Pantera negra 2: Wakanda por siempre:
"Pantera Negra: Wakanda por siempre": el duelo.
En esta segunda entrega reaparece cierto discurso antiimperialista (suave, porque tampoco se le puede pedir mucho a un producto que depende de Disney) que ya asomaba en la primera "Black Panther".
Pantera Negra: Wakanda por siempre es un film atípico para el universo cinematográfico de Marvel. Por un lado, y más allá de un par de detalles, es uno de los films menos atados a la idea de continuidad que la franquicia viene planteando desde sus inicios en Iron Man (2008). Y por otro lado es una historia sobre la superación del duelo por la muerte de un ser querido que se disfraza de película de superhéroes. Ahí está su baza más valiosa, pero también la más problemática. Quien vaya a ver “una de superhéroes” tradicional contará muchas menos explosiones y persecuciones de las que el género suele prodigar, y ciertamente muchísimos menos chistes que la producción promedio de Marvel. Para los cultores de los dramas, en cambio, esas cuatro explosiones y dos persecuciones pueden resultar demasiado.
No es la primera vez que Marvel propone esto. De hecho, muchas de sus mejores propuestas son relatos de otros géneros disfrazados de películas de superhéroes. Del mismo modo que She-Hulk es en buena medida una serie sobre abogados, Guardianes de la galaxia 2 y Ant Man son exploraciones sobre los vínculos filiales. Incluso otras de recepción más polémica también metamorfosean géneros: la última de Thor (Amor y trueno) no es otra cosa que una cancer-movie.
Así, todo el relato de Wakanda por siempre es una despedida alegórica a Chadwick Boseman, el protagonista de la primera Pantera negra, que falleció en 2020 y puso patas para arriba los planes de Marvel Studios para la saga. Por eso el tropos del traspaso generacional, que ya estaba en la primera Black Panther se repite aquí obligadamente, aunque la historia salva eso con gracia.
La historia es relativamente sencilla: Estados Unidos encuentra vibranium (ese metal ultrapoderoso del universo marvelita) en el fondo del mar y eso despierta las aprehensiones de los habitantes de Talokan, el reino submarino gobernado por Namor (interpretado por Tenoch Huerta), que está más que dispuesto a declarar la guerra a todo Estado sobre la Tierra. Esa situación lo termina enfrentando con la corte wakandiana, que atraviesa su propio proceso sucetorio. Nuevamente, si en otros films de la franquicia se recurría a distintos matices del drama shakespeareano, aquí gran parte del film transcurre entre fallidas negociaciones diplomáticas.
Esa rosca diplomática oficia también de sostén ideológico para cierto discurso antiimperialista (suave, porque tampoco se le puede pedir mucho a algo que depende de Disney) que ya aparecía en la primera Black Panther. Si la entrega anterior se enfocaba en la herencia africana, el rol del esclavismo en su desarrollo cultural y de qué es capaz el hombre si se lo deja decidir sobre el destino de otros hombres, aquí la aparición de una nueva nación, de herencia mesoamericana, cumple un rol similar. Namor y compañía trazan sus orígenes hasta la conquista y genocidio español en América Latina y tanto talokanos como wakandianos son explícitamente conscientes de qué podría suceder si las superpotencias mundiales pusieran sus manos sobre un material de enorme potencial bélico como el vibranium. El conflicto entre ambos no proviene de una diferencia de diagnóstico, sino de abordaje. Como en la primera Pantera Negra, aquí el villano tampoco está estrictamente “equivocado”, y eso lo hace más interesante.
La propuesta se completa con la estética panafricanista ya vista en la primera entrega (incluyendo una multiplicidad de acentos que resalta sutilmente la riqueza de la cultura negra), una banda de sonido que incorpora fuertemente voces latinoamericanas y, llamativamente, un excelente uso del silencio que permite resaltar el trabajo de los actores. Aquí Letitia Wright asume el protagónico y lo hace con solvencia, sin desentonar junto a figuras como Angela Basset.
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