Y -como era de esperar- Martel vuelve a filmar la misma película por cuarta vez consecutiva, pero ahora con dos diferencias significativas que aportan un colorcito propio a la experiencia que nos ocupa: en Zama cambia la óptica femenina por la masculina y toda la historia se sitúa en un contexto de época con resonancias de los tres trabajos similares/ sudamericanos del dúo compuesto por Werner Herzog y Klaus Kinski, léase Aguirre, la Ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), Fitzcarraldo (1982) y Cobra Verde (1987), por supuesto sin llegar al nivel de ninguno de ellos. En lo que respecta a los elementos constitutivos del combo, aquí reaparecen los de siempre: tenemos un relato basado en un desarrollo fragmentado de personajes, instantes de contemplación preciosista, algunos chispazos oníricos casi surrealistas, la crudeza de la naturaleza en todo su esplendor y ese extrañamiento narrativo marca registrada de la salteña. La premisa reproduce al pie de la letra su homóloga de la novela original de Antonio Di Benedetto, con el oficial judicial español del título asentado en un puesto desolado de Asunción durante el siglo XVII, en eterna espera por ser trasladado a Buenos Aires vía un estoicismo que se va cayendo a pedazos a medida que sus esperanzas de abandonar el lugar se desvanecen con la apatía y las mil vueltas que le presenta el gobernador ibérico de la ciudad, su superior directo. Martel hace maravillas con los pocos recursos expresivos de los que dispone o en los que gusta limitarse/ encerrarse, vaya uno a saber cuál es la opción correcta… por un lado consigue un desempeño magnífico por parte de Daniel Giménez Cacho (un actor español que interpreta a Don Diego de Zama desde la economía de los gestos y las posturas corporales defensivas/ paranoicas) y por el otro lado aprovecha cada minuto de este verdadero festín de tiempos muertos (el dolor y la incomodidad ante el calor sofocante de los personajes argentinos y europeos es impagable). Si bien no se puede negar que el tiempo transcurrido entre La Mujer sin Cabeza (2008) y Zama al fin de cuentas fue más que excesivo porque ésta última sufre de un metraje igualmente dilatado e injustificable en función de sus diversas redundancias distribuidas en casi dos horas, a decir verdad -y al mismo tiempo- la directora redondea un muy buen trabajo en lo que atañe a retratar la idiosincrasia masculina en su versión vinculada a la angustia, lo que deriva en silencios sufridos, relámpagos de violencia gratuita y un “afán reparador” que paradójicamente destruye todo a su paso y traiciona desde un maquiavelismo que coquetea con la cobardía y el desenfreno más egoísta. Otro punto a destacar es la puesta en escena del film en general, definitivamente la mejor de toda la carrera de Martel: aquí cada toma está craneada/ diagramada con una meticulosidad inaudita para el cine argentino, habilitando en todo momento una riqueza plástica y conceptual francamente maravillosa (en la dialéctica entre lo que sucede en primer plano y lo que acontece en el fondo se juegan muchos elementos centrales de la propuesta, la cual disfruta de reservarse información acerca de los acontecimientos). Si se hubiesen emparejado un poco mejor el nivel macro de las actuaciones y los acentos del elenco caucásico, la obra podría haberse convertido en lo que estaba destinada a ser, léase la película definitiva sobre la fase histórica del Virreinato del Perú -y el posterior Virreinato del Río de la Plata- y asimismo un pantallazo demoledor en torno a la estupidez de la burocracia homicida, alienada y corrupta de las nacientes sociedades sudamericanas, muy en sintonía con un pulso pesimista de inflexión kafkiana.
Los procedimientos de Lucrecia Martel para llevar al cine Zama son muy diferentes de los empleados por Villegas y Spiner. La singularidad propia de la novela reclama por un sistema estético que desborda las poéticas de los géneros. Que transcurra en 1790 solamente determina un período; el resto es insólitamente desconcertante, pues hay una fuerza expresiva en el texto que es al mismo tiempo concreta y abstracta. ¿De qué manera filmar una rareza literaria como Zama? Nicolás Sarquís lo intentó sin suerte unas décadas atrás, pero la novela parecía destinada a que algún día fuera animada por Martel. Así es que la cineasta más sofisticada de su generación ha conquistado una materia severa y ha sabido hallar el pasaje secreto que va del párrafo al plano. Sucede que el libro elegido es casi la institución de un mundo, y para Martel eso significaba materializarlo en un espacio físico que distara de la característica operación de la imaginación de cualquier lector. La materia del cine es lo que existe; trastocar lo real y ordenarlo para originar un mundo es prodigioso. Es por es que Zama parece haber sido filmada literalmente a fines del siglo XVIII, como si el equipo de Martel hubiera viajado en el tiempo para registrar en vivo y en directo las peripecias de Don Diego de Zama, un funcionario de la Corona española ansioso por regresar a Europa. Allí lo esperan su mujer y sus hijos; mientras, el tiempo pasa y el corregidor tiene que hacerse de paciencia. La misteriosa dedicatoria de la novela reza: “A las víctimas de la espera”. Es sabido que la novela pertenece a una trilogía signada por ese comportamiento de naturaleza psicológica. La espera en Zama no es la misma que en El silenciero o en Los suicidas, pero las tres funcionan como una fenomenología de esa actividad de la conciencia por la que el que espera siente una desavenencia entre el presente y el porvenir. El principio poético de la película consiste en reproducir la conciencia desplazada de Zama, trabajando minuciosamente sobre la relación del personaje con la perspectiva espacial que suele restarle cualquier indicio de fuga y asimismo intensificando una dimensión sonora que todo lo enrarece; esta dimensión incluye cuatro irrupciones musicales no melódicas que ni siquiera pueden calificarse de extradiegéticas.
La poética del caos ordenado Los detractores de Lucrecia Martel suelen esgrimir su argumento de descontento desde la ausencia de argumento, al menos en los términos más canónicos. Tal idea no solo es falsa, sino que reduce una posible discusión a la existencia de un único componente para dejar de lado el resto de los aspectos del lenguaje cinematográfico. Una nueva demostración de que la imagen, el sonido y el montaje -por nombrar solo tres elementos- quedan obturados por la historia. Sin embargo, Zama (2017) es una transposición de una novela, de Antonio Di Benedetto, lo cual presupone que un texto fuente literario impondría condiciones en su pasaje al cine. No es el caso porque Martel se apropia del material literario para, una vez más, confeccionar su poética ontológica que se establece en el sonido. La imagen tiene un arsenal de palabras para su descripción mientras que el sonido es el margen de la referencia, limitado a la mención de los diálogos, los efectos y la música. En cierta manera la directora, desde La Ciénaga (2001), parece surfear esta precariedad para describir y hasta narrar desde una configuración sonora. En Zama, el esfuerzo por una codificación sonora se presenta desde un barroquismo que invita al desglose de planos, que lejos está de ser parte de una estrategia basada exclusivamente en el virtuosismo porque la directora comprende que el uso de sonido no está circunscripto a la recolección y reproducción naturalista ni tampoco a un poderío mecánico. Martel invita a adentrarse a un mundo de percepciones musicales en la cadencia de los diálogos y en los ruidos penetrantes. El sonido -a diferencia de una puesta lumínica- se propaga, se amplifica, se difumina y se dispersa porque no está anquilosado o plantado en un espacio y es así que en la puesta sonora hay tramas y cruces que se bifurcan, en la búsqueda de una construcción poética que parta de la planificación de un aspecto (re) negado por el propio lenguaje. De la misma forma en que la luz es ilusión, la directora sabe perfectamente que la percepción sonora puede ser engañada y es ahí donde juega, en las fronteras de sonidos naturalistas, reales y tecnológicos, creados en posproducción. Una llama que entra a un casa; se escuchan sus pasos, sus movimientos torpes de un lado a otro, esta descripción es la de un segundo plano en la escena, la cual tiene su centro en el protagonista: Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), un notario español de poca monta a fines del siglo XVIII que espera su traslado del Chaco a Buenos Aires. En la escena mencionada, el gobernador le informa que deberá esperar, aún más. El ensamble de los dos planos visuales conforma, lo que podría denominarse, el caos ordenado. Incluso en esa idea de desprolijidad la directora mantiene las formas de un cuidado estético en un contexto opuesto de apropiadores de la tierra y de falsos defensores de un status quo, preocupados, por ejemplo, por un bandido llamado Vicuña Porto que se cuela en forma de fantasma en los relatos sobre robos, saqueos y otros crímenes que desvelan a los representantes de la Corona. En la segunda mitad, la maldita espera o el deseo proyectado y desmesurado de Diego de Zama se quiebra, como así también la disrupción de Martel en términos narrativos porque conceptualmente el sonido “sucio” y la imagen se potencian para dar paso a la segunda mitad de la película presentada como una fase de ensueño para el protagonista, convertido en un deambulador. La transposición (o traducción, como le gusta llamar a Martel) de Zama es en definitiva una apropiación de la esencia literaria para tender un puente poético de formalidades que se tejen sobre el manto narrativo que dispara la espera, en lo inconmensurable del tiempo. Un paralelismo posible que se podría trazar entre este gris subordinado y la década que se ha tomado Lucrecia Martel para presentar una nueva obra, claro que la diferencia está en la perdurabilidad que tendrá esta película con destino de clásico inoxidable en comparación con el patético protagonista.
“Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.” (Zama, Antonio Di Benedetto) Así brilla el comienzo de Zama, la novela de Di Benedetto que, tal como pronuncia Saer en el prólogo de alguna edición representa “oblicuamente, la condición profunda de América, que titila, frágil, en cada uno de nosotros”. La esperadísima cuarta película de Lucrecia Martel, tal vez la representante más digna y más inteligente del cine argentino de los últimos 20 años, adapta la difícil literatura de Di Benedetto con otro brillo, diferente, otro, pero que también resulta apabullante. Elige sus caminos. Avanza, retrocede. Crece como si fuera una fuerza orgánica que se suma a todos los organismos vivos que atraviesan el relato. Y lo hace fascinante. Y también expone, una condición profunda de América, una América en estado virginal: una llama, alter ego irracional, aparece adentro de la oficina de un Gobernador mientras Zama desesperado pide la salida de ese lugar alucinado. Se estrena en Argentina el próximo 28 de setiembre y ya se vive como un momento importante para el cine argentino. Volver a la lectura de la Zama de Di Benedetto se hace un deber placentero: las palabras del autor mendocino: “… embozado por la vegetación, vi un instante de frente, desnudos cuerpos, morenos y dorado-oscuros, y de costado, ocultas las facciones, pues sólo distinguía una nuca y pelo recogido arriba, otro que no supe si era blanco o mulato. No quise seguir mirando, porque me arrebataba y podía ser mulata y yo ni verlas debía, para no soñar con ellas, y predisponerme y venir en derrota.” Las mujeres gritan “mirón” al hombre que las espía desde los pastizales y efectivamente, como en el texto, sale corriendo para después retroceder y ejercer lo que en definitiva hacían los hombres con las mujeres, el poder y la autoridad de la bofetada. Así Diego de Zama arbitra su respeto, cosa que no lo exceptúa de ser un hombre dubitatito atrapado en un ser cuya vida no tiene sentido si no es fuera de ese lugar, y del que paradojicamente tiene que salir. Las voces de los otros que se intercalan a modo de voces subjetivas sugieren otros espacios, otras dimensiones. Un recurso que gracias al trabajo de Guido Berenblum (toda la película tiene un diseño sonoro fascinante) Martel utiliza suficientemente: el niño, el mudo, otro niño. El primer niño lo define: “Diego de Zama el enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada” El último niño le susurra una pregunta: si quiere vivir. Zama es una película perfecta. Dividida en tres grandes partes, cada una está marcada por los personajes que acompañan a Zama: en la primera, la más “urbana”, en la que Ventura Prieto (Juan Minujin) y Doña Luciana Piñares de Luenga (la almodovariana Lola Dueñas) la deseada mujer, noble y blanca; en la segunda, el “destierro” a los poblados de indios con un nuevo Gobernador (Daniel Veronese) que no hace otra cosa que aletargar su pedido de traslado; y la tercera y última parte, tal vez la más delirante y febril, la de la misión a la caza del bandido rebelde Vicuña Porto, junto con un capitanejo Hipólito Parrilla (Rafael Spregelburd, el segundo director de teatro) y unos portugueses alienados. Atención con la ambigüedad, cuasi diabólica, del actor brasileño Matheus Nachtergaele que se nombra a sí mismo como el mismo Vicuña Porto. La primera persona del libro marca la enunciación que elige Martel: el actor mexicano Daniel Giménez Cacho (Blancanieves, La cordillera) es el Zama ideal, este hombre, un notario, representante de la corona española en tierras adentradas en la América profunda en medio de un paisaje donde hay un río, una población con la casa del gobernador, algunas casas de blancos y un prostíbulo. La referencia a tierras lejanas es una Buenos Aires ausente y una Europa de donde vienen las copas de cristal envueltas en noticias más frescas de las que suelen circular. Tanto el diseño del color como los sonidos describen,siempre desde la rareza, un territorio marcado por la sensualidad en la primera parte, por la fiebre de la decepción en la segunda, por la desesperación en la tercera. Todos estos estados son palpables desde la imagen, produciendo una sensorialidad única. Sentidos que se marcan como en todo el cine de Martel a través de los cuerpos. Dos momentos para eso: el modo en que se mueven dentro del cuarto las hermanas protegidas por Zama, y la procesión de cuerpos en la secuencia del encuentro entre Zama y Luciana de Luenga. Hay una danza de los cuerpos que la película no escatima, y que llega a su punto culminante en la escena de los prisioneros cerca del final. Para volver a Di Benedetto ya con otros ojos. Por todo estoy y más, desde el 28 de setiembre próximo, Zama enaltecerá al cine argentino, y bien falta le hace. El libro “El mono en el remolino, notas del rodaje de Zama“, de Selva Almada se va a editar en conjunto con el estreno. También la película tiene un documental de rodaje filmado por Manuel Abramovich llamado Años luz. FICHA TÉCNICA Compañía Productora: Rei Cine, Bananeira Filmes Companías Co-productoras: El Deseo, Patagonik, MPM Film, Canana, Lemming Film, KNM, O Som e a Fúria, Louverture Films, Schortcut Films, Telecine, Bertha Foundation, Perdomo Pictures, Picnic Producciones. Países de coproducción: Argentina, Brasil, España, Estados Unidos, Francia, Holanda, México, Portugal. Guión & Dirección: Lucrecia Martel Productores: Benjamín Domenech, Santiago Gallelli, Matías Roveda, Vania Catani. Coproductores: Esther García, Agustín Almodovar, Pedro Almodovar, Juan Pablo Galli, Juan Vera, Alejandro Cacetta, Marie Pierre Macia, Claire Gádea, Pablo Cruz, Eva Eisenloeffel, Leontine Petit, Joost De Vries, Michel Merkt, Luís Urbano, Joslyn Barnes, Danny Glover, Susan Rockefeller, Georges Schoucair, Juan Perdomo, Natalia Meta. Productores Ejecutivos: Angelisa Stein, Gael García Bernal, Diego Luna. Productores Asociados: Juan Manuel Collado, Guillermo Kuitca, Fabiana Tiscornia, Julia Solomonoff, Gonzalo Rodríguez Bubis. Ventas Internacionales: The Match Factory Distribuidora en Argentina y Latinoamérica: Buena Vista International Con el apoyo de: INCAA, ANCINE, FSA – Fundo Setorial Do Audiovisual, BRDE, Mecenazgo Cultural – Buenos Aires Ciudad, Fundación Ernesto Sábato, ICAA, Programa Ibermedia, CNC – Aide Aux Cinémas Du Monde, Ministére Des Affaires Étrangérs et Du Développement International – Institut Français, EFICINE 189, Netherlands Film Fund, Netherlands Film Production Incentive, Protect What Is Precious, CBA Worldview, Alta Definición Argentina. Y el apoyo especial de UNCUYO Universidad Nacional de Cuyo, Ministerio de Cultura y Turismo de la Provincia de Salta, Instituto de Cultura de Corrientes, Ministerio de Turismo de Corrientes. Director de Producción: Javier Leoz Asistente de Dirección: Fabiana Tiscornia Director de Fotografía: Rui Poças Directora de Arte: Renata Pinheiro Vestuario: Julio Suárez Maquillaje: Marisa Amenta Peinado: Alberto Moccia Montaje: Miguel Schverdfinger, Karen Harley Diseño de Sonido: Guido Berenblum Mezcla: Emmanuel Croset Casting: Verónica Souto, Natalia Smirnoff ELENCO Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nacthergaele, Juan Minujín, Nahuel Cano, Mariana Nunes, Rafael Spregelburd, Carlos Defeo, Willy Lemos, Ivan Moschner, Daniel Veronese, Vando Villamil, Paula Grinzspan.
Zama: Los colores de la decadencia colonial. Después de casi una década de espera, regresa Lucrecia Martel con un provocante film que esta recibiendo la magnífica recepción a la que se acostumbró durante toda su carrera. En 2001, La Ciénaga fue un debut reconocido en Sundance y el Festival de Berlin que hizo girar cabezas. Tres años después con La Niña Santa confirmó su debut y prometía una destacada trayectoria luego de brillar en Cannes. Finalmente en 2008 coronaría su ascenso entre el cine de autor a nivel mundial con La Mujer Rubia. Pero tuvo que pasar casi una década para que Lucrecia Martel continuara su carrera luego de establecerse como uno de los nombres más valiosos y reconocidos del cine latinoamericano. Zama narra la historia de Don Diego de Zama, un oficial español del siglo XVII asentado en Asunción a la espera de su transferencia a Buenos Aires en reconocimiento por sus méritos. Se trata de una cinta que encantará más a los críticos que al público en general. Algo que dependiendo de la perspectiva puede considerarse como positivo o negativo, pero es particularmente lógico: Zama es un film que ofrece y reclama la observación, lectura y análisis. Se trata de un trabajo realizado, como es característico del cine de Martel, para una audiencia dispuesta a escuchar e interpretar. Es para destacar que carece de escenas “vacías”, algo que suele suceder demasiado en este tipo de cine de alegoría y subtexto: que haya variedad de secuencias que sufran la falta de valor superficial, a pesar de estar repletas de profundo significado. Si alguien ingresara a la sala sin tener idea la experiencia que tendría enfrente, o sin el interés de sumergirse en ella, tendría siempre algo con lo cual mantenerse a flote. Inmediatamente uno experimenta la excelente dirección de arte y el increíble nivel de producción, con vestuario y decorados que expresan todo lo posible manteniéndose en una linea de distintivo realismo. Una magnifica labor desde ambas partes que conspira para crear un mundo en el que es sencillo perderse. Una gran fotografía, con una suave iluminación naturista, y buenas actuaciones que van desde el protagonista que siempre esta en pantalla hasta el elenco que orbita a su alrededor terminan de redondear un mundo crudo, sucio y que por sobre todas las cosas se siente usado. Pero lo que destaca a este proyecto al lado de cualquier otro es sin dudas la voz de su autora. La dirección de Martel, escudada por una colorida banda sonora y un sobrio montaje efectivo e hipnótico, le dan al film un impecable ritmo y enfoque en la narrativa. Repleta con mucho más, por supuesto, que los simples hechos que cuenta la historia. El guión no se limita a los hechos que suceden en pantalla, sino que estos (sumados a todos sus personajes y a su respectivo dialogo) sirven para alcanzar un sentido temático. Se trata de un relato muy rico temáticamente, interesado mucho menos en los usuales objetivos de la ficción que en transmitir sensaciones e interpretaciones acerca de tópicos como el orgullo, la soledad, las traiciones (del sistema y de individuos) y el verdadero valor de un nombre. Invita a la audiencia a estar presente en cada escena y a acompañar a Don Diego de Zama en este estrepitoso viaje como algo más que un simple espectador. Esta película existe para un público que este dispuesto a levantar el guante. Cualquier desarrollo de parte del autor de esta reseña estaría de más, y terminaría inclinándola hacia la frontera del análisis. Pero sobre todas las cosas, quizás la razón más poderosa para sentarse a ver Zama sea el realizar una lectura e interpretación de la misma. Incluso si uno no acostumbra a consumir al cine de esa manera, Zama alienta no solo a verla sino a interpretarla y discutirla. Un objetivo que sin dudas es difícil de lograr, pero el gran mérito del film es que logra atraer y nutrir el interés, permitiendo ricas interpretaciones que piden ser discutidas con otras amistades curiosas. Se trata de una propuesta que resulta tan indulgente y snob como uno desee verla, y es que queda en cada uno si la rechaza en seco u opta por intentar disfrutar de todas sus potenciales bondades.
El cuarto film de Lucrecia Martel, "Zama", basado en la novela homónima de Antonio di Benedetto, cambia el ambiente de sus anteriores obras por el aspecto histórico, pero mantiene mucho de su estética e inquietudes. Parece increíble que la última vez que supimos de Lucrecia Martel en la cartelera haya sido hace ya nueve años con su, a consideración de quien escribe, mejor obra, La mujer sin cabeza. Quien fue pionera y niña mimada de la generación de Historias Breves I y el Nuevo Cine Argentino a través de La ciénaga, se tomó casi una década para hacernos desear ver cómo seguía su carrera. En comparación con otros dos pilares de ese NCA, como Trapero y Caetano, hay que decir que Martel se mantiene bastante intacta en lo que fueron las “intenciones” de sus primeras obras. Más allá de contar con la producción de los hermanos Almodovar y Patagonik, Zama mantiene un espíritu libre de independencia, que le permite entregar una película tan atípica como esta. Sí, se trata de una producción histórica, con una puesta grande que se nota en un apartado visual avasallante; pero los modos narrativos, probablemente lo fundamental, no ha variado. ¿Es "Zama", la novela de Antonio di Bendetto literatura inabarcable desde lo fílmico? La respuesta es ambigua, porque Martel se toma varias libertades respecto al original más que para llevarla a la pantalla, para adaptarla a su propio estilo. Zama le debe su nombre a Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), funcionario español de la Corona Española que se encuentra en Asunción del Paraguay, orillando sobre el Río Paraná, a fines del Siglo XVIII. La suya es una historia terminada antes de iniciada. Espera una señal de la Corona que lo devuelva a Lerma, su ciudad oriunda de España, o que le traiga noticias nuevas de allá, o lo reasignen a alguna tarea más importante en otra ciudad americana más grande, como ser Buenos Aires; espera que suceda algo, pero nada sucede; y ya pasaron muchos años. Cree que la asignación de una tarea que nadie quiere como dar con el paradero de Vicuña Porto (Matheus Nachtergaele), le puede abrir la puerta a ese deseo que tanto anhela de huir de ese lugar, pero nada será tan fácil. Martel utiliza esta historia de espera permanente para crear un marco necesario, que en definitiva, es lo que le interesa. "Zama" apunta menos a una historia puntual que a un estado de ánimo y situación. La escena se plaga de detalles, alegorías, y lenguaje visual delicioso, para lo cual habrá que estar atento. De su lente, Martel despliega planos únicos, pictóricos, dignos de una refinada muestra fotográfica. Cada uno de ellos cuenta una historia en sí misma. Será interesante observar cómo las palabras sobran para escenificar la decadencia de clase y de la Corona por esos tiempos. Un lujo vulgar y desprolijo, sucio, como si al estar perdido en ese territorio no importasen las delicadezas. Hay permanentes muestras del instinto animal aflorando entre los humanos, y cómo la línea que divide el comportamiento de unos y otros se hace cada vez más fina. "Zama" exige a un espectador ávido en saber apreciar los detalles de una puesta. La historia se hace difícil de llevar, y si no se adentra en el juego, pareciera que no está narrando nada en concreto. Este aspecto de una narración que no abunda en diálogos y deja un fuerte espacio para lo visual, es una marca para la directora de La ciénaga. Daniel Giménez Cacho hace una labor excepcional como Diego de Zama y se carga la propuesta con un protagónico absoluto, paseando a su personaje por diferentes situaciones, pero sin variar ese ánimo desganado y casi anti heroico de su personaje. Martel lo arropa bien con secundarios logrados desde la dirección actoral, en una marcación en la que cada uno está donde debe estar; propio de una composición visual amplia. Nueve años tuvimos que esperar para poder apreciar nuevamente el talento de una realizadora única como Lucrecia Martel. Los seguidores de su arte estarán encantados con esta nueva propuesta que lleva sus típicas historias de una burguesía derruida a otro siglo, pero con las mismas ideas.
La dulce espera La espera terminó. Tras nueve años sin estrenar, Lucrecia Martel, la directora argentina de mayor respeto tanto a nivel local como internacional presenta su nueva película, basada en la novela homónima de Antonio di Benedetto. Producida por Pedro Almodóvar, Alejandro Cacetta, y Danny Glover, entre otros nombres muy conocidos, finalmente llega a las salas argentinas. La película cuenta la historia de Diego de Zama (el mexicano Daniel Gimenez Cacho), un funcionario de la corona española que espera su dilatado regreso a su patria en una colonia olvidada a orillas del río Paraná. El hombre acepta una última misión del gobernador con el fin de trucarla por su anhelada vuelta. La novela de Antonio di Benedetto, considerada por varios cineastas imposible de filmar, se vuelve ideal para el ojo cinematográfico de Martel, una experta en construir atmósferas densas y cargadas de claustrofobia. Su film es intimista, transcurre bajo el punto de vista de su Don Diego de Zama, un hombre condenado en vida a soportar la decadencia y el sin sentido de la ocupación española, mientras sueña con su patria idealizada. Hay un trabajo exquisito sobre la temporalidad y el espacio, muy bien trabajados por la directora de La niña santa (2004). Paredes derruidas, iluminación lúgubre, y un calor agobiante, se perciben en pantalla como un calvario interior del personaje. Los misterios surgen del fuera de campo, los sonidos dan paso a imágenes sugestivas que representan un miedo latente de manera onírica. Martel se limita a la puesta de cámara, sonido ambiente y música incidental -elaborada con instrumentos de viento-, para encerrar al protagonista en su deteriorado microcosmos. El río como salida está al alcance del personaje. Se ve en cada oportunidad pero no deja de ser un imposible. Su impotencia se expresa alegóricamente por animales: cada vez que el protagonista encuentra una negativa del gobernador para su viaje una llama, un caballo, pescado (bagre), o gallina; circulan fuera de foco el cuadro. Su lado salvaje es sepultado por el hombre en su afán de civilización. Una civilización en permanente deterioro desde su gestación. Zama (2017) demuestra la inteligencia de Lucrecia Martel para diseñar las escenas quirúrgicamente y plasmar su visión particular de la historia. Un cine cargado de violencia contenida que vuelve inquietante la pasividad narrativa y que encuentra, en esta película, su punto más alto. La larga espera para volver a reencontrarnos con su cine valió la pena.
Lucrecia Martel ha logrado lo que para muchos era un imposible, filmar una novela inasible, como dice Antonio Di Benedetto dedicada “las victimas de la espera” Pero una espera sin expectativas, y sin esperanza. Y lo que nuestra realizadora pudo concretar es traducir ese clima de alguien definido por el autor como “que nació anciano y no podía morir, su soledad era atroz” en imágenes cautivadoras. Con múltiples recursos utilizados con talento e inteligencia como efectos de sonido especialmente diseñados, con la decisión de usar voces de otros determinando lo que ocurre o ocurrirá con la cara sufriente de Zama en pantalla. O con personas que hablan de su destino o lo advierten y él se percata a destiempo. Con la desazón infinita de asistir a sus fracasos. El espectador “siente”, se sumerge en la cabeza del personaje. Zama es un burócrata del Virreinato del Río de la Plata que a pedido su traslado para poder reunirse con su mujer que lo mantiene porque las partidas para pagar sus honorarios se retrasan y lo condenan a la espera de noticias que no llegan, a la indigencia, al amor no correspondido, a guardar las formas cuando sus deseos son otros, a no percibir en definitiva que el mundo que lo rodea es incomprensible para él, en un Virreinato del Río de la Plata que pronto tendrá fin, en un mundo que cambiará, pero él no asistirá a lo que vendrá. Su condena es la espera pero también la sumisión a ella, temeroso de echar a perder ese cambio que espera que lo obliga a la humillación permanente del presente. Es un hombre que desciende cada vez hasta sentir que su ser se disuelve, que “ve” personajes borrosos, que confunde realidad con visiones mágicas. Y que hacia el final de su vida, cuando las promesas incumplidas ya son intolerables, corre hacia una aventura militar que le permite a Martel mostrar imágenes impresionantes de batallas que parecen pinturas de Cándido López, con personajes fantásticos, quimeras de piedras preciosas y un villano que encuentra el perfecto escondite. Un film de climas y tensiones, que no resultara fácil para un público que gusta de situaciones digeridas y sin conflicto. Disfrutable desde las actuaciones de Daniel Gimenez Cacho, Lola Dueñas, Juan Minujin, Rafael Spregelburd, Iván Moschner, Daniel Veronese, Vando Villamil y muchos otros. Fascinante desde los climas logrados, la ensoñación y el sufrimiento que se hacen palpables para el espectador. Y también una mirada de revalorización de las culturas que no se doblegaron ante el poder invasor, en el sueño de una aceptación que aún repele. Un film para disfrutar con la cabeza abierta, el corazón receptivo.
Exiliado en su subjetividad. El monólogo interior que escribió Di Benedetto resulta orgánico con la manera de narrar de Martel, que se pregunta por la identidad de Zama y de quienes lo rodean, ese deshilachado resabio de la corona española perdido en un continente invisible a sus ojos. Había infinidad de escollos a la hora de llevar adelante un proyecto como Zama, empezando por la dificultad de la novela misma, escrita en 1956 por Antonio Di Benedetto y celebrada en su momento tanto por Cortázar como por Roa Bastos y Juan José Saer. Pero se diría que Lucrecia Martel –en la que es su primera adaptación literaria y su primer film de época– los ha sorteado todos y ha conseguido mucho más que una versión lograda de una novela mítica. Su Zama es una composición autónoma, una nueva cumbre en su obra, un film de una complejidad visual y sonora fuera de norma en el cine contemporáneo, capaz de romper con la linealidad narrativa para ir en busca de un pasado colonial que solamente puede imaginarse de modo fragmentario, como quien explora su identidad en los retazos que quedan de eso llamado Historia. ¿Quién es Don Diego de Zama, ese hombre que está solo y espera? A la orilla de un río terroso, allá por 1790, en un confín colonial de lo que todavía ni siquiera se nombra como Paraguay, un niño desconocido, recién bajado de un barco que proviene de lejanos puertos rioplatenses, sorpresivamente se lo recuerda en un susurro, como si fuera un sueño: ¡el corregidor, el enérgico, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada, el que se ganó honores del monarca y respeto de los vencidos! Nada del presente de Zama (estupendo el mexicano Daniel Giménez Cacho) tiene que ver con esa leyenda. Ahora es apenas un triste asesor letrado de la corona española, añorando de manera enfermiza un traslado a Buenos Aires, donde dejó a su mujer y a sus hijos. El devenir del personaje, sin embargo, no lo llevará hacia aquella anhelada civilización sino en sentido contrario, a internarse de manera más profunda en el corazón de las tinieblas, allí donde ni siquiera se ha asomado el largo brazo del virreinato y donde él finalmente llegará a fundirse con un “paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas”. El monólogo interior que escribió Di Benedetto, a priori un enorme desafío para llevar al cine, resulta en cambio orgánico con la manera de narrar de Martel, especialmente después de su película anterior, La mujer sin cabeza (2008), donde la protagonista parecía perdida dentro de sí misma. Como señala la directora (ver aparte), no hay una voz en off de Zama ni nada que se le parezca sino, muy por el contrario, toda una infinita sinfonía de voces, de lenguas, de sonidos que hacen a la extrañeza del personaje, a su creciente confusión, a su condición de exiliado incluso dentro de su subjetividad. La dedicatoria de Di Benedetto, en la primera página de la novela, “a las víctimas de la espera” derivó casi siempre en una lectura unívoca, asociada con Kafka por un lado y con el existencialismo (particularmente Albert Camus) por el otro. La interpretación que hace ahora Martel, sin embargo, es bien distinta. Se pregunta por la identidad de Zama. Y, por carácter transitivo, de quienes lo rodean, ese deshilachado resabio de la corona española perdido –como bien supo leer la directora en la novela– “en medio de toda la tierra de un Continente que me resulta invisible”, en palabras del propio Zama. ¿Quiénes son esos hombres y mujeres que en medio de un calor asfixiante, de un polvo que se confunde con la luz cegadora del sol, parecen disfrazados, resabios de una trasnoche de carnaval? Constantemente, se ponen y se sacan unas pelucas que se adivinan hediondas, unas libreas raídas, unos miriñaques sin brillo, replicando rituales y conductas que no se condicen con ese confín que les tocó en suerte. La deslumbrante puesta en escena de Martel acentúa esa ajenidad de Zama y su entorno. Sus planos son fijos, sus encuadres son cerrados, pero siempre –como en sus films anteriores– hay un incesante movimiento dentro del cuadro, aquí en Zama más barroco que nunca. Personajes que pasan –como sombras, como fantasmas– por delante o por detrás de quien habla, animales insólitos que se aparecen en despachos oficiales, muebles de olvidado esplendor que se amontonan absurdamente en la pocilga a la que paulatinamente termina empujado Don Diego de Zama. El impresionante diseño sonoro concebido por Martel junto a su especialista Guido Berenblum va en la misma dirección de sentido. Por un lado hay una sensualidad, incluso una concupiscencia en los sonidos que provienen de la naturaleza que parecen poner en acción una incesante circulación del deseo. No sólo en el reprimido Zama sino también en las mujeres de ese paraje remoto, que paradójicamente son las más libres y desprejuiciadas: fuman tremendos puros, se bañan desnudas a la vera del río, disfrutan en su piel del barro y del sol y se consiguen sus amantes (ninguno de ellos Zama, por cierto). Los diálogos también se cruzan, se superponen en distintos planos sonoros: el presumido monólogo del gobernador (Daniel Veronese) de pronto se va apagando y lo sustituye la distraída reflexión interior del lacayo que lo apantalla. ¿Es acaso Zama quien imagina esa digresión? ¿No podría ser en todo caso también la suya? Como en la novela, la película de Martel se hace cargo del desasosiego del protagonista, pero lo exaspera en los tramos finales, cuando Zama, cansado ya de esperar un traslado que jamás llega, se enrola voluntariamente en una patrulla punitiva contra un bandolero brasileño, una suerte de cangaçeiro cuya leyenda supera en mucho su dimensión real. Allí queda claro que Zama ya no espera nada –un barco, una carta, la paga– sino que finalmente decide ir al encuentro de su destino, en las antípodas de la civilización, un poco a la manera del Kurtz de Joseph Conrad, aunque de una estatura mucho más pequeña, más modesta, más triste. El grisor de su entorno inicial cambia por el exuberante verde esperanza de la selva virgen. Mutilado, agónico, a Zama no le queda más que mirar, por una vez, hacia adelante. Se dirige hacia lo desconocido, hacia sí mismo.
Publicada en edición impresa.
Diez años tuvieron que pasar para que la directora argentina más prestigiosa de la actualidad volviera a presentarse en las pantallas. Finalmente, después de tantos vaivenes y obstáculos a superar, se estrena Zama, la tan ansiada adaptación de la novela de Antonio Di Benedetto. Lucrecia Martel regresa con todo a lo que afortunadamente ya nos tiene acostumbrados, personajes distanciados, antinarraciones, espacios del noroeste; solo que ahora cambia la contemporaneidad por la reconstrucción histórica. La realizadora se enfrasca dentro de una espera y travesía que convierten a Zama quizás en su film más logrado y, sin lugar a dudas, en una de las mejores producciones del año.
El cine de Lucrecia Martel es un cine sensorial, intuitivo, de experiencias y de mundos creados únicos. Su lucidez para reposar la cámara en la escena creada, el detalle de la descripción de sus personajes, la habilidad para imaginar lo inimaginable es de otro plano. En esta oportunidad recrea a Antonio Di Benedetto y la inabarcable épica de “Zama” recortando hechos, supliendo la voz interna por una narración paralela desde los otros, configurando así una historia sobre una época en la que todo estaba por hacer y las tentaciones podrían hacer dudar sobre la honestidad de los hombres. El viaje es preciso, la experiencia es única, ojalá que no haya que esperar diez años nuevamente para ver una obra de esta artista.
Una obra de arte que recompensa con creces al espectador Zama es una obra de arte que requiere de un espectador atento, paciente y abierto. La nueva y esperada película de Lucrecia Martel, adaptación de la novela de Antonio Di Benedetto, se admira desde el primer plano pero se empieza a apreciar mejor después, cuando la fascinación por la belleza de las imágenes y la intensidad de los sonidos dejan lugar en el espectador a una conexión con la frustración que experimenta su protagonista, Don Diego de Zama. El funcionario de la corona española varado en Asunción del Paraguay no puede ganar en nada. Zama está esperando que lo trasladen a la ciudad de Lerma pero es víctima de la burocracia, de la mala suerte, de su falta de viveza para manejarse en algunas situaciones, o, más bien, una combinación de varios de estos factores. Todos los deseos de Zama, los sexuales y los de fuga, no pueden cumplirse. Siempre en la orilla, soñando con salir de ese lugar, este hombre está también siempre al borde de la acción y las pocas veces en las que se decide a lanzarse a ella no obtiene muy buenos resultados. La frustración de Zama está contenida en la cara Daniel Giménez Cacho, quien interpreta al protagonista con gestos discretos pero muy expresivos, tomados en primeros planos. Esta cercanía con el personaje va construyendo la relación del espectador con él, en una película en la que la trama no es lo importante. La composición del encuadre y los colores son pura belleza. La colaboración entre Martel y Rui Poças, director de fotografía responsable de otras películas de gran esplendor visual como Tabú y O Ornitologo, resulta ser una sociedad perfecta. Cada plano de Zama es un cuadro para admirar. El diseño de sonido, a cargo de Guido Beremblum, también es sobresaliente. Ruidos de animales y otros sonidos de la naturaleza están llevados a un primer plano y combinados con otros efectos, que incluso llegan a tapar diálogos, subrayando que estamos inmersos en la subjetividad del propio Zama. La música anacrónica tiene un espíritu lúdico que recorre el film. Zama no es una película de época tradicional, tiene su propio ritmo, no se interesa demasiado por las idas y vueltas de la trama y está concentrada en su propia construcción estética, pero no es pretenciosa. Esto se debe en gran parte al sentido del humor que la atraviesa. Sobre todo, a Martel no se le escapa el absurdo de las crecientes frustraciones que vive Zama y lo hace notar de manera sutil, pero persistente.
Sí, es cautivante Lejos de una estructura lineal, el filme se sumerge en lo sensorial: hay que estar con toda la atención. Como en La mujer sin cabeza, más que en sus películas anteriores, Lucrecia Martel en Zama se sumerge en lo sensorial y lo metafísico antes que en la narración convencional. No es Zama una película de estructura lineal ni ortodoxa. Es una invitación a los sentidos, una película que inunda, desborda en más de una acepción. La directora de La ciénaga no traslada la novela homónima de Antonio Di Benedetto, ni la adapta, sino que la (re)interpreta a su gusto. La, llamémosla de alguna manera, anécdota se centra en Don Diego de Zama, un asesor letrado, que cumple meras labores administrativas en el Gran Chaco, a fines del siglo XVIII. Está a la espera de que el Gobernador le envíe una carta al rey de España para que su traslado a una zona menos inhóspita, se concrete. Está lejos de su mujer y de sus hijos. Todo está lejos. Pero sigue en espera. En eterna espera. Zama empieza, no a desesperar, pero si a inquietarse. Ese verbo, inquietar, es uno de los que mejor le cabe a la cuarta película de la salteña Lucrecia Martel. Hay temas abordados en el original y en la pantalla: el aparente sinsentido de la esperanza; el colonialismo; el racismo; la prisión interna de cada ser humano. Hay un anacronismo desde la banda sonora elegida por Martel, que se yuxtapone a todo. A referencias y tiempos históricos, y a animales que, más que parecer en un ensueño, son personajes que interactúan con los humanos. Y hay sexo, idea de sexo, un Zama impotente porque no puede cumplir su pulsión, lo que desea, hay amoralidad, no sólo en el ámbito sexual, hay una degeneración de un orden que establece la Corona o los enviados de ella que se contrapone con los indígenas. Hay gente malvada y otra que hace lo que puede. ¿Es Martel nihilista en Zama? Sí, en el sentido de la ausencia de algo permanente. Zama le pregunta a varios personajes por quiénes son, cuando en verdad debería demandarse ese interrogante a sí mismo. Es un tipo del que muchos se ríen, por más que estén muy por debajo en la escala del poder, y que está, más que perdido, abrumado. Algunos hablarán de ambigüedad, pero Martel no es una cineasta que confunda ni que dude. Si bien deja que el espectador deconstruya, analice el contenido y lo complete, ella es en todo momento quien conduce. Orienta, en última instancia, no manipula. Cinematográficamente, Martel utiliza todos los elementos que obtiene del set. La profundidad de campo del lente, el espacio off, tanto sea sonoro o de la imagen, lo que se escucha y no se sabe de dónde proviene, como lo que no se ve, pero se siente que está presente. Martel obliga al espectador a estar con todos los sentidos atentos. Digamos que intima, ofrece, pero no impone. Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, los argentinos Juan Minujín, Daniel Veronese y Rafael Spregelburd y el brasileño Matheus Nachtergaele son piezas, personajes como el paisaje o el sonido. Hay elementos fantásticos, claro, y otros reales. En esa amalgama se encuentra a Zama, y de esa combinación y su dilación se nutre la película. No es de visión sencilla, pero si se deja llevar, es una experiencia cautivante.
A 9 años de La mujer sin cabeza y luego de una tortuosa producción se estrena esta extraordinaria (en todo sentido) transposición de la novela de Antonio Di Benedetto con el mexicano Daniel Giménez Cacho en el papel de Diego de Zama, un funcionario del imperio colonial español apostado en la Asunción del Paraguay de fines del siglo XVIII que espera sin suerte su transferencia a un destino menos inhóspito. Una auténtica obra maestra que ratifica a la directora de La ciénaga y La niña santa como una de las grandes autoras del cine contemporáneo. -Además, una charla con la realizadora salteña, un texto suyo y una reseña del diario de rodaje. -Martel iba a filmar El eternauta. No pudo ser. -Martel iba a dirigir Zama con Lita Stantic como productora. No pudo ser. -Martel finalmente concretó Zama en un rodaje épico para el que se asociaron o aportaron una veintena de productoras y organismos oficiales y privados de casi todo el mundo. -Martel iba a estrenar Zama en Cannes 2016. Se enfermó. La posproducción se suspendió varios meses. No pudo ser. -Martel iba a presentar Zama en Cannes 2017. Pedro Almodóvar (uno de los múltiples coproductores) fue designado presidente del jurado. No pudo ser. -Martel iba a participar con Zama en la Competencia Oficial de Venecia, pero la miopía -otra vez- de los programadores de los festivales grandes la confinó a una de las proyecciones fuera de concurso. -Agosto de 2017: se estrena Zama en la Mostra y es una obra maestra. Este preámbulo, que poco tiene que ver con una crítica pura, sirve para comprender las condiciones en que se hizo, se posprodujo y se estrenó Zama. Hubiésemos querido que su concreción le trajera menos complicaciones a esta directora exigente y perfeccionista, pero sin caer en analogías baratas resulta pertinente trazar cierto paralelismo entre la espera de Martel y la de Don Diego de Zama, el corregidor (un asesor letrado a cargo de funciones administrativas) que aguarda que el Gobernador se digne a enviarle una carta al Rey para que éste disponga su transferencia. Es que lo que iba a ser una corta estancia en la Asunción de 1790 se transforma en una tensa, cada vez más angustiante e insoportable espera alejado de su esposa y sus hijos que lleva más de 14 meses y sin que el trámite burocrático avance. ¿Qué decir de Zama sin que suene presuntuoso o exagerado? Uno podría establecer conexiones con la obra de Terrence Malick, de Werner Herzog, de John Ford, de Claire Denis, pero el cine de Martel es único, intransferible, inimitable, incomparable. También podríamos hablar de la belleza, de la multiplicidad de elementos y matices que hay en cada plano de Zama, en el soberbio trabajo visual tanto en interiores como en exteriores de Formosa y Corrientes en colaboración con el director de fotografía portugués Rui Poças (Tabú, O Ornitólogo), en las múltiples capas (y efectos) de sonido elaboradas con Guido Berenblum, en el trabajo excepcional con el fuera de campo, con la voz en off, con la música, pero cada obra de la realizadora argentina es mucho más que la suma de sus partes. Hay algo del orden de lo metafísico, de lo sensorial (las películas de Martel hasta se “huelen”) que trasciende las fórmulas del cine narrativo y de la construcción dramática convencional. Sensual sin mostrar demasiado (insinuar y escatimar es una de las grandes artes del cine voyeurista de Martel); promiscua en más de un sentido (una llama puede aparecer en el plano respirándole en la cara a un personaje); política en su exploración del colonialismo sin caer jamás en el maniqueísmo ni el subrayado (las diferencias de clase, el tráfico de esclavos, el poder de la Iglesia están siempre en un conveniente segundo plano); con un fascinante pero nunca intrusivo ni pintoresquista uso de las tradiciones y costumbres indígenas; con una mixtura de razas, lenguajes y acentos; con un “malvado” tan elusivo y mítico como Vicuña Porto (el brasileño Matheus Nachtergaele), Zama se consolida durante sus primeros 90 minutos como un drama existencialista sobre el (no) paso del tiempo para en la brillante media hora final convertirse en un western alucinatorio. Daniel Giménez Cacho está impecable como ese hombre bastante patético que duda, sufre y espera, al que nadie parece respetar demasiado. Él es el corazón de una historia que contó con un elenco multinacional en el que aparecen desde la española Lola Dueñas (una Luciana Piñares de Luenga adicta al brandy) hasta los argentinos Juan Minujín, Rafael Spregelburd y Daniel Veronese. Poco importa si hay alguna concesión en ciertos acentos o términos que se utilizan o en ciertas licencias de la imponente reconstrucción de época: no estamos aquí ante una película de qualité que intenta recrear todo a la perfección. Zama es una película brillante que Martel hace 100% suya a partir de una novela ajena e “infilmable” como la Antonio Di Benedetto. Solo cabe esperar que la cinefilia de todo el mundo (está claro que no es un film masivo) la rescate y defienda como se merece para que la realizadora salteña no tenga que esperar casi otra década para volver a deleitarnos con su arte.
El hombre que espera Y finalmente, un día Lucrecia Martel retornó a la pantalla grande. No es casual que el proyecto más ambicioso de su carrera hable sobre el suplicio de la espera, puesto que han transcurrido nueve años desde su última y aclamada película, La Mujer sin Cabeza (2008). Luego de que la iniciativa de adaptar el maravilloso universo de El Eternauta se viera intrincada, la salteña emprendió un viaje en barco revelador que la dejó fascinada por una de las obras icónicas del escritor Antonio Di Benedetto. En esa travesía de 45 días que la llevó de Buenos Aires a Asunción, Lucrecia conoció a Zama (1956), la primera de la llamada «trilogía de la espera» del mendocino. Una novela que, dado el tinte existencialista, es a menudo comparada con El Extranjero de Albert Camus, aunque cabe decir que Di Benedetto siempre se mostró bastante alejado de las corrientes de su época. Zama narra las vivencias de un funcionario público en el siglo XVIII, don Diego de Zama, que se encuentra en Asunción del Paraguay esperando un ascenso que le permita ser trasladado a Buenos Aires. Alejado de su esposa y sus hijos, Zama pasa sus días carentes de sentido sucumbiendo ante los impulsos sexuales que parecen humillarlo. El mexicano Daniel Giménez Cacho es quien se pone en la piel de este antihéroe, el corregidor, “el que hizo justicia sin emplear la espada”, como bien exclama su voz interior personificada por uno de los niños del relato. Giménez Cacho representa la figura del burócrata narcisista a través de los marcados silencios, su mirada taciturna y una cruda indiferencia. Pero también vemos reflejadas sus contradicciones, la necesidad de significar algo para otra mujer y la absurda esperanza de ser reconocido por su decadente entorno. La película recrea de modo sorprendente los últimos años de la colonia española, con una puesta en escena y vestuarios profundamente realistas. En el caso de la banda sonora, ésta se encuentra compuesta fundamentalmente por ruidos autóctonos y voces en off, que hacen las veces de narradoras. El paisaje es indudablemente un personaje más de la historia. El calor irritante que se evidencia en las ropas sudorosas de los mulatos que apantallan a señoras europeas, la vegetación y la fauna de esta selva hostil y el río, aquel que separa a Zama de una existencia trascendental, dan cuenta de ello. Martel hace aquí un gran trabajo otorgándole a estas tierras formoseñas y correntinas todo un concepto del vacío y lo inmóvil. Podemos afirmar que, en sintonía con la filmografía de Martel, se trata de una experiencia sensorial hipnótica que sumerge al espectador en esa atmósfera de pesadumbre, de inquietud, siempre partiendo de la subjetividad del protagonista. A medida que avanza la cinta, el deterioro de Zama se hace cada vez más notable y las secuencias finales nos ofrecen un enfrentamiento casi alucinatorio donde el villano Vicuña Porto (Matheus Nachtergaele), un bandido que pone en jaque a la Corona Española, toma el control de su destino. Zama es una apuesta arriesgada y poco convencional para el cine latinoamericano. Una epopeya que recuerda a los filmes aventureros de Werner Herzog (salvando las distancias, por supuesto). La crítica internacional ya la ha colocado en un lugar prestigioso y se espera que aquí cause un impacto similar entre los cinéfilos devotos de los mundos abstractos y misteriosos de esta directora con lenguaje propio.
Es difícil decir que esta película no es una obra maestra, después de que se la saludara así ante la primera visión. Pero lo decimos: “Zama”, la muy esperada adaptación de la novela de Antonio Di Benedetto por Lucrecia Martel es una película imperfecta, a veces exasperante, siempre bella. Martel hace lo que debe hacer cualquier cineasta al adaptar una novela: comunicar su lectura (muchos olvidan esta pequeña, necesaria verdad). Lo hace con planos claustrofóbicos, donde la molestia es programática, mientras narra la inútil espera de traslado de este pobre funcionario colonial en una tierra que nunca hace suya. Todo en el film es deliberadamente material, incluso aquello que parece onírico: la clave es ese baúl que se mueve solo pero que no, no es lo maravilloso sino lo trivial. Al final llega la aventura, el campo abierto, la acción como única salida de ese laberinto sin paredes que es la selva. Martel entiende que Zama es una metáfora de lo inútil y que el tema es la imposible lucha contra el tiempo. ¿En qué falla, pues, la película, si eso está logrado, si hay planos bellos, si el sonido nos sumerge en ese pantanal? Un poco en su duración, un poco en ciertas elecciones de puesta que son sólo virtuosas. Martel es una cineasta importante y eso se demuestra en cada fotograma. El problema consiste en que la calidad de la dirección opaca al hombre que sufre.
Tras casi diez años de espera, Lucrecia Martel vuelve a deslumbrar con su hechizante, exquisito sentido para que la imagen y el sonido nos sumerjan en el mundo y en el tiempo de Diego de Zama. Es el funcionario que espera, en el Paraguay del siglo XVIII, permiso para poder largarse de ahí, una carta que nunca llega. Que se estrene la película es un acontecimiento artístico por varios motivos. Obviamente, porque es la cuarta película de la notable directora argentina, nuestra gran autora. Pero también por todo lo que rodeó, antes durante y después, la aventura de hacer de Zama un film. Hubo un intento anterior, que no llegó a rodarse aún cuando tenía, su director Nicolás Sarquís, hasta los actores elegidos. Y hubo varias idas y vueltas en una producción tan esforzada que terminó con veinte productores, desde los hermanos Almodóvar a Guillermo Kuitca, Gael García Bernal y Danny Glover. Se filmó en Formosa, con miembros de los pueblos originarios y actores qom, Martel se enfermó y se curó, Zama quedó afuera de Cannes porque Almodóvar presidió el jurado, se vio por fin en Venecia donde la crítica cayó rendida a sus pies y ahora llega a las salas porteñas. En tanto apuesta por un cine sensorial, alejado de la narrativa convencional o el seguimiento a una trama propiamente dicha, Zama apuesta por poner en escena, como dijo alguien, no ya la historia de un hombre que espera sino las consecuencias, los efectos que esa espera va produciendo en el pobre funcionario. El actor mexicano Daniel Giménez Cacho tiene uno de esos rostros que parecen haber nacido para el cine de Martel y su mirada transmite la desesperación de quien se vuelve invisible entre los suyos hasta terminar en una increíble deriva, hacia el magnífico tramo final. Película existencialista, sí, apoyada en un universo sonoro compuesto por tonos decrecientes, ruidos animales -que parecen electrónicos- y la música de los Indios Tabajaras, que aporta humor y viene de la época en que se escribió la novela de Di Benedetto, los años cincuenta. Ver Zama, y volver a verla, como se mira más de una vez una pieza de artes plásticas, es asomarse a una cosa orgánica, que tiene vida propia. Que, como dijo alguien también, parece que pudiera olerse. Y cada plano de Martel parece una obra de arte, con su uso del fuera de campo, y de la profundidad, con su maestría para componer imágenes de una riqueza extraordinaria, en las que pasa algo en primer plano, y al fondo algo más, y en el costado, un perrito es acariciado, como en un óleo de Velázquez. Un caballo mira a cámara y rompe la cuarta pared, unos peces se pelean violentamente debajo del agua, las chicharras atraviesan el aire pesado, húmedo, que vuelve pesadas las ropas sucias del desgastado Zama. Un cine que remite al de Terrence Malick, al Herzog de Aguirre, al John Ford del encuadre preciso en sobrecogedores planos generales, pariente de Jauja, de Lisandro Alonso, y sumará el espectador las conexiones que puedan acudir a su cabeza. Basándose en la famosa -y extraordinaria, y supuestamente infilmable- novela de Antonio di Benedetto, Martel construye su universo propio, con su conocido gusto por lo decadente, sus marcas autorales. Zama es un viaje alucinado, de una belleza apabullante. Una de esas experiencias únicas que regala, cada tanto, el mejor cine.
Al igual que otros proyectos de Lucrecia Martel, Zama aparece rodeada de un aura de mitos, fanatismos y prejuicios que opacan la película. En el paisaje del cine argentino, Martel es lo más parecido a una star, una creadora que suele mostrarse libre y algo quijotesca, fiel a sus caprichos, capaz de opinar de todo con un repertorio de frases vistosas siempre a mano. También es una directora con un mundo y una mirada personales, una de esas figuras a la que le calza justo el mote de auteur, con todo lo bueno y lo malo que trae la etiqueta. Esa consistencia parece haberle restado vitalidad a su filmografía con el paso del tiempo: sus retratos de grupos de clase media alta de Salta se sienten a veces mecánicos, calculados, como artefactos elaborados para provocar efectos precisos. La celebrada ambigüedad de la puesta en escena marteliana deja ver los hilos demasiado seguido: ¿cuántas veces se puede filmar a un personaje fuera de cuadro sin que el recurso pierda su eficacia? Zama, en cambio, tiene otra escala: la película abandona las coordenadas seguras (geográficas, pero también narrativas, sociales) del coto que supo ponerse Martel y se dirige hacia el Paraguay colonial. El cambio de espacio viene de la mano con la caída del género como clave interpretativa: la directora toma una novela en la que el punto de vista pertenece a un personaje masculino, como si tratara de dejar en el pasado una buena cantidad de tics que habían modelado su cine (un lugar, Salta, y una forma de observar –la famosa sensibilidad femenina de sus películas, mencionada hasta el hartazgo). Para Diego de Zama, las aborígenes de la zona conforman un cuerpo misterioso con funciones propias ajenas a su entendimiento: uno de los planos iniciales muestra a un montón de mujeres en el barro entregadas a alguna forma de comunión inmemorial, casi como si fueran ídolos antiguos, al menos hasta que descubren al hombre espiándolas y lo ponen en ridículo al grito de “mirón, mirón”. El resto del tiempo, las mujeres que rodean a Zama van y vienen, pasan delante suyo, son agentes silenciosos y diligentes de un mundo hermético. No quedan restos del proclamado pulso femenino de la directora, sino un montón de mujeres cuyo misterio no se deja encapsular en alguna vaga noción al uso de género. Más bien habría que decir que hombres y mujeres integran una especie de sistema, o de organismo, que la película trata de apresar. La anécdota no tiene muchos dobleces: el protagonista, un funcionario de la Corona, quiere volver a España, y una larga serie de contratiempos se lo impiden. Hay que filmar la espera, entonces, el tiempo espesándose; pero eso sería muy poco o directamente nada, teniendo en cuenta que, al menos desde finales de los 50, ese fue más o menos el proyecto del cine moderno. Zama hace otra cosa: cuenta la historia de un hombre fuera de su lugar que tiene que medirse con una tierra que se le aparece como ininteligible, que le niega el sentido. Bazin, Eisenstein y seguramente muchos otros dijeron que en el cine, al contrario de lo que pasa en a literatura, no hay una página en blanco que llenar, y que, al revés, el trabajo del cineasta consiste en elegir qué tomar, recortar, sustraer. Zama procede de otra manera: la película no arranca nada, sino que se abre, se deja contaminar por elementos extraños. La acumulación de episodios confusos y el enrarecimiento de la puesta en escena sugieren una invasión, una corriente subterránea que se asoma a la superficie de los planos a través de, por ejemplo, los animales que se entrometen cada vez más seguido en el encuadre y en la banda sonora, como esa llama que aparece por detrás de Zama y se instala en el plano mientras el funcionario habla. Esa acumulación va en aumento y presenta signos de irregularidad: en algunas escenas, el extrañamiento se siente forzado por la utilización excesiva del sonido o por el trabajo demasiado evidente de los actores, que a veces exageran las formas. Zama confirma algo que siempre se dijo: que Martel es una cineasta de climas, pero también muestra que no es una cineasta especialmente sofisticada, sino que logra sus objetivos con laboriosidad, a fuerza de insistir, de remarcar, de señalar la disrupción, la disonancia. Así y todo, la directora se juega más cosas que en otras ocasiones: en Zama no están las referencias sociales que apuntalan las películas anteriores y sus claves de lectura más habituales, o sea, faltan los lugares compartidos con el público en relación con temas más o menos cómodos como la decadencia de una aristocracia salteña venida a menos, la mirada femenina o las tensiones familiares. Zama es mucho menos complaciente, no invita al espectador a dialogar sobre cosas compartidas, sino que lo sumerge en un reino desconocido, una zona que la película traza de a poco frente a sus ojos, en parte replicando el comportamiento de la tierra que enloquece de a poco al protagonista. Curiosamente, la película adquiere con el correr de los minutos un aire humorístico: el orden borroso que regula la vida del territorio provee a la directora de oportunidades para una comedia alucinada, como la reacción del ayudante de Zama que, ante una caja que se mueve sin explicación, sentencia: “Ojalá fuera lo inaudito, pero hay un chico debajo”. Ciertas acciones se repiten como rimas y develan el costado absurdo de la tragedia del protagonista, como el “¿tengo que hacerlo todo yo?” que dice en más de una ocasión el nuevo gobernador, o el dato escuchado furtivamente sobre una avispa que pone sus huevos en una araña viva, que revelado por segunda vez sugiere un peligro desconocido para otro personaje desprevenido. La segunda parte produce un cambio notorio: la película deja de lado el trabajo con los climas y trata de acometer una especie de parodia discreta del western o de película de aventuras. Una expedición en la que todo sale mal permite continuar con la exploración de un paisaje inédito, como la escena en la que se ve a un contingente de indios ciegos que viajan de noche guiados por sus hijos. Zama y su grupo sufren una emboscada: cuando tratan de escapar, los indios salen de los matorrales, como si brotaran del suelo, y los capturan con sogas y golpeándolos en la cabeza. Son conducidos ante la tribu: la inquietud del momento surge menos de la actitud de los captores que de la fragmentación de la escena, que se sirve de la agitación y el terror de la situación y colma todo con un remate: después de los rituales y el miedo, los personajes fueron liberados y están sentados en medio de la nada, perdidos y con el mismo aire lastimero que tenían antes de la captura. El humor que se mueve por los planos, la banda sonora y las actuaciones de Zama muestran a una directora en madurez, que puede volver sobre sus mundos y motivos personales sin las apoyaturas ni los tics de sus películas anteriores.
LA CIÉNAGA DEL TIEMPO. La esperanza ¿es un sentimiento noble o encubre un conformismo humillante? ¿Somos prisioneros de lo que deseamos? ¿Podemos ser plenamente libres? ¿Dependemos siempre de decisiones de los demás? ¿A dónde puede llevarnos la falta de perspectivas? ¿Somos lo que creemos que somos o lo que los demás ven en nosotros? Preguntas como éstas dispara la visión de este esperado regreso de Lucrecia Martel al cine, tras dejar atrás una versión cinematográfica de El Eternauta y complicaciones varias. La riqueza de Zama la convierte en una pieza perspicaz, surcada de entrelíneas que circulan como pócimas bullendo silenciosamente por vasos comunicantes. El espectador podrá detenerse en la soledad del protagonista Don Diego de Zama, funcionario americano de la Corona española a fines del Siglo XVIII esperando una carta que no llega, lo que lo impulsa finalmente a sumarse a una partida de soldados en busca de un peligroso bandido. O dejarse seducir por el clima misterioso, hecho de figuras elusivas y siluetas que se recortan detrás de puertas o ventanas o que asoman en el fondo del plano. O rendirse ante ese universo rebosante de sensaciones, tensión sexual, opacas rutinas, malestar apenas disimulado, orgullos varios, pelucas, decadencia y muerte, espacio que –partiendo de datos históricos pero sin sujetarse obsesivamente a ellos– crea el film. Y a propósito: recorriendo más de un siglo de cine argentino, cuesta encontrar otra película que transmita tan vívidamente la vida cotidiana en tiempos del Virreinato, sin que importe el desfile de trajes sino la húmeda impresión de formar parte de aquél tiempo en medio de privaciones, modales afectados y salvajismo a cada paso. Apenas puede encontrarse algo de eso en los dos primeros episodios de De la misteriosa Buenos Aires (1981, Fischerman/Wullicher/Finn). Este retrato de América colonial envuelto en trastos y temores, diferenciado de tantos lustrosos films de época, es uno de los hallazgos de Zama. La incomodidad se advierte incluso cuando el protagonista habla de la nieve, las pieles y los perfumes de algún lejano país, evidenciando la necesidad de imaginar sitios más acogedores. Por otra parte, la directora salteña ha señalado su intención de alejarse del patrón del cine histórico con héroes viriles de a caballo, y de hecho su Diego de Zama es más un hombre meditabundo, que no sabe qué hacer con la progresiva sensación de fracaso que va cercándolo, que aquél “pacificador de indios con honores del monarca” que sostiene su fama. Mucho de eso está, claro, en la novela original de Antonio Di Benedetto, de cuyo ánimo general Martel supo apropiarse. Es posible que al espectador habituado a las fórmulas del cine de entretenimiento (que también incluye biopics y films de época) le cueste internarse en el impar estilo del film, con sus planos fijos que a veces se suceden como esclusas con un elaborado movimiento interno, sus momentos de violencia fuera de campo, sus personajes de emociones contenidas, su etérea música incidental. La breve gresca de Zama con Ventura Prieto, por ejemplo, está excelentemente resuelta, pero no de la manera con que lo haría un film clásico de acción. A su vez, el desempeño de los intérpretes (el mexicano Daniel Giménez Cacho, la española Lola Dueñas, el brasileño Matheus Nachtergaele, los argentinos Juan Minujín, Rafael Spregelburd, Manuel Fernández y otros) es de gran precisión, pero sin el énfasis melodramático al que nos tiene acostumbrado cierto cine. Quienes conocen la obra de Lucrecia Martel, en tanto, así como los cinéfilos o simplemente los espectadores más atentos, disfrutarán de las digresiones (ese acompañante que imprevistamente piensa en voz alta), los arrebatos sombríos (el gobernador manipulando las negruzcas orejas de un muerto), la sinuosa caracterización de personajes (hombres ligeramente afeminados, muchachas no tan frágiles como lo sugiere su apariencia), la atmósfera afiebrada (con los valiosos aportes del portugués Rui Poças en la fotografía y del equipo responsable de cargar el ambiente de sonidos lejanos, zumbidos de insectos y crujidos), las sutiles pinceladas de humor (“Ha comprado su libertad y ahora la pierde” dice una dama de su esclava negra que va a casarse). Entre las muchas lecturas que permite la Zama de Martel, resultan saludables las que propician el análisis de la historia de nuestro país. “No tenemos quien trabaje ahora” es el motivo por el que una mujer lamenta la matanza de indios en la zona, recibiendo como consuelo una frase de Zama: “Indios nunca van a faltar”. Asimismo, la posible publicación de un libro despierta desconfianza en las autoridades y una sensación de redención en su joven autor. Hay allí coordenadas que parecen resonar hasta hoy, como sucede en las películas que recrean el pasado sin congelarlo. Finalmente, los niños que aparecen en la secuencia final –teniendo en cuenta su mirada, su actitud y sus palabras– bien pueden representar la generación, la raza o la clase en la que la esperanza puede cobrar, por fin, algún sentido. Por Fernando G. Varea
En los últimos años, ninguna película argentina generó el nivel de expectativa entre críticos y cinéfilos, como la que ha despertado el épico estreno de Zama. La flamante película, designada como precandidata para representar a la Argentina en la carrera por los premios Oscar y Goya, sale de las entrañas creativas de una cineasta incomparable: la salteña Lucrecia Martel. Desde ya, su entrada en la categoría "mejor película iberoamericana" en la noche de los galardones más reconocidos del cine español, está prácticamente garantizada. Con respecto al Oscar, y teniendo en cuenta la cantidad de países que aspiran a alcanzar una nominación a la codiciada estatuilla en el rubro "film de habla no inglesa", la cosa está más complicada. Los votantes de la Academia de Hollywood generalmente eligen películas extranjeras, basándose en la mirada que ellos tienen sobre la coyuntura de cada rincón del planeta, en una suerte de discutible cosmovisión que opera a puro lugar común. En el caso de Argentina, los premios a La historia oficial y El secreto de sus ojos corroboraron esa tendencia, lo mismo para la nominación que recibió Relatos salvajes. No vamos a discutir aquí los méritos cinematográficos de cada una de esas obras, sino el simple hecho de que su lugar en la entrega de los Oscar estuvo canalizado por las coordenadas anteriormente mencionadas. En este sentido, Zama no sólo es un ovni dentro del panorama del cine nacional, sino también a nivel mundial. El film de Martel levanta por lo alto la bandera de permanencia y resistencia de un cine ambicioso, que se propone ir más allá del umbral de la pantalla. Muchas veces el mote de "película ambiciosa" es malentendido con el de "película pretenciosa". Aquí estamos claramente frente a la primera categoría. Un film tan épico como intimista, que atravesó múltiples batallas para llegar a las salas de cine. Pasaron nueve años desde el último largometraje de la realizadora, La mujer sin cabeza, y en el medio también otro desafiante proyecto que quedó trunco, el de adaptar la legendaria historieta El Eternauta. La concreción de Zama requirió del esfuerzo de un auténtico batallón de productores privados (tan diversos como los hermanos Pedro y Agustín Almodóvar y el astro de Arma mortal, Danny Glover), sumando el aporte de múltiples instituciones mundiales, entre las que se incluye nuestra Universidad Nacional de Cuyo. Siempre se dijo que la novela cumbre del autor mendocino Antonio Di Benedetto, publicada en 1956, suponía una experiencia imposible de trasladar al cine. Aquí Lucrecia Martel no sólo demuestra lo contrario, sino que lo hace desde la perspectiva más lúcida. En términos generales, existen dos clases de adaptaciones de obras literarias a la pantalla grande, las que naufragan en el frío ejercicio del rigor académico, es decir aquellas que intentan respetar a rajatabla las páginas del material original; y las que son capaces de construir un universo propio a partir del ingreso en las entrañas del libro. Don Diego de Zama, interpretado magistralmente por el mexicano Daniel Giménez Cacho (La cordillera, La mala educación, Profundo carmesí), es un asesor letrado de la corona española, varado a fines del siglo XVIII durante más de un año en un paraje paraguayo (aquí recreado en locaciones formoseñas), a la espera de que el Gobernador haga la gestión pertinente para que el Rey disponga su retorno a su hogar, que hipotéticamente sería Mendoza. Su mujer y sus hijos lo esperan. El hombre, que está muy lejos de ser lo que se dice un buen tipo, también espera. Y en medio del eterno sinsentido que implica el concepto de espera, se mezclan pelucas, trajes y vestidos de una realeza polvorienta, ensambladas a la fuerza con los ritos ancestrales de los indios; en medio de una fauna en la que todo tipo de animal puede irrumpir en la reunión más protocolar. A pesar de que tristemente, la malas condiciones de las diferentes comunidades aborígenes de nuestro país se han perpetuado en el tiempo, Zama no pretende erigirse en film de denuncia, aunque más de una de sus escenas empate con la urgencia de dichas poblaciones en el presente. En términos formales, la película tiene todas sus cartas a favor. La voz en off, ese recurso que a veces resulta tan irritante, aquí encuentra un tono exacto, en un relato que pendula entre lo intimista y lo épico. Martel trabajó codo a codo con el talentoso director de fotografía portugués Rui Poças, y el diseñador de sonido Guido Berenblum, quien conquista un nivel de exquisitez único en el cine nacional de estos últimos años. Claramente, el film de la salteña es un ejercicio de prodigio y virtuosismo, que no tiene como misión ajustarse a una exacta reconstrucción de época. La realizadora despliega cada laboriosa herramienta de lenguaje cinematográfico, sin perder la impronta de una experiencia sensorial. Zama navega como un indescriptible trance hipnótico, por eso tal vez Lucrecia dijo hace días en una entrevista con María O'Donnell en Tarde para nada, por Radio Cut, que hay que "entregarse a su película como a un fernet". En esa misma nota, la directora remarcó que no hace films difíciles, a pesar de que durante tanto tiempo le hayan hecho esa fama. Algo milagroso flota en estos días en los cines mendocinos. Por un lado, el debut de Zama, con una entrada súper accesible a sólo $35, desde este domingo hasta el próximo miercoles, en Village y Cinemark, formando parte de la promoción de la Semana del Cine Argentino, lanzada por el INCAA y el Ministerio de Cultura. A su vez, también se ha producido el estreno de la nueva película de otra gran directora del cine nacional, estamos hablando de Alanis, realizada por la talentosa Anahí Berneri, que también tendrá funciones a $35 en Cine Universidad. Históricamente, no sólo aquí sino en el mundo entero, la producción cinematográfica ha estado dominada por varones. Siempre se habla del cine como una inmutable usina machista. Para contraponer ese concepto, si durante estos días ustedes se dan la chance de ver las obras de estas dos inspiradas mujeres, que desde hace rato vienen construyendo filmografías desde una premisa tan pasional como arriesgada, podrán llegar a la conclusión de que son dueñas de una fuerza, tanto desde lo cinematográfico como lo ideológico; más poderosa que la esgrimida por referentes como Santiago Mitre, Mariano Llinás, Pablo Trapero o Adrián Caetano. Sólo por mencionar algunos chicos, que están muy detrás del talento y la garra de estas féminas cuyas películas son una perfecta síntesis de batalla y belleza. Zama / Argentina, Brasil, España, Francia, Holanda, México, Portugal, Estados Unidos / 2017 / 115 minutos / Apta para mayores de 13 años / Guión y Dirección: Lucrecia Martel / Con: Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Rafael Spregelburd, Nahuel Cano, Mariana Nunes y Daniel Veronese
Tras un período de inactividad de 9 años, vuelve Lucrecia Martel, aquella directora que siempre dio que hablar y que termina siendo una presencia asegurada en los Festivales de Cine más importantes. Lucrecia Martel es de aquellos autores que no dejan indiferente a nadie. Pueden gustar en menor o en mayor medida sus propuestas audiovisuales, pero lo que es innegable es su destreza técnica, su conocimiento del lenguaje cinematográfico y la presencia de un discurso bien definido en todas sus obras. Su cuarto largometraje narra la historia de Don Diego de Zama, un oficial español del siglo XVII asentado en Asunción que aguarda su transferencia a Buenos Aires. Es un hombre que busca ser reconocido por sus méritos. Pero en los años de espera pierde todo. Decide atrapar a un peligroso bandido y recuperar su nombre. El film está basado en la novela homónima de Antonio Di Benedetto escrita en 1956, y considerada inadaptable por varias personas. Lo cierto es que Martel nos trae una más que digna propuesta cinematográfica donde se destaca principalmente la puesta en escena, con una magnífica dirección de arte, un logrado vestuario de época, y una fotografía acorde a las necesidades dramáticas que funcionan a modo de espejo de los estados de los personajes. A su vez, la utilización de la música repetitiva pero con un fin de contrastar momentos totalmente diferentes y del sonido anacrónico para transmitir pensamientos de personajes durante ciertas situaciones, le dan un toque personal y distintivo a la experiencia. Por el lado de las actuaciones, Daniel Giménez Cacho compone un personaje potente tanto con el uso de la palabra como también con los gestos en las instancias donde se quiere economizar en diálogos y denotar su sensación de soledad. Acompañan muy bien Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Lola Dueñas, Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, Vando Villamil, entre otros. Si bien por momentos el relato puede tornarse lento y repetitivo, esto se da con un fin práctico y narrativo, sin llegar a abusar de ello. De hecho, resulta realmente destacable que siendo una película de “Cine de Autor” (con todo lo bueno y lo malo que esto pueda significar), todas las escenas tengan un fin narrativo y/o práctico. No existen escenas triviales o de transición. Su montaje es sobrio pero eficaz. Se nota verdaderamente que la autora cuidó cada detalle de la concepción de la imagen, ya que cada plano se ve meticulosamente planeado, dando información valiosa en cada elemento que se ve en el encuadre. Si bien por momentos se abusa de la retórica de la imagen, producto de los límites físicos del encuadre (en general, se emplean para dejar fuera a los esclavos o distinguirlos de los nobles), el sentido de su utilización es más que claro y funcional. En síntesis, “Zama” representa una experiencia audiovisual compleja que puede no ser del agrado de todo el mundo, pero que realmente tiene un atractivo producto de su magnetismo visual y del fuerte discurso de su directora. Un duro retrato de la soledad, la traición, el colonialismo, la esperanza, la humanidad y otras tantas materias. Un film donde su experimentada directora plasma exactamente lo que quiere.
¿Ser pacificador de indios es un pecado? Este interrogante atraviesa el presente largometraje de la emblemática directora salteña Lucrecia Martel (La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza) que, tras nueve años de ausencia, vuelve al ruedo sin mayores preámbulos que abordar -desde el título- la vida y obra de Don Diego de Zama; el atípico “héroe” que devino en figura literaria en 1976. Martel basa su cuarto largometraje en la novela homónima del escritor mendocino Antonio Di Benedetto para ahondar el drama universal existencial de este hombre peculiar que, desde la ficción, representa un funcionario americano al servicio del imperio colonial español y espera su traslado a Buenos Aires desde Asunción del Paraguay (a sabiendas, la clave alegórica: entender Asunción como sinécdoque de todo el continente, espacio abstracto). Estilísticamente este espacio-tiempo de la espera -de un barco con noticias de su familia, de su traslado o de un acto heroico- que se torna tediosa y desmoralizante, es el principal protagonista de esta narración que inmoviliza a Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho); un hombre taciturno que rememora el complejo espíritu de época que los años ’50 inscriben la trama en cine de autor clásico apropiándose de hechos y personajes para volverlos propios; retroalimentando su propia mirada al sistema. Martel desnuda el abuso de autoridad frente a los derechos humanos. En efecto, las escenas contienen excesos políticos; racismo; violencia sexual y de género para enfatizar lo que padecieron los criollos y nativos durante el período de colonización española, pintando el cuadro con un complejo entramado de texturas discursivas, metafóricas y artísticas cuyo leitmotiv atraviesa el surrealismo, en su máxima expresión, en post de la esperanza del devenir de una Latinoamérica nueva y mejor en esta tierra propia de una pesadilla kafkiana donde, aún hoy, reina una compleja red de intereses e influencias. A grandes rasgos, es un relato no lineal inmerso en la atmósfera opresiva cuyo espesor histórico se dispersa progresivamente para poner en primer plano la angustia del sinsentido y la falta de constitutivos de la vida del hombre. La génesis del guión pivotea narrativamente entre lo poético y filosófico. Converge en el drama y reconstruye una América desde la figura del héroe empapado de significantes que brindan la atmósfera anacrónica y substrato del relato. Hay diálogos y vocablos de la lengua tupí-guaraní (mpaipig, mbeyú, y-cipó, manguruyú); empleo de títulos como gobernador, corregidor, pacificador o asesor letrado que permiten identificar la época. También hay elementos como por ejemplo: hidrografía, fauna (caballos), flora (árboles, mar); las familias indígenas y la sociedad colonial: sus medicinas, creencias, armas, el trabajo rural, en un tiempo verosímil que denota la dimensión metafísica, abstracta y universalista inmersa en el contexto opresivo colonial. Este concepto opresores/oprimidos, presente desde el primer minuto, anticipa el estancamiento y la espera cruel y perpetua que paraliza a la vez que desintegra; la vida de Zama. En este sentido Martel circunscribe la metáfora que lo identifica con el pez ante la frustrada posibilidad del viaje marítimo: “Hay un pez, en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida en vaivén dentro de ellas; de un modo penoso porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra. Estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia”; el pez es espejo de Zama. Martel utiliza este tipo de elementos de la novela y aborda desde la dimensión mítica, analogías o lenguaje simbólico el relato; así se condensa; expande; revela y enmascara para desestabilizar su linealidad sólo aparente de un archipiélago de tierras firmes donde el agua sugiere purificación y renovación: es el medio a través del cual Zama puede reencontrarse con Marta y sus hijos, y también el que posibilita la llegada de la viajera del Plata. Este esquema administrativo, pirámide invertida, se erige sobre un espacio violado real y simbólicamente, determina la suerte de Don Diego: aquello que no se adapta a la estructura de este mundo tensionado por la barbarie natural de una tierra indómita y destructiva, y por el ya retraído impulso civilizador de la burocracia real, no puede prosperar. Así, oscila entre un decurso histórico, objetivo y lineal, y otro subjetivo, vinculado a las reflexiones y al fluir de la conciencia de Don Diego de Zama, al que las apariciones providenciales del niño rubio -que irrumpe en varias escenas- proyectan el plano simbólico. Párrafo aparte para el preciso trabajo de DF a cargo del portugués Rui Pocas cuya artística y encuadre, en conjunción a la magistral musicalización de Guido Berenblum enaltecen el drama y las tensiones mediante un cameo excepcional de elipsis, planos detalles y locaciones que recorren interiores y exteriores de Formosa y Corrientes para situar los tres períodos de degradación de Don Zama: 1790, los trámites infructuosos ante la gobernación para lograr el ansiado traslado y el deseo sexual, que desmorona la imagen idealizada que Don Diego ha construido de sí mismo; 1794 el tópico del hambre y la subsistencia económica y 1799 la necesidad de inventarse una gesta heroica para ganar los favores del Rey; todos anclados a Buenos Aires, Europa, Rusia, el Plata. Este híbrido de períodos y elementos sumerge al espectador en la dualidad temporal y la angustia del sujeto inmóvil y expectante: la espera, la soledad y el espacio intersticial que ocupa en todo momento la figura de Zama. Así Martel construye desde un ritmo lento el paso del tiempo; invirtiendo la primacía de la esencia sobre la existencia, sobre todo en 1799 hacia el final de la trama; se enfatiza la idea del fracaso. La espera tiene su correlato histórico en la espera de los americanos a fines del Siglo XVIII donde las reformas administrativas de los Borbones determinan la política, nacen las intendencias y sustituye la figura del corregidor por la del gobernador intendente y posterga a los criollos (entre ellos Zama) en los puestos jerárquicos ocupados por españoles, situación que dio nacimiento al movimiento independentista. Zama había sido y no podía modificar lo que fue. Desestabiliza el orden constituido; transmite la angustia de lo irremediable en la piel de Zama como símbolo del hombre americano; la espera como plano simbólico y ejercicio de poder entre dominantes/dominados -cual estadíos de Paulo Freire– donde Zama ocupa ambos roles; es asesor letrado que humilla a los comerciantes e indígenas, dejándolos morir en una zanja, y como el doctor, el pacificador de indios que hizo justicia sin emplear la espada, el ejecutivo. Atributos que no lo alejan del deshonor porque, en definitiva, él también espera que su vida se encauce; que la promesa del gobernador de que “Su majestad celebraría este retorno a las armas y lo compensaría” se cumpla; que sus mujeres lo correspondan; que su carrera lo dignifique. Sin embargo, la frustración de este asesor insaciable dueño de una pluma filosa e impulso libidinal que no apunta a ninguna cosa material sino al trayecto, lo estancan como pez en el río; sólo se dignifica su figura cuando abandona su norte y su anhelo al punto cardinal de la muerte y opresión de Vicuña Porto. Aparece el deshonor, el quebranto económico que él mismo inició cuando profesaba “haz hijos, no libros”; cual efecto boomerang en esta tierra circular cuya retórica lleva al hombre a replegarse sobre sí, desactivando sus impulsos de rebeldía. No es casual que el fin de la novela sea en el mismo sitio donde comienza y la delgada línea entre la vida y la muerte que conduce al drama existencial que representa el descubrirse completamente solo frente a un mundo regido por un dios incognoscible que juzgará sus actos post-mortem. Esto disemina el devenir de una respuesta totalizadora y la entropía del sujeto, cuya visión teratológica y la progresiva degradación y la espera interminables reducen al sujeto a las formas mínimas de una existencia caótica y escindida de la sociedad. ¿Es entonces Zama un pacificador de indios que cometió pecado?
EL MONO EN EL REMOLINO “Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría. Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron donde están, un cuarto de legua arriba. Entreverada entre sus palos, se menea la porción de agua del río que entre ellos recae. Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó en los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos por irnos y no” “ZAMA” Antonio de Benedetto (1956). Para muchos espectadores Zama no es simplemente un nuevo filme argentino, sino el reencuentro después de una larga espera con Lucrecia Martel y su cine. Casi diez años pasaron desde el estreno de su tercera y última película La mujer sin cabeza (2008), controvertida en su recepción internacional, amada para unos, incomprendida por otros, pero sin duda alguna con el sello de su voz narrativa y la mirada única de esta directora irrepetible. Brillante en su dominio discursivo, intelectualmente profunda, estéticamente sólida y audaz en cada una de sus propuestas (La Ciénaga 1998, La niña santa 2004), trajo desde su primer filme fuertes vientos de un cine de puro lenguaje contemporáneo despegándose de todo clasicismo local. En esta década de silencio cinematográfico, Martel pasó por tantos proyectos posibles como no realizados. Desde la potencial transposición de la gran historieta argentina “El Eternauta” de Oesterheld jamás producida, a otros varios proyectos no concluidos. Finalmente viajamos hasta arribar a las aguas de Antonio Di Benedetto y la adaptación de su novela homónima (“Zama” 1956) a través de la mirada de Martel. Ella leyó esta novela navegando un mes y medio por el río Paraná, allá por el año 2010, y quedó embuída por la obra en un estado febril. El texto la atrapó físicamente y la empujó tiempo después a una lucha de varios años para conseguir los recursos que hicieran de esta experiencia literaria una película. ”La forma de escritura de Di Benedetto te obliga al remolino. El comienzo –el mono que gira en el remolino en el río– está en su prosa. A veces te obliga físicamente a leer una cosa, unas sentencias, y a veces sencillamente el pensamiento es espiralado. Eso que produce es como la fiebre, te modifica” El estilo de la novela –que leí atentamente antes de ver el filme – es fuertemente instrospectivo y descriptivo. Los acontecimientos son pocos y todos atravesados por la fuerza subjetiva del narrador que desde la acción de “la espera” activa algo mayor a la aparente inacción misma, hay una suerte de reflexión existencial permanente donde cuestiona valores como la esperanza, la memoria, la pertenencia y la identidad, dejando ver al sesgo consideraciones filosóficas que anuncian la llegada de nuevos pensadores: los existencialistas de la modernidad. El argumento podría resumirse drásticamente en pocas líneas si nos centramos en el núcleo duro del relato: Allí por el siglo XVIII Don Diego de Zama, un corregidor de la corona española, habita en tierras lejanas y extranjeras a la espera de una carta del rey que permita su traslado a España. Pero la espera es en vano y en su derrotero desesperado va perdiendo su prestigio, su autoridad y su cordura. La osada adaptación que hace Martel de la obra habla muy bien del trabajo libre y reflexivo que implica esta tarea lejana de cánones rígidos sobre lo que cuenta la obra literaria, en términos más modernos la de no respetar necesariamente la literalidad del argumento sino ir en busca de una interpretación genuina y caminar hacia el alma de la obra, que Martel la encontró en una palabra motivacional: “la mutación de la identidad”. El personaje en el filme pasa por “tres estadíos narrativos” sin hiatos de enlace. Martel no se preocupa porque podamos sentir el crescendo organizado hacia cada una de sus etapas. Es un viaje estético donde cada fragmento brilla por distintas razones. Las dos primeras etapas parecen más relacionadas a un argumento más minimalista “la acción más abstracta de la espera”. En la que nuestro protagonista desde lo formal hace contrapunto con un tipo de imagen más bien obscena y cargada de elementos en un mismo plano, donde todo sucede a la vez como si no hubiera censura compositiva y todo fuera posible. Al mismo tiempo el sonido deja una huella en cada plano: la huella que crea los climas. Expresiva y sintética, hace de cada sonoridad una descripción y a su vez una subjetivación. Un mecanismo muy representativo del universo auditivo Marteliano. En la tercer etapa del filme hay dos aspectos distintivos: la imagen parece organizarse y dar una perspectiva pictórica de los espacios, los personajes, y los planos se hacen pintorescos, algo totalmente ajeno a lo que conocemos como su mirada vanguardista; por otra parte hay una intención argumental más cargada de acciones y situaciones a partir de que el personaje de Don Diego Zama comienza a soltar lo que lo aferra a su lugar y su espera. Es realmente diferente a los estadíos anteriores y, sin duda alguna, para nada audaz ni renovador. Sino que más bien es bello a la vista y distante en todo sentido narrativo. Es inquietante a lo largo de toda la película la imposibilidad por parte del espectador de detectar los espacios reales, no es Paraguay como en la novela, no es solo la Mesopotamia, es Brasil pero no es, parece la selva chaqueña, pero tampoco se filmó en ese lugar. Un logro extraño e incómodo a la vez. El trabajo de los actores es preciso y transparente en algunos casos (Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Mariana Nunes) y en otros en cambio la diferencia de tonos y estilos genera una fisura en la sinergia escénica. El contraste del mundo pseudo hispano frente al mundo aborigen sufre desequilibrios o por exceso de textos o por una intención actoral muy distinta al resto del elenco, como el caso de Daniel Veronese como Gobernador de Buenos Aires. Zama, la cuarta obra de Lucrecia Martel, es una interesante búsqueda atravesada por 10 años de silencio, pero, no por eso es su obra más lograda. Creo que Martel ha sido la imaginaria figura a la que Di Benedetto dedica la novela: “A las víctimas de la espera”. Esperamos que filme a la brevedad. “Lucrecia Martel viste ropas claras. Una camisa de mangas largas con los puños enrollados hasta el codo, que deja ver las manos huesudas, las muñecas finas y los brazos pecosos. Un pantalón cargo todo embarrado y botas de caucho, de caña alta. Un sombrero de paja le echa un poco de sombra en la cara, sobre los anteojos, sobre el pelo suelto, ondulado, rubión y largo. Nunca levanta la voz, pero cuando habla todos la escuchan. De a ratos prende un cigarro y fuma, soltando un humo espeso que tarda en terminar de salir de la boca y perderse en el aire. Los qom la respetan. El equipo técnico y los actores la aman. Ella se mueve en ese arco de amor y respeto con delicadeza y cuidado. Parece una exploradora del siglo XIX. O un ave rara del siglo XXI” “El mono en el remolino” (Diario del rodaje de Zama) Selva Almada 2017. Por Victoria Leven @victorialeven
Regresa Lucrecia Martel, una de las directoras más importantes del mundo, tras 9 años, con Zama, una visión personalísima y nuevamente consagratoria sobre la gran novela de Antonio Di Benedetto. Don Diego de Zama (impresionante Daniel Giménez Cacho) está pidiendo, por enésima vez, a la autoridad de turno a quien responde, en el despacho oficial que posee, el traslado de ese infierno detenido en el que trascurre su esperanza y sus días como Corregidor. Mientras en la profundidad de campo una llama -un animal característico del norte de nuestro país-, se pasea hasta acercarse al protagonista y casi convertirse en un testigo del destrato que éste padece o un doble del mismo. En todo caso volviendo a la realidad retratada el mejor ejemplo del realismo mágico que la literatura americana supo crear construir y el cine, hasta ahora, había logrado apresar. Lucrecia Martel nos lleva de las narices a un mundo que no pretende sentirse real pero que inevitablemente no podemos dejar de reconocer en sus formas, sus modos, sus jerarquías, sus poderes y violencias con una actualidad demoledora y una perspicacia sutil y arrolladora. Diego de Zama aguarda un traslado que nunca llega. Un traslado que le permitirá volver con su esposa y sus hijos y obtener la dignidad que siente le corresponde pero, a la vez, va perdiendo sin poder evitarlo. El poder de turno le promete para olvidar o, directamente, lo olvida ni bien gira su cabeza. Los negocios se ven interrumpidos por la muerte. El deseo jamás concretado pero siempre ofrecido como moneda de cambio. La satisfacción sexual fuera de campo y con concesiones sobre gustos (la mujer blanca imposible, la india burlona y dominante) y el resultado de una paternidad ofensiva y negable. La trasposición que Martel efectúa en Zama con la novela homónima es de una inteligencia mayúscula. Construye un mundo verosímil y funcional que se mueve orgánicamente pero en relectura y referencia con nuestra literatura nacional: un mundo construido sobre arenas movedizas, en eterna mezcla y heterogeneidad, con un “patriciado” hecho de sangre y bosta de vaca (la escena de los descendientes de Irala pidiendo encomienda es de una gran lucidez y una apelación a las familias patricias actuales que siguen dominando como estancieros a que se hagan cargo de sus orígenes espurios). Pero con el resquicio por donde se filtran las posibilidades de las minorías como resistencia, como aquellas “tretas del débil” a que hacía referencia la Ludmer al leer a Sor Juana: las mujeres en Zama no son el centro pero son y fuertemente. La Otredad va devorándolo todo a paso lento pero firme. El artilugio audiovisual que construye Martel apela a sus reconocidas marcas autorales: el trabajo con el sonido es primordial, el uso del espacio y la profundidad de campo, una fotografía destacadísima pero no esteticismo, un lenguaje que (como el de Di Benedetto en la novela) no busca remedo ni copia del español hablado en el siglo XVIII si no una poesía, un lirismo, una cadencia, una musicalidad que acompaña a la cámara y la puesta y el montaje. Y que los actores paladean sin notarse el artificio. Los trajes, las pelucas, los afeites de una Corte sin lugar pero que actúa y sostiene esas representaciones que apenas son cáscara vacía y muestran las resquebraduras, los intersticios, las hilachas, lo ajado de lo que fue o debió haber sido se construyen con un barroquismo americano que mezcla la acumulación con lo carnavalesco enrareciendo todo y particularizándolo. Es de destacar el humor zumbón que atraviesa muchas escenas y situaciones rompiendo cualquier atisbo de pretenciosidad, impostura o snobismo que la posmodernidad nos trajo aparejada. Es la modernidad la que reina en esta película con su evidenciado pasaje de la imagen movimiento a la imagen tiempo al decir deleuziano. No hay psicologismos explicadores ni ambigüedades alegóricas que puedan cubrir las falsedades ideológicas ni los vacíos cerebrales. Hay cine en estado puro esperando para ser disfrutado con todos los sentidos atentos. Porque no es complaciente con el espectador. Exige a cambio de lo que da. Pero eso que da es inconmensurable.
La lucidez del cine en estado febril Hundido en la espera, atado a la burocracia que ha ayudado a consolidar, Don Diego de Zama implora por la carta que le lleve de vuelta a España. Son los tiempos del Virreinato del Río de la Plata, época que el film articula con detalles, matices, contenidos en el vestuario, los decires, las pelucas, los indígenas. Es suficiente con lo que denotativamente se informa. Además, se trata de la novela de Antonio Di Benedetto, que el espectador podría haber leído, pero esto es, antes bien, cine. Y cine se dice, también, Lucrecia Martel. A partir de la composición magistral de Daniel Giménez Cacho, el Corregidor Zama gradualmente cae. Se abisma, se extraña. La película está en él. El espectador tendrá que convivir con una sinergia de sonidos conocidos pero raros, delicadamente diseñados para abrumar como un ensueño, a la manera de una fiebre que te toca y mantiene en un letargo de almíbar. Dulce, pegajosa, tendiente a la pesadilla. La película de Martel construye esta bruma a partir de momentos distinguibles, pero raramente pasibles de ser fácilmente ubicados en el tiempo. Es decir, hay elipsis, se entienden y son claras, pero no así respecto del tiempo cabalmente transcurrido. Cuando Zama arriba a esta instancia, por fin alcanza la frontera difusa, el estado febril perfecto. Lo hace desde una cadencia rítmica que resulta monocorde pero plena de pequeños explosivos. Cuando éstos detonan ‑como los alucinantes indígenas rojos, escondidos a plena vista, que saltan impiadosos‑, lo hacen hacia dentro, a la manera de un sonido apagado. Implosiones, en verdad. Hay que tener maestría para nadar en este pantano de brillos verdes y dorados. Todo se ve límpido, siempre y cuando sea a cielo abierto. Si se trata de los interiores, los planos encierran y sofocan, los colores son apagados, y las pelucas blancas no encastran del todo. La comezón o la transpiración amenazan con desbalancear una armonía importada, instalada en suelo ajeno. Aun cuando los indígenas deban abanicar y atender los mandatos proferidos, sus miradas disparan dardos, sus cuerpos dicen de otras maneras. Siempre hay algo que no termina de cerrar, y es éste un aspecto sustancial, porque lo que en Zama se construye es una sensación de agobio, de decadencia decidida a prosperar. Para ello, la instalación del temor es necesaria, inevitable. En la película adquiere el nombre de Vicuña Porto, el bandido que es azote de la corona, pero a quien nadie ha visto. Ya desde el inicio, el Corregidor dice ver bandidos donde tal vez no los hubiere. La voz de un niño ‑acompañante inicial, también final‑, de igual modo, será diegética o no diegética, aun cuando no haya corte de montaje en el plano de ese mismo niño, de boca que articula palabras pero también cerrada mientras éstas se escuchan. Zama atraviesa un camino de lucidez sinuosa, que le lleva por un derrotero de cine admirable, que puede y debe ser emparentado con el de otros grandes personajes y directores. Entre ellos, vale pensar en el Aguirre de la dupla Klaus Kinski/Werner Herzog -alucinado, sumido en su búsqueda incandescente‑, y en el Ethan Edwards de John Wayne en Más corazón que odio, de John Ford, a partir de la asunción casi inconsciente de los rasgos ajenos/indígenas que Zama presumiblemente detesta. No en vano será tildado de "traidor" desde una y otra parte. Zama quedará perdido en ese limbo intermedio, cuya corriente de duermevela le acunará. El verde de la naturaleza le devorará de forma hermosa, con el dolor inscripto en el cuerpo, en tanto pequeño génesis o síntesis de un drama histórico que arroja sus reverberaciones. Mismas sensaciones pueden señalarse respecto del clásico de Ford. En otras palabras, Zama es ejemplar. Por un lado, por cuestionar la misma convención que significa "recrear una época" (¿qué es, en verdad, "recrear una época"?); por otro, por sumergirse en un sentir afectado, y provocar un malestar cuya alienación excede marcas temporales. Al hacerlo, logra delinear un estado de ánimo,algo que sólo puede quien sabe cómo pulsar las teclas correspondientes. De manera acorde con sus anteriores films ‑La ciénaga, La niña santa, La mujer sin cabeza‑ Zama inscribe un capítulo aún más profundo dentro de una filmografía magistral.
"Zama", los riesgos del cine de culto La espera y la frustración son el motor de "Zama". El filme de Lucrecia Martel viene de un gran paso por Venecia y Toronto, fue elegida para representar a la Argentina en los premios Oscar y los Goya, y como si esto fuera poco la crítica la elogió ampliamente. Sin embargo, "Zama" no es una obra maestra como se la promociona, aunque sería injusto -si existe la justicia en el cine- tildarla como una mala película. Ambientada en el siglo XVIII, esta es la historia de Diego de Zama, un funcionario de la corona española que espera y desespera por una carta del rey para que le otorgue el traslado a Buenos Aires. Allí están sus hijos y su esposa, en otra vida muy lejana a este presente, en el que convive con presiones de arriba mientras actúa como un voyeur, y bastante destrato con los que están abajo. Martel apuesta a los planos cuidados y eso es un acierto en este filme, cuya trama es muy difícil de entrar en la sensibilidad del espectador. Diego de Zama aparece como un ser al que primero se lo odia y al final inspira piedad. El deseo sexual difuso, el protagonismo de los animales, los nativos con sus costumbres y su dialecto sin traducción construyen un caos en la mente de este funcionario, que cada vez se aleja más de su propia identidad. "Zama" está planteada como una película de culto, a la que que no se le puede negar una lograda producción, pero que costará mucho digerir para el público medio.
A nueve años del estreno de “La mujer sin cabeza”, Lucrecia Martel regresa al cine con Zama, una película que mantiene la maestría visual y el letargo narrativo de sus anteriores películas. Argumento de Zama Basada en el libro homónimo de Antonio Di Benedetto, la película cuenta la historia de Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), un funcionario de la corona española que espera la autorización oficial para poder abandonar la tierra donde se encuentra confinado. Zama, Martel y la encrucijada del cine de autor Si me solés leer, sabés que me gusta hacer críticas sinceras que avisan de qué va la cosa y con qué te vas a encontrar. Y al escribir esto me encuentro en la incómoda posición de criticar lo que muchos críticos van a alabar. Quiero decir; mientras en Twitter leo gente diciendo que Zama es lo mejor de los últimos 20 años del cine argentino, soy testigo de que en la función de prensa, un hombre roncaba. No lo despertó la película sino su propio ronquido. Y solo habían pasado 20 minutos. No queda bien que hable mal de una película de Lucrecia Martel, pero alentarte a ir a verla sería mentir. Cuando vas a ver una película de la directora salteña sabés que vas a encontrarte con una película lenta, contemplativa, de poca acción y mínimo diálogo. Una oda a los tiempos muertos. El astío como premisa hasta el hartazgo. Y aún así, sabiendo que vas a ver eso, es difícil. Es difícil porque lo que narra en 2 horas es una sucesión de imágenes cinematográficas extraordinarias de narrativa casi nula. El personaje Diego de Zama atraviesa una transformación del inicio al final, recorre un camino de cansancio que lo lleva a la decadencia, al vivir por inercia. Se entiende que Martel cuenta eso y quiere trasmitirlo. Sería falso si dijera que no hay historia o que no pasa nada. Aún así, la sensación de estar viviendo lo mismo que el personaje es cansadora y puede volverse insoportable. El retrato de la América colonial tiene planos exquisitos, incluso uno que roza el surrealismo, pero en vez de seguir el posible camino del sinsentido de la locura, Martel ahonda en el letargo carente de emoción. El desafío de la trascendencia Zama recuerda en algunos puntos al cine de Alain Resnais, a “El año pasado en Marienbad”, por ejemplo, lo que en principio hablaría maravillas de la película. Pero hay una diferencia. La cinta de Resnais es igual de insoportable, lenta, de narrativa débil y confusa. Sin embargo, planteaba al menos el desafío de entenderla. Te mantiene despierto intentando entender los saltos temporales, la falta de lógica espacial, las crípticas líneas de diálogo de los protagonistas. En Zama, eso no pasa. El derrotero se entiende y se padece, sin más. Lo bello de Zama Es cierto que, si se deja de lado la narrativa por un momento, Lucrecia Martel vuelve a demostrar que es una artista. Cada plano está planeado como el artista que arma una pintura, con sus diagonales y sus colores rigurosamente calculados. Eso vale, no quiero dejar de decirlo porque es el mayor valor de Zama, lo que demuestra porque Martel no es una cineasta más. Fanáticos de Lucrecia Martel disfrutarán Zama. El resto agradecerá abstenerse. Puntaje: 5/10 Duración: 115 minutos País: Argentina / España / Francia / Países Bajos/ Estados Unidos / Brasil / México / Portugal / Líbano / Suiza Año: 2017
EL HOMBRE QUIETO El regreso de Lucrecia Martel tras demasiados años desde la excelente La mujer sin cabeza se da con una película sobre la que se ha dicho tanto, y tanto tan grandilocuente, que empezar negando su cualidad de obra maestra es una suerte de necesidad. No, Zama no es una obra maestra; es incluso la peor película de la directora, un errático relato que sobrevive gracias a las habituales virtudes de Martel para la puesta en escena, aunque aquí se noten por momentos como repeticiones un poco perezosas, ecos de sus films anteriores incrustados en un relato que nunca vibra, nunca tensiona, nunca seduce ni fascina más allá de apreciarse el diseño y la técnica. Y eso precisamente es Zama, el artefacto de una directora que por primera vez (porque sus tres films previos son ejemplares e irreprochables) antepone su ingenio a los personajes y a lo que tiene para contar. Zama, adaptación de la novela de Antonio Di Benedetto, es un film sobre la espera: un funcionario de la Corona española que en tiempos del virreinato espera y desespera el ansiado traslado que lo devuelva a su tierra. Martel se centra en esa espera y en una serie de episodios que va aumentando el grado decadente de un sistema y un poder en retirada: ese sistema y ese poder está representado por Diego de Zama, el Corregidor al que la corte de personajes que lo rodean va ridiculizando minuto a minuto. También lo hace la cámara, que lo recorta en ocasiones sacándolo del cuadro y hasta haciéndole perder fuerza dentro del plano, como aquel momento en el que la intrusión de una llama va ganando relevancia y demostrando la insignificancia que va ensombreciendo al protagonista. Es buena la síntesis que logra ahí la directora, ya que si el personaje es la síntesis de un sistema, ese espacio que se representa es una suerte de sinécdoque de todo el virreinato. Y si bien uno entiende el carácter episódico con el que Martel va construyendo la experiencia del protagonista (lo mejor son sus acercamientos infructuosos al personaje de Lola Dueña), lo cierto es que la fragmentación le quita interés y fluidez al relato. Se sabe que Martel elude todo tipo de conservadurismo narrativo (aunque habría que pensar si su sistema ya no representa un lugar cómodo dentro de su propio cine y dentro de un esquema de cine de autor) y que esperar la causa y efecto que haga avanzar el relato es inútil. Pero no es eso lo que mina el interés en Zama (algo que de hecho funcionaba notablemente en La ciénaga), sino lo escasamente interesante que le va ocurriendo al protagonista. Es raro, porque Diego de Zama se mueve (exterior e interiormente) pero la película parece permanecer estanca en un espacio indefinido, algo alucinado (el trabajo con el sonido es clave), donde el telón burgués en bancarrota es registrado con tal linealidad (y obviedad) que todo es unívocamente igual. Si en La mujer sin cabeza Martel lograba la metáfora perfecta que partía de una historia mínima para recrear la pesadilla de un país fundado en el silencio atroz y la negación ante el otro y su desaparición, aquí lo que se ve es lo que hay, o está preso de simbolismos encriptados dispuestos para la sobre-interpretación. En Zama hay temas importantes, que afortunadamente Martel aligera con toques de humor satírico dignos del cine de Otar Iosseliani, pero nada de lo que se dice, quitado el velo de lo simbólico, es demasiado revelador. Tal vez el mayor pifie de Martel sea el de pensar que sus herramientas discursivas puedan aplicarse a cualquier tipo de relato. Su cine previo gozaba de una coherencia estilística envidiable, ya que esas burguesías de provincia se permitían ser leídas a partir de silencios y tiempos muertos que funcionaban como bisturíes en sus conciencias. Incluso, el trabajo con el lenguaje era fundamental, demostrando que la directora recreaba un universo que conocía. En Zama, por otra parte, parece pesarle a Martel la necesidad de tener que apoderarse de un texto reputado de la literatura argentina, aunque lo que falla en verdad es la forma en que la realizadora se acerca. Porque en vez de pensar en profundidad el espíritu de un texto y cómo puede conectar con su propio mundo, lo que hace es rodearlo y vestirlo de sus signos más reconocibles, construyendo casi un grandes éxitos de su cine. Zama es una película de superficie, ingeniosa y creativa en su primera parte, pero totalmente redundante y tediosa hacia el desenlace. A partir de una elipsis bastante abrupta, Martel desemboca en una última parte donde se hace presente la aventura. O algo parecido. Porque si en Zama puede haber rastros del cine de Werner Herzog, lo cierto es que la directora no logra hacer avanzar el relato a partir del movimiento como sí lo haría el realizador alemán. Lo que hay es estilización, encuadres sofisticados, y una confusión que, es cierto, podría ser la mente de Diego de Zama apoderándose del relato, pero estaríamos cayendo presos de la sobre-interpretación que la película necesita como combustible. Recién en el último plano, donde se convocan lo simbólico y lo literal, la película parece hallar una interpretación a la travesía del protagonista. Un hombre, sin manos, suelto por fin a su libertad. Una imagen poderosa que dice más que la travesía congelada que durante dos horas nos paseó por un mundo tan lustroso como irrelevante.
¿Queda algo original por escribir sobre Zama? ¿Alguna reflexión sin relación con aquéllas que Lucrecia Martel compartió sobre su nueva película en incontables entrevistas concedidas a medios nacionales y extranjeros? ¿Alguna observación que no aparezca en las críticas difundidas por esa misma prensa? Quizás, si tomamos distancia de aquello comentado hasta el hartazgo. Primero, que ésta es una versión libre de la novela corta que Antonio Di Benedetto publicó en 1956. Segundo, que esa crónica literaria de una espera estéril inspiró en la realizadora salteña una suerte de fábula sobre la fragilidad de la identidad. Tercero, que la autora de La ciénaga, La niña santa, La mujer sin cabeza volvió a conferirle al sonido o a la sonoridad un rol narrativo infrecuente en buena parte de los relatos cinematográficos contemporáneos. Cuarto, que no hay mejor actor para el rol protagónico que el mexicano Daniel Giménez Cacho. Acaso resulte provechoso diferenciar a Zama del cine con pretensiones historiográficas, no tanto para coincidir con ciertas declaraciones de Martel sino para contradecirlas un poco. Es cierto que este largometraje retrata a un “hombre que está solo y espera”, al decir de Raúl Scalabrini Ortiz, en la frontera dieciochesca entre el Virreinato del Río de La Plata y el Virreinato de Brasil. La elección de ese contexto remoto parece responder –antes que al afán por reconstruir un pasado regional– a estrategias narrativas como articular la precariedad comunicacional de la época con la angustia ante la demora del anuncio de un traslado solicitado. En otras palabras, la ambientación es funcional a los planteos existencialistas, de envergadura universal, de Di Benedetto y Martel. Esto explica las licencias poéticas que el escritor y la cineasta se tomaron a la hora de describir el aquí y ahora de Don Diego de Zama. En este punto, el largometraje es fiel al libro original. Y tal vez porque también privilegia el criterio narrativo, consigue algo que la mayoría de las películas suscriptas al género histórico no: convencer al espectadores de que realmente viajó en el tiempo y aterrizó en otra centuria. En Zama, la historia de América Latina aparece disfrazada de caballo y de llama. Con el primer atuendo, mira a cámara –es decir al público– en soledad. Con el segundo, lo hace desde la retaguardia del letrado protagonista. En ambos casos parece guiñar un ojo en alusión a la arista absurda de la existencia y de algunas empresas humanas, por ejemplo, la ocupación violenta de territorios lejanos y ya habitados, y el exterminio de los pobladores originarios. Por si cupiera alguna duda sobre la (poca) importancia que le acuerda a la tantas veces santificada rigurosidad histórica, Martel musicaliza su versión periférica del Nuevo Mundo en el siglo XVIII con melodías de boleros del siglo XX (Amapola por ejemplo). Sin embargo, esta recreación tan disruptiva como atrevida revela mucho más sobre la compleja convivencia intercultural que los manuales escolares y las películas hechas con intención pedagógica. Werner Herzog causó una sensación similar cuando estrenó Aguirre, la ira de Dios a fines de 1972. Con aquella ficción inspirada en la expedición que el conquistador español Lope de Aguirre comandó por la selva amazónica en busca de El Dorado, el cineasta alemán hizo historia en más de un sentido y también lo logró gracias a las libertades creativas que pudo tomarse, entre ellas, la banda de sonido encomendada a Popol Vuh. Desde esta perspectiva, Zama es un sucesor legítimo de Aguirre. Por este linaje cinematográfico, es posible que la nueva obra de Martel se convierta en película de culto. El documental Años luz de Manuel Abromovich y el diario de rodaje El mono en el remolino de Selva Almada suenan a antesala de ese destino consagratorio.
Con solo tres largometrajes (La Cienaga, La Niña Santa y La Mujer Sin Cabeza), Lucrecia Martel ha conseguido coronarse como una de las realizadoras nacionales más reverenciadas. Tras nueve años de añejamiento de su última película, Martel regresa a las salas nacionales con su cuarta película Zama, adaptación de la novela homónima de Antonio Di Benedetto publicada en 1956. La Odisea de un Letrado: Corre el Siglo XVII, y Don Diego de Zama, un oficial de la Corona Española, lleva mucho tiempo estacionado en Asunción y esperapor una transferencia que le permita reunirse con su esposa y sus hijos. Como si las trabas burocráticas no fueran suficientes, se le plantea la misión de cazar a un forajido responsable de varios crímenes. El guion de Zama es de una construcción bastante prolija y con un objetivo concreto. Si bien cuenta con varias subtramas, las escenas que las integran desarrollan todo su potencial y contribuyen como un todo a la meta definitiva del filme. Es una historia que se las ingenia para arrojarle constantemente obstáculos al deseo de su protagonista, pero no de un modo directo; esto es clasicismo, pero abarcado con muchísima sutileza. Lo que muchos le van a achacar es que el flujo narrativo no sea dinámico; esta es una narración de cocción lenta, incluso contemplativa, pero en donde ningún hilo argumental queda a la deriva. En materia actoral, Daniel Giménez Cacho se lleva al hombro con mucha habilidad al protagonista titular; la angustia y la ansiedad se perciben en sus ojos cada vez que Martel le otorga un primer plano. Lo acompaña una jovial interpretación de Lola Dueñas y sobrias labores de Daniel Veronese, Rafael Spregelburd y Juan Minujín. Matheus Nachtergaele, quien da vida al forajido que persigue el protagonista, entrega una interpretación fresca que transmite lo perverso de su personaje con una gran economía de gestos y un preciso lenguaje corporal En materia técnica es donde Zama tiene sus más grandes lauros. La dirección de arte y el vestuario son de un extremo nivel de detalle que te transportan inmediatamente a la época en donde transcurren los hechos. A nivel fotográfico, cada encuadre está compuesto con una riqueza digna de un cuadro. No obstante, de todo este apartado, el logro más destacado es el diseño de sonido, que no pocas veces en el metraje resulta ser una herramienta crucial para insertar al espectador en el punto de vista del protagonista. Si Zama consigue ser una experiencia sensorial es precisamente por los aportes del diseñador de sonido Guido Berenblum. Conclusión: Si hay algo de lo cual no se le puede acusar a Zama es que sea una película en donde no pasa nada. Es una narración muy clara en sus ideas y en como las ejecuta, pero que es dueña de un ritmo que exige mucha paciencia y atención al detalle del espectador. Si se le presta dicha atención y se le extiende un manto de piedad a la densidad de su ritmo, se van a encontrar con una narración única.
Corta la bocha Renuncio a toda pretensión de originalidad: Zama es de las mejores películas de una directora que está muy por encima de sus contemporáneos. Sin dudas Zama es una de las películas argentinas más esperadas de los últimos años. Lucrecia Martel probablemente sea la directora más consistente y singular de la camada surgida a fines de los ‘90 en el Nuevo Cine Argentino y hacía tiempo que no filmaba, después del fallido proyecto de adaptar El eternauta. Pero además, Zama es la adaptación de una novela extraordinaria y de culto, difícil de llevar al cine (tanto por la historia que cuent como por cómo la cuenta), empresa en la que ya habían fracasado otros. Esta misma película tuvo problemas: el montaje se retrasó porque Lucrecia Martel terminó agotada luego del rodaje. Con este panorama, y con el agregado de que la película terminó estrenándose fuera de competencia en el Festival de Venecia (es decir: el festival no la seleccionó para competir), ya sabemos que estamos ante una película distinta, difícil, de esos objetos que ya vienen complicados de entrada, demasiado prestigiosos desde el vamos. Los críticos la vimos hace unas semanas, y en ese lapso hubo distintas opiniones. Pasó algo que siempre pasa: después de una primera oleada de entusiasmo y admiración, llegó la segunda de escepticismo y de “noesgrancosismo”. Ahora le toca al público, y eso es un enigma. Yo quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad. Zama es de las mejores películas de una directora que está muy por encima de sus contemporáneos (hombres y mujeres, de todas las latitudes). Capta la esencia de la historia de la novela de Di Benedetto y la traduce al lenguaje cinematográfico en una trasposición que debería ser estudiada en todas las escuelas de cine. El barroquismo lingüístico de Di Benedetto (con sus frases vuelteras, y sus largos incisos) se transforma acá en barroquismo audiovisual: planos compuestos por varias capas a distintas profundidades (siempre pasan cosas en el fondo), y un sonido que ya es marca registrada de Martel desde La ciénaga, con diálogos que se oyen en un segundo plano y que contribuyen a construir un entramado sonoro muy trabajado. Zama cuenta la historia de un funcionario criollo del Virreinato del Río de la Plata que espera, infructuosamente, una orden de la Corona para volver a su hogar con su mujer y sus hijos. La novela está dedicada “a las víctimas de la espera”, y Juan José Saer la ha catalogado como “anti novela histórica”, porque de alguna manera es la demostración de la imposibilidad de recuperar un tiempo pasado. Y el crítico de Variety Guy Lodge, a la pelícua, la catalogó como una “distopía colonial”. Como se ve, ambos “textos” (novela y película) consiguen lo mismo. Don Diego de Zama (perfecto Daniel Giménez Cacho) es un pusilánime, un humillado, un tipo al que hoy llamaríamos “perdedor”. Pero sobre todo, es un pasivo que en sus pocos arranques de furia es torpe y violento. Y ese asentamiento a la vera del río está construído más para comunicar extrañeza que para simular realismo: colores fuertes, animales extraños, aborígenes maquillados. Podría decirse que esta reconstrucción que no es reconstrucción triunfa ahí donde Jauja fracasó. Claro que no era fácil. En la segunda parte de la película, Zama se lanza en la búsqueda de un villano y la cosa se vuelve cada vez más pesadillesca. El relato toma envión y se estrella contra un final desgarrador. En cuanto a expectativas, es probable que al público le pase lo contrario que le pasó con la otra gran película argentina del año, La cordillera. La película de Santiago Mitre parecía (o simulaba) ser una cosa, y terminaba siendo otra. El giro era interesante, pero desorientó a muchos. Zama, en cambio, es fiel a sí misma hasta la desesperación, pero probablemente esté lejos de la sensibilidad del espectador medio. Sería una pena que no se animaran, porque la recompensa al final es grande.
A nueve años de “La mujer sin cabeza” se estrena la nueva película de la realizadora salteña, una personal adaptación de la novela de Antonio Di Benedetto acerca de un hombre apostado en un remoto y desolado paraje que espera ser trasladado. Martel reimagina el texto de manera puramente cinematográfica creando una obra maestra inasible, misteriosa y sorprendente. “El doctor Don Diego de Zama. Un Dios que ha nacido anciano y no puede morir. Su soledad es atroz”, murmura para sí mismo el hijo de El Oriental cuando ve a Zama (Daniel Giménez Cacho), ese hombre del que le habían hablado tanto mientras iba con su padre a su encuentro, que sucede a la orilla del río. Esa frase, que puede resumir en buena medida la historia de esta fascinante película, es una de las puertas de entrada para descubrir no solo al protagonista sino al modelo de relato del nuevo filme de Lucrecia Martel. El pequeño dice parte de esa frase en susurro, mirando hacia el río, como hablando solo (“¿me hablas a mí?”, le dice Don Diego). Antes y después habrán muchas situaciones semejantes: Zama escuchará hablar a alguien a quien no vemos y sus palabras parecerán reemplazar a las voces en off de las adaptaciones literarias más clásicas. En otras ocasiones, las voces –como en una película de terror– se irán diluyendo, repitiendo o generando extraños ecos, poniendo al espectador en la cabeza de ese asesor letrado de la Corona española que espera, pacientemente, su traslado hacia un puesto mejor. Cada vez que ese asunto surge (“en cualquier momento lo trasladan, me han dicho”, le comenta la pizpireta Luciana Piñares de Luenga, a quien él desea con toda su transpiración), una ilusión auditiva conocida como el Glissando Shepard-Risset se adueña de la pantalla, metiendo al espectador dentro de la desesperación y angustia del hombre. Esa escala sonora descendente bien podría describir el tempo y tono de la película, tanto desde lo psicológico como desde lo narrativo. Zama va perdiendo de a poco lo que le queda de cordura mientras ve cómo, una y otra vez, su deseado traslado a Lerma se demora. Y la película se desintegra con él: las personas que mira aparecen fuera de foco, no todos son quienes dicen ser y las situaciones se vuelven cada vez más extravagantes y peligrosas. A Zama parece perseguirlo, además, otra condena: separado físicamente de su esposa (e hijos) lo que más quiere es acostarse con Luciana o con algunas de las tres bellas hijas de Domingo pero siempre hay alguien que parece ganarle de mano. Y encima, los que lo logran, están por debajo suyo en la escala de poder en la desolada y calurosa población en el área del Gran Chaco en la que está apostado a fines del siglo XVIII. Pero Zama, el gobernador y los habitantes del lugar se han inventado una suerte de fantasma para explicar casi todos los problemas que los acechan: el bandido Vicuña Porto. Al hombre se lo hace responsable de robos, violaciones y crímenes, pero varios dicen que está muerto (“lo han matado mil veces”) y hasta muestran sus orejas como conquistas. ¿Existe o es un mito, como los cocos llenos de piedras preciosas que todos buscan y pocos encuentran? ¿Será matar a ese hombre la misión que Zama deberá encarar para finalmente escapar de ese lugar físico y mental que se le ha vuelto una prisión abierta? ZAMA está poblada de fantasmas de todo tipo. Como la novela de Antonio di Benedetto que Martel traduce al cine, es el monólogo interior de un hombre que va cayendo en un pozo que parece no tener fondo. Y, como en algunos pasajes del texto, está plagado de apariciones y desapariciones: ciegos que parecen ver, mudos que acaso hablen, cosas que se mueven solas, niños muertos que se esfuman (“ahí está el santito, el niño muerto”), mujeres que se duplican. Todo el cine de la directora salteña se apoya en estos elementos fantásticos que existen, o no, en una zona gris entre la verdad y la imaginación, entre la realidad y el miedo, manifestaciones físicas de una percepción alterada. La imagen de una virgencita en Salta que puede o no estar ahí en LA CIENAGA. Una música que suena aunque nadie toque nada en LA NIÑA SANTA. Un niño muerto que acecha cuál fantasma en LA MUJER SIN CABEZA. En general algunas de estas situaciones tienen explicación (el theremin en aquel filme y ya verán cómo se mueve un baúl solo en ZAMA), pero su potencia pesadillesca es igualmente feroz. En ZAMA esa construcción es central a la historia. Es, en algún sentido, la historia. Si hay algo que Martel sabe hacer –y aquí lo hace mejor que nunca– es meter al espectador en el universo sensorial de lo que está narrando. Uno siente el deseo de Don Diego por la seductora Luciana (Lola Dueñas), su envidia ante los curiosos éxitos de su asistente Ventura Prieto (Juan Minujín), su desesperación cuando un nuevo gobernador (Daniel Veronese) le exige cosas absurdas, lo echa de su hogar y le sigue dilatando el traslado. Y lo ve, finalmente, entrar en una espiral casi enloquecida (montaje abrupto mediante, señal clara de una suerte de disolución mental) cuando en su expedición a la captura de Vicuña Porto se enfrenta con tribus indígenas de hábitos y modos muy peculiares para él, un criollo tan altivo y orgulloso que pretende no desear mujeres que no sean blancas y europeas (“un hombre que carga con el tormento blanco y santificador de la pureza”) aunque su cuerpo y sus ojos dicen lo contrario. El cine de Martel es un cine de percepciones, de sensaciones. La realizadora entiende que su tarea es transmitir cómo suceden las cosas y que de ahí se deducirán los detalles narrativos específicos. Y esto, que para el espectador acostumbrado a tramas claras y personajes más fácilmente identificables puede sonar a un hueso duro de roer, es lo que separa a su cine de gran parte de lo que se hace actualmente y lo acerca, por momentos, a lo experimental. Pero Martel, acaso por su declarada pasión por el arte de la conversación, no le escapa al cuento, a la peripecia. Solo que su forma de abordarlos es mediante la combustión de imágenes y sonidos y no a partir de formas más rutinarias y/o psicologistas. Finalmente, ZAMA es también una historia sobre otra Argentina posible, una más sincrética y latinoamericana, una que asuma sus mezclas étnicas y culturales (de religión no se habla en el filme) y no trate de negarlas ni de esconderlas. Ese deseo de Don Diego de salir de allí pero, finalmente, como los monos del libro o los peces de la película, quedarse cerca de la orilla para no ser llevados por la corriente, es la contradicción principal de la historia y del personaje. Sobre el final, cuando de la manera menos pensada el hombre se separe de la orilla, será otro el paisaje con el que se encontrará.
Crítica emitida el sábado 30/9 de 20-21hs. en "Cartelera 1030" por Radio Del Plata (AM 1030)
Un pecado irreparable en tanto filme se presente es que aburra, se torne tedioso, esto sucede con el último “opus” de la directora Lucrecia Martel, posiblemente el más afanoso de toda su producción. Ambicioso por lo difícil que debe haber sido la traslación del texto escrito por Antonio Di Benedetto a mediados de la década de 1950, considerado una de las cumbres existencialista en el orden vernáculo. Hay una encomiable y rigurosa creación de atmósferas, climas, apoyado siempre por la dirección de arte, el retrato del espacio físico como prioridad para dar cuenta del relato mismo que queda traspolado al de una actualidad, la del libro, pero que en filme se transforma en insoportable, grandilocuente, pretenciosa. Estamos en presencia de un claro drama histórico. Todo gira en derredor de un oficial menor de la corona española y transcurre el siglo XVIII. Don Diego de Zama (Daniel Gimenez Cacho) se encuentra varado en un pueblo perdido al norte de lo que conformaba el virreinato del Río de la Plata esperando un traspaso que nunca llegará. La realización podría haberse instalado en la estética y narrativa del absurdo beckettiano, con elementos de una vaguedad surrealista, dentro de una medio misterioso. Pero no, nada de eso ocurre. Todo tiene una impronta festivalera, y cito a Luciano Castillo, director de la Cinemateca de Cuba, quien en su texto “Como hacer una película para ganar un Festival en Europa” dice: “…Aún así no son escasos los nuevos cineastas latinoamericanos que siguen una receta no escrita - pero de resultados infalibles - al gestar una película con las miras puestas en esos certámenes cuyo espaldarazo puede ser definitivo en su itinerario a través de un premio. No olvidar la existencia de directores, críticos y jurados que conciben el cine como una forma de tedio. Tómese una historia que apenas alcanza dramatúrgicamente para un corto y extiéndase durante el mayor tiempo posible. Un ingrediente primordial, muy apreciado por el paladar de críticos y jurados…… Inserte grandes planos generales en que un personaje va de un extremo a otro del cuadro sin motivación alguna ni aportar nada a la narración. Demore todo lo que pueda en pantalla el plano…. Evite los movimientos de cámara y deje que predomine el estatismo. Búrlese de esa regla tan aferrada en algunos guionistas de que antes de los ocho minutos debe ocurrir algo que contribuya a progresar la acción (si es que existe), al fin y al cabo usted opta por la «desdramatización» tan en boga hoy (léase estética de la monotonía)…...” Si para muestra basta un botón, la primera escena muestra a nuestro héroe parado en una playa, mirando a la nada absoluta, luego a manera de voyeurista aficionado se pone a contemplar unas nativas desnudas y es increpado por ellas. Huye. Pero este inicio, ese acto no vuelve desde el personaje, nunca retornará en el filme. Luego se incurre en otras cuestiones bastante más sutiles, dentro de imágenes, bellamente fotografiadas, el texto instala a dos personajes en dichos contradictorios sobre un mismo hecho, no hay definición sobre la certeza de cada uno, en ese caso el narrador omnisciente, omnipresente, debería haber dado algún otro dato para que la interpretación del espectador tenga elementos de análisis y no flote inerme. Dicho de otra manera, un personaje dice haber matado a un bandolero, el otro dice que éste personaje siempre falsea, y ahí termina esa disquisición. Luego, y a partir de un salto temporal, vemos al susodicho fallecido, vivito y coleando. Entonces estamos ante una ruptura, una alteración temporal en la secuencia cronológica del relato, pero ¿hacia atrás o hacia delante?. La de mayor peso lógico es hacia el futuro, pues sino habría grandes problemas de montaje, situación improbable, pero como también hay una puesta en juego de delirio onírico del personaje, no se puede saber que es exactamente. Tampoco ayudan para atrapar la atención de los espectadores las diferentes interpretaciones. Nadie sale del todo bien parado, no son creíbles en sus performances, el actor nacido en España, aunque sea más mejicano que ibérico, tiene un rictus facial que parece más un problema de parálisis facial que interpretación, igualmente desperdiciados aparecen Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan MInujin, Daniel Veronese, entre muchos otros. El otro punto que se presenta como irritante es la banda sonora, totalmente alejada del relato, su estética y su estructura narrativa, no es empática, no genera climas, no genera nada, sólo molestia, a menos que su función sea impedir que el espectador se duerma. Dicen que la directora dio una explicación sobre ambos casos, pero como decía Krzysztof Kieslowski, “si tengo que explicar algo, entonces el filme no funciona”, y le aseguro que el polaco algo sabia de lo que estaba hablando.
Llegó Zama. Después de diez años de expectativas y una curiosidad desmesurada por ver qué había hecho Lucrecia Martel con la novela de Antonio Di Benedetto de 1956 que, ahora venimos a descubrir porque lo dijo J.M. Coetzee que tiene un Nobel, es la gran novela americana, resulta que Martel leyó otra cosa. Lejos de la lectura existencialista, del “tema de la espera” o de cualquier tema en general, lo de Martel es una especie de comedia deshilachada y magnética donde el mundo material es -y ese constituye uno de los ejes, sino el eje de esta versión de Zama- casi o más importante que el personaje. Diego de Zama ya no es el nombre de la voz narrativa, como en la novela de Di Benedetto, sino el de un deslucido funcionario de la corona española que espera, sí, su traslado a otra ciudad, más cerca de la civilización y de su familia, pero no con la suficiente intensidad como para que en la película esto constituya un drama. Es más, el Zama de Martel (interpretado por un siempre desconcertado Diego Giménez Cacho) se caracteriza por su torpeza y por ser, de todos los que lo rodean, el que menos parece haberse adaptado al ambiente no del todo real, inverosímil, de una modesta y terrosa Asunción del Paraguay como territorio híbrido, absurdo incluso. ¿Cuál es el estatuto de este lugar que habita -aunque a duras penas se puede decir que lo habite- Diego de Zama? Se trata de un mundo a medio hacer, o a medio deshacer, depende cómo se lo mire. La película comienza con el encuentro de Zama y unas mulatas que se embarran el cuerpo con cierta voluptuosidad en el borde del río. Zama tropieza con ellas, a una la golpea, casi como un gesto de defensa contra esos cuerpos demasiado contundentes que podrían inflamar el deseo. De ahí en más, la insistencia sutil de cada escena es en lo que se desmorona, lo desarmado: quizá las pelucas europeas que se sacan y ponen los funcionarios españoles y doña Luciana (la dama interpretada por Lola Dueñas, que mantiene cierta absurda etiqueta cortesana mientras se abanica el calor y su peinado se derrumba a más no poder) sean algunos de los objetos más llamativos y contundentes para expresar esta materialidad duramente sostenida, este remedo de un mundo lejano en tiempo y distancia física (y quizás olvidado, o inexistente) en el que los mejor adaptados son los que se dedican a las cosas básicas: coger, comer. Por eso, por supuesto, los indígenas que viven de acuerdo a la tierra se mueven con la naturalidad de peces en el agua, y los pregones de los vendedores de pesca de río suenan acá y allá -la comida y sus nombres, cargados de localidad- mientras Diego de Zama, casi como en un videojuego (de hecho en la página oficial de la película existió por un día el juego de Zama en 16 bits, para entretener la espera del estreno), recorre las escenas sin orden ni concierto, ve cómo su casa es destripada para una mudanza y el mobiliario español queda a la intemperie, si es que no lo estaba ya, o es testigo de cómo todos cogen menos él (en una escena digna de comedia de enredos, de hecho, Zama llega a una casa de la que un hombre a medio vestir se está escapando y le pregunta a la mujer que estuvo con él, ¿te hizo daño?, porque no puede ver lo que tiene frente a los ojos, eso que Martel no deja de poner al fondo del plano en un juego de equívocos interminable). Este es el mundo de la mescolanza, del calor y la calentura, y en estas casas que no llegan a serlo, de puertas y ventanas abiertas, de inmediatez con el exterior, casi no hay paredes que abriguen de la presencia de la naturaleza en la que Zama, por fin, se recuesta cuando ya no le queda otra opción, en una horizontalidad que es tanto derrota como abrigo. Haber logrado que la contundencia de ese mundo material lunático, con música de boleros, se viva como una especie de alucinación en la sala oscura, y que el cine sea una experiencia ligera y física ante todo, no es poca cosa.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Zama, de Lucrecia Martel Por Guadi Calvo Durante las larguísimas dos horas de la última película de Lucrecia Martel, me vinieron a la cabeza muchas de las charlas que tuve con Antonio Di Benedetto, poco antes de terminar su exilio y regresar a la Argentina “democrática” donde le habían prometido muchas cosas que después Alfonsín no supo, no quiso o no pudo. En aquellas charlas sobre literatura, sobre su literatura y otras muchas cosas que merecerían hacerse literatura, con ese pudor y modestia casi patológica que administraba en grandes dosis, alguna vez me confesó, que no había vuelto a leer Zama, por temor a encontrarse con errores y defectos. Quien haya transitado la novela de 1956, acordará conmigo que el único defecto es su paleta de texturas y sabores que la hace prácticamente inabordable en su dimensión absoluta, casi metafísica donde un hombre se debate en el arcano de la espera y el olvido. Poco antes de su muerte en octubre del 86, Di Benedetto me había comentado, con recóndita ilusión, que había un proyecto remoto de llevarla al cine. Era claro que para quien lo intentase sería un trabajo de delicada cirugía, aquel proyecto quedó en la nada como el destino de Zama. Por eso cuando me aliste para ver la versión cinematográfica de una de las novelas más importantes de la literatura argentina, que se codea con el Juguete rabioso de Roberto Emilio Godofredo Arlt, Adam Buenos de Marechal o las Nubes del “Turco” Saer, lo hice con ese vacío estomacal que me produce la Selección Argentina desde que el Loco Bielsa, bien nos colgó la medalla olímpica de las pestañas y se fue. Respiré profundo y me sometí como Zama a ser víctima de la espera, poca agua de ese río barroso y obvio había corrido cuando entendí que Martel, no había hecho un trabajo de alta cirugía, que reclamaba el autor de Los suicidas, sino todo lo contrario, había diseccionado la novela de Antonio, con el criterio y el hacha oxidada de un carnicero frenético. De aquel Zama que yo había leído como un talibán los hadices del Profeta, como un plan maestro, ¡que como un plan maestro! Como un plan celestial de cómo construir gran literatura, solo sobrevivieron algunas palabras deshilachadas. Que apenas farfullan los actores balbuceantes. Zama se deslinda en eso, con un preciosismo tan insolente como efectista, donde como es usual en la directora trabaja lo mágico y maravilloso, para su clientela europea, que ignora que García Márquez ya ha muerto hace unos años y Alejo Carpentier mucho más . Los personajes entran y salen por puertas y arcadas, cruzan establos y salones, sin saber a dónde van, pero con un ánimo que ya hubiera querido los hermanos Marx. Matan caballos sin explicaciones, surgen llamas, no de fuego, si no ese simpático mamífero artiodáctilo doméstico de la familia Camelidae, (gracias google) que por momentos parecen estar reclamando un parlamento. De agregar exotismo hubiera faltado un rinoceronte, una cebra y un hipopótamo, ya que negras en tetas hay algunas. Por momentos, algo olvidado me llamaba desde muy lejos quizás sea el rio, el calor o la very typical selva sudamericana, un murmullo, que no era el que continuaba en la pantalla al que hacía tiempo me había resignado a no entender, me remitía a vidas pasadas a eras geológicas atrás ¿Aguirre la ira de Dios? No claro sin la locura de Kinski, ni el genio de Herzog. Seguí buscando y llegue a la maravillosa Hamaca paraguaya de Paz Encina, pero tampoco, los alucinados de Glauber Rocha, pero no, seguí insistía perseverante, ¿qué había en el fallido film que me resultaba familiar? casi al final mientras se ve la barca donde viaja derrotado para siempre el corregidor don Diego de Zama, ese que jamás Antonio quiso volver a visitar, recordé las arpas la banda música que Armando Bo, utilizó para La burrerita de Ypacaraí, por la que a cada uno se fue haciendo adepto a la Secta del Fénix, no por el cine, sino por Borges. Posiblemente la crítica cool, que gusta de las niñas santas, las mujeres sin tetas, perdón, sin cabeza, abale este nuevo desatino de la directora. Los que sin duda no abalaran son aquellos que como se dice en Venezuela, se han bajado de la burra para pagar la entrada. Guadi Calvo ZAMA Zama. Argentina/Brasil/España/Francia/Holanda/México/Portugal/Estados Unidos: Guión y dirección: Lucrecia Martel. Intérpretes: Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Rafael Spregelburd, Nahuel Cano, Mariana Nunes y Daniel Veronese. Fotografía: Rui Poças. Edición: Miguel Schverdfinger y Karen Harley. Diseño de producción: Renata Pinheiro. Sonido: Guido Berenblum. Distribuidora: Buena Vista International. Duración: 115 minutos.
Zama, de Lucrecia Martel Por Paula Caffaro A la orilla del Paraguay Don Diego de Zama contempla el transcurrir del tiempo reflejado en el oleaje mínimo de la marea. De postura erguida y en tres cuartos perfil el cuerpo del hombre juega con el fondo una relación de equilibrio casi perfecta. Se podría camuflar con el ambiente, aunque se percibe que hay algo que desencaja. Diego de Zama, el corregidor, trabaja para la corona española. Sin embargo, su vida cortesana no es la esperada. Entre audiencias de pobladores locales con problemas inútiles y un presente personal latente, Zama lo único que hace es esperar. En el noreste argentino durante el 1500 el virreinato español dominaba la zona bajo las órdenes de un Rey que nadie conocía, pero todos debían obedecer. Su representación, un gobernador infame, sólo acrecentaba la desconfianza de un pueblo sumido en las costumbres locales, el lujo de pocos y el mestizaje. Mientras tanto, y en la frontera entre la riqueza y la pobreza, Zama, intenta conseguir lo que viene esperando hace mucho tiempo: su traslado a Buenos Aires. No es novedad que Lucrecia Martel sea la experta de la puesta en escena cinematográfica. Bastaría con enumerar sus obras y mediante la elección de cualquier escena al azar hacer un análisis formal. El trabajo de Martel propone siempre un manifiesto de amor al cine, es así como cada plano de sus películas no sólo lo demuestran, sino que lo expresan de manera explícita con recursos como la utilización de la profundidad de campo y la multiplicidad de acciones en capas, los primerísimos primer plano de rostros, el meticuloso diseño de sonido (que nunca olvida esas chicharras propias del clima cálido que tanto recuerdan a los pantanos) y una cámara segura que no le teme a los saltos de eje (Martel se caga en la ley de 180º). En esta oportunidad, y tras diez años de ausencia, Zama viene a confirmar que Martel está más presente que nunca de la mano de un cine imperfecto que destila realismo. El acercamiento a la cotidianeidad norteña, ahora en el siglo XVll, no hace más que exponer la artificialidad de la pose. El ridículo de la parodia y el disfraz son, en este caso, los recursos que la directora salteña elige para dar curso a la historia de Diego de Zama adaptando la obra de Antonio di Benedetto. Zama se sostiene, por supuesto sobre la historia del escritor mendocino, pero cinematográficamente en dos ejes. Por un lado, la degradación física del protagonista, y por el otro, la irrupción del elemento mágico (tan propio de Martel). Don Diego de Zama lleva, por su cargo, una investidura que lo diferencia del resto: una peluca colonial como símbolo jerárquico, y una buena posada con muebles elegantes acordes a su rango. Con el transcurrir de la peripecia, serán cada uno de estos elementos los que se vean vulnerados (hasta su desintegración) como metáfora de la desaparición de las esperanzas del protagonista quien ve su deseo de ser traslado como un sueño imposible de alcanzar. El cuerpo de Zama, notablemente en proceso de putrefacción física y mental es una bomba de tiempo en la que Martel se apoya para transmitir la corporeidad de la espera eterna. A su vez, este elemento orgánico permite revalorizar uno de los tópicos predilectos de la salteña: la vitalidad de los cuerpos humanos y su desgaste. El otro pilar (también revisitado por la directora en previas oportunidades) es la emergencia del elemento mágico. En los films de Martel el extrañamiento es el clima que habita la atmosfera, y Zama no es la excepción. El halo de la muerte está presente en cada uno de los susurros de las voces que, algunas con miradas a fuera de campo, regalan un ambiente de incertidumbre, y también en las sombras de los fantasmas que habitan la colonia. La mente de Diego de Zama está perturbada por el calor constante y la injusticia de la traición, pero la oscuridad que palpita no es producto de su imaginación, es más bien, otro rastro de artificialidad del relato. La enunciación es manifiesta y la exacerbación es la caja que se mueve sola y la duplicación del niño muerto entre otros, como por ejemplo la brutalidad de los salvajes rojos o las picaduras de alimañas autóctonas. Zama marca el regreso de una realizadora prodigio que ama el cine. Disfrutémosla. ZAMA Zama. Argentina/Brasil/España/Francia/Holanda/México/Portugal/Estados Unidos: Guión y dirección: Lucrecia Martel. Intérpretes: Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Rafael Spregelburd, Nahuel Cano, Mariana Nunes y Daniel Veronese. Fotografía: Rui Poças. Edición: Miguel Schverdfinger y Karen Harley. Diseño de producción: Renata Pinheiro. Sonido: Guido Berenblum. Distribuidora: Buena Vista International. Duración: 115 minutos.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
“ZAMA” Una estetización de la narrativa Un envejecido y degradado don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), hacia el final de la historia, en el entorno salvaje de la región chaqueña. Foto: Gentileza El Deseo Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com Antes del estreno de “Zama”, Lucrecia Martel realizó un raid mediático (si es que un realizador independiente puede hacer eso; en realidad dio algunas entrevistas sustanciosas) en el que desarrolló el programa estético que desplegó en su obra, en un gran ejercicio de autoconsciencia creativa. En primer lugar, una militancia contra la primacía del argumento, incluyendo el rechazo al protagonismo de las series en el mundo audiovisual (que serían más “dañinas” porque son mejores que antes). “Terminé la novela imbuida en ese veneno. Y pensar que hay lectores que se lo pierden y se enfocan en la boludez del argumento (...). Creo que se ha perdido mucho la capacidad de enfocarnos en la riqueza estética, en la percepción de una sonoridad y una musicalidad, en favor del argumento, que satisface de manera instantánea. En buena medida, ha sido obra de las series, que aplanaron la experiencia del espectador y el lector”, dijo en la entrevista con Matilde Sánchez para Revista Ñ. Esto se traduce en su libertad a la hora de adaptar la novela de Antonio Di Benedetto: lo importante no es la anécdota, o la sucesión de ellas, sino una verdad subyacente que se podría percibir empáticamente con el personaje. Que no es otro que Diego de Zama, un oscuro burócrata colonial al que la corona española ha olvidado en la región chaqueña, allí donde el imperio linda con los dominios portugueses. Quiere su traslado a un entorno urbano: al principio para reunirse con su mujer e hijos, luego con ocasión del nacimiento de un hijo bastardo y mestizo, luego por la espera misma. La espera Recordando ahora la anécdota de Juan José Saer mateando en la puerta de un aula del Instituto de Cine de la UNL para decirles a los alumnos que lean “Zama”, podemos trazar un paralelismo en el ejercicio de Martel con el de Saer en “El limonero real”: hay un trauma de base (detalle psicologista; aquí es la espera) expresado mediante un afinado uso del lenguaje (en este caso, la gran potencia visual desplegada por la realizadora) sobre una “nimiedad” de la anécdota y algún excursus onírico o de alteración sensorial. Que Martel también se encargó de explicar: su apuesta son los diálogos con el interlocutor fuera de campo, para mostrar que es lo que Zama oye, pero no necesariamente lo que se dice; pero también recurre a cierto diseño de sonido “no verista” (en contraprestación a la captura de los sonidos de la naturaleza, sobre los que se trabaja mucho) y algún golpe a lo cine de terror (el hijo del Oriental). En realidad, lo onírico va en un crescendo de suspensión de incredulidad: del realismo en la relación de Diego y doña Luciana Piñares de Luenga a la excursión del final, con su sucesión de paisajes y personajes de ensueño. Que podrían constituir una “fuga psicogénica” (Zama se imagina esa desventura para escapar del hecho de que no pasa nada), pero esa idea de fuga implica el momento en que la realidad vuelve a emerger y el protagonista se da contra la pared (caso extremo: “Tren de vida”, de Radu Mihaileanu). Y eso aquí no sucede, entre tantas otras cosas que no suceden. Despliegue estético Se suele evocar como escena fundante de las artes a un chamán cavernario y primigenio que narró escenas de caza y hechos míticos, vistiendo pieles de animales, actuando, cantando y danzando al ritmo de la percusión, escenificándose con pinturas rupestres. Milenios después, el cine, como la ópera un siglo antes, reivindicó el ideal de un “arte total” que reunifique las posibilidades expresivas. “Zama” tal vez sea de las películas mejor filmadas en la Argentina de los últimos años: Martel aprovecha al máximo la captura de un mundo salvaje, de la mano de la fotografía de Rui Poças, la dirección de arte de Renata Pinheiro, el diseño sonido de Guido Berenblum, el artesanal y muy reflexionado vestuario de Julio Suárez y los logros de Natalia Smirnoff y Verónica Souto en el casting (los indios, los esclavos negros). Pero la autora usa esta panoplia de recursos como ropaje de su programa ya explicado, y por ahí se vuelve un traje que le queda grande a la idea. El chamán del mito fundacional no se lucía por tener una mejor o peor piel de lobo o dibujar mejor o peor un mamut sobre la piedra, sino por su potencia narrativa: storytelling, dirían los anglosajones. Martel elige pelearse con el chamán, y su pretensión de empatía cruje, mientras vemos languidecer Daniel Giménez Cacho en la piel del antihéroe, pero sin terminar de entender las relaciones causales de esas desdichas: su relación trunca con Luciana, su vínculo con la india con la que tuvo el hijo, la idea fantasmagórica de Vicuña Porto y el viaje del final. El resto del elenco navega en la carencia de espesor, partiendo de que ya la novela era un monólogo de quien le da nombre. Ahí está Lola Dueñas como una Luciana algo pícara; Juan Minujín tratando de potenciar su Ventura Prieto (el funcionario menor que logra irse); Rafael Spregelburd como el atribulado capitán Hipólito Parrilla; Mariana Nunes como la enigmática esclava de Luciana; Daniel Veronese como uno de los insufribles gobernadores de turno, que de una forma u otra castigan a Diego; y un vistoso Matheus Nachtergaele como el taimado Vicuña Porto. El resultado es una película tan plena de belleza visual como morosa y cerrada. La última reflexión del espectador al dejar la sala es: “¿Qué hubiera hecho Lucrecia si hubiese prosperado el proyecto de rodar ‘El Eternauta’?”. Misterio. Regular * * “Zama” Ídem (Argentina-Brasil-España-Francia-México-Portugal-Holanda-Estados Unidos, 2017). Dirección: Lucrecia Martel. Guión: Lucrecia Martel, sobre la novela homónima de Antonio Di Benedetto. Fotografía: Rui Poças. Edición: Karen Harley y Miguel Schverdfinger. Dirección de arte: Renata Pinheiro. Diseño de vestuario: Julio Suárez. Elenco: Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Mariana Nunes, Rafael Spregelburd, Daniel Veronese. Duración: 115 minutos. Apta para mayores de 13 años con reservas. Se exhibe en Cine América.
DESDE EL EXILIO Podría decirse que si la novela de Antonio Di Benedetto está dedicada las víctimas de la espera, los mil y un obstáculos que tuvo que atravesar Lucrecia Martel para presentar el que es su primer film de época y su primera adaptación literaria supusieron una excesiva espera que derivó en una perfecta anomalía. Porque el poder cautivante de Zama es de una rareza que no agota su poder en la mera fascinación. Hay en ella una suerte de “extranjeridad” condensada, ajena a cualquier cosa que pueda verse hoy, del mismo modo que Twin Peaks supera la lógica de las narrativas tradicionales para adentrarse en lo otro. Al igual que David Lynch, Martel es, como se dice habitualmente, “una distinta” y Zama simplemente se desmarca del resto, juega su propio juego, baila a su propio ritmo, toca su propia música, hace de la arritmia una norma. Primero lo primero. En 1956 Antonio Di Benedetto publica Zama, la historia de Don Diego de Zama, un funcionario de la corona española en Asunción del Paraguay que, aguarda ser trasladado a Buenos Ayres para poder reunirse en España con su esposa y su hija. La trama transcurre a fines del siglo XVIII y está contada por medio del monólogo interior de su protagonista. Además de ser una de las mejores novelas argentinas jamás publicadas, su estilo hace que sea una singularidad literaria. Filmarla suponía un gran desafío, pues es una historia en la que confluyen la construcción de un nuevo orden (el que los españoles quieren imponer a los nativos americanos) y la destrucción lenta y progresiva del asesor letrado, víctima de la espera de ese traslado que nunca llega. Era dificultoso poner en imagen esa banda de Moebius, ese interior-exterior permanente que circula en la novela, la experiencia subjetiva que supuso para el Zama ese exterior extrañísimo y ajeno que fue el continente americano invadido por los suyos. Sin dejarse llevar por la apabullante maestría de Benedetto, Martel supo jugarle de igual a igual, sabiendo que en la película la autora es ella. Por eso se apoyó fuertemente en el sonido (toda su filmografía descubre que es más importante lo que se escucha que lo que se dice) para reflejar el estado mental de Don Diego en los tres tiempos del libro (1790, 1794 y 1799), marcados en la película por los tres gobernadores. Sería incorrecto, sin embargo, afirmar que Zama es una película sobre Zama. Lejos de cualquier psicologismo, la autora se sirvió de ese tiempo de destrucción/construcción que fue la colonia para hacer de su cuarto largo uno claramente político. Ya desde el comienzo, a Zama se lo ve rehén de su propia mirada. Se lo tilda de mirón mientras espía a unas indias que, a pesar de ser racialmente inferiores, siempre lo pasan mejor que él. Zama (que es España, o Europa), se mueve dentro de una jaula narcisista, en la pretensión ilusoria, forzada e imposible de controlar y manejar los hilos de la escena. De sus grandes hazañas, de sus títulos (¡el corregidor, el enérgico, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada, el que se ganó honores del monarca y respeto de los vencidos!) ya no queda nada y hoy son apenas un intento por sentirse vivo. Martel presenta una ¿dominación? colonial marcada por la decadencia (evidenciada en el risible maquillaje de los blancos) y extremadamente falible, pues detrás de la cultura oficial, de la historia oficial, hay un magma de relaciones complejas que permanentemente ponen en duda al orden colonial. Hay otras lenguas, otras historias, otras voces, otros sonidos inextirpables, siniestramente presentes, una otredad tan amenazante como imprescindible. Lejos de una propuesta existencialista sobre la identidad, Martel asesta una cachetada que apunta a cuestionar aquellos títulos, siempre ilusorios, que definen nuestro ser. ¿Qué se oculta detrás? ¿Qué queda después? La potencia visual y sonora que arroja Zama en la última media hora no se parece a nada que hayamos visto en el cine nacional. Es el registro de un abandono, cuando caen las máscaras y los vestidos, cuando alejado de la absurda pasión (ese sufrimiento que se padece pasivamente) por ser, de esa mentira que lo persigue, elige renuncia a la espera y abandonarse de una vez a la corriente. Aventura kafkiana con tines de realismo mágico, Zama ha duplicado en números a su antecesora La mujer sin cabeza. Los más de 60 mil espectadores que han asistido al privilegio de verla en pantalla grande desde su estreno hace ya un mes, son una caricia para una directora tan elogiada como cuestionada. Filmada en locaciones tan poco convencionales (y, sin embargo, tan nuestras) como Corrientes y Formosa, la que quizás sea la mejor película argentina del nuevo siglo nos habla del ser como un fantasma. ¿Acaso cuando la pantalla se puebla de cajas que se mueven solas, de llamas imposibles, de espectros y mujeres incorpóreas, no es Zama un fantasma ya él? De lo subjetivo a lo político, Martel ha sabido retratar el exilio psicofísico de uno de los mejores personajes que ha entregado la literatura argentina sin dejar de lado su compromiso ideológico. Porque, claro, si Zama representa al Rey de España a lo mejor es que de Europa es mejor no esperar nada.//∆z
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Desde el jueves día que fui a ver Zama, estoy mirando esta hoja en blanco. El sonido diegético de los pajaritos y la chicharra vienen a mí como una memoria emotiva de evocación majestuosa, pocas veces me pasa de sentirme abstraída por los sonidos de una naturaleza familiar. Dicen que la crítica, como el cine, incorpora vivencia personales, y quizás un viaje cercano al litoral, me hizo apreciar el esfuerzo loable de la directora Lucrecia Martel por hacernos transitar por el calor intenso y húmedo de la ribera. No leí el libro de Di Benedetto, ni soy seguidora acérrima de Martel, aunque sí ví y recuerdo cada tanto La Ciénaga y La mujer sin cabeza. Martel circula con lentitud, poniendo foco en los detalles, haciendo su liturgia eterna y poética. No todo el mundo disfruta de este tipo de narración y eso hay que decirlo. Cuando vi La mujer sin cabeza, hace una década, mi impaciencia de juventud poco la glorificó y recuerdo haber escrito risueñamente en contra de la película, lo hice para un blog que compartía con mis compañeros de crítica de cine, me hice la rebelde, como quién va en contra del academicismo cinéfilo, posiblemente así pensaba en esa época. Nunca la volví a ver, pero cuando estaba en la sala viendo la nueva de Martel, veía en Diego de Zama la desesperación y la sordidez de Verónica (María Onetto) en La mujer sin cabeza. En ese momento la recordé íntegramente: La protagonista comienza a desequilibrarse, a transitar, incluso la locura. El plot es mínimo como en Zama: Verónica comienza desmoronarse a partir de un accidente en la ruta. Zama, Don Diego, un funcionario de la corona española necesita “el pase” de Paraguay a Buenos Aires pero la burocracia estatal lo olvida, haciendo que “El corregidor” (como lo nombran sus pares) comience a caer. Martel juega con el sonido, experimenta, ensordece al espectador y enloquece a Zama (Daniel Gimenez Cacho). Los pajaritos y la chicharra invaden los planos mansos de los espacios de esta tundra. El calor que siente ese personaje que va envejeciendo – extraordinario Daniel Gimenez Cacho- nos involucra en una película que está pensada para que entremos en este juego. Las panorámicas en un ralentí casi metonímico producen una somnolencia imaginativa que nos retrotrae a los mundos de Martel, a esos mundos en donde lo latente se hace presente a través de los sentidos. Y la hoja en blanco, comienza a completarse. Un elenco en donde quizás Minujin (Ventura Prieto) y Rafael Spregeldburg (Capitán Hipólito Parrilla) se sientan un poco fuera de lugar con la atemporalidad y el uso del lenguaje. Lola Dueña, una actriz inmensa, se pone en el cuerpo de Luciana Piñares de Luenga, una coqueta mujer castiza que seduce con una avidez a Zama, ambos logran las mejores escenas de la película. Las miradas furiosas y la risa enérgica de la mujer contrastan con un hombre que comienza a apagarse. El calor de las vestimentas fastuosas y la desesperación por el exilio (esas voces en prosa que trastornan a Zama), incomodan. La película termina, uno sale del cine, y sigue sin poder salir de esta atmósfera asfixiante, y aparece la hoja en blanco y el respeto hacia la escritura, y comienzo a temerle a la crítica. Me gusta el cine de Lucrecia Martel, ya no soy rebelde, yo ya maduré.
La directora argentina Lucrecia Martel filma muy poco, y eso casualmente agudiza el culto por su obra. Casi diez años hemos tenido que esperar desde el estreno de su anterior película para reencontrarnos con su particular impronta y su inigualable estilo. Como para aleccionar a los incrédulos, “Zama” es una obra grandiosa, que llega incluso a superar las más elevadas expectativas.
Las pelis imperdibles del 2017 En un año donde los estrenos nacionales colmaron las salas de cine, Motor Económico recomiendas tres títulos: los imperdibles de 2017. Para ver y volver a ver en diversas plataformas: CINE.AR ó Nettflix, y por supuesto en salas. (Por Patricia Chaina (Especial para Motor Económico)) 1) Zama: Una gran película. Enorme y onírica. Con voces que pueblan y repueblan escenas de una ambientación impecable, situada en 1790. La obra con la que Lucrecia Martel vuelve al ruedo después de diez años sin filmar, es su propia novela de caballería. Basada en la novela de Antonio Di Benedetto (1922-1986) cuenta sobre un funcionario de la corona, en América, que espera carta real para volver a España. Mientras espera y es leal al rey: traiciona, acusa sin razón, firma falsas denuncias hasta que, ya despojado de toda dignidad se va con una patrulla caza recompensas tras un bandido portugués. Y encuentra la desmesura de la selva. Son esos los mejores momentos de la película. Donde el argumento presenta su eje: el de un hombre que decide su destino. Aquí es donde la película hace valer todo lo que inicialmente parece un exceso: el ritmo cadencioso, la letanía, la repetición, las figuras fantasmagóricas, lo onírico. Martel se confirma como una directora capaz de crear sus propias formas cinematográficas. Ya lo hizo con La Ciénaga (2001). Ahora nos ofrece en esta versión del mundo colonial, no una película de “ellos”; los portavoces del mundo occidental, como en principio puede creerse; sino un caleidoscopio de esa fusión violenta y cruel que es la conquista, donde lo americano estalla en mil colores y se desangra para volver a nacer, cromáticamente, y soportar las nuevas heladas. Afiche-Zama.jpg Ficha Zama: ELENCO: Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Juan Minujín, Daniel Veronese, Vando Villamil / PRODUCCION: Argentina, Brasil, España, Estados Unidos, Francia, Holanda, México y Portugal. / COPRODUCTORES: Pedro y Agustín Almodovar, Juan Pablo Galli, Juan Vera, Susan Rockefeller, Georges Schoucair, Juan Perdomo, otros. PRODUCTORES EJECUTIVOS: Angelisa Stein, Gael García Bernal, Diego Luna.
La intimidad del deseo Después de nueve años se estrena una nueva película de una de las directoras más importantes del cine de nuestro tiempo: Zama (2017) de Lucrecia Martel, basada en la novela homónima de Antonio Di Benedetto. Apenas empezó a circular el rumor de que la directora de La ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008) estaba trabajando en una versión cinematográfica de la primera novela del escritor mendocino, la ansiedad se apoderó no solo de los fieles seguidores de Martel, sino también de la comunidad literaria que conserva una fervorosa y secreta fascinación por la novela emblemática de Di Benedetto, hasta hace poco tiempo relegado al panteón de los escritores olvidados -recién a fines del siglo pasado comenzó un tímido proceso de revalorización crítica y editorial de su obra, con gestos importantes pero todavía insuficientes-. Si hay algo de inmediato reconocible en Di Benedetto y en Martel es la disposición, cada uno a partir de su propio lenguaje expresivo –aun cuando en ambos casos los límites de su autonomía estética permanezcan imprecisos-, a crear un universo ficcional muy particular, extraño, en donde el lector y el espectador no pueden más que introducirse gradualmente, encantados ante lo que tienen ante sí. Palabras, imágenes y sonidos configuran en Di Benedetto y en Martel una tríada significante que promueve la proyección de una experiencia inconmensurable, más allá de la historia narrada. Más allá o en absoluta correspondencia. Mucho se ha dicho acerca del carácter "infilmable" de Zama. Todo trabajo de transposición de una obra literaria al cine conlleva a priori una discusión acerca de posibilidades, imposibilidades, fidelidades y traiciones. Sin embargo, invocar el carácter “infilmable” de determinados textos revelaría una forma –un tanto perezosa –de pensar el proceso en su conjunto, cuando el cine tan solo funcionaría como un simple medio para ilustrar una historia previa. Decisión que implicaría la muerte del cine y sus posibilidades creativas. Si el cine se propone producir una versión particular de la obra en la que tan solo se asienta en primera instancia, ningún texto debería considerarse imposible de filmar. Pero la transposición si presenta un riesgo, inevitable, más evidente cuando el libro detenta mayor grado de complejidad en su composición formal y narrativa. El nivel de fidelidad o traición no debería definir la eficacia del film. Su potencialidad acaso tenga más que ver con aquello que puede hacerse –o no- con el texto precedente. El ingenio o la disposición creadora del/a director/a tal vez sea lo que mejor impulse la conquista de un nuevo sentido y una nueva experiencia, esta vez cinematográfica. La fidelidad, en definitiva, con el propio estilo, con la propia búsqueda artística. En este sentido, Lucrecia Martel vuelve a confirmar su talento, su enorme poder de imaginación para filmar un texto que exhibe desde el comienzo un estilo excepcional –en tanto que único-, a partir del cual emerge el discurso íntimo de un hombre cuyo conflicto está situado fundamentalmente en el orden de la subjetividad. Si bien Martel recurre a los principales episodios que puntean la acción dramática de la novela de Di Benedetto, su película ofrece una asombrosa composición visual y sonora que promueve una versión fascinante de la historia de Diego De Zama, el desdichado asesor letrado de una remota colonia americana de fines del siglo XVIII –presuntamente cerca de Asunción del Paraguay, una polifonía de distintas lenguas infiere un territorio nunca mencionado-, que espera un traslado a la metrópoli -o, al menos, a alguna ciudad de mayor prestigio- que nunca llega. Un ascenso continuamente prometido pero postergado ad infinitum que definirá la paulatina e irremediable degradación física y psíquica del protagonista. El deseo de un viaje es lo que moviliza a Zama. Pero un viaje que revelará, desde el comienzo, otro perfil, acaso más secreto y contradictorio, ostensible incluso en su propio cuerpo. La primera escena es, por tal motivo, notable. Zama (una magistral interpretación de Daniel Giménez Cacho) contempla, en la orilla de un río, el horizonte. La orilla delimita espacialmente la existencia de una realidad escindida. La posición del cuerpo de Zama aparece definida por una tensión imperceptible. Un leve arqueo de su cadera desmiente la presunta firmeza a partir de la cual se asienta -él y su deseo-. Zama observa el horizonte, que no es otro sino su destino, contraído. Como si secretamente luchara por permanecer allí, a la espera de buenas noticias sobre el ascenso pendiente. Incómoda, forzada, su posición es la de alguien que no anuncia actuación firme. La de un hombre que no se resigna y que permanece en pie, en lenta declinación, a la expectativa. La posición manifiesta de una pose. O la permanencia de una impostura. Casi como la estatua de un prócer menesteroso que espera noticias de la providencia. La atención de Zama se verá interrumpida por el vocerío de un grupo de mujeres desnudas. Hacia ellas se dirigirá su mirada deseante. Escondido entre plantas y arbustos, espiará sus cuerpos. El film de Martel colocará en primer plano la mirada huidiza del protagonista, su disimulada vigilia, sus ojos que miran y que no, en culposo vaivén. Una mirada que simula y que ofrece la caracterización precisa del personaje: Zama espera noticias de su mujer e hijos, del traslado que no se concreta, pero se distrae infructuosamente con el objeto de sus deseos ocultos. En una escena formidable por la condensación simbólica de un estado anímico -la puesta en escena de Martel será perfecta en ese sentido-, un primer plano muestra el rostro acalorado de Zama. Mientras en off recita una carta a su esposa, por debajo irrumpen manos femeninas que comienzan a desvestirlo y, mediante un baño frío, apaciguan su calentura. Esquiva y solapada, como la mirada del protagonista, es la imagen que concibe la cámara. No todo en el film de Martel estará expuesto en su totalidad. Mucho de lo que contemple Zama permanecerá fuera de campo, a oscuras. En algunas escenas, el pasaje –incierto- del orden de lo real al orden de los sueños se tornará visible a través de leves interferencias que proyectarán la visión dislocada de una conciencia atormentada. La presencia especular y fantasmática de mujeres indefinidas. En ciertas instancias, el letargo asaltará el sonido. La percepción de Zama se clausurará en esos momentos, enrarecida, abandonada sobre sí misma. La búsqueda de mujer -la búsqueda de una mirada femenina que lo asista- definirá los pasos de ese otro viaje que intenta consumar Zama. No de cualquier mujer. Como un intento de sublimación erótica de sus pretensiones, posará sus ojos exclusivamente sobre mujeres blancas y españolas, capaces de ofrecerle aquello que por ser americano no tiene. El protagonista se sentirá atraído por los encantos de Luciana (Lola Dueñas), la esposa del ministro de hacienda, con quién mantendrá breves escarceos románticos, diálogos picantes que tan solo servirán para demorar la efectiva realización del encuentro sexual. A partir de un tono ligero y zumbón Martel expondrá el carácter absurdo de sus desdichas amorosas, la imposibilidad de encauzar su deseo, las ínfulas de una identidad menospreciada. La paulatina decadencia del protagonista evidenciará el paso del tiempo. El derrotero de Zama terminará por conducirlo a la expedición de un grupo del ejército, comandado por el capitán Parrilla (Rafael Spregelburd), en busca del temido bandido Vicuña Porto, figura omnipresente durante el transcurso de la historia. Zama penetrará en tierra de indios, como último paso en su carrera hacia el total despojamiento, como posibilidad última de redención. La última parte de la película es alucinante. En algún momento del film, un tal Manuel Fernández, escriba de Zama, expondrá, después de ser descubierto por escribir ficción durante el trabajo, el fundamento de su producción artística: la ausencia de un amo que gobierne su escritura. Una expresión decisiva que bien podría definir el trabajo de Lucrecia Martel, quien filma, con absoluta prescindencia de cualquier mandato que pre-escriba su forma de hacer cine, nada más ni nada menos que una obra inconmensurable. Su tan esperada obra maestra.