DESAFÍOS DEL (NO) SER Él cierra los ojos y se acurruca sobre sí mismo en la cama. De repente, vuelve a abrirlos como si estuviera al acecho y, segundos más tarde, sube corriendo la escalera. La cámara imita el trajín de los pies para dar los siguientes pasos y, aunque sólo hay una ventana en el extremo, su marcha no se detiene. Él salta pero la luz que lo engulle, lo devuelve hacia una suerte de túnel en la cueva a la que acude asiduamente para fortalecer su espíritu. Este juego de simbologías, de luces y sombras (del día y la noche), de las oposiciones y de desfasajes entre imagen y concepto son sólo algunos de los elementos de los que se valen los directores Osvaldo Ponce y Karina Kracoff para realizar su ópera prima. Koan puede dividirse en dos grandes universos: por un lado, la idea del ser; por otro, la del hacer, ambos interconectados en una red de significados y complejidades. El primer aspecto, en realidad, está trabajado desde su opuesto, es decir, del no ser a través de dos puntos esenciales como son el concepto del doble y de la máscara. Lao y Olkar son idénticos, no saben de la existencia del otro y no mantienen ningún lazo de parentesco. Aún así se reconocen como uno y lo mismo desde su primer encuentro, como si se tratase del inconsciente exteriorizado. En consecuencia, la duplicidad no opera como algo aterrador como puede ser la pérdida de la singularidad, sino desde una óptica de la naturalización, como otra lectura de la desviación entre imagen y concepto. La máscara no hace más que reforzar esa idea: ambos la perciben en su totalidad (lado interno y externo) como aquello que favorece a la pérdida del gesto, es decir, borra la individualidad pero, además, apela a lo interior, a las emociones, los pensamientos, al inconsciente. El no ser implica la complejidad del ser humano pero también, a ese hombre en relación consigo mismo y con el afuera. El primer contacto entre un aspecto y el otro se puede pensar en la escena en la que Olkar halla la cueva donde medita Lao. Allí, los directores producen un juego desde el punto de vista del espectador (cuando mira a Olkar mientras saca fotos sin parar y en todas direcciones) y desde la óptica del protagonista (se pone en primer plano aquello que Olkar ve, como si la cámara cinematográfica se asemejara al visor de la de fotos). De todas maneras, la relación entre el ser y el hacer se transforma durante toda la película en oposiciones, convergencias o complementariedades, entre otros. El funcionamiento del hacer se percibe desde la prueba entre maestro y discípulo (derivado de la traducción zen de Koan) y del problema de la enfermedad de Minervina. Si antes se trataba de borrar lo propio, acá el principio es la mutación: Lao, a pesar de tener el don de la sanación no puede curar a Minervina, Olkar detiene su camino aventurero para ser soporte de Lao, la joven cada vez tiene menos movilidad. El aprendizaje, tan determinado al comienzo se torna borroso en ese uno y lo mismo. Pero esto no sólo ocurre con el desafío. En este punto, la película se vuelve algo difusa, como brumosa ya no vinculada con el desvío entre imagen y concepto o al uso de las simbologías, sino más bien ligada a cierta confusión tanto por la abundante imbricación de ese no ser como por la introducción de los personajes femeninos, que revuelven su sistema. Así como él es engullido por la luz, también se deja devorar por las sombras. El extremo tiene sus encantos, el uno y lo mismo, a veces, también. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
LAZOS ESENCIALES “¿Cuál fue el secreto?”, se pregunta uno de los entrevistados y, casi de forma instantánea, se responde a sí mismo: “Que Santiago planteó la interrelación de las diferentes noticias en el curso de la semana”. En efecto, la mayoría de los testimonios de la película El camino de Santiago, Periodismo, Cine y Revolución en Cuba reconocen como destreza primordial de Santiago Álvarez, considerado el pionero del cine documental en Cuba y realizador del noticiero del ICAIC por 30 años, la búsqueda de un hilo conductor de los hechos, el trabajo de puesta y también de cuestionamiento de los documentos, más allá de su afinidad hacia la Revolución cubana. Pero, quizás, su mayor virtud tenga que ver con otra capacidad también acentuada por quienes lo conocieron o trabajaron a su lado: la mirada estética, es decir, la habilidad de otorgarle a un documento una connotación artística. De esta forma, la metodología de Álvarez se acercaba más a una producción ensayística o crítica, profundizaba los análisis, las indagaciones, la relación entre los diferentes actores sociales e incluía otros elementos artísticos como caricaturas, grabados, fotografías o pinturas y resignificaba su valor. Pero en el documental de Fernando Krichmar, no sólo se busca rendir un homenaje a la figura de Álvarez desde los testimonios o el material de archivo, sino también a través de la mirada de las nuevas generaciones. Por tal motivo, un grupo de jóvenes profesionales, guiados por antiguos compañeros de Álvarez, intenta construir un noticiero similar a los del ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica), aunque con un sello propio. Resulta muy interesante la charla luego de la proyección del noticiero del 1 de mayo de 2010 porque no sólo evidencia un recorrido por la historia del país acentuado en sus aspectos políticos, sociales y culturales, sino también enfatiza el intercambio generacional, las preocupaciones, trayectos y aspiraciones del pueblo. El homenaje, entonces, se va recontextualizando a lo largo de El camino de Santiago, Periodismo, Cine y Revolución en Cuba: comienza desde un particular enmarcado en la figura de Álvarez, luego se expande con el colectivo entre jóvenes y ya consagrados profesionales y termina con la exposición de la esencia del cubano; como si se tratara de ese trabajo artístico de los documentos y la profundización de los contenidos, la revelación de un secreto inmortal. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
FUSIÓN DE ESENCIAS Un rectángulo de tela bastante vaporoso cubre el frente del edificio. Si bien se trata de una medida de seguridad para evitar daños debido a la demolición, también podría pasar por una superficie para proyectar una película; sobre todo, si dicho sitio estaba ubicado sobre la calle Riobamba y pertenecía a la distribuidora Primer Plano de Pascual Condito. El lazo entre espacio y sujeto es central puesto que ambos se fusionan hasta resignificarse uno en el otro, como los afiches gigantes colgados en las paredes o el tatuaje del brazo. Y en Tras la pantalla ese vínculo se potencia en la cotidianidad: los llamados telefónicos, las discusiones con algún compañero de trabajo, las entrevistas con directores, productores o periodistas, las charlas con los hijos, la exhibición de los objetos tanto de la oficina como del depósito; todos elementos puestos al servicio no sólo del retrato de Condito y de la relación con ese espacio, sino también del cine en sus nuevas formas de distribución, consumo o circulación y ligado, sobre todo, a las escasas posibilidades del cine nacional – tiempo en cartel, disponibilidad de salas, publicidad, entre otros – frente a las producciones internacionales. A partir de la amalgama entre sujeto y espacio se puede pensar cierta en similitud entre la última película de Marcos Martínez y La sombra de Javier Olivera, estrenada recientemente. En ambos filmes se plantea un claro nexo dominante y simbólico entre un individuo y el espacio ocupado en algún momento, que no sólo tiene que ver con las emociones o recuerdos producidos en ese sitio, sino también con la manera en la que es exhibido: por recortes, abarrotado de objetos y como referente de un momento particular en la historia del cine –el caso de Tras la pantalla – o en un recorrido guiado por las imágenes que inicia en el jardín y luego abarca el interior de la casa desde la plenitud hasta el deterioro (el caso de La sombra). Esto mismo se articula con la necesidad de ambos (Condito y Olivera) de exaltar cierta majestuosidad de la construcción. El primero a través de su trabajo y de la posición ganada en el circuito de la industria cinematográfica; el segundo debido a la encarnación de la figura de su padre (el director y productor Héctor Olivera) con la propia casa de la niñez. Pero también coinciden en el registro de la demolición de la oficina o la casa que potencia la pérdida con el recuerdo, una construcción externa con un reflejo interno así como los caminos previos que convergen en ese acto. Llega un momento en el que la tela ya no puede confundirse con un soporte para la proyección. El último afiche es desprendido de la pared y ahora son los escombros, las vigas arrancadas o los ruidos del taladro quienes se adueñan de Primer Plano. Así como el primer filme visto por Condito fue un fragmento de un western, la última obra es la deconstrucción de su oficina. Las maneras de ver y apropiarse del cine mutan, los espacios para hacerlo también. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
CADENCIAS CORPORALES “Un corazón que crece mucho duele Lisa”, le confiesa Dib mientras ambos están sentados en el piso del living. Sus rostros casi no se perciben puesto que la luz de la tarde ya no se filtra por la ventana e, inmersos en esa especie de tiempo suspendido, él le cuenta su sueño. Lisa se apoya un poco sobre Dib y, al rato, se levanta apenada por la historia. Entonces, él la hace recostar en el suelo y coloca la cabeza sobre sus piernas. Si bien cada uno mira hacia un lugar diferente, aún mantienen cierta semejanza en la posición de los brazos o piernas. Resulta interesante el trabajo sobre los cuerpos, opuestos y complementarios, en la ópera prima de Gladys Lizarazu: por momentos focalizados en la singularidad de cada uno y como fiel reflejo de sus preocupaciones, dudas o anhelos; en otros casos, como refuerzo del vínculo de pareja en una fusión entre la ternura y el deseo. Por ejemplo, una escena en la cual Dib está acostado en la cama y Lisa se sienta a su lado. Ella le comenta sobre sus incertidumbres respecto a unas llamadas telefónicas buscando a la antigua dueña de la línea y también sobre sí misma. Él murmura y se levanta. Ella se acuesta y ahora es él quien manifiesta su descontento desde la mudanza y algunos cambios negativos en la pareja como la disminución del sexo o el propio interés hacia el otro. Pero en Amor, etc. se despliega una fuerte impronta de ese algo más, en un paralelismo de historias y personajes que influyen en la relación de los protagonistas y que se puede diferenciar en dos vertientes: por un lado, la obsesión de Lisa por María Eugenia, una figura creada por los llamados telefónicos de diversas personas como su ex marido, su madre o amigos; por otro, la familia de la joven o los vecinos, quienes, en lugar de favorecer a la construcción de la cotidianidad, desgastan un poco el relato debido a sus marcados estereotipos. Una primera aparición de la vecina que se queja por los ruidos de la batería de Dib funciona como rasgo rutinario, la reiteración de las protestas se convierte en algo agobiante. Lo mismo ocurre con los cambios de humor de la dominante madre de Lisa, de su hermana o de la adolescente que canta con el karaoke a toda hora. Fiel a la frase de su protagonista masculino, Lizarazu pone en evidencia ese dolor a través de una asfixia tanto metafórica como concreta de la convivencia ya sea desde los diversos actores sociales como del propio departamento pero despegada de un marcado sentimentalismo. El amor expresado en cuerpos que juegan con el contraste de sus posturas y un etc. comprendido por una pluralidad de voces y personajes secundarios que si bien le atribuyen ciertos matices a la pareja, por momentos, desdibujan al amor. El murmullo se transforma en una súplica y la nube difusa se vuelve más clara que nunca: el corazón salió del pecho. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
¿SÓLO UNA CASA? Según la leyenda, el poeta Simónides de Ceos celebró un banquete en su palacio en Tesalia. Durante el festejo salió un momento hacia la puerta y el techo se derrumbó sobre sus comensales. A pesar de que todos murieron aplastados, Simónides consiguió reconocerlos a partir de las ubicaciones de los invitados. De esta forma, el poeta desarrolló un método para reunir las concepciones de memoria y espacio. Más allá de ciertas reglas mnemotécnicas, es frecuente asociar lugares con recuerdos, sobre todo, si dichos sitios mantienen un lazo afectivo y personal importante. Una casa, por ejemplo, es uno de los espacios más personales y esa idea se refuerza si se trata del hogar de la niñez. Pero, a veces, la casa no es sólo una casa, sino la encarnación de otra cosa. ¿Cómo funcionan entonces los recuerdos? ¿De qué manera contribuyen las filmaciones caseras? ¿Cuál es el poder del registro? El director argentino Javier Olivera plasma dicha simbología en su última película La sombra a través del juego de las funciones de la imagen, de las elecciones en las anécdotas familiares, del breve uso de la voz en off, de la intervención de los sonidos de las herramientas de construcción (de demolición en este caso), del uso del silencio y desde el mismo título. Porque esa sombra no es otra cosa que su propia esencia, la metáfora que él mismo construyó en la niñez sobre la figura imponente de su padre, el director y productor Héctor Olivera. La imagen adquiere una serie de connotaciones a lo largo de la película que la convierten en el rasgo central. De hecho, el director intercala grabaciones caseras realizadas entre 1972 y 1981 con otras más actuales de la demolición de la casa. En un primer momento funciona como guía ya que es a través de las imágenes que el espectador conoce y recorre la inmensa casa. Incluso, no parece casual que primero se presente el jardín, ese lugar de libertad y descubrimiento, y luego la mayoría de las habitaciones. El living, el comedor y la cocina son los sitios por excelente que se repiten en diferentes ocasiones desde la plenitud al deterioro. En un segundo momento, las imágenes operan como el registro de una época de gloria y ostentación. Esto sucede tanto a través del estilo recargado y exótico de su madre a la hora de decorar como también por las fiestas y anécdotas con grandes personalidades del ambiente cinematográfico y cultural. Si bien en ambos casos, el rol de la imagen es esencial, acá en particular interactúa con la palabra. El tercer momento es el de la simbología propiamente dicha. Aquí, las imágenes de la casa dejan de operar como recuerdos colectivos o del espacio para encarnarse en algo mayor, en la memoria del director, en sus deseos y pensamientos más íntimos. Se puede considerar un quiebre cuando aparece una foto de Olivera bebé con su madre. Los planos detalles y recortes de ambos parecen homenajear a la figura reconocida de la virgen y el niño. Pero la apuesta del director es mayor cuando asemeja la figura de su padre con la de Charles Foster Kane (Orson Welles) en El Ciudadano. Según el director, ambos hombres salieron de la pobreza, se crearon a sí mismos y construyeron un imperio: la casa en San Isidro, por un lado, y la mansión Xanadu, por otro. En consecuencia, la figura de Olivera padre se reconoce como algo imponente y digno de adoración. Como la casa. Porque, mientras el documental refuerza la idea de un hogar impenetrable, como refugio y forma de ostentación, Olivera no hace más que encarnar la figura de dicho sitio con su concepción paternal. Entonces, el rol de esas imágenes se vuelve una metáfora muy fuerte, uno y otro son la misma cosa. Allí reside el máximo juego de las imágenes y su contenido, en esa imbricación entre padre y casa que, en definitiva, también es la combinación entre espacio y recuerdo que evoca la leyenda. Por tal motivo, las constantes comparaciones entre la figura paternal y el cine como un todo indisoluble quedan en un segundo plano. Incluso, a pesar de la inclusión de ciertos fragmentos de películas emblemáticas argentinas o de las anécdotas pues la encarnación entre casa y Olivera padre se torna no sólo un vínculo inquebrantable, sino también un eje inexplorado con anterioridad. De esta forma, la lógica del documental se vuelve previsible, sobre todo, en un final anticipado de martillos y máquina demoledora. Sin embargo, es interesante todo el trabajo del rol de la imagen y sentido metafórico; esos tres momentos bien podrían ser una versión libre de los momentos del espíritu desarrollados por el filósofo alemán Georg W. F. Hegel para alcanzar lo absoluto a través de un proceso dialéctico y superador. Ese juego de alternancia de roles y significados que habilita no sólo la propuesta del director, sino también su tratamiento. Como aquella sombra heredada, incluso sin quererlo, o la majestuosa casa/ imagen padre que amenaza con absorber todo a su alrededor; ese mismo enemigo que tantas veces repone el documental y que espera, inmutable, su final. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
LA EXTRAÑEZA DEL ESTEREOTIPO En un primer acercamiento de Una segunda oportunidad (En chance til), una de las cuestiones que priman parecería ser el aspecto moral. ¿Hasta dónde se construyen los límites? ¿A partir de qué acciones las líneas divisorias se vuelven determinantes? ¿Quién tiene la autoridad para acreditarlo? Estas posiciones se refuerzan con el trazado de estereotipos en los personajes: ambos policías como entidades inquebrantables y justicieras; una esposa feliz por su reciente maternidad, luego de varias dificultades para quedar embarazada y una pareja de drogadictos donde, por un lado, el hombre es un golpeador y, por el otro, la mujer debe someterse a él y al descuido de su pequeño bebé para evitar recibir golpes. Incluso, dentro de esas determinaciones se pueden explorar otros rasgos que refuerzan los estereotipos: Andreas no sólo es un policía recto, sino que, pareciera tener la vida perfecta: después de tanto intentarlo disfruta junto a su esposa Anna del bebé y de su tiempo en el hogar. Por el contrario, Tristán y Sanne viven en un pequeño departamento revuelto, casi sin muebles, donde lo único que abunda son las huellas de la droga – tanto en objetos del espacio como en los propios cuerpos – y de la violencia, mientras que el bebé siempre está entre bultos de ropa en el baño cubierto por sus propios desechos. Pero en una segunda aproximación se produce un corrimiento desde aquello que simulaba ser el centro y lo que la directora danesa Susanne Bier propone como eje. En consecuencia, ya no se trata de la moralidad comprendida como la diferenciación entre lo bueno y malo ni tampoco el borde entre esas fronteras. Más bien, la propuesta se enfoca en la ambigüedad dentro de lo moral y en sus matices. Por tal motivo, aquellos prototipos tan delineados al comienzo empiezan a desdibujarse, a habilitar otros rasgos más ocultos o sugeridos que se van decapando a lo largo de la trama y que juegan con la construcción de las identidades. De esta forma, si bien Andreas desempeña de forma correcta su labor, también realiza una acción que lo condiciona como policía y como hombre; Simón, su compañero, se ve afectado por el divorcio y la poca comunicación con su hijo y se inclina por la bebida; Anna exhibe sus trastornos; Sanne no sabe cómo escapar a esa vida miserable ni cómo hacerse cargo de su hijo mientras Tristán hace cualquier cosa para evitar una nueva condena. La introducción de lo ambiguo está ligada a la incorporación del efecto dramático – activado por un hecho límite – que si bien por momentos se subraya, por otros se vuelve frío y distante. Si bien es cierto que Una segunda oportunidad funciona dentro de este universo con una fuerte impronta de lo oculto y su descubrimiento asociado a una tensión del drama, el efecto que provoca la película es el contrario: se sitúa más bien como un eco que se diluye después de su primera forma, que se repliega sobre su base pero cada vez con menos energía. La extrañeza frente a esos posibles y el interés inicial despierto por la complejidad y la develación termina por convertirse en algo repetido, agotado; los matices se cubren de sus propios descartes en el furor de una revelación desgastante y aislada de unos estereotipos ahora desconocidos entre sí. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
EL SILENCIO EMPIEZA A GRITAR Un living particular, donde el sillón de dos cuerpos y la televisión se encuentran rodeados de plantas cuyas alturas, cantidad de follaje, proporciones y texturas varían de forma notable; una suerte de invernadero más ampliado, con gran abundancia de luz que simula una diminuta selva perdida en la ciudad, en la convivencia con ciertos objetos del hombre y con la cual crea una especie de simbiosis. Esa proliferación del verde, de las hojas y las raíces por sobre el material se asemeja con el concepto del hongo tan fuertemente trabajado en la película de Oscar Ruíz Navia. Allí interviene la propagación de la esencia en tanto vía para la búsqueda de una voz y una identidad propias a través del arte callejero, como ya evidencian las primeras imágenes de Los Hongos: una mano mueve el rodillo de manera vertical por las paredes y deja el rastro suave de la escasa pintura. Dicha expansión se potencia en el encuentro de Ras y Calvin, dos amigos que afrontan situaciones complejas o de incomprensión en el ambiente familiar, económico y social. Sin embargo, estas contrariedades privadas se entremezclan con la conmoción desde lo público a partir de algunos videos de represiones en Egipto o Medio Oriente. De allí no sólo nace su lema “Nunca más guardaremos silencio”, sino también el germen de la futura irradiación, el inicio del recorrido personal para la conformación del propio ser. Si bien el desarrollo de ambos protagonistas no sigue una lógica lineal, sino sinuosa y de constante reconstrucción, resulta bastante peculiar la mirada tan opuesta concebida por el director hacia las mujeres de la película. Por un lado, la abuela de Calvin comprendida como una confidente y alguien sabio por la experiencia de vida pero enmarcada en un cuerpo enfermo de cáncer. Por el otro, la novia de Calvin y la cantante que sale con Ras, como mujeres con cuerpos fuertes y jóvenes pero cambiantes y bastante histéricas, sobre todo, en lo sexual. “Tenemos el poder de los colores, los aerógrafos, los vinilos, los rodillos – proclama uno de los hombres que invita a Ras y Calvin a pintar con ellos en los muros del Puente de los Mil Días –. ¿Qué es lo que somos? ¿Qué vamos a hacer? Contra Babilonia, hermano”. Las camionetas, las motos, las bicicletas y los skates salen en tropel con los tachos de pintura y los pinceles. La semilla ya está instalada, sólo resta contemplar su efervescencia. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
¿LOS OJOS QUE TODO LO VEN? La gente cruza la calle y mientras el auto espera a que el semáforo cambie de color ya se siente el movimiento previo a la aceleración. Entonces, la luz verde habilita la marcha. Pero, unos instantes más tarde, el taxi se detiene para que suba un pasajero que no es visible sino, por el contrario, una voz masculina cercana. En breve, una mujer repite la acción hasta que, de repente, la cámara subjetiva posicionada desde la óptica del taxista deja su lugar como tal para volverse hacia esas voces y otorgarles un rostro y una individualidad. Sin embargo, también puede pensarse que dichas singularidades, en realidad, se conforman como apariencias de estereotipos dentro de la sociedad iraní, entendidas no como formas de masificación sino, por el contrario, como ejemplos ideológicos y de accionar. De esta manera, un hombre manifiesta su aprobación del castigo para los ladrones, un amigo del taxista le cuenta que fue golpeado por gente conocida que quería dinero y por eso no los denuncia, una mujer va a visitar a presos en huelga de hambre o un hombre herido graba su testamento por celular para que la esposa pueda heredar sus bienes. Esta especie de desdoblamiento se concibe a partir del juego de reconocimientos y de cambios de ángulos y miradas directas o no hacia la cámara que propone el director iraní Jafar Panahi en su última película Taxi, en la cual, también, actúa como el protagonista que conduce el auto y es reconocido por dos personajes como director de cine. Por tal motivo, la construcción enunciativa apela a la interrogación sobre el género del filme. ¿Se trata de un falso documental, de un ensayo? ¿Hay actores o pedidos de aparición hacia sus amigos o simplemente gente que sube al taxi sin distinguir que se trata de una película? ¿Cómo funciona la incorporación de su sobrina? ¿Y del amigo que le confiesa que fue agredido por dinero? La “mujer de las flores” simularía una suerte de bisagra entre el documental y la ficción, como quien descubre el artificio, lo hace explícito y se vale de él como manifiesto o soporte de su discurso de lucha. Desprendido de esto se puede pensar en otros dos elementos que recorren Taxi: por un lado, la censura expresada, sobre todo, desde el arte. El hombre que reconoce a Panahi es un vendedor de películas y series, en especial estadounidenses, que quedan por fuera del circuito de distribución y comercialización del país. Uno de sus compradores que aparece en escena y estudia dirección de cine, le pide un consejo para buscar un tema para hacer una película. Tanto en esa charla como en la anterior entre vendedor y cliente se perciben ciertos elementos ya establecidos en la cultura como qué es el arte, qué se debe ver, qué es lo comercial y que no. Con la sobrina se repite la misma lógica pero en una voz indirecta: ella le lee los criterios de trabajo pautados por la maestra para que hagan un corto que debe ser distribuible. Dichas pautas están asociadas a aspectos políticos, sociales, religiosos y culturales, donde nuevamente, la búsqueda de un tema y su constitución como filme funcionan como excusas para otras cuestiones. Pero también aparece desde lo político, religioso y social, por ejemplo, cuando un hombre herido en la cabeza graba en un celular su testamento para que la esposa no quede en la calle o cuando “la mujer de las flores” habla de los encarcelamientos, de las prohibiciones de la visita de las familias a los penales, de la imposición por hacer firmar declaraciones contrarias a la postura de los presos o de las huelgas de hambre en la cárcel, donde también hace referencia a los casos de ellos mismos. Por el otro, la exhibición del artilugio en un dispositivo técnico adicional como refuerzo de esa falta de definición del género. La cámara del taxi permanece inmutable hasta que el mismo taxista/director la cambia de posición y hace evidente ese pasaje, es decir, manifiesta que se trata de una construcción o las grabaciones de la sobrina con una cámara de fotos hacia el tío o la calle. En este caso particular, se transforma la mirada: ya no se ve lo que se presupone es la intención de Panahi, sino lo que percibe la niña ya sea los encuentros de su tío con los amigos del vecindario (uno de los pocos momentos en que baja del auto), el niño que roba plata del novio recién casado y su frustrado intento de restitución del dinero (que también fue captado por la cámara de los novios mientras partían en el auto) o los detalles de una rosa que le regala la mujer. En una escena curiosa, ambos dan cuenta de que se están filmando entre sí, como un acuerdo tácito de temas para nuevas obras. En consecuencia, los puntos de vista varían a lo largo de Taxi tanto por lo antes mencionado del dispositivo como también por los juegos en las posiciones de la cámara principal y la entrada o salida del campo de los diferentes pasajeros y sus historias. La cámara subjetiva equilibra esa multiplicidad, la ordena y la hace dialogar con los personajes. “Esas películas ya se han hecho y esos libros ya se han escrito –indica Panahi al estudiante de dirección de cine –. Debes buscar en otros lugares porque la idea no vendrá sola”. Un nuevo espacio tanto usual como impensado; un sitio reducido, algo más íntimo y de variado contacto, donde las historias circulan de forma permanente tanto adentro como en el exterior, a la espera de una nueva luz verde. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
EL GRAFFITI QUE NO VARÍA Aún en la actualidad, persiste la creencia de un cierto halo cautivante del mundo de los graffitis sostenido tanto por las diversas estéticas como por lo prohibido, una atracción que, en ocasiones, roza el borde de lo legal. Estos rasgos se concentran en mayor medida si se trata de pintadas sobre propaganda política. ¿Cómo acceder a dichos protagonistas? ¿Hasta dónde se permite un registro? ¿Cuál es el límite del recorte? En Cuerpo de letra el director Julián D’Angiolillo intenta sumergirse en esos terrenos de disputa, de códigos y leyes propias, de la marginalidad. Si bien en un principio se podría considerar cierta semejanza con el falso documental Exit through the gift shop (2010) dirigido por Banksy, un reconocido artista callejero, pronto dicha conexión se evaporará. En ambos casos, se manifiesta una intención por conocer desde el interior el trabajo callejero y, por ende, a quienes lo realizan. También comparten ciertos rasgos de la técnica, pues las dos películas muestran, de distinta manera, el aprendizaje o la realización de graffitis. Ahora bien, ¿es arte realizar pintadas políticas? Y aquí cualquier similitud es pura coincidencia porque D’Angiolillo se corre de esa discusión. Su enfoque se asocia más a lo político y social que a lo artístico; una mirada que no termina de desarrollarse o de presentar cuál es su interés. A pesar de que el director mantiene un cierto tono acorde al material seleccionado, a los espacios y a los acercamientos de dichas realidades, no se producen ni ritmos ni quiebres durante el filme. Por el contrario, se torna una monotonía que sólo se interrumpe debido a los timbres de voz de un hombre que graba propagandas para radio con uno de los jóvenes de la banda y que luego pasará por un avión sobre La Plata. Esta chatura impide que se aprecie y destaque el gran trabajo de cámara de D’Angiolillo a través de los constantes cambios de ángulos, alturas y posiciones. Por ejemplo, en una escena donde la cámara vira de posición hasta mostrar que un joven está pintando uno de los costados de la autopista. De esta forma, se identifican dos composiciones opuestas: por un lado, el vértigo de la cámara y, por otro, la uniformidad de las bandas que se disputan la noche y las paredes. El director, entonces, queda atrapado entre esa dicotomía que, finalmente, lo devora sin más. Como la avioneta que da vueltas sobre los campos con sus avisos de campaña política o las últimas pintadas que cubren, de forma parcial, aquellas que supieron ser un éxito en otra circunstancia. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
MUJERES EN EL VACÍO SIMBÓLICO ¿Adónde ir cuando se produce un desfasaje entre el transcurso de los acontecimientos y la realidad? ¿Qué espacio se vuelve contenedor de esos nuevos estados e identidades? Como si fuera una suerte de desprendimiento de la experiencia personal de la directora Ana Katz, quien acudía a la plaza luego de ser madre y se topaba con gente mayor o pequeños grupos de manicomios, el parque se posiciona como un lugar fuera del sistema, un espacio dual: por un lado, es abierto, simbólico y liberador de las opresiones de los personajes, mientras que, por el otro, habilita la convivencia de estos “desplazados” que están en contacto pero no se hablan. De esta manera, el paseo de Liz con su bebé Nicanor se vuelve un ritual, una especie de comunión entre una madre primeriza y sola (su marido está en Chile grabando un documental) y las nuevas sensaciones tras el nacimiento del primogénito. Durante uno de esos encuentros, Liz conoce a Rosa. Ese nuevo lazo produce un cambio en la concepción del vínculo entre madre e hijo y entre ellos y el rito. En consecuencia, las experiencias del parque se transforman no sólo por la aparición de tres personajes más (Rosa, Renata y la beba), sino porque implican nuevas relaciones con el espacio y quienes se mueven en ese ambiente. Esto mismo se replica en la unión de madre e hijo a través del contraste con el concepto de maternidad de las “hermanas R”. Mi amiga del parque explora diferentes acercamientos y posturas sobre la maternidad y las posibilidades de elección de la mujer, muchas veces inversos a las costumbres sociales más arraigadas, pero sobre todo, como acentúa Maricel Álvarez (Renata), desde lo femenino y no desde una perspectiva de género. De esta forma, las miradas se vuelven desprejuiciadas, más libres y en la comunidad de lo femenino, donde todo aquello que parece no tener sitio encuentra su lugar de pertenencia. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar