El Hollywood chupasangre Vampiros, vampiros, vampiros, no nos cansamos de ellos pero sí quizá del retrato chato e intrascendente que nos suelen ofrecer, sobre todo, las películas bajo el maligno sello PG-13. En el caso de esta nueva incursión en el vampirismo, lo que tenemos es una búsqueda en torno a la figura en la cual se basó Bram Stoker para gestar la obra que lo hizo conocido y lo habría hecho el hombre más rico del planeta, si acaso estuviera vivo: Drácula. La propuesta a priori suena interesante, después de todo puede ser tentador profundizar en la figura balcánica que inspiró al relato del escritor irlandés, aún si el mismo Stoker no definió los límites entre ficción y realidad. El interés comienza a desvanecerse con los primeros minutos de este pastiche audiovisual de CGI y diálogos infantiles, combinados a un guion sin ningún tipo de relieve. Esta opera prima de Gary Shore tiene dos o tres motivos para no ser olvidada con la próxima semana de estrenos: algunas pinceladas de Charles Dance, unas secuencias ridículamente torpes con puntos de vistas absurdos (una bala de cañón o un soldado anónimo muriendo en el medio del batallón del sultán se llevan las palmas) y la belleza natural de Sarah Gadon. El resto es una llanura a la que sólo la actuación estoica de Luke Evans puede levantar a lo largo de sus 90 minutos. Pero eso no es suficiente cuando hay diálogos donde la condición de vampiro parece ser aceptada pasivamente -insólito para una película que pretende dar un tono realista a la leyenda- y donde no se sabe nunca cómo, por ejemplo, personajes como el sultán interpretado por Dominic Cooper saben que la plata es el peor enemigo de los vampiros. Es que, para pretender recontar una leyenda desde un tono realista, la película de Shore parece demasiado autoconsciente de lo que es un vampiro y este es su bache más grande. Olvidémonos de las torpezas del guión. Supongamos que veremos una de acción que se toma el asunto de la leyenda de Drácula con sorna y es sólo una excusa para ver espadas y batallas ridículamente montadas como un videojuego. Si obviamos que en este caso deberían devolvernos el precio de la entrada porque la película se vende como otra cosa, aún así resultaría igualmente decepcionante. La violencia está lavada hasta el último detalle, el marco hiperbólico que se le da a las habilidades del Vlad de Luke Evans, algo así como un superhéroe occidental que lejos de estar atado a una crisis existencial por una maldición cumple con el deber de combatir las costumbres “bárbaras” de los turcos, resulta decepcionante a la hora de generar el suspenso de las batallas y, finalmente, la resolución de las batallas en la edición parece una oda ridícula al plano detalle que pretende compensar lo inentendible que es la captura de las coreografías. Poco más que decir de esta nueva entrega del mito vampírico, salvo que en los flashbacks de otras ediciones cinematográficas de Drácula resultaba mucho más contundente e interesante el asunto de Vlad. Olvidable e irrelevante.
Lifting digital Arranquemos por lo obvio: Los caballeros del Zodíaco, ¿de qué estamos hablando? Esta serie que consiguió tener en nuestro país tantos adeptos como otras tiras exitosas del animé (Dragon Ball o Robotech) es un manga (o cómic) de 1986 titulado Saint Seiya que, a raíz de su éxito, comenzó a emitir su versión animada ese mismo año. De esto es de lo que mayor memoria tiene un espectro de gente de entre 20 y 35 años y, seguramente, recordará bien el boom que supuso su emisión en el desaparecido canal Magic Kids, con sus sangrientos escenarios y batallas que podían extenderse por incontables capítulos hasta que un golpe fatal decidía el resultado. Esta creación de Masami Kurumada, respetado autor que aquí también tuvo éxito gracias a la emisión de la serie Beta X, tiene una carga afectiva sobre un amplio y nostálgico público, aunque también hay que destacar las virtudes que tenía: un pastiche de mitología grecorromana que enmarcaba un relato superador con héroes que enfrentaban no sólo a feroces enemigos, sino a sus propios traumas psicológicos, en interminables pasajes introspectivos que encontraban en el desarrollo de personajes uno de sus principales atractivos a pesar del cliché heroico que podía suponer. Bien, hecha la introducción obligada, lo que tenemos entre manos es un film, pero no se trata de uno de los incontables OVA’s (películas directo a video) que se produjeron y son conocidos entre fans. Es una reinterpretación de los sucesos de la primera temporada televisiva, conocida como la Saga del Santuario, con un aspecto visual digitalizado que inmediatamente sorprende por sus vertiginosas batallas frente al estatismo que tenían las de la serie animada original. Esta introducción explosiva, que sirve de prólogo, luego da lugar a la historia que ya conocemos: Saori Kido es la reencarnación de Atenea y debe ser protegida del santuario donde se encuentran los Caballeros Dorados, ya que la creen una impostora que puede desequilibrar la existencia del mismo. Por otro lado se encuentran nuestros protagonistas, los Caballeros de Bronce, que están convencidos de que Saori Kido es la verdadera Atenea y, por lo tanto, juran protegerla utilizando un arsenal de habilidades para las que fueron entrenados toda su vida. Los mejores minutos de la película se dan en esta introducción donde vemos las novedades respecto a la serie que conocemos: el comic relief, un tono menos solemne y la introducción de los personajes es mucho más directa, sin subtramas o un desarrollo de su pasado. Pero no todas estas novedades terminan beneficiando a esta nueva edición dirigida por Keichii Sato (que antes que en largometrajes, tiene más experiencia en series televisivas). El guión sufre el pormenor de tener que reinterpretar una temporada televisiva completa en menos de dos horas. Si bien tras la introducción uno intenta olvidar lo que fue la versión televisiva, lo cierto es que la cruzada de Seiya y el resto de los caballeros a través de las Doce Casas tiene giros forzados y elipsis confusas que demuestran la imposibilidad del guión de lograr un relato uniforme. Esto afecta también el desarrollo de personajes, haciendo de los compañeros de Seiya colegas sin ningún tipo de relieve, perdiéndonos tanto su formación como guerreros como los traumas psicológicos que tuvieron que atravesar para llegar allí. Y además repercute en el clímax, la desesperada batalla contra el patriarca, ya que los sacrificios que hacen los caballeros por llegar hasta esa instancia no tienen la carga emotiva necesaria para conmocionar al espectador. Visualmente, Los caballeros del Zodíaco: la leyenda del santuario logra sorprender pero, por momentos, parece no poder despegarse del montaje que podía apreciarse en la serie original. Para entender esto sólo hay que prestar atención a los planos detalle que se encuentran dispersos a lo largo del film: este recurso, extraído del comic y explotado en el anime por su economía narrativa y potencialidad expresiva, resulta en la película CGI un recurso tosco e incoherente que afecta la fluidez de las secuencias de batallas, que a menudo pierden el impacto pretendido por Sato. Lejos de la calidad narrativa del material original de Kurumada e indecisa entre resultar convencional y simplificar el argumento o apegarse a la serie televisiva, esta película de Sato resulta entretenida y novedosa desde lo visual, pero no logra la misma intensidad o empatía con los personajes legendarios con los que está identificada prácticamente toda una generación.
Un minotauro apocalíptico Si bien el éxito literario de las obras para “jóvenes adultos” ha sido desde hace varias décadas el foco de los best sellers, en el cine este parece ser su momento, con numerosas sagas que encuentran aceptación masiva en el público y estudios dispuestos a explotar la gallina de los huevos de oro. Maze Runner: correr o morir es la nueva propuesta y, aunque uno se siente inclinado a vincularla a otros títulos, lo cierto es que el tono de tragedia y oscuridad que le da marco al relato está lejos del aggiornamiento juvenil de otros títulos como Los juegos del hambre. La opera prima de Wes Ball es efectiva más allá de sus irregularidades y contiene en el suspenso y la intriga mejores argumentos que cuando se pretende un relato de acción. Sin lugar a dudas es la forma en que plantea incógnitas como el relato gana fuerza: un muchacho se levanta en el medio de la nada enfrentándose a un lugar extraño y gente que no ha visto en su vida, encontrándose con que no puede recordar cómo llego allí ni su nombre o pasado, además de estar rodeado por una enorme estructura que le genera curiosidad a pesar de su amenazante aspecto. El acierto está en cómo el guión dosifica estas preguntas que, en realidad, una vez conocemos sus respuestas, llevan a nuevos giros hasta el final en el que se da el puntapié para que exista una secuela. Sí, es cierto que es un recurso que fácilmente puede resultar frustrante, pero aquí es sólido más allá de las respuestas que, se presume, responderán en la secuela. Es el suspenso, la búsqueda de conocer la verdad, uno de los atractivos que llevan a que la película no aburra. Ball se permite desde la puesta en escena alguna diferencia respecto a otros títulos del mainstream dirigidos a un público joven. Antes que focalizarse en la acción, el director hace énfasis en el tono descriptivo de lo que está sucediendo, a menudo deteniéndose en el extrañamiento que provoca en los personajes la situación. Esto compensa en algunos segmentos la pobreza del perfil psicológico de cada personaje y la convencionalidad (después de todo, de qué nos queremos convencer, esto es mainstream) con la cual se construye el héroe (el Thomas interpretado por Dylan O’Brien), a pesar del giro final que no consigue darle mayor riqueza. Por otro lado, también es en la acción donde a menudo encuentra su punto más débil: si bien las persecuciones con steadycam a lo largo del laberinto consiguen dar vértigo al recorrido por su estructura, la edición en las secuelas de impacto físico es inentendible y le quitan intensidad al clímax del film. Donde triunfa no sólo el relato que da origen a la película, sino también el film y el guión, es en darle al relato mitológico del laberinto una dimensión distópica y moderna, un tanto superficial, pero conveniente para conocer el tipo de monstruo, el minotauro, que esta entrega para jóvenes adultos nos ofrece. Por desgracia es un monstruo que aquí sólo conoceremos a través del suspenso y que solamente en las secuelas conoceremos con mayor profundidad. Por lo pronto, un entretenimiento efectivo con algún matiz de oscuridad que la hace más osada que otras películas dirigidas a “jóvenes adultos”, aunque cae en la medianía debido a los convencionalismos hollywoodenses.
Anexo Por Cristian Ariel Mangini (@Masterzio84) sin city uno La secuela de Sin City debe ser uno de los proyectos más problemáticos de la industria hollywoodense en los últimos años. Su desarrollo estuvo repleto de inconvenientes, cambios de fechas y de reparto, a pesar de contar con el impulso de Robert Rodríguez y el apoyo indispensable de Frank Miller, autor del reconocido cómic. Y sin embargo, el tiempo de producción no parece compensar un producto que funciona más como una apostilla o un anexo de la exitosa primera parte lanzada hace casi diez años, que como una película autónoma. Con un reparto que haría el agua en la boca de cualquier director de una película de género y una introducción explosiva con el personaje más carismático de la saga cinematográfica (el Marv de Mickey Rourke), la película sin embargo se cae y su plato principal, el episodio A dame to kill for, no termina logrando la intensidad de las historias que ofrecía la primera parte. La elección de los episodios que componen cada entrega de las adaptaciones cinematográficas de Sin City también termina afectando el tono, sin que Frank Miller se haya propuesto esto originalmente: mientras que la primera parte era más cercana al horror y los relatos pulp amarillistas, la secuela que nos ocupa tiene un tono de policial negro más uniforme pero también más previsible. Por esta razón es que esta nueva edición no sorprende tanto como la primera y, a pesar de que profundiza en el universo de Miller, también termina poniendo en evidencia inconsistencias en la elección de las historias que componen cada film. Esto se puede ver sobre todo en lo endebles que resultan los relatos originales que Miller realizó para la adaptación cinematográfica: uno de ellos podría haber funcionado en su cómic original por la fuerza expresiva de sus encuadres y la ampliación de la mitología en torno al senador Roarke, pero en la película su conclusión seca y un desarrollo algo tosco con un cameo genial de Christopher Lloyd, deja a uno esperando más del Johnny interpretado por Joseph Gordon Levitt (que nada tiene que ver con el personaje del prólogo y el epílogo de la primera Sin City) que, a priori, se presentaba como un personaje atractivo. La otra historia, Nancy´s last dance, pretende un cierre justiciero al relato que tenía como protagonista al John Hartigan de Bruce Willis, que aquí sólo lo veremos en algunos cameos. El problema aquí es nuevamente su inconsistencia: frente al tono nihilista que sobrevuela la obra de Sin City, el cierre que da final a la película suena forzado y, con la excepción de los diálogos, lejano al espíritu que da Miller a sus relatos. Por otro lado, ¿cuántas veces pueden usar a Marv (Mickey Rourke) para que sea parte de alguna de las historias? Con A dame to kill for, una de las mejores historias de la obra de Miller, sucede, en primera instancia, que el cambio del actor que interpreta a Dwight le quita fuerza interpretativa. Mientras que en Sin City Clive Owen le daba intensidad y un tono dramático a su personaje, en la secuela Josh Brolin entrega un personaje más volcado al héroe de acción. Esto lleva a que se vea esencialmente un personaje cercano al Marv de Mickey Rourke interpretando una historia donde un registro más dramático hubiera ayudado a hacer más creíble la contradictoria relación entre la monumental Ava (Eva Green, en todo su esplendor, como si hubiera nacido para ser femme fatale) y Dwight. Traslada la expresividad del color del material original, que rompe con la uniformidad adrede del blanco y negro, pero no así la audacia visual y barroca con la que se presenta la historia que abre el film, Just another saturday night. Algo más rebajada que la película original, esta secuela resulta menos contundente y cierra como un anexo, más allá de la destreza que ofrece Rodríguez en la dirección de la acción.
Seamos correctos La secuela de La noche de la expiación es un poco más de lo mismo, pero logra profundizar en el universo que planteaba la primera película sin caer en las mismas torpezas narrativas, a pesar de mantener la corrección política como un estandarte imponderable. Esto, que también afectaba al primer film por sus salidas simplistas, se encuentra sin embargo más atenuado gracias a que la diversidad de personajes es mucho mayor y que existe un desarrollo considerablemente más orgánico con el concepto que se plantea. Como sabemos de la primera parte, La noche de la expiación hace hincapié en las bondades de un acontecimiento anual llamado “La purga”, una noche en la cual la gente puede cometer cualquier tipo de crimen sin que exista una forma de detenerlo: no hay policía, no hay médicos, no hay medios de transporte, la ciudad permanece desierta y sus residentes buscan desesperadamente cualquier forma de protegerse de la furia de los que buscan “purgar” o, en caso de querer “purgar”, luchan a contrarreloj armándose con todo lo que tienen a su alcance para descargarse con las personas que tengan a su paso. A diferencia de la primera parte, que se encontraba nucleada en la familia de quien propiciaba dispositivos de seguridad para “La purga”, aquí el film amenaza con ser un relato coral (algo que hubiera beneficiado a la expansión de ese universo planteado por James DeMonaco) pero se va simplificando hasta volverse un relato más uniforme. En primera instancia, tenemos a un tipo violento y descarriado que está armado hasta los dientes y tiene la necesidad de “purgar”, una pareja que se encuentra en una situación desesperada a minutos de que se inicie la “purga” y una familia de los suburbios precariamente preparada para el acontecimiento. Este mapa, que es mucho más rico que el planteado en la primera película, termina haciendo un film mucho más interesante ante los cuestionamientos morales que el concepto nos arroja al rostro. Por otro lado, el relato le da más relieve al horror que implica esta práctica al dar un trasfondo clasista donde se ve cuáles son los sectores que tienen más posibilidades de sobrevivir a la “purga”. Es en estos detalles y en la obvia crítica a la política armamentística de los Estados Unidos que la película logra algunos pasajes ingeniosos que merecen destacarse por la puesta en escena: el “sacrificio” que demuestra cómo “purgan” los sectores acaudalados, la surrealista secuencia del teatro que ejemplifica cómo se entretienen durante la “purga” o la amenazante presencia de los camiones con comandos entrenados por la calles son imágenes poderosas a las que DeMonaco dota de suficiente naturalidad como para que ilustren perfectamente su distopía. Sin embargo, al igual que la primera parte, hacia el desenlace el relato termina haciéndose cada vez más simplista, hasta transformarse en un pastiche previsible. La corrección política de la cual se inunda la historia cuando alcanza el final, hace que todos los grises que presentaba a lo largo del desarrollo se pierdan en pos de una resolución forzada cuyo happy ending resulta inverosímil. A pesar de esto, no deja de ser superior por el riesgo respecto a La noche de la expiación.
La sutil diferencia Qué difícil resulta evaluar esa ominosa categoría que se rotula bajo el “para toda la familia” en nuestro país. Difícil que alguna de estas películas que son anunciadas por el altavoz de un locutor, con figuras televisivas que resaltan en cada plano, no contenga ese plus emocional entre un público masivo que haga parecer al crítico como una persona agria y antipática, opuesta al sustrato popular. Esto hace que escribir una crítica resulte un elemento frustrante en algunos puntos: quienes tengan una mala opinión formada de todo producto que tenga un mínimo vínculo con Tinelli la odiarán y ni siquiera la verán aún si el resultado es bueno, mientras que quienes disfrutan este producto televisivo serán espectadores dispuestos a consagrar la película sin siquiera verla. Sabiendo todo esto, sin embargo Socios por accidente es distinta a ese terrible bodrio que fue Bañeros 4: los rompeolas. Mientras que Socios por accidente intenta con algunas pinceladas salirse de malas decisiones que finalmente la terminan anclando, Bañeros 4: los rompeolas se regocija en el chiquero bajo dos banderas, la primera la del público que la sigue, y la segunda la de una supuesta “autoconsciencia”. Por eso hay diferencias entre lo que uno se puede animar a decir que es muy malo y aquello que es malo pero que ha intentado ser más. A todo esto, Socios por accidente es un relato simple: a raíz de un crimen internacional, Interpol precisa la ayuda de un traductor especializado en ruso, en este caso Matías (José María Listorti), que se ve de repente solicitado para interrogar a una buscada criminal rusa. El agente que solicita la ayuda es nada menos que la pareja actual de su ex pareja, Rody (Pedro Alfonso), quien también parece ser mejor padre para su hija Rocío (Lourdes Mansilla). A partir de aquí el film se maneja en el registro de la buddy movie, con una figura cobarde pero entrañable como Matías y un tipo duro pero sentimental como Rody, tratando de sobrellevar este vínculo forzado. El problema no es la sencillez, la cuestión es que nunca toma vuelo. A un desarrollo de personajes torpe hay que sumar la falta de efectividad de muchos de los gags, giros narrativos que hacia el final no aportan nada a la trama y una elipsis increíble entre dos locaciones que rompe el verosímil, aún si quien lo vea no supiera que entre Buenos Aires y Misiones hay 1200 kilómetros. Pero frente a este matorral de cuestiones insalvables, a las que se le puede sumar un contraste enorme entre lo que puede hacer Listorti frente a la cámara y lo que puede hacer Pedro Alfonso, a pesar de un registro que acompaña su personaje, la película tiene cuestiones que la salvan de ser un producto en la línea de Bañeros 4: los rompeolas. No sólo hay un intento de desarrollar personajes que escapen a sus versiones televisivas del lado de Listorti y Alfonso, sino que los directores Fabián Forte (Mala carne, La corporación) y Nicanor Loreti (Diablo) dejan entrever un conocimiento cabal del género en algunas secuencias: los mejores gags, efectivos por el montaje, y las secuencias de persecución en la Triple Frontera son un buen ejemplo. Esta efectividad se extraña más en las escenas de acción, que resultan torpes e inentendibles en prácticamente todo el metraje. Finalmente, vale la pena rescatar la figura caricaturesca de Edward Nutkiewicz, al que el papel de “malo” le calza como un guante. Fallido en varios aspectos, Socios por accidente resulta sin embargo un producto que parece condenado por tiempos tiranos y la búsqueda de insertar elementos extra cinematográficos en la narración para fomentar campañas publicitarias (y sí, qué lindas que son las cataratas).
Un juego peligroso Ante todo, El inventor de juegos no puede dejar de verse como un estreno extraño para nuestras tierras. Más allá de lo que uno profundice al interpretar virtudes e irregularidades del film de Juan Pablo Buscarini, el hecho de que se hable en inglés, con locaciones que son íntegramente de nuestro país, un elenco cosmopolita que combina figuras reconocibles del cine nacional como Alejandro Awada o del ámbito hollywoodense, como Joseph Fiennes (hermano del enorme Ralph Fiennes), junto a actores europeos, basándose en una obra literaria de Pablo de Santis, lo hace al menos llamativo y, por qué no, saludable. Este cine de entretenimientos que ha sido rara vez producido en nuestro país demuestra, positivamente, la continuidad de tendencias que buscan garantizar calidad en torno al cine masivo desde fórmulas fácilmente reconocibles. Con El inventor de juegos tenemos una película que logra enganchar más allá de las falencias que se pueden advertir en sus 111 minutos, dando un resultado irregular que tiene un gran comienzo pero que va volviéndose más inconsistente hacia el desenlace, dejando un gusto agridulce más allá de sus méritos. Nuestro protagonista es Iván Dragó (David Mazouz, el mismo de la cancelada serie Touch), un muchacho introvertido apasionado por los juegos de mesa, que sin embargo se encuentra en un hogar donde esa afición no esta tan bien vista. Su madre (Valentina Lodovini) intenta protegerlo al ver su enorme capacidad creativa e imaginación para crear juegos, pero procura mantener el secreto para que su padre (Tom Cavanagh) no se entere. Debido a su talento decide participar en un ostentoso concurso por idear el mejor juego, donde demostrará ser un genio en el campo lúdico. Sin embargo, ganar la competencia le terminará generando más problemas. El enigmático premio apenas le sirve para algo y su padre se enfadará con él, mostrando una faceta de su pasado que lo llevará a buscar desesperadamente la tierra de los juegos, Zyl, donde reside otro creador de juegos de la familia, su abuelo Nicholas Drago (Edward Asner). Pero la tragedia golpeará su vida tras un viaje en globo de sus padres que los tendrá desaparecidos o presuntamente muertos (un elemento clásico de las coming of age), llevándolo a la soledad de un oscuro colegio al que es admitido como huérfano. Esta introducción, que sorprende por su solvencia narrativa y su capacidad de síntesis con un ritmo admirable, es el pasaje más logrado de la película y donde mejor se delinea el personaje de Iván. También es donde mejor se ven las virtudes estéticas de Buscarini: la expresiva fotografía, las secuencias de animación intercaladas, planos cerrados que definen inteligentemente lo que sucede y la elegante puesta en escena, son algunos de los rasgos que nos llevan a comprender que estamos ante alguien que conoce el género a la perfección. De hecho, salvo en la utilización de algunos efectos especiales sobre el final (mucho que ver tiene el croma), la creación del mundo fantástico que envuelve la historia resulta creíble y contiene en locaciones como el colegio o Zyl una dirección que transmite perfectamente las sensaciones que produce el lugar. Las irregularidades comienzan a advertirse en el desarrollo de algunas secuencias de peso dramático que, sin embargo, pasan prácticamente inadvertidas. Lo mismo sucede con el antagonista interpretado por Joseph Fiennes: si bien la caracterización y sus motivos son claros, lo cierto es que la riqueza del personaje se pierde rápidamente en el guión. En particular el detalle de su filosofía en torno al juego, que lo oponen a Nicholas e Iván, y aparece referenciado en algunas secuencias del colegio o flashbacks, pero que hacia el final no es retomado como un elemento climático del desenlace. Esto le quita peso al enfrentamiento, que cargaba con la expectativa que se genera a lo largo de todo el film. Lo mismo sucede en menor medida con la mística en torno al personaje de Gabler (Alejandro Awada), que se torna en un instrumento narrativo que se pierde rápidamente en el dramático final. Por otro lado, las secuencias finales de acción resultan más desprolijas y confusas, no sólo por los mencionados efectos sino también por la forma en que se desarrolla la acción en torno al globo. Finalmente, y a pesar de sus falencias, El inventor de juegos es una rareza irregular que en sus ocasionales tonos oscuros encuentra rasgos de originalidad que poco se han visto en el cine nacional para niños, demostrando que es posible generar un producto solvente e inteligente sin subestimar al público que apunta.
(In)Trascendente ¡Semejante título! Desde su nombre, Transcendence: identidad virtual parece declamar al espectador con un tono sobrio, conceptual. La TRASCENDENCIA, ese tema tan longevo como la historia sobre el cual se ve tentado más de un artista por tratar de abarcarlo, se presenta como una tentación inevitable para quienes osen sumergirse en sus profundas y pantanosas aguas. La cuestión es que ante semejante ambición, el problema radica en que hay que saber desmarcarse del desarrollo del concepto y profundizar sobre los personajes que se enfrentan a este dilema. De lo contrario, se tiene el desarrollo de un concepto que engloba a personajes que son marionetas en tramas vacías, sin vida. Lo que sucede con la ópera prima de Wally Pfister, experimentado director de fotografía que trabaja a menudo con Christopher Nolan, es que hay una tensión constante entre el bodrio conceptual al que habría podido caer y la narración de ciencia ficción con personajes interesantes que podría haber sido. ¿El resultado? Un film irregular con hermosos encuadres pero una pésima edición, personajes chatos, climas que nunca terminan de desarrollarse y actuaciones que no pueden nadar con la corriente en contra y terminan hundiéndose. Seamos justos: la historia tenía potencial en su concepción, a pesar de que presenta semejanzas con muchas otras. Will Caster (Johnny Depp), un brillante científico, crea una forma de entidad artificial pero, a raíz de un atentado que lo pone al borde de la muerte, no podrá culminar su investigación. Para salvarlo, su esposa, Evelyn Caster (Rebecca Hall), propone la posibilidad de utilizar su humanidad para unirse a esta entidad y así trascender la mortalidad. Por supuesto, se corre el riesgo de matarlo en el proceso (de lo contrario, ¿dónde estaría el drama en la decisión?), pero debido a que la situación de Will es insalvable, deciden probar el experimento. La cuestión es que funciona y la película relata las consecuencias de lo sucedido, manejándose por los lineamientos previsibles en lo que concierne a planteos éticos. No hay nada sorprendente porque la película parece confiar plenamente en el atractivo del concepto y todas las subtramas restan en lugar de sumar a la historia de Evelyn y Will. Difícil distinguir los giros o convicciones de los personajes de Paul Bettany, Morgan Freeman o Kate Mara, porque nunca cobran relieve en la narración o se ven sujetos a cambios bruscos que no llevan a ninguna parte. El caso de Bettany y su personaje de Max es una de las razones por las cuales uno se inclina a creer que el guión no tuvo una segunda lectura. Por otro lado, mencionamos la terrible edición, una cuestión ineludible para entender el ritmo soso de la película. Los cortes de las secuencias son, prácticamente en todo el film, anticlimáticos. Esto, que suena abstracto, explica por qué muchos afirmarían que el cine es el montaje: las secuencias que permitirían un mayor aprovechamiento de los actores son cortadas bruscamente o se les interponen planos detalles que pretenden ser descriptivos cuando, en lugar de ello, terminan siendo disruptivos. No hay prácticamente un crescendo dramático porque la película atenta desde lo formal contra ello constantemente. Si encima lo que cuenta no resulta tan interesante, lo que tenemos es un film al que sólo lo puede levantar, precisamente, lo que más lo condena: el concepto, un ancla imposible de llevar para una película tan desprolija. Irrelevante en cada uno de sus apartados, este primer esfuerzo de Pfister es un estreno al que no se le puede rescatar mucho más que algunos elementos de su idea. La forma en que está desarrollada es otra cosa y se encuentra lejos de resultar interesante.
El camino del héroe Cuando Cómo entrenar a tu dragón apareció allá por el 2010, resultó una agradable sorpresa. No tanto porque uno desconfíe de la calidad que puede llegar a ofrecer Dreamworks en animación, sino porque la sensibilidad, la narración y las cualidades visuales que ofrecía estaban al nivel de las obras de Pixar, sin resultar un plagio carente de identidad. Además, ofrecía un tono épico que no abandonaba el humor o el drama, siendo tan oscura como conmovedora por la relación entre Chimuelo e Hipo, y el particular cuento de superación de los miedos y la aceptación del otro que ofrecía en un paquete épico de heroísmo con un notable desenlace. Ahora, cuatro años después llega su secuela, con el mismo director, y el listón estaba demasiado alto como para no generar expectativas. ¿Decepción? No, para nada; con esta secuela, Cómo entrenar a tu dragón se transforma en una de las sagas más sólidas de animación y tiene a algunos de los personajes más entrañables que podamos encontrar en el cine actualmente. Cómo entrenar a tu dragón 2 ocurre cinco años después de los sucesos de la primera parte y muestra las consecuencias de las hazañas de Hipo en la aldea vikinga de Berk. Ahora, lejos de ser una amenaza, los dragones se han convertido en algo cotidiano con lo cual conviven pacíficamente todos los habitantes de la aldea. Hipo, que ya contaba con el peso de ser ejemplo para su padre Estoico, el jefe de la aldea, ahora se encuentra contrariado por tener que ser su sucesor y, lejos de aceptarlo, decide evadirse para poder conocer el mundo que hay más allá de la isla, junto a su dragón furia nocturna. De este pequeño planteo doméstico inicial y de las increíbles secuencias de vuelo entre Hipo y Chimuelo se vale la película como disparador, para ir añadiendo estratos narrativos que irán construyendo al Hipo que hacia el final vemos aceptar su posición como jefe de la aldea. Del agua que corre bajo el puente en la narración de este personaje es que están hechos los mejores momentos de la película, recurriendo a la tragedia y la aventura para darle una dimensión épica mucho más marcada que la primera parte de la saga. Por otro lado, Cómo entrenar a tu dragón 2 es una película donde la enorme gesta de Hipo se ve acompañada de, también, dificultades de enormes dimensiones. No sólo se trata del nuevo e ignoto mundo que descubre, sino también de enfrentamientos de proporciones titánicas y violentos combates de los cuales dependerá su vida y la de Chimuelo, consolidando la relación entre nuestros protagonistas, que se encontrarán con duras pruebas de confianza y momentos de tragedia. Es que esta vez el antagonista no es un dragón, sino un humano, Drago, que entra en diálogo con Hipo porque también tiene el don de dominar a las bestias. Sin embargo, corroído por el miedo y el odio, demuestra ser implacable y peligroso, utilizando el temor como una herramienta para dominar a los dragones y, luego, a todos los que pueda someter con su poder. Hipo, creyendo poder modificar su opinión sobre los dragones, se encontrará con un antagonista que no utiliza precisamente el afecto para acercarse a ellos. Batallas épicas, secuencias emotivas e intensas y personajes finamente delineados es lo que ofrece esta entrega, que tiene momentos memorables, como el enfrentamiento de dragones alfa o la batalla final, que demuestra el potencial del furia nocturna aparentemente inofensivo que monta Hipo. Inolvidable y épica hasta el último segundo, Cómo entrenar a tu dragón 2 se encuentra entre los mejores estrenos del año.
Los viejitos se divierten Hay películas que se anuncian en sus títulos, otras que lo hacen en sus escuetas sinopsis y, finalmente, están aquellas que lo hacen desde su director. Asociado a Emma Thompson por segunda vez, Joel Hopkins parece encasillado en películas tranquilizadoras para gente de edad avanzada, ya sea en su variante romántica o cómica. Son películas que no suelen tener ningún riesgo narrativo, estético o actoral, y que devienen en grandes enseñanzas desde frases vacías con la habitual fotografía amarillenta que ilumina a sus personajes. También se trata de películas que depositan gran peso de su atractivo no sólo en la figura de Thompson (al igual que en la olvidable Nunca es tarde para enamorarse), sino también en un reparto estelar que se encuentra en papeles “medidos”, “amables”. Habitualmente, y esta no es una excepción, se trata de gente solitaria que, a raíz de una circunstancia doméstica o extraordinaria, se ve en la tarea de “enfrentar su pasado”. Bueno, todo eso es Love punch, que además de a Thompson tiene a Pierce Brosnan y Timothy Spall figurando en este extenso cartel de una hora y media. Pero este telefilm, que está bastante lejos de las mejores cualidades del cine, que imprime a sus secuencias de banda sonora en cada uno de sus rincones, que prácticamente no tiene búsquedas en sus planos, que atora de diálogos cada secuencia del guión y que confía groseramente en la cámara lenta o la cámara rápida para pretender hacer un gag fallido, tiene además la dudosa propiedad de que resulta bastante desprolijo. A diferencia de Nunca es tarde para enamorarse, el relato nunca resulta uniforme y termina disgregándose en personajes que toman decisiones arbitrarias sin motivo alguno. Por otro lado, la cuestión forzada que dispara la hazaña que pretenden realizar la pareja de Richard (Brosnan) y Kate (Thompson) resulta en situaciones cada vez más absurdas que, si se pretenden leerlas desde el humor carecen de gracia, mientras que si se les busca otro sentido o función resultan inexplicables. Inmediatamente se recuerda una secuencia en la playa de un juego de vóley, una en parapente, una de buceo; todas y cada una parecen destinadas a explotar el ridículo de ver a actores entrados en años haciendo cada una de estas cosas. Poco interesante, irrelevante desde lo cinematográfico y de una dimensión televisiva que se desliza en cada minuto, Love punch es una película olvidable y anecdótica con actores divirtiéndose en papeles que nunca terminan de creerse.