Cierto didactismo manido y algunas contradicciones en Frozen II están saboteando una idea central que atraviesa toda la obra: la memoria del agua. Empecemos por esta imagen benevolente porque es asociable con las indagaciones filosóficas de Gastón Bachelard en su libro El agua y los sueños. Ya sabemos desde la primera película que el poder de Elsa está vinculado con lo acuoso y, en específico como evidencia el título, lo helado. La canción inicial de la secuela termina con una idea de “congelar lo que se fue”. Que el poder de la heroína sea también su debilidad apela a las paradojas de otros superhéroes de la cultura pop como Hulk. Y en vista de que a esto se suma la insistencia por ahondar en la memoria del agua, intuyamos que esta significa emoción incluso si dejamos a un lado las referencias filosóficas del humanista francés. Ella compone gran parte de nuestro cuerpo y fluidez dentro del mundo. Ya cuando acordamos esto, la presencia constante de tres elementos en la película de Jennifer Lee y Chris Buck nos vacía de cualquier acercamiento simbólico y real sobre el agua. Ellos son: canciones poco memorables, chistes vacuos, y la relación contradictoria entre magia y naturaleza. Por el lado de la música, nadie puede negar que algunos tonos tribales nos intrigan en busca de lo ancestral en la trama. Pero la canción “Mucho Más Allá” evidencia una copia casi al carbón de “Let It Go”, el ícono musical de la primera obra que recibió un Óscar en 2016. Por parte de los chistes, estos ralentizan sin necesidad el ritmo y caen en la llaneza de “estar enseñándonos algo” como los comentarios de Olaff, el muñeco de nieve. Que además este sea a la vez el comic relief y el “didacta”, desacierta gravemente las intenciones de los realizadores. Quien justifique las obviedades en ciertos diálogos porque esta es una película “para niños” está olvidando la potencia emocional de, por ejemplo, Inside Out o de Up, por no hablar de la filmografía de Hayao Miyazaki. Defender las tradiciones tribales y naturales es una intención superficial dentro de la secuela. Y lo es porque el exceso de la animación figurativa con los súper-poderes de Elsa se contradice frente a la presencia del bosque encantado o incluso, con la misma función del agua en la historia. No sentimos absolutamente nada en la escena donde se desborda la represa (alegoría de fluir y soltar). Esto pasa porque si bien es Ana quien enfrenta tal accidente, también es ella misma quien se emociona con estupidez cuando Kristoff finalmente le plantea matrimonio y ella accede. Si los guionistas y animadores son capaces de crear una heroína que se enfrenta con sus contradicciones a través de la magia, ¿por qué no plantear a su hermana como una mujer que, así como no necesita de la magia, tampoco depende emocionalmente de un hombre? Mucho más si es un hombre que resulta ser el hazmerreír de los guionistas. Finalmente, cómo podemos pedirle emocionalidad a una película musical acuosa si esta carece de siquiera una canción memorable. Una vez que concientizamos que cantar en el cine musical es cristalizar o dar forma a emociones a pesar de las adversidades (The Little Mermaid es el contraste clave: personajes que cantan viviendo bajo el agua donde no suelen escucharse las voces), podemos conciliar las carencias graves de esta secuela con su idea pivote.
La primera toma donde podemos identificar con detenimiento el rostro de Gilbert (Daniel Auteuil) antecede al plano de un perro observándolo jadeante. Si esto no es suficiente indicio de que estamos ante un hombre domesticado, también nos lo sugiere el montaje tan equilibrado de los primeros minutos. A cada plano fijo, lo siguen tomas breves donde la cámara se mueve, sea con travelings o en vehículos moviéndose. El problema es que la dirección no mantiene la coherencia con esto más allá de las primeras escenas de la obra. Nosotros tres, de José Alcala, trata de las dificultades económicas y afectivas que atraviesa el matrimonio de Gilbert con Simone (Catherine Frot). Ella mantiene una relación con Etienne (Bernard Le Coq). Desde el principio su esposo lo sabe y no hace mucho alarde. Las facilidades de caer en el melodrama inconvincente no son el mayor problema de esta película. Lo que complica más la obra son los dos tonos que no terminan de engranar. Tomemos por ejemplo la escena en la que Auteuil se sube a la baranda del balcón como si fuera a lanzarse. Un gran plano general muestra el cielo, el paisaje y los pájaros volando. Simone lo está viendo de lejos. El corte al siguiente plano de ella salvándolo es tan abrupto, que su rescate torpe (se caen juntos por el balcón), en vez de ser gracioso; entorpece el ritmo y habla de un problema de montaje que está saboteando la obra. El problema principal está en el guion de Alcala y en colaboración con Agnès Caffin. Las situaciones son las de esperar: el esposo amargado, padre e hija peleados, la oportunidad de destacar con el nieto aburrido. De todas maneras, ello no impide que haya escenas significativas, como la de la discusión álgida entre los protagonistas. Cuando comienza la secuencia con un plano americano, ella fuma marihuana y el espejo en la pared refleja su nuca. En el clímax, ellos discuten y el plano/contraplano muestra otro espejo detrás de él que no lo refleja, ni a ella tampoco. Ella está frente a una pared decorada. Ninguno aparece en el plano del otro, a pesar de que haya un objeto que pueda reflejarlos. Las imágenes nos lo están sugiriendo: él está tan ensimismado que ni se ve a sí mismo y ella es un decorado para él. Si consideramos que ya van varias décadas desde que el cine se detiene en los fracasos de la institución familiar, parecería innecesaria otra incursión en el tópico. Pero sobre todo la intimidad actoral de Frot, ya con tres décadas de carrera a cuestas, nos tiene que decir lo contrario gracias a ciertas escenas. Al final, la película no esquiva los tropiezos genéricos con los reencuentros y las reconciliaciones entre miembros de familia. A pesar de ello, una escena como la de Simone y Gilbert en el balcón del hospital concreta un cierre genuino entre ambos. Aquí los planos y contraplanos incluyen los perfiles de ambos en cada toma. Sus rostros de perfil hablan de conflictos y ciclos aceptados. Es una escena breve y diáfana. Incluso una película como esta, muy simple incluso para sus humildes intenciones, alcanza momentos como este gracias a sus actores y sus sentidos dentro de la imagen.
Para captar la potencia emocional de Frankie, detengámonos en los últimos cuatro planos de la coproducción de Ira Sachs. Son estos hacia donde nos estaban llevando los reencuentros y vueltas de los personajes. Isabelle Huppert, quien interpreta a la protagonista que da nombre a la película, se da dos vueltas en un plano medio para detallar a quienes ha convocado. Su vestuario, una chaqueta negra y un vestido largo y naranja, nos sugiere un indicio de luto luminoso. Su familia y amigos más cercanos caminan hacia ella para ver un lugar paradisíaco. La imagen siguiente es un plano cenital de una tierra (que parece) arrasada, de tonalidades casi negras, y el mar reflejando un atardecer paulatino. Si creemos que esto basta como cierre, es por contraste al resto de la historia. Los tonos marrones, el mar casi blanquecino y el sol que solo podemos ver por el reflejo nos asoman una muerte próxima sin necesidad de caer en golpes bajos. Y estos tonos casi se oponen a los múltiples verdores vistos previamente en este pueblo de Portugal. Sachs capta la complejidades y tristezas de esta estrella de cine y su familia sin necesidad de primeros planos ni otras tomas de cerca que interrumpan la contención. La puesta en escena de la película nos va componiendo momentos casi exclusivamente en planos medios y americanos donde los actores están de espaldas a la cámara varias veces. Si nos extraña esta decisión es porque el director y co-guionista pone su confianza en las intimidades de los actores para que sus entonaciones sugieran lo que ignoramos de su gestualidad facial en esas escenas. Y porque sabe que los cortes del típico plano/contraplano interrumpirían la fluidez buscada. Personaje y paisaje están imbricados aquí, pero no para embellecer la experiencia sino para resistirse a lo que se viene. Descubrimos de a poco que Frankie ha orquestado este encuentro a modo de despedida pero aquí no hay lástima, ni llantos excesivos. La contención a veces es necesaria a fin de retratar dolores. Para ello, los muros, las paredes, los mosaicos y las rejas de fondo arman un diálogo entre lo que esconden ellos, sobre todo Frankie, y las desnudeces que ocurren a nivel simbólico. En su novena película, Sachs tiene a disposición un elenco de actores confiables, que además interpretan a técnicos de la industria. No se trata de que son conocidos o recurrentes en su filmografía (ya antes ha trabajado con Marisa y con Greg), sino de una complicidad dejada casi a lo fortuito y la intuición. Ira toma decisiones en el plano que parecen incómodas (por ejemplo, una bandada de turistas entorpece el fondo de la imagen en una escena con los mencionados actores), pero que a la vez nos tienen el propósito de advertirnos dificultades que el ser humano siempre planifica (como estos reencuentros) y casi nunca funcionan por los imprevistos y caprichos. De todas maneras, esta no es una película de fracasos absolutos. En una familia compuesta por hermanastros, amigos y ex esposos, son los adolescentes quienes tienen oportunidad de vivir un momento idílico. Qué importa si este resulta efímero e irrecuperable: Sintra es el lugar-excusa para encontrar antes de buscar, como le aconseja Frankie a Vivi según una cita de Valéry… ¿o era de Breton?
En principio, parecería que Pupille (2018) trata sobre el proceso de maternidad desde el punto de vista de la adopción. Efectivamente, vivimos la experiencia del parto del hijo no deseado por Clara (Leïla Muse) hasta las primeras horas del bebé en casa de Alice (Élodie Bouchez), su madre adoptiva. Pero verlo así está dejando a un lado las discapacidades y las incapacidades latentes en la historia. Si se permite esta odiosa cacofonía, es porque son dos palabras difíciles que a las sociedades le han costado siglos convivir con ellas y de las que la obra de Jeanne Herry no rehúye. Partamos porque la maternidad es “la experiencia que le comporta mayor compromiso a un ser humano desde el hecho de dar vida para criarla”*. Esto está precisado durante varias escenas de la película con una cámara en mano levemente vacilante. Aún así, su nobjetivo es claro: en medio de las complejidades se busca un vínculo firme desde la mirada, el respeto y la emoción entre los individuos. Todos los que acompañan a Théo hasta que halle un hogar definitivo se muestran respetuosos sobre todo y en principio frente a él. Llama la atención el poder que le confieren a la palabra a partir de la aclaratoria de que el bebé evidentemente no entenderá el discurso, mas sí la emoción que le brinde cada acompañante. La maternidad entonces no consiste en una madre nada más, sino en diversos factores humanos y emocionales. De todas maneras, Jeanne Herry y Sofian El Fani retratan delicadamente ese primer encuentro entre Clara y la representante legal (Clotilde Mollet), quien velará por Théo hasta que se le consiga una madre adoptiva. Un diálogo de primeros planos y contraplanos entre ellas nos muestran el compromiso de la mirada sostenida y en complicidad co ambas mujeres. En este diálogo además queda evidenciada la incapacidad que ya venía asomándose en el parto. Para efectos de este texto, entendámosla entonces como una situación en la que una persona reconoce voluntariamente su imposibilidad para hacer algo por ciertos motivos*. Ya de por sí nos extraña que Clara se resista a dar su nombre cuando llega a la clínica e, incluso, a la obstetra y enfermeras que atenderán el parto. Además se niega a cargar el bebé recién nacido y a darle pecho. La directora y guionista de la obra tensa con delicadeza una confianza apenas aparente con la representante (un suspiro antes de abrir la puerta de la habitación evidencia que el riesgo no es sólo para Clara), pero tampoco quiere juzgar a la madre primeriza. Es llamativa además la decisión de elidir lo más importante del último encuentro entre bebé y madre: apenas vemos cuando Clara entra a despedirse y a Théo le da hipo, mas no vemos qué le dice ella. Una elisión posterior vinculada con Alice, casi al final, nos permitirá sentir que en la película se están respetando las intimidades más profundas en pos de una maternidad afianzada en no decirnos todo a los espectadores. La discapacidad, por su parte, está presentada por el lado de la madre adoptiva y del bebé. Nos vamos enterando por flashbacks (del más lejano en el tiempo hace ocho años al más reciente hace un año) de que Alice no es fértil. Y por algún comentario de los especialistas, sabemos que Théo presenta un leve soplo en el corazón, lo que le obliga a ser incluido dentro de la categoría de las discapacidades. Necesitamos tener presente estas como “condiciones que pueden presentar las personas por una circunstancia determinada y por una serie de aspectos a ser atendidos con ciertas herramientas para posibilitar la respuesta a tales exigencias”*. Ahora, ¿por qué importa esta distinción con respecto a la incapacidad? Como evidenciará la película al final, el guion de Herry nos va a permitir una resolución a los personajes que se sientan discapacitados. Esa solución va desde lo social (todos los involucrados en el proceso cuidan de Théo y se preocupan porque cada paso sea respetado) hasta lo personal (el proceso de Alice es el que vivimos más de cerca) sin dejar de lado la emoción (podría ejemplificarse en Théo, pero hay varios procesos en marcha). Y por su parte, la incapacidad es respetada con la decisión de no volver más a la historia de Clara. Urge siquiera mencionar el trabajo del elenco porque los actores están ensamblados en medio de miradas atentísimas a esta búsqueda vital. Y es efectivamente a través de ellas que se apela a contener al bebé, a que se vincule con su nueva madre y a que cada gesto sea rescatado como un resguardo a su salud. Alguien podría pensar que el progreso de Théo es sospechosamente orgánico. El detalle está en que su proceso lo acompañan otros que le brindan espesor a la película. Ello nos permite, ya no ver nada más, también vivir las implicaciones de un parto así sea a través de terceros. El casting es tan meticuloso que incluso la sonrisa de Bouchez cautiva, pero su dentadura está lejos de ser perfecta. Este detalle habla de que ni siquiera la perfección tiene cabida en esta obra y tampoco es su búsqueda. Finalmente, que además se logre calibrar brevísimas dosis de humor y asomar el drama sin resaltarlo con indignaciones ni obviedades le brinda más fuerza a la escena final donde Alice y Théo descansan juntos y sus rostros se complementan.
La medicina también actúa de acuerdo a cómo estás: psicológicamente, espiritualmente… Habría sido fácil para Daiana Rosenfeld, la realizadora de Mujer Medicina, definir la ayahuasca, el peyote y el temazcal, o hacer que los guías hablen de la historia de estas plantas. Sería fácil también para este servidor referir al menos superficialmente las características de estas plantas medicinales. Ni uno ni otro camino serían cónsonos con la búsqueda de Fedra Abrahan. Las pistas que se nos van dando en su viaje a y estadía en Perú aluden a un proceso de purificación y sanación donde el conocimiento no puede ser más fuerte que el luto por la pérdida de su padre. Por un lado, el rostro que vemos en una de las escenas iniciales en un primerísimo primer plano es el de Fedra que no gesticula lo que dice. Intuimos que la voz en off confesando que “viene a sanar” es la de ella. Tardamos en escuchar voces humanas, aunque ya en la primera imagen vemos a la protagonista. Y una vez que escuchamos a uno de los guías, Fedra está atenta en un primer plano donde ella tiene de fondo el verdor de la naturaleza a la izquierda y a la derecha una pared de madera. El guía está fuera de campo hablando de los beneficios de organicidad de la ayahuasca. La siguiente toma es la de él hablando enmarcado en la abertura de una puerta. Que este corte no sea el de un plano-contraplano sino el de una interlocutora escuchándolo a su lado y que él se encuentre como antecediendo una suerte de portal, ya nos da indicios de un diálogo no entre opuestos, sino de colaterales. Puede ser problemático que, en medio de tanta cámara fija, se decida usar primerísimos primeros planos para mostrar el rostro de Fedra un tanto estetizado y que escuchemos su voz forma extradiegética. Como si esa voz estuviese disociada de la identidad del rostro. Pero así es como la película nos plantea un matiz: la sanidad no es coherente, sino arraigadamente ancestral. Tantas tomas de la naturaleza mientras la voz reconoce su rudeza no son fortuitas. Son la búsqueda de una identidad abarcante y conflictuada. Y de todas maneras, tal quiebre es parte de una progresión enmarcada en un principio y un final donde la voz y el cuerpo de Fedra en plano medio sí están en sincronía. También es cierto que estas tomas del rostro de Fedra se van fragmentando en planos detalles de sus labios y ojos a medida que transcurre la película. La mención a la naturaleza mágica de la ayahuasca parecería de una vacuidad peligrosa. Pero también es cierto que la búsqueda estilística de la obra está cuidadosamente armada. La preponderancia de planos fijos y de voces extradiegéticas nos sugieren un camino espiritual donde el cuerpo está fragmentado y magnificado. Incluso lo que parece un pequeñísimo desliz técnico en el movimiento abrupto de una cámara fija coincide con las palabras del guía en escena sobre la búsqueda espiritual que emprende cada persona en un momento de su vida. Este pequeño error puede connotar que todo camino proviene también de la más mínima inquietud. En medio de tantos planos detalle de flores, insectos y hojas de árboles, Daiana Rosenfeld nos está sugiriendo con su cuarta obra que la multiplicidad de la naturaleza también abarca al ser humano. Aun cuando vemos el cuerpo completo de Fedra o de sus compañeros en los rituales, la medida de los planos es la de la naturaleza, no la de los cuerpos. La sincronía entre la primera y los segundos se logra no necesariamente acudiendo a estas plantas medicinales, sino emprendiendo un camino en el que se busca el quiebre de sí en pos de un autoconocimiento que no rehúya de las dificultades.
La película trata sobre la crisis alimentaria en Venezuela puesta en perspectiva con los modos de alimentación en Argentina. Ya una primera selección de encuestados delata que la muestra venezolana tiende a la infancia, pero la muestra argentina tiende más hacia los adultos mayores de cincuenta años. Este primer desbalance, si no nos sugiere que el país natal de la directora y guionista es visto por la obra como un país infantil, sí evidencia una falta de rigor investigativo que se agravará después. Tal falta no es porque oponga muestras etarias, sino porque la pregunta por los desayunos de los niños venezolanos no menciona siquiera aquel dicho que se solía repetir no pocas veces: “desayuna como un rey, almuerza como un príncipe y cena como un mendigo”. La mendicidad aprovechada así en la obra habría permitido un alcance inimaginable a la situación actual de gran parte de los ciudadanos del país caribeño. Además no olvidemos un posible contraste gustoso con respecto a las rutinas alimentarias de los argentinos sin necesidad de cuestionar a unos y otros. Hay, por lo menos, atisbos de humor en lo que confiesan haber consumido algunos comensales del país albiceleste. Por otra parte, las entrevistadas centrales contrastan por cómo son grabadas sus contexturas y, lo verdaderamente grave, su sedentarismo. Una sonriente candidata a Miss Venezuela habla en plano medio con la montaña El Ávila de fondo, uno de los hitos de belleza geográfica de la ciudad capital*. Esta obviedad disiente con descaro cuando Szeplaki graba a las entrevistadas de contextura gruesa, también con planos medios, ante edificios o en máquinas de ejercicio que no utilizan en escena. Queda evidenciado también que las segundas no tienen tanta fuerza de voluntad como la primera cuando no se muestra un cierre certero de su progreso de aceptación, sino apenas un asomo. Como si una dieta fuese una ilusión y no un estilo de vida en su sentido etimológico. La realizadora además cae al final en el egotismo de mostrarse a sí misma en un progreso efectivo porque -confiesa con una voz en off- ahora se siente mejor con respecto a su cuerpo. Además, cuando Alejandra aparece en escena está sola y no en un acto grupal, que es como tendría que ser la alimentación según las expertas consultadas en la obra. Así, las contradicciones dinamitan el documental en su nivel inconsciente. La falta de rigor también está dada por el lado de la incoherencia en la cronología, aunque la narradora promete al comienzo que los resultados en la película son “cronológicos”. Salta de forma incongruente en la presentación de contrastes entre las grabaciones en Venezuela y en Argentina, y peor, en la selección inicial de los triunfos en los Miss Universo y Miss Mundo de distintas misses venezolanas a lo largo de la historia. Los saltos de ediciones parecerían un desliz menor, pero evidencian que Szeplaki está omitiendo un detalle mucho más profundo: el vínculo entre belleza y política. Las evidencias de la relación del Miss Venezuela con políticos chavistas y maduristas han siendo investigadas recientemente**. ¿Por qué, entonces, Alejandra desaprovecha la oportunidad de siquiera mencionar la paradoja de la nación con más misses (fuera de Estados Unidos) que no ha podido salir de una crisis fundada por mandatarios fisonómicamente feos y obesos? Apenas bordear el gobierno de Nicolás Maduro es, a todas luces, sospechoso en un documental sobre la mala alimentación donde se reconoce la profunda crisis actual de uno de los países investigados. La película está enfocada en atacar las industrias de alimentos y colateralmente las farmacéuticas, como hicieron en su momento con torpeza Michael Moore con las armas y Morgan Spurlock con McDonald’s. Pero aquí la ideología está escurriendo tropiezos verdaderamente irresponsables. No olvidemos que el mismo Hugo Chávez fue engordando considerablemente en sus mandatos y esto Szeplaki ni lo menciona; por no hablar de las medidas económicas tomadas en sus períodos que exacerbaron los alcances alimentarios del Estado con expropiaciones. Que además la película silencie la gordura masculina en el poder pero acentúe la atención en la gordura femenina de las ‘ciudadanas de a pie’ podría estar insinuando que el problema de la obesidad es femenino e irregular. Nada más impreciso que esto. Al final, no es ni la paradoja (un titular sobre guisos en la situación alimentaria venezolana contrasta con un chef diciendo que la gastronomía venezolana se basa en guisos***) ni la contradicción lo que sabotea la obra. Es la falta de ambigüedad en una realizadora con tres años de emigrada y varias ciudades a cuestas para alcanzar el nivel irónico de plantear un documental titulado Candy Bar. Aquí lo más edulcorado es su propia visión y no las golosinas que tanto vilipendia como si los espectadores fuésemos niños a los que hay que reprender. Incluso si lo fuésemos, la presencia tan marcada de planos fijos y entrevistadas en reposo se contradice con el sedentarismo de la población actual cuestionado varias veces por las especialistas consultadas.
Hay que atender cuidadosamente dos elementos en Amanda para constatar que estamos ante una obra detallista: los árboles y la carpintería (sea esta de madera o metálica). Un solo visionado no basta para precisar que estos objetos están trazando un entorno de diálogo entre las circunstancias que rodean a David y Amanda, como también al resto de los personajes en menor medida. Los primeros dos planos de la película contienen árboles. El primero es una copa de hojas verdosas que se agitan levemente. El segundo plano es una parte de otra copa y su sombra plasmada en la pared de ladrillos de la escuela a la que asiste Amanda. Una mirada más atenta se percataría de si ya en esta pared hay ventanas. Sumado a esto, David es un podador contratado por la ciudad para mantener los jardines, parques y demás espacios arbóreos de París. David también es el hermano de Sandrine, madre de Amanda. No son pocos los planos donde ellos tres aparecen frente a puertas o ventanas cerradas, entreabiertas o accesibles. La recurrencia de este elemento nos está tendiendo vínculos puntuales entre los protagonistas y sus dinámicas. Es un detalle simple trabajado de forma persistente a lo largo de la película. Además el catálogo de puertas que parecen ventanas es amplio, lo que sugiere detenerse más de una vez en esos objetos y las imágenes que se desgajan de la obra. Estos dos factores de carácter más objetivo están sustentados por actuaciones francas. En principio llama más la atención Vincent Lacoste, quien tiene que llevar la historia después de que fallece Sandrine. El guión le brinda una relación diversa con Amanda y paciencia para acompañarla, pero la mirada de él resulta inquieta y nos da pistas de que el proceso es doloroso. Un corte sumamente preciso nos muestra su duda frente a la posible custodia con una mirada caída luego de la pregunta sobre si se sentiría cómodo ante tal responsabilidad. Es además el personaje que más llora en la obra. Si lo contrastamos con las seis actrices que hay en el elenco, la película está lidiando subrepticia y orgánicamente con el prejuicio de que los hombres no lloran o lloran menos que las mujeres. Por su lado, Stacy Martin, Ophélia Kolb, Marianne Bassler y Greta Scacchi sosteniendo la espesura emocional que deja un atentado terrorista. Que este hecho no devore el guion es otro logro del film, que no se distrae con los procesos de cada personaje. Tampoco está de más atender al vestuario monocromático que propone Caroline Spieth. La selección va de rojos, azules y amarillos a remeras con rayas por parte de Léna y Amanda. De hecho, Amanda es la primera que viste dos colores, rosa y azul claros, uno por cada prenda. Y casi al final del film viste prendas rayadas. Desentrañar estos sentidos que parecen inalcanzables en un principio pero gozosamente intuitivos (lucir un solo color en una prenda brinda la idea de unidad) es una tarea dedicada a cada una de las pistas brindadas por la obra. Incluso si la música de Anton Sanko entorpece un tanto ciertas escenas, sobre todo el partido de Wimbledon, esto no impide que la película llegue a buen puerto. Hasta el final parecería que Isaure Multrier (Amanda) no protagoniza la historia junto a Lacoste. La simple explicación provista por Sandrine a su hija en una de las primeras escenas, aquella sobre qué significa “Elvis has left the building”, adquiere una repercusión inimaginada cuando David y Amanda están en un partido de Wimblendon. Mikhaël Herrs, además co-guionista junto con Maud Ameline, nos muestra que el verdadero partido de tenis, la verdadera agilidad en el aprendizaje, viene de Amanda, quien escucha (en un primer plano donde no cabe su rostro completo) el golpeteo de la pelota entre raqueta y raqueta. Cuando el puntaje está desfavoreciendo al jugador que apoya Amanda, ella expresa que “Elvis ha dejado el edificio”. Los espectadores sabemos que ella alude a la explicación de su madre remitida al principio. La ignorancia de David en ese momento le permite a él contenerla y a nosotros sentir que Amanda algo ha aprendido en este plazo de tiempo. Sin necesidad de la psicología (mencionada tres veces), sin necesidad de internados en apariencia terapéuticos y sin que se nos muestre el proceso para la custodia legal de David; Amanda retrata las complejidades cotidianas sin perder de vista que es a partir del lenguaje articulado que nuestras vivencias se entraman y resuelven.
Uno podría imaginar por el título y el afiche que Retrato de propietarios (2018) es una película de cabezas parlantes donde los dueños de mascotas se desahogan o confiesan sus pérdidas. Pero no, salimos de ella con una bofetada a esa expectativa. El tan mencionado teórico Bill Nichols estaría de acuerdo con que es un documental observacional. Ahora, las relaciones desatadas con cada plano nos dan cuenta de que acá incluso observar es intervenir, no sólo por la selección que se hace del material, sino por los vínculos transversales entre los elementos de los planos. Por una parte, hay muy pocas palabras en este retrato, sean habladas o escritas. Y hay aún menos palabras que verdaderamente importen. Resuena el “BIENVENIDO” en un cementerio de mascotas intuimos abandonadas. O nos inquietan “SE PERDIÓ SALVAJE” y la reiteración del aviso “DÓNDE ESTÁ MUNDO”. Las palabras que importan acá son las que revelan pérdidas. Así que estamos obligados a desechar la idea de que la obra nos haga un retrato cerrado. Escuchamos también voces al fondo, murmullos o ruidos confusos, pero sí podemos distinguir sin problema los maullidos y ladridos cuando los animales pelean, se emocionan por la comida que les ponen, o caminan por estos sitios difícilmente reconocibles. Hay también muy pocos rostros humanos. A falta de primeros planos donde esta gestualidad nos compela, sí hay numerosas tomas de gatos o perros dormitando, caminando o jugando. Y en varias escenas está latiendo una emocionalidad de la que no se quiere abusar, pero quién se puede resistir a un animal en su estado más juguetón. Otros avisos de extravío nos acercan a ojos felinos inquietantes donde los límites de sus rostros se pierden, como si la anonimia nos interpelara desde lo más animal. Es precisamente esta la búsqueda del documental. En varios momentos escuchamos la señal de antenas que a veces se confunde con cantos de ballenas. Parecería que los sonidos y la mirada nos estuviesen invitando a sintonizar un lenguaje animal que creemos difícil de entender, pero nos hacemos una idea si aceptamos que nuestra intuición también proviene de cierta animalidad. Es admirable que estas observaciones no apelen a la benevolencia generada por las mascotas. Aquí no hay planos lastimeros, sino una búsqueda en medio de la pérdida a partir de escenas en disolvencia: la primera escena es la de un perro paseando por un pastizal mientras se contrapone muy levemente el nado parsimonioso de unos peces. No será la única vez que esto ocurra. Hay también, en otro momento, un plano general de perros tranquilos a pesar del encierro y grabados por una cámara digital que los enfoca pero, en este proceso, los vuelve borrosos. La impresión de anonimia se va diluyendo al final. Escuchamos de forma inteligible las palabras que se venían repitiendo antes sobre las ruinas. Vemos fotos de rostros en planos medios. Pero los jadeos de los animales siguen hilando el relato así sea colateralmente. En general, hay muchos planos de rejas durante el transcurso de la obra sugiriéndonos varias sensaciones. Hay jaulas pequeñas con mascotas tranquilas; rejas separando el afuera del adentro mientras los perros ladran; y sobre todo, planos enrejados. Unas son rejas de hierro, otras más endebles, que enclaustran la imagen, como si mirar nos limitara o siquiera nos amputara la libertad frente a esta película. Aprovecho la primera persona del plural porque tales composiciones están delimitando la distancia, no ya nada más entre animal (las mascotas en escena) y persona (la mirada de la cámara), sino entre pantalla y espectadores. Tienta tender asociaciones entre los cuatro elementos, pero resulta más urgente otro detalle. Captar que esta mirada en torno al encierro y a la pérdida no es una cuestión de abandono nada más, sino de la dinámica entre la mirada y lo otro. En este caso específico, Joaquín Maito están descartando en gran medida lo humano en la imagen para devolverle un sentido, siquiera efímero pero asociativo, a lo animal dentro de estos lugares cerrados o abiertos.
Es tentador preguntarse contra qué está luchando Halla (Halldóra Geirharðsdóttir) en Mujer en guerra (2018). El título de la película, su afiche y la primera escena ya nos indican que acudimos al conflicto nada nuevo entre el individuo y la fábrica que supera al primero con creces. De todas maneras, Benedikt Erlingsson se resiste a darnos toda la información de inmediato. Llegado el minuto veinticinco de la obra, no sabemos todavía cuál es la búsqueda de la protagonista. Hay dos elementos musicales que pueden estar atrayendo nuestra atención al respecto: ella es directora de un pequeño coro y la banda sonora de la película suele acompañarla en escena, sea un grupo islandés compuesto por tres músicos (Davíð Þór Jónsson, Magnús Trygvason Eliassen y Omar Gudjonsson ) o un coro ucraniano de tres mujeres (Iryna Danyleiko, Galyna Goncharenko y Susanna Karpenko). Unos y otras aparecen luego de que escuchamos la música de forma extradiegética o a la espera de lo que Halla haga. Cuesta no asociar estas decisiones levemente humorísticas con alguna película de Roy Andersson, pero la búsqueda de Benedikt en su tercer largo es menos distante. En esta suerte de tragedia contemporánea (y también medioambiental), los coros acompañan a la protagonista más con música que con letra, como ocurría en las tragedias clásicas. A modo de paralelismo, nos enteramos de lo que dice la declaración de principios de Halla por las redes sociales de terceros. Ella la hace pública lanzándola desde el techo de un edificio. La señal del celular, los retuits y las selfies permiten difundir su postura política y desnudar los deslices de los poderosos en la sociedad islandesa. Ya no es la lectura propia lo que valida, sino la otredad. Para el momento en el que hemos conocido tanto el conflicto interior (una posibilidad de adopción) como el exterior (abogar de forma activa por el medioambiente) de Halla, el guion entabla una complicidad directa entre ella y los coros para tomar cartas en el segundo asunto. En esta escena decisiva, ni la banda islandesa ni el coro de mujeres ucranianas canta. Y hay que decirlo: nunca sobra la gestualidad de Halldóra, reconocida como Mejor Actriz en el Festival Internacional de Valladolid del año pasado. Su rostro es orgánico a lo maleable de las expresiones más exageradas o discretas. Si las primeras ocurren en medio de una clase de calentamiento para hacer yoga y las segundas para matizar las diferencias con su hermana gemela Ása, unos y otros gestos valen para retratar un personaje en conflicto consigo misma. Ahora, si George Steiner nos decía el siglo pasado que la tragedia había muerto al menos desde la perspectiva clásica, no olvidemos que autores de la literatura y el cine han intentado siquiera juntar los pedazos que quedan. Cuesta no pensar en referencias como el Woody Allen de Poderosa afrodita (1996) o el Bergman de El séptimo sello (1957) lanzándonos pistas con leve ironía. Mujer en guerra es otro asomo a lo trágico desde el humor. Las luchas de Halla no se contradicen (en un mundo sobrepoblado, adoptar es la solución), pero al final las condiciones medioambientales la superan. En este sentido, hay un plano general en la película que puede condensar gran parte de la historia. Halla está procediendo con el fin de su plan vandálico. Antes, la detiene la policía. Al fondo hay una gran montaña nublada en la cima. El auto azul de la protagonista está repleto de flores. El pastor alemán de las autoridades ladra por lo que hay en la maleta. Con cierta gracia, Halla reconoce su “mea culpa”: kilos de excremento de gallina como abono (donde se esconden los explosivos). El auto, los tres individuos y el animal están empequeñecidos en contraste con la naturaleza nublada del fondo. En este plano fijo, los tres personajes miden la mitad de lo que mide la montaña. Ello permite mostrar la proporción entre mujer y naturaleza en otras ocasiones posteriores también, así como la voluntad empecinada de ella todavía en lo adverso. Al final, Mujer en guerra está manejando la idea de la otredad en cuatro niveles: la mujer islandesa (Halla) que adopta a una niña ucraniana (Nika), las dos gemelas (Halla y Ása), los dos países (Islandia y Ucrania) y los dos ciudadanos (islandesa y colombiano). Si bien este último nivel empobrece la ecuación (un extranjero retratado escuetamente que aparece cada tanto como chiste para la trama), las otras tres dicotomías se resuelven con claridad. Adoptar es la forma que tiene Halla para formar otra vida. Cada gemela tiene una búsqueda y el intercambio final de una por otra es sólo un giro en la búsqueda de ambas, no una facilidad de la trama. Y cada país, reflejado en los coros, hace música junto a los otros en sus últimas dos participaciones, a manera de engranar los sentidos personales y ciudadanos de la heroína. En el final, a la película tampoco le interesa entramparse en si los accidentes de la vida son manifestaciones del destino. Más bien le permite a su protagonista sostener con paso firme sus luchas para nada nimias y comprometer al ser humano en las consecuencias de sus actos sin caer en lo aleccionador.
Hay cuatro hilos hilvanando Pájaros de verano, la película de Ciro Guerra y Cristina Gallego: los vicios, los idiomas, las tradiciones y la familia. Si aprovecho la metáfora tejedora, es porque hay un elemento fundante en este entramado cinematográfico: las manos. Desde la primera escena, se nos dice y se nos muestra que estas cargan con la tradición familiar. Son el registro de nuestra herencia. Estas palabras iniciales no aparecen a la ligera, puesto que el centro de la historia compete a una familia wayúu en La Goajira. O sea, ellos son descendientes directos de los primeros pobladores de estas tierras. Y en varias ocasiones durante la película, las mujeres están hilando. Por si fuera poco, el vestuario de los personajes es una pista casi distrayente de la potencia de las telas. Nos engatusa a recordar una época remota de colores brillantes y geometrías simbólicas. Con estos tejidos estamos presenciando entonces el asomo de una mitología que dialoga con los griegos y los indígenas. Por ejemplo, la tejedora Penélope, que anda y desanda con sus manos lo que trama con la mente. O la leyenda wayúu Waleker (araña) sobre la doncella urdidora. Pero vayamos con los hilos. Los vicios están representados en la película sobre todo por el personaje de Aníbal y Leonídas. Ellos son la puerta a los negocios que sustentan a la familia (comerciar marihuana), el quiebre de las tradiciones y el descontrol casi absoluto. En un momento, Rapayet concluye que “la marihuana es la felicidad”. La respuesta de Aníbal es “la felicidad para ellos”, refiriéndose a los gringos que bailan a lo lejos luego de hacer el primer negocio. Los guionistas no demonizan el consumo. No hay cortes acelerados para recrear el efecto de las drogas (incluyo aquí el alcohol), tampoco hay música perturbadora en torno a estos elementos químicos. La propia Úrsula, la matriarca del clan, acepta el negocio con tal de que no arriesgue las tradiciones familiares. Por su lado, el uso del español y el wayúu de acuerdo a cada ocasión remite a una complicidad y un respeto sostenidos durante toda la película. Esta familia habla ambos idiomas, pero decide a conciencia con quién y en qué momento usarlos. Estas decisiones lingüísticas no pretenden atesorar una tradición como si se tratara de adornos con los cuales se comercia. Se trata más bien de códigos que arrastran consigo creencias (hablar es cantar y, por ende, el canto o el silencio de los pájaros anuncia novedades), decisiones (cuando se habla, se puede quebrar la confidencialidad del clan) y complicidades (el rol del palabrero a lo largo de toda la película es la mayor muestra del valor de la palabra: el mensaje hermético). Si bien no son muchas las tradiciones retratadas, el paso por los distintos cantos que dividen la obra muestran el viraje en las fiestas, en los (des)entierros y en los rituales de iniciación que están presentes desde la primera escena. Los encierros temporales de Zaida y Leonídas, por ejemplo, tienen efectos muy diferentes, pero conllevan a la extinción: “los wayúu estamos muertos”, le dice ella a su madre ya en el quinto canto. Y el ritual iniciático de Zaida con ese baile que parece un enfrentamiento sensual, es diametralmente opuesto a los vallenatos de Aníbal que traen altanería y descontrol en la dinámica. Esto nos trae al hilo familiar tensado por Úrsula. Como la propia película nos invita a atender a los detalles (un saltamontes o varios pájaros pueden ser motivo para un primerísimo primer plano de lo ocurrido en el entorno), detengámonos en las manos de la matriarca. No hacen falta primeros planos de ellas para notar que todo el conflicto se está entramando a partir del diálogo o el monólogo de Úrsula con los sueños y la naturaleza. Cada vez que ella está reunida, sus manos están entrelazadas, pero no en posición de acuerdo, sino de enroscamiento. Su propia hija le achaca que, mientras más envejece, más supersticiosa se vuelve. La maravilla en la actuación de Carmiña Martínez es su semblante. La firmeza de su presencia y de sus gestos son convocados, a un mismo tiempo, con claridad y sabiduría. La preponderancia del wayúu en su discurso tiene un efecto similar al de los demás miembros más viejos: la voz de la tradición es desconocida para quienes hablamos en español. Lo tradicional está, entonces, aislado. Pero como reconocen los más viejos cuando están reunidos, el aislamiento no impidió una lucha de siglos con invasores y una eventual adaptación que sigue siendo un puente a los tiempos actuales. “El que no se adapta, perece”, dirían nuestros propios ancestros. El detalle está en que los realizadores saben que la tradición no es lineal, sino trágicamente simultánea. Leonídas y Rapayet son la entrada de la familia en la perdición. Pero no por su vínculo con las drogas y la violencia. No creamos ni un segundo en un asomo de pacatería en el film, muchísimo menos de gratuidad: el primer disparo en la historia nos arranca un susto, como tendría que hacerlo todo acto violento. Atendamos mejor a posturas retratadas en la película frente a la vida que son milenarias: la venganza, la avaricia y el amor. La propia Úrsula perderá su diálogo con el sueño y los nietos quedarán huérfanos en unas tierras donde lo que queda es el canto de la tradición sin nombres.