A merced del azar. Si bien a primera vista La Ilusión de Estar Contigo (Gemma Bovery, 2014) puede ser confundida con cualquier otro ejercicio de Anne Fontaine en esa provocación light que la caracteriza desde el inicio de su carrera, a decir verdad estamos ante su obra más coherente y mejor delineada a la fecha, una pequeña sorpresa en la que se unifican con elegancia la potencialidad retórica del relato de base y los intereses de siempre de la directora. En sí la película es una suerte de reinterpretación colateral de Madame Bovary, la archiconocida novela de Gustave Flaubert, pero ahora volcada hacia una aproximación metadiscursiva que gusta de trasladar la posición simbólica del lector a un personaje dentro de la trama, Martin Joubert (Fabrice Luchini) en este caso, un parisino amante de la literatura que -buscando paz y tranquilidad- se hace cargo de la panadería de su padre en un pueblito de Normandía. Justo enfrente de su hogar se muda un matrimonio de ingleses con los llamativos nombres de Charlie (Jason Flemyng) y Gemma Bovery (Gemma Arterton), circunstancia que deja todo servido para que Martin comience a maquinar paralelismos entre la realidad y la ficción de Flaubert. El interesante guión de Pascal Bonitzer y la propia Fontaine, inspirado en una novela gráfica de Posy Simmonds, coquetea con varios estereotipos de lo que suele ser el régimen macro del cine francés, como por ejemplo las referencias costumbristas y una sensualidad más o menos explícita, para a posteriori -y de a poco- ir complejizando la progresión según un criterio más amplio. En esencia la primera media hora está dedicada a la contemplación de Martin para con Gemma, un cariño a la distancia que se transforma en obsesión cuando la señorita empieza un romance clandestino con un joven muy acaudalado. A partir de este punto la historia se mete de lleno en lo que se había insinuado en el prólogo del film, léase el penoso destino de Gemma y la posibilidad de que su infidelidad juegue un papel en el mismo. Corrigiendo por completo los problemas que aquejaban a sus opus anteriores, como por ejemplo Coco antes de Chanel (Coco avant Chanel, 2009), La Chica de Mónaco (La Fille de Monaco, 2008) y Nathalie X (2003), en esta oportunidad Fontaine logra sintetizar -con gracia y naturalidad- un tono tragicómico y un desempeño sutil por parte de todos los integrantes del elenco. En lo que respecta al primer ítem, de hecho uno de los grandes aciertos de La Ilusión de Estar Contigo pasa por su pulso narrativo, el cual no abusa de los infortunios sentimentales de los protagonistas ni tampoco se toma en solfa sus sueños y sus pretensiones, enfatizando siempre una inflexión intermedia y bastante cándida. Más allá de la eficacia de Luchini y su maravilloso rostro, enmarcado en un desconcierto de rasgos embelesados y/ o atónitos, sin lugar a dudas es la presencia de la despampanante Arterton el ingrediente fundamental de la propuesta: la británica impulsa lo que podría haber sido una simple anécdota acerca de la sequedad y el aburrimiento provincianos hacia regiones más placenteras, vinculadas al éxtasis erótico con cuentagotas y el arte de sucumbir a la tentación por la tentación en sí (la actriz magnetiza la pantalla con su belleza y un puñado de miradas al paso). Hoy la directora prorroga una buena racha iniciada con Madres Perfectas (Adore, 2013), otro trabajo delicado que se alejaba de la pomposidad de las pasiones sin freno, y vuelve a demostrar que ha pulido su registro cinematográfico en pos de balancear la atracción, el repliegue, la consumación y el saberse a merced del azar…
El regreso del trazo autoral. Sinceramente representaba todo un misterio qué podría surgir del encuentro del universo de Warcraft, uno de los videojuegos de estrategia en tiempo real más famosos de los últimos veinte años, y la idiosincrasia fantástica/ humanista de Duncan Jones, hijo del gran David Bowie y responsable máximo de las extraordinarias En la Luna (Moon, 2009) y 8 Minutos antes de Morir (Source Code, 2011), dos de las poquísimas joyas que nos ha dado la ciencia ficción de los últimos lustros. La obra resultante es una maravillosa sorpresa porque ofrece una visión específica e integral del material de base y se despega de la infinidad de productos similares con los que nos viene torturando el mainstream: mientras que la lucha entre seres humanos y orcos está planteada desde una óptica adulta que analiza los intereses de ambos bandos, la epopeya nunca se engolosina con la espectacularidad barata y esa sensiblería de cotillón de -por ejemplo- los opus recientes del otrora valioso Peter Jackson. Dicho de otro modo, a diferencia del resto del cine épico hollywoodense actual y su eterna catarata de exploitations de rasgos televisivos (pensemos en los bodrios de superhéroes o los duplicados del insoportable Harry Potter), Warcraft (2016) sí incluye una generosa dosis de desarrollo de personajes, no necesita mechar una secuencia de acción cada cinco minutos y en general avanza con la disciplina de los mejores relatos corales de antaño, esos que evitaban centrarse en un único protagonista todopoderoso, lo que también implica que aquí no tenemos a un adolescente palurdo en pleno “camino del héroe”. Sin descuidar el sustrato mitológico del enfrentamiento, la película adopta una lógica cercana a los vaivenes bélicos y políticos reales, sin duda toda una rareza tratándose de un blockbuster de estas características: invasiones para colonizar, desacuerdos estratégicos e intentos de golpes de estado son algunos de los pivotes del primer film sobresaliente inspirado en un videojuego. El catalizador que utiliza el guión de Charles Leavitt y el propio director replica el conflicto principal de las consolas, el de la Alianza encabezada por los humanos contra la Horda de los orcos, y enfatiza la desesperación de estos últimos y el apuro por defenderse de los primeros. Como Draenor, el reino de los orcos, está agonizando, el hechicero Gul’dan (Daniel Wu) unifica a los distintos clanes y abre un portal hacia Azeroth, el hogar de los humanos, con el fin de emigrar y garantizar la supervivencia de los suyos. En el bando de los orcos nos encontramos con la historia de Durotan (Toby Kebbell) y su familia, un jefe guerrero que comienza a percatarse que la muerte de Draenor se debe al apetito insaciable de Gul’dan, quien se dedica a extraer la fuerza vital de todo lo que lo rodea para alimentar su magia destructora. Entre los humanos están el comandante militar Anduin Lothar (Travis Fimmel), el mago Khadgar (Ben Schnetzer) y Medivh (Ben Foster), el Guardián de Tirisfal. Una jugada muy interesante por parte del film pasa por el hecho de que decide trabajar las dicotomías primordiales, las correspondientes a Durotan/ Lothar y Gul’dan/ Medivh, a la distancia y sin choques directos, a lo que se suma la presencia de Garona (Paula Patton), una mestiza con atributos semejantes a los de los hombres. Considerando el belicismo bobalicón y maniqueo de la mayoría de la producción cinematográfica norteamericana de nuestros días, resulta refrescante descubrir que en Warcraft se construye un retrato sutil de los entretelones de una contienda en la que las facciones en combate no funcionan como todos homogéneos y en la que el concepto de “guerra total” no está presente para suprimir las diferencias por matices. En este sentido, Jones logra respetar la idiosincrasia del juego para volcarla hacia un verosímil que balancea los componentes fantásticos -vinculados a Calabozos y Dragones– y las interpretaciones del siglo pasado de las leyendas medievales. Precisamente son esos ecos lejanos de las aventuras literarias de J. R. R. Tolkien y Robert E. Howard los que predominan en el opus del británico, aportando una riqueza dramática que se percibe en especial en la interrelación de los personajes y el prodigioso desarrollo de la trama, en la que cada ingrediente calza perfecto sin necesidad de recurrir a latiguillos de manual o una verborragia inconducente. Otro punto a destacar es la utilización de los CGI, por fin puestos al servicio de la estructuración narrativa vía el énfasis en los pormenores del rostro de las criaturas y su acervo emocional. Hoy los orcos no son unos monstruos sin corazón que se regocijan con carne humana y los hombres tampoco actúan como unos agentes incorruptibles de la verdad y la justicia: Jones, asimismo, incluye fuertes arrebatos de violencia explícita como no veíamos hace tiempo y hasta saca provecho de Garona para incorporar algún que otro detalle de índole sexual. Ubicándonos en las antípodas de las focas aplaudidoras de la prensa y el público para con la despersonalización contemporánea del mainstream, sólo resta celebrar la vuelta de los trazos autorales a las propuestas de gran envergadura y el empoderamiento del relativismo humanista que rechaza todo absoluto…
Adiós al fiordo… Sinceramente no hay muchas películas noruegas recientes que hayan tenido algún tipo de repercusión por estas pampas o que su estela se haya extendido por fuera de Europa: en el campo de los ejemplos positivos, podemos nombrar exponentes de género muy interesantes como Dead Snow (Død Snø, 2009), Trollhunter (Trolljegeren, 2010) y Cacería Implacable (Hodejegerne, 2011); en lo que atañe a los films más desparejos, sin duda los que llevan la bandera son los opus de Joachim Trier y el dúo Espen Sandberg/ Joachim Rønning. Hoy por suerte La Última Ola (Bølgen, 2015) no sólo se ubica dentro del primer grupo sino que además toma prestados los engranajes de un apartado hollywoodense hasta la médula, el cine catástrofe. Con un presupuesto diminuto para los cánones de Estados Unidos, la obra de Roar Uthaug fue un éxito de taquilla en su país con apenas unas “pinceladas” de CGI. En este sentido, vale aclarar que el director se autodefine como un clasicista y respeta a rajatabla una de las dos macro-opciones narrativas del género, la que divide al relato en dos mitades simétricas, la primera centrada en el desarrollo de personajes y la segunda en el cataclismo propiamente dicho (la otra alternativa ofrece desde el vamos la debacle y luego se concentra en una “road movie” a través de los escombros para salvaguardarse o rescatar a los seres queridos). La aventura gira en torno a Kristian Eikjord (Kristoffer Joner), un geólogo de una estación de monitoreo en Geiranger, un pueblito enclavado en un fiordo. Justo durante el día de su mudanza a una metrópoli para comenzar a trabajar en la industria petrolera, un enorme desprendimiento de rocas -producto del movimiento de las placas tectónicas debajo de las montañas- amenaza con sepultar a Geiranger vía un gran tsunami. La trama explora desde el naturalismo la relación de Eikjord con su familia (esposa y dos hijos) y sus compañeros laborales (para quienes es toda una autoridad en la disciplina en cuestión), poniendo de relieve de manera constante que sus buenas intenciones a veces contrastan con su carácter meticuloso y obsesivo para con el trabajo. De hecho, el film se toma su tiempo en lo referido a la presentación de la dinámica de los vínculos para tensar de a poco los resortes de la historia y finalmente desatar la tragedia en una secuencia nocturna en verdad excelente que no tiene nada que envidiar al mainstream norteamericano. La Última Ola supera a los mamotretos de Hollywood de los últimos años porque consigue crear empatía hacia el protagonista y su entorno cercano, lo que resulta una doble proeza si consideramos que la propuesta hace uso del mismo manojo de clichés de siempre del rubro. Obviando el heroísmo fácil y construyendo un verosímil de tono ameno, la obra entrega en su segunda parte un desarrollo ajustado y bastante seco, en consonancia con la calamidad que retrata, una que en Noruega -por cierto- parece sobrepasar la simple “eventualidad” y abrirse camino hacia una contingencia muy concreta en algunas regiones del país. Si bien el guión de John Kåre Raake y Harald Rosenløw-Eeg no brilla por su originalidad (sumado al hecho de que los diálogos son un tanto estériles), la ejecución a cargo del realizador es correcta y las actuaciones del elenco transmiten la convicción necesaria para sustentar el esquema dramático. Al igual que en el nacimiento de la configuración actual del cine catástrofe, durante la década del 70, la figura de un antihéroe veterano y/ o rebelde una vez más marca el pulso de la epopeya apocalíptica, hoy con el minimalismo como estandarte…
La restitución identitaria. Cuando un artista llega a la madurez por regla general tiende a profundizar determinados aspectos de su obra y a obviar muchos otros que puede -o no- haber trabajado en el pasado, ya que la necesidad de quietud que traen los años suele ir de la mano de una especie de conservadurismo íntimo/ personal que privilegia las “zonas de confort” por sobre la experimentación asociada con la juventud. Estas reconversiones cíclicas reaparecen una y otra vez a lo largo de todas las artes y por supuesto el cine está muy lejos de ser una excepción, situación que lamentablemente en ocasiones desencadena respuestas un tanto condenatorias por parte de la prensa y algunos sectores del público. Lo curioso del caso es que son estos últimos quienes terminan embanderándose en una postura en verdad regresiva al no juzgar en su justa medida a la madurez, fase fundamental de toda evolución creativa.
La fraternidad de los parias. Dentro de lo que viene siendo la producción reciente de Pixar, Intensamente (Inside Out, 2015) en primera instancia constituyó un regreso con gloria a los años dorados del estudio (nos referimos a la etapa intermedia entre los pasos iniciales y la adquisición definitiva por parte del emporio Disney, con la subsiguiente fetichización de las secuelas) y en segundo término volvió a elevar esa vara cualitativa a partir de la cual podemos juzgar cada trabajo según su contexto (guste o no, la comparación siempre será una de las herramientas del análisis crítico de cualquier disciplina artística). Las repercusiones fueron inmediatas y sin duda a Un Gran Dinosaurio (The Good Dinosaur, 2015) le tocó jugar el rol de “víctima” en la cadena: el primer opus posterior a aquella epopeya emocional/ esquizofrénica fue un film amable que retomaba algunos paradigmas del Disney clásico, sin llegar a lucirse del todo. Ahora bien, aquí estamos ubicados en otro nivel porque la mejoría es más que sustancial y los artífices de la faena que nos ocupa son Angus MacLane y Andrew Stanton, este último responsable de dos de las obras maestras fundamentales de Pixar, WALL-E (2008) y Buscando a Nemo (Finding Nemo, 2003). De hecho, Buscando a Dory (Finding Dory, 2016) no sólo es un corolario muy bello de la segunda sino que además se abre camino como la continuación más interesante que ofreció el estudio hasta la fecha, consiguiendo la doble proeza de conservar la esencia freak de los protagonistas y expandir un entorno que los define -y que suele limitarlos- en tanto “diferentes”. Si antes teníamos un puñado de personajes con problemas psicológicos y/ o trastornos corporales, hoy nos topamos con una fraternidad improvisada de parias que crecieron bajo el peso del encierro institucionalizado. En este sentido, conviene aclarar que el film encara una embestida sutil e inusitada contra los acuarios, lo que podríamos leer como un eco retórico de Blackfish (2013), aquel enérgico documental de Gabriela Cowperthwaite que denunciaba la crueldad de mantener en cautiverio a animales inteligentes como las orcas. El título de por sí nos indica que en esta ocasión estamos ante un enroque de papeles ya que ahora es Nemo quien une fuerzas con Marlin (dos peces payasos, hijo y padre respectivamente) para rastrear a Dory (una hembra de pez cirujano regal): el horizonte del relato -y del trío principal- es encontrar a los progenitores de Dory, cuyo destino resulta un misterio. La pesquisa los lleva hacia el Instituto de la Vida Marina, un centro de rescate y acuario, pero terminan separándose y quedando a merced de los empleados, los visitantes y las subdivisiones del establecimiento. La propuesta una vez más funciona como una entrañable carta de amor dirigida a aquellos que sufren patologías dolorosas y reales, quienes jamás deberían ser confundidos con los arquetipos vetustos hollywoodenses del “inadaptado” o el “antihéroe”, figuras que apelan a los preceptos históricos de la izquierda para luego traicionarlos gracias al conformismo del mainstream de nuestros días y esa estupidez propia de los consumidores más lelos y acríticos. Obviando dicho oportunismo conceptual, Buscando a Dory se sumerge en la amargura del no poder superar del todo ciertas peculiaridades congénitas y en la felicidad del saberse respaldado por los seres queridos y con la imperiosa capacidad de transformar las debilidades en fortalezas. Mientras que en el pasado la paternidad era el gran eje de la trama, hoy la libertad, la reparación identitaria y el afecto a secas son los núcleos centrales. Ya metiéndonos en los padecimientos de turno, Marlin sigue con vestigios de agorafobia, Nemo con su aleta inusualmente pequeña y Dory con su amnesia crónica, que le impide retener información más allá de lapsos reducidos. Los secundarios, asimismo, están muy bien trabajados y enriquecen el pulso febril y convulsionado de la experiencia en general: como “ayudantes” en la misión de Dory descubrimos a Hank (un pulpo con un tentáculo faltante), Bailey (una beluga que considera que perdió su habilidad de ecolocalización) y Destiny (un tiburón ballena miope). Cayendo apenas por debajo de Buscando a Nemo, la película pone de relieve que la excelencia en las segundas partes es posible y que para alcanzarla siempre deben primar la perspicacia narrativa y el desarrollo de personajes por sobre la catarata contemporánea de lugares comunes, vanidad y escenas bobas de acción…
Sobre la castración. La comedia como género durante las últimas décadas ha sido protagonista de una espiral descendente en lo que respecta a la riqueza discursiva de antaño, su alcance contracultural y la inteligencia de sus observaciones en distintos ámbitos (tanto si consideramos los dardos a nivel del todo social como a escala más reducida, en especial en lo que atañe a los mecanismos narrativos/ cómicos más utilizados). La vertiente contemporánea no sólo no critica absolutamente nada ni nos ayuda a repensar las herramientas retóricas de las que disponemos, sino que además parece convalidar los aspectos más pueriles de la serie de lugares comunes de cada uno de sus subgéneros, circunstancia que por cierto nos entrega una imagen empobrecida de lo que el mainstream -y el indie más lelo- tienen para ofrecer en la materia. Lejos de su esencia revulsiva, hoy la comedia es un eco inofensivo del ayer. En este punto conviene llamar a las cosas por su nombre y aclarar desde el vamos que opus como Colegio de Animales (Animal House, 1978) y Porky’s (1981) no eran precisamente joyas del séptimo arte ni mucho menos, pero por lo menos en medio de esa suerte de celebración de la idiotez adolescente anidaba la intención de una rebelión non stop contra cualquier representante institucional que se vanagloriase de su autoridad y/ o coartase el delirio de base, esa anarquía que resultaba -a fin de cuentas- vitalizante en su desfachatez e incorrección política (todos caían en la volteada, no había grupo que estuviese indemne de los ataques). La mediocridad de propuestas como Buenos Vecinos (Neighbors, 2014) y su secuela, las cuales buscan retomar el humor crudo de aquellas gestas estudiantiles, apenas si sirve para colocar en primer plano la castración ideológica y actitudinal de nuestros días. Quizás el problema más apremiante de este tipo de productos -pensados sobre todo para el mercado estadounidense- es que ya ni siquiera cumplen en el sustrato más llano posible, léase la estructura del relato, hoy por hoy un magma que se va solidificando en la banalidad y el hastío: dos detalles interesantes pasan por la ausencia de los otrora infaltables desnudos de señoritas (a puro absurdo, la MPAA se escandaliza con la carne femenina pero no con la masculina, certificaciones NC-17 y R respectivamente) y por el hecho de que a los grandes estudios se les dificulta estrenar films de esta índole en muchos países por el rechazo comercial del público (lo que nos genera algo de esperanza a futuro…). En Buenos Vecinos 2 (Neighbors 2: Sorority Rising, 2016) el director Nicholas Stoller levanta un poco el nivel en relación a la entrada anterior gracias a la presencia de la prodigiosa Chloë Grace Moretz. La historia es totalmente irrelevante y basta con decir que involucra otro conflicto entre el matrimonio de descerebrados, compuesto por Mac (Seth Rogen) y Kelly Radner (Rose Byrne), y una nueva hermandad de estudiantes, ahora comandadas por el personaje de Moretz (aquel Teddy de Zac Efron regresa como un agente que se pasa de un bando a otro sin mayor justificación que una venganza difusa). No hay que irse demasiado atrás en el tiempo para establecer las comparaciones de turno: casi cualquier capítulo del Jackass de Spike Jonze, Johnny Knoxville y Jeff Tremaine tiene más valor que toda “la nueva de la nueva de la nueva comedia americana”, esa de la década pasada, la misma que está en sus últimas bocanadas de aire. Con chistes predecibles que se alargan más de lo debido y cero desarrollo narrativo, la película ni siquiera funciona como una slapstick de segunda mano…
Un poco de neurosis masculina. Por lo general el cine francés ofrece por año un buen surtido de comedias populares -y un tanto simplonas- destinadas fundamentalmente al mercado interno, un esquema en el que suelen dominar las distintas variantes de la entonación romántica. Más allá de que en ocasiones nos encontramos con obras volcadas hacia la intolerancia y los vaivenes sociales, en la comarca cómica prevalece una suerte de “costumbrismo burgués” que gira sobre su propio eje y no habilita desviaciones sustanciales. Considerando este contexto, resulta bienvenido un trabajo como Nuestras Mujeres (Nos Femmes, 2015), ya que a pesar de que se suma a dicha tradición por lo menos combina subgéneros y hasta recupera componentes de tiempos menos políticamente correctos que los actuales (tan grande es la pretensión por quedar bien con todos los sectores que los opus se transforman en productos muy insulsos). La última película del hoy director, guionista y actor Richard Berry unifica elementos de la comedia dramática, la del corazón y la empardada al suspenso, logrando una mixtura dinámica e interesante que no oculta su perspectiva extremadamente masculina. Lejos de las referencias que desencadena el título, el film en sí no le asigna importancia alguna a las parejas de los tres protagonistas y prefiere -en cambio- centrarse en una indagación en torno a los límites de la amistad que los une: en lo que sería una noche dedicada al relax y a jugar a las cartas, Max (Berry), un radiólogo pesimista, y Paul (Daniel Auteuil), un reumatólogo optimista y la contracara del anterior, están esperando a Simon (Thierry Lhermitte), un mujeriego chic dueño de dos peluquerías. Todo se va al demonio cuando Simon llega a la “sede” de la reunión, el departamento de Max, y confiesa que acaba de asesinar a su esposa. Basada en una exitosa puesta teatral de Eric Assous, la trama desarticula lo que se esconde por debajo de la jocosidad del trío, saca a relucir la verdadera idiosincrasia de cada personaje y hasta se permite coquetear con la misoginia por el rol patético de las mujeres dentro de la estructura general (así las cosas, con el correr de los minutos van desfilando la aletargada/ aburrida, la ninfómana/ infiel y la dominante/ asfixiante). La neurosis masculina, por su parte, aflora cuando el pedido de ayuda de Simon, en consonancia con un posible estatuto de “complicidad” en el crimen, deja paso a la desesperación explícita y luego al facilismo de las decisiones apresuradas, lo que -a su vez- allana el camino para los conflictos y las visiones divergentes acerca de cómo lidiar con todo el asunto. El concepto de “solidaridad” empapa las contradicciones de los protagonistas y los ahoga a puro delirio. Ahora bien, así como la propuesta puede ser leída como una obra sutilmente refrescante para los estándares de la industria cinematográfica gala, del mismo modo debemos aclarar que no incluye novedades significativas (si consideramos por separado cada módulo del relato) y parece contentarse con exprimir al máximo la capacidad histriónica de los actores (circunstancia más que comprensible por el generoso bagaje interpretativo del realizador). Sin duda lo mejor de Nuestras Mujeres se condensa en la primera media hora de metraje gracias a la estupenda introducción de los personajes y del catalizador de base, lo que sigue a continuación es una serie de secuencias apenas correctas salpicadas de furia, sarcasmo y destellos de esa promesa inicial. Un desarrollo sensato consigue la hazaña de que nos resulten simpáticas las miserias de un grupito de burgueses tan lelos como superficiales…
Servicios de consultoría paranormal. Para comprender la posición cuasi privilegiada que detenta James Wan en el entramado hollywoodense contemporáneo primero hay que considerar el rol que le ha tocado desempeñar en el mismo: el realizador australiano -de ascendencia malaya- representa algo así como el ideal del mainstream de nuestros días en lo referido al cine de terror. Dicho de otro modo, Wan le brinda a los gigantes norteamericanos exactamente lo que desean (films con una mínima dosis de gore y sin desnudos, aptos para una distribución aséptica) y lo hace desde una dialéctica artesanal que siempre garantiza la calidad de fondo (mientras que el horizonte actual de la industria suele entronizar al público adolescente y a los adultos más pueriles, el clasicismo del señor va más allá porque respeta la potencia discursiva histórica del género y asimismo no deja a nadie fuera de la sala, inteligencia de por medio). Su regreso al horror, luego de encarar un eslabón de la franquicia bobalicona iniciada con Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001), es una secuela de uno de sus éxitos recientes, El Conjuro (The Conjuring, 2013). Aquí una vez más se perciben el talento visual de Wan, su experiencia en la administración de la tensión y en especial su maestría en el oficio de estructurar la narración desde los leitmotivs tradicionales del género para a posteriori -y de a poco- introducir pequeñas variaciones en el andamiaje del relato y las escenas más “agitadas”. El Conjuro 2 (The Conjuring 2, 2016) es el resultado artístico de un ejecutante habilidoso que trabaja a partir de melodías y palabras tan antiguas como la humanidad, esas que nos cantan los infortunios de aquellos que tienen el dudoso placer de toparse con las criaturas del “más allá” y su apetito para con la fuerza vital de los mortales. Desde ya que el esquema repite los rasgos del opus original y vuelve a centrarse en el matrimonio compuesto por Edward (Patrick Wilson) y Lorraine Warren (Vera Farmiga), un dúo que ofrece el servicio de lo que podríamos catalogar como una consultoría paranormal (vale aclarar que la pareja está basada en sus homólogos reales, quienes trabajaron durante décadas como investigadores independientes y/ o demonólogos de ocasión). Hoy la historia también comienza con uno de sus casos más famosos para de repente virar hacia uno menos conocido: si antes todo empezaba con la muñeca Annabelle y luego surgían las desventuras de la familia Perron, ahora la trama arranca con nada menos que Amityville para ir desembocando en el caso de Enfield, el cual en 1977 lleva a los Warren a Gran Bretaña para luchar contra una entidad que parece aferrarse al hogar de un clan de origen humilde. A pesar de que la película no llega al nivel de su antecesora, aprovecha con perspicacia las dos novedades más importantes del engranaje dramático, léase un tono más dulce (tenemos momentos en los que cala hondo la probabilidad de muerte, por suerte siempre evitando la sensiblería barata) y un verosímil que juega mucho más con la línea que separa al fraude de una posesión diabólica con todas las letras (la nena atormentada de turno -utilizada por supuesto como un “micrófono” por el súbdito de Lucifer- es objeto de un debate sutil y sin estridencias entre los adeptos a creer en lo sobrenatural y el infaltable detractor). En esta oportunidad la dinámica escalonada de antaño deja paso a un desarrollo que acumula algunos baches esporádicos que lejos están de imposibilitar el disfrute de una obra sincera y poderosa, muy superior a la mayoría del patético terror estadounidense contemporáneo…
Jugando a desasociar… Dependiendo del punto de vista que adoptemos en tanto espectadores, podemos considerar a Il Nome del Figlio (2015) una remake tradicional de El Nombre (Le Prénom, 2012) o una nueva adaptación para la pantalla grande de la puesta teatral de Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte, quienes además estuvieron al frente de la película francesa (ellos mismos firmaron el guión y actuaron como realizadores en su momento). Esta suerte de “versión italiana” de aquella estructura dramática no aporta casi ninguna novedad a lo ya hecho y en esencia cae unos cuantos escalones con respecto al umbral de calidad de la propuesta gala, la cual -si nos sinceramos- tampoco era una maravilla ni poseía una premisa precisamente innovadora: recordemos que hablamos de una típica reunión de amigotes que comienza en tono muy jocoso y va degenerando hacia una explosión de secretos revelados. Como el título lo indica, la primera mitad de la trama gira alrededor del conflicto que se genera en torno a la elección del nombre del futuro hijo de uno de los susodichos, todo a través de los engranajes de la sitcom mainstream. El contexto vuelve a ser una cena con cinco asistentes, dos matrimonios y un soltero: la sede es la casa de Betta (Valeria Golino) y Sandro (Luigi Lo Cascio), éste último un profesor impetuoso, y los invitados son el hermano de Betta, Paolo (Alessandro Gassman), su pareja Simona (Micaela Ramazzotti) y Claudio (Rocco Papaleo), un amigo de la infancia del clan. Cuando Paolo anuncia que le pondrán “Benito” al niño que tendrá Simona, la batalla estalla en el seno del grupo porque Sandro no cree en la excusa de que estamos ante una referencia literaria que nada tiene que ver con el repulsivo Mussolini, lo que repercute negativamente en el juego de los vínculos. Asistido por flashbacks que nos van presentando diferentes momentos del pasado infantil, que por supuesto ilustran los intercambios entre los comensales, el opus de la directora y guionista Francesca Archibugi respeta a rajatabla el film original aunque lamentablemente no consigue invocar la misma convicción narrativa de antaño, perdiéndose en el camino mucha de la energía que emanaban las discusiones entre los protagonistas de una contienda que apela tanto a la argumentación lógica como al sustrato emocional y el peso de los años compartidos. A decir verdad lo anterior corresponde sobre todo a la “primera polémica”, ese asunto del nombre que funciona como catalizador del relato; sin duda la historia repunta -en parte- cuando llegamos al siguiente altercado, el del segundo acto/ round: sin adelantar demasiado, sólo diremos que la “confesión” de Claudio ayuda a dinamizar el eje dramático. De hecho, esa expansión de los desacuerdos hacia la totalidad de los personajes, cada uno sintiéndose vulnerado por el otro, posibilita una escalada final de la tensión como no se había visto durante el resto del metraje (llama la atención que la obra francesa resulte más efusiva en comparación con las respuestas un poco automatizadas del quinteto actual). El elenco está muy bien y los actores hacen lo que pueden con el material de base, el cual además sufre de la pérdida del “factor sorpresa”, los escasos años desde la versión previa y un desenlace que reproduce la ingenuidad de la otra traslación. No importa si antes nos referíamos a Adolphe y hoy a Benito, lo mejor de la película vuelve a ser ese intento -algo difuso y esquemático- por desasociar significantes y significados, reafirmando nuestra voluntad como hablantes pero sin mancillar la memoria del devenir histórico y popular…
Quemando la basura… La profusión de la información en la sociedad de nuestros días generó -entre tantas otras consecuencias paradójicas- que en buena medida se anule la capacidad de sorpresa de un público cada vez más conformista, que si bien tiene a su alcance una oferta cultural muy vasta que no se equipara a la de cualquier otro período de la humanidad, sigue prefiriendo los caminos más cómodos del mainstream y la lógica de “si tal producto cultural no está amparado por los medios masivos, mejor no apoyarlo”. El conservadurismo artístico hace que cada nicho del mercado se mantenga estable y la enorme mayoría de los consumidores elija los mismos productos, al tiempo que la prensa trasnochada ayuda a prorrogar este esquema a fuerza de celebrar las fórmulas más regresivas del cine. Por suerte de vez en cuando nos topamos con una anomalía como la presente, que deja a todos desconcertados. El Poder de la Moda (The Dressmaker, 2015) es una película australiana que propone una combinación sumamente bizarra de géneros, a saber: el western de venganza, el drama romántico, la comedia sobrecargada y la parodia costumbrista alrededor de la premisa “pueblo chico, infierno grande”. Una despampanante Kate Winslet interpreta a Myrtle Dunnage, una mujer que en 1951 regresa a Dungatar, una comarca desolada y lindante con el desierto, para ajustar cuentas con todos aquellos vecinos que le amargaron la vida. El trasfondo que enmarca la historia pasa por los recuerdos borrosos de la muerte de un niño décadas atrás, cuando ella era objeto de golpes y humillaciones por parte de distintos personajes del lugar. Ahora reconvertida en una modista con pedigrí parisino, utilizará su aptitud para destacarse de la mediocridad que la rodea con vistas a dilucidar lo que ocurrió. Aquí se dan cita dos factores: en primera instancia tenemos un pulso narrativo trabajado desde el contraste por la realizadora y guionista Jocelyn Moorhouse, y en segundo término está el excelente desempeño del elenco en su conjunto. En lo que hace al primer punto, conviene aclarar desde el vamos que la superposición de registros a lo largo de cada escena por lo general desemboca en un saldo positivo a nivel cualitativo, ya que construye un verosímil ciclotímico y de lo más interesante (también hay que explicitar que en algunos momentos el mismo mecanismo cae en redundancias y estereotipos aislados). Sin duda la fuerza matriz del relato es la labor de Winslet, quien se impone como una heroína enérgica y frágil a la vez, capaz de poner al pueblito en la palma de su mano y luego verse envuelta en las artimañas de siempre de los locales (con los chismes bobos y la envidia a la cabeza). Entre los secundarios se destacan Judy Davis como Molly (la madre mentalmente inestable de la protagonista), Hugo Weaving en la piel del Sargento Farrat (un policía que esconde su travestismo), Liam Hemsworth como Teddy McSwiney (el interés romántico de turno) y la hermosa Sarah Snook en el rol de Gertrude Pratt (primera clienta de Myrtle). Considerando semejante seleccionado de actores, y el maravilloso trabajo de Marion Boyce y Margot Wilson en lo que atañe al diseño de vestuario, no es de extrañar que el film sorprenda gracias a su desparpajo y eventualmente llegue a buen puerto, a pesar de que Moorhouse no logra cuadrar del todo la multitud de engranajes que constituyen la idiosincrasia del opus. En El Poder de la Moda nos topamos con una “revancha total” símil spaghetti western, un concepto provocador que implica destruir por completo los residuos retrógrados sociales…