El clan:
El clan y algunas comparaciones
El cine es una de las artes que más invita a reflexionar sobre el arte y a confrontar lo mucho que se ha dicho de él. Se pueden filmar películas y también se puede hacer cine. Cuando esto ocurre el arte comparece.
Y para hacer cine hay que quererlo, sentirlo, respirarlo y plasmarlo. Y esto es Trapero. En las películas que dirige, siempre esta él, aun cuando se rodee de los lujos de una producción de resonancia internacional, que le asegura inserción en otros ámbitos (Almodóvar), o la distribución de una de las máquinas de la industria mundial (Fox). Y aunque acuda a un actor que hoy es sinónimo de taquilla. No importa, siempre está Trapero. Eso pasa con cualquiera de los grandes nombres de la historia del cine: filmen lo que filmen, su mano aparece, aunque estén encorsetados por las rigideces de los géneros y/o en las exigencias de los grandes estudios (Howard Hawks, Raoul Walsh, y tantos otros).
La primera escena de la historia de la trayectoria delictiva de la familia Puccio, ya enmarca toda la obra: el Presidente Alfonsín hablando ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, luego de la entrega del Informe conocido como “Nunca más”. Trapero desde allí y empleando a los Puccio nos cuenta la historia argentina reciente y también exhibe la parte oscura de nuestra alma colectiva, que aun sobrevive. Los quiebres constantes a la linealidad cronológica, subrayan ese dramático corsi y ricorsi que padecemos. Nada queda atrás.
Pero no es un relato frío, sino intenso, que genera pulsiones. Hay momentos trascendentales que están soberbiamente filmados: el acto sexual entre el rugbier Puccio y su novia, en un Ford Falcon, contrastado o completado con violencias del pasado de la familia, vejaciones presentes o anticipos del fin de la historia. Una suerte de ballet de imágenes de una enorme violencia. Como siempre se compara, vale imaginar lo soberbia que hubiese sido "La Patota" en manos de Trapero y lo patética que en cambio ha sido en el Mitrismo que la prohijó y promovió.
Un guión excelentemente construido (requisito fundamental de cualquier buena película), obliga a una puesta muy delicada, para lograr una reconstrucción histórica tan opresiva como la historia que se cuenta. Hasta luce elocuente el detalle de las banderitas argentinas sobre los canapés que acompañan el brindis de un siniestro comodoro.
También se advierte la mano del director en el manejo del excelente cuerpo de actores. Sin duda Francella no es solo un nombre taquillero: es un gran actor, que puede cambiar de máscaras y desaparecer tras ellas (lo que Darin no logra). Pero todos los integrantes de la familia juegan sus papeles con igual intensidad: construyen juntos las diversas caras de la perversidad de un clan familiar, que es la imagen de una Argentina siniestra. Que ahoga y que sobrevive, con gestos parecidos a la secuencia feroz del tubo de oxígeno.
La música, los lugares, todo concurre a transmitir una densa atmosfera, que vivimos y respiramos durante décadas y que hoy, en el embriague de banalidad que transitamos, la pensamos como pasado. Sin embargo está ahí.
Por eso precisamente Trapero la cuenta. Su filmografía siempre exhibió esa coherencia. Volviendo a la comparación: tiene lo que Santiago Mitre no conservó, después de la excelente “El Estudiante”, quizás cayó en la trampa de su apellido. En cambio, Trapero siempre levanta catedrales con barro.
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