Viví lo suficiente para convertirte en un villano Hasta ahora, Todd Phillips era conocido por dirigir comedias. Viaje censurado, Old School (una de las mejores de su generación) y las ¿Qué pasó ayer? son todas películas sobre grupos de hombres con un humor basado en el descontrol y los excesos. Nada de eso parece relacionado con Guasón, un relato oscuro con un único protagonista central, pero, pensándolo un poco, en la carrera de Phillips pueden encontrarse algunos rastros de lo que vemos en su nueva película: ya había jugado a reconstruir los setentas en Starky & Hutch, mientras que Todo un parto no era otra cosa que una remake de Mejor solo que mal acompañado, la película de John Hughes de 1987. Los setentas y el tema de la reversión, la de construir una película tomando como modelo una obra anterior, son dos aspectos fundamentales de Guasón. Para crear un nuevo mito de origen para el personaje, Phillips tomó a la Nueva York decadente de finales de los setentas y principios de los ochentas como escenario, y se sirvió de Taxi Driver y El rey de la comedia, ambas filmadas en el lugar y la época que lo inspiraron para ambientar Gotham, para definir el camino de la locura de su protagonista y teñirlo con la misma oscuridad y obsesión que Robert De Niro irradia en esas dos películas de Martin Scorsese. Arthur Fleck tiene trastornos mentales, vive con su mamá enferma y trabaja como payaso contratado por una agencia. Su sueño es ser comediante, hacer reír a la gente y aparecer en su programa de televisión favorito. Además, tiene una enfermedad rara que lo hace reírse en contra su voluntad, lo cual completa su cuadro como freak. La gente lo rechaza mientras él documenta el crescendo de su odio contra la sociedad en un cuaderno (al mismo tiempo, en Gotham hay elecciones, otro guiño a Taxi Driver), hasta que termina encontrando la felicidad en un arma humeante. La primera vez que Arthur usa una pistola es la primera vez que siente poder y el momento en el que deja de ser Arthur para empezar a convertirse en el Guasón. Acá es donde tenemos que hablar sobre Joaquin Phoenix, un actor que se siente cómodo con la locura y que sabe abrazar al dolor. Phoenix ya había hecho de un freak meláncolico y frágil en Her, y en No te preocupes no irá lejos le había tocado interpretar a un personaje que tiene que reinventarse para superar sus traumas. Esos dos papeles son de alguna manera los antecedentes inmediatos de su Guasón. Phoenix actúa transmitiendo su estado de ánimo con todo el cuerpo, reluciendo su clavícula deforme, moviéndose como practicando un arte marcial. Su transformación es un camino lento que lo lleva a cambiar su mirada de nene de mamá por el andar sensual y potente de un líder. El punto exacto en el que lo vemos por primera vez como el Guasón es en la escena del subte. Cuando se enfrenta a los tres yuppies aparece la mirada sombría, el oscuro en los ojos. Lo que reluce ahí es el dolor convirtiéndose en furia. Finalmente, cuando desciende a puro baile las mismas escaleras que subía con pesadez es como si su personaje hubiera entendido que las puertas del cielo están cerradas para él y que su única redención posible está en el infierno. Que la transformación definitiva de Arthur se complete con el uso de una pistola (“Pero si yo no puedo usar armas” le dice, con lucidez, al compañero de trabajo que se la entrega) es, además de otra conexión con Taxi Driver, un comentario sobre el uso de las armas en Estados Unidos y también funciona como índice de otra de las dimensiones importante de la película. Esa pistola es el inicio de una revolución, la revolución de los que desprecian a la clase alta, a los millonarios Wayne, de los que están cansados que se aprovechen de ellos, de los que se levantan como una horda de payasos que perfectamente podría ser una pandilla más de The Warriors (la escena en el tren es un guiño más que evidente a la película de Walter Hill). Por su historia y su personaje, Guasón pertenece a un género, el del cine de superhéroes, y lo primero que hace con ese género es romper su paradigma actual. Es todo un gesto que mientras Marvel canonizó al cine de superhéroes como un espectáculo de batallas digitales que iguala a sus películas con las nuevas Star Wars (no casualmente ambas franquicias pertenecen a Disney), Guasón tenga su inspiración en el cine de los setentas. Sabemos que el universo de Batman no es igual al de otros superhéroes, pero también es cierto que DC quiso parecerse a Marvel con La Liga de la Justicia y le fue muy mal. Guasón es una película que puede ganar un festival prestigioso como el de Venecia, y que también va enamorar al público que viene de los cómics (las escenas que la vinculan con Batman son simplemente estremecedoras). No sé cuántas películas pueden lograr eso. El mérito queda para Todd Phillips que, ensamblando dos clásicos de Martin Scorsese para imprimirles una matriz nueva, se terminó de inscribir en la tradición de los grandes directores cinéfilos.
Los caminos de la chipadelia Hay algo contradictorio en intentar definir la música de un artista que no hace género. Es contradictorio porque se trata, a fin de cuentas, de identificar rasgos de fórmulas conocidas en una obra que intenta ser diferente. De Los Síquicos Litoraleños se dice que hacen “chamamé futurista” y se los compara tanto con Captain Beefheart como con The Residents y Tránsito Cocomarola. Esas referencias marcan dos extremos de los que puede deducirse un evidente vínculo con el chamamé como marca de su tierra de origen, Curuzú Cuatiá, y un espíritu experimental relacionado con el carácter amorfo y caótico de sus canciones. En un momento, Los Síquicos Litoraleños llegaron a ser catalogados como “Pink Floyd para pobres” pero la mejor definición de su música fue acuñada por ellos mismos mediante una palabra que resume su linaje y su ambición artística en un nuevo género: la chipadelia. En 2005 tocaron por primera vez en Buenos Aires y en ese show estuvo presente Alejandro Gallo Bermúdez, que quedó tan encantado por ellos que decidió seguirlos, cámara en mano, en la gira que hicieron por Europa algunos años después. Encandilan Luces, viaje psicotrópico con Los Síquicos Litoraleños, ópera prima de Gallo Bermúdez, es el resultado de esa fascinación a primera vista: un documental que reúne la historia errática de esta banda desde su mito de origen, que incluye platos voladores y hongos alucinógenos, hasta perseguir el rastro que dejó en otros artistas de su zona (que en algunos casos directamente se apropiaron de sus temas) a través de testimonios y imágenes de archivo que sintonizan el ritmo alucinado de la música. En el documental aparecen registros de performances tomados a lo largo de los últimos quince años, una mezcla de diferentes texturas de video entrelazadas con animaciones impulsadas por el flash, donde Los Síquicos Litoraleños están disfrazados como una de esas bandas infantiles que los padres llevan a ver a sus hijos en vacaciones de invierno. No importa si están tocando en su Corrientes natal o en Amsterdam: su música y su presencia siempre irrumpen como algo extraño. Son extraños en su tierra, rompiendo la calma del pueblo; son extraños en el exterior tocando para europeos que apenas pueden pronunciar el nombre del grupo. Buscando a Reynols, la película de Néstor Frenkel, es un antecedente inevitable a la hora de pensar Encandilan Luces. Primero por el tema del que se ocupa: una banda de rock que es una rareza, objeto de culto para coleccionistas, admirada por críticos y colegas, que crea su mitología por fuera del mainstream. También porque los testimonios (entre los que está Alan Courtis, miembro de Reynols) y el material de archivo aparecen organizados en capítulos; pero además porque Los Síquicos Litoraleños, como se desliza en el documental, estaban llamados a ser los nuevos Reynols. Mientras otros robaban sus temas y lograban espacios en revistas y festivales, Los Síquicos Litoraleños mantuvieron el bajo perfil y su apego por Curuzú Cuatía. Hay algo que se expone en Encandilan Luces que tiene que ver con las elecciones artísticas, con qué cosas se negocian a la hora de hacer una carrera. Los Síquicos siempre fueron fieles a su tierra natal como si la tomaran como una responsable más de su obra, acaso conscientes de que era la proveedora de una de las razones de su locura; los hongos. Ajenos a todo lo que se dice sobre ellos, los miembros de la banda prefieren mantenerse en secreto. Apenas si les vemos las caras durante la película, y solo sabemos lo que piensan por algún fragmento de entrevista que aparece por ahí. Como dice el periodista Jorge Fernández: “es todo parte del misterio”.
Señora de nadie “Ahora que no tengo deseo o, mejor dicho; que mi deseo anda suelto”. Romina se redefine sobre la marcha. Se corrige, piensa, mientras su voz en off acompaña una sucesión de viejas fotografías familiares. Además de poner en escena su archivo familiar, en De nuevo otra vez Romina Paula le da su nombre e interpreta a la protagonista. También, hace que tanto su hijo como su mamá hagan de sí mismos en una ficción atravesada por lo autobiógráfico y el género documental. Romina es una mujer de casi cuarenta años que huye junto a su hijo de la vida que armó con su pareja en Córdoba. Regresa a Buenos Aires, se reencuentra con su mamá, sale de nuevo con sus amigas, mientras intenta encontrar la respuesta a la pregunta que le hacen todos: “¿Te separaste?”. Romina Paula es escritora, actriz y también dirigió teatro. En De nuevo otra vez es guionista, intérprete y hace su debut como directora, mediante una historia en la que aparece como madre, hija, esposa, pero también como mujer, a secas, sin que su relación con otra persona la defina; una mujer que se está replanteando sus deseos y ambiciones. Esa multiplicidad de roles, esa consciencia escindida de la autora, se refleja en las diferentes texturas que adquiere la película. Los momentos de vida cotidiana en casa de su mamá acompañada por su hijo son registrados de manera documental, los monólogos frente a cámara tienen impulso de performance teatral y el relato en off sobre las fotos son textos literarios recitados. Al igual que Mariano Llinás, Romina Paula hace de su voz, y de los textos que escribe para su película, un recurso cinematográfico y a través de su tono y el ritmo de sus palabras le otorga un nuevo espesor a las imágenes. Romina es una mujer errante, una extraña en todos lados: en la casa de su mamá, en una fiesta con sus amigos, sola en la noche esperando un colectivo, intentado besar a un chico mientras carga a su hijo en brazos. Sin embargo, esa sensación de estar fuera de lugar y la incertidumbre que atraviesa no le generan necesariamente tristeza y más bien las transita como una exploradora de sus nuevas emociones. La gente que está a su alrededor tampoco tiene las cosas muy claras ni parece buscar definiciones. Una de sus amigas tiene un novio ausente, el chico que le gusta dice que se va del país porque no quiere estar atado a nadie, y cuando la chica que le gusta tiene que definir su estado civil dice que está “picoteando”. La primera película de Romina Paula es, por un lado, el testimonio de una generación que fue joven durante el siglo pasado y que ahora intenta probar, y bajar de la teoría a la práctica, un nuevo paradigma de relaciones afectivas. “¿Hace falta que todo se rompa para separarse?”, se pregunta Romina: “¿Esto va ser así para siempre?”. Por otro lado, también como signo de esta época, la película se interesa en poner en escena al feminismo. Esto se presenta en uno de los monólogos, cuando la hermana menor de una amiga de Romina hace referencia a la “revolución de las hijas”, título de uno de los libros de la periodista especializada en temas de género Luciana Peker. Pero también aparece de manera simbólica en la escena en la que Romina, su mamá y su abuela preparan un almuerzo en el patio. Romina juega al fútbol con su hijo mientras su mamá prende el fuego. Tres generaciones de mujeres hacen “cosas de varones” en un asado que termina con la lectura de un texto feminista en la sobremesa. Cuando Romina repasa las fotos de su familia es como si escarbara en los rastros del pasado para entenderlo. Relata las decisiones de sus antepasados para ver cómo ella se inserta en ese árbol genealógico. Sus abuelos aceptaron su destino y cuando emigraron se quedaron en el país que los aceptó. En un momento, cuando Romina mira en su celular fotos de una noche anterior junto a sus amigos y la chica que le gusta, las imágenes del pasado parecen dejar de interesarle. La pregunta de De nuevo otra vez es si ella, al igual que sus antepasados, también quiere aceptar su destino, quedarse con lo que le tocó. Por eso la secuencia en la que posa delante de imágenes proyectadas alternando la compañía de su novio, su hijo, su mamá y sus potenciales amantes es su manera de imaginarse en otras vidas posibles. Posa como probándose esas otras vidas. Pensando cuál le gusta más, cuál le queda mejor.
Publicada en la edición #284.
Publicada en la edición digital Nº 6 de la revista.
Publicada en la edición digital #3 de la revista.
Publicada en la edición digital #2 de la revista.
¡Viva Machete! Hay películas que nos desbordan, que acumulan, acumulan y acumulan en una exageración que rebalsa nuestra mirada y todos los sentidos. Son películas con las que hacemos pogo, que nos hacen gritar, calentarnos, estallar. Películas que no detienen su motor, que son como una fiesta en la que hay de todo. Machete es una licuadora gigante en la que Robert Rodriguez arroja todos sus ingredientes-fetiches favoritos para servirnos una poción irresistible y explosiva. La mecha se enciende desde la primera escena: Machete es un oficial federal mexicano que va jugadísimo hacia una situación donde tiene todo en contra porque quiere caerle a un capo mafia que maneja a todos, incluso, claro, a la policía. La imagen tiene una textura gastada que continúa con la estética rayada de Planet Terror. Cuando Machete llega instantáneamente se pudre todo: toma carrera con su patrullero y choca de frente contra una casa atravesando un torrente de balas que liquida a su compañero pero del que él sale inmune. Porque Machete es indestructible, Danny Trejo es indestructible: ese rostro esculpido a cicatrices es la mejor prueba. “This is the boss”. Machete suelta la frase mostrando el filo de su arma favorita que reluce como una perfecta continuación de su cuerpo. Pero también Machete tiene el superpoder de volver un arma todo lo que toca, Machete improvisa: una pistola gatillada con la mano recién cortada de un policía, un “pela-cráneos”, un descorchador, una bordeadora. Cualquier elemento sirve para sumar a la comparsa de sangre que desfila por toda la película. Machete entra en una casa y comienza a bajar muñecos a lo Zatoichi, retazos de tipos que caen por acá y por allá. Todo es exagerado, mucho, un montón. Cuando traen a la esposa de Machete y la decapitan delante de él enseguida recordamos a Tony Montana atado en la bañera, obligado a ver la forma en que una sierra eléctrica rebana a su compañero como si fuera un bife. Machete se curte a lo Scarface porque también es un inmigrante al que le encargan asesinar a un político: el senador McLaughlin, un Robert de Niro que ya está grandecito y no tiene problemas en reírse de Taxi driver. Pegando una tras otra las figuritas de su álbum cinéfilo, Robert Rodriguez es un chico que juega a ser Tarantino disfrazado de Brian De Palma. Machete aparece tres años después en Texas dando vueltas como si fuera uno más entre los que intentan pegar una changa, pero no logra pasar desapercibido. Jessica Alba es una agente de migraciones que enseguida le echa el ojo y pasa un informe que lo define a la perfección: “Cicatrices, tatuajes… actitud de no jodas conmigo y no jodo contigo”. El resto de las fichas de Machete se juega en la frontera entre Estados Unidos y México, que aparece como el campo de batalla de una guerra entre dos bandos. De un lado está La red, una organización que ayuda a mexicanos a pasar e instalarse en Estados Unidos y que tiene a una líder, Michelle Rodriguez, que se refugia en un puestito de tacos. Los integrantes de La red viajan en vehículos enchulados, pelean con armas que también son sus instrumentos de trabajo como palas o hachas, y hablan de revolución. En la vereda de enfrente hay tipos como Jackson (Don Johnson), un sheriff facho que asesina a todo aquel que encuentra en la frontera sin importarle edad, sexo, ni tampoco si se trata de una embarazada; él sólo dispara: “porque si ese niño crece será un ciudadano estadounidense más”, dice sin que se le mueva un pelo. El senador McLaughlin está en plena campaña electoral y tiene como principal promesa cerrar definitivamente la frontera con México. Monitoreando todo el asunto está Torrez, un Steven Seagal que reserva para el final de la película su aparición definitiva irrumpiendo como si fuera el jefe final de un videojuego de peleas. Cuando Planet Terror se estrenó en Argentina hubo otra amputación además de la que obligó a Palomita a cambiar pierna por escopeta: la imperdonable omisión que significó no incluir el trailer de Machete en las copias locales. Esos minutos formaban parte del cuerpo de Planet Terror como Hotel Chevalier es parte de Viaje a Darjeeling, eran una introducción incendiaria que funcionaba como perfecto vermouth exploitation. Ahora que esas escenas tomaron vida propia podemos decir que Machete es la fiesta que nos prometió Robert Rodríguez en aquel trailer que ya dejó de ser falso: una celebración explosiva (Machete volando por los aires con un pistolón a lo Django en su moto), visceral (ver la escena en la que se fuga de un hospital), viril (una musiquita cliché de películas porno que suena más de una vez sugerente y nada más), y siempre hilarante (el “¡Qué puto!” de Seagal es inolvidable), a la que todos podemos asistir para elevar nuestras armas en señal de fidelidad guerrera y gritar: ¡Viva Machete!
Un universo en tres dimensiones La habitación, la casa y el barrio: Ocio es una película de espacios. Esos tres ambientes conforman un único microcosmos habitado por un joven sin nombre, sobre quien giran una serie de satélites que varían de acuerdo a la órbita en la que se encuentre. En el territorio de la casa residen tres hombres que se relacionan a distancia, de a porciones. Mantienen un trato fraccionado, parecen islas que se miran desde lejos como fragmentos de algo que se rompió. El espacio vacío de ese hogar, acaso el núcleo vertebrador perdido entre quienes supieron integrar una familia y ahora son sólo restos, se materializa en una frase que el protagonista (que en el libro se llama Andrés, pero el relato de Fabián Casas es otra cosa) derrama cuando atiende el teléfono: “Ella no se encuentra”. En la geografía oxidada del barrio él se conecta con Roli y Picasso, amigos con los que oscila caminando al costado de las vías del tren, tomando cerveza del pico, jugando de manos o pateando en una cancha. Todas son instantáneas que parecen desentenderse del transcurso del tiempo, como suspendidas en un columpio desde el que se ven las horas pasar. Ellos se uniforman con chaquetas de cuero, tranquilamente podrían ser una de las pandillas de The Warriors, aquella historieta nocturna filmada por Walter Hill. “Somos como dioses”, dice Picasso con un tono de voz de una parsimonia titánica, en una escena que, hermosa como el atardecer que atestigua, encuadra a los tres amigos sentados en lo más alto de un edificio mientras contemplan un crepúsculo subrayado por una fila de departamentos perfectamente ordenados en forma ascendente. Desde ese lugar ellos pueden ver todo el territorio al que pertenecen y también un más allá representado por la torre del Parque de la ciudad. En cada cambio de escena y cada vez que irrumpe alguno de los personajes motorizados, se reiteran, insistentes, los estertores compuestos y ejecutados por Ariel Minimal, sonidos que por momentos se develan como una perfecta distorsión de western. Ocio es, como La ley de la calle (relato del que toma más de un signo), una película de bandos; existen dos grupos rivales que asumen el desafío de su deuda pendiente mediante un partido de metegol. Ese encuentro, que podemos linkear directamente al mano a mano de joystick entre Daniel Hendler y Walter Jakob en Los paranoicos, decreta vencedor al equipo de Picasso, suplente que termina siendo figura, que remata el partido luciéndose con una jugada letal: amasando la pelotita hacia un costado para luego dispararla contra el sonido seco del arco de plomo. Ocio es también una película de tríadas. Tres son los amigos y la cantidad de hombres que habitan la casa; el personaje del Rubio junto a sus laderos también son tres y, como se enumera más arriba, este relato se localiza en tres ambientes. El espacio de la habitación, la tercera dimensión (que además es sede de devoción a la trinidad fútbol, libros, música), nos hace sentir de cerca la esencia de Ocio. Entre sus paredes se abriga la puesta en escena de un espacio personal, de un mundo propio; el del periodista, crítico y ahora director Alejandro Lingenti. Un lugar habitado por amigos y colegas que actúan, lecturas que se disponen en fila y púas que detonan la más bella música. Inspiradas en imágenes escritas, las imágenes filmadas de Ocio componen un hábitat integrado por recortes fugados desde aquel lugar donde permanecen atesoradas las cosas que nos definen. El refugio proyectado de un pequeño universo donde existir.
A big, big love Un tipo entra a una sala de cine y se sienta, pero no mira la película. Tiene el pelo corto, usa bigotes, remera de Biohazard, pero por sobre todo es grande, grandote. El rostro de Jara, el héroe que protagoniza Gigante, está iluminado por la proyección de cine pero sus ojos van hacia otro lado porque él está mirando a Julia, se hace la película con ella. Gigante es una historia de amor que nos muestra, paso a paso, cada vez más cerca, el acercamiento progresivo de Jara hacia Julia. Los dos trabajan en un hipermercado: él monitoreando las cámaras y ella como personal de limpieza. Las de Jara mirando por una pantallita son escenas en las que nosotros también observamos, como en cuadros dentro de cuadros, mediante una subjetiva-vouyeur. El trabajo de Jara no es precisamente divertido, lo vemos haciendo un esfuerzo terrible por gastar el tiempo, haciendo morisquetas, resolviendo palabras cruzadas, lo que sea. Pero cuando aparece Julia él se convierte en un fisgón que se vuelve director de cámara de su mirada y también de la nuestra: mete zoom cerrando el plano, la espía por los pasillos, la sigue. Este seguimiento en ningún momento nos resulta inquietante ni nos hace temer por Julia porque Gigante nos deja en claro desde el principio que Jara es bueno. Lo sabemos porque cuando le toca laburar como patovica no golpea a nadie, sino que separa y le pregunta a uno de los chicos si está bien, dándole palmaditas. En otra escena termina comprando una revista de tejidos por haberse escondido en un kiosko para que Julia no lo vea. Jara es un buen pibe, no hay dudas. En Gigante, la primera película de Adrián Biniez, abundan los planos fijos armados sobre marcadas líneas (las de los techos de las casas, las de las góndolas), y en esa confección hace acordar a Los paranoicos, otra opera prima. Pienso en Los paranoicos también por la fuerza de los colores y porque se trata de historias de tipos que persiguen una obsesión y que estallan: Hendler bailando o tirándole vinos al chino, Jara rompiendo todo en el supermercado. La furia es otro aspecto que aparece en Gigante. Jara es tranquilo, muy tranquilo, es uno de esos tipos que si se enojan te pueden lastimar, y por eso sólo se descarga contra los malos (y si no vean cómo le fue al taxista que se atrevió a gritarle algo a Julia). En la escena en que Jara entra al cine buscando a Julia podemos ver los afiches de dos falsas películas en cartel: Salto al amor y Mutante. Jara se juega por la primera y falla, y es recién en la proyección de Mutante donde encuentra a Julia. Durante toda la película, la información que tiene Jara (y nosotros) sobre Julia es prácticamente nula, no sabemos nada de ella, la seguimos, la espiamos trabajando, haciendo karate, pero nada más. Jara no le habla, ni tampoco escuchamos hablar a Julia, que en toda la película apenas dice una sola palabra. Sólo alcanzamos a deducir algún dato por pistas sueltas que, a medida que avanza Gigante, nos dan el indicio de que los gustos de ambos coinciden. Gigante es una historia sencilla. Si Jara se enamora de Julia es porque ella logró hacerlo sonreír en medio de una de sus jornadas de letargo delante del monitor, logró robarle una sonrisa a ese rostro serio y adusto. El personaje interpretado por Horacio Camandule es un caso, pero lo que define a este grandote no está en su gran tamaño, sino que lo podemos encontrar en su mirada que, detrás de un gesto en principio hosco, refugia las marcas de una cálida inocencia. Jara es como un chico, hay mucho de infantil en su timidez, en la forma en la que (no) demuestra lo que siente por Julia, en cómo la sigue a escondidas y le deja un regalito. Por eso, Jara es un personaje que transmite una ternura gigante, la de un nene de cien kilos.