En su tercer largometraje, Jimena Monteoliva apela al metalsploitation para volver sobre la violencia de género, un tema por el que muestra interés desde sus películas previas, Clementina y Matar al dragón. En Bienvenidos al infierno, la joven Lucía se enamora del “Monje”, el cantante de una banda de pelilargos que emula la estética de Kiss y que se la lleva a vivir a un aguantadero. Sin embargo, este da muestras pronto de que lo satánico no se limita a las estampas de sus remeras: es violento, controlador y lidera un culto de veneradores de Lucifer. Amenazada por el “Monje” y su manada, Lucía, que está embarazada de él, se esconde en casa de su abuela, que vive sola en el bosque y es muda. No es difícil imaginar que esa misteriosa mujer, que se comunica con Lucía a través de una serie de notas con frases sacadas de libros, esconde un saber y con él, una enorme fortaleza. Como las brujas de antaño, que no siempre vivían en el bosque pero que, al igual que Lucía, eran perseguidas por desafiar la autoridad. Monteoliva acierta al apelar a la brujería como una forma de resistencia ante la violencia machista, dotando de profundidad un relato que de lo contrario podría haberse limitado a sacar provecho del imaginario metalero, tan rico en cruces, cuernos, calaveras y demonios. En tanto, los limitados recursos con los que suele contar el cine independiente de terror argentino son compensados por las convincentes actuaciones de sus protagonistas y un modesto pero ingenioso trabajo de FX, que nos devuelve por unos instantes la magia previa al CGI.
Un joven muere en un pueblo de Entre Ríos. Se llama Jesús López y tiene pelo largo y barba, como el hijo de Dios en la iconografía cristiana. Sin embargo, Jesús no es un santo. Es apenas un chico fanático de las motos y piloto de una categoría de automovilismo que se corre con Fiat 600, que pasa el día tomando cervezas con sus amigos. Hasta que se sube a la moto alcoholizado y muere en un accidente. En cambio, su más retraído primo Abel trabaja con sus padres y su hermana en el tambo familiar, en el campo. Tras la muerte de Jesús, Abel comienza a quedarse cada vez más en la casa de sus tíos, al punto que su vida comienza a confundirse con la del muerto. Sobre todo cuando su tío le propone entrenarlo como piloto para competir en una carrera homenaje a Jesús. Cuarto largometraje del director entrerriano Maximiliano Schonfeld, Jesús López coquetea abiertamente con las referencias religiosas. Estas van desde el origen bíblico de los nombres de los protagonistas hasta escenas visualmente impactantes como la inicial, en la que vemos a Jesús viajando en su moto, iluminado desde atrás por los faros de un auto que hacen resplandecer su cabellera como si se tratara de un halo o, quizá, las llamas de una hoguera. Luego, un fundido lleva a un primer plano de Abel rezando bajo una lluvia torrencial de esas que, para muchos creyentes, podrían lavar cualquier pecado. Y por supuesto también es cristiana la idea de resurrección: la que se le ofrece a Abel cuando empieza a transitar la vida de su primo. Si bien la espiritualidad es un elemento presente en el cine de Schonfeld – en La helada negra (2015), por ejemplo, una chica era tomada por santa en un paraje rural-, está claro que su intención no es hacer un cine religioso. La fe que mueve a sus personajes -por lo general jóvenes como Abel, tironeados entre la vida de campo y la del pueblo o ciudad- es simplemente el deseo de un futuro que encierre algún tipo de promesa. Algo similar les sucedía a los hermanos de su ópera prima, Germania, que no sentían interés alguno por la granja de sus padres. E incluso a los protagonistas de su documental La siesta del tigre (2016) que, aunque más maduros, se movían guiados por la esperanza de encontrar los restos de una bestia extinguida para “salvarse” económicamente. Uno de los aspectos más interesantes del guion de Jesús López, escrito por Schonfeld junto a la escritora entrerriana Selva Almada, es que Abel no parece sentir culpa alguna ni genera resquemor en el espectador a pesar de que se trata de un okupa de identidades. Es probable que esto se deba a la mirada amorosa que el director suele tener sobre sus personajes, por lo general inspirados e interpretados por habitantes de las aldeas de descendientes de alemanes del Volga que rodean su pueblo natal, Crespo. En una de esas aldeas, en las que Schonfeld filma todas sus películas, nació su padre. Como en la mayoría de sus trabajos, la atmósfera que reina en Jesús López es de cierto extrañamiento, casi irreal. Este clima es reforzado por la extraordinaria fotografía de Federico Lastra, que filma crepúsculos y amaneceres con un ojo conmovedor.
Desterro busca lo trascendental en la vida cotidiana El film de la brasileña María Clara Escobar se luce por la belleza de la composición de sus planos, aunque su narración fragmentaria y algún subrayado emocional conspiran contra el resultado final Un hombre y una mujer conversan en la cocina mientras desayunan. La mujer comenta que un cometa pasará cerca de la Tierra y que si desvía su camino explotará todo. Él asegura que si va a morir prefiere no enterarse. Ella, en cambio, dice que no tendría problemas en ver a la muerte llegar. Lo único que no quiere es morir ahogada. Y a diferencia de su compañero, cree que siempre es mejor saber. La escena funciona como un anticipo, ya que el mundo que está por colapsar es el de esa pareja de clase media brasileña con un pequeño hijo en común conformada por Laura (Carla Kinzo) e Israel (Otto Jr.). Esta frágil estabilidad llega a su fin cuando Laura desaparece de un día al otro. Poco después, Israel se entera de que murió en la Argentina. Desterro (“Destierro” en castellano), escrita y dirigida por la brasileña María Clara Escobar, es una película elíptica cuyo sentido se construye a través de esos diálogos en apariencia banales e inconexos como los que la pareja sostiene durante el desayuno, que van desde la necesidad de que el niño coma papaya para ir al baño hasta por qué se le dice “luna de miel” a la luna de miel, y que dan cuenta de la desconexión entre ambos. Algo que la directora reafirma haciéndolos dialogar sentados a la misma mesa pero sin cruzar jamás sus miradas, desfasados el uno del otro. La disposición de los cuerpos y lo que cada uno de los personajes hace con ellos es central en esta película, que tuvo su estreno en el Festival de Rotterdam de 2020. Es por eso que el brusco salto de Israel a la pileta en la que Laura y su hijito están flotando plácidamente aporta más información acerca de la distancia que los separa que cualquier declamación redonda y frontal. Lo mismo sucede con la liberadora danza de Laura al ritmo del tema “Ana María”, del trío Odemira, en un bolichón de ruta, en una lograda escena que remite al baile final de Denis Lavant en Bella tarea, de Claire Denis. Por su carácter fragmentario y no lineal y la belleza de la composición de sus planos, la primera ficción de Escobar –quien entre otras cosas escribió el guion de la celebrada Historias que solo existen al ser recordadas, de Julia Murat (2011)– recuerda al cine de Angela Schanelec, sobre todo a su última película, Estaba en casa, pero... (2019). Sin embargo, mientras que en la película de la cineasta alemana desaparecía un niño que retornaba al hogar, en esta coproducción argentino-brasileña la protagonista se embarca en un destierro impulsado, probablemente, por ese miedo a morir ahogada que manifiesta al principio del film. Esta asfixia relacionada con el “deber ser” femenino es reforzada por la película a través de los testimonios de un puñado de pasajeras que comparten con Laura el micro de Brasil a la Argentina. Estos relatos a cámara y de tono confesional van desde el de una esposa abandonada por su marido hasta el de una madre que se siente presa de su familia, en un subrayado quizá algo excesivo para una película que alcanza un logrado equilibrio en sus omisiones.