Paris puede esperar, de Eleanor Coppola Por Gustavo Castagna Debut ficcional de la ya octogenaria Eleanor Coppola, la hora y media cuasi turística de París puede esperar reúne un par de curiosidades. En efecto, la esposa de Coppola (agradecimiento eterno a la concepción del diario de rodaje de Apocalypse Now y también por sobrevivir a la “euforia” general de la filmación) se da el gusto de dirigir a la bella Diane Lane encarnando el papel de Anne, a pleno recorrido postergado hacia París pero dentro de la geografía bucólica y grácil de Francia. La curiosidad, allá lejos y hace tiempo, refiere a que el gran Francis Ford dirigió a la actriz en Los marginados, La ley de la calle y Cotton Club, dentro de los ciclotímicos años 80 del realizador (en los 90 reaparecería en ese bodrio supremo llamado Jack). La otra extrañeza refiere a la película en sí misma. Una aclaración: bienvenidos los films otoñales, las hipótesis de una separación o infidelidad de una atractiva mujer de 50 años con el mejor amigo del esposo, los cambios que se producen en un personaje determinado al momento de descubrir un paisaje, unas costumbres, un modo de vivir diferente a los habituales. Ahora bien, ¿solo eso resulta suficiente para hacer una película? Parece que la Sra. Coppola entiende que el cine puede inclinarse a un acuerdo entre la producción y algunas agencias turísticas dispuestas a ofrecer en imágenes una geografía ideal con sus correspondientes comidas, vinos, construcciones históricas y ambientes ad hoc. En ese sentido, París puede esperar nunca traiciona sus intenciones iniciales. En más de una escena, en casi todos sus diálogos, parece decirnos: bienvenidos al viaje ¿iniciático? risqué, con muchas fotos de por medio, tarjetas de créditos y travesías por rutas pero bien lejos de algo que se aproxime a una historia cinematográfica. El acompañante de Anne es Jacques (Arnaud Viard), una especie de galán al estilo Maurice Chevallier o Charles Boyer sesenta o setenta años después. Por lo menos hubieran convocado a Depardieu y su (de)interés por casi todo. Pero las pulcras y prolijas imágenes de París puede esperar invitan a observar la belleza de Diane Lane y a imaginar a aquel personaje de mujer casada que seduce y desea tener sexo con un joven francés en Infidelidad (2002, Adrian Lyne), erotismo publicitario al mango, ahora con más años, decidiendo traicionar a su esposo por segunda vez. Pero esta hipótesis, este delirio de quien escribe estas líneas, tampoco pertenecen al menos que discreto marco argumental de un film mutado en postal. PARÍS PUEDE ESPERAR Paris Can Wait. EEUU. 2016. Dirección y guión: Eleanor Coppola. Fotografía: Crystel Fournier. Música: Laura Karpman. Intérpretes: Diane Lane, Alec Baldwin, Arnaud Viard, Cédric Monnet, Linda Gegusch. Duración: 92 minutos.
Es la primera película de ficción de Eleonor Coppola que después de muchos años como artista textil, directora, guionista y productora. Se dedicó durante muchos años a documentar los films de su familia. Especialmente la de su esposo Francis Ford, “Apocalypse Now“, con un documental que codirigió y fue premiado “Corazones en tinieblas”. En este caso, se sospecha que con muchas elementos autobiográficos, cuenta lo que le ocurre al esposa de un productor cinematográfico, egoísta, discutidor, y hasta “ahorrativo” cuando no puede viajar con él y decide aceptar que un socio de su marido la lleve en auto a Paris desde Cannes, Ese viaje que se demora mucho mas de la cuenta, le servirá al productor francés para tratar de deslumbrar a la mujer con paseos, comidas, museos, informaciones y las grandes delicias del buen vivir, especialmente cuando se dispone de mucho dinero. El resultado es solo agradable, a pesar de las buenas actuaciones de Diane Lane, Arnold Viard y la participación de Alec Baldwin.
París puede esperar: vino, chocolate y amor Esposa del mítico Francis Ford y madre de otros dos reconocidos directores como Sofia y Roman, Eleanor Coppola siempre estuvo cerca del cine, pero recién a los 80 años estrenó su primer largometraje de ficción. Lejos de las obras maestras de su marido y de la audacia de su hija, Eleanor construyó en París puede esperar una amable, pero no demasiado inspirada road movie gastronómica y turística con cierto sesgo romántico y mucho pintoresquismo. En el prólogo vemos a Michael Lockwood (Alec Baldwin), un reconocido productor de Hollywood, manejando a la distancia desde Cannes el complejo rodaje de un film en Marruecos. En su esposa Anne (Diane Lane) adivinamos la decepción y frustración de alguien que está en un hotel lujoso en un balneario encantador, pero con su esposo siempre enfocado en otras cuestiones. Un persistente dolor de oídos hace que deba bajarse a último momento de un avión rumbo a Budapest y termine acompañando en un descapotable de colección a Jacques Clement (Arnaud Viard), colega francés de Michael. Pero -como dice el título- París puede esperar y los dos atravesarán hermosos parajes, visitarán iglesias, museos y mercados y disfrutarán de los mejores restaurantes mientras surge entre ellos una peligrosa atracción. La película remite por momentos a la muy superior Copia certificada, de Abbas Kiarostami, pero aquí el énfasis está puesto en fotografiar desde una copa de vino hasta los quesos o los chocolates que forman parte de esa Francia for export que tanto fascina a ciertos artistas estadounidenses.
La turista accidental El tono es siempre amable, y Diane Lane recorre los mejores restaurantes de la campiña francesa en este filme de Eleanor Coppola, la esposa de Francis Vaya uno a saber por qué, a sus 80 años, Eleanor Coppola decidió el año pasado filmar su primer largometraje de ficción. La esposa de Francis Ford Coppola tiene en su haber varios documentales, uno de ellos codirigido (Hearts of Darkness: A Filmmaker’s Apocalypse, sobre el rodaje de Apocalypse Now) y algún telefilme, y el argumento que eligió para esta suerte de opera prima ficcional tiene a la esposa de un productor famoso viviendo una experiencia tal vez única. Cuánto de autobiográfico y cuánto de fantasía e invención habrá en París puede esperar sólo lo sabrán ella y su marido. Diane Lane, que trabajó con Francis en Los marginados y Cotton Club, es Anne. Están en Cannes, el Festival está terminando y su marido (Alec Baldwin, con quien arranca el filme al comienzo y casi que desaparece) es un workaholic, casi no la atiende. Debe partir a Marruecos a solucionar problemas de un rodaje, y quedan en encontrarse como habían planeado en París. A ella sus dolores de oído no le recomiendan tomar el avión y acompañarlo. Pero Jacques, un socio francés de Michael (Arnaud Viard, actor, director y guionista), se ofrece a llevarla en su auto a París. Ella iba a tomar el tren. Pero acepta. Lo que sigue es el recorrido por la campiña francesa, con paradas estratégicas para conocer la cultura, la comida y la historia de Francia, con Jacques como guía turístico. Pero uno imagina que quiere algo más que ser acompañante de viaje de Anne. La película no tiene las pretensiones artísticas del marido de Eleanor, ni de su hija Sofia, y quizá se vea favorecida de ello. El tono siempre, pero siempre, es amable, entre cortés y sociable. Los paisajes y las vistas son divinos, nadie alza la voz, comen manjares en restaurantes de lujo o hacen picnics con exquisiteces. Después, lo que pase entre Anne y Jacques queda a juicio del espectador. Como sentir que disfrutó 90 minutos que se le pasaron volando, o que los pudo aprovechar en algo más sustancioso. Pero a contramano de lo que sentencia el título de la película, París, se sabe, no puede esperar.
Primer largo de ficción de la señora esposa de Francis Ford Coppola, esta comedia romántica madura se desarrolla a lo largo de un par de días, los que se toma la pareja protagónica en viajar desde Cannes a París. Están en la ciudad de la Costa Azul porque son gente de cine: Michael (Alec Baldwin), un importante productor, su mujer Anne (Diane Lane) y el socio francés Jacques (Arnaud Viard). En el preámbulo, a ella le duelen los oídos, así que prefiere evitar la avioneta privada que los llevará a París, y Jacques se ofrece, solícito, a llevarla en su viejo Peugot. Ella se deja llevar, y luego invitar y agasajar, en la serie de paradas magníficas que el francés le propone. Cómo no sucumbir a los encantos de verdaderos banquetes de la mejor cuisine mientras se atraviesan campos de lavandas en flor, como en un cuadro impresionista. La sensualidad de los sabores de las frutillas salvajes recién cortadas y los mejores vinos se va desplegando frente a esta bella mujer estadounidense, si bien amada, amada por un marido demasiado ocupado. Hay indicios, al principio, para sospechar del francés, casi un estereotipo de lo galante, como cuando le pide a ella su tarjeta de crédito o se pasa de la raya con los piropos. Pero Coppola no tira de esos hilos, más intrigantes y atractivos. En su lugar, París puede esperar termina siendo una especie de catálogo gastronómico, que entierra la potencial sutileza de su planteo de base bajo capas de platos y galantería, en una letanía difícil de seguir sin aburrirse y pareciéndose más a un vehículo de difusión turística que a una película con alma.
El debut en ficción de Eleanor Coppola es una entretenida comedia en la que una mujer (Diane Lane) ve cómo de un día para el otro su estructura marital se desarma por los eternos compromisos de su marido (Alec Baldwin). Viajando a París en auto junto a Jacques (Arnoud Viard), el socio y asistente del marido, comprenderá que la vida que está llevando, en la que no hay tiempo para el disfrute real, puede cambiarse aceptando las propuestas e insinuaciones del desconocido. Diane Lane, como siempre, bella y sublime en la propuesta.
Con la ligereza de un souffle. No se trata de un récord mundial absoluto, pero casi: a la edad de ochenta años, Eleanor Coppola –referida usual y simplemente como “la mujer de Francis Ford”– debutó como realizadora con un largometraje de ficción, título que se suma a una breve filmografía que incluye algunos registros de backstage de films de su hija Sofia y del patrón del clan (sus filmaciones durante el alambicado rodaje de Apocalipse Now formaron parte del famoso documental Hearts of Darkness). Y si el logotipo de American Zoetrope al comienzo de la proyección permite avizorar que todo quedará nuevamente en familia, la confirmación llega gracias a sus propias declaraciones: la historia de París puede esperar se basa libremente en un viaje en auto que la directora realizó por territorio galo con un conocido de su esposo, de nacionalidad francesa. Que en la película se hable de vinos (y mucho) tampoco es casual: al fin y al cabo, la bodega de F.F.C. produce un blend de Syrah y Cabernet Sauvignon que lleva su nombre de pila. Y de vinos ciertamente se habla, pero también de quesos, chocolates, paisajes, sentimientos, un poco de historia romana y algunas cosas más. La estructura narrativa de París puede esperar es mínima al punto del raquitismo. Fue, sin dudas, una decisión plenamente consciente que transforma a la película en una suerte de visita guiada por algunas ciudades y pueblos del sur y el centro de Francia, con paradas en restaurantes, hoteles y museos, entre estos últimos el Instituto Lumière de Lyon, plano de un zoótropo incluido. Esa falta de ambiciones puede ser recibida como una imperfección, pero también como una de las pequeñas virtudes del relato, ya que, durante los dos primeros tercios de metraje, la pureza del recorrido turístico no se ve afectada por excesivas intromisiones dramáticas. La excusa es simple y directa: Anne (la siempre impagable Diane Lane) es la mujer de Michael, un productor de cine norteamericano interpretado por Alec Baldwin, que parece más preocupado por sus asuntos laborales que por la presencia de la mujer. Cine dentro del cine, en la primera escena abandonan el hotel que ocuparon durante los diez días del Festival de Cannes (edición 2015, allí está el afiche con Ingrid Bergman de fondo para confirmar la cosecha). Cuando Anne decide bajarse de un viaje relámpago a Budapest, queda en las galantes manos de otro productor de nombre Jacques (Arnaud Viard), quien gentilmente se ofrecerá para trasladar a la mujer desde la Costa Azul a París y esperar allí el regreso de Michael. Eso es todo lo que el guion (firmado por la misma Eleanor Coppola) necesita para comenzar el viaje, casi siempre a bordo de un viejo Peugeot 504 descapotable. Previsiblemente, Jacques es entrador, un bon vivant ingenioso y seductor, y si el choque cultural consecuente no provoca un terremoto, sí genera algunos chispazos. De a poco, entre cenas en locales con estrella Michelin y la degustación más envidiable de delicias culinarias, la relación entre los personajes irá mutando y las capas superficiales del protocolo social dejarán algún resquicio para la confesión personal. Tal vez fue el miedo al vacío el responsable de la inclusión de un desarrollo dramático más convencional durante los últimos quilómetros de recorrido, sin dudas los menos interesantes del viaje, los más derivativos y cercanos al cliché. Para el recuerdo quedan las fotos tomadas por Anne con su cámara portátil, los escargots, el pollo de Bresse asado, la botella de Cuvee Silex y el aire sanamente insustancial de un film con las características de un souffle: liviano y diminuto, será siempre entrada o postre, pero nunca plato principal.
En la primera película de Eleanor Coppola, una mujer madura, atrapada en un matrimonio aburrido, encuentra en un desvío de sus vacaciones una oportunidad arriesgada de redescubrir el amor y el placer. La trama de París puede esperar es simple: Anne, interpretada por Diane Lane, está en Cannes en unas vacaciones nada placenteras con Michel, su marido, que en realidad pasa todo el tiempo pegado al teléfono arreglando asuntos de producción cinematográfica. Una contingencia los obliga a separarse y el socio francés de Michel, Jacques, se ofrece a llevarla en auto a París para la próxima estación de las vacaciones. A partir de ahí se desarrolla una clásica road movie repleta de clichés: el francés es encantador, epicúreo, enamorado de las texturas de la vida, canallesco (después de todo, seduce desde el minuto uno a la mujer de su socio); Anne juega el papel de la norteamericana práctica a al que le cuesta ceder a la seducción de ese sibarita aluvional, a quien el mismo espectador detesta a la hora de metraje. Hay que decirlo, todo en la película es deslumbrante: los paisajes del sur de Francia, el avión privado que aleja a Michel de su mujer, la interminable sucesión de platos gourmet preciosamente presentados a lo largo del periplo de Anne, que mientras es seducida aprende a conocer los productos de la tierra francesa como nunca le permitieron sus vuelos de Cannes a París (como bien dice Jacques, un país se conoce en auto). Por momentos, la película recuerda a una nota de la sección turismo o a ese Woody Allen enamorado de la cáscara más gruesa de la “alta cultura” occidental, fundamentalmente cuando la directora Eleanor Coppola compara (mediante la interpolación de cuadros) la experiencia de los amantes con grandes obras de la historia del arte francés. Pero detrás de ese oropel cultural no está Woody Allen, sino la exhibición de un placer fastuoso que solo se vuelve interesante por dos únicos detalles. El primero es la lucha interna de Anne entre la irritación que le producen los desvíos y la avanzada “encantadora” de Jacques; el segundo es la sospecha de que Jacques está quebrado, y de que algunos de los aspectos pintorescos que lo definen (su auto vintage al borde del colapso, sus problemas con la tarjeta de crédito) son las ropas verdaderas de un estafador. Esa amenaza es lo único que sostiene el interés de una película que llega a perder la brújula, que se corre forzadamente del lugar de comedia para obligarnos a una empatía imposible con sus personajes y que naufraga en la confianza que deposita en su protagonista, algo de lo que da cuenta muy cabalmente un último plano inexplicable.
ROAD MOVIE GERIÁTRICA Tal vez David Lynch haya sido el inventor hace algunos años con Una historia sencilla, pero es París puede esperar la que mejor se adapta a las nuevas reglas del mercado que piden a los gritos reversiones genéricas para todas las edades: si tenemos las comedias románticas geriátricas (Elsa y Fred), los policiales geriátricos (Un golpe con estilo), la escatología geriátrica (Mi abuelo es un peligro), este film de Eleanor Coppola instala el concepto de road movie geriátrica. Aunque seamos buenos: Diane Lane, Alec Baldwin, Arnaud Viard, entre cincuentones y sesentones, lejos están de El Exótico Hotel Marigold, pero también es cierto que a partir del punto de vista de la octogenaria directora (esposa de Francis Ford Coppola) la película se reviste de una estética algo avejentada, de una levedad un poco manipuladora y de una buena onda general que busca algún pacto entre el relato y el espectador, conocedores ambos de que afuera de la sala suceden cosas mucho más complejas y oscuras. Lane interpreta a la esposa de un productor de Hollywood (Baldwin, en plan “qué bien me salen los personajes un poco despreciables”) que anda por Cannes en pleno festival de cine y más atento a los problemas de un rodaje en Marruecos que al disfrute con su mujer. Por una excusa del guión, la señora no podrá tomar un vuelo que la iba a depositar en Budapest y terminará viajando a París en auto acompañada por un colega de su marido (Viard). A partir de ahí la película se convierte en la tan mentada road movie, intercalada por momentos en que los viajeros se detienen en restaurantes caros y pintorescos a comer riquísimos platos de alta cocina y tomar vino, mientras van charlando de la vida y se va cocinando un romance a fuego lento. El viaje se dilata, París nunca llega, y la pareja recorrerá una cantidad de destinos turísticos que ni al Woody Allen más pesetero y de viaje por Europa se le hubieran ocurrido. Hay algo autoconsciente en el relato y que emparenta el registro a lo turístico, y que tiene que ver con una serie de fotos que el personaje de Lane saca a todo lo que la rodea. También es cierto que esto, como la mayoría de las decisiones que toma Coppola, resulta bastante superficial y no termina por reforzar ningún concepto. Bueno, tal vez sí hay una decisión precisa y que fortalece a París puede esperar: la elección de Diane Lane para el personaje principal. Actriz talentosa y de belleza clásica, su presencia también invoca cierta levedad áurica que se lleva bien con este relato intencionadamente raquítico y desprovisto de tensiones. Su falta de intensidad para abordar el drama permite que la película avance sin demasiados problemas, construyendo casi sin esfuerzo un clima bucólico reforzado por el paisaje de la campiña francesa. El grado de tolerancia del espectador al empalague general también sirve para medir la efectividad de una película que se vuelve demasiado reiterativa, sostenida en base a clichés y que además es poco sustancial en su apuesta por el diálogo pseudo reflexivo y maratónico. Ecos del Linklater de la saga Antes del amanecer y del Kiarostami de Copia certificada sobrevuelan la película, pero claro que Coppola lejos está de la sofisticación formal de ambos directores. París puede esperar tiene objetivos más cercanos y mínimos, los de apenas satisfacer a un espectador mucho menos exigente que el paladar de aquellos que concurren a los restaurantes que pueblan el film.
Una road movie de postales, que apela a todos los clisés que la mirada del norteamericano culto tiene sobre lo francés, es lo que construye Eleanor Coppola en París puede esperar, su primera ficción. El artista intelectual y el burgués estadounidense tienen una evidente fascinación con Francia. Caen embelesados a los pies del touche personnelle francés con más sesudas o más simplistas razones, según les permitan sus capacidades reflexivas. Eleanor Coppola (documentalista reconocida, esposa de Francis Ford, madre de Sofia y de Roman) no es la excepción. Anne (Diane Lane) es la esposa de un productor cinematográfico de Hollywood (Alec Baldwin), a quien acompaña en el Festival de Cannes. Por un problema en sus oídos (cierto dolor insistente) debe bajarse del viaje en avión que tenían programado. Jacques (Arnaud Viard), un francés, socio de su marido, se ofrece a llevarla en auto hasta París. Lo que sigue es una road movie turística y gastronómica con sus respectivas paradas para demostrar, exhibir y desplegar los estereotipos que sobre lo francés el mundo instituyó: banquetes opíparos (que incluyen los mejores quesos) maridados con los mejores vinos, los bellos paisajes de la campiña, las flores con aromas inigualables, la galantería de sus hombres (que libremente pasan del romanticismo a la búsqueda de la satisfacción sexual), la cultura como estandarte a relucir a cada momento. A la reafirmación de los clichés le agregamos algunas confesiones personales nunca expresadas y el cóctel de la mediocridad elitista está servido. No importa que todo lo que Anne transite (el viaje de Cannes a la Ciudad Luz, los lugares visitados, la muerte de un hijo, etc.) haya sido vivido por la directora -funcionando la protagonista como una especie de alter ego y el filme como un diario íntimo o una catarsis-, si sólo queda en eso. Que es lo que ocurre en París puede esperar. Cada parada está calculada y no sólo por el conductor sino, y lo que es peor, por un guion que no hace gala de una sola originalidad o frescura o imprevisibilidad que rompa con las artificiales y falsas interrupciones en el camino. Apenas instantáneas de esos momentos recolecta Anne (fotógrafa amateur) que museifican detalles donde sólo importan los colores y las texturas sin lograr armar un recuerdo, ni darle vida. Instantes bellos pero vacíos, superficiales. Y en espejo, Coppola sólo atina a armar un collar de fotografías muertas que ni esa exquisita actriz y mujer que es Diane Lane puede salvar.
La planificación de un viaje lleva tiempo, si se va por un corto período la logística es un factor fundamental para que la estadía rinda al máximo, y poder visitar la mayor cantidad de sitios posibles, pero, hay circunstancias que pueden alterar todo lo planeado como le sucede a este matrimonio integrado por Anne (Diane Lane) y Michael (Alec Baldwin), que tienen que modificar la ruta a último momento. Y lo que pareciera ser un simple detalle, no lo será. La directora Eleanor Coppola, esposa de Francis Ford Coppola, incursiona en la realización de su primera ficción utilizando al territorio francés como una gran locación para contar una pequeña historia, una road movie, de gente grande, tranquila, adinerada, cuyos excesos son disfrutar de la abundante comida gourmet y los excelentes vinos. La pareja que está alojada en Cannes, porque Michael es un exitoso productor cinematográfico de Holywood, tiene que viajar a París, pero no puede hacerlo junta porque Anne padece dolor de oídos y no la dejan subir al avión, con el agregado del sorpresivo viaje que tiene que hacer el productor hacia Budapest para socorrer a una película en proceso. Estos inconvenientes quedarán salvados gracias a la predisposición del socio de Michael, que es un francés, y vive en Francia, llamado Jacques (Arnaud Viard), de llevar en su propio auto a Anne, a París. El trayecto, que tendría que hacerse en siete horas, tarda mucho más de lo esperado porque Jacques lleva a la protagonista a recorrer las campiñas, museos, hoteles y restaurantes lujosos, y en todo lo que le muestra y enseña es un experto. Al comienzo Anne, pese a que conoce al francés hace años, se sentirá incomoda al estar ellos dos solos permanentemente, y que él se tome todo el tiempo del mundo para llegar a la capital francesa, hasta que a ella también le empieza a gustar el trayecto. El relato mantiene siempre el mismo tono amable, no hay alteraciones, Jacques no sólo actúa como un guía turístico hacia Anne, sino que hacia el público también. El francés es un seductor empedernido, está atento a todo, a la norteamericana la llena de galanterías, halagos permanentes, no la deja pensar, en cada parada tiene a mano un plato sofisticado para enseñarle acompañado por un buen vino. El film se vuelve un tanto empalagoso de ver tantas exquisiteces, tanta amabilidad, tanto lujo, que aburre, aunque más de una extranjera desearía que le toque un viaje así.