Sombras litúrgicas. Al igual que en gran parte de su obra, el realizador italiano Marco Bellocchio (Vincere, 2009) regresa compulsivamente a las obsesiones de su film Las Manos en los Bolsillos (I Pugni in Tasca, 1965) para hoy narrar dos historias entrelazadas alrededor de la abadía de la ciudad de Bobbio, ubicada en la provincia de Piacenza, en el norte de Italia, donde se sitúa la acción de la famosa novela de Umberto Eco, El Nombre de la Rosa. En la primera historia, una joven monja, Benedetta, es acusada en el siglo XVII de seducir a un admirado sacerdote que luego comete suicidio. En la abadía es interrogada y sometida a diversas pruebas por la inquisición para que confiese su contubernio con Satanás con el fin de salvar el buen nombre del sacerdote suicidado y poder darle un entierro cristiano. En un principio, el hermano del sacerdote acude a la abadía con el fin de asesinar a la acusada pero en lugar de eso se siente atraído de una forma contradictoria hacia ella y también hacia las dos damas que le ofrecen techo, generando una situación concupiscente y pecaminosa que contrasta con la búsqueda del severo y templado ideal cristiano vigente en la sociedad de la época. En la segunda historia, un inspector fiscal llega en la época actual a la abadía en ruinas para realizar un negocio inmobiliario con un músico multimillonario ruso que quiere comprar el derruido inmueble. En el pueblo circulan historias sobre un conde vampiro que recorre por las noches la ciudad y parece estar escondido en la abadía. Ambos relatos narran las miserias y las preocupaciones de los hombres en cada época. Bellocchio busca el componente universal detrás de los cambios históricos para demostrar que los hombres han sido y siempre serán los mismos aunque el contexto cambie. De esta forma, el vampírico conde representa a una clase aristocrática inútil que simboliza a su vez un pasado perimido que continúa viviendo en la oscuridad, mientras que el proceso al que someten a la monja supone un pasado aciago en un territorio en el que la razón está ausente. En este sentido, los dos conllevan una crítica y una alegoría sobre los restos de un pasado que aún sobrevive en el presente de la Italia actual. Sangre de mi Sangre es un film bucólico y letárgico sobre el amor, las obsesiones y el egoísmo que destruyen a los hombres, corrompiéndolos. Entre ambas historias se trazan diversos e interesantes paralelismos sobre la condición humana y la historia del norte de Italia. Marco Bellocchio lleva nuevamente sus demonios hasta el paroxismo para entrar en el abismo de las dos miserias que asolaron al mundo, la religión y la búsqueda de beneficios producto de la estafa y los negocios, mejor conocida como capitalismo.
A los setenta y cinco años, Marco Bellocchio filma una película deliciosamente excesiva, audaz y compleja. Los siglos fluyen a la sombra de los muros de piedra. Dos historias entrelazadas en el espacio y un salto en el tiempo desconcertante. En el mismo pueblo italiano, un convento poblado en la Edad Media por curas inquisidores, está habitado en la actualidad por un viejo aristócrata, asistido por un par de criados entre telarañas. Algunos actores son los mismos pero en roles diferentes. La pequeña ciudad es el escenario de una farsa gigantesca, un pueblo corrompido por una mafia de vampiros, un desfile de figuras absurdas. El lirismo salvaje de Bellocchio es más inquietante de lo que la superficie deja ver. El drama monástico se transforma en una comedia hilarante alrededor de la Italia contemporánea en la que la carcajada tiene el regusto amargo de una cultura condenada a la extinción. El cineasta se aparta del clasicismo de sus últimas películas en busca de una mayor libertad narrativa. Sangre de mi sangre es oscura, barroca y misteriosa. Los fantasmas y demonios se cruzan en el tiempo sin reconocerse. Las obsesiones permanecen: la familia, la sociedad italiana, la religión, la corrupción política, el reinado del dinero o la justicia a las órdenes de los poderosos. Pero lejos del juicio didáctico, la película mantiene su misterio para que surjan antiguos temores, deseos, emociones. El cineasta redobla la apuesta, su imaginación no tiene límites, su universo parece indescifrable. Una pared se derrumba en el convento, los vapores calcáreos se elevan y aparece una bella mujer desnuda balanceando imperceptiblemente la cabeza al son de una melodía de Metallica en versión coral. Un instante maravilloso; una película libre, hermosa e inolvidable.
El arribo de la nueva película de este maestro italiano que nos regaló gemas como Con los puños en los bolsillos, El diablo en el cuerpo, Buongiorno, notte y Vincere es un verdadero acontecimiento y, por eso, OtrosCines.com auspicia su lanzamiento en Argentina. La película -ganadora del premio FIPRESCI de la crítica internacional en la Mostra de Venecia 2015- va del pasado (la Inquisición en el siglo XVII) a la actualidad (una sociedad corrupta y decadente) con una audacia y un desparpajo absolutos: cine de vampiros, thriller religioso y sátira política. Todo eso junto. La acción de Sangre de mi sangre –el film más complejo y audaz de Marco Bellocchio en muchos años– arranca en un convento donde un párroco intenta conseguir una confesión de brujería de una mujer acusada de seducir y llevar al suicidio a un sacerdote. Estamos en el siglo XVII y esta persecución busca en realidad limpiar el buen nombre del confesor. Así, Bellocchio presenta un patrón de hipocresía i perversidad que hallará su perfecto contrapeso en un inspirado estudio del deseo (amoroso y carnal), presentado como un impulso transgresor capaz de derribar las doctrinas morales imperantes. Cociendo sus postulados a fuego lento, Sangre de mi sangre regala al espectador una serie de deliciosas rupturas de la ortodoxia fílmica capitaneadas por una brecha central que parte el film en dos. Sin previo aviso, la película saltar al presente para observar cómo un viejo vampiro, el “Conde” (Roberto Herlitzka), ve amenazada su plácida existencia cuando un millonario ruso decide comprar su morada, el mismo claustro en el que, hace siglos, fue encerrada la joven acusada de brujería. Es hora de pasar cuentas con el presente sin olvidar el pasado. En una memorable reunión con otro viejo vampiro que trabaja como dentista, el “Conde” clama contra la “obsesión por la justicia” de la nueva Italia, y evoca con nostalgia un aislamiento atávico que considera el principio esencial del vampirismo y el sostén de la vieja Italia provinciana. Una Italia retrógrada que se presenta como la antepasada de esa nación corrupta, perezosa, decadente y falsamente orgullosa que Bellocchio retrata con furia en la segunda mitad del film. Elusiva y al mismo tiempo rabiosa, Sangre de mi sangre confirma a Bellocchio como un lúcido observador de la realidad, la historia y la psique italianas. El suyo es un cine de sombras y fantasmas, pero Bellocchio es también uno de los más efusivos creyentes en el poder de la belleza. La apoteósica y romántica clausura de Sangre de mi sangre demuestra que el director de Buenos días, noche es de todo menos un hombre resignado. Su fe en el poder transfigurador de la belleza y el arte es nuestro pasaporte a la revelación.
El director de I pugni in tasca viene desde entonces (1965) sorprendiéndonos, inquietándonos, proponiéndonos siempre un desafío a nuestra sensibilidad e inteligencia. En este caso, dos historias se entrelazan por suceder en el mismo convento: en la primera, una mujer es sometida en el siglo XVII a las conocidas pruebas ideadas por la Santa Iglesia para verificar si no se trata de una bruja que ha empujado al suicido a su marido; en la segunda, ya en la actualidad, un vampiro vive oculto en ese monasterio y debe evitar que sea vendido a un inversionista ruso. Pasado y presente, ir y venir hipnótico en el que el ser italiano, la religión y la política, la corrupción y la frivolidad son diseccionados con filo, no exento de humor en el caso de lo que tiene que ver con nuestros días. El diálogo del vampiro con su dentista en el consultorio nos confirma eso de que los argentinos somos italianos que hablamos castellano.
Dos épocas, un mismo poder Si todo el cine de Marco Bellocchio está atravesado por las relaciones filiales, Sangre de mi sangre (Sangue del mio sangue, 2015) no es la excepción a la regla. La última película del director de Vincere (2009) sella el lazo de sangre que une su discurso autoral desde los tiempos de I pugni in tasca (1965). Justo donde se rodó, hace 50 años, en Bobbio, es adonde Bellocchio regresa para saldar sus cuentas pendientes con las propias raíces. El protagonista del film es su hijo Pier Giorgio Bellocchio, una elección que parece natural y obligada. Narrada en dos tiempos, pasado y presente, Sangre de mi sangre arranca en el 1630 con Federico Mai, un joven soldado al que reclama de vuelta en el hogar familiar la madre, desesperada porque su hermano gemelo, Federico, sacerdote, se ha suicidado en el convento del pueblo y no podrá ser enterrado en la tierra sagrada. La monja que lo sedujo, Benedetta, es considerada una bruja y la entierran viva por orden del cardenal al cabo de varias pruebas inquisitorias. Con un salto temporal de 400 años, volvemos a encontramos a Federico en la piel de un estafador en la Bobbio contemporánea, enfrentado con un conde vampiro, oculto en la ciudad, al frente de un consorcio de oscuros personajes. Bellocchio expone y compara dos situaciones históricas que supuestamente deberían ser universos diferentes, aunque lo que nos dice es más bien todo lo contrario. Los males endémicos que amenazaban antes quizás no sean mucho peores que aquellos con los que tenemos que enfrentarnos a díario. De la época intolerante y arcaica en la que la iglesia era el máximo poder, aquella que atribuía los deseos sexuales a la supuesta herejía condenándola con la inquisición y en consecuencia, al encierro perpetuo o la pena de muerte, al perverso y desalmado mundo contemporáneo en el que todos nos debemos y sometemos a una despiadada tiranía política y social en la que impera la corrupción. "Bobbio es el mundo", sentencia con sarcasmo el conde vampiro en una charla con el dentista, ambos disgustados por los efectos de la globalización. La oposición entre lo viejo y lo nuevo es continua y ambos salen perdiendo. El vínculo entre el presente y el pasado está en las raíces del poder, que en una época fue eclesiástico y que hoy es, sobre todo, de quien acumula riquezas. Solo las figuras femeninas, en su potencia deflagrante, se atreven a oponerse a tales actitudes autoritarias descaradas. Y siguiendo la regla familiar, Bellocchio, reúne una vez más a sus actores más queridos como si de una cofradía se tratase: Roberto Herlitzka, Toni Bertorelli, Alba Rohrwacher, Federica Fracassi (ambas en Bella Adormentada), así como Bruno Cariello, Filippo Timi, la hija Elena y el hermano del propio Marco Bellocchio, Alberto. Bellocchio sorprende en Sangre de mi sangre por el carácter absolutamente libre, desenfadado y rupturista. Una película compleja, excitante y definitivamente brillante.
El poder, la religión, el alma humana y el deseo se juntan en el estreno de la nueva obra de Marco Bellocchio, Sangre de mi sangre, una obra de arte de esas que hay que ver si o si en el cine. Sangre de mi sangre cuenta dos historias diferentes, pero unidas por un mismo punto de vista. Por un lado, un hombre llega a un antiguo convento del siglo VXII para intentar limpiar el alma de su hermano quien, por haber cometido suicidio no puede ser enterrado en tierra santa, y ahí descubre a la mujer por la cual su hermano desesperó. Al mismo tiempo pero en nuestra actualidad, un misterioso personaje se oculta de la vista del pueblo donde vive, dentro de las paredes del mismo monasterio amparado en lo que parece ser una sociedad secreta que coexiste con la nuestra desde hace siglos. Aunque la película parezca esconderse detrás de la simpleza del conflicto principal, el entramado de imágenes, sonidos y también silencios logran hipnotizar al espectador, al mismo tiempo que lo impulsan a reflexionar sobre las diferentes estructuras de poder en cada época. La iglesia, la burocracia, la prensa… y de fondo, las clases dominantes siempre al acecho. Plagado de simbolismos, el film no explicita nunca un punto de vista tajante, no ahonda en escenas de gran crudeza como otras películas que muestran la inquisición, sino que deja que la poética de las imágenes y las excelentes actuaciones lleven al espectador a armar sus propias conclusiones, reflexionar, pero nunca desde un lado de alto dramatismo, sino desde una observación que se pretende objetiva y que en muchos aspectos, lo logra. Marco Bellocchio dirige esta maravillosa obra de arte, alejándose un poco (como siempre hace) de sus anteriores obras mientras que al mismo tiempo deja entrever la misma fascinación por la naturaleza humana. Dios, el diablo, la iglesia y el pecado todos conviviendo en un mismo relato, pero sin dejar que el controversial tema tome tanto protagonismo como para que el espectador no entre de lleno en la poesía de la imagen y la palabra. Poética, intrigante, controversial, Sangre de mi sangre es uno de los mejores estrenos del año, imperdible, para ver más de una vez, y para ver en cine.
Una lucha de luces y sombras. En su díptico Sangue del mio sangue, el gran director de Vincere y Bella addormentata vuelve, como el gran autor que es, a sus temas de siempre: el peso agobiante, opresivo, de la religión católica; el poder liberador del deseo; la fuerza misteriosa del inconsciente. El extraño, desconcertante díptico que conforma Sangre de mi sangre, el penúltimo film del extraordinario director italiano Marco Bellocchio puede ser interpretado de varias maneras, pero hay un nexo evidente entre las dos historias que conforman su estructura: Bobbio, el pequeño pueblo de origen medieval de la región de Emilia-Romaña, donde el director ha confesado que pasó los momentos más intensos de su infancia y adolescencia. Es Bobbio entonces el disparador de estas dos fantasías en tándem, en las que Bellocchio vuelve –como el gran autor que es– a sus temas de siempre: el peso agobiante, opresivo de la religión católica; el poder liberador del deseo; la fuerza misteriosa del inconsciente. El comienzo del film es de por sí revelador. Siglo XVII: el luminoso jardín del convento de Bobbio, donde unas monjas de clausura recogen risueñas los frutos del huerto, esconde bajo su superficie los lóbregos claustros donde cuelga, cabeza abajo, a modo de tortura, un “fruto” podrido, Benedetta, una novicia acusada de haber llevado al suicidio a un sacerdote, perdido de amor por ella. Ese contraste entre la luz y las sombras será, a partir de entonces, una suerte de leitmotiv estético y temático del film, en sus dos episodios, ambos atravesados por una inquietante atmósfera gótica, en las antípodas del cine naturalista italiano al uso. En Bellocchio, nunca nada es convencional, ni se ajusta a los cánones narrativos tradicionales; de hecho, quizás sea –con la salvedad de Godard, que siempre es una excepción– el último moderno del cine europeo. Este primer relato no se contenta, a la manera prosaica de Giordano Bruno, por caso, con describir el calvario de Benedetta, que atraviesa con una fiereza indómita cuanta prueba de su pacto con el diablo quieren arrancarle sus inquisidores. Por el contrario, ella se vuelve cada vez más elusiva, se agiganta como misterio, mientras el hermano mellizo del muerto, un impulsivo noble que quiere verlo reivindicado y sepultado en tierra santa, no puede sino caer también bajo el influjo casi vampírico de Benedetta. Maestro en el dominio de varios tonos superpuestos, como lo ratificará a su vez en el segundo episodio del film, la gravedad de la historia no le impide a Bellocchio sin embargo juguetear en un par de escenas con dos hermanas beatas, que ni se calzaron los hábitos ni se casaron, pero que ante la intempestiva presencia viril del colérico noble como su ocasional inquilino, no pueden resistir la tentación de “ayudarlo a desvestirse” y deslizarse juntas en su lecho. El deseo, una vez más, se consagra como el primer enemigo de la religión católica, y a la vez como su mejor antídoto. La misma puerta pesada y oscura con que se inicia el primer episodio es la que abre el segundo, que transcurre en tiempo presente. Por allí pretende ingresar un supuesto inspector municipal, que dice tener autoridad para registrar el convento, ahora llamado “prisión”, y que sería vendido por el impotente Estado a un multimillonario ruso, quien le daría uso como fundación artística u hotel de lujo, eufemismos de un lavado de dinero. Con variadas excusas, un guardián, sin embargo, le impide el paso, porque allí habita hace años, subrepticiamente, un conde (Roberto Herlitzka), a su manera una figura tan oscura, enigmática y perenne como Benedetta. Todo en este episodio –el carácter farsesco, casi televisivo de los habitantes del pueblo; la grotesca impostura en la que viven– parece indicar que ahora la religión ha cedido su poder al dios dinero. El convento ya no encierra luchas teológicas sino intereses económicos en pugna. Y el conde, que significativamente prefiere la noche al día, preside desde esa oscuridad una macabra logia que parece abarcar al pueblo todo, un ejército de personas comunes, diurnas, pero conjuradas para vampirizar fondos y pensiones estatales, con estratagemas diversas. Rodeado de actores y técnicos que son su familia metafórica y literal (sus hijos Elena y Pier Giorgio, su hermano Alberto), Bellocchio parece buscar en Sangre de mi sangre sus raíces, pero no en la historia fáctica de ese pueblo al que se siente pertenecer desde su infancia sino en su inconsciente, en los sueños y pesadillas que el paisaje de Bobbio le provocan y a los que él se entrega sin temores ni explicaciones, dispuesto simplemente a que la belleza –y hay mucha en el film– surja sorpresiva, libre, sin pedir permiso.
Publicada en edición impresa.
UNA REFLEXIÓN SOBRE EL PODER Marco Bellocchio es sin dudas uno de los realizadores italianos más personales, potentes, osados y jóvenes, a pesar de sus 76 años. Como el mismo lo declaró con este film vuelve a sus orígenes, a su Bobbio natal, allí donde rodó su deslumbrante “Con los puños en los bolsillos”. Y aqui lo hace con un film extraño, donde realiza una reflexión sobre el poder, con dos historias separadas temporalmente y unidas por un mismo lugar de acción. En la primera en plena época de la inquisición, una monja es acusada de haber seducido a un sacerdote considerado casi santo y llevarlo al suicidio. Para enterrarlo en tierra consagrada quieren que ella confiese un pacto con el demonio. Pero ella es la encarnación misma de la libertad. En la segunda un vampiro viejo pretende vivir a la vieja usanza, dictando sus propias leyes de poder junto a sus pares, como los varones de “El gatopardo” ¿Es el poder el que los convierte en vampiros? Es posible. Es el poder que aplasta cualquier rebeldía, aunque la libertad tome caminos inesperados.
Crítica emitida por radio.
Sangre de mi sangre nos sitúa en un monasterio en el norte de Italia en el siglo XVII. Allí una monja acusada de brujería seduce a un joven confesor quien se niega a ceder a la ardiente tentación. La trama irá desde esa época a la actualidad en un viaje plagado de interrogantes. El veterano Marco Bellocchio es el responsable de esta laberíntica pero atrapante cinta ambientada en dos épocas distintas, en un mismo ámbito. Un filme inquietante, misterioso, por momentos lisérgico, heredero de Umberto Eco, más cercano al cine experimental que al séptimo arte narrativo. Una experiencia fílmica sobre la corrupción, las obsesiones humanas y la religión. Cine de autor puro y duro.
Una película que desafía las ataduras de la lógica No es fácil encontrar hoy en día en la cartelera local películas como Sangre de mi sangre. Que tengan su nivel de osadía y libertad, su temperamento y su voluntad lúdica. La historia arranca en el siglo XVII: una monja es acusada por las autoridades de la Iglesia Católica de seducir y provocar el suicidio de su confesor. Es sometida a todo tipo de torturas para que admita un supuesto pacto con Satanás, pero la joven se niega, tolera con enorme templanza el maltrato y termina conquistando también al gemelo del religioso, en principio también obstinado en conseguir como sea esa declaración que la inculpe y permita que su hermano quede impoluto y tenga un entierro cristiano, como desea su madre. En ese tramo de la película, la primera mitad, Bellocchio pone el foco en la salvaje violencia de la Iglesia en la época de la Inquisición y en una historia de amor prohibido que revela la hipocresía de las familias acomodadas de la época y su relación atravesada por intereses con el poder eclesiástico. Es particularmente potente el trabajo de Lidiya Liberman, que recuerda claramente a la icónica Juana de Arco que interpretó María Falconetti (actriz francesa que terminó suicidándose en la Argentina en 1946) en el famoso film del maestro danés Carl T. Dreyer dedicado a la sacrificada heroína condenada a la hoguera. De repente, sin nada que lo prenuncie, la película salta desprejuiciadamente a la actualidad. En este tramo, un millonario ruso pretende comprar el convento-prisión donde quedó confinada la monja acusada en el primer tramo de la historia, pero hay un problema importante: allí vive hace añares un viejo vampiro que se resiste a ser desalojado. El ruso es asesorado por un funcionario italiano que es encarnado por el mismo actor que personifica al hombre de armas enamorado de la monja en la primera parte, Pier Giorgio Bellocchio, hijo y habitual colaborador del experimentado director. Y pululan alrededor del anciano conde un puñado de personajes grotescos de perfil muy parecido al de los que protagonizan las películas de Paolo Sorrentino (La grande bellezza) y que van componiendo una farsa que deviene en evidente alegoría de la Italia de los últimos años, sacudida por la corrupción, la ineficacia y la enorme negligencia de su clase política. No hay una conexión del todo directa entre las dos historias, aunque en ambas los personajes se mueven en un universo de violencia concreta y simbólica que el veterano director nacido en Bobbio, la pequeña ciudad de Piacenza en la que estan ambientadas, describe con crudeza y mordacidad. Es posible que esa estructura fragmentaria tenga que ver con el proceso de producción de la película, armada en parte con secuencias filmadas por los estudiantes del laboratorio de cine que Bellocchio dirige en su ciudad natal. Como sea, lo importante no es ese dato, sino la decisión firme de Bellocchio de esquivar los mandatos de una narración tradicional para sumergirse en la prueba y la experimentación. Como excelente corolario, el director regala una escena final extraordinaria, de inusual lirismo, musicalizada apropiadamente con "Nothing Else Matters", un tema de Metallica interpretado por el coro femenino belga Scala & Kolacny Brothers. A esas alturas ya dejan de importar por completo las ataduras de la lógica. "Más que la verdad en sí, me interesa contarla de una forma nueva", declaró Bellocchio cuando la película se estrenó en Europa. Y no hay más alternativa que creerle y celebrarlo.
Para seguir pensando Misteriosa y enigmática, esta película italiana invita a reflexionar sobre sus múltiples lecturas. En tiempos en que la mayoría de los estrenos comerciales consiste en productos predigeridos, donde el mínimo atisbo de ambigüedad es destruido (no vaya a ser que algún potencial espectador/consumidor se quede “afuera” de la película), Sangre de mi sangre es una rara excepción. Misteriosa, enigmática, con pliegues que pueden dar lugar a múltiples lecturas, deja espacio a que el espectador complete en su cabeza -o en la charla de café o nunca- lo que acaba de ver, como sólo consiguen hacerlo autores como Marco Bellocchio. El director de El diablo en el cuerpo, Vincere y Bella addormentata, que a lo largo de seis décadas de carrera se constituyó en uno de los nombres esenciales del cine italiano, presenta esta vez dos historias situadas en el mismo lugar físico -un convento de Bobbio, el pueblo natal del director, donde transcurre gran parte de su filmografía- pero diferente temporalidad: cuatrocientos años separan a una de otra. La primera, ambientada en el siglo XVII, muestra el juicio al que la Iglesia católica somete a Benedetta, una joven acusada de haber hecho un pacto con el demonio: la pasión que despertó en un sacerdote llevó a que él se suicidara. Si ella confiesa su alianza con el diablo, el cuerpo del muerto accederá a ser enterrado como corresponde a un buen cristiano. Filmada de modo naturalista, como un clásico drama de época, ésta es la historia más aparentemente transparente, con una postura anticlerical por encima de otros temas, como el del doble -un hermano del fallecido lucha contra el atractivo de Benedetta- o el poder de la femineidad en pugna con el autoritarismo masculino. La segunda parte transcurre en la actualidad: el convento, con algunos sectores abandonados, ahora está ocupado por el Conde, un viejo vampiro en retirada. El y otros ciudadanos distinguidos de Bobbio ven amenazada su preeminencia ante la llegada de un inspector oficial y un magnate ruso; los ciudadanos de a pie también temen por el fin de los chanchullos con los que se las apañan para vivir sin trabajar. Otra vez, una presencia femenina funcionará como símbolo de libertad; una crítica a la corrupción, la decadencia de los viejos factores de poder, el deseo como fuerza indestructible, parecen ser algunas de las lecturas posibles de esta fábula. En ambos cuentos, Bellocchio se permite romper las convenciones con elementos fantásticos, diálogos de significados múltiples e incluso música extemporánea (una versión coral de Nothing Else Matters, de Metallica). Ingredientes que hacen que, una vez encendidas las luces de la sala, la película siga repiqueteando en la cabeza del público.
Desparejo, pero con los destellos de un gran director A medio siglo de su debut como director con la que sigue siendo considerada su mejor película, el drama "I pugni in tasca", el director Marco Bellocchio cuenta dos historias extrañas, bastante góticas, que atraviesan las épocas desde el siglo XVII hasta el presente centrándose en una misma locación, un convento donde suceden cosas bastante truculentas. Empezando por la historia que da su mayor cuerpo al film, la de un insistente juicio por brujería que toma como víctima a la bella Lidiya Liberman para que confiese su pacto con las fuerzas oscuras. No porque ni los mismos religiosos estén convencidos de que ese pacto existiera, sino dada la necesidad de poder enterrar en tierra consagrada al difunto amante de la acusada, algo que impide su suicidio. La única manera de enterrar dignamente al muerto en la catedral del pueblo es lograr evidencia de que no se suicidó por voluntad propia, sino por un embrujo, de ahí la necesidad de que la mujer haga su confesión. Lo mejor El único problema que tiene esta estrategia es la terquedad de la acusada, por lo que los intentos por hacerla confesar se van volviendo cada vez más terribles. Esta parte de la pelicula es la más interesante y lograda, con buenas actuaciones y algunas imágenes fascinantes. Lamentablemente el relato contemporáneo que recoge algunos elementos del anterior para enfrentar a dos personajes muy opuestos, como un vampiro y un investigador de impuestos, no tiene la misma fuerza, especialmente debido a que el director utiliza un tono grotesco no muy atractivo. Desparejo y todo, el film igual muestra cada tanto el toque de un gran director.
SOBRE LA OPRESIÓN DEL PODER Siglo XVII y siglo XXI aunados en la anteúltima película de Bellocchio, el (¿único?) sobreviviente en actividad de aquel cine italiano que empezaría entre los escombros de la Segunda Guerra y comenzaría a clausurarse con el asesinato de Pasolini, cuarenta años después. El gran director de su aun vigente opera prima I pugni in tasca (1965), con subas y bajas estéticas, películas fundamentales y accesorias o irrelevantes, volvería al mundillo de los festivales con Vincere (2009), acompañado de una repercusión comercial poco recurrente para su obra. En los últimos años Bellocchio no para de filmar: luego de aquella historia de amor (loco) con trasfondo político, vendrían Sorelle mai (2011), un film experimental y familiar, y Bella addormentata (2013), sí estrenada por acá, en donde el director volvía a colocar su bisturí crítico en uno de sus temas preferidos desde su opera prima: el acoso del Poder, sea institucional, religioso, científico. Por esos pantanosos territorios se despliegan las dos historias de Sangre de mi sangre, la primera ubicada en un convento donde se narra una posesión diabólica y se pretende averiguar los motivos que llevaron a un cura al suicidio, en tanto, aquella que transcurre en la actualidad, recae en un viejo Barón, aristocrático a la manera de un personaje de película de Visconti, con supuestas costumbres relacionadas al vampirismo. Hay ítems temáticos y formales que conducen a una permanente relación entre ambas historias, en donde el nexo principal es la residencia religiosa en el siglo XVII que reaparece como la guarida del personaje principal en estos días. El tono entre ambas, en cambio, es diferente. Mientras en la primera se eligen unos fuertes contrastes de luz mortecina, acorde al lúgubre ambiente religioso, expresada a través de textos inquisitoriales y una cámara que recorre más de una vez los cuerpos de las supuestas brujas, en la segunda, en cambio, el tono es satírico, casi burlón pero nunca irrespetuoso ni paródico en relación al viejo Conde que debe detener la venta de su eterna casa. En ese sentido, Bellocchio vuelve a articular su contundente opinión sobre el autoritarismo de la iglesia y sus representantes sin ninguna contemplación, donde la monja poseída, descifrada por ese Poder como alguien ajeno a lo normal (tal como ocurría, desde el psicoanálisis, con la inquieta protagonista de El diablo en el cuerpo, el film polémico de Bellocchio, pornografía política –fellatio más Brigadas Rojas- de fines de los 80) debería ser separada de un mundo posesivo desde la fe. Pero la zona oscura del director se aliviana en el otro segmento, aun cuando se trate de un episodio con viejos decrépitos dirigidos por un Conde a punto de ser desalojado de su casa. Allí resplandece con luz propia la gran escena en donde el personaje principal visita a su odontólogo por molestias en una muela. En ese momento de Sangre de mi sangre, el humor se apropia de la oscuridad, el personaje principal protesta pero intenta comprender los rasgos de la modernidad y, por si fuera poco, mira con atención el bello rostro de una mujer que tal vez le recuerde a un hecho del pasado o a una idea sobre un futuro urgente. Futuro que en el veterano Bellocchio no parece detenerse. Luego de Sangre de mi sangre –una de los estrenos interesantes y diferentes de este año- el cineasta presentó Fai Bei Sogni en el último Cannes. Como el Conde que interpreta Roberto Herlitzka, a Bellocchio es muy difícil que lo desalojen del cine de este siglo. SANGRE DE MI SANGRE Sangue del mio sangue. Italia/Francia/Suiza, 2014. Dirección y guión: Marco Bellocchio. Intérpretes: Roberto Herlitzka, Pier Giorgio Bellocchio, Alba Rohrwacher, Lidiya Liberman. Fotografía: Daniele Ciprì. Música: Carlo Crivelli. Edición: Francesca Calvelli y Claudio Misantoni. Diseño de producción: Andrea Castorina. Duración: 108 minutos.
Marco Bellocchio presentó esta película en el Festival de Venecia el año pasado. Todos esperábamos la nueva propuesta ya que con su trayectoria, sabíamos que su reconstrucción de espacios, su apego a la nostalgia y sus tramas entrecerradas, prometía mucho. El punto de partida es el set principal: una cárcel abandonada y, como buen italiano que no puede separar su tradición del espacio, incluye elementos religiosos y nada mejor que una monja atrapada en ese espacio que arma el epílogo. Como si eso fuera poco, la película está estructurada en dos episodios en donde la sangre es lo que une a los personajes: uno por ser el hermano mellizo y otra por ser la fuente de vida. Marco es un director de cine de autor, con sus talleres de cine y sus espacios experimentales. No busca una narrativa tan lógica como visceral y su obra es personal, por ende se encuentra relatando de su propia vida, en fotogramas. Él mismo perdió a su hermano mellizo en los 80s y no es casual que la historia que vuelve al inicio de su vida, refleje así como otra cinta previamente lo hizo. Sus hijos también participan en el film y su otro hermano de la misma forma. Esta es la historia de un detective que se encuentra en una cárcel intentando comprender la razón de la muerte de su hermano mellizo, y la piedra angular de esto es una monja. La cárcel, así, funciona como punto de partida y conexión entre pasado y presente. Probablemente uno de los mejores aspectos sea la fotografía: un uso de contraluces que es realmente precioso. Si bien el rol del director en este tipo de films es inevitable que tenga el peso determinante sobre la interpretación, el vampiro de Aldo Moro es realmente impresionante. Esa aura de que está esperando su fin y ya no puede luchar contra el destino, es hipnótica. Probablemente mi episodio favorito de todo el film. También es destacable el trabajo de Lidiya Liberman, que representa a esta monja plagada de sensualidad, que puede provocar muertes inclusive, y siempre sin perder ese aspecto inocente y torturado, es precioso. La banda sonora que hasta tiene un homenaje a Metallica es el broche de oro. El terror así, se tacha de crítica, de melodrama, de ironía. Lo mejor del film, sin embargo, es que “el todo que es mucho más que la suma de las partes”: es el ambiente en donde la lógica no importa, donde la impronta mágica presenta la conexión entre la Historia y la fantasía y hay un dejo onírico que no puede dejar de encantar. Si bien el ritmo y los tiempos no son a los que estamos acostumbrados a ver en pantallas comerciales, vale la pena respirar hondo y entrar a estas cárceles. El cine se inventó para estos paisajes, para dejar fluir a la imaginación, para papeles así de complejos. Es un hermoso regalo.
Ambas historias en distintas épocas marcan algunos temas similares. Te hace reflexionar, habla de la hipocresía, de la familia, de lo social, del poder, y contiene un toque político. El director de cine y guionista italiano Marco Bellocchio (76) pone la cámara a la perfección exaltando actitudes, para que el espectador goce de su narración, con una estupenda fotografía y banda sonora.
La trayectoria de Marco Bellocchio es bastante singular si la comparamos con la de otros colegas y compatriotas que comenzaron a trabajar en el ámbito cinematográfico de mediados del siglo pasado, más precisamente dentro de lo que fue la segunda generación del neorrealismo italiano. El señor desde entrada fijó un estándar cualitativo muy alto con su ópera prima, la extraordinaria Las manos en los bolsillos (I Pugni in Tasca, 1965), circunstancia que lo terminó marcando a posteriori porque casi nada de lo que hizo en las tres décadas siguientes llegó a igualar ese comienzo de carrera. El panorama finalmente cambió con el estreno de La hora de la religión (L’ora di Religione, 2002), una anomalía tragicómica, y el díptico de reinterpretación histórica compuesto por Buenos días, noche (Buongiorno, Notte, 2003) y Vincere (2009), sobre la primera esposa de Benito Mussolini.
La penúltima película del mejor director italiano en actividad es una ostensible prueba de su genio y libertad La religión es absurda, no menos que el mundo secularizado con su reducción a pleitos de mafias y negocios; he aquí la clarividencia de Marco Bellocchio, afirmación ubicua en cada plano de este film y de sus precedentes. ¿Bellocchio nihilista? De ningún modo; el deseo se impone a la institución. En la secuencia más hermosa de Sangre de mi sangre, una mujer vence estoicamente la demencia y el escarmiento clerical paseándose desnuda como una pagana deidad erotizada después de un encierro microscópico. Esa escena es el ADN del film, acaso de todo el cine del director. Sangre de mi sangre empieza en el siglo XVII y abruptamente continúa en nuestro siglo. El lugar es el mismo: Bobbio, pueblo natal del director. En tiempos de la Inquisición, el drama y la disimulada parodia se circunscriben a un convento. Una mujer es acusada de brujería y resulta potencial culpable del suicidio de un religioso. El hermano mellizo del desgraciado llega al claustro para resguardar su reputación y darle así una sepultura digna de un sacerdote; Benedetta deberá confesar su alianza con el demonio, de lo contrario la reprensión para quien se quita la vida es impía e imperdonable. Los tres episodios para arrancarle la confesión a la acusada son eficaces para corroborar el delirio religioso. En efecto, Bellocchio no se priva de ridiculizar los métodos de purificación, y puede hacerlo porque entiende todos los mecanismos de la creencia. Eso explica la elegancia y elocuencia de esos pasajes. En la mitad del film, como se ha dicho, el escenario se mantendrá, pero la época será la nuestra. El convento, aparentemente, también fue una cárcel, y en la actualidad es apenas un emplazamiento en ruinas en el que se oculta un conde. Basta es su nombre, su exmujer lo busca desde hace 8 años y quizás se trate de un vampiro. ¿Bellocchio delirante? De ningún modo; su lucidez le permite enunciar que su sociedad está anclada en el delirio, como se insiste lúdicamente en una escena genial en la que un loco de la región toma la palabra. En este segmento la tragicomedia pasa por saber si un funcionario del gobierno y un millonario ruso podrán adquirir el vetusto edificio del conde Basta. Pocos cineastas son tan libres como Bellocchio: la indeterminación del relato y sus piruetas temporales no son prácticamente nada frente a los magníficos cambios de tono que el film va transitando; las peripecias las comandan los usos de la música que trabaja sobre los planos como si se tratara de un organismo rítmico dispuesto a albergar paradojas inesperadas. Portentosa poética la de Bellocchio, que encuentra en la musicalidad el ordenamiento anímico del relato. En este cosmorama de Italia, Bellocchio insiste en lo mismo que decía en La hora de la religión y en El director de bodas, dos películas hermanadas con esta: solamente contamos con el deseo, con ese envión libidinal que ni siquiera la teología cristiana puede conjurar. El erotismo salva, es la fe descubierta en la materia.
La anteúltima película del veterano realizador italiano Marco Bellocchio se cuenta entre lo mejor de su larga filmografía que arrancó allá por 1965 con la también extraordinaria I PUGNI IN TASCA. Es una película narrativamente dividida en dos partes. La primera transcurre en un convento de la Emilia-Romagna en el siglo XVII y se centra en una monja que debe aceptar haber sido poseída por el Diablo tras el suicidio de un cura con el que tenía un romance. Para probarlo la someten a una serie de extrañas y tremendas pruebas, ninguna de las cuales parece dar resultado. Y ella se niega a “confesar” pese a que con ello permitiría un digno entierro del cura. Tras resolverse (a medias) esa situación, la película bruscamente salta al tiempo presente, en el mismo lugar y convento, hoy venido a menos. Un supuesto millonario ruso quiere comprarlo para hacer un emprendimiento pero allí vive un conde que nunca sale de ahí y de quien se rumorea que tiene “hábitos vampíricos”. El hombre no quiere saber nada con dejar el muy arruinado lugar, horrorizado además con los hábitos y costumbres que se fueron generando en la ciudad que lo circunda, que no es otra que Bobbio, la cuna del realizador. Reliquia del pasado, como el propio edificio, se niega a “globalizarse”. Más allá de que las conexiones entre ambas partes sean más temáticas que narrativas (la primera es superior, dramáticamente más intensa y dolorosa), es evidente que Bellocchio ofrece aquí una suerte de crítica a los modos en los que funciona la sociedad en su país, sea por culpa de las prácticas aberrantes de la Iglesia Católica de entonces o del capitalismo rampante actual. Trágica por momento, cómica por otros, siempre ácida y visualmente sugestiva en cada plano, SANGRE DE MI SANGRE es una de las obras cumbres de un realizador que ya tiene varias en su haber.
Menos mal que se estrena esta película de Bellocchio, uno de los pocos realizadores que sabe combinar en una misma forma el gran espectáculo y las grandes ideas. Aquí hay dos historias que se corresponden como en espejo: la del juicio a una joven acusada de bruja tras el suicidio de un monje y la de una suerte de combate entre un hombre y el dueño del pueblo -Bobbio, el mismo de I pugni in tasca- donde transcurre la historia, una especie de vampiro. Las dos historias juegan en torno de la acumulación y el ejercicio del poder, sea el de la Iglesia o sea el del dinero. En ambos casos, son mujeres las que colocan en crisis la autoridad, lo que las transforma en agentes de renovación en mundos conservadores que pretenden vivir en el pasado. Bellocchio utiliza el gran espectáculo, el registro a veces teatral, la imagen seductora para introducirnos en este mundo que es también una fantasía (para el autor de Vincere, la fantasía es la manera más clara de comunicar la verdad detrás de las apariencias), el humor sardónico -la secuencia entre el magnate/vampiro y el dentista es de una precisión notable y una ironía absoluta. Directa a la selección de mejores estrenos de un año donde se relega al ostracismo de la salita perdida a los films que no optan por la saciedad inmediata, que el veterano Bellocchio siga filmando y pensando el mundo es toda una alegría, como la que va a obtener el que se acerque a esta maravilla.
Marco Bellochio’s social critique shines again in Sangue del mio sangue POINTS: 8 The singularly picturesque Italian town of Bobbio is several things at once: it’s Marco Bellochio’s hometown, it’s the scenario where he shot his striking opera prima Il pugni in tasca (Fists in the Pocket) back in 1965, and it’s also where he shot some other highlights of his career. And now it’s the place where the two stories of Sangue del mio sangue (Blood of my Blood) occur. More to the point, it’s Santa Chiara, Bobbio’s old convent prison, where the drama transpires. Now, the big surprise is that the film consists of two different tales taking place in different times and not interconnected — at least not in an apparent or conventional way. First, there’s a 17th century horrorific witch trial, which is in fact a free recreation of the early 17th real life affair that happened in the town of Monza, where a nun named Sister Virginia María had a heated romance with an aristocrat and then gave birth to two children fathered by him. She then took part along with other nuns in the murder of another nun to cover up the affair. In the end, she was put on trial, found guilty and as a punishment was walled in for 13 years in the Home of Santa Valeria. In Sangue del mio sangue, the priests of Santa Chiara discover that a young nun (Lidiya Liberman) has had an affair with a priest and then forced him to kill himself. But not without the help from the devil since, according to the priests, she’s a witch. Federico Mai (Pier Giorgio Bellochio), the dead priest’s twin brother, wants Benedetta to confess she’s a witch with a pact with the devil. This way, his brother can be buried in holy ground. Otherwise, he will be buried in the donkey cemetery for he committed suicide out of his free will. What ensues is a painful torture executed by the priests in order to get the nun to confess. Think of a medieval trial and you’ll get the picture. Even Federico plays a role in the compulsory martyrdom. Expect long standing suffering. A state of ecstasy is at the heart of this first story, as you can see it not only eventually in the nun, but also as an overall feeling that permeates the whole scenario — there’s one particular priest who seems to be on the verge of spiritual and mental collapse. As the story unfolds, a piercing drama with some very harrowing scenes is accomplished with clockwork precision. Typical of Bellochio, the narrative is muscular and absorbing. Of course you’ll be reminded of Joan of Arc — be it Ingrid Bergman in Victor Fleming’s version, Florence Delay’s in Bresson’s riveting feature, or María Falconetti in Dreyer’s masterpiece. You could say that this time, Bellochio’s well known social critique to the oppression and cruelty of the Catholic Church reaches a new level — and not without reason. If martyrdom gives way to ecstasy, then it will turn into vigorous and unforeseen rebirth of the spirit and the flesh too — perhaps as both payback and revenge. Then, there’s the altogether different second tale. Which deals no less than with the encounter of a 21st century vampire, Count Basta (Roberto Herlitzka) and Federico Mai (Pier Giorgio Bellochio again), a tax inspector who brings a Russian billionaire who wants to buy the convent where the Count has secreted himself for the last eight years. The town of Bobbio has changed in every sense, meaning it’s been modernized, and the convent has also changed since it’s now in ruins. While Count Basta has dropped out of society long ago, but he still likes to go for a walk at night around town. And he meets with other vampire friends at the dentist’s room. Now the genre is farcical comedy that reflects upon the fate of vampires in a world filled with social networks and media influence everywhere. It seems that the focus is on the corruption and decadence of our postmodern society, as voiced by the melancholic Count who’s tired of living. It seems he could very well do without any more time. Vampire or not, you can only take so much progress. Once again, Bellochio’s social critique comes across, albeit in an oblique manner. Regarding aesthetics, the whole film can’t get any better. Flawless cinematography with a great use of depth of field in both exteriors and interiors, always lit to show the tiniest of details, alongside a palette that establishes the rights moods for the stories and their vicissitudes. Let alone the impressive production design that creates worlds of their own, sometimes with a heavily pictorial style. Last but not least, the heavenly musical score is much welcoming and it’s of great help to achieve an everlasting film of haunting beauty. Production notes Sangue del mio sangue / Blood of my Blood (2015). Written and directed by Marco Bellocchio. With Roberto Herlitzka, Lidya Lieberman, Alba Rohrwacher, Pier Giorgio Bellochio, Fausto Russo Alesi, Federica Fracassi, Alberto Cracco, Bruno Cariello, Toni Bertorelli, Filippo Timi, Elena Bellocchio. Cinematography: Daniele Cipri. Production design: Andrea Castorina. Music: Carlo Crivelli. Costumes: Daria Calvelli. Editing: Francesca Calvelli, Claudio Misantoni. Production companies: Kavac Film, IBC Movie, Rai Cinema in association with Barbary Films, Amka Films, RSI Switzerland. Running time: 107 minutes.
Un viaje al deseo y la culpa "Sangre de mi Sangre" (Italia, 2015) es un viaje hacia una dimensión temporal indefinida en la que Marco Bellocchio nos transporta a una exepriencia cinematográfica única en la que, cuanto más vamos conociendo sobre ella, menos sabemos. En el comienzo la llegada a un convento de clausura de un extraño, con la misión de vengar la muerte de su hermano, es tan sólo el puntapié para que las pasiones y los deseos contenidos tras las paredes del lugar se disparen. En esa busqueda de plasmar cómo la otredad genera un espiral de sexo y placeres, hay también la intención de Bellocchio por bucear en las miserias humanas para configurar un panorama sobre la culpabilidad en todo su sentido que no termina por cerrarse en la mera explicación en imágenes. La figura del poder encarnado en la religión y sus estamentos se replica cuando Bellocchio decide trasladarse al presente, en donde ese mismo hombre que ingresó al convento ahora es un estafador nato que intentará convencer a un misterioso Conde de vender la propiedad en donde aquella mujer que sedujo a su hermano y lo llevó a la muerte estaba. Así, entre las dos instancia, el arco que configura el director, con imágenes y frases potentes, se resisten a que sean vistas por un espectador pasivo, sino lo contrario. "Sangre de mi Sangre" es un viaje existencial acompañado por una BSO única que emula la composición lírica del siglo XVIII con versos de Metallica para coronar el triunfo del deseo y la carne sobre la culpa y la prohibición.
El nombre de la rosa El director Marco Bellocchio a sus 75 años, (ahora 76), vuelve a elegir su pueblo natal, la ciudad de Bobbio, en el norte de Italia, para contarnos una historia establecida desde dos fábulas circunscriptas a un mismo espacio físico, una Abadía, pero distanciadas desde la temporalidad de los hechos, tanto como desde el estilo narrativo, no de sus causas, raíces y consecuencias. Si la primera es presentada y atrapa desde el género dramático, el segundo subyuga por su mordacidad a través de un humor tan sutil como negro, por lo que genera el interrogante de si en realidad no estamos en presencia de una gran sátira sobre el género humano. De hecho las acciones transcurren en el mismo lugar en el que el escritor, recientemente fallecido, Umberto Ecco, eligió para su novela “El Nombre de la Rosa” (1980) El galardonado director puede permitirse deliberar desde la excentricidad, sus ya famosas obsesiones, que van desde lo netamente político, “Buenos días, noche” (2003), o religiosas, sociales, familiares, “En el nombre del padre” (1972), entre muchas de sus producciones, sin abandonar las fórmulas atípicas para afrontar sus propias ideas y pensamientos. Para ello puede recurrir de manera aleatoria a lo meramente visual, o a la utilización de los mismos actores para encarar distintos personajes, o a la elección de canciones emblemáticas como “Nada mas importa” del grupo Metallica, mientras que narrativamente esta plagada de simbolismo que se entremezclan en ese pasado o ya en la actualidad, desde la nefasta inquisición al desalmado neoliberalismo capitalista. La primera se establece en el siglo XVII, el hermano de un cura que se acaba de suicidar, llega para hacer justicia por mano propia, ya que una monja es acusada de brujería, de haber puesto bajo su influencia diabólica al cura., pero queda deslumbrado por la belleza de la religiosa. El conflicto que se le presenta es que el suicidio impediría que a su venerado hermano se le dé cristiana sepultura, por lo que la joven es torturada bajo el régimen inquisidor para que confiese. Esto mismo es utilizado para instaurar la subyugación y el atropello de la clase dominante, atravesado todo por una increíble hipocresía, estableciendo diferencias sociales, religiosas y sexuales, En la mitad del metraje realiza un salto temporal de 400 años, ahora es un inspector fiscal quien llega a la abandonada y derruida abadía para concretar un negocio inmobiliario, pero el edificio está ocupado por un “conde” que, según el mito local, se alimenta de sangre humana. Dos pequeñas historias que se unen no sólo a partir de la misma estructura narrativa, aunque propia de cada una, con desarrollo lineal, estableciendo nexos desde lo discursivo, además de los temas que plantea, pero que se diferencian desde las otras variables conceptuales cinematográficas, si uno, el primero, redunda desde la dirección de fotografía en tonos pasteles, apagados, ascéticos, en el segundo, a pesar de la nocturnidad en el que transcurren las acciones de los personajes, la mayor parte del tiempo hace hincapié en tonos brillantes, coloridos, para luego hacer otra distinción desde el vestuario y la dirección de arte. Siendo necesario establecer dos escenas a las que se les debe prestar mucha atención, la primera es la concurrencia del Conde vampiro al consultorio de su dentista, amigos de toda la vida, en el que se produce un despliegue de los mejores diálogos del filme abarcando todos los temas posibles. Lo inexorable del paso del tiempo, de los cambios formales que se producen, pero que en esencia todo sigue igual, de la desesperanza y la impaciencia de la juventud actual, hasta llegar a un final desconcertante, enigmático si se quiere, ambiguo tal vez, que abre un portal hacia un futro inmediato posible, sobre todo desde los personajes. Un filme de concepción aparentemente raro, pero que promueve el deleitarse al termino de la proyección por los interrogantes que le deja planteados al espectador. No es inocuo.
BELLOCCHIO, EL VAMPIRO Los grandes directores de la época dorada del cine italiano podían ser nostálgicos, melancólicos e incluso caer en una tristeza crepuscular o en el humor más insidioso, pero nunca se permitían la oscuridad absoluta. Sus películas eran retratos luminosos, y esa luz tenía que ver con la vivacidad de una comunidad. Pero algo ha pasado en aquel país durante las últimas décadas para que los dos autores más importantes y vigentes actualmente, Nanni Moretti y Marco Bellocchio, sean representantes de un cine que irreductiblemente camina hacia la pesadumbre, hacia el retrato descorazonado de una sociedad que ha perdido determinados valores y se consume en el caldo del materialismo. De Moretti vimos la terminal Mia madre el año pasado y ahora nos llega la oscura y tenebrosa Sangre de mi sangre, firmada por el impar Bellocchio. Lo primero que salta a la vista en el nuevo film del director de Vincere es su audacia, aún siendo ya un octogenario que no necesitaría ser provocador o innovador. Bellocchio filma lo que quiere y como le parece, sin ataduras a una estructura convencional o a lo que determinaría el ineludible paso del tiempo: relato partido en dos, Sangre de mi sangre cuenta por un lado una historia ocurrida en el Siglo XVII en un convento (homenaje a Dreyer incluido), donde una joven acusada de brujería y de motivar el suicidio de un religioso con el que mantenía un romance, atraviesa una serie de castigos divinos con el objetivo de sacarle una confesión o demostrar su pacto con el demonio. En la segunda parte, la película salta a nuestro tiempo y sigue a un magnate ruso que quiere comprar aquel convento, ahora convertido en la ruinosa mansión de un viejo conde sospechado de ser un vampiro. Más que por intérpretes que juegan dos roles y por espacios que se repiten, no hay relaciones mayores entre las dos historias, y ni siquiera Bellocchio apura un registro unificador: si la primera parte juega con cierto horror gótico disuelto en un drama romántico, en la segunda puesta por la comedia entre absurda y grotesca, máxima concesión del director para con la herencia del cine italiano. Claro está que si hay algo que de alguna manera justifica la presencia de dos historias en apariencia disímiles, es el tema del poder y la arbitrariedad de su impartición. Ya sea el ridículo procedimiento cristiano del comienzo o la evidencia de una sociedad fragmentaria después, en Bellocchio hay una mirada sobre cómo este proceder pragmático se lleva puesto consigo el placer y la sexualidad. Por eso el triunfo final es una bella joven desnuda elevándose, por eso un viejo vampiro -sinónimo de la sensualidad y lo sexual- es el mejor observador de la decadencia del presente. Hay un diálogo entre este personaje y un par suyo que trabaja de odontólogo que es antológico, pero mucho más lo es la forma en que Bellocchio pone en escena de manera totalmente natural algo que es definitivamente absurdo. Seguramente que la primera historia, por sutileza, por el trabajo con la luz y por la tensión que genera, sea mucho más interesante que lo que ocurre después, jugado un poco por el lado de la farsa pero también de modo más fragmentario. También, hay que decir, es mucho más clara en función de objetivos y resultados dramáticos y argumentativos. En todo caso, son digresiones de un autor octogenario que está más preocupado por encontrar nuevas formas de contar, que por decir lo que tiene para decir. Como el vampiro de su película, uno lo imagina a Bellocchio entre las sombras mirando a su alrededor y horrorizándose con lo que ve. Pero, demiurgo como es, tiene también la capacidad de imaginar la potencial venganza de las víctimas de la represión. Porque el deseo, al fin de cuentas, es imposible de controlar y reglar institucionalmente. La humanidad que se filtra entre un sistema que es puramente técnico, como el cine.
El cine no inventó el recurso de que el cuerpo de las mujeres –sobre todo cuando es joven o está desnudo– represente algo. Chicas de carnes abundantes, vírgenes que ofrecen el pecho a un bebé, majas desnudas y lánguidamente tendidas como esperando una mirada, simbolizando el deseo masculino o el deseo a secas. O mejor dicho, el deseo y el punto de vista masculinos disfrazados siempre como deseo y mirada, puros, sin adjetivos. La nueva película de Marco Bellocchio, el director italiano que está en la cumbre de su carrera después de cincuenta años de hacer películas gracias a obras como Vincere (2009) o Bella Addormentata (2012) donde las mujeres tienen un lugar central, tematiza el deseo en Sangue del mio sangue desde una historia que ocupa la primera parte de la película y es un tópico del cine y la literatura filmado divinamente: en el siglo XVII, un soldado (Pier Giorgio Bellocchio) llega a un convento en el pueblito de Bobbio para averiguar sobre la muerte de su hermano, un sacerdote que aparentemente se suicidó después de ser seducido por una monja llamada Benedetta (Lidiya Liberman). La primera parte de la película es un cuento de calentura entre un hombre y una mujer acusada de brujería. Mientras las autoridades del convento tratan de averiguar si el amorío de ella con el monje suicida fue simple debilidad humana o producto de un pacto con el demonio, el suspenso gira en torno a la posibilidad de que Federico, el hermano del difunto, caiga en la misma tentación. Los ritos brutales de los que también fue víctima Juana de Arco en la película de Carl Dreyer (1928) se suceden uno a uno: el corte del pelo, la amenaza del fuego, o en este caso también la prueba de arrojar a la mujer al agua con pesadas cadenas para ver si su amante, el Diablo, decide salvarla. Benedetta soporta impasible todos los tormentos, el personaje es casi mudo y además de que parecería seducir solo para zafar de una muerte segura, está ahí para dar ocasión al conflicto del protagonista entre su moral y su deseo. Bellocchio filma toda la situación del modo más bello, aunque sin originalidad, y la sostiene en lo no dicho, en la intensidad de las miradas. Pero esa es solo la mitad de Sangue del mio sangue: de repente y con un cambio de tono algo abrupto se da paso al presente, a un Bobbio algo degradado y con un toque fantástico habitado por locos o tarados, vivos que se hacen pasar por muertos, ciegos que en realidad ven. En este escenario, un millonario ruso y chanta trata de comprar el convento, ahora convertido en cárcel, donde tuvieron lugar los sucesos de la primera parte. Pero el lugar está habitado por un viejo vampiro sin sexo, un personaje maravilloso que también pone en escena el deseo, como el soldado del siglo XVII, pero con la nota melancólica de una vejez en la que comer sangre ya no le produce ningún efecto. Sin embargo persigue, con la mirada vidriosa, a una chica hermosa y joven (Elena Bellocchio), casi hasta el momento en que ella va a coger con otro. Casi como si el conflicto no pasara tanto por la moral versus la carne sino por esa brecha, imposible de salvar según parece decir Bellocchio, entre los cuerpos y la fantasía que generan. Quizás por eso las mujeres de Sangue del mio sangue son puramente carnales y siempre están en fuga, o permanecen inalcanzables. Bellocchio pone en escena esa distancia de maneras obvias, valiéndose de paredes y corredores que solo la mirada puede atravesar, pero nunca las manos. Esto no es lo único que hay en la película, pero es lo más interesante: hay ambigüedad en lo que Bellocchio tiene para decir sobre el misterio y el cine, algo que se condensa en una imagen final cuya potencia parecería residir en sustraer el cuerpo, pero termina haciendo el movimiento contrario al presentar, es cierto que con un lugar común enorme, la simpleza abrumadora de la carne en plena luz del día.
Los gozos y las sombras. Hay algo en esta película del maestro Marco Bellocchio (Piacenza, Italia, 1939) que circula, serpenteante y misterioso, atravesando épocas, insuflando temor y deseo, desestabilizando, despertando curiosidad, rozando los cuerpos, impulsando a cometer acciones inesperadas. ¿Es el mal, al que algunos dan el nombre de Satán? ¿Es la gracia o alguna forma de divinidad? ¿Es el deseo, que incita a tocarse, a besarse, a mirarse? ¿Es la necesidad de amar u odiar, o de ambas cosas a la vez? ¿Es la vida, que se manifiesta en distintas formas enfrentándose a la tozudez del ser humano por provocar a la muerte? ¿O tal vez la belleza, que busca y se asoma por donde puede? Ese halo recorre Sangre de mi sangre, historia desdoblada en dos tiempos (la de una mujer acusada de haber provocado el suicidio de un religioso, en tiempos de la Inquisición, y la de un anciano enclaustrado que posiblemente provenga de épocas remotas, sutilmente perseguido en la actualidad), que bien podrían verse como visiones de momentos diferentes en la vida de Italia. Bellocchio lleva adelante este encadenamiento de incidentes sumando a su paso piezas a veces insospechadas: el desenvaine de un cuchillo, la amenaza de un milagro, alguna situación tragicómica, la aparición de personajes inesperados. La primera parte se sigue con la tensión que sólo logran las grandes películas, en las que una mirada expectante y un gesto de más o de menos se ganan nuestra atención hasta casi hechizarnos. En la joven de mirada dura resistida por la Iglesia (Lidiya Liberman), en los religiosos envueltos en su propia jerga y ciegos a la crueldad, en las hermanas detenidas en una enfermiza inocencia: en todos late ese estado de locura habitual en la obra de este director. Locura que puede ser también furia o cansancio ante el sistema, como un extraño modo de rebeldía y hasta de libertad, como lo demuestran desde el Sandro de I pugni in tasca (1965) hasta la madre-actriz o el adolescente sacado de Bella addormentata (2012). En medio del clima lóbrego de ese convento, puede asomar también un apacible canto litúrgico, o el irritado hermano del fallecido (Pier Giorgio Bellocchio) detenerse a oler una rosa del jardín. En algún momento, la pesada puerta del convento-cárcel se abre para que el film nos ubique en la Italia actual, desplegando una nueva intriga con al menos un par de personas que pueden (o no) provenir de la ocurrida siglos atrás. En ésta hay un loco bien visible (Filippo Timi, el protagonista de Vincere), aunque, más allá de sus intervenciones, cierta falta de lógica merodea la húmeda morada del viejo (conde en decadencia o vampiro de incógnito, maravilloso Roberto Herlitzka) y el hotel en el que se hospedan algunos hombres y mujeres más o menos estrafalarios, interesados en él o en su escondite. Durante la visita del anciano a un amigo dentista, mientras esperan el efecto de la anestesia, ambos charlan: la calidez y el nivel de ironía de esa conversación convierten una secuencia que podría ser anodina en uno de los puntos altos del film. Y aunque en este segmento ya se habla de internet y abundan los teléfonos celulares, unas jóvenes húespedes vestidas de blanco pueden deslizarse por el jardín del hotel como vestales y las calles de Bobbio –el pueblo italiano donde transcurre Sangre de mi sangre– parecen postales del paisaje de un sueño. En el desenlace, épocas y miedos se disipan ante una enigmática figura, carnal y fantasmal al mismo tiempo, cubierta de sombras como toda esta nueva experiencia, dramática y sensorial, a la que nos invita uno de los pocos grandes del cine que nos quedan.
Con menos sexo y más mensaje Pocos cineastas europeos son tan arriesgados como Marco Bellocchio. Aunque se lo individualiza por aquella famosa escena de sexo oral de "El diablo en el cuerpo" de 1986...Con menos sexo y más mensaje Este realizador demuestra que a 30 años de aquel filme controvertido puede decir más mostrando menos. Sin escaparle a la sensualidad y con más metáfora social, Bellocchio dispara un relato complejo pero ambicioso. Quizá el formato, con un salto temporal de cuatro siglos, pueda desorientar al espectador, pero el pulso del realizador de "Vincere" logra que la idea cierre, con mensaje y todo. La trama arranca en el siglo XVII, cuando un soldado pretende que su hermano gemelo sea enterrado en tierra santa, lo que no es permitido porque se suicidó por perder el amor de una monja supuestamente embrujada. Ese relato, basado en un hecho real sucedido en un monasterio de Bobbio en tiempos de la inquisición, le permitió a Bellocchio exponer la crueldad de la Iglesia y la represión del deseo. La historia se funde con una situación contemporánea, en donde un ruso millonario quiere comprar aquel monasterio, ahora en ruinas. El realizador incorpora la figura de un vampiro veterano para representar al poder y sus mecanismos nefastos. Sin sangre, sin sexo, pero con ironías y sutilezas, Bellocchio muestra la tibieza moral y el sinsentido de la sociedad carente de valores. Metáforas en tiempos de crisis.
"Sangre de mi sangre: narración sublime" La película "Sangre de mi sangre", premiada en el Festival de Cine de Venecia, se estrenó finalmente en nuestro país. Es un film hermoso a nivel visual y complejamente poético a nivel narrativo, que homologa dos tiempos como metáfora de la circularidad de la vida. Por Denise Pieniazek El anteúltimo film del director Marco Bellocchio, Sangre de mi sangre (Sangue del mio sangue, 2015), está estructuralmente dividido en dos partes; o dos partes y un epilogo que compendia ambos tiempos, según como se interprete. La primera sección está ambientada al norte de Italia en el siglo XVII, específicamente en un convento que tiene su propia prisión. La segunda parte utiliza la misma locación de la prisión de Bobbio pero en la actualidad, es decir que lo que varía es la temporalidad mientras la espacialidad permanece. Bellocchio sabe manejar de forma sutil y poética las metáforas visuales comenzando la primer parte del relato con una escultura de una mujer rezando al lado de una cruz de cemento. Imagen que sintetiza el contenido de este primer episodio, en donde una joven llamada paradójicamente Benedetta es juzgada por seducir y llevar a la muerte al confesor de dicho monasterio. Benedetta debe pasar por varias pruebas complejas probando su espíritu, por lo cual su accionar quedará limitado como el de esa primera escultura. Pues ella, tal como dicen en el film, “es la imagen de la Magdalena, llora y no habla”. Al igual que en Vincere (2009), otro largometraje del director, una mujer es juzgada injustamente y torturada sin piedad alguna en un universo en donde los hombres mandan. Hay algo en los juicios a Bendetta y su postura que puede remitir al tratamiento de mártir de la protagonista en La pasión de Juana de Arco (1928) de Dreyer. Bellocchio no es sólo un gran conocedor de la historia de su país, sino también del cine europeo, por ende el film estará lleno de relaciones intertextuales. Hay algo visual en la estética del convento y de ese universo de las pasiones que nos remite, aunque desde otra poética, a algunos episodios de El Decameron (1971) de Pasolini. cine » nota Críticas | Publicado el 09 de agosto de 2016 a las 01:30 hs. Sangre de mi sangre: narración sublime La película "Sangre de mi sangre", premiada en el Festival de Cine de Venecia, se estrenó finalmente en nuestro país. Es un film hermoso a nivel visual y complejamente poético a nivel narrativo, que homologa dos tiempos como metáfora de la circularidad de la vida. Por Denise Pieniazek El anteúltimo film del director Marco Bellocchio, Sangre de mi sangre (Sangue del mio sangue, 2015), está estructuralmente dividido en dos partes; o dos partes y un epilogo que compendia ambos tiempos, según como se interprete. La primera sección está ambientada al norte de Italia en el siglo XVII, específicamente en un convento que tiene su propia prisión. La segunda parte utiliza la misma locación de la prisión de Bobbio pero en la actualidad, es decir que lo que varía es la temporalidad mientras la espacialidad permanece. Bellocchio sabe manejar de forma sutil y poética las metáforas visuales comenzando la primer parte del relato con una escultura de una mujer rezando al lado de una cruz de cemento. Imagen que sintetiza el contenido de este primer episodio, en donde una joven llamada paradójicamente Benedetta es juzgada por seducir y llevar a la muerte al confesor de dicho monasterio. Benedetta debe pasar por varias pruebas complejas probando su espíritu, por lo cual su accionar quedará limitado como el de esa primera escultura. Pues ella, tal como dicen en el film, “es la imagen de la Magdalena, llora y no habla”. Al igual que en Vincere (2009), otro largometraje del director, una mujer es juzgada injustamente y torturada sin piedad alguna en un universo en donde los hombres mandan. Hay algo en los juicios a Bendetta y su postura que puede remitir al tratamiento de mártir de la protagonista en La pasión de Juana de Arco (1928) de Dreyer. Bellocchio no es sólo un gran conocedor de la historia de su país, sino también del cine europeo, por ende el film estará lleno de relaciones intertextuales. Hay algo visual en la estética del convento y de ese universo de las pasiones que nos remite, aunque desde otra poética, a algunos episodios de El Decameron (1971) de Pasolini. En varias oportunidades Sangre de mi sangre hace referencia a la trinidad o lo tríadico propio de la iconografía cristiana. En otras ocasiones el film se apoya más bien en la dualidad, no solo por los dos relatos y sus respectivos tiempos, sino también por utilizar la figura del doble y jugar con los pares. Un ejemplo de ello, es la figura de los hermanos de parecido físico en el primer relato, Fabrizio (el difunto que conocemos mediante un retrato) y su hermano Federico -interpretado por el hijo del director, Pier Giorgio Bellocchio- quien intenta hacer confesar a Bendetta. Las hermanas (Marta/María) que hospedan a Federico son otro ejemplo de dualismo, son muy parecidas entre sí a pesar de su diferencia de edad y poseen una belleza pictórica que nos remite a los retratos de Artemisia Lomi Gentileschi, una de las seguidoras de Caravaggio. Incluso ellas y Federico conforman en ocasiones nuevamente la trinidad. Otra posible relación intertextual puede pensarse en relación a la novela Rojo y Negro (1830) de Stendhal, ya que la igual que allí Federico debe elegir entre sólo dos posibles caminos: ser un soldado o un sacerdote. El segundo segmento de Sangre de mi sangre, ambientado en la misma ciudad pero en la actualidad, narra el misterio entorno a la figura de un hombre poderoso de la ciudad, pero a quien casi nadie puede ver. Es un mito local, algunos consideran al hombre un vampiro y ayuda a dicha construcción o metáfora, que sólo sale de noche, tiene muchos años de edad, y es caracterizado por momentos como Nosferatu (1922) -inclusive físicamente desde su nariz pronunciada-, guarda a su gato en un ataúd de satín bordeaux e incluso posee detrás de su cama la pintura “La Isla de los Muertos” (1886) de Arnold Böcklin, pintor simbolista. En este segundo momento del relato hay resabios del primero homologando pasado y presente, e incluso siguiendo la matriz cristiana al llamar a los sirvientes del conde Angelo y María. La mujer una vez más sufrirá: la esposa del conde no lo ve hace 8 años y él cruelmente no tiene interés en comunicarse con ella. Incluso como es propio de los vampiros se interesa por la “sangre joven” al quedar deslumbrado por una joven mesera. Llegando al final y recurriendo al montaje paralelo, el director se encarga de enfatizar la unión entre pasado y presente. Lo cual puede evidenciarse por las siguientes cuestiones: nuevamente habrá un personaje que se llama Federico, también interpretado por el mismo actor. Una vez más un comité de hombres decide por un destino: antes los sacerdotes, ahora la mafia. Asimismo, la homologación entre ambos tiempos es acentuada por la música de los cantos gregorianos pero con un estilo más actual. El film finaliza con una poderosa metáfora entre los protagonistas de ambos tiempos que deja pensando al espectador quién se preguntará entonces ¿Benedetta y el Conde están vivos o muertos? Ambigüedad ya expresada en los parlamentos del Conde: “no somos carne” y “no somos inmortales”. La circularidad entre el pasado y el presente en Sangre de mi sangre permiten pensar que Bellocchio está hablando de la historia política italiana, en donde ciertos misterios del pasado continúan marcando el presente, como así también los poderosos actores sociales. Por último, Sangre de mi sangre es un film que poderosamente no se cierra sobre sí mismo dando lugar a una perfecta semiosis infinita.
La película de Bellocchio se estrena este jueves en la cartelera nacional y ubica un cuestionamiento de fe entre dos épocas aparentemente inconexas. Por un lado, una Juana de Arco atemporal se niega a confesar su crimen mientras la iglesia insiste en castigarla por tal silencio. Por otro lado, un hombre a quien llaman el vampiro se rehúsa a vender su propiedad en el pueblo para dar prueba del paso de los cambios en donde vive. Así se entrama el filme pero no con pocas complicaciones. El paso de un tiempo a otro es forzado puesto que no hay una fluidez entre uno y otro, y el humor impuesto en la segunda fase es muy evidente como para que funcione. Tal forcejeo se aligera con unas actuaciones que hacen de la película un encuentro amable y donde edad y fe se confunden en pos de una reflexión sobre el tiempo y la sociedad. ¿Qué pesa sobre la sociedad para que el tiempo no la castigue con la duda? ¿Cómo funciona la sociedad como para que las mentiras de un hombre dilapiden el futuro de un pueblo? El filme transcurre entre diversas posibilidades de romances asomadas entre el soldado Federico (Pier Giorgio Bellochio) y las hermanas Perletti (Alba Rohrwacher y Federica Fracassi) o entre él y Benedetta (Lidiya Liberman), además de entre las pruebas de fe de la castigada. Es la dureza de tales pruebas la que hace ésta una película difícil, aunque no termina siendo cruda. Su retrato es sincero y asoma una crítica a la persecución eclesiástica por las decisiones de sus cuestionados. Las actuaciones están al servicio de la historia. Ninguna destaca, sino que se complementan con los giros y acciones de la película. Esto no es un cuestionamiento, sino la capacidad de los actores y del director para conjugar un trabajo mancomunado. Al final, la mayor debilidad del filme es la música que fuerza con decorar cada momento de un tono impostado que poco tiene que ver con lo que ocurre. El drama y la ligereza son retratados aquí con una intensidad innecesaria que más bien empaña el resultado final. De no ser por esto, sería una película enfocada en las pruebas de fe a las que somete la iglesia; son pruebas intensas y que muestran el carácter de pena que tiene la religión para la vida eclesiástica.
Agitando fantasmas de ayer y de hoy Marco Bellocchio (1939) es un director ampliamente conocido en todo el mundo, un realizador que ha cultivado un estilo muy personal y “Sangre de mi sangre” es una cabal muestra de su arte y de su talento, que conserva, por un lado, la impronta de cierto cine provocador típico de las décadas de los ‘60 y ‘70, pero a su vez incorpora una mirada más acorde a las tendencias del siglo XXI, de la mano de las nuevas tecnologías que están modificando el lenguaje cinematográfico. Las historias que se cuentan en “Sangre de mi sangre” transcurren en distintos tiempos históricos pero en un mismo escenario, Bobbio, la pequeña ciudad de la norteña provincia de Piacenza, Emilia-Romagna, donde nació y vive Bellocchio, y donde dirige un laboratorio de cine y también un festival que se celebra todos los veranos en el patio de la Abadía de San Columbano. En esta película, el cineasta les da participación a sus alumnos, además de trabajar con miembros de su propia familia, entre ellos, su hijo Pier Giorgio Bellocchio, quien tiene a su cargo el personaje protagónico. El film comienza con una historia ambientada en el siglo XVII, en el convento del lugar, donde ha ocurrido un hecho trágico: el sacerdote confesor de las internas se ha suicidado. El cura fallecido, de nombre Fabrizio, tiene un hermano guerrero, Federico, que acude al sitio a reclamar porque las autoridades eclesiásticas han dispuesto que su cuerpo no sea enterrado en campo santo sino en un terreno destinado al depósito de animales. Es que para la Iglesia Católica, el suicidio es un pecado mortal, imperdonable a los ojos de Dios. Los otros monjes atribuían la trágica decisión de Fabrizio al amor pecaminoso que sentía por una de las novicias, Benedetta, quien le habría hecho perder la cabeza. Al mismo tiempo, la muchacha estaba siendo sometida a terribles interrogatorios, típicos de la Inquisición, para tratar de conseguir una confesión de parte de ella, con el fin de que asumiera la culpa de esa muerte por haber ella celebrado un pacto con Satán. En pleno proceso, llega Federico, a ejercer presión para que se reivindique a su hermano. Pero como Benedetta no confiesa, a pesar de los tormentos a que es sometida, finalmente el caso parece quedar abierto. De repente, el film pega un salto temporal tan extraordinario como sorpresivo y se ubica en el mismo escenario, pero en la época actual. Y ahí comienza el segundo relato. Ahora, al convento lo llaman cárcel, pero resulta que es un edificio aparentemente abandonado y en ruinas. Sin embargo, allí vive recluido un anciano, el Conde Basta, quien sería integrante de una sociedad secreta e incluso, se dice que sería un vampiro. Pero un día aparece un supuesto inspector municipal (personaje que se llama igual que el hermano del monje muerto y es interpretado por el mismo actor), quien ingresa al viejo edificio con un interesado en comprarlo. El comprador es un millonario ruso que quiere utilizarlo para abrir allí un centro de rehabilitación de drogadictos o un hotel de lujo. Cuando los otros habitantes del pueblo se enteran de que ha llegado un inspector, se arma un poco de alboroto porque al parecer en ese lugar hay muchas irregularidades, desde administración fraudulenta hasta el cobro de pensiones indebidas y una serie de actos de corrupción que tienen como víctima al Estado. La particularidad de esta propuesta de Bellocchio es que apela a un lenguaje simbólico para mostrar la continuidad en el tiempo de algunos rasgos típicos de la sociedad italiana a la que pertenece, marcada por el poder de la Iglesia Católica, con su peso agobiante, y también por el vampirismo social que fue creciendo a expensas de los fondos públicos. El otro tema clave es el sexo y sus tabúes, y también la fuerza incontenible del inconsciente, una complejidad de estímulos que lleva a los personajes a asumir comportamientos extraños, borderlines, en un continuo oscilar entre la luz de la razón y la oscuridad de las pasiones. Bellocchio ofrece una pintura de la decadencia de la sociedad italiana y de sus poderes públicos, fundamentalmente, la Iglesia, y la invasión, al mismo tiempo, de los valores y los códigos de la globalizada sociedad de consumo. Un tema recurrente en el cine europeo en los últimos tiempos y que cada realizador trata de expresar a su manera. En este caso, Bellocchio vuelve a poner la mirada en un tema urticante y controversial, mezclando momentos crudos, con cierto lirismo, lenguaje simbólico y algunas dosis de humor un tanto sarcástico.
Tierra de mi tierra En Sangre de mi sangre, el más reciente film de Marco Bellocchio hay dos historias distantes que dialogan a través del espacio; en el siglo XVII, en un monasterio en Bobbio, se acusa a una monja de estar poseída; en el siglo XXI, un millonario ruso quiere comprar el edificio ya abandonado pero se encuentra con que allí vive un vampiro jefe de la mafia. De esta asociación (casi, aparentemente) libre nace un film heterogéneo en su tono, sus recursos formales y sus climas; en todos esos cambios, sin embargo, hay algo que permanece. Las evidencias de las acusaciones de criminalidad o de cuestiones mágico-religiosas están trabajadas fuera de campo: ambas historias comienzan dándolas por hecho y no veremos casi ninguna evidencia de ellas. En la primera parte, parecería que la palabra de alguien de autoridad alcanza e incluso prevalece por sobre las pruebas que éstas establecen. Y en el caso del vampiro es más bien su condición de eternidad lo que le interesa a Bellochio, lo que lo hace anacrónico, un extraño en su propia tierra, a quien la eternidad ya no le sirve. El film tiene una desconfianza por las figuras de autoridad, que bordean el límite entre la paradoja y la hipocresía. Quienes vienen a aplicar la ley están a su vez fuera de ella; la sed de “justicia” (o más bien sed de castigo) que en la Inquisición quería ver a las brujas arder y hoy quiere ver trabajar a la policía financiera va más allá de los hechos. Si bien Sangre de mi Sangre es algo heterogénea y fragmentaria, casi todas las escenas están cargadas de una emoción profunda, un humor ácido o una terrible crueldad. La fuerza que la película pierde en los lazos de las distintas situaciones es recuperada en la intensidad de estos núcleos, con una preocupación por lo inmanente. Es llamativo que sea el hijo del realizador, Pier Giorgio Bellochio, la sangre de su sangre, el único actor que interprete personajes distintos (aunque ambos se llaman Federico) tanto en la parte medieval como en la contemporánea. Otro elemento de unión entre ambos momentos es el cover de Metallica de “Nothing else matters”: un coro de niños con una reverberación eclesiástica, anacrónica y una canción actual, en inglés, como un intruso en el siglo XVII. Si nada más importa, ¿habrá algo que sí? Quizás aquello que haya que liberar despues de años y años de reclusión, quizás lo que hace que un vampiro quiera ver el sol…
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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La larga historia comienza en el siglo XVII, tras el suicidio del sacerdote Fabrizio. En el Convento de Santa Clara, en Bobbio, bajan la orden de que éste sea sepultado en tierra profana. Pero hay un modo para que no ocurra: Bendetta (Lidiya Liberman), la monja que lo sedujo hasta el límite de perder la cabeza, debe aceptar que todo es obra de un pacto suyo con el diablo. La mujer, torturada en nombre de Dios, es obligada a pasar por una serie de pruebas para que confiese su culpabilidad, pero ella se mantiene callada y firme en su posición. Federico (Pier Giorgio Bellocchio en el papel del hermano soldado de Fabrizio) llega hasta el convento para pedir por la memoria del difunto y rogar que sea enterrado donde se merece. Allí comienza a investigar acerca de la responsabilidad de esta femme fatale, y su relación con el fallecimiento de su confesor, hasta que él también se deja cautivar por los encantos de la mujer.
El cuerpo del delito Arrodillada en el centro de un salón en penumbras, una mujer es sometida a una nueva prueba para determinar de una buena vez aquello que todos esperan y no termina de suceder: la confesión de un delito. Bajo la atenta mirada de un cura que oficia de juez, escoltado a su vez por otros que desde una tribuna la observan con circunspección y acaso también con disimulado desprecio, esa mujer debe para demostrar su inocencia llorar. En tanto no derrame lágrima alguna, podrán confirmar la imputación que pesa sobre ella. En un momento de vacilación, los hombres se acercarán a la mujer arrodillada y examinarán con vehemencia su rostro, a fin de reconocer en sus ojos la evidencia definitiva de su proceder culpable. La escena pertenece a Sangre de mi sangre, la notable última película de Marco Bellocchio. Una escena extraordinaria por la profunda perspectiva de sentido que promueve. En un convento en Bobbio, un pequeño pueblo al norte de Italia, durante el siglo XVII, un sacerdote se ha quitado la vida luego de mantener en secreto un romance con Benedetta, una de las jóvenes novicias del convento. El soldado Federico Mai, hermano del sacerdote, viajará hasta allí para intentar garantizarle, a pedido de su propia madre, una sepultura digna de su posición espiritual. Para conseguirlo, sin embargo, deberá lograr que Benedetta reconozca una alianza con el demonio que justifique el acto infame del suicidio y absuelva de esa manera al suicida. La llegada de Federico –secuencia inaugural del film- establecerá de forma precisa el espacio en donde transcurrirá mayormente esta primera parte de la película de Bellocchio. El soldado recorrerá sigilosamente el convento y descubrirá su funcionamiento autoritario y severo. La férrea proscripción de cualquier manifestación de deseo. Tormentos crueles tendrá que resistir entonces la mujer procesada, cuyo cuerpo –el cuerpo del delito- será castigado con saña por una confesión que no llega, ante el temeroso silencio de un hombre atormentado por un dilema que no puede resolver: salvaguardar la honorabilidad de su hermano o liberar a una mujer inocente de un escarmiento feroz. La segunda parte de la película comenzará también en el convento, pero en la actualidad. Un inspector del Estado irrumpirá en la propiedad, en apariencia abandonada, junto a un posible comprador de origen ruso. No obstante, escondido en uno de los claustros –justo aquel destinado en el pasado a encarcelar a las jóvenes desobedientes- vive un anciano que se ha dado por muerto hace varios años y que únicamente sale, como un vampiro, durante la noche. Un patriarca que ejerce desde las sombras, junto a otros pocos hombres, el poder. Hegemonía que no se verá amenazada por el presunto inspector, sino más bien cuando, en uno de sus recorridos nocturnos, el anciano se sienta cautivado intensamente por una joven muchacha fuera de su alcance. A diferencia de la primera parte, esta segunda historia exhibirá una modulación más ligera, sobre todo a partir de escenas de una comicidad exquisita y genial. Un profundo dolor de muelas será, por ejemplo, el motivo por el cual el patriarca deberá salir de su escondite para buscar un odontólogo que lo alivie de un dolor que lo atormenta. Escenas que dejarán traslucir cierto patetismo de un poder en franca decadencia. Tal vez pueda encontrarse allí un posible punto de confluencia entre dos historias que Bellocchio cuenta con una destreza descomunal mediante la elaboración de imágenes que encierran en sí mismas una formidable capacidad de sugerencia poética: la percepción de un poder -especialmente patriarcal- que percibirá su lento e irremediable derrumbe en el instante preciso en que tenga ante sí la fuerza inconmensurable de un cuerpo que resiste.