Choque de clases mexicanas Pasaron 5 años desde el estreno de Gravedad (Gravity, 2013) y los 7 premios Oscars conseguidos por Alfonso Cuarón. Tras su odisea espacial el director mexicano presentó su nuevo film, uno que no podría estar más alejado en cuento a su realidad y ambientación. Roma (2018) cuenta la historia de una criada que vive en el seno de una familia de clase alta en el México de principios de los 70s. Fue presentada en el Festival de Cine de Venecia, y tras pasar por Toronto desembarcó en el Festival de Cine de Nueva York. Si bien en un principio la película producida por Netflix no iba a contar con estreno comercial, el gigante de las películas y las series tuvo que ceder y lanzarla en salas para que pueda competir en los principales festivales del mundo. El film cuenta con la particularidad de ser presentado en blanco y negro, y según explicó el propio cuarón esto no es lo mismo que presentar el film en “sepia”. Según él, su intención es que el blanco y negro aleje al relato de cualquier tinte “nostálgico” y simplemente provea una estética que haga fluir la interacción entre los personajes sin que el espectador se distraiga por otra clase de estímulos. Roma es precisamente el nombre del barrio donde transcurre la historia, y cuenta con un trabajo enorme de ambientación de época. El ruido de los autos, los vendedores ambulantes, los bares y toda clase de detalles que proponen un marco temporal claramente definido. Al ubicar la historia en los 70s, Cuarón se las ingenia para no desviarse de la trama principal y deslizar al mismo tiempo comentarios sobre la inestabilidad política del momento y pone en perspectiva el maltrato a la mujer así como la condición de inferioridad que sufría en ese tiempo, creando un fuerte contraste con una actualidad donde las mujeres tienen cada vez más peso y presencia en el orden mundial. Yalitza Aparicio interpreta a Cleo, la criada que vive en una casa donde el seno familiar se encuentra en plena desintegración tras el abandono del padre. Roma es el debut absoluto de Aparicio, quien sorprende con una performance contundente. Si bien el suyo es un personaje de pocas palabras, muchas veces su lenguaje corporal es el que transmite los mensajes más claros, desde su mirada, su postura y su interacción con otros personajes. Roma es el primer film rodado en castellano por Alfonso Cuarón desde Y tu mamá también (2001), y según dejó saber el propio Cuarón, no hubo mucha rigurosidad al momento de apegarse al guión, sino la idea de transmitir el concepto y ver adónde llegaban con eso sus interpretes. Gracias a esto los diálogos en el film fluyen, la naturaleza cotidiana de cada secuencia mete al espectador en el epicentro de ese hogar, junto con los avatares de la familia. Con una duración de 135 minutos, es probable que en un principio exista el temor de encontrarse frente a un relato lento y redundante. Pero una vez introducidos en el conflicto, se entiende perfectamente el motivo por el cual es necesario contar con tiempo para transmitir el rango completo de emociones que la película tiene para ofrecer al espectador. Roma es un ejemplo contundente de la forma en que un realizador puede utilizar todas las herramientas a su disposición para contar una historia llena de humanidad y corazón, involucrando al espectador y acercándolo a un recorte temporal con mucho para analizar.
En busca de la patria de la infancia Por primera vez en más de tres lustros, el director de Gravedad dejó Hollywood y volvió a México para hacer un film autobiográfico capaz de trascender el gesto meramente autorreferencial para dar cuenta de un país y de una época en plena transición social. Desde el éxito internacional de Y tu mamá también (2001), que entonces lo consolidó en Hollywood, hacía diecisiete años que el director Alfonso Cuarón no filmaba en México, su país natal. Y su regreso con Roma –que viene de ganar el León de Oro de la Mostra de Venecia y sin duda tendrá varias nominaciones en la próxima ceremonia de los premios Oscar– no pudo haber sido mejor. Se trata de una película extremadamente personal, casi autobiográfica como lo ha reconocido el propio Cuarón (autor también del guion, la fotografía y el montaje), pero que es capaz de trascender el gesto meramente autorreferencial para dar cuenta de un país y de una época en pleno momento de transición, hacia 1971, cuando comienzan a producirse transformaciones sociales y levantamientos estudiantiles que se perciben determinantes. O que en todo caso el film –y esa es sin duda una de sus virtudes– los hace parecer determinantes. Película ambiciosa como pocas, la paradoja de Roma es que está construida a partir de una infinidad de detalles, como si esa escala por momentos casi microscópica con la que Cuarón mira una instancia en la vida de su propia familia fuera capaz de construir un gran plano general sobre la sociedad de su época. Esa mirada, hay que decirlo, es una asumida mirada de clase, la de un realizador nacido en el seno de una familia acomodada, en una amplia casa de dos plantas en un barrio tranquilo y confortable del Distrito Federal mexicano: Colonia Roma, de ahí el título de la película. Pero aunque tienen papeles preponderantes, sobre todo el personaje de la madre, no son los miembros de su familia quienes llevan sobre sí el peso del relato sino Cleo, la muchacha de origen mixteco que de la mañana a la noche se ocupa de todas y cada una de las tareas domésticas junto a otra compañera también importada del interior profundo de México, con quien comparte una minúscula piecita del fondo. Es Cleo, sin embargo, la protagonista absoluta de Roma, porque es en Cleo en quien la madre confía gran parte de la crianza de sus hijos y a quien esos cuatro hermanos (tres varones y una niña) quieren casi como si fuera su madre. La debutante Yalitza Aparicio, maestra jardinera de profesión, es el primer hallazgo sobre el cual se apoya Roma. Sin su sensibilidad y su ternura la película toda hubiera sido inimaginable. El hecho de que –hasta ahora, al menos– no fuera actriz le otorga una verdad que una profesional seguramente no le hubiera podido dar al personaje y consigue que Cleo sea el eje gravitacional a partir del cual gira toda el universo de Roma. Ese universo es deliberadamente amplio y Cuarón procede siempre en un mismo sentido: va de lo particular a lo general. Como lo deja sentado ya el plano inicial del film, puede ir desde las figuras hipnóticas de las baldosas del patio bañadas por el agua jabonosa que esparce Cleo hasta el cielo que de pronto se refleja en ellas y por el que se ve atravesar un avión, como si la vida toda estuviera en otra parte. Hay una deliberada voluntad de hiperrealismo en Roma que la minuciosa fotografía en blanco y negro a cargo del propio Cuarón –y que conviene apreciar en sus proyecciones en sala oscura antes que en la plataforma online (ver aparte)– se ocupa de resaltar, quizás incluso de manera abusiva. Pero se trata, sin duda, de la película de un obsesivo, de un director que no quiere dejar nada librado al azar y que pretende que cada uno de sus recuerdos se convierta en materia estética, a toda costa. Para alguien que viene de filmar los últimos tres lustros en Hollywood, con presupuestos de los más altos del mundo (Harry Potter y el prisionero de Azkabán, Niños del hombre, Gravedad) el regreso al cine mexicano no implica necesariamente ajustarse a esa escala local. La de Cuarón sigue siendo la escala de Hollywood, con todo lo que el dinero puede comprar, empezando por una maniática reconstrucción de época que se permite recrear escenas urbanas con una multitud de extras, decorados y transportes de todo tipo. Y si su ambición es casi wellesiana, en el uso de los travellings y los planos–secuencia, su memoria es felliniana, en tanto Roma es su Amarcord: un pasado idealizado por el paso del tiempo y en el que todo parece más grande, más dramático y más fantástico de lo que quizás fue. Ese afán de absoluto se percibe en el modus operandi con que Cuarón va construyendo la estructura del film. Por un lado, pasa de las escenas domésticas, casi naturalistas, en muchas ocasiones teñidas por un humor nostálgico, a los grandes momentos de bravura, de un dramatismo exacerbado. En su 135 minutos hay por lo menos cuatro de esos momentos que en cualquier otra película apenas si serían el único clímax: la visita de Cleo al hospital en medio de un terremoto; la frustrada compra de una cuna en el mismo momento en el que el ejército mexicano (auxiliado por fuerzas paramilitares) reprime una manifestación estudiantil; la terrible instancia del parto, quizás el momento más reprochable de Roma; y un épico salvataje ante un mar embravecido en la playa de Veracruz. Que cada una de estas escenas –y muchas otras, como esa en la que Cleo va a un paupérrimo suburbio a buscar a su novio y ese cielo proletario se ve surcado de pronto por un funambulesco hombre bala– tenga dentro del mismo plano varios movimientos internos de distinta naturaleza e intensidad habla de la voluntad demiúrgica de Cuarón, un cineasta que no se conforma con reflejar el mundo sino que quiere forjarlo él mismo en todos sus detalles. La ambición de sus compatriotas y colegas generacionales Alejandro González Iñárritu y Guillermo Del Toro quizás sea similar, pero de los tres se diría que el único auténtico cineasta es Cuarón, en tanto es capaz de trabajar con las herramientas estéticas legadas por los grandes maestros e intentar con ellas elaborar su propia poética, aplicada aquí a reconstruir la patria perdida de su infancia.
Filmada con una cámara digital Alexa de 65mm, las imágenes en blanco y negro de Roma proponen –además de un retrato del México de 1970 y 1971– un diálogo permanente entre el naturalismo y el formalismo, canalizando la representación de una memoria viva, invocada desde una perspectiva contemporánea. Del lado (neo)realista, la textura de las imágenes evocan un universo táctil, casi hiperrealista, no filtrado por la porosidad nostálgica del cine analógico; mientras que la dimensión artificiosa del film se articula a través del punto de vista: la cámara observa desde la distancia, apartada, en plano secuencia, casi como si fuera una presencia fantasmagórica, y lo que captura son los movimientos de una familia de clase media-alta cuya armónica cotidianeidad se verá trastocada por acontecimientos privados y públicos. El arranque de Roma es deslumbrante. Entre las composiciones de grupo –a medio camino entre la espontaneidad y lo coreográfico– y el retrato de objetos empapados de memoria, detalles aparentemente banales, como una ventana sucia, una pelota deshinchada o la ropa tendida adquieren una punzante resonancia poética. Además, el rigor con el que Cuarón se vuelca en el retrato intimista de la familia, marcado por la abundancia de tiempos (sólo aparentemente) muertos, remite al trabajo de una noble estirpe de cineastas orientales: de los minúsculos y sublimes dramas domésticos de Yasujirō Ozu a las crónicas autobiográficas del taiwanés Hou Hsiao-hsien, donde la Historia, en mayúsculas, se infiltraba en los rituales cotidianos de los personajes. Luego, a medida que avanza el film, Cuarón siente la necesidad de desarrollar en profundidad el drama de Cleo, lo que convierte la segunda mitad de Roma en un ejercicio fílmico más convencional, menos estimulante. Los acontecimientos se aceleran, los fueras de campo del relato se van resolviendo y el acercamiento a la cotidianidad se va diluyendo en pos de una resolución marcada por la catarsis, una decisión que ya lastraba, en parte, los logros de Gravedad, la anterior película de Cuarón. Pese a todo, el director de Y tú mamá también –otro film sobre jóvenes que descubrían la complejidad y sinsabores de la realidad adulta– consigue en Roma la difícil proeza de evocar el pasado con un pie puesto en la nostalgia y el otro en el sentido crítico. Qué significa recordar, sino aceptar que todo ejercicio de memoria trastoca tanto nuestra visión de la H/historia como de la realidad presente.
El realismo, pero entendido como la necesidad misma de reconstruir la realidad, y en este caso, el pasado, es central en Roma. Alfonso Cuarón nos ubica en ese barrio, de Ciudad de México, en un relato que es de extrema poesía y crudeza, a la vez, en un blanco y negro que le sienta impecable. Estilísticamente, el director de Gravedad se juega por los planos abiertos, que puedan captar el espacio y en él, recortar a sus personajes. A contraposición de lo que era la TV en sus comienzos, y que se ha vuelto costumbre en el cine presente, donde se cree que sólo por la proximidad con el protagonista en un plano cerrado lo observaríamos mejor. Cuarón vuelve a apelar al plano secuencia, ese registro en el que la cámara se mueve durante minutos sin corte. Y no se pierde esa perspectiva, porque en ese recorte es en el que Cuarón mira a su propia infancia, a su familia. Que es la que protagoniza Roma. Cuarón homenajea a las mujeres de su vida. Volvemos, así, al realismo. Por momentos, Roma es un drama intimista. Por otros, muchos otros, un novelón mexicano, sí, de los ’70. O de antes. Lo que se cuenta es la vida en una familia de clase media, en ese barrio céntrico de Ciudad de México. Se va desde lo personal, con las “nanas” moviéndose entre sus tareas y el cariño que se dispensan mutuamente con la madre de la familia, los hijos y la abuela. El padre, ausente, que “se va de viaje”, marca uno de los mojones, los tópicos del filme, a partir del machismo. Es que Roma es, también, un estudio de clases y de los afectos familiares. La protagonista es Cleo (Yalitza Aparicio, excepcional), una de las “nanas” que cuida a los cuatro hijos de la patrona. Ella baldea -el tratamiento y la presencia del agua en esta película da para un tratado en sí mismo- el patio, levanta la caca de perro en el garaje donde a duras penas puede entrar el auto de la familia. A través de sus ojos se observa el todo: lo que pasa en la casa, en las calles, en el cine. Ella es la primera que advierte un incendio forestal, protagoniza una escena dramática muy íntima y también otra secuencia bellísima, potente en el mar. Cuarón, que se ha hecho cargo de la fotografía, se preocupa y mucho por captar la imagen, pero también los sonidos del pasado. Por eso Roma es una película para disfrutar en cines -al cierre de esta edición se trabajaba para que el filme se exhibiera, aunque acotadamente, en algunas salas desde este jueves-. Para ver la actividad en la calle, pasar una banda militar, los vendedores ambulantes en la puerta de un cine, en un Cinemascope que la pantalla del smartphone no brinda en su esplendor. No da. Sobria pese a su tono épico, el director de Y tu mamá también logra –lo ha logrado siempre- combinar el primer plano con el plano general, revelando desde el detalle, pero manteniéndolo a escala. El plano secuencia tiene, a la vez, esa oportunidad de hacernos sentir que lo que está sucediendo, pasa obviamente en tiempo real. Y lo hace con delicadeza, con poesía. Y ya sabemos lo que puede hacer a la hora de mostrar la violencia con lirismo. Allí, en el medio del caos, rescata la humanidad de los personajes, como en Hijos del hombre. También para ese recorte histórico, que permite o hace más evidente aquello de los grandes filmes, que de lo personal van a lo general o histórico, está la matanza de las fuerzas paramilitares contra el movimiento estudiantil, en 1971. O la mirada de los marginados, y cómo les cuesta desarrollarse en un ámbito no precisamente propicio. El director no hace regodeos de cámara, para que ésta pase desapercibida. Igual, se nota el trabajo casi arqueológico que ha realizado para pintar antes que representar las vivencias, el modo de vida. No es un filme contemplativo, aunque sí refleje la cotidianeidad y la rutina de esa familia y de esa casa, con emoción genuina.
TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A LOS PREMIOS Alfonso Cuarón es uno de los directores del presente que mejor dominio tiene de la herramienta cinematográfica. Esa es una verdad irrefutable: su trabajo con el plano, incluso con el plano secuencia, sus paneos sabiamente organizados y estructurados, además de la utilización del sonido de manera expresiva y como diferenciador de la información dentro del encuadre son algunos de los elementos que distinguen su cine. Pero allí donde podría ser calificado como un realizador puramente técnico, Cuarón le suma una emoción genuina que parte de personajes con un sentido muy preciso de la épica. Eso que en Gravedad sobresalía, pero que en Niños del hombre o incluso en El prisionero de Azkabán también nos permitía conectar con la experiencia de los protagonistas. El caso de Roma, el estreno de Netflix que nos convoca, es uno muy especial. Primero, porque confirma el eclecticismo de su filmografía con una película que apela al intimismo contra la grandilocuencia de sus films anteriores; y segundo, porque se mete con elementos autobiográficos y con sensibilidades que por primera vez demuestran los límites de su cine. Roma está ambientada en los 70’s y narrada en blanco y negro: el título hace mención al barrio de la infancia de Cuarón, allí en el México DF. La historia tiene como eje a la sirvienta de un hogar de clase media-alta, Cleo, quien oficia como observadora de los sucesos tanto privados como públicos que ocurren a su alrededor, y cuyo drama personal es seguido casi en silencio. Roma está construida de viñetas, de pequeños episodios que van trazando un cuadro más general y amplio: la vida en un país convulsionado, donde la tensión constante es de clase y política. Convulsión sintetizada en ese grupo familiar resquebrajado. Entonces la relación entre Cleo y sus patrones es clave no sólo para mostrar la honestidad con la que Cuarón avanza en la primera parte del relato (dejando en claro el desdén hacia la mujer y poniendo en crisis su propio círculo familiar), sino también el miserabilismo infrecuente en su cine que asalta la última media hora. Hay en la película mucha sofisticación visual y mucha belleza, mucho de eso que sabemos vamos a encontrar en un film del director, pero también decisiones que ponen de manifiesto cierta especulación molesta que, descubrimos a posteriori, venía atravesando todo el relato de antemano. La duda que acecha a Roma entonces es si una escena puede arruinar una película. Es un dilema habitual del cine y aquí se vuelve a presentar. Digamos que no y que sí. Que no, si aislando ese segmento la película fluye y se justifica. Lamentablemente no es el caso de Roma. No conviene adelantar nada, pero hay una situación traumática que vive la protagonista con un nivel de deleite y cálculo por exhibir el horror por parte del director que repele bastante. Ahí es cuando ingresan cuestiones éticas y morales respecto de cómo se deben mostrar algunas cosas; y hasta si es necesario mostrarlas (sí, el famoso traveling de Kapo). Cuarón no sólo opta por mostrarlas, sino que esa mostración parece ser el fin de todo el trabajo estético de Roma. Porque Cuarón nos prepara para ese momento y busca el impacto (de hecho, llega luego de una secuencia tan fascinante como fallida donde el andamiaje formal del director hace agua por cierta remarcación innecesaria), no hay nada inocente en su estrategia narrativa. Luego de eso, la película no sólo no puede tomar aire sino que profundiza su miserabilismo en una última secuencia que vuelve a mostrar tanto las cualidades técnicas del director como su falta de ética audiovisual. La forma en que la familia termina “abrazando” a Cleo está más cerca del vínculo entre una persona y una mascota, que del aprecio genuino y respetuoso. La falsedad de esa emoción, que llega luego de otro de sus planificados movimientos de cámara (a esta altura, un tanto molestos), es más banal que el mero acto de invertir “roma” para encontrar “amor”. Lo legítimo del viaje a la infancia del realizador se agota, por lo tanto, en virtuosismos demasiado calculados. Si en sus films anteriores Cuarón lograba tomar distancia de los cineastas de su generación, con Roma se acercó peligrosamente a los manierismos de un cine falsamente complejo que tanto se consume en el presente. Por cierto, un formato exitoso y que seguramente le dará premios, porque el regodeo es otro de los placeres del espectador contemporáneo.
ROMA: No me olvido de dónde vengo. Ya es sabido que Alfonso Cuarón es un realizador enorme en todas sus formas. Lo demostró a lo largo de todas sus películas, pero el hecho es que “Roma (2018)” marca un quiebre emocional, un cambio radical, que tiene más que ver con su propia historia que con la de alguien más. Se dice que ésta película es autorreferencial, y eso constituye una verdad casi absoluta ante los ojos de cualquier espectador avezado. Es por esto que “Roma”, que refiere su título a Colonia Roma, barrio natal de Cuarón en el Distrito Federal de México, tiene todo para pensarse como una película autoral y totalmente personal. Su cálida mirada de clase, los relatos de la familia protagonista (seguramente sacados de su propia familia), los largos planos secuencia y el recurso del blanco y negro para todo el film – que sin duda hace alusión a los recuerdos- convierten a la película en un retrato íntimo aunque ambicioso, poco convencional para el cine de estos tiempos, y por ese motivo, arriesgado. El personaje predilecto de Cuarón en todo momento es Cleo, una empleada doméstica de una familia de clase media alta. Ellos la quieren, forma parte del círculo íntimo, le tienen confianza ciega y, Cleo, siente un afecto especial por el más pequeño de ellos, a quien arropa todas las noches y despierta cálidamente para desayunar. En esa representación de relación casi de “madre- hijo”, encontramos las huellas de un realizador criado por mucamas de los años 70 en México. Así la película se convierte en un claro homenaje a ellas. En el seno de esa familia, por supuesto, pasan cosas, y esas historias –algunas más chicas que otras- van cobrando forma y adquieren significación es sí mismas. La mujer de la casa y Cleo son más parecidas de lo que creíamos. Cada una parada socialmente de diferente forma, son mujeres fuertes que la pasan mal la mayor parte del tiempo. Y los hombres aquí son los necios y arrogantes. “Roma” es íntima, como ya se dijo, pero en esa intimidad también confluye un contexto social de peligrosas revueltas callejeras. Lo privado y lo público se entrecruzan constantemente con imágenes hipnóticas, además de los exquisitos detalles y reconstrucción de época que conforman un bellísimo y exhaustivo trabajo de arte para cada escena, y la también evidente labor de fotografía del propio Cuarón. Desde un hermoso y extenso plano secuencia hasta una épica dramática como pocas. Desde un profundo realismo hasta las fantasías y sueños de una muchacha de clase baja. Desde lo social y universal hasta lo más personal. Alfonso Cuarón sin duda es- entre otras cosas- un maestro de los contrapuntos, y ésta película suya se convierte en una obra digna de verse en pantalla grande no sólo por su imponencia visual sino por su perfecto trabajo con el guion. Obviamente, también es un estreno simultáneo de Netflix, mundial, y la pueden ver AQUÍ. Para quienes quieran verla en cines, se proyectará en Buenos Aires en CINE ARTE BAMA (Av. Pres. Roque Sáenz Peña 1150, CABA), Horarios: 14:20 17:00 19:30 22:10 (Subtitulada).
Lo nuevo del galardonado Alfonso Cuarón comienza con un plano del suelo y termina con un plano del cielo. En ese primer plano también se ve el cielo, pero reflejado a través del agua. Esas dualidades se encuentran presente, a veces de manera más sutil que otras, a lo largo de toda la película. Así, en una misma escena los niños se enteran de la separación de su padre y en el fondo se festeja un casamiento; o en medio de un tiroteo donde hay personas que efectivamente mueren, la protagonista se encuentra a punto de dar vida, de dar a luz. La historia que sigue esta nueva película que escribe y dirige Cuarón, es muy personal. Basada en su propia infancia y enfocada en la figura de la mujer que ayuda en la casa. Algo parecido a lo que ya se había visto en la película brasilera Una segunda madre, pero acá más contextualizada con una época, la década de los 70s en México. A la larga, esa persona que trabaja limpiando y cuidando a los chicos pasa tanto tiempo en ese hogar que se convierte en parte de él, aunque a veces las distancias se marquen. Cleo será el hilo conductor de toda la película y es a través de ella que se vivirá esta época y la historia también de esta familia, de esa mujer casada y con hijos que también irá sufriendo una transformación. Cleo es joven y después de conocer a un muchacho que le gusta queda embarazada y él se desaparece; ella sola cargará con un embarazo no deseado pero encontrará en esta familia para la que trabaja un apoyo que en ningún otro lado. Contada con un hermoso blanco y negro, Roma está compuesto de escenas algunas pequeñas y simples para retratar una cotidianeidad, y otras un poco más fuertes, como las que tienen que ver con la época revolucionaria en que se sucede o una más personal como la del parto, sobre la cual no conviene adelantar demasiado pero así como es la más fuerte a nivel dramático es quizás la menos necesaria de esta película, la que apela a la emoción fácil. Al contrario, la escena final, más simple en su forma y contenido a simple vista (sólo a simple vista), resulta mucho más fuerte a nivel emocional. También hay una intención a la hora de enfocarse principalmente en el personaje de Cleo (interpretada por la ignota Yalitza Aparicio de una manera tan sutil como magistral) pero retratarla al mismo tiempo con cierta distancia. Cada plano parece estar muy estudiado, nada de lo que se muestra y cuenta es azaroso. Cuarón con esta película quiso homenajear a las mujeres de su vida, por eso está ahí Cleo pero no ella sola y al final la figura de la madre va cobrando cada vez una mayor dimensión. La figura y la noción, lo que significa ser madre. Pero también dos mujeres que más allá de provenir de diferentes situaciones y lugares, pueden encontrarse unidas a través de lo que tienen en común: ser mujeres, ser mujeres en cierta época y sociedad. Es una película bella y emocionante, que merece ser vista en pantalla y la oportunidad está para quien quiera aprovecharla. Lamentablemente es sabido que la mayoría preferirá verla desde una computadora o una televisión.
Un cine honesto es aquel coherente con sus intenciones, quiera contar una historia de género o no. Pero hay un nivel más alto: esas narraciones arraigadas en las vivencias mismas de quien escribió el guion y/o encuadra la película. Alfonso Cuarón ha oscilado entre varios géneros, lo que sumado a sus experiencias personales contribuye a hacer de Roma una historia épica sobre lo cotidiano. Épica sin sandalias ni arena Roma transcurre en el México de los 70. Cuenta la historia de Cleo, la empleada doméstica de una familia de clase media, cuyo padre y cuya madre pasan por el momento difícil de su separación. La película oscilará entre cómo Cleo ayuda a mantener la unidad entre los niños de la familia, mientras debe lidiar ella misma con un inesperado embarazo. Roma es una conmovedora rodaja de vida con una estructura narrativa poco usual, pero no por ello menos sólida. Aunque parte de una premisa clara, no posee lo que se dice un arco dramático, porque esencialmente no lo busca. Todas las escenas tienen su conflicto particular, y el desarrollo de las mismas consigue cautivar al espectador. Podemos decir que se trata con seguridad de la búsqueda y el reconocimiento de una familia. Que en ocasiones la sangre no basta para fortalecer los lazos sino el afecto, y que pasar tanto tiempo con una persona hace inevitable el desarrollo de algún tipo de vínculo. Si se tuviera que achacarle alguna contra es el hecho de que muchas secuencias se extienden un poco más de lo necesario, contribuyendo a que le sobre algunos de sus 135 minutos de duración. En materia actoral, Yalitza Aparicio lleva con mucha dignidad sobre sus hombros el protagónico, pero tampoco se queda atrás Marina De Tavira como la patrona y matriarca de esta familia que lentamente se está viniendo abajo. En materia técnica, estamos hablando de la película más madura de Alfonso Cuarón. Su puesta en escena no tiene desperdicio. La composición de sus encuadres es de una extrema riqueza, su trazo escénico tiene la elegancia de una coreografía de baile, y cuando pensábamos que estaba todo dicho sobre el paneo de la cámara, él lo revaloriza con el invaluable aporte del diseño de producción de Eugenio Caballero. Estén atentos a una escena que transcurre en un hospital, un momento que figurará sin ninguna duda entre los más intensos y asfixiantes que se hayan visto en una pantalla este año.
Reverencia a la infancia, el país, la maternidad, el cine y el mundo todo, Roma de Alfonso Cuarón es el filme más ambicioso hasta la fecha del exponente más contenido y solvente de los actuales mejicanos consagrados en Hollywood, y eso ya es mucho decir viniendo del responsable de Hijos de los hombres y Gravedad. En su predominio de travellings distantes y estilizados, Cuarón –que toma las riendas de la fotografía en ampliado y profundo formato 65mm en blanco y negro, aspecto sublime del filme junto al detallista sonido Dolby Atmos– retrata la vida hogareña de una familia mejicana de clase media de 1970 con foco especial en Cleo (Yalitza Aparicio), la empleada doméstica de la casa. Tácitos gestos de exclusión indican que la pertenencia de ella a ese entorno cómodo y seguro marcado por rutinas profesionales, niños cultos y distinción de clase es sólo aparente, aunque la mano de uno de los chicos que cruza su espalda en el ritual grupal de ver la televisión también prueba que es querida. Esa ambigüedad entre marginalidad e integración, que es también la convivencia de la burguesía con el pueblo mejicano en las calles, marca la primera parte de la película con tono de épica intimista. Roma se torna casi elegíaca en su celebración de los objetos del pasado, las costumbres telúricas y las veredas congestionadas, invocando una armonía popular en la que las diferencias se amortiguan. El puente entre contrastes se insinúa también en la desesperación de Sofía (Marina de Tavira), la madre que padece la creciente ausencia de su marido Antonio (Fernando Grediaga). Su desazón es compartida con Cleo, que acaba de ser embarazada por un novio abandónico. “Estamos solas”, le confiesa Sofía a Cleo con cierto subrayado en una escena de cámara que convoca a las dos mujeres. Roma es una película de capas, y así los personajes se movilizan en primer plano mientras de fondo se despliegan miniaturas coreográficas de tableau vivant (fiestas, deportes, desfiles); los cloqueos de gallinas se yuxtaponen con el soplo del viento y las canciones que suenan en la radio; y la vida entre cuatro paredes deja paso al clamor colectivo y a la furia de los elementos: el temblor de la tierra, el incendio en el bosque, la vastedad del mar. Y todo condensado en un mismo gesto de emoción apaciguada, de intensidad pasatista, de majestuosa imperturbabilidad. Esa fina orquestación sucumbe hacia el final, cuando Cuarón introduce una instancia de torpeza efectista que vira el filme hacia la tragedia. Allí se desnuda el abordaje clasicista del director y el abismo que lo separa de la protagonista de ascendencia nativa, a la que manipula con ánimo provocador. El desliz –que más tarde dibuja una fábula moral– no opaca un filme en estado de gracia que reúne un par de secuencias maravillosas y que más allá del guiño neorrealista del título es también un homenaje a la palabra al revés, al tan negado como evidente amor.
Roma es una película importante por múltiples motivos: porque es el regreso del brillante realizador mexicano Alfonso Cuarón a su México natal con una historia de fuerte sesgo autobiográfico basado en sus recuerdos de infancia, porque ganó el León de Oro en la última Mostra de Venecia y es la principal apuesta de Netflix para ganar su primer premio Oscar; y porque el gigante del streaming cedió por una vez a los deseos del director de Y tu mamá también, Niños del hombre y Gravedad y permitió que el film tuviera un paso bastante amplio por las salas (hoy se estrenará en media docena de cines argentinos y desde mañana estará disponible también en la plataforma para su disfrute hogareño). Cuarón se comprometió tanto con este proyecto que, cuando su habitual director de fotografía, Emmanuel Lubezki, no pudo participar por problemas de agenda, fue él quien se ocupó de la cámara y la luz (también coeditó luego el film). El resultado estético es prodigioso: cada toma en blanco y negro, cada plano secuencia es una auténtica obra de arte. Roma -inspirada en sus experiencias familiares a principios de la década de 1970 en el barrio homónimo- es una película que funciona mejor en su primera mitad y cuando trabaja en una dimensión íntima y no tan épica. En su segunda parte abandona bastante las sutilezas, la delicadeza y los matices iniciales para abrazar por momentos la obviedad y apelar a ciertos excesos y regodeos en el sadismo que remiten al cine de su amigo, colega y compatriota Alejandro González Iñárritu. De todas maneras, durante buena parte de sus más de dos horas, Roma resulta una apasionante mirada a la dinámica familiar, un fascinante registro (reconstrucción) de una época convulsionada, una exploración de las diferencias de clase, del machismo imperante, de esa violencia contenida (que inevitablemente termina por explotar en la circunstancia y en el lugar menos pensados). Cuarón, más allá de las controvertidas decisiones artísticas que toma en la segunda mitad, nunca pierde el control de un relato que, por momentos, remite al cine de los grandes maestros del cine asiático como Yasujiro Ozu y consigue actuaciones prodigiosas tanto de intérpretes profesionales como de otros sin experiencia previa. Una película en muchos sentidos subyugante, con un despliegue visual y sonoro extraordinario que merece ser disfrutado en pantalla grande o, al menos, en las mejores condiciones que permita el consumo hogareño.
Los avatares de la rutina Mientras la miseria aumenta al calor de la acumulación de la riqueza producto de las crisis generadas por los propios mecanismos de expropiación del mercado, la dificultad de narrar la pobreza se vuelve una cuestión acuciante. Por esta misma razón el hambre y los conflictos de clases parecen cada vez más encubiertos y maquillados bajo diversos rostros, a veces miserables, a veces románticos, pocas veces crudamente reales. La reflexión sobre estas cuestiones es así cada vez más extraña, y por ende, más necesaria. En su último opus, el realizador mexicano Alfonso Cuarón, aclamado por sus dos últimos trabajos, Gravedad (Gravity, 2013) y Niños del Hombre (Children of Men, 2006), regresa a su infancia en el Distrito Federal de la Ciudad de México para narrar un año a principios de la convulsionada década del setenta en la vida de una empleada doméstica de origen mixteca que trabaja realizando múltiples tareas para una familia de clase media alta en la Colonia Roma, un barrio de suntuosas casas construido a principios del Siglo XX cerca del centro de la ciudad como emprendimiento para la clase alta, más tarde devenido confortable hogar de características modernas de las familias de profesiones liberales. Filmada en blanco y negro con un estilo neorrealista, Roma (2018) narra la rutina de la empleada doméstica, Cleo (Yalitza Aparicio), en la casa de la familia, su tierna y dedicada relación con los niños, y la dinámica familiar entre la pareja, la abuela y los pequeños. De esta manera, las manías y los dilemas filiales son relatados con gran detallismo y una mirada artística que pone hincapié en los rostros empapados por su contexto y sus vivencias. Estas experiencias y la construcción del contexto que las rodea son los ejes de un relato a través del cual Cuarón indaga en los cambios culturales y en las constantes de las relaciones sociales desde un humanismo descarnado. En escenas cuidadosamente construidas el director y guionista examina las relaciones entre el personal doméstico permanente en las casas de familia de clase media alta, una relación siempre difícil -cercana y distante a la vez- que desdibuja y remarca constantemente los límites del concepto de familia y de las relaciones humanas, especialmente a través de los niños. La solidaridad entre las mujeres ante sus desventuras se contrapone al egoísmo masculino y a la mezcla de inocencia y perspicacia emocional de los niños en un retrato que pone a prueba la humanidad de los personajes dejándolos expuestos a una dolorosa e impersonal soledad. Las protestas estudiantiles y el caos de la represión en las calles durante la Masacre de Corpus Christi se funden con la desorganización y el trato frío hospitalario en episodios muy intensos como el nacimiento del bebé de Cleo, un rescate en medio de la furia de las olas en la costa, el entrenamiento de las fuerzas paramilitares represivas -amparadas por el gobierno local y la CIA- y la violencia social latente que sobrevuela sobre la tranquilidad de una ciudad en plena ebullición. Las multitudes pasivas y las multitudes activas se contraponen con fuerza y van delineando las características de una ciudadanía que muda su piel y se transforma en medio de la reacción fascista que resuelve los conflictos mediante la violencia mientras una sensación de confusión crece entre los personajes que tratan de mantenerse al margen. La tranquilidad, la fiesta y la celebración devienen siempre en escenas de conflicto, incendios, terremotos, manifestaciones, represión y hasta la furia del mar, que representan los peligros de la naturaleza que se combinan con la decadencia burguesa en una metáfora de los movimientos de las placas tectónicas sociales que tenían lugar en la época. Las contradicciones que Roma alimenta representan los cambios en la sociedad mexicana, esos que transformaron un barrio que una década más tarde cambiaría por completo debido al terremoto de 1985 y el estado de abandono producto de las condiciones edilicias de las casas, los cambios culturales y la decadencia de esa misma clase media alta que supo darle vida (la zona palideció a partir de la migración de las clases altas hacia lugares más protegidos, suntuosos y alejados de la ciudad). La fotografía intimista del propio Cuarón genera una sensación de documental acrecentada por la mezcla del español con el lenguaje mixteco, un dialecto de las comunidades originarias de la región hablado por al menos medio millón de habitantes. Con estas características que le otorgan una grandilocuencia estética a la rutina, Roma logra crear una historia dramática sobre las contradicciones de la supervivencia de la servidumbre en las relaciones económicas modernas bajo el manto de la intimidad. Las relaciones familiares confluyen con las relaciones de clase y las dinámicas sociales en un film que oscila entre la candidez de los recuerdos y las reflexiones adultas como profundas meditaciones sobre la cotidianeidad como elemento constante de la vida. Cuarón deslumbra así nuevamente con un retrato severo pero emotivo que convierte a la catástrofe en un lienzo sobre la historia de su país como homenaje, denuncia y reflexión política de ineludible actualidad para toda Latinoamérica.
Roma: El hogar y el mundo Dos de las secuencias centrales de Roma transcurren en un cine; o, mejor, cuando los personajes, Cleo (Yalitza Aparicio) y sus acompañantes, van al cine. En un caso los vemos en el interior de la sala, en el otro, en el exterior. En las dos ocasiones se ponen de manifiesto situaciones que han de desencadenar el melodrama, situaciones que son muy características del melodrama o de su derivación más popular, el folletín romántico y la telenovela. En la primera escena, Cleo y su novio Fermín están en una gran sala, el Metropolitan, viendo una producción bélica francesa, La fuga fantástica (La grande vadrouille), de Gérard Oury, momento que aprovecha Cleo para confesar que no le “ha llegado el mes”. Fermín se lo toma con mucha tranquilidad, demasiada. Aunque la película está terminando, dice que tiene que ir al baño. Nunca volverá. Cleo sale del cine sabiendo que el padre de su hijo se ha esfumado. En la segunda escena, Cleo acompaña al hijo mayor, Toño, y a un amigo a un cine cercano, Las Américas, y, en el revuelo que se produce a la entrada, descubre que el padre de la familia, Antonio, presuntamente en Canadá, en realidad está en México con otra mujer. También lo reconoce el amigo de Toño, por más que este lo niegue y le parezca imposible. En el cine de proyecta una película sobre astronautas, Atrapados en el espacio (Marooned), de John Sturges, en lo que parece un guiño a Gravity. Aquí Cleo es una simple testigo y conocedora en primera mano del drama que vive la Sra. Sofía (Marina de Tavira). Las dos secuencias ambientadas en el cine unen a las dos mujeres protagonistas, la nana y su señora, cada una con su drama particular. El de Sofía, que su marido la haya abandonado de facto, aunque toda la familia piense, o quiera creer, que está en Canadá llevando a cabo una investigación que se ha prolongado varios meses, incluso más allá de las navidades, nos llega siempre con indicios parciales, una conversación entrecortada, una llamada telefónica de la que solo escuchamos ecos, hasta que por fin Cleo puede corroborarlo visualmente. El drama de Sofía y de toda la familia por extensión es el trasfondo que enmarca el de Cleo, la protagonista absoluta, el personaje a través del cual somos testigos de esta historia. Uno y otro se retroalimentan y refuerzan los lazos entre las dos mujeres. Como decía, son materiales propios del melodrama más primario, materiales en ocasiones de derribo, y quizás este sea el gran acierto de Alfonso Cuarón, servirse de elementos populares para elaborar un gran fresco sobre el México de 1970-71, el México de la resaca post-Olimpiadas y post-Mundial de Fútbol, también de la matanza de Tlatelolco, que en Roma sigue resonando con una suerte de réplica. Su referente no parece otro que David Lean, tal es la ambición y grandilocuencia con la que Cuarón cuenta esta historia que, se nos ha dicho, parte de sus recuerdos personales de infancia (nacido en 1961, Cuarón bien podría ser el Toño de la película). Este sería el aspecto más singular de Roma. Cuarón no filma el desierto, sino que reconstruye el México de aquellos años, la colonia Roma. Ahí tenemos los grandes cines y el ambiente de las calles que los rodeaban, en franco contraste con el interior de la casa familiar, muy espaciosa y el territorio que domina Cleo, por eso mismo, muchas veces, un espacio vacío. Así se inicia la película, en una casa que solo ocupan Cleo y la otra criada, hasta que poco a poco van llegando los miembros de la familia, los cuatro hijos, la abuela, Sofía y, al final de la jornada, el padre, sobre el que pronto se nos dice que en unos días marchará a un congreso en Canadá. Y así será, lo veremos marchar y poco más, fuera de la escena del cine Las Américas. Antonio será una mera ausencia, alguien del que se habla y del que solo tenemos referencias indirectas, también cuando su relación con Sofía se rompe definitivamente: en la práctica su única huella es el desorden que deja en la casa al llevarse sus estanterías aprovechando un viaje de la familia. Cuarón filma la casa con grandes panorámicas circulares, posicionando la cámara en el lugar que ocupa Cleo en el hogar familiar, una posición central pero al mismo tiempo discreta y distante. Los ruidos del convulso México de la época podrían llegarnos como un eco, sin que la película saliese en ningún momento al exterior. El comienzo y el final de la película parecen coquetear con esa idea: el avión que surca el cielo y que, al principio, se refleja en el suelo mojado y, luego ya al final, vemos entre los edificios que circundan la casa. Pero Cuarón opta desde el primer momento por salir al exterior, por acompañar a Cleo, tanto en sus salidas con la familia, con Fermín o en solitario. De hecho, el tema del embarazo de Cleo es un asunto que se desarrolla casi siempre fuera del espacio familiar y con el que Cuarón compone algunos de los grandes frescos de la película, desde aquella escena del cine Metropolitan al momento en el que Cleo va a buscar a Fermín fuera de la ciudad a un gran campo en el que cientos de jóvenes ensayan rituales de artes marciales. Si Cuarón se sirve en todo momento de la gran profundidad de campo que le posibilita el filmar su película en 65mm, el mayor partido se lo saca, claro está, en las grandes escenas en exteriores, tanto las de la hacienda de los De la Bárcena, como en este espacio en el que se ejercitan -pronto lo sabremos- fuerzas paramilitares. La cámara de Cuarón potencia las dimensiones del espacio, privilegiando los planos generales. Ante nuestros ojos emerge todo un mundo que no precisa ser sugerido y en el que confluyen, como si se tratase de un cuadro renacentista, la historia individual y la colectiva. Toda la planificación está al servicio de esa grandilocuencia y ambición sin límites en la que la cámara, como la de Gravity, parece tener una autonomía plena. Que atienda en primer lugar a la historia de Cleo parece algo meramente circunstancial. En pantalla bien podrían estar sucediendo cientos de historias, tal es el detallismo que el formato propicia. El siguiente reencuentro de Cleo con Fermín es mucho más inesperado y es el momento de mayor virtuosismo de la película. Cleo ha ido con la abuela, la Sra. Teresa, a una tienda de muebles a comprar una cuna. En la zona se suceden las manifestaciones estudiantiles y estas, lo que en un primer momento bien pudiera parecer un mero elemento ambiental, acaban por provocar un giro dramático en la historia. Oímos gritos y disparos y la cámara nos muestra a través de los ventanales de la tienda lo que está sucediendo en la calle, las carreras de los manifestantes y personas armadas con barrotes metálicos que los persiguen. La cámara gira por los ventanales a los que se asoman Teresa y Cleo para ver qué sucede abajo en la calle cuando los gritos llegan hasta la misma tienda. Unos estudiantes se refugian en ella huyendo de unos hombres armados. Uno de ellos resulta ser el mismo Fermín que, con una pistola en la mano, apunta a los clientes, a la misma Cleo (su mano empuñando el revólver en primer plano, al fondo otros paramilitares disparan a un estudiante), hasta que al verse reconocido y reclamado por sus compañeros huye con ellos. Roma se compone de grandes set-pieces de este estilo, profundamente detallistas, en las que el tiempo parece detenerse. Sin embargo los meses pasan y los cambios en la familia se intuyen detrás de grandes elipsis. El embarazo de Cleo ha progresado hasta el punto de que en la mueblería rompe aguas y ha de ser llevada al hospital. La ciudad es toda ella un monumental atasco, pero, aún cuando somos conscientes de la urgencia, Cuarón no se recrea en este suspense. De repente ya estamos en el hospital y Cleo es subida al paritorio. Ahí se desarrolla lo que de verdad importa al cineasta, algo que Cuarón muestra con toda la crudeza, sin escudarse detrás de ninguna elipsis ni subterfugio metafórico: el parto, la niña que nace muerta pese a los esfuerzos por reanimarla y cuyo cuerpo Cleo agarra con todas sus fuerzas. Estamos en el territorio del melodrama, recuerden, y Cuarón no quiere hurtarnos ese momento que representa de algún modo la culminación de la tragedia. ¿Es un momento lacrimógeno? No lo creo. En toda la película, tanto en su estructura como en su puesta en escena, parece prevalecer una distancia con sus personajes, apenas piezas de un gigantesco y virtuoso mecano que el espectador contempla con más asombro que empatía emocional. Sucede lo mismo en la secuencia climática de la película, la de la playa, que Cuarón filma en un solo plano. Dos de los niños, Paco y Sofi se quedan bañándose en la orilla, mientras Cleo se retira junto al pequeño de los hermanos. Desde allí ve cómo los otros dos niños se están adentrando cada vez más en el mar. Los ve ella, no nosotros, pues la cámara está con Cleo y son sus llamadas, su mirada hacia el océano y su caminar en dirección al mar los que nos alertan de lo que está sucediendo. El movimiento de la cámara es siempre lateral, primero hacia la playa y ahora, sin corte alguno, de nuevo hacia el mar, en paralelo a los movimientos de Cleo. Que no haya montaje, que no veamos a los niños, implica que Cuarón, de nuevo, renuncia a crear el suspense del modo más tradicional. El suspense, la tensión que genera la acción, deriva más bien de nuestro conocimiento de que Cleo no sabe nadar. Aún así se adentra con decisión en el mar, sorteando las olas y en su avance rescata primero a Paco y después a Sofi, para volver con ellos hasta la orilla, siempre en el mismo plano, ahora en dirección inversa, de nuevo hacia tierra firme. Si había alguna duda de que Roma era la historia de Cleo, muy por encima de la de Sofía y su familia, esta escena la disipa. Hasta el punto de que, con esa renuncia al suspense, a Cuarón podría incluso reprochársele que se desentienda de la vida de los dos niños. Cleo acaba de perder a su bebé, pero no creo que deba entenderse esta escena desde una perspectiva metafórica (Cleo salvando a los hijos de otra mujer, que en buena medida son también sus hijos). Tampoco como un momento de superación personal ni mucho menos de redención. Al contrario, el de Cleo es un gesto sacrificial y el propio movimiento de cámara, que parece impulsar a la joven, se diría que emana de algún poder sobrenatural, como si Cuarón estuviese escenificando un milagro. Combinando lo íntimo con lo colectivo, Cuarón reconstruye el mundo de su infancia, no tanto a la medida de su memoria como a la de su cámara. Hay algo de narcisismo en este gesto, tan arriesgado como insólito, que, en cierto modo, y pese a lo que pueda parecer, relega a los personajes a un segundo plano, supeditándolos a la propuesta formal. En los tiempos de Netflix (sic), los guionistas y los showrunners, aún con sus dudas, ambigüedades y contradicciones, hay mucho que celebrar en una película concebida desde la puesta en escena.
A mi barrio con amor Italia, México, la infancia, Cantinflas, el cine, el Neorrealismo, la imaginería de Federico Fellini y la crudeza de Arturo Ripstein atraviesan la galaxia de Alfonso Cuarón para estallar en blanco y negro estilizado en el mundo de Roma, la película de la que hablan todos básicamente por haber sido adquirida por la plataforma Netflix, además de haber ganado hace poco en el Festival de Venecia. Seria candidata a premios en esta carrera hacia el Oscar y que marca por un lado el regreso del director de Gravedad a su México de antaño pero por otro la necesidad de haberse despejado esa duda que siempre surge cuando cineastas de la talla del realizador azteca se adaptan a los modelos de producción de Hollywood, hacen los deberes con calificaciones excelentes y se llevan todas las miradas de aquellos que creen descubrir en ellos algo que ya estaba descubierto desde un comienzo. Sin dejar en claro el homenaje al cine mexicano de la época dorada (entre los ’30 y los ’50) pasando por los períodos salvajes de los ’70, contexto donde se ancla la historia de Cuarón, es notable en este opus del mexicano el recurso del melodrama sin anestesia en momentos claves de la historia familiar que se desarrolla durante 135 minutos. Si el punto de vista elegido por el creador de Y tu mamá también recae en Cleo (Yalitza Aparicio) la joven empleada doméstica, quien con su compañera hablan en mixteco durante momentos de intimidad, queda más que demostrado el intento de crítica hacia la clase acomodada -cuna de Cuarón- en esa Colonia Roma por medio del detalle y no del efecto de la denuncia per se. Si bien el trato por parte de sus patrones es justo y no despótico, los contrastes de clase entre Cleo y sus empleadores son elocuentes a la hora de marcar las distancias entre los personajes. Cleo cría niños ajenos en esa familia del Doctor compuesta por tres niños y una niña. Su mujer ha postergado su futuro por seguir los pasos de su esposo aunque rápidamente se arrepiente de haberlo hecho y entonces la desintegración de ese núcleo familiar idílico se acelera. Pero Cleo contiene, escucha, atiende, acompaña, mientras se debate entre los quehaceres domésticos y su presente con otros problemas, con un mundo que desconoce y para el cual no cree estar preparada. Muy diferente al que observa cuando puede ir al cine en sus horas de descanso con su novio, obsesionado por las artes marciales y por no perder su condición machista en una sociedad crudamente machista. El México de los ’70 desde la mirada de Cleo no es tan convulsionado en la tranquilidad barrial de Colonia Roma pero fuera de esa casa de dos pisos, fuera de esos patios que baldea cuando el perro Borras deja sus regalitos hay otra cosa: violencia, lucha en las calles, injusticias, realidades que llegan por fragmentos como esquirlas en una explosión siempre controlada por Alfonso Cuarón y su sentido de la estética para hacerse cargo también del montaje y la fotografía, con imágenes que ganan belleza en pantalla apropiada y pierden fuerza en el formato televisivo. La tragedia de lo cotidiano se entremezcla con este drama por momentos intimista que mezcla actores con no actores (la protagonista es maestra jardinera en la vida real) y saluda al menos con algunas reverencias a grandes como Fellini, el Neorrealismo, y esas historias de mujeres sufrientes con ausencia de hombres que en estos tiempos de empoderamientos y heroínas que se atreven a ir más allá del horizonte encuentran en este retrato de México, sus mujeres, sus luchas, su mejor forma de expresión.
Roma es una película dirigida por Alfonso Cuarón, ambientada en un barrio del México DF al comienzo de la década del setenta. Filmada en blanco y negro, el film cuenta la historia de Cleo (Yalitzia Aparicio) y Adela (Nancy García) las nanas y empleadas de una familia de clase media mexicana. Ellas se encargan de la comida, la limpieza y cuidar a los cuatro niños de la familia. El matrimonio para el que trabajan tiene una relación tensa y claramente marcada por la figura paterna tal cual se la entendía tradicionalmente en aquellos años. Papá vuelve con su auto impecable mientras mamá y los niños lo reciben felices, o al menos eso parece. A partir de ese arranque veremos cómo se desarrolla la historia de Cleo y todo lo que le ocurre en su vida más allá de la familia para la que trabaja. Al mismo tiempo se hace un retrato de la vida de México en aquellos años. Cleo, la familia tradicional, la historia de un país, todo unido en una película ambiciosa con destino de clásico. Por muchos motivos Roma ha dado y dará mucho que hablar. Recién a fines del 2018 se estrenó en algunos cines y al mismo tiempo en Netflix. Se trata de una tendencia que marca un posible camino para las producciones que no aspiran a récords de taquilla. Pero el aspecto comercial no tiene mucho que ver con el contenido de la película, por lo que ese tema puede ser tratado fuera de las críticas de cine. Como toda la película que llama la atención, las primeras opiniones terminan formando parte de las segundas opiniones. Así las críticas en pocos días parecen haberse volcado a discutir las opiniones de otros más que a exponer las propias. Ese debate sin duda es interesante, pero va dejando de lado a la propia película. Siempre es mejor, aunque nunca es fácil, responder con sinceridad y honestidad acerca de lo que realmente nos produjo la película y lo que tenemos para decir sobre ella. El pequeño pero descomunal plano inicial de Roma es el anuncio de la imponente película que nos espera. Las baldosas de un patio que comienza a ser baldeado. Cuando el agua cae sobre el suelo se refleja el cielo, por ese cielo pasa un avión mientras se sigue limpiando y pasando el agua enjabonada, al final de los títulos la cámara va cambiando su inclinación hasta mostrar todo el patio y la puerta de calle, mientras Cleo termina de baldear. Es una plano de una gran belleza y de un enorme preciosismo. El esteticismo es la marca de Roma. En casi todas las escenas el trabajo estético se impone por encima de cualquier otra cosa. Su propuesta hiperrealista hace que todo lo cotidiano, real, auténtico se vea cinematográfico, espectacular, exagerado hasta parecer falso. Un patio, un auto, una calle, todo se convierten en algo demasiado real, como una fotografía blanco y negro de los setenta sacada por una fotógrafo genial. Es una decisión estética que le da a la película una presentación abrumadora. Hasta la más común de las escenas se vuelve memorable. Se podrá discutir si esto es bueno o no, pero el impacto visual está. El ancho de pantalla, el gran angular, lo muchos paneos y movimientos de cámara que la película poseen son un show en sí mismo. Muchas veces se olvida de que va la escena o cuál es su sentido, porque abruma lo visual y lo sonoro. De la misma manera que algunos planos de Niños del hombre y Gravedad parecían imposibles aun al verlos, acá ocurre lo mismo, pero no en un film de ciencia ficción o en el espacio, sino en las calles, las casas, los negocios, los hospitales y otros espacios reales elegidos por el director. En Roma la cámara parece viajar en el tiempo para encontrarse en aquella época, no se percibe por momentos la reconstrucción, simplemente parece que estamos allí. Mérito del gran Alfonso Cuarón y su enorme talento visual. Más allá de ideologías y posturas, Cuarón habla el lenguaje del cine. Su talento para narrar se percibe desde su maravillosa La princesita (1995) hasta su reconocimiento por Gravedad. Su filmografía, más corta de lo que se podría imaginar para alguien que comenzó a filmar largometrajes en 1991, incluye films mexicanos y norteamericanos. Su ópera prima Solo con tu pareja (1991), Y tu mamá también (2001) y Roma (2018) son sus films mexicanos y La princesita (1995), Grandes esperanzas (1998), Harry Potter y el prisionero de Askaban (2004), Niños del hombre (2006) y Gravedad (2013) sus películas norteamericanas o en coproducción con Gran Bretaña. Sus méritos están repartidos, aunque sus mejores títulos son las grandes producciones, queda claro que en Roma Alfonso Cuarón busca tanto su habitual talento visual con ambiciones de prestigio y autenticidad de otra clase. Alfonso Cuarón figura en los títulos como director, guionista, productor, director de fotografía y montajista, claramente es el autor del film. Más allá de lo que se sepa del director y Roma parece evidente que estamos aquí frente a una obra más personal en le elección de personajes y época. Eso no nos debe importar en lo más mínimo a la hora de evaluar sus méritos. Lo que está en la pantalla es lo que importa, lo demás es anécdota. Tampoco es relevante que tan cercano estemos a esa época o esa ciudad, porque si eso tuviera valor, el arte solo nos importaría en tanto que hable de nuestro pequeño espacio en este mundo y por suerte no es así. Qué una película despierte una ola de rumores de premios, que sea considerada genial desde un primer instante no significa que sea una obra maestra ni tampoco que sea exactamente lo contrario. Como muchos films ambientados en el mundo de la infancia –aquí la protagonista es Cleo, pero la película se detiene a analizar y entender a los cuatro niños de la familia, en particular al que más conversa con ella- lo que despierta a su alrededor suele terminar en premios y reconocimientos. Pero esto es cine, no una carrera, es decir que no gana el mejor, no es esa clase de victoria. Cuando un film recibe premios de lo único que se trata es de como diferentes grupos de personas reciben ese film. Los premios son un termómetro de un tiempo y un lugar, no un sello inequívoco de calidad. No tiene mucha sentido enojarse o alegrarse por eso, aunque por entretenimiento todos los cinéfilos lo hayamos hecho. Es cierto que los films de perfil bajo que no llaman la atención sobre su grandeza suelen pasar desapercibidos al hablar de premios. O que los éxitos de taquilla que explotan a la perfección y de forma sublime los géneros muchas veces también se quedan afuera. Pero una vez más, eso es problema de los premiadores, no de las películas. No hay motivo para sospechar de las intenciones de Alfonso Cuarón, porque él tiene una filmografía variada, siempre vinculada con el más puro amor al cine. Queda, finalmente, preguntarse si lo apabullante que es visualmente Roma nos va a impedir ver cosas que en mi caso personal no son marcas del mejor cine. A las escenas surrealistas de algunos momentos o a los conmovedores instantes que cierran en el film, hay que sumarle otros que van en dirección contraria a toda idea de sutileza o confianza en el lenguaje del cine. La presentación del padre, estacionando el auto, tiene tantos subrayados que lo que es un interesante apunte de infancia se vuelve una escena torpe de reclamo anti patriarcal. No hay ningún suspenso o esperanza con respecto a ese personaje, lo que representa está demasiado marcado. La potencia de otros momentos se pierde en esos instantes. No será la única falta de sutileza. Escenas posteriores entran, ya sin pudor, dentro imágenes más abyectas, completamente fuera del tono del director, lanzadas hacia la crudeza y pasando algunas rayas en el camino. No hay un manual de buen gusto, cada director y cada espectador elige, para mí Cuarón era un cineasta más pudoroso y clásico hasta esos momentos. El peso de estas escenas no es menor, para nada. Cleo, en su largo derrotero a lo largo del film, tiene la condición de heroína poderosa de otros personajes de Cuarón, como Sara en La princesita o Ryan en Gravedad, ella resiste y sobrevive. Como en La forma del agua la película ganadora del Oscar del año pasado, dirigida por el mexicano Guillermo Del Toro, los personajes femeninos se enfrentan a un orden masculino. En aquel film era el norteamericano, en Roma es el mexicano. Ryan en Gravedad estaba sola, pero Sara y ahora Cleo tienen otras mujeres que las acompañan. La Sra. Sofía (Marina de Tavira) es la madre de la familia y aunque no es la protagonista también se está enfrentando a ese mundo de hombres ausentes. Por los antecedentes de Alfonso Cuarón queda claro que no es una especulación coyuntural, él ya tuvo esta clase de personajes. Si los tiempos que corren le permiten a esta clase de historias ganar premios o prestigio, esto es algo que lo excede. A diferencia de la película de su compatriota Del Toro, no se le ven a Roma los hilos de un plan para conformar al público. La escena en la playa tiene uno de los momentos más altos a nivel dramatismo que se hayan hecho en el cine actual, su poder no es ideológico sino cinematográfico. Un momento en el cual lo estético no se impone sobre la emoción de la escena. Aunque se pueden hacer muchas -e incluso contradictorias- lecturas de Roma, sus mejores momentos son de puro cine.
Ya no es una novedad que Alfonso Cuarón (“Children of Men”, “Gravity”) es uno de los directores más importantes y prolíficos de la actualidad. Su visión como autor y su entendimiento del medio audiovisual exudan cinefilia en estado puro. En esta ocasión, el realizador mexicano decidió dejar momentáneamente la grandilocuencia de la industria hollywoodense para contar una historia más intimista y personal que refleja su infancia en la Colonia Roma, un barrio de clase media de la Ciudad de México. El largometraje cuenta la historia de Cleo (Yalitza Aparicio), una joven sirvienta de una familia que vive en la Colonia Roma. En esta carta de amor a las mujeres que lo criaron, Cuarón compone una oda nostálgica, emotiva y dolorosa a su propia experiencia durante su primeros años en la década de los ‘70. Un retrato realista y emotivo de los conflictos domésticos y el clima sociopolítico durante la agitación en ese convulsionado período histórico. El director, además de escribir y dirigir, se encarga de realizar la exquisita fotografía que muestra su profundo entendimiento del espacio escénico, el manejo de la cámara y un maravilloso trabajo compositivo. Cada imagen de “Roma” conforma una verdadera obra de arte en blanco y negro. Pero la estética no es el único triunfo del film sino que también estamos ante un enorme trabajo a nivel actoral y narrativo. El autor sabe muy bien cómo insuflar a sus historias de emotividad y a sus personajes de una carga sensitiva que transformará las evoluciones de sus arcos dramáticos. El personaje de Cleo tiene que cuidar a los hijos de su patrona durante todo el día y así crea un vínculo afectivo donde los termina queriendo como si fueran sus propios hijos. Por otro lado, se verá la contraposición de este punto cuando se entera que está embarazada luego de tener uno de sus primeros encuentros sexuales. El personaje de esta mujer es bastante complejo y está lleno de matices que le van dando un carácter propio y provocando un claro crecimiento a lo largo de todo el metraje. “Roma” es uno de los capítulos más personales en la obra de Alfonso Cuarón. Un film obligatorio para entender a la persona detrás del autor. Con altas dosis de autorreferencialidad y un ritmo pausado pero funcional, el largometraje compone un excelso ejercicio técnico y narrativo que no dejará indiferente a ningún espectador, incluso cuando en ciertos pasajes se apele al rechazo por parte de la audiencia con algún que otro golpe bajo.
Basada en las propias experiencias del director mexicano Alfonso Cuarón, “Roma” cuenta la historia de Cleo, la ama de llaves de una familia (compuesta por cuatro niños y un matrimonio a punto de separarse) que vive en el barrio cuyo nombre es el título del film. Es así como seguiremos las vivencias de la protagonista, quien deberá mediar entre su trabajo y su propia vida. Filmada en blanco y negro, la película que se estrena hoy exclusivamente en Netflix (y que podrá ser vista en algunos cines) nos muestra un equilibrio entre el sufrimiento y el amor. Tanto la protagonista como el resto de las mujeres adultas deberán transitar por situaciones traumáticas y complejas, al mismo tiempo que tendrán donde apoyarse y razones por las cuales sentirse felices. Existen algunos pasajes muy fuertes, que apelan a los golpes bajos y a conmover al espectador, pero siempre en pos de otorgarnos una historia realista como la vida misma. A pesar del drama, son varios los instantes de comedia, ya sea por los gags humorísticos como también por la inocencia en los diálogos con los más pequeños. Un buen recurso para darle un poco de respiro a la audiencia. Alrededor de las historias personales también de nos muestra un contexto complejo en México en los años ‘70, con manifestaciones y enfrentamientos violentos en las calles. Con respecto a los aspectos técnicos, recalcamos nuevamente la utilización del blanco y negro para impactar de una manera particular en el público. Ese drama se ve plasmado tanto en la historia como en la fotografía (dirigida por el mismo Cuarón) y la música utilizada. Tal vez algo un poco negativo del film es el sonido. Se escucha demasiado el ruido ambiente, como si el micrófono captara toda la situación, no solo lo que está pasando frente a nuestros ojos. Esto provoca que algunos diálogos en español se puedan perder o pasar desapercibidos. De todas formas, esto tampoco es una decisión aleatoria del director, sino que también nos muestra el ruido con el que convivimos día a día, no solo de una manera literal sino más que nada metafóricamente. El elenco está integrado por actores únicamente hispanohablantes, una decisión digna de destacar, porque en Hollywood solemos tener a aquellas personalidades que se hacen pasar por otras nacionalidades o realizan acentos en vez de que busquen contratar intérpretes del país al que representan. Todos se encuentran muy bien en sus papeles, sobre todo las mujeres a las cuales Cuarón quiere homenajear, su madre (protagonizada por Marina de Tavira) y su niñera (Yalitza Aparicio), quienes a pesar de tener personalidades diferentes demuestran su fortaleza y su constante lucha. En síntesis, “Roma” es una de las películas más personales y sentidas de Alfonso Cuarón, que logra conmovernos y divertirnos al mismo tiempo. Una historia poderosa hasta en los momentos más sencillos, que se fortalece aún más por las actuaciones y sus aspectos técnicos. Una oda al amor, a la vida, a la familia, a la protección.
Tras devorarse al mundo entero con la sublime Gravity, el mexicano Alfonso Cuarón tenía carta blanca para abordar cualquier proyecto que quisiese, pero decidió regresar a sus orígenes y entregar en Roma una oda íntima y reflexiva sobre su propio seno familiar en los años ’70. Por supuesto no es una autobiografía sino un homenaje a esas criadas domésticas que, invisibles, ayudaron tanto a la familia que las empleó mientras que ellas mismas transitaban cambios tectónicos en sus propias vidas, pero es una alabanza tan sentida y hecha con un nivel técnico tan elevado que se le pueden perdonar varios deslices en el camino.
Roma, para quien escribe, era una de las promesas cinematográficas del año. Alfonso Cuarón, pudiendo hacer cualquier cosa luego del éxito de Gravedad (2013) elegía filmar de nuevo (lo cual ya era motivo de júbilo) con una historia íntima, personal, volviendo a su México natal y con una propuesta que lucía muy rupturista en comparación con el resto de su filmografía previa. Tratándose de un director que había logrado, desde un origen no angloparlante, inyectarle su impronta e impacto emotivo a franquicias gigantescas (convirtiendo a Harry Potter and the Prisoner of Azkaban en la mejor de la saga) sin dejar de entregar un producto acorde a las exigencias de los grandes estudios, las expectativas estaban altas. No pocos logran moverse con soltura entre la autoría y lo popular, y Cuarón lo hace sin esfuerzo. Un director con tanta solvencia para contar historias no podía más que brillar en una película armada a su medida. Sin embargo, cuando Roma termina con una dedicatoria a Libo (según he leído, la empleada doméstica familiar en cuya vida se inspira la película), queda clara una cosa: que lo más honesto que Cuarón podría haber hecho es dedicársela a sí mismo. Si hay algo para asegurar, sobre las muchas cosas que esta película prometía, es que sí supone una ruptura decidida, en términos de puesta en escena, con respecto a la inmediatamente anterior; para ser exactos, opuesta. Si en Gravedad predominaban los acercamientos a primeros planos, los giros de la cámara y el steadycam, justificados y a tono con la idea de flotación que el espacio exterior proponía, Roma es una película fuertemente asentada en la tierra, en la imposibilidad de escapar de ella: al menos, para cierta clase social y cierto género. El paneo es un movimiento de cámara recurrente para mostrar, en planos de extensa duración situados a gran distancia de los personajes, el movimiento interno de la casa de una familia burguesa asentada en la colonia del título. Esto le confiere a la película una fuerte vocación descriptiva y le provee un tempo único, contemplativo, a tono con el fuerte detallismo de sus decorados. Todo en Roma es exquisito, de acuerdo con el grado de virtuosismo esperable de un director en la cima de sus capacidades. Lo que resulta llamativo es cómo Cuarón, que pudo desplegar en su película anterior una puesta tan imbricada con la pequeña situación que estaba contando, acá empantana con adornos lo que podría haber sido una película de una sencillez admirable. En términos de escala, Gravity cuenta, para su gran beneficio, una situación pequeñísima en comparación con las ambiciones de, por ejemplo, Interstelar; Roma, otro tanto, pero la manera en la que Cuarón la encara es la opuesta. He leído por ahí que Roma no tiene historia. Yo diría que sí la tiene, pero que Cuarón hace todo lo posible para no contar nada con ella. El resultado es una especie de vacío, una apatía que pasa por sobriedad pero que todo el tiempo hace gala de una impostación “artística” exasperante. Es una lástima que Cuarón haya creído que esta película caprichosa y esteticista era lo mejor que podía hacer fuera de los mandatos de Hollywood. En Roma se despliegan varias cuestiones: la primera, que eventualmente resulta ser la línea principal, es la del embarazo de Cleo (Yalitza Aparicio, una presencia cinematográfica increíble y acaso la mejor razón para ver esta película), de un amante ridículo y cobarde aficionado a las artes marciales (cuyo entrenamiento ofrece una secuencia casi felliniana, muy divertida y despiadadamente accesoria, como muchos de los adornos que abarrotan el metraje); la otra es una disección de las relaciones de poder y de clase que, pretendiendo huir de los esquematismos, termina en un limbo de tibieza y ambivalencia; la tercera, en fuerte vínculo con la línea principal, es sobre la soledad de la mujer en ese México setentista: una soledad y un desamparo que trasciende las clases sociales y las conmina a una ardua vida de puro deber. En este sentido, la escena más comentada de la película -que sin dar más detalles diré que establece una audaz reescritura de la escena climática de Children of Men (2006) del propio Cuarón- resultó, en mi caso, bienvenida y agradecida. Al fin, el director larga su impostación y se pone en riesgo, en una secuencia que empuja los límites del cómo y el qué se puede mostrar en el cine, alcanzando una claridad conceptual que llega tarde, porque todo el tedio previo no puede ser deshecho con solo una gran escena. En primera instancia, uno podría elogiar la puesta en escena y razonar que una diferenciación tan fuerte del resto de su filmografía previa estaría a tono con el relato. La verdad es que no: en esa distancia que adopta la cámara con respecto a los personajes resulta muy difícil vincularse emocionalmente con ninguno por fuera de esa mirada descriptiva que la cámara impone. Roma siempre está más pendiente de sus unidades constitutivas que del total, construida de tal manera que lo único que nos vincula con ella es la admiración de la perfección estética alcanzada en cada plano por su realizador. Es una película en la que todo el tiempo la mirada del director se coloca en primer lugar y llama la atención sobre sí misma, en lo que para él debió ser una emocionante, detallista y curiosa recreación de su infancia desde la adultez. La pregunta es: ¿qué hay de interesante en el mero hecho de haber logrado una reconstrucción tan vívida y sensorial de un tiempo particular? ¿Qué es lo que quiere hacer con eso? Luego de dos horas y cuarto de duración (por momentos, insufribles) queda claro que, pese a que Roma ofrece no pocas oportunidades para la emoción, a Cuarón le basta con conseguir nuestra admiración. En fin, ojalá no se tome tanto tiempo la próxima vez: entre película y película, y dentro de ellas, para contar algo que valga la pena de una manera en que sus capacidades no avasallen al resto.
Alfonso Cuarón se tomó su tiempo, pero vuelve a la pantalla grande con una obra tan bella como personal, y sí, de las mejores de 2018. El estreno de “Roma” (2018), la última película de Alfonso Cuarón -el mismo de “Niños del Hombre” (Children of Men, 2006)-, vuelve a abrir el interrogante de si el cine sigue siendo cine, aunque no lo podamos disfrutar como se debe: en las salas cinematográficas. El debate en sí se lo dejamos a las comisiones de los festivales o las entregas de premios que deben decidir para que lado se mueve la aguja, pero sí podemos discutir la falta de esta posibilidad para el público más amplio, ya que el film nos llega con un estreno limitadísimo y en salas muy específicas como la del Malba. Así, “Roma” se convierte en una pieza “artística”. Claro que lo es, pero no es necesario que sea percibida de esta manera un tanto snob, cuando al mismo tiempo está al alcance de un click y disponible para todos en la plataforma de la N roja. ¿El error? Netflix ni siquiera cree conveniente destacar este estreno tan importante, y desde su página principal prefiere vendernos las series y películas más intrascendentes. Entonces, ¿cuántos de los usuarios van a terminar disfrutando de una de las mejores películas de 2018 antes de que se pierda en ese extenso catálogo? Nosotros no podemos saberlo con certeza, pero aportamos nuestro granito de arena para que la audiencia se acerque a la que es, sin dudas, la obra más personal y bella del director mexicano. “Roma” toma su nombre del barrio donde se desarrolla la trama, una lujosa y emblemática zona residencial donde se asentó la clase media y alta mexicana más acomodada, en la primera mitad del siglo XX; pero también donde Cuarón pasó su tierna infancia, período que, sin duda, marca la historia de Cleo (Yalitza Aparicio), una de las empleadas de la familia, jovencita mixteca tan tímida como dedicada a sus labores diarias. Cleo y Adela (Nancy García García) comparten una minúscula habitación dentro de la casona. Es ella la que también debe lidiar con los cuatro pequeñines de la casa, una relación cercana y maternal que es correspondida, más que nada por Sofi, la única nena de la familia. Así, pasa sus días apegada a la rutina de los quehaceres domésticos, alejada de su propio hogar y su familia; y en sus ratos libres pasea con amigos y lleva adelante una relación con Fermín (Jorge Antonio Guerrero), primo del novio de Adela. La dinámica dentro de la casa empieza a trastocarse cuando el señor Antonio (Fernando Grediaga) sale nuevamente de viaje dejando a la señora Sofía (Marina de Tavira) sola con los chicos y los criados. A Cleo le toca ser testigo de esta relación que se va desintegrando, muchas veces, poniéndola a ella como objeto de descarga. En un punto, ella suma sus propios problemas personales, angustiada ante la posibilidad de perder el empleo. De esta manera y sin ningún artificio, Cuarón va tejiendo una trama minimalista que no hace más que recordarnos la belleza y naturalismo del neorrealismo italiano. Claro que sus herramientas son menos improvisadas, y con toda la maestría que fue acumulando con los años -el realizador también se encarga de la fotografía, el guión y el montaje junto a Adam Gough-, nos entrega una historia personal, emotiva y sincera, dedicada a Libo (Liboria Rodríguez), la Cleo que trabajaba en su propia casa de la infancia. Yalitza Aparicio es la gran revelación de Roma “Roma” es mucho más que el relato de esta empleada, es una pintura del México de principios de la década del setenta, sus contrastes de clase que el director no tiene timidez en mostrar, y algunos trágicos hechos políticos que marcaron la historia del país latinoamericano como la masacre de Corpus Christi, una revuelta estudiantil ocurrida el 10 de junio de 1971, que sigue siendo una de sus páginas más oscuras. Cleo atraviesa los hechos, y los problemas de la familia de la que forma parte de alguna manera, y siempre los vemos a través de su mirada, muchas veces inocente, otras temerosa y, sí, un tanto ignorante, pero sumamente auténtica. Es ahí donde Yalitza Aparicio y la dirección de Cuarón juegan un papel fundamental, además de esa impecable fotografía en blanco y negro, y un uso de los sonidos (y los silencios) que ya debería tener asegurado su Oscar (vale empate con “Un Lugar en Silencio”). El mexicano prescinde del uso de cualquier banda sonora musical original y, en cambio, sólo nos deja con los sonidos ambiente, las canciones de la radio y los cantos de Cleo, que la mantienen conectada con sus raíces mixtecas. La familia en el centro de la historia “Roma” es mucho más que este recorrido nostálgico por la niñez del director y una parte de la historia mexicana, también suma su sentido homenaje al séptimo arte a puro metarrelato y autorefeencias. Imposible no pensar en “Y tu Mamá También” (2001), o en “Gravedad” (Gravity, 2013) cuando los chicos corren al cine para ver el último hit espacial, sin dudas, propiciado por la reciente llegada del hombre a la Luna. Hasta se permite deslizar un mensaje feminista de independencia y autosuperación, nada casual en una de las sociedades más machistas de América Latina. De esta manera, “Roma” también termina siendo una historia sobre mujeres muy diferentes que encuentran sus puntos de encuentro en las pequeñas trivialidades de la vida, sin importar las clases sociales, ni la educación, ni los partidos políticos, solamente esas cosas que nos definen como humanos y, en el centro, la familia como lugar de pertenencia.
Estrenada recientemente en las salas de Argentina, Uruguay, Colombia, Perú y Chile, y disponible también en la plataforma de Netflix, Roma es la nueva película del aclamado cineasta mexicano Alfonso Cuarón, realizador de filmes un tanto dispares como Children of men, Y tu mamá también, Solo con tu pareja o Gravedad, entre otros. En esta oportunidad, Cuarón también se encargó del trabajo de guión y fotografía de esta cinta, filmada en blanco y negro, y que cuenta con una serie de premios, de los cuales se destaca un León de Oro en el pasado Festival de Venecia. Roma nos traslada al México de comienzos de la década del 70′, mostrándonos la forma de vida que lleva una familia de clase media-alta, que vive en una Colonia llamada como la película en cuestión. Allí trabajan dos sirvientas, Cleo (Yalitza Aparicio) y Adela (Nancy García); ellas se encargan tanto de la comida y limpieza de la casa, como del cuidado de los cuatro hijos, con los que llevan un vínculo amigable y con cierto tinte familiar. Un viaje a Canadá alejará temporalmente al padre de sus hijos, que quedan al cuidado total de su madre y las dos empleadas. A partir de allí, se dan una serie de eventos que giran en torno a Cleo, que toma el rol de protagonista, pero sin perder de foco todo lo referido tanto al entorno familiar que forma parte de su vida, como a la situación socio política que atravesaba México en aquellos años. Vale añadir a este punto, que Cuarón se inspiró en su propia infancia para el armado de la historia de Roma, lo que le permitió una mejor reconstrucción de época. El mayor logro de Cuarón en Roma es sin dudas todo lo referido a fotografía, la elección de cada plano, la puesta en escena, edición de sonido y la mencionada reconstrucción de época, demostrando un trabajo impecable y milimétrico desde la concepción misma, invitando al espectador a sentarse, viajar en el tiempo y formar parte de la historia. Una serie de escenas resultantes de esta labor de gran factura probablemente sean las que dejen huella en el imaginario de quien se aventure a visualizar Roma. Otros puntos a destacar son; por un lado, un claro mensaje que se deja entrever referido a las diferencias entre clases y estratos sociales, un fuerte machismo presente, y ciertas reminiscencias al cine de Roberto Rossellini; y por el otro, un claro acierto en lo que concierne a las actuaciones, muy acordes a lo que la historia pide. Sin embargo se percibe demasiado la intención del realizador mexicano de estirar escenas, de jugar con los tiempos, y de amplificar lo minucioso y cotidiano, siendo por momentos ameno, y de clara utilidad para reforzar el eje del relato, y por otros un tanto excesivo, llevando al límite la capacidad de concentración del espectador, algo no siempre aconsejable. Al margen, el nuevo filme del cineasta Alfonso Cuarón, es de esos en que cada uno debe vivir su propia experiencia, dejarse llevar y sacar sus propias conclusiones, siempre y cuando se entienda de base el concepto de cine como arte, claro está.
En estos últimos 20 años, directores mexicanos como Alfonso Cuarón, Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro, cosecharon desmesurados elogios de la crítica internacional y premios en cuanto festival se les pusiera por delante. Ganadores del Oscar todos ellos, tienen como factor común su destreza a la hora despachar películas que siguen a rajatabla el manual académico: virtuosismo formal, ambición y solemnidad; son marcas claramente identificables en los films del trío más mimado del cine latinoamericano. Después de más de una década, Cuarón volvió a rodar en su país natal con Roma, un relato de tono autobiográfico minuciosamente ambientado a comienzos de los años '70 en el barrio que le da título a esta producción. Desde el primer hasta el último plano, es evidente el conocimiento del realizador sobre las herramientas del lenguaje cinematográfico. Se destacan claramente, una soberbia dirección de fotografía en blanco y negro, que se mantiene tan elegante en los momentos contemplativos de la historia como en los más crispados (o sádicos), y un elaboradísimo diseño de sonido con una apuesta al uso del Dolby Atmos, que solamente pudo ser disfrutado en cuatro salas del país, incluyendo el Cine Universidad, ubicado en la Nave Universitaria. La película carretea su primera hora con un ritmo moroso para presentar el cuadro de situación. Una familia de clase media alta en proceso de desbande, una empleada doméstica que no sólo cumple quehaceres hogareños, sino que también oficia de contenedora de la debacle de sus patrones, y un trasfondo convulsionado con las calles militarizadas y agitadas protestas estudiantiles; constituyen el entramado sobre el que Alfonso Cuarón traza su derrotero de travellings, panorámicas y encuadres prodigiosos. Con el aval del premio máximo en el Festival de Venecia y tres nominaciones a los Globos de Oro (Mejor película en idioma extranjero, Mejor director y Mejor guión original), Roma es la confirmación de que aún en pleno siglo XXI, con más de 120 años de historia del cine ya recorridos; hay películas que logran conquistar aplausos y laureles por su farragoso despliegue de qualité. De hecho, a la hora de escuchar las devoluciones de jurados, críticos y cinéfilos sobre el film de Cuarón, lo único que se repite a coro son sus logros visuales y técnicos. Frente a tal oleada laudatoria, el espectador promedio que consume cientos de productos en Netflix, queda casi obligado a subirse a la cresta de la ovación. La misión está cumplida, el gigante del streaming logró meter su pata en los certámenes más prestigiosos, su producto va camino a levantar el Oscar a mejor película en habla no inglesa; y su millonaria plataforma puede chapear con una carta de prestigio en su abultado catálogo. No se trata de discutir la pericia de Alfonso Cuarón como director (Y tu mamá también, Harry Potter y el prisionero de Azkaban, Niños del hombre, Gravedad), sino la de plantear un dilema que atrasa: la valoración de una creación artística por su virtuosismo formal. Roma es una excelente obra en términos caligráficos, una pieza 100% de diseño. ¿Eso la transforma en una buena película? No del todo. Hay una gran barrera que separa la ambición de lo ambicioso. Realizadores mundiales tan diversos como Orson Welles, Stanley Kubrick, Ingmar Bergman, Federico Fellini, y nacionales como Leonardo Favio y Lucrecia Martel; lograron que varias de sus películas estuvieran a la altura de sus ambiciones. En Roma en cambio, todo queda en la medianía. Más allá de su detallada reconstrucción de época y su manierismo visual, el relato deambula en modo freezer con un pie en el melodrama familiar y otro en el contexto social, sin calar hondo en ningún sentido. Más allá de sus dos horas y quince minutos de duración, los personajes no adquieren mayor profundidad y en algunos casos ni siquiera superan la mera maqueta. En el tramo final, hay picos dramáticos de ineludible eficacia, resueltos entre el subrayado y el sadismo, con una cámara que jamás abandona su ampulosa ostentación, a puro motor de planos secuencia que se auto proclaman como obras de arte. La única carta noble que juega el film de Cuarón es la de no caer en la demagogia de la conciliación de clases. Cleo (Yalitza Aparicio en un notable debut actoral), es la empleada doméstica dispuesta a darlo todo en pos de la integridad de sus patrones. A cambio de su abnegado trabajo, ella podrá recibir un momentáneo "apapacho" familiar, para acto seguido estar lista para servir un rico licuado de banana a los niños. Roma / México-Estados Unidos / 2018 / 135 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Alfonso Cuarón / Con: Yalitza Aparicio, Marina de Tavira, Marco Graf, Fernando Gregiaga, Daniela Demesa, Nancy García, Carlos Peralta.
Columna vertebral Netflix apuesta fuerte a expandir sus dominios, tanto a nivel de masividad como en su amplitud artística. Es por esto que cada vez con mayor frecuencia se encuentra respaldando proyectos “autorales”, como ha ocurrido con esta película. Como productor, Netflix es una gran tentación para muchos cineastas. Garantiza la libertad y cubre abultados presupuestos necesarios para series y películas. Pero tiene su contrapartida: exige un estreno on-line para sus 130 millones de usuarios, lo cual supone el cierre de muchas puertas de difusión, ya sea en festivales o en salas comerciales. El año pasado la polémica ya estaba servida: los filmes Okja y The Meyerowitz Stories, estrenadas en Netflix, no pudieron competir por la Palma de Oro en Cannes: las reglas del Festival señalan que las películas que participan en la competencia deben ser proyectadas en salas tradicionales antes que en plataformas digitales.
Roma ya es un clásico. La grandilocuencia de la técnica que despliega Alfonso Cuarón predispone inmediatamente al espectador. Una técnica propia de los grandes directores, producto del maridaje entre la experiencia y la búsqueda de lo nuevo. Se trata de una planificación precisa y, al mismo tiempo, arriesgada. Los paneos que recorren el espacio intentando abarcarlo todo constituyen la metáfora visual de la propuesta de Cuarón: en la historia de dos mujeres —o de las mujeres— mexicanas se cuenta, a grandes rasgos, la historia de México. La lectura que el director hace de esa historia, aparentemente, es que se trata de una historia de contrastes. Pero no solamente por la decisión de filmar en blanco y negro y por el juego de luces y sombras que, si bien parece evidenciar un poco maniqueamente la idea del contraste, construye una experiencia estética impactante. Ese juego de oposiciones se da en varios niveles. La historia gira alrededor de Cleo (Yalitza Aparicio), una empleada doméstica que trabaja en la casa de Sofía (Marina de Tavira) y que es casi una tía o una hermana mayor para los hijos de su empleadora. El conflicto de las diferencias sociales y raciales de la capital mexicana —en uno de los barrios más pudientes, la colonia Roma— atraviesa toda la película y queda muy claro en una de las primeras escenas. Dos de los hermanos juegan a dispararse con pistolas imaginarias. El más pequeño se tira sobre una elevación del suelo y dice “estoy muerto”. Cleo se acuesta en la misma posición que él, cabeza a cabeza, y dice “yo también estoy muerta”. Hay un tópico literario que aparece mucho en la literatura medieval: la muerte igualadora. Con la muerte, toda diferencia desaparece; a todos les llega y no hay riqueza que logre evadirla. Cleo y Sofía son dos mujeres que eventualmente se ven abandonadas por los hombres. Fermín (Jorge Antonio Guerrero) abandona a Cleo cuando se entera de que está embarazada. El marido de Sofía, Antonio (Fernando Grediaga), deja a su familia casi al principio de la película, disparando la inestabilidad de su esposa que descarga su impotencia en sus hijos, en su empleada o chocando el auto que su marido mete con tanto cuidado en el estrecho garage de la casa. En ese sentido, también queda claro que las diferencias de clase se suspenden. Los hombres abandonan a las mujeres sean pobres o ricos, y cada una de ellas tiene que lidiar con esa situación sin importar la posición que ocupan en la sociedad. Esto es así a pesar de que el abandono de Antonio esté contado de una forma más sutil: recién se vuelve evidente cuando se lo ve pasar corriendo de la mano con una mujer en la entrada del cine a donde van Cleo y los niños, que no lo ven —salvo un amigo de ellos, al que no le creen. Siguiendo algunos estereotipos de clase, Cuarón elige contar más frontalmente el abandono de Fermín; el sentido común vincula a las clases más altas con cierto recato —traducible, en general, como hipocresía— en lo que respecta a la intimidad, mientras que en sectores más bajos de la sociedad, algunas veces, lo personal queda expuesto. Cuarón elabora un trabajo de puesta en escena que alimenta este juego de equidad en los contrastes. En Navidad, por ejemplo, hay dos fiestas en la misma mansión del campo: una de los terratenientes, los gringos y sus invitados y otra de los peones. Las dos están filmadas de la misma forma: la cámara anclada en un punto fijo, girando lentamente sobre su eje para mostrar todo el espacio. Además, cuando el bosque empieza a incendiarse, todos salen a apagar el fuego: las tragedias, como la muerte, igualan. En esa escena, también, lo que se pone en juego es la distancia entre el primer mundo y el tercer mundo. Mientras el bosque se quema, un gringo rubio se saca la máscara del disfraz que tiene puesto y queda frente a cámara, con el fuego atrás. Canta una canción —parece un himno— en una lengua extranjera. El fuego no cede, y él tampoco colabora para apagarlo. El gringo aparece así como un ser que puede posar los ojos sobre el tercer mundo a la hora de explotar las tierras o de maravillarse frente a la diferencia cultural, pero que da la espalda cuando las cosas andan mal. Las mujeres parecen quedarse solas en toda situación. Durante el tiroteo, dos mujeres —en momentos diferentes— quedan sosteniendo cuerpos de hombres y pidiendo ayuda a los gritos. Teresa (Verónica García), la madre de Sofía, se quiebra cuando lleva a Cleo al hospital y reconoce que no sabe su nombre completo ni su edad. Pero las mujeres de Roma, también, son las que salen adelante en situaciones adversas. Cuarón no desdeña el simbolismo y desde la placa de los títulos, con el agua que corre limpiando el garage, se aferra a esta idea. Hacia el final, cuando Sofía decide anunciar a sus hijos que va a divorciarse de Antonio, cerca de ellos hay una pareja casándose. La decisión narrativa y estética de utilizar el contraste como un procedimiento que se aplica en todos los niveles es sostenida hasta el final con claridad y maestría. Cuarón domina las herramientas cinematográficas con tanta fluidez que hace parecer fácil un trabajo complejo. El final de la película no es fácilmente interpretable. La imagen de Sofía, Cleo y los niños en la playa, abrazados, acompañando a Cleo en el duelo por la pérdida de su bebé. Los niños y Sofía llorando, también, por el abandono. Ese abrazo catártico los une como una familia de la que Cleo forma parte, al menos en ese momento, de manera indiscutible. Sin embargo, cuando vuelven de la playa, las cosas parecen volver a estar como siempre. Sofía y los chicos le piden cosas y, mientras todos ellos se sientan a contarle a la abuela sobre sus vacaciones, Cleo se va sola con la ropa sucia, subiendo la escalera a la terraza; la cámara se queda clavada en el piso y la ve irse de cuadro lentamente. ¿Entonces? ¿Son irreconciliables las diferencias? ¿Siempre hace falta una tragedia, una muerte, para que exista un momento de unión, de olvido común de esas diferencias? ¿Y qué hay después de la muerte, no en un sentido esotérico o espiritual, sino real? ¿Cambian algo las muertes, las tragedias, los desastres, o la empatía nos dura el tiempo de una película? Roma parece decirnos: nada cambia.
“(…)De Sica plasma la secuencia que Bazin ponía como ejemplo: la joven criada entra por la mañana en la cocina, realiza una serie de gestos maquinales y cansados, limpia un poco, espanta las hormigas con un chorro de agua, coge el molinillo de café, cierra la puerta con la punta del pie. Y cuando sus ojos atraviesan su vientre de mujer encinta, es como si estuviera engendrando toda la miseria del mundo”. Excepto por las hormigas y el molinillo, la escena de Umberto D (Vittorio De Sica, 1952) que retoman en su teoría Bazin y Deleuze –y que marca de manera inevitable un antes y después en la historia del cine- podría hablarnos de Roma, la nueva película de Alfonso Cuarón.
Con una precisión y ejercicio de estilo único, este viaje a la vida de una mucama que se relaciona de manera particular con su entorno, permite analizar las castas sociales, el momento político y la idiosincrasia mexicana en tiempos revueltos. Escenas manipuladoras, dos, que atraviesan la pantalla, resienten una película filmada con precisión quirúrgica, casi de fórmula, pero que empatiza con sus personajes y sus vicisitudes.
Un abrazo femenino interclasial Roma (2018), mediante su estreno casi en simultáneo en el soporte streaming de Netflix y en la cartelera argentina, presenta sin dudas un nuevo fenómeno para pensar el circuito de exhibición, circulación y consumo de películas. La obra fue escrita y dirigida por el talentoso Alfonso Cuarón, quien posee dos films que marcaron especialmente la infancia de quien escribe, La Princesita (A Little Princess, 1995) y Grandes Esperanzas (Great Expectations, 1998), lo cual es pertinente mencionar porque la película en cuestión está muy vinculada a la infancia del director, nacido en los 60 en México, y porque el relato se ambienta en el mismo país en los 70, una época y un contexto político y social que el director ha vivenciado por sí mismo. Quizás por ello se deba la importancia que tiene el cine en la película, enmarcado en el tiempo de ocio de los protagonistas. Incluso se observa un fragmento de una epopeya espacial semejante a Gravedad (Gravity, 2013), la propuesta anterior del realizador, lo que se vincula a sus deseos infantiles de ser astronauta. El título del film refiere al barrio mexicano Roma, el cual históricamente fue asentamiento de la clase alta de la ciudad y antaño contaba con una estética de casas grandilocuentes, algunas de ellas fueron demolidas al perder poder la colonia. Esto no es casual ya que Roma representa el retrato de un modelo canónico de familia que igualmente se derrumba, lo cual se condice también con el protagonismo de un temblor durante una de las escenas más significativas del largometraje. Roma retrata la historia de una familia de clase media acaudalada, compuesta por cuatro niños, sus padres y su abuela, al mismo tiempo que relata la vida de una de sus empleadas domésticas, Cleo (Yalitza Aparicio), perteneciente a otra clase social y a otra cultura. Mientras la decisión estética del tratamiento del color en blanco y negro refuerza en el relato el concepto de registro de época/ documento, esta Cleo constituye el opuesto exacto -físicamente y clasialmente- de su homónima de Cleo de 5 a 7 (Cléo de 5 à 7, 1962). Si bien al comienzo del film parece que el vínculo entre las empleadas y su jefa es distante y déspota, luego veremos que no es así y que Cleo es un integrante más de la familia. Mediante diversas metáforas, tales como el juego de palabras del título (“Roma” al revés es “Amor”), se expresa el vínculo profundo que se establece entre Cleo y la familia en cuestión, pero sobre todo entre ella y su jefa Sofía (Marina de Tavira). Dos mujeres fuertes, que representan una generación femenina en transición hacia la independencia. Aunque ellas pertenezcan a clases sociales distintas y posean realidades diferentes, tanto Sofía como Cleo encarnan roles femeninos que comienzan a salir de las normas de la época que conllevaran a otro accionar de las mujeres en la sociedad. Esta resignificación femenina se da en un microcosmos en el que los hombres son representados como abandónicos y egoístas. El universo que propone Cuarón es de padres ausentes y moralmente repudiables, dejando en evidencia el machismo de la época. En consecuencia, puede pensarse que Roma realiza una fuerte crítica a la institución familiar tradicional, proponiendo en cambio una familia ensamblada y más interesante aún, no la simple constitución de una nueva pareja sino la unificación de dos clases sociales que se necesitan, de dos mujeres que se ayudan mutuamente. Parafraseando al colega Roger Koza, puede concluirse que Roma es una “historia de reconciliación de clases”. Roma posee hermosos recursos formales y las metáforas mencionadas anteriormente envuelven una potencia semántica que resulta sutilmente cíclica a lo largo del film. Por ejemplo el reflejo del avión sobre el agua corriendo en el piso, ese mismo movimiento que se verá posteriormente en la emotiva escena del mar. Asimismo tenemos la crudeza visual del bebé en la incubadora en el hospital, al cual le cae una piedra encima durante el terremoto, imagen que se resignificará posteriormente con el embarazo de Cleo. La película, por momentos con un ritmo lento que la acerca a la narrativa del cine europeo, relata una historia más que interesante, original y profunda sobre el amor, como su título invertido indica: hablamos de un film que acerca el “cine intelectual” al espectador común. A través de un gran poder de sutileza, Cuarón desliza los avatares del contexto histórico mexicano de los 70 y la convulsión de sus calles, sin embargo Roma es sobre todo el abrazo de estas dos mujeres en cámara lenta.
Con una fotografía sublime en blanco y negro -digna de ver en pantalla grande- Alfonso Cuarón nos regala una historia que es el reflejo de nuestro pasado, aquel que nos recuerda a nuestras niñeras de la infancia y lo que surge del más profundo amor. La mía y de mis hermanos –de nombre Lili- habría tenido la misma edad que la Cleo de Cuarón, aquí interpretada de manera extraordinaria por Yalitza Aparicio, quien surgió de un exhaustivo casting y que expresa más allá de las palabras. Aquellos momentos, los recuerdo tanto como este relato sincero e íntimo que construyó con paciencia este ganador del Oscar -quien rodó su anterior película hace ya 5 años, “Gravedad”- y que aborda unos de los temas más transversales del ser humano. Con diálogos precisos, ROMA (nombre de la colonia que dispara varias interpretaciones) contiene una de las frases más representativas de nuestro tiempo. “No importa lo que te digan, (las mujeres) siempre estamos solas”; y en ése devenir, una de las imágenes más significativas cuando un integrante de la familia se lleva las bibliotecas dejando una enorme cantidad de libros en el suelo, como si la sabiduría de los integrantes de esta familia, fueran ahora sostenidas por la fuerza de las mujeres. Eso es ROMA, posiblemente la próxima ganadora al Oscar por película extranjera. (Calificación: 9/10)
CINE: “ROMA”, DE ALFONSO CUARÓN. 29 diciembre, 2018 Editar Después de una larga conversación con Libo, una mujer de origen mixteca que fue su niñera de la infancia, Alfonso Cuarón escribió un guión minucioso e íntimo, y se dispuso a filmar una película dolorosamente autobiográfica, consagrada por la crítica (no toda), que se transformó en una obra de arte universal casi sin proponérselo por aquello que dijo Tolstoi: “Pinta tu aldea y pintarás al mundo”. La película plasma una serie de escenas de la vida cotidiana centradas en Cleo (exquisita y conmovedora actuación de Yalitza Aparicio en el rol de la niñera), y alrededor de ella, como en círculos concéntricos, de una familia, que habita en una casa de la Colonia Roma en el DF de México en la década de 1970. Cuarón se obsesionó por reconstruir sus recuerdos de esa vida de clase media, ese mundo de la infancia con perro, abuela, hermanos, escuela, donde parece que no pasa nada pero se desatan las catástrofes que nos atraviesan y nos marcan, casi sin que nos demos cuenta, diluidas en juegos en el patio bajo la lluvia a la hora de la siesta. El ganador del Oscar (“GRAVEDAD”), decidió filmar en secuencia cronológica e ir compartiendo el guión día por día, para que su elenco y su equipo no supieran lo que iba a pasar al día siguiente, como en la vida misma; filmó en un bellísimo blanco y negro, como para transformar la bruma de los recuerdos en un personaje que interactúa con los protagonistas, y el trabajo con el sonido logra que el espectador se sienta un habitante más de la casa. El director muestra pinceladas de la vida socio política de esos convulsionados años de la historia mexicana vista a través de los ojos de Cleo, pero logra un verdadero vuelo artístico ahondando en lo más puro y más humano de los personajes en ese universo ordinario, profundo y personal de los habitantes de la casa, con una potencia poética que me recordó la escena final con el “Rosebud” en El Ciudadano, de Orson Wells, o el clima y el simbolismo casi ominoso de La Ciénaga, de nuestra maravillosa Lucrecia Martel. Si bien no ha sido aclamada en forma unánime, ya que parte de la crítica la considera lenta, aburrida y con una endeble estructura narrativa, Roma se consagró como Mejor Película en el Festival de Venecia y es la gran candidata al Globo de Oro y al Oscar en la categoría de Mejor Película de Habla no Inglesa. No dejen de ver esta emocionante oda a la nostalgia que los va a conectar con chispazos de infancia propia aunque no se hayan criado en Ciudad de México. Y si pueden véanla en una sala de cine: hay funciones gratuitas en el auditorio del Malba y también se proyecta en el Bama Cine Arte todos los días a las 22hs hasta el jueves 3 de Enero de 2019. Calificación: Excelente Cecilia Della Croce – TW: @cecidepalermo/ IG: @cecidepalermook para OCIOPATAS
Obra de arte en tres cartas de amor en una: al cine, el recuerdo vivo y a Cleo Si algo está muy claro ya desde hace algunos años es que el nacimiento de NETFLIX cambiará la historia de la industria audiovisual para siempre, y es la razón fundamental para escribir sobre éste estreno que dividiremos en dos partes. Si quiere sólo saber de la película saltee la primera y vaya directo a la segunda. Primera parte: El nuevo contexto. Es que la empresa, nacida hace más de veinte años en USA, comenzó como un videoclub virtual con una página de internet mediante la cual se alquilaban películas que llegaban a domicilio. Ya no hacía falta ir al local a elegirla. El crecimiento fue tal que sacó de la competencia a la mítica cadena Blockbuster en todo el mundo, y muy pronto erradicaría el servicio de entrega a domicilio para transformarlo en una virtual plataforma en internet que (por una tarifa fija) da acceso al catálogo, dejando a la industria del DVD y del BLU-RAY frente a la inevitable desaparición y, dato no menor, redujo la piratería de manera notable. ¿Cuánto hace que no ve en la calle esa “alfombra” de títulos que más de un oportunista extendía por las veredas de Buenos Aires? Hay alguno todavía, sí. Pero cuando los aparatos reproductores de DVD dejen de existir el formato desaparecerá. Los tiempos cambiaron muy rápido y el negocio creció desproporcionadamente, porque para poder competir todavía más con los pocos videoclubes tradicionales remanentes, NETFLIX encargó en 2011 la realización de la serie “House of cards” (2013-2018) para ofrecerla como contenido exclusivo a sus suscriptores. Es decir, no solamente tiene los derechos para comercializar los lanzamientos cinematográficos por internet, sino también para decidir sobre sus propios productos. Hoy, la empresa produce sus propias series y sus películas al punto tal de digitar sus estrenos como se les antoje, porque total su número de espectadores no para de crecer. ¿Recuerda cuando un par de sus producciones no calificó para competir en Cannes el año pasado? Ni se mosquearon. El siguiente festival clase “A” los recibió con los brazos abiertos. ¿Consecuencia? Cannes se puso en marcha para inventar una nueva categoría que los incluya. Hasta ahora en “El rincón del cinéfilo” hemos abordado los estrenos en salas comerciales en el más tradicional sentido. Los tiempos cambian y como “Roma” es la primera producción de NETFLIX que tiene, no solamente las mayores chances de lograr varias nominaciones al Oscar sino de ganar un par como mínimo (película de habla no inglesa y dirección de fotografía). Una vez más la empresa rompe los esquemas y se coloca como un jugador con peso específico y poder suficiente como para hacer tambalear el mercado. ¿Qué pasaría si un día el CEO se levanta de mal humor y le dijese a Warner o a Fox, o a lo que queda de la MGM, que ya no quiere tener ninguno de sus productos en el catálogo? ¿Cuánto representaría en millones de dólares esa pérdida para el estudio por derechos de exhibición on line? Disney, a punto de adquirir la Fox, ya está detrás de su propio canal de internet. Pronto, hablaremos de los estrenos en salas, pero también de los que se produzcan en internet. La industria se fagocita así misma sin límites, pero esto es otra historia porque ahora nos toca hablar de la excelente película de Alfonso Cuarón que se ha estrenado (o no) la semana pasada. Segunda parte: La película Plano cenital de baldosas del patio cubierto de una casa. Balde con agua sobre la que se refleja el cielo y un avión que pasa en su altura. Pasa ese avión con la misma certeza con la cual sabemos que antes pasó otro y que habrá más después. Hay un tiempo de transición entre cada viaje, y este será la descripción de uno de ellos. Lentamente van despertando los sonidos externos e internos en la casa de una familia de clase alta en el barrio que refiere al título. Con la sutileza que da el arte, pero también con la precisión de un lápiz de arquitecto, escuchamos y vemos baldear ese patio. Una escena que, como tantas otras a los largo de poco más de dos horas, tendrán un sentido y se resignificarán luego. Es cierto que todo lo que veremos a continuación tendrá un tono autobiográfico ubicado, históricamente, en la infancia del autor. Para lograr una mirada externa sobre su propia vida, el guión cambiará el punto de vista porque la vida de esta familia la veremos a través de los ojos de Cleo (Yalitza Aparicio), la niñera de los cuatro hermanos y ayudante en los quehaceres domésticos que además sirve como botón de muestra de la enorme diferencia de clases en cualquier lugar del mundo, dándole a la película una universalidad temática conceptual. El recorrido lineal, sin embargo, presenta una conflictividad relativa en la vida de la familia, como la poca presencia del padre (Fernando Grediaga), algunos excesos por parte de la madre (Marina de Tavira), o la omnipresencia de la abuela (Verónica García). Centra su mirada sobre la empleada que anda con un problema importante a resolver (por miedo) fuera de la casa donde trabaja. De este punto se aferra el realizador para hablar sobre el ninguneo étnico, la desigualdad de oportunidades y hasta de la identidad cultural. Cleo se resigna a que el mundo es como es, pero su mirada lo trasciende, lo interpela y deja su cruel miseria en evidencia Al tratarse de un texto con un noventa por ciento de recuerdos de la infancia, ubicados entre 1970 y 1971, la minuciosidad lograda tanto en lo evocador de los sonidos cotidianos como en el contexto político que se vivía entonces, el mexicano alcanza un nivel de sinceridad emotiva que traspasa la pantalla y se vuelve un vehículo hipnótico-sensorial hacia el pasado con anécdotas de todo tipo que no conviene revelar aquí. El otro prodigio, además del diseño y edición sonora, es la dirección de fotografía que esta vez es realizada por el mismo Alfonso Cuarón, ante la falta de su preferido, Emmanuel Lubezki. Virtualmente es como ver un álbum de fotos que funcionan como recuerdos familiares, pero también como una suerte de corresponsalía periodística de la época. En su conjunto, ver “Roma” es ser testigo de un gran monumento a la memoria emotiva y al recorte de un tiempo que nos pertenece a todos. Esos momentos en la historia individual que se marcan a fuego y precisan de una conexión expresiva para salir a la luz. Si se habla de prodigio, la cámara (y sus movimientos) tiene la virtud de estar, sin juzgar, como testigo presencial de las situaciones que se plasman. Se mueve a otro ritmo en el set, distinto del agua de una playa, de un auto, de un afilador en bicicleta y también del elenco, más allá de lograr un sinfín de encuadres que funcionan como homenajes al cine de todos los tiempos. “Roma” es tres cartas de amor en una: al cine, al recuerdo vivo que nos hace humanos y por supuesto, a Cleo. Una magnífica obra de arte.
El capricho de Cuarón La parafernalia fotográfica de Roma es admirable y seguramente también lo sea la ambientación del México de los 70´. Sin lugar a dudas, es una película íntima de Cuarón, quien atípicamente se tomó una enormidad de licencias artísticas en desmedro del entretenimiento de la audiencia. Roma es estéticamente hermosa y rebosa de detalles mínimos, pero también es lenta, aburrida y poco concreta a nivel narrativo. Más que la obra maestra de Cuarón, pareciera ser su capricho.
Los primeros tramos de Roma, la nueva película de Alfonso Cuarón, son deslumbrantes. Una especie de hipnótica invitación al placer de mirar, del director y el espectador, en viaje por los rincones de un caserón de la colonia Roma, en el DF mexicano, siguiendo a Cleo (Yalitza Aparicio), la empleada que va y viene, ocupándose de todo. En blanco y negro, Cuarón panea su cámara y todo es descubrimiento y asombro: una terraza de colgar la ropa que se multiplica en las otras azoteas del barrio, con otras Cleo laboriosas; la entrada paulatina en la dinámica familiar y sus personajes, los chicos, los grandes; la meticulosa observación de las rutinas de Cleo, dulce nana indígena, de largo cabello oscuro, que duerme a cuatro niños con canciones y los despierta con cosquillas.Ciertamente, todo lo que uno sabe antes de ver Roma encaja en esta introducción preciosista. Que está hecha de materia autobiográfica, los recuerdos de infancia del director; que implica su regreso a filmar en su país después de más de quince años y dos premios Oscar; que la crítica está enamorada y tiene casi 100 por 100 de aprobación; que puede darle el primer Oscar a Netflix, que aquí la estrenará al menos en una sala, la de Malba, antes o durante la subida a la plataforma, el 14 de diciembre próximo. Roma es como uno de esos novelones en los que uno se sumerge para atravesar historias contadas con la intensidad de los recuerdos, a lo largo de cientos de páginas, y de las que se sale un poco aturdido, quizá modificado. En su película acaso más personal, el director de Y tu mamá también, aplica su notable talento para la construcción de cada plano, de cada escena. Su magnética Cleo es la fuerza central, pero las rutinas de esta familia de la que ella forma parte van creciendo en densidad, porque las cosas entre los padres van mal y la confortable normalidad en la que crecen los niños parece resquebrajarse. También en dramatismo, cuando Cleo que quede embarazada y deba asumir, en su inocencia, todo lo que eso implica, con derivaciones que no hay que contar.El lirismo y la poética si se quiere minimalista del primer tramo de Roma se complejiza, entonces, en pos de un relato mucho más ambicioso. Tanto que por momentos parece perderla de vista, a Cleo, aún cuando siga estando en cada plano, y la apuesta, en plan neorrealismo mexicano, abarca cuestiones del entorno político y social, se permite paréntesis increíbles, como el de una sesión de yoga multitudinaria para luchadores marciales de una zona humilde, ubicando a su familia burguesa como parte de un mosaico o, más bien, de un fresco de ese México en bellísimo blanco y negro. Para Cuarón, menos no es más. Y su Roma transmite todo el tiempo la sensación de que el autor es tan capaz como orgulloso y decidido a mostrar su propia excelencia. Roma es un artefacto audiovisual tan bello que perdura, aún cuando las ambiciones narrativas lleven a la película por caminos discutibles, en los que pierde su buen gusto y roza la truculencia gratuita, sobre todo en una secuencia de una pretensión y una intensidad desconcertantes. Una que reacomoda la película, así como ciertos episodios reajustan una vida, y nos deja definitivamente incómodos. Tanto como su mirada, si se quiere, política. Porque su evocación amorosa y agradecida, la de un adulto hacia la figura que lo crió de niño, propone una imagen de familia que incorpora a su empleada permanente sin conflictos, pre lucha de clases. Por el contrario: cuando a Cleo le informan que su madre necesita ayuda y que está inundado el lugar donde vive, prefiere no ir. Elige quedarse con los suyos: con sus patrones. Junto a ellos, aunque recogiendo sus migas, ríe frente al televisor, y junto a ellos se va de vacaciones. Entre sus homenajes cinéfilos y su mirada personal, Cuarón puede observar, con filo buñuelesco, a esa burguesía que parece conocer bien. De adultos peligrosos, que tiran al blanco mientras los niños juegan y están lejos cualquier modelo de conducta. Pero esa misma mirada carece de cualquier filo cuando se aplica a su protagonista, que no pertenece, como él, a la clase de los señoritos, aunque prefiera mantenerse lejos de sus orígenes. Para ella, Cuarón adopta esa mirada infantil, amorosa e integradora, que resuelve y borronea cualquier tensión de clase, dejando la realidad a un lado. Aunque el director ya no en chico y Roma, un film para grandes, con sus notables virtudes y sus molestos defectos.
Según declaró varias veces Alfonso Cuarón, y así lo confirma en el final de “Roma”, dedicó su última película a Libo, una empleada doméstica que trabajó en su casa desde que él era un bebé. El filme se transforma así en un homenaje a personas que dedican su vida o parte de ella a cuidar de la casa y de la familia que los emplea. Ese es uno de los aspectos más destacados de “Roma” y Cuarón lo narra con delicadeza en un nostálgico blanco y negro que remite a los años 70, la época en la que transcurre el filme, y que Cuarón recreó obsesivamente. Inclusive lo hace al abordar de manera indirecta el contexto político a través de un violento episodio que se conoció como La masacre de Corpus Christi. La protagonista es Cleo, una de las dos chicas de origen mixteco que trabajan y viven con una familia del barrio Roma, uno de los distritos de clase media de la capital mexicana. Su vida transcurre en silencio y de manera rutinaria, e incluso en los momentos más dramáticos que le tocan vivir, su sufrimiento es discreto. Con excepción de algunas escenas en las que Cuarón subraya lo que ya está claro, como cuando muestra a prácticamente a todas las empleadas domésticas lavando a mano la ropa al mismo tiempo en las terrazas de las casas del barrio, “Roma” es un relato conmovedor de una realidad que no es patrimonio de México. Una historia similar narró Sebastián Silva en “La nana” (2010), premiada en Sundance, Biarritz y La Habana, y aspirante a un Globo de Oro.
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“ROMA” Un pedazo de vida Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com Si Alfonso Cuarón ganase el Oscar a Mejor Director por “Roma”, redondearía cinco victorias mexicanas en seis años: él mismo ganó en 2014 por “Gravedad”, Alejandro González Iñárritu lo hizo en 2015 y 2016 con “Birdman” y “El renacido”, y Guillermo del Toro en 2018 con “La forma del agua” (sólo cortó la racha Damien Chazelle de la mano de “La La Land”). La diferencia estaría en que esta vez sería de la mano de una producción casi enteramente mexicana en elenco y equipo, hablada en español y mixteco, y con mucho del color de su país (todas las anteriormente nombradas fueron hechas en el corazón de la industria hollywoodense, y con elencos de celebridades; Iñárritu ya había estado nominado por “Babel”, caso similar). ¿Qué tienen en particular estos mexicanos? Una de las cosas que podemos reflexionar es si, como outsiders de las grandes usinas cinematográficas, son hoy los depositarios de una herencia clásica que procesan y evolucionan mejor que en el origen (un caso similar podría ser el del uruguayo Fede Álvarez, el argentino Andy Muschietti y españoles como Jaume Collet Serra en el cine de terror). Al menos algo de esto podría darse en el caso de Del Toro, que saldó su deuda con la tradición del cine de monstruos de la Hammer y de los musicales de la era de Shirley Temple en “La forma del agua”. Y lo mismo podríamos decir de Cuarón en “Roma”, pero con una particularidad: su relación a explicitar aquí es con escuelas europeas como el neorrealismo italiano y la nouvelle vague, al menos en la faz estética: los viejos cinéfilos reconocerán la estética de posguerra italiana en la forma de retratar las vidas humildes, los planos de la vida doméstica, algunos diálogos; de igual forma, el recurso al plano secuencia para sostener la unidad narrativa actoral y la continuidad visual recuerda a los experimentos galos de los ‘60 (los travellings de acompañamiento como en la playa, las tomas a 360º para las escenas interiores). Todo esto en un blanco y negro que evoca al cine del pasado, a la vez que gana una nueva calidez: México es soleado y caluroso sin necesidad del abuso de los filtros naranjas en la cámara (recurso popularizado por “Traffic”, entre otras cintas conocidas). Pero al mismo tiempo, como decíamos, se trata de una película eminentemente mexicana, sin necesidad de la omnipresencia de elementos folclóricos (el exotismo del Día de los Muertos en “Coco”). Hay una búsqueda estética y temática hacia el cine latinoamericano de los ‘60 y ‘70: el retrato de la pobreza, las tensiones de clase, la violencia política, diversos elementos en convivencia en unos años únicos. Y la recurrencia a “no actores” para representar a las clases subalternas, tal como hacía el cine de ficción de formación documental en aquellos años (cruces como los que hacía Fernando Birri por estos pagos). Meses complicados La protagonista del relato es Cleo, integrante del personal doméstico de una familia de clase media alta que vive en la Colonia Roma, un lugar de cierto estatus en la Ciudad de México de los ‘70. Cuarón dedica esta película a Liboria “Libo” Rodríguez, una empleada que lo crió de niño, así que el gran ejercicio es correrse de su propio lugar (el de los niños de la casa, su propia extracción de clase) para adentrarse en el mundo de esta aborigen que habla el mixteco con su compañera Adela: “Ya no hablen así”, dirá Paco, el segundo de los niños varones, y es inevitable la mirada circular de los niños estadounidenses con domésticas latinas, que les transmiten el español (Iñárritu abordó esto en una de las historias de “Babel”). Cuarón extrae de sus recuerdos esos detalles de desigualdad naturalizada, donde cualquiera de los patrones pide que le alcancen algo que está ahí nomás a las polifuncionales domésticas, la naturalización para ellas, y al mismo tiempo las relaciones de cercanía que se construyen lateralmente a esa disparidad. Pero la casa está en revolución: el señor Antonio, médico, se va en un viaje académico a Ottawa, en Canadá: algo sobrevuela su partida, y su ausencia comienza a prolongarse en lo que cada vez más se perfila como un cambio en la estructura familiar. De tal modo, su esposa Sofía comienza a tomar decisiones en esa casa de cocheras demasiado estrechas para los autos y habitaciones separadas para el personal. Paralelamente, Cleo se inicia a la vida sexoafectiva, lo que redundará en un embarazo no deseado que la acompañará durante buena parte del metraje, y tendrá ribetes inesperados. Entre estas dos tensiones, Cleo atravesará hieráticamente las fiestas de fin de año en haciendas ajenas, la intervención de la violencia paraestatal post Masacre de Tlatelolco (representada en la Matanza del Jueves de Corpus, también conocida como el “Halconazo”), hasta llegar a la apoteosis en unas minivacaciones, escena de la playa (la del afiche) como cumbre estética, filmada con el sol de frente y casi sin cortes (el propio director se encargó de la fotografía y coedición final de una de sus películas más personales). Parece que hemos spoileado mucho, pero no es así, estimado lector: porque el arco narrativo puede parecer minimalista (puede: la vida y la muerte a veces son segundos y lo que dura es el susto o la impresión que deja el momento), pero la gracia está en los detalles: las formas de hablar, de tratarse, de movilizarse: un comentario intrascendente y una respuesta parca pueden indicar mucho sobre la relación de los hablantes y del todo social, donde conviven las clases privilegiadas, cultas y cosmopolitas, con el campesinado indígena que se está volviendo “de ciudad” (la doble fiesta en la hacienda, la de los patrones y la de los empleados, es una concesión al cine latinoamericano de aquellos tiempos: Raymundo Gleyzer, Glauber Rocha y Leonardo Favio se la hubieran festejado por igual). Perfiles Cuarón elige también la dualidad y la tensión para ponerle rostro a su cuento. Y lo encontró en Yalitza Aparicio, una docente de preescolar petisita, de ascendencia mixteca, que encaja con la perspectiva de una Cleo silenciosa, que sufre sus cuitas en silencio y sin llorar, pero que no por eso carece de intensidad en sus emociones: un perfil que en México se viene construyendo desde la llegada de Hernán Cortés. Pero del otro lado eligió a Marina de Tavira como la señora Sofía, una actriz experimentada en cine y en producciones televisivas exitosas, como “El Señor de los Cielos” y “Capadocia”: la patrona es el opuesto de Cleo, con sus estallidos de enojo y de tristeza, y al mismo tiempo en evolución: una especie de Nora de “Casa de muñecas”, pero tardía y maternal. El elenco principal incluye intérpretes de poca o ninguna andadura actoral, empezando por los niños: Diego Cortina Autrey (Toño, el mayor), Carlos Peralta (Paco, el segundo, de buena performance), Daniela Demesa (Sofi, la niña de la casa) y Marco Graf (Pepe, el pequeño travieso). Nancy García García se pone en la piel de Adela, la compañera y paisana de Cleo, más aclimatada a la ciudad y de un humor más intenso y afable. Verónica García le pone su presencia a Teresa, la abuela de los niños, inspirada en la del propio director. Fernando Grediaga tiene pocas apariciones como el señor Antonio, mientras que José Manuel Guerrero Mendoza le aporta picardía y seriedad a Ramón, un novio de Adela que experimenta con el rock, antes de que comience una escena de presencia internacional. Por último, Jorge Antonio Guerrero se destaca como Fermín, el interés amoroso de Cleo, entre la violencia y la paz de los psicópatas. La picardía en el casting está en la participación del luchador Víctor Manuel Reséndez Nuncio, más conocido como Latin Lover, encarnando al Profesor Zovek, un personaje real conocido como “El Houdini mexicano”. Canales Por fuera de lo específicamente cinematográfico, “Roma” se metió de cabeza en la pelea de la circulación y distribución de las películas. Con una particularidad: siendo tan desarrollada para la sala de cine (incluyendo el diseño de sonido, que juega con el fuera de campo y la variedad de las intensidades), es la apuesta “artística” de Netflix y su caballito de batalla para la temporada de premios. Curiosamente para “jugar” en la misma hay que tener estreno en salas, pero el realizador logró que el juego se abra más allá de lo estrictamente reglamentario: otro guiño para los veteranos de las pantallas grandes. missing image file En familia: Sofía (la experimentada Marina de Tavira) junto a sus hijos y la nunca bien ponderada ayuda de Cleo (la debutante Yalitza Aparicio). Fotos: Gentileza Netflix **** “Roma” Ídem (México-Estados Unidos, 2018). Guión, dirección y fotografía: Alfonso Cuarón. Edición: Alfonso Cuarón y Adam Gough. Diseño de producción: Eugenio Caballero. Elenco: Yalitza Aparicio, Marina de Tavira, Fernando Grediaga, Diego Cortina Autrey, Carlos Peralta, Daniela Demesa, Marco Graf, Nancy García García, Verónica García, Jorge Antonio Guerrero, José Manuel Guerrero Mendoza, Latin Lover, Andy Cortés, Zarela Lizbeth Chinolla Arellano, Clementina Guadarrama. Duración: 135 minutos. Apta para mayores de 16 años. Se exhibe en Cine América y por streaming en Netflix.
Antes de Roma, de Cuarón había visto Y tu mamá también (2001), Niños del hombre (2006) y Gravedad (2013), y ninguna me resultó particularmente deslumbrante. Pero, Y tu mamá también, al menos, es una road movie diferente, con rasgos autorales, con buenas interpretaciones y una dirección muy afinada. No es poca cosa. Por otro lado, Niños del hombre, aún con sus trazos gruesos, es una película distópica por encima del promedio, con una más que interesante puesta en escena y, otra vez, con interpretaciones convincentes. A Gravedad la odié. Sufrí cada uno de sus tediosos 91 minutos. Un despliegue de virtuosismo técnico al servicio de un guión prácticamente vacío. Para peor, con dos actores insulsos. Por eso, tenía mis reparos antes de ver Roma. No ayudaba, en este caso, que tuviera tan, pero tan buena prensa y tantos premios (algo parecido pasó con Gravedad). Sin embargo, mis temores estaban infundados. Sin ser una obra maestra, creo que Roma es la mejor película de Cuarón. Aquí sí la narrativa y la estética construyen un todo moderadamente trascendente, una obra cinemática que tiene tanta belleza como hallazgos. Aún con sus excesos, Roma tiene mucho para decir y lo dice bastante bien. Ganadora del León de Oro a Mejor Película en el Festival de Venecia, distribuida internacionalmente por Netflix y estrenada en algunas salas de Argentina, Roma se sitúa en México DF durante 1970 y 1971, y hace foco en la historia de Cleo (Yalitza Aparicio), una joven de origen Mixteco que trabaja como empleada doméstica para una familia numerosa de clase media-alta en la colonia Roma, uno de los barrios más emblemáticos de la ciudad. Cleo tiene una muy buena relación con su patrona (Marina de Tavira) y todavía una mejor relación con los cuatro niños. El padre aparece poco y nada, y pronto será un hombre ausente por completo. Cleo, por su parte, va a experimentar otra ausencia cuando el joven con quien se ve la abandona de un día para otro (por un motivo muy común). Es que, al fin y al cabo, las mujeres siempre están solas. Como marco social y político para esta historia intimista narrada desde el punto de vista de Cleo, Cuarón retrata un país en una época convulsionada y peligrosa. Entre otras cosas, el gobierno les quita las tierras a los pueblos originarios, se forman cuerpos paramilitares, las protestas son reprimidas con brutalidad y hay cuerpos que desaparecen. Y esto es solo el comienzo. Algunos le han cuestionado a Cuarón que la relación entre Cleo y la familia para la que trabaja es un tanto idílica porque, precisamente, la tratan muy bien y es casi como si ella fuera parte de la familia. Creo que esta crítica es superficial y no pertinente para esta historia. Porque, por un lado, el cineasta dijo que este retrato está basado en los recuerdos de su propia infancia, en su vida familiar tal como era. Entonces, en principio no hay por qué dudar de su mirada, aún si está un poco embellecida por el paso del tiempo. Después, aunque es verdad que este caso en particular puede no representar la generalidad en cuanto al trato entre clases sociales tan diferentes en esa época, bien puede ser una excepción. Y, aparte, Cleo es "como si" fuera parte de la familia, pero no lo es. Más de una vez se le recuerda que no puede gastar mucha luz en el cuarto que comparte con otra empleada, que no es sino un cuchitril. Se le hace saber que cuando todos estén mirando televisión juntos y alguien desee un té, es ella la que tiene que ir a la cocina a traerlo y olvidarse de la televisión. También es ella la que recoge, todos los días, la caca que el perro deja en el patio, y es ella la que recibe las críticas no muy amables del padre de la familia. Claramente, las diferencias de clase se mantienen, aunque sea sin agravios ni agresiones. Lo más relevante es que Roma no es una película que plantea o deja de plantear una alianza de clases, el punto no es ése. Acá se trata, en cambio, de una alianza de género: tanto la mujer acomodada como la más humilde se quedan solas, tarde o temprano, y la vida se les hace mucho más difícil. Y a nadie le importa. Ésta es una de las ideas centrales que, por suerte, se enuncia a través del diálogo una sola vez; luego, la trama se va a ir ocupando laboriosamente de ir trazando paralelos entre las historias de estas dos mujeres, como así también señala sus limitaciones y sus fortalezas. Es en la mirada feminista muy a tono con los tiempos que corren donde late el corazón del drama. Y en este sentido no puede ser más realista. Filmada en 65 mm, con una magnífica fotografía en blanco y negro, con planos secuencia subyugantes y composiciones impecables que dan cuenta de las posibilidades de representación de todos los espacios del cuadro, Roma es una de las películas más bellas de los últimos años. Contra todo pronóstico, esta belleza no equivale al preciosismo vacuo que usualmente intenta darle espesor a conflictos que no lo tienen. Aquí hay drama de sobra y el diseño visual con sus climas entre soñados y realistas así lo expresan. Se la puede pensar como una mezcla de neorrealismo con una cuota de poesía que aparece cuando menos se la espera. Por otra parte, el pausado transcurrir del tiempo permite entrar en otro mundo, no quedarse afuera mirando. Porque se trata de convivir junto a los personajes, no examinarlos de lejos. Pero, también es verdad que gran parte de la primera mitad de la película es demasiado detallista y que los tiempos aparentemente muertos son, en ocasiones, muertos de verdad. En aras de construir un fresco meticuloso – y, por cierto, revelador de eso que está detrás de los detalles – la narrativa se resiente un poco, se hace demasiado lánguida. Es como si Guarón se hubiera engolosinado con sus recuerdos. Pero ya en la segunda mitad el ritmo se hace más dinámico, hay más acontecimientos, los hechos se anudan y desanudan, y todo gana en intensidad. Aún así, los 135 minutos de duración son un poco excesivos. Por otro lado, Roma no sería lo que es sin las excelentes interpretaciones de todo el elenco, en especial la de la Yalitza Aparicio, una maestra de jardín de infantes que aquí hace su debut como actriz. Sobre el final, o mejor dicho un poco antes del final mismo, hay una escena muy delicada en términos dramáticos que quizás debería haber sido abordada de un modo menos gráfico, con sutileza y no con la exposición cruda de algo terrible. No es lo que pasa lo que hace ruido, sino cómo es mostrado. Como golpe de efecto, si eso es lo que se buscó, es contraproducente. Aún así, eso no echa por la borda todos los méritos previos. Si de arte cinematográfico se trata, ésta es una película para tomar muy cuenta. Tal vez el León de Oro de Venecia le resulte un poco grande, pero eso, al fin y al cabo, eso no importa mucho. Que cada uno la vea y saque sus propias conclusiones. Roma (México, 2018). Puntaje: 8 Escrita, dirigida y fotografiada por Alfonso Cuarón. Con Yalitza Aparicio, Marina de Tavira, Marco Graf, Fernando Gregiaga, Daniela Demesa, Carlos Peralta, Nancy Garcia, Jorge Antonio Guerrero. Montaje: Alfonso Cuarón, Adam Gough. Duración: 135 minutos.
ROMA, o el emocional México de Cuarón La película es una suerte de México ‘for export’, según Alfonso Cuarón. Una propuesta sólida, dura y bella donde la estética nos salva del espanto (Por Patricia Chaina. Especial para Motor Económico) Ya sabemos que es larga, que es lenta, que es en blanco y negro. Sin embargo Roma, la película del mexicano Alfonso Cuarón se está llevando todos los premios de la temporada. Y es favorita en la serie que culmina con el Oscar, a fines de febrero. Algo raro pasa con la industria. Y Cuarón lo sabe. Su película se exhibe por Netflix y en pequeños circuitos de salas. La imagen electrónica se apodera del séptimo arte. Los relatos se adaptan a la transformación tecnológica del nuevo milenio. Hacía 16 años que Cuarón no filmaba en México. Y para volver se internó en su pasado y escribió un relato sobre su herencia afectiva. Lejos de la atmósfera lograda en Gravedad (2013) o de la fantasía del tercer Harry Potter, más cerca de: Y tu mamá también (2001), por sencilla, por realista. Esta historia navega entre la realidad y la memoria. Sus protagonistas son los recuerdos de su infancia en colonia Roma, en México DF. Su familia, su casa, su nana, sobre todo su nana, llamada Libo -por Liboria-, en la vida real. Aquí se llama Cleo. Una gran interpretación de Yalitza Aparicio, quien pensaba ser maestra jardinera hasta que llegó por casualidad al casting de Cuarón. Y él la eligió. En riguroso blanco y negro y con una atrapante variedad de grises, la película se instala en su época. Exhibe una letanía que evoca al tiempo real, a la rutina. Muchas secuencias son grandes escenas sin cortes que conviven con las panorámicas en cinemascope donde se amplifica el horizonte. El agua tanto puede lavar un piso de mosaicos como ser agua de mar, inmenso, bravo. Ese es un hallazgo ético y estético del filme: cada elemento se transfigura por el paso del tiempo. Todo se vuelve mágico, hasta el vaivén del agua sobre el piso de mosaicos. Un riesgo sin embargo, al borde del precipicio de la vanidad, en una puesta donde la forma domina el relato. La pobreza y la desigualdad de la sociedad mexicana vistas desde sus ojos niños, no entran en cuestionamiento, están dadas. Y allí reside su debilidad narrativa. Su Cleo no sufre su pobreza ni padece la soledad. No es un problema de actuación. Es de guión. Así y todo, la soledad y el dolor, son igual de crueles para las dos mujeres de esa casa: su nana y su madre (Marina Taviro). Eso permite establecer un vínculo entre ellas. En ese sentido, la película es genuina. Como el fresco que propone sobre lo cotidiano. A ese registro colaboran los subtitulados del mixteco, un habla muy popular en las afueras del DF, tanto como los exteriores en las calles del centro, en los barrios o en la playa. El clima del realismo está logrado Pero ostenta una tendencia hacia el estereotipo: Toma tres episodios de identidad mexicana: un temblor; una protesta interferida por comandos parapoliciales armados y entrenados que termina en matanza, y el embarazo no planificado de una joven empleada doméstica. Es la relación que establece esta joven con la familia para la que trabaja, en especial con su patrona, lo que da cuerpo al relato. Y allí gana la narrativa que recrea esa infancia, la de Cuarón. Porque de eso se trata. De su matriz identitaria transformada en película, con las mejores herramientas de la industria a su disposición. Eso se premia de este retrato sobre la cosmopolita de Ciudad de México en los ‘70. Se premia lo simple, lo bueno, lo bello. Se premia al tecnicolor del blanco y negro de su fotografía. Se premia al espíritu de la contemplación, en tiempos de violencia. Se premia la narrativa perfecta donde el pacto de convivencia entre pobre y ricos queda sellado por la afectividad. Hollywood está de fiesta. No sería raro que Roma fuera coronada mejor película de 2018, aun siendo “de habla no inglesa”. Lo cual, le haría justicia: Su valor estético desborda la solvente poética de su realización, aunque la vida real, sabemos, no suceda en blanco y negro. FICHA: Título: Roma. País: México, 2018. Director, productor y guionista: Alfonso Cuarón. Elenco: Yalitza Aparicio y Marina de Tavira. Duración: 135’, SAM 16. Disponible en Netflix.
DISTANCIA TOTAL La cámara apunta hacia el piso mientras se escucha el vaivén del agua fuera de campo. Varios segundos después, el líquido embebe esas baldosas, se retira y vuelve a aparecer al tiempo que se divisa un avión mediante el reflejo cristalino del cielo. El plano se mantiene cerrado unos momentos más, luego se abre para dar cuenta de la inmensa casa, de la opulencia familiar en contraste con Cleo, la empleada doméstica también encargada de los chicos. Alfonso Cuarón recalca la diferencia de clase como centro discursivo y visual a través del tiempo pausado, del retrato público y privado del contexto mexicano de los años 70 y de cierta intención poética. Sin embargo, jamás cuestiona los comportamientos o los vínculos en las relaciones entre los patrones y la joven naturalizándose tanto la desigualdad que poco importa si la esposa le pega una cachetada porque está nerviosa o le solicita un té una vez que la muchacha se sienta frente al televisor con uno de los niños en una apariencia efímera de pertenencia a la familia. Cuarón también anula cualquier reacción o abordaje de los maltratos de Fermín al punto de volverlos insignificantes. Él aparece siempre en actitud dominante ya sea desnudo en el cuarto como rodeado de compañeros de entrenamiento en las márgenes de la ciudad, mientras que ella queda suprimida por todos, salvo los chicos. Tampoco resulta verosímil que se equipare a Cleo y Sofía como mujeres con realidades complejas que deben hacerse cargo de sus vidas y del hogar. La disparidad económico- social, entonces, se presenta como el gran tema que evita los conflictos, las dudas, las tensiones, las profundizaciones generando un tratamiento superfluo, un uso arbitrario de la distancia o sentimentalismo de las escenas, la pérdida del estado crítico y transformando a los personajes en caricaturas de sí mismos. Por ejemplo, las repetidas exhibiciones de las maniobras fallidas del matrimonio para estacionar los autos en su cochera en un suelo plagado de excremento de perro, el innecesario primer plano de la rueda arrollando el estiércol o despliegue frívolo de una situación tan delicada y compleja como ese parto. Asimismo, no es casual que las primeras imágenes apuesten por la analogía entre el sonido del agua corriendo por el suelo durante la limpieza y la idea de playa mediante la evocación del movimiento de las olas, el eco del mar, el jabón como la espuma, la introspección y hasta el resplandor del sol, sitio que se retoma hacia el final como resurgimiento y plasmado también en el afiche, porque Roma se apoya en la articulación constante de las dos miradas para evidenciar la temática. Una anclada a la realidad propiamente dicha, marcada por el seguimiento de las acciones cotidianas de la mujer –a veces se la espera cuando ingresa a una habitación y cierra las puertas tras de sí–; la otra ligada a los mundos internos personales sostenidos por los recuerdos y las sensaciones. Estos parámetros también se relacionan con un comienzo enfocado en lo privado, en la enorme casa y su extensión pública hacia la masacre del Corpus Christie. De esta forma, el homenaje se torna un relato estudiado, tenue y hasta artificial que desestima cualquier cuestionamiento social o matices problemáticos. Privilegia el preciosismo estético convirtiéndolo en dramatismo forzado, detenimiento selectivo banal y el uso arbitrario de distancia/ sentimentalismo de las escenas y atenta contra las propias intenciones de naturalismo profesadas por el cineasta en una entrevista en vivo en la cual declara que los actores desconocían el guion y modificaba las líneas a diario para fomentar la autenticidad de las reacciones en el set. Nada más alejado de esta Roma distante inexorable y poco devota de su protagonista. Por Brenda Caletti @117Brenn
“Retrato de una época, de una familia y de una vida que nos toca el corazón” Los premios son tan relativos como el gusto que tenemos las personas, sin embargo, si una película recibe 10 nominaciones, es para dedicarle las dos horas y cuarto que dura y sacar nuestras propias conclusiones. Tuve la suerte de verla, y digo “suerte” porque Roma no solo es una película, sino una obra de arte en todo sentido: fotografía, sonido, caracterizaciones, vestuario, adaptación del contexto sociohistórico, dirección, iluminación, guión, interpretaciones; etcétera. Mucho tiempo hacía desde que no quedaba suspendida frente a una pantalla durante más de dos horas en las cuales lo único que atinaba es a reacomodarme en el sillón. ¡Roma es una maravilla! Es la historia de una familia de clase alta de México, allá por la década del ’70. El autor retrató la época qué el mismo transitó siendo niño. En aquel entonces el país no estaba sumergido en una dictadura, pero sí gobernada por políticos que aplicaban la represión ocasionalmente para mantenerse en el poder. Y si bien el foco de la película no es lo político en sí mismo, se puede observar algo de lo que fue el famoso Halconazo, un ataque desplegado por un grupo paramilitar llamado “Los halcones” hacia jóvenes que defendían a los estudiantes de Monterrey, y que se desató en plena ciudad a mediados del ‘71. En definitiva, un México bastante agitado y caótico. En medio de ese caos, Alfonso Cuarón, el director, narra la vida de una familia pudiente en cuya casa conviven dos empleadas domésticas, una de ellas Cleo, protagonista del film. Ellas se encargan de absolutamente todo, desde la limpieza y los mandados, hasta el cuidado de los 4 hijos de la familia en la cual el padre está prácticamente ausente. Amadas por esta familia, transcurren sus días, y al parecer en principio no habría mucho que entender, hasta que a mitad de la película se desata un conflicto unido por varios hechos que implican tanto a Cleo como a su patrona. Un tema siempre presente es la jerarquización social que atraviesa todos los acontecimientos. Las cuestiones cotidianas más profundas podemos encontrarlas en películas como ésta, donde por supuesto el ritmo es el que tiene la vida misma. Ninguno de nosotros tiene vidas en las que minuto a minuto pasen cosas extraordinarias. Esa es la primera maravilla que encuentro en Roma, y que no sería lo que es si no estuviera estupendamente relatada, y no me refiero solo al guión, sino a la calidad de la filmación, pocas veces vista, digna de un talentoso como lo es Cuarón, este mexicano que ya nos sorprendió en su momento con Gravity, un film que transcurre en el espacio, mucho más espectacular y efectista. ¿Tiene un don para contar historias? Indudablemente sí, y quienes amamos la simpleza, le agradecemos infinitamente su sensibilidad para mostrar hechos cotidianos con una profundidad tan especial que nos convierte en uno más de esa familia, que nos mete de lleno en la historia y sus personajes, por empatía, por admiración, desde la nostalgia o desde la curiosidad. Sigo convencida de que es “una obra de arte”, con lo cual coincido con todos aquellos que la consideran una de las mejores películas de los últimos tiempos. Hay quienes ya la enmarcan dentro del término “poesía audiovisual”. No puedo estar más de acuerdo. ¡Qué belleza cada imagen! Retrato de una época, de una familia y de una vida que nos toca el corazón. Y si vamos a buscar efectos y estallidos, por supuesto que no los encontraremos en Roma, por lo contrario, sí podremos navegar la profundidad de la vida misma a través de los ojos de Cuarón y sobre todo, a través de la mirada de Cleo, esa empleada doméstica que nos invita a contemplarla, como si estuviéramos estupefactos frente a un cuadro al que no podemos quitarle la vista de encima.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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Sábado 17, revuelo total en la ciudad por la aparición del Ara San Juan, se tejen miles de conjeturas. Afuera en la calle diluvia, se camina sorteando grandes charcos, son muchos los que se trasladan en taxi al Auditorium en medio de cataratas que caen del cielo. La película de clausura vale cualquier clase de sacrificio. Los créditos iniciales muestran el patio de una casona limpiado con agua que tira desde un balde Cleo (la mucama de raíces indígenas), para expandirla con un escobillón. Una, dos, tres veces, el agua va y viene como el flujo de la vida. Sobre el líquido se refleja un avión, son tiempos de cambio en la ciudad de Méjico a principios de los años setenta. Roma, de Alfonso Cuarón, es el nombre de un barrio de la ciudad en la cual se crió el director. Un homenaje, recuerdos de su niñez. El epicentro es Cleo, que junto a una colega deben atender a una familia compuesta por una esposa, un padre ausente, una abuela y cuatro niños en una casa de varias plantas, numerosos cuartos espaciosos y muchos libros. Para contar la historia de la protagonista Cuarón elige determinados elementos estilísticos como el lenguaje visual en blanco y negro, la ausencia de banda sonora y los desplazamientos laterales de la cámara. Pero lo que más llama la atención es el acertado uso de planos generales, ya que la crónica de Cleo es pequeña y personal en medio de multitudes. Se encuentra rodeada de un marco caótico y multitudinario, desde la casa en la que sirve, su paso por el mercado, sus salidas con el novio, las visitas al hospital. Los planos amplios le permiten enfocar dos cuartos al mismo tiempo donde suceden hechos simultáneos como Canijo en Sangre de mi sangre (2011). O bien, aprovechar la profundidad de campo, en la excelente toma que tiene en primer plano a la izquierda a la familia entristecida tomando un helado por las noticias que les transmitió la madre, y a la derecha al fondo una pareja de recién casados de festejo mientras un fotógrafo reproduce el momento. Por último decide en muchas de las grandes tomas no seguir con la cámara a los protagonistas, como en la salida del cine o la llegada al hospital (Cleo en la primera y la abuela en la segunda), son una más en medio de una marea humana mientras se desplazan por el plano. La gran duda que queda flotando, es si estos pequeños detalles que hacen a la esencia del film se podrán apreciar en Netflix, plataforma en la cual será exhibido. Cleo no es una criada cualquiera, forma parte de la familia, los niños la adoran y la patrona le brinda toda su ayuda durante su embarazo. Tiene un novio que la abandona al enterarse del futuro hijo, practica artes marciales (otra gran escena durante el entrenamiento masivo) y termina formando parte del grupo paramilitar, Halcones, que reprimió de manera violenta a una manifestación de estudiantes el día de Chorpus Christi en 1971, hecho que se conoce como el Halconazo. Intensos y conmovedores momentos que enfrentan a los novios en medio de la masacre que culmina con el parto. Roma es un tributo a las mujeres, tanto Cleo como su patrona sufren la ausencia del hombre pero saben cómo salir adelante. En cuanto al espíritu de la obra conjuga el humanismo de algunos directores del neorrealismo y la estilística de Antonioni y Hanecke.
Aguas que limpian el patio de una casa de la colonia Roma y, al mismo tiempo, espejan aviones en vuelo. El silencio de Cleo cuando en circunstancias distintas se la regaña o es agredida sin motivo alguno. Un ritmo lento que domina la mayor parte de la narración. Una cámara que recorre parsimoniosamente una y otra vez el interior de la casa privilegiando el garage, la escalera central que comunica la planta baja con la superior, los lugares de reunión de sus habitantes, la habitación de las dos criadas de la casa o la otra escalera, aquella tan inquietante, la que Cleo sube, una y otra vez, cada mañana, por la que accede a la azotea donde lava la ropa de toda la casa. Esa misma cámara recorre, mediante planos abiertos, calles y más calles emblemáticas de la ciudad de México por donde circulan automóviles característicos de principios de los setenta: VW Sedán, Valiant, el lujoso Ford Galaxie y también los tranvías que lentos transitan las principales arterias de la ciudad. ¿Quién mira todas esas cosas? ¿Acaso el narrador traslada sus propias vivencias de aquella época a imágenes que en momentos resultan entrañables, en otros desconsoladoras, a veces amenazantes y otras desgarradoras? Si ese fuera el caso, ¿qué recuerda ese omnisciente cronista: la vida de la indígena Cleo en la casa que la emplea, donde es, al mismo tiempo, criada, nana y por momentos mamá de los niños de la familia de clase media? ¿O quizás el propósito fundamental sea un intento por recuperar el México de los setenta a través de la historia de vida de Cleo? ¿Por qué no quizás la historia de vida de ella en el ámbito de la casa en que trabaja y al mismo tiempo en el espacio más amplio de la ciudad de México de esos años? ¿Acaso no es Roma una inmensa colección de postales que retratan esa cultura híbrida, aquella que resulta del encuentro forzado entre la indígena y la del colonizador español? Por momentos Roma parece ser la expresión de la nostalgia expresada con lentitud y eso quizás obedece a que ese es el tiempo del devenir de la añoranza. Durante más de dos horas nos envuelve la música popular de los setenta: Javier Solís, Rigo Tovar, Leo Dan, Ray Conniff entre tantos que se escuchaban en la época. Y esa nostalgia alcanza a vendedores ambulantes de juguetes infantiles, afiladores, y muchos otros que con sus pregones anuncian su presencia en la colonia. Algo similar sucede también con el blanco y negro de la película. Parece obedecer a la identidad del recuerdo, al pasado como único protagonista del film. Ese pasado que contiene vida, tristeza, amor, muerte, desamor, alegría, dolor, ternura, violencia. ¿Es posible y legítimo desde el punto de vista cinematográfico ponerle color al travelling con el que el director sigue la travesía de Cleo en los áridos, devastados y encharcados senderos de uno de los asentamientos urbanos más grande de latinoamérica: ¿Ciudad Nexahualcoyotl? ¿Cabría filmar en color a ese grupo de jóvenes que entrenan artes marciales en un descampado de Neza y que más adelante reaparece en la ciudad de México reprimiendo y asesinando estudiantes en el denominado halconazo de 1971? La evocación que recorre el relato está lejos de entregarse a la fácil dicotomización de los aconteceres. En varios momentos la violencia verbal y la calidez en el trato al otro se suceden sin solución de continuidad. La muerte de alguien entrañable no impide arriesgar la vida para defender la de los otros. La azotea de la casa donde Cleo trabaja es a un tiempo calvario de lavado diario y espacio de juegos y sueños de niños y la propia criada. Sorprende en principio que la casi totalidad de los actores no sean profesionales y que algunos tengan orígen indígena. Fueron seleccionados mediante un largo proceso de pruebas entre personas sin antecedentes fílmicos. ¿Acaso un recurso heredado del neorrealismo italiano? ¿Se trata de otorgar mayor autenticidad a los protagonistas de la historia así como también al paisaje urbano donde acontece? La abundancia de escenas con automóviles sugiere que el rol cinematográfico que se les asigna va más allá de completar el paisaje urbano de las evocación o como es obvio el traslado de los protagonistas. Roma es un película controvertida. El vínculo que tiene con Netflix y la lluvia de nominaciones que recibió la hacen centro de la polémica. La lentitud que por momentos caracteriza su desarrollo agrega otro ingrediente a la discusión. Conviene recordar que la rapidez y el vértigo deben responder a lo que se cuenta y en ningún caso convertirse en un valor cinematográfico autónomo de lo que se narra. Moraleja: vamos al cine y después sumémonos al debate.
Ganadora del León de Oro en el festival de Venecia, la película Roma se presenta como un relato autobiográfico de notable belleza poética. Estrenada en la plataforma de streaming Netflix (la cadena produjo exclusivamente este film) a nivel mundial, se espera su lanzamiento cinematográfico en salas selectas. Cuarón posee un sello artístico ecléctico, cuya filmografía oscila entre la grandiosidad espacial de “Gravity”, la esencia latina hasta la médula como “Y tu mamá también” y la taquillera franquicia de “Harry Potter”. El director es cada uno de esos films y todos ellos en conjunto. Su estilo resulta, a simple vista, inclasificable. Dúctil como pocos, cuesta encasillar a un cineasta que se mueve como si fuera un eximio equilibrista entre el mainestrem industrial y la introspección más personal. Cuarón apela a la memoria para construir la realidad a la que pertenece, concibiendo este film como un honesto homenaje a sus raíces y a su pueblo. De esta manera, celebra a las mujeres de su vida en Roma, un drama intimista como pocos. Se percibe en sutiles gestos, por ejemplo la inclusión de parte de los diálogos en el dialecto mixteco, las antiguas salas de cine o la inclusión de programas de TV de la época. A través de la óptica de vida en una familia de clase media, residente del barrio céntrico de la siempre vertiginosa Ciudad de México, el autor realiza un concienzudo estudio de clase reconstruyendo las piezas de sus afectos familiares de infancia. Cuarón vuelve a recurrir al plano secuencia, ese registro en el que la cámara se mueve durante minutos sin corte como hiciera en el recordado mundo distópico de “Niños del Hombre”. Bajo esa perspectiva, el director abre el plano para captar la totalidad del espacio y brindar libertad a la mirada del espectador. Este elegirá con qué personaje quedarse. Por otra parte, perseguir un espectador activo es la meta del mexicano y la cámara (filmado completamente en soporte digital) es su instrumento a la hora de conmocionarnos. El film apela a momentos de notable lirismo como la escena del incendio, de una magnitud visual que parece pertenecer a otra película. Preocupado por captar la imagen y los sonidos que remiten al pasado, Cuarón emprende una aventura que nos trae a la memoria la maravillosa magdalena proustiana. Acaso nuestra memoria emotiva no está hecha de recuerdos? Acaso la retina no es el perfecto dispositivo que guarda los recuerdos fotográficos de aquello que somos? Los recuerdos de niñez afloran para otorgar espesura emocional a una crónica urbana absolutamente subjetiva: Cuarón nos está hablando en primera persona e indagando en su pasado. Una mirada retrospectiva que funciona como catarsis y donde el carácter observacional llevado al extremismo nos familiariza con las últimas obras de Terrence Malick. El trabajo documental de Cuaron remite a los primeros intentos cinematográficos. Ni más ni menos que documentar acontecimientos civiles, de dominio público. El cine nació con una exclusiva vocación documental y aquí Cuarón parece querer homenajear la esencia del séptimo arte. El director testimonia actividad en la calle, vendedores ambulantes y niños jugando se aprecian con una transparencia poética que nos acerca ese tiempo histórico con una fuerte impronta humanista. La excelente recreación de época (desde la vestimenta hasta los automóviles) constituye un auténtico viaje en el tiempo. El barrio de clase media ‘Roma’ da título al filme. En el retrato que Cuarón hace de éste, la quintaesencia neorrealista asoma inconfundible: rodado en blanco y negro, El uso de tiempos muertos y con actores no profesionales, el film destila un naturalismo extremo. Con esa ausencia de colores, el realizador documenta la cotidianeidad. Bajo tal concepción, el blanco y negro bajo el cual grandes joyas del cine contemporáneo -como “El Artista”- fueron filmadas se constituye en los principios estéticos de esta singular carta de amor a un barrio natal. El relato se preocupa por mencionar hechos históricos como el movimiento estudiantil y la mirada comprometida acerca de la vida de los marginados en un país tercermundista. Es por ello, que el film funciona efectivamente en dos frentes. Por un lado, buscando registrar un modo de vida de forma arqueológico como estudio de campo del momento social de un país. Por otro, un personalísimo bosquejo costumbrista sobre la rutina familiar de un grupo de clase media. Y como marco, la gigantesca ciudad. La impronta de una ciudad populosa, frenética, apasionada y febril es el hábitat perfecto para que el director cimente esta epopeya personal. Cuarón dedicó la película a su propia abuela –Libo- en quien se inspira el fundamental personaje de Cleo, una sola mujer y todas ellas a la vez. En ella se resumen las mujeres de la colonia de Roma y por varios motivos termina siendo el eje central del relato, protagonista de una de las tantas historias que dan vida a una nación agitada en aquellos efervescentes años ’70 (por aquel entonces el director transitaba su infancia, ya que nació en 1961). Se percibe que la crisis personal que vive Cleo marcha en paralelo con un país en tensión constante, que su lucha se hace eco en otras mujeres y que, con este pretexto, el autor talla una escultura perfecta como mosaico social y político de un tiempo histórica, representación fiel de un México vibrante y convulso, que el director recrea con su mirada de adulto. Los sinsabores de la vida rutinaria traslucen la nostalgia acerca de esas viejas anécdotas del pasado que conforman nuestra identidad y cuando una película habla sobre nosotros mismos, indefectiblemente nos escudriña en nuestro interior menos manifiesto. Forjando dichos recuerdos como fresco de vida, esa incomodidad nos lleva a pensar en quienes somos y que hacemos con nosotros, como sociedad e individualmente. ¡Vaya viaje sin escalas, desde el espacio sideral al vecindario de la niñez!
La película del realizador mexicano de “Gravedad”, ganadora del León de Oro de Venecia, es un espectacular, impactante y emotivo drama que tiene como eje la vida, los sufrimientos y sacrificios de la “nana” de una familia pudiente de la capital de ese país, a principios de los ’70. Pero a veces su grandiosidad visual la aleja del corazón emocional de la historia. ¿Qué pasa cuándo un cineasta empieza a hacer películas del género “Obra maestra”? ¿Cuándo ya sabe que su nombre, su carrera y su reputación le permite, más o menos, hacer lo que le venga en gana y intenta hacer una película que responda a la premisa: “¿qué hago cuando puedo hacer lo que quiero?” En cada plano de ROMA es claro que Cuarón está dándose el gusto de su vida. La película es un amoroso, doloroso, intenso y fetichista memoir de su infancia en la “Colonia Roma”, ese barrio del entonces DF mexicano que ha cambiado mucho desde ese 1970-1971 que la película cubre. En lustroso blanco y negro, con un sonido expresionista y envolvente (que seguramente se perderá en Netflix), con una dirección de arte de una precisión exquisita y con planos que casi siempre llaman la atención sobre sí mismos, ROMA apuesta al obramaestrismo. Y en su ambiciosa búsqueda consigue excelentes resultados pero también otros donde se nota que, por momentos, la película es más grande (o grandiosa) de lo que debería haber sido. A la manera de AMARCORD, de Federico Fellini, o FANNY Y ALEXANDER, de Ingmar Bergman, pero en un tono muy distinto, ROMA intenta condensar la infancia de una familia que bien podrían ser los Cuarón pero poniendo el eje en la nana (mucama, sirvienta) indígena que ayudaba a la familia “con cama adentro”. Cleo (Yalitza Aparicio) es la protagonista principal de una historia que la envuelve y enreda: la de un familia, la de una clase social, la de una ciudad, la de un país. Pero a fuerza de una historia personal conflictiva y poderosa y una actuación excepcional, el personaje de Cleo se vuelve tan fuerte y dominante que, por momentos, las florituras y planos lujosos de la película se tornan innecesarios. Es como si en el combate por la atención entre el minimalista silencio que expresa su rostro y la espectacularidad de la puesta/fotografía/arte hubiese ganado, quizás sin proponérselo, el personaje. ROMA arranca mostrando la cotidiana labor de Cleo limpiando el caserón de la familia en “la Roma”, ocupándose de cada detalle. Cuando los niños llegan es claro que la adoran y ella también a ellos. La familia, sin embargo, está en problemas y queda claro de entrada que el padre está distanciándose de su mujer y sus hijos, separación en puerta. Frente a una madre angustiada, es Cleo la que sostiene más que nadie el orden familiar. Pero la chica tiene también su propia vida y sus salidas los fines de semana la hacen experimentar otro mundo (y con ella la película sale a la calle del DF mexicano de 1970 y la impresión de estar viendo una fotografía en movimiento de la época es impactante) y meterse en ciertos problemas que mejor será no adelantar. Cuarón alterna entre esos dos universos: el intimo/familiar y el público/social. Y Cleo es, casi siempre, el personaje que atrapa nuestra atención. De entrada queda claro que Cuarón piensa que ROMA debe ser más que la historia de Cleo y le impone a su película una grandiosidad que maravilla y apabulla (no es ninguna novedad que cada plano suyo es un trabajo de orfebrería cinematográfica) pero que no siempre se lleva del todo bien con la intimidad y el costado humano de la historia, que es lo que le da al filme su fuerza emotiva. La recreación de época y la caligrafía cinematográfica son notables pero desvían la atención por momentos del drama humano de un personaje que vive una encrucijada fuerte y dolorosa. Mientras más se complica la historia de Cleo, de la familia y también la del mundo que los rodea (una lucha de clases de complejas aristas corre en paralelo a la trama) más potente es ROMA. Cuarón logra que la emoción fluya, sin embargo, en los momentos más chicos: en una mirada de Cleo, un comentario gracioso de alguno de los chicos, un dibujo, la angustia callada de una madre que no se atreve a contarles a sus hijos lo que está realmente pasando con su padre. En otros, coquetea con el exceso, especialmente en dos impactantes secuencias sobre el final de la película en las que el golpe emocional pega ligeramente por abajo del cinturón, como se diría en boxeo. Uno se quiebra, sí, pero advierte también que los recursos para lograrlo se pasan un poco de lo “permitido”. De todos modos, ROMA se siente en la piel, afecta los sentidos y las emociones. Y es imposible no salir de ella shockeado, tembloroso, impactado. Es de a poco, cuando algunas fichas caen, que uno duda de algunos mecanismos narrativos y de la ya comentada grandiosidad de la puesta en escena. Hay otra discusión a tener y que es más del tipo socioeconómico y cultural: la película es un homenaje literal a una mujer que se desvive por cuidar y proteger a los hijos de sus patrones. Y si bien uno aprecia ese sacrificio y esa devoción, no puede dejar de ver las claras injusticias sociales que esa misma situación pone de manifiesto. Que en el momento de mayor alegría familiar Cleo se ocupe de ir y venir preparando la comida para sus patrones no deja de ser un tanto irónico y políticamente discutible. Es cierto que ROMA está contada desde el amor de un niño por su nana y por admirar, casi 50 años después, los sacrificios y esfuerzos que esta mujer hizo para ser la querible empleada, la madre sustituta y hasta una suerte de ángel para esos chicos que pasaban un momento dificilísimo. Y ese punto de vista permite que las contradicciones socioeconómicas sean pasadas por alto. En cierto modo, hasta la grandilocuencia visual puede ser justificada desde esa mirada de un niño (de los cuatro chicos, uno puede suponer que Alfonso es el más pequeño y que más cercana relación con Cleo tiene) para quien el mundo –la calle, las fiestas, las marchas, el centro, el cine, los paseos– es un lugar inmenso e inasible, demasiado grande para ser abarcado por la mirada. Pero el recuerdo es en realidad de ese niño ya adulto y es allí donde uno espera alguna reflexión más sobre lo narrado. ROMA se va a llevar muchos de los premios a los que aspira (será, salvo sorpresas, la mejor película extranjera del Oscar y muy probablemente sea fuerte candidata en muchas otras categorías) y será difícil poner en duda sus innegables valores artísticos, que los tiene y son muchísimos. Pero esa zona que funciona a mitad de camino entre una puesta en escena del más puro cine de autor (de la tradición europea de los ’60 y ’70) y los recursos narrativos más, si se quiere, hollywodenses hay una lucha interna que no termina de definirse del todo, un poco como sucedía –de otro modo– en películas “extranjeras” del género obra maestra como puede serlo la reciente LA GRANDE BELLEZZA. Es que no siempre más es más. A veces, un rostro en primer plano tiene mucho más que decir que una larga, precisa y coreográfica secuencia que reconstruye el mundo entero. Es que ese rostro, tal vez, sea en ese momento y a lo largo de las horas que dura la película, ese mundo y todo entero.
Baldosas y fanfarria que desafina Distinguida en el Festival de Venecia y otros certámenes, el más reciente film del director mexicano conjuga recuerdos de infancia y hechos traumáticos con el cariño puesto en una mujer a la que dedica el film. El inicio y el desenlace de Roma poseen, respectivamente, ángulos de cámara a la manera de un plano y contraplano. En el plano que abre el film ocupan el encuadre las baldosas del patio y el agua jabonosa que lo lava. Sobre el agua, el reflejo de la ventana; tras ella, el avión. En el desenlace, el encuadre cobra vuelo -ahora en contrapicado-, con la escalera que conduce a la terraza, sobre ésta: otro avión. En ambos, es Cleo quien protagoniza. Es en ella y su hacer doméstico donde la cámara de Alfonso Cuarón descansa. Entre ambos planos, el ascenso hacia un más allá que comienza en ningún otro lado más que bien acá. A Cleo (a Libo: mujer que trabajara en la casa de Cuarón cuando niño) está dedicado este recuerdo en forma de nube, o de cine. La emotividad que desprende Roma hace de ésta, tal vez, la mejor película de su director. Rasgo sensible que nunca se sobrepone al relato ni a sus recursos, sino que se desprende de su sabio uso. La narración surge de manera magistral. Y el afecto que la película verdaderamente siente es su consecuencia. Contagiarse de este sentir no es nada difícil. Cuarón está, afortunadamente, bien lejos del ardid técnico supuesto por la sobrevalorada Gravedad. Mientras en aquella película, Sandra Bullock orbitaba el espacio perdida en sí misma para luego volver a la Tierra (y a un renacer válido como parábola de autoayuda); en Roma es otra mujer, Yalitza Aparicio (Cleo), quien sobrevuela de mismo modo pero con los pies en la tierra, nacida en el margen de la gran ciudad, dedicada con esmero a la tarea que le supone cuidar de la casa y los hijos de la señora Sofía (Marina de Tavira). El director ha señalado la impronta autobiográfica de Roma, situada en los comienzos de los años '70, en un México que abre la década entre fanfarrias militares que desentonan, griterío callejero, revueltas y escisión social. "Roma" es la mejor película de Alfonso Cuarón. La fisura que la sociedad vive la exhiben también el hogar y la familia, cuyos gestos se traducen en órdenes, castigos y recompensas. La separación de los doctores de la casa -matrimonio con cuatro hijos y abuela- tiene su correlato en los sucesos que vive la propia Cleo, paredes adentro y afuera, dividida entre su lugar social y los gestos de afecto y desdén que le prodigan. Evidentemente, Cuarón es alguien consciente de su origen social, al que examina con la meditación a la que el cine obliga, mientras hilvana una película de cariño hacia esa mujer entregada a una tarea para la cual no ahorra afecto, palabras de ayuda, o la vida misma (tal como de manera explícita el film sabrá señalar). Es por esto que Roma constituye una mirada que, por indagar en la historia propia, no hace otra cosa más que referir sobre los avatares de ese país que se llama México, y a la par de ese otro país que se llama Estados Unidos. El propio Cuarón es expresión viva de este dilema, a partir de un cine repartido entre uno y otro lado de la frontera. Un dilema, hay que decir, que el mismo cine transgrede como expresión sanadora, porque el arte no conoce de fronteras. De todos modos, el contrapunto que el astronauta de la Nasa en Abandonados en el espacio (1969) ofrece con el colectivo terroso que transporta a Cleo al interior de México, no deja de provocar una resonancia de interés, que a su vez replica entre la película misma y el cine de Hollywood (rebote que devuelve sobre la ya citada Gravedad). Contraste que Cuarón logra al incorporar al cine dentro del cine, como indagación sígnica -eminentemente cinematográfica- que se sumerge para, así, encontrar imágenes que devuelvan una reflexión sobre lo que ha sido: vale destacar que en Roma el cine sobresale como una compañía para las familias todas, sean de la clase alta o la más humilde; algo que ya no sucede (¿acaso porque el cine mismo se ha vuelto un proyecto vencido?). En virtud de esta indagación, Cuarón elige un episodio contundente y lo retrata de modo admirable: la espantosa masacre de Corpus Christi, la cual resuelve desde la copartipación de acciones visuales en el mismo plano. Escisión interna que manifiesta unidad. Es decir, México está partida, dividida, mientras conviven varias situaciones. Los estudiantes reclaman a la vez que otros persisten en su día de compras comerciales. De pronto, la muerte irrumpe y todo se fusiona y luego prosigue. El desenlace de esta secuencia es de lo más difícil que la película ofrece, porque deriva en la situación del parto y porque el desenlace es desolador. Parto que está impreso en el cine del mexicano en tanto lugar de tránsito y promesa, como en la mesiánica Niños del hombre. Pero lo que Roma viene a presentar es bien distinto. Ahora bien, el agua -así como en ese film y en Gravedad- vendrá en rescate de los personajes como instancia renovadora, sanadora, tal vez como promesa de un después. Se ve que la religiosidad de Cuarón continúa como aspecto sustancial. En otro orden, nada alejado de lo que se ha señalado, la habilidad técnica del film ofrece sintonía con lo que se persigue, de manera adecuada a la deriva anímica de los propios intérpretes, cuya actuación les lleva a componer realmente los cambios anímicos ante cámara. Es decir, Roma privilegia el plano-secuencia -recurso habitual en el cine del director-, pero no como ardid técnico sino como ubicación espacial que procura recuperar ese espacio y tiempo perdidos, que sólo persisten en la memoria. Al no cortar la toma, lo que se observa es la sucesión real de fachadas, negocios, calles y cuadras; en fin, la vida misma. La ausencia de montaje permite, así, que el dolor o la alegría se inscriban de manera conjunta en lo que se ve, mientras la cámara acompaña con movimientos calmos. Junto con ello, Roma ofrece un diseño sonoro que podría recordar al de la literatura de Carlos Fuentes. Una pluralidad de voces y sonidos se dibuja de manera citadina, hogareña y rural. La recreación de los contextos sonoros tiene en Roma uno de sus aspectos más fascinantes. Hay que apreciar cómo el film pretende envolver al espectador en ese recuerdo del pasado, para que contraste a su vez con cómo el silencio y los insectos dicen de otras maneras. Así como el tintineo del granizo sobre las ventanas. O el chisporroteo de un incendio voraz. También la tranquilidad de las cenizas al amanecer. Cada una de estas imágenes, entonces, como un tapiz que es homenaje a esa mujer, gracias a la cual la película misma -sino el cine todo de su director- es posible.