verdad, por momentos bastante aletargado, hay un conflicto al principio que se resuelve casi automáticamente para dar paso a un recorrido del personaje principal, Chela, interpretado por la actriz ganadora en Berlín. En ese desarrollo hay más mesetas narrativas que progresión dramática, minutos en los que ninguna información nueva es otorgada, por lo cual los casi 100 minutos de duración se tornan por momentos tediosos. El filme abre con una imagen más que prometedora, la de alguien que espía, luego sabremos que es desde el punto de vista de Chela, pero una vez que abre el plano y se plantea la situación todo queda en promesa. Relata la historia de dos señoras pertenecientes a la alta sociedad paraguaya. Presentadas muy superficialmente podría tratarse de dos hermanas que heredaron una pequeña fortuna como para vivir holgadamente de manera improductiva. Pero a sus 60 años el dinero ya no alcanza y la situación de ambas cambia. La casa que Chela y Chiquita (Margarita Irun) en Asunción, lugar en el que vivieron toda su vida, se está deteriorando, las paredes y el mobiliario sintetizan ese paso del tiempo, casi como una metáfora de ellas mismas. La rutina y la soledad de ambas quedan implícitas en su relación, donde ya las palabras huelgan, miradas y los sobreentendidos hacen uso de ese acomodamiento. Pero todo empieza a derrumbarse cuando las falencias económicas se hacen presente, Por un lado Chiquita las endeuda por demás, de ahí a desprenderse del patrimonio es un paso, el segundo paso es caer en la tentación, fraude de por medio, que la cárcel termina por ser su destino. Esto todo en los primeros minutos. Situación que obliga a Chela hacerse cargo de ella misma, intenta protegerse, se ve obligada a trabajar y atravesar esa nueva situación. Esa salida de su propio encierro la encuentra trabajando como remisera para señoras de tan alta alcurnia como ella, es entonces que conoce a Angy (Ana Ivanova), una mujer más joven, y algo provoca en ella una revelación, casi una rebelión sentimental. Todo está insinuado, bastante a medias, queda en el espectador leer lo que termina por establecerse sobre el final del filme, en los últimos cinco minutos, antes es una consecución de viñetas y vivencias sólo sostenidas por la actuación de las actrices.
El director paraguayo Marcelo Martinessi estrena su ópera prima Las herederas, un reflejo de la clase alta paraguaya y la posición de la mujer frente a ciertos temas tabús. La historia sigue la relación amorosa entre Chela y Chiquita, ambas pertenecientes a una clase alta conservadora en Paraguay. Su vínculo comienza a deteriorarse cuando pasan por una difícil situación económica y deben empezar a vender sus objetos heredados para poder subsistir. A su vez, Chiquita es llevada a la cárcel por un supuesto fraude. Buscando otra alternativas, Chela decide armar un especie de servicio de taxi para sus vecinas mayores. Y en uno de estos viajes conoce a Angy, un mujer un poco más joven y extrovertida que genera un gran cambio en su forma de ser. Las herederas está construida como una gran metáfora a la prisión que sufren sus personajes, especialmente el de Chela. A pesar de que es Chiquita la que cae presa, su forma de ser no le impide sociabilizar en el lugar donde está y no se siente oprimida. Todo lo contrario a su pareja Chela. Ella está atrapada por esa casa que comienza a vaciarse, esos objetos que la atan entre el pasado y el presente. Su vecina y las otras mujeres que transporta en su auto sólo la hacen recordar qué tan alejada de la realidad se encuentra. Pero su principal obstáculo es su sexualidad. No poder demostrar quién es realmente y blanquear su relación con Chiquita. Todas estas inhibiciones comienzan a desmoronarse cuando conoce a Angy. Parte de las experiencias que cuenta esta mujer son las que liberan a Chela de su encierro. Ana Brun, quien interpreta a Chela, hace su debut en el cine siendo una actriz de teatro. Esta profesión se nota en su carácter al afrontar el personaje, que casi no tiene diálogos y que en su mayor medida se expresa con los gestos de su rostro y su cuerpo. Gran trabajo del director por enfocar la atención en esos detalles. La película afronta otra realidad también: la de las mujeres en Paraguay. Los hombres en el film son escasos o secundarios, y el punto de vista se orienta al femenino, tema que funciona como una crítica social y política a la realidad de Paraguay hoy en día, donde la mujer es apenas visible en una sociedad machista.
Después de 7 Cajas, el cine paraguayo volvió a demostrar que no sólo existe sino que goza de buena salud con esta película, ópera prima que se llevó premios en la última edición del Festival de Berlín. Una historia mínima, filmada con personalidad y atención al detalle, en torno a una pareja de mujeres ya mayores, Chela y Chiquita, que está vendiendo los objetos de valor de su caserón cuando deben separarse porque una de ellas, acusada de fraude, termina en la cárcel. Sola, en ese contexto de "digna necesidad", Chela sale adelante como remisera, llevando y trayendo vecinas en su viejo Mercedes. Así sale también de su ostracismo y conoce a otras mujeres, y escucha otras historias. El director, Martinessi, explora a través de ellas ese borde delicado y conmovedor de una decadencia, social e íntima. Las herederas se atreve, con delicadeza pero sin pudores, a mostrar ese mundo privado, sexualidad incluida, de personajes fuera del target habitual. Mientras ofrece, con ellas, una mirada más que interesante a una sociedad que tenemos al lado pero conocemos poco y nada.
“Asunción es – para mí – una ciudad-cárcel. Y aun estando lejos, nunca conseguí desanudarme del todo de esa incómoda sensación de pertenencia. En esa ciudad de mi infancia, las prácticas oscuras no venían sólo del gobierno dictatorial. Allí se heredaban de generación en generación la violencia, la intolerancia, la discriminación, los prejuicios de una sociedad que no quería cambiar. Entonces, sólo eran posibles vidas fragmentadas, entre el deseo y la represión”, dice el cineasta paraguayo Marcelo Martinessi acerca de Las herederas, su muy notable ópera prima que ha recibido sendos galardones en el Festival de Berlín (Mejor Actriz para Ana Braun, Premio Alfred Bauer, Premio FIPRESCI de la crítica internacional), en el Festival de Cartagena (Premio FIPRESCI, Mejor Director), en el Festival de Jenjou (Gran Premio del Jurado), y en Festival de San Sebastián (Mejor Película Latinoamericana). Y en muchos otros festivales también. Lo más importante es que realmente se merece estos los premios. Porque Las herederas es una de esas películas que dice muchas cosas, todas muy significativas, sin decirlas nunca de un modo explícito, sin recurrir a la comodidad del diálogo como recurso inequívoco, sin proponerse desarrollar una tesis a través de acciones contundentes. Y tampoco es una de esas películas llamadas minimalistas que se centran casi exclusivamente en detalles, gestos, pausas y silencios para narrar historias insustanciales que pretenden ser trascendentes. Es, en cambio, una de esas raras películas que va construyendo sus sentidos muy de a poco, siempre a través de observar con lucidez y reflexionar sobre lo que narra, nunca ensayando poses falsas y vacías, y con una capacidad de llegar mucho más allá de lo que la anécdota en sí misma encierra. Por eso mismo su trama, que en manos de otro director podría haber sido simplista y obvia, aquí adquiere una profundidad y una sensibilidad inusual. Todo gira alrededor de dos mujeres (aunque luego la protagonista principal será de una de ellas), Chela (Ana Brun) y Chiquita, que son pareja desde hace, quizás, demasiado tiempo. Su relación ya no tiene nada de apasionada, aunque tal vez sí hay cariño. Pero, el cariño no es amor. Y no es eso lo único que pasa. Resulta que Chiquita tiene una enorme deuda con un banco y es acusada de fraude. Así que no le queda otra que ir a la cárcel, al menos por algunos meses hasta que su situación se resuelva de alguna manera. Eso no quita que para pagar la deuda la pareja tenga que vender sus muebles heredados y sus objetos de valor. No es un dato menor que la mayoría de bienes pertenecen a Chela. Para ella, aunque no se diga nunca, es imposible no estar desilusionada y dolida (y hasta un poco resentida) por tener que despojarse de casi todo lo que tiene por problemas ocasionados por Chiquita – nunca se sabe si efectivamente es culpable de fraude o de un préstamo no pagado. O de las dos cosas. Casi sin querer, Chela comienza un pequeño emprendimiento: una especie de “servicio de taxi”, con su propio automóvil, para un grupo de pitucas señoras mayores – un espejo de la pequeña burguesía a la que ella ya no pertenece. Es que la inseguridad reinante hace que estas mujeres elijan a Chela en vez de a un taxista desconocido. De a poco, Chela sale del encierro de su hogar y se enfrenta, seguramente por primera vez desde hace mucho tiempo, a hacer algo por su cuenta y no bajo la dominante personalidad de su pareja, quien se ocupaba de todo. Pero el verdadero problema de Chela, lo que parece insalvable, no es haber descendido en la escala social. Lo peor de todo es que ha dejado de desear. Así de simple y así de desesperante. Y eso sume a cualquiera en una tristeza constante. Desde los primeros planos, Las herederas transmite una sensación de pérdida, de que todo tiempo pasado fue mejor, de que hay algo que se fue para siempre. Se nota en la iluminación medio apagada, en los planos largos que marcan un tiempo suspendido, en los encuadres desequilibrados, en el montaje cansino. Fundamentalmente, se nota en los rostros. Chela tiene la mirada perdida, está retraída, ausente de lo que pasa a su alrededor. Chiquita, en cambio, parece no haberse dado cuenta del final del juego. Pragmática y decidida, incluso va a mantenerse en eje dentro de prisión. La que sufre en silencio es la que ya no desea y se siente vencida. ¿Hay algo peor que no desear nada ni a nadie? ¿Cuán difícil es representar este estado en el cine sin apelar a los clichés que ya todos conocemos? Se podría decir que Chiquita sufre una depresión y eso haría más fácil explicarlo todo. Pero esa explicación de carácter clínico reduciría la complejidad y fácilmente enlazaría la angustia de algo que, en verdad, es inabarcable. Y Las herederas no se propone ninguna de estas cosas. En cambio, es una película que se va desplegando en todos sus matices sin que uno lo note a primera vista. Para cuando ya se hace tangible es imposible despegarse del sufrimiento de Chela. Antes hubo pequeños hechos, diálogos coloquiales y cotidianos que pintan toda una sociedad, una ciudad y sus habitantes, y también muchos instantes que hablan de represión y de miedos. Pero, inesperadamente, se puede volver a desear. No así nomás, no fácilmente. Hace falta coraje y no poco, eso queda claro. Pero, lo que viene después de dejar atrás la reclusión de una afectividad moribunda es luminoso y esperanzador. Es casi como volver a nacer. Y sí, puede sonar cursi. Pero en Las herederas no lo es. En cambio, es genuino y hermoso. Las herederas (Paraguay, Uruguay, Brasil, Francia, Noruega, Alemania, 2018). Puntaje: 9 Escrita y dirigida por Marcelo Martinessi. Con Ana Brun, Margarita Irún, Ana Ivanova, María Martins, Alicia Guerra, Yverá Zayas. Fotografía: Luis Armando Arteaga. Montaje: Fernando Epstein. Sonido: Fernando Henna, Rafael Alvarez. Dirección de arte: Carlo Spatuzza. Duración: 95 minutos.
Hay planos que definen una película. Su ubicación suele ser estratégica. Es una forma autoral de marcar territorio, de trazar un círculo de pertenencia y de invitar al espectador. En Las herederas, la ópera prima de Marcelo Martinessi, el encuadre del inicio se construye a partir de la mirada de Chela, la protagonista, una mujer de sesenta años que espía detrás de una puerta y advierte cómo parte de su pasado se desintegra. Está obligada a vender los muebles y los objetos de su casa. Por ende, diferentes rostros burgueses exploran ese paraíso decadente como si estuvieran en un museo, pero para despojarlo. La casa ya no es la de antes y los signos del deterioro están a la vista en medio de una iluminación opresiva: empapelado roto, manchas de humedad, en definitiva, un universo reducido a colores fríos como la existencia misma de esta mujer cuyo rostro lo dice todo sin decir nada. El punto de vista de la cámara nunca soltará a Chela. Ver por detrás, asomarse, espiar y tener cuidado, no apresurarse, no delatarse por los impulsos, son las acciones/gestos que llenan su presencia, pero también es la invitación que se nos hace en tanto observadores de la historia y de la intimidad de una mujer atravesada por el miedo y por las dudas, pero fundamentalmente por el deseo. Uno de los aspectos más interesantes de Las herederas es su mecanismo de distracción, pensado desde el título. Todas las preguntas que nos hagamos acerca de las subtramas encontrarán sus respuestas fuera de campo. De este modo, nos enfrentamos a un plato lleno de secretos. ¿Es una película sobre una pareja de lesbianas mayores? ¿Por qué Chiquita cometió una estafa? ¿Qué motiva a Chela a vender sus cosas? ¿Qué esconde su personalidad? ¿Y qué vida es la que lleva Angy, la joven que estimula su deseo mientras Chiquita está presa? Todos los interrogantes están planteados, pero siempre es más fuerte el nivel de expectativas incumplidas. En otras palabras, lo que le da fuerza expresiva a la película es el silencio y la vida de la protagonista en ese estado de suspensión. Más vale aferrarnos al único nivel discursivo posible, el de los rumores. Tanto la casa como la cárcel están unidas por la continuidad de estos secretos. Mientras tanto, Chela vende su historia familiar e íntima. Suelta lo material y se descubre como sujeto deseante sin que ello garantice necesariamente la felicidad. Ahora, la extensión de su cuerpo es el auto que le sirve para ganarse la vida haciendo viajes. Allí suben viejas amigas pacatas que alguna vez supieron ocupar un lugar social privilegiado y ahora se conforman con mirar aún al espejo sus caras pintarrajeadas y asesinadas con cirugía estética. Es parte de una realidad política en la que no encuentran explicación y se espantan. El auto es el último signo de una cadena de significantes vinculados al cuerpo, a la existencia. Al principio, la duda invade a Chela cuando maneja con Chiquita al lado; luego, cuando conoce a Angy, la seguridad se va adueñando de su ser como conductora, pero lejos está de manejar al deseo. El excelente gesto contenido de la actriz Ana Braun va a la perfección con este mundo de discreciones donde es preferible aguantar frente a los tabúes y a las propias mezquindades. Martinessi capta muy bien esos elementos sórdidos y los vincula con equilibrio adecuado a la lógica de los espacios, de los gestos, para mantener la tensión erótica. Véase por ejemplo la importancia del cigarrillo para las mujeres que bordean el mundo de Chela, cómo Angy le enseña a fumar, y las miradas que se cruzan ambiguamente de modo constante. Toda la dimensión de lo no dicho y aquellas puertas que quedan abiertas en la historia son estimulantes, pero fundamentalmente la atmósfera que logra transmitir la situación de Chela, o cómo una mujer de sesenta años intenta reemplazar su existencia material (la casa, los muebles, la vajilla, los cuadros) por el mandato de su cuerpo. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Las Herederas es una película paraguaya que trata de las mujeres, de las relaciones que tejen entre ellas y también de sus referencias sobre las que establecen con los hombres. En mucho es un film construido con las miradas, los gestos, los silencios, las omisiones, los miedos, los sobreentendidos, las medias palabras que las mujeres intercambian entre sí. Es una historia de ciudad cuyos alcances van más allá de Asunción. Pocos personajes, dominada por damas de edad avanzada y pertenecientes a la clase media. pese a la apariencia de no ser más que una historia pequeña de dos mujeres, el film se constituye en un agudo retrato de una perspectiva de género propio del país de origen pero con alcances que van más allá de su geografía original. Una casa ofrece para la venta un amplio menaje casero de indudable calidad, muebles antiguos, algún cuadro de firma reconocida, un reloj añoso y algunas cosas más. Los habitantes de la casa se desprenden de una parte importantísima de su patrimonio económico y afectivo. En la celebración de un cumpleaños una mujer canta: “Sufro al pensar que el destino logró separarnos Guardo tan bellos recuerdos que no olvidaré Sueños que juntas forjamos tu alma y la mía.” Una circunstancia jurídica-policial que afecta a su compañera de vivienda y de vida deja a Chela sola. Producto de esa circunstancia comienza así a manejar el antiguo Mercedes Benz de su propiedad y a la manera de un taxi, traslada a señoras que se reúnen a jugar a las cartas o transporta a otras que requieren sus servicios para distintas actividades y que con ello evitan los taxis profesionales. Animarse a trabajar con el coche y así obtener ingresos es el punto de partida (el vehículo) de un cambio tanto en su su cotidianidad como en otros caminos cruciales de su vida. Una película que se propone narrar los cambios personales que se operan en una mujer obligada por las circunstancias a modificar una gran parte de de sus hábitos y en especial, el modo que asume para relacionarse con el exterior, requiere una fotografía que privilegie el registro de las transformaciones que se verifican en Chela. Martinessi asume el desafío y desarrolla una estrategia fotográfica peculiar para dar cuenta de esos cambios. Cuatro son los escenarios fundamentales donde se mueve Chela: su vivienda, el coche, la cárcel de mujeres y la casa donde se reúnen las mujeres con las que trabaja. En ese universo se desarrollan los acontecimientos que transforman el modo en que la protagonista se planta ante la vida. Como es de esperar, en cada uno de ellos Martinessi privilegia el rostro de Chela y registra las mínimas modificaciones que en él se operan en el corto tiempo y también en el largo, cuando ya los cambios en su subjetividad operan en la mudanza de sus actitudes frente al mundo. Dar cuenta de los diálogos que se suscitan en el coche y sus efectos en los participantes requiere de una cámara instalada en el propio vehículo que recurra a los primeros planos, en especial a los rostros de los protagonistas. Es notable también el testimonio visual del cambio físico que Chela exhibe en las sucesivas visitas que realiza a la cárcel de mujeres. Allí, en sus primeros encuentros con Chiqui, su retrato fotográfico opera como un desnudo completo de su subjetividad. Su rostro la muestra devastada, temerosa, impotente frente a las nuevas circunstancias. Cuando comienza a enfrentar su soledad y empieza a modificar su modo de vida, la cámara da cuenta de un rostro curioso que observa los avatares carcelarios pero ya mucho más sereno. De su cara han desaparecido las huellas de aquella angustia inicial. Alguien de la casa que no aparece en escena, que está fuera de campo, observa y quizás hasta vigila a las posibles compradoras, escucha sus comentarios y también las preguntas que hacen a la empleada doméstica que las atiende en torno a la transacción. ¿Con qué propósito Martinessi no recurre a una toma franca del recorrido de las compradoras por las mesas y, en cambio, patentiza el momento con una fotografía que queda asociada a un acto de vigilancia o voyeurismo? Todo indica que el director diseña la escena, por cierto repetida 2 o 3 veces, para presentarnos desde el principio a la primera Chela. Su timidez, su encierro personal, su dificultad para establecer relaciones interpersonales, todo eso queda condensado al situarla en un fuera de campo donde puede ver sin ser vista. Ana Brun, la actriz que con esta película debuta en el cine, en gran medida es responsable de la enorme calidad de la película. Por su actuación recibió el Oso de Plata del Festival de Berlín a la mejor interpretación femenina. Marcelo Martinessi, en su calidad de director obtuvo el Oso de Plata a la Mejor Opera Prima de Ficción.