La pubertad femenina. El trayecto que va desde la adolescencia hacia la adultez ha sido trabajado en innumerables ocasiones a lo largo de la historia del cine, y de manera casi obsesiva desde la década del 80 hasta nuestros días, un período en el que -en consonancia con los cambios sociales- se fue construyendo una imagen cada vez más precaria de la etapa, ahora una suerte de prólogo a una vida adulta caracterizada por el consumismo, la evasión, el fetichismo tecnológico y una levedad basada en el nihilismo barato y el egoísmo. En este atolladero artístico pocas son las películas que se molestan en sopesar rasgos concretos de la edad desde una perspectiva que permita problematizar las implicancias reales, y no sólo las funcionales a un relato de ficción, de dicha singularidad. El Hijo Perfecto (Min Lilla Syster, 2015) es un buen ejemplo de un análisis sencillo pero eficiente de la anorexia y la bulimia. La ópera prima de la sueca Sanna Lenken evita ciertas marcas formales del cine feminista, como esa excesiva corporalidad que suele colocar en primer plano la estética y las transformaciones en el metabolismo, para enfatizar en cambio los aspectos más mundanos del trastorno de turno y sus consecuencias en el núcleo familiar de la enferma. La historia hace foco en la relación entre dos hermanas, Katja (Amy Diamond) y Stella (Rebecka Josephson), la primera una patinadora sobre hielo y la segunda una nena robusta: ambas son hijas de un matrimonio burgués en el que parece reinar la armonía. Stella está a la sombra de Katja y la considera un modelo a seguir, no obstante llega el conflicto cuando advierte que la susodicha tiene un desorden alimentario, así termina prometiendo guardar el secreto para que ella no revele -a su vez- el cariño de Stella hacia el entrenador de Katja. Gran parte del guión de la propia Lenken examina la retahíla de miradas entre las hermanas y el rol bienintencionado aunque algo obtuso de los padres, poniendo de manifiesto el carácter contemplativo de los marginados y la presión que se yergue sobre los hombros de aquellos que esperan mucho del contexto en el que les toca vivir, estudiar o desempeñarse a nivel profesional: mientras que los sueños amorosos de Stella se enmarcan en el terreno de lo imposible y sus intentos por igualar la destreza de su hermana tampoco resultan muy satisfactorios que digamos, la angustia de Katja -por su parte- es la punta del iceberg de lo que suele ser la versión más nociva de la preparación física para esas competencias o exhibiciones que reclaman un supuesto “alto rendimiento” de los atletas a cualquier costo, casi siempre generando una ansiedad que juega en detrimento de la salud en el largo plazo. En este sentido, la mejor escena por lejos de la película -y por cierto, la más dolorosa- es la de la cabaña de la segunda mitad del metraje, a donde la familia en su conjunto se traslada para tratar de resolver los problemas arrastrados. El tono naturalista es otro punto a favor, al igual que las interpretaciones de las prodigiosas Josephson y Diamond, sin embargo con el correr de los minutos el film se vuelve un tanto repetitivo en lo que respecta a las situaciones planteadas y su resolución estándar (los padres dan por sentado continuamente la distancia emocional de las niñas, lo que repercute un poco en el verosímil posterior, cuando por fin se deciden a actuar una vez que “descubren” lo que acontecía en su hogar). Aun así, la propuesta funciona como un retrato correcto de la dinámica detrás de la pubertad femenina y los sinsabores que puede traer aparejada si prevalece el silencio…
Sobre el repliegue individualista. Una de las grandes obsesiones del cine europeo siempre fue construir pequeñas denuncias alrededor de la hipocresía, el conformismo y la afectación de la burguesía, por lo general definida como una clase social especializada en el doble discurso y ese clásico “sálvese quien pueda” cuando las papas queman. Las perspectivas de abordaje han sido de lo más variadas y sin duda fueron experimentando cambios a lo largo del tiempo; así podemos citar ejemplos paradigmáticos como la frialdad de Gran Bretaña y Francia, el grotesco tragicómico de los españoles e italianos y el sadismo tan característico de Alemania y los países escandinavos. Durante los últimos años el cine rumano aportó una nueva modalidad, el naturalismo lacónico, el cual reconstituye una serie de detalles y recursos formales de los representantes anteriores aunque adaptándolos a la sensibilidad algo apagada de los locales. La propuesta en cuestión, El Vecino (Un Etaj Mai Jos, 2015), pasa a engrosar una lista más que generosa de films que vienen ensalzando las tomas secuencia, los planos fijos, una puesta en escena minimalista, el humor negro, diálogos un tanto disruptivos y el cúmulo de contradicciones de la sociedad rumana de la actualidad, con la transición del comunismo al libre mercado como leitmotiv principal de los relatos. En esencia el realizador Radu Muntean, conocido por su película previa, la discreta Aquel Martes después de Navidad (Marti, dupa Craciun, 2010), hoy toma prestado un catalizador de raigambre hitchcockiana/ depalmiana/ polanskiana para exprimirlo de a poco desde una cosmovisión que trabaja el sigilo y la contemplación de manera fundamentalista: como el título lo indica, la historia gira en torno al voyeurismo entrecruzado de dos residentes de un edificio de departamentos. Un día luego de pasear a su perro, Sandu Patrascu (Teodor Corban), un gestor automotor de buen pasar, escucha una pelea puertas adentro en la escalera camino a su hogar: Laura (Maria Popistasu) discute con quien parece ser su amante, Vali (Iulian Postelnicu), un hombre casado que también vive en el mismo complejo habitacional. Al salir del departamento, Vali se cruza con Patrascu por unos segundos, encuentro que derivará en desconfianza mutua a partir del momento en que la policía -más tarde, durante esa jornada- descubra muerta a Laura. Si bien Patrascu se obsesiona con observar a su vecino a la distancia, éste en cambio no es sutil en su vigilancia y decide inmiscuirse cada vez más en la familia del primero, conformada por su esposa Olga (Oxana Moravec) y su hijo Matei (Ionut Bora). En plena investigación policial, Sandu guarda silencio sobre lo que escuchó. Como tantas otras obras similares, la realización examina los resquicios de la conciencia y juega con los límites de la responsabilidad social, oponiéndolos a un instinto individualista de autoconservación en el que el concepto de “protección” suele estar empardado con los prejuicios, la cobardía y un repliegue progresivo hacia el círculo de afinidades habituales. Muntean, al igual que sus colegas Corneliu Porumboiu y Cristian Mungiu, aprovecha con inteligencia las paradojas detrás de sus personajes pero en ocasiones abusa de los tiempos muertos narrativos y el ritmo aletargado, sobre todo considerando que gran parte de los productos destinados al mercado de los festivales internacionales utilizan estos mismos recursos. Un punto a favor del guión de Alexandru Baciu, Razvan Radulescu y el propio director es que mantiene alta la tensión y no ofrece respuestas explícitas a la coyuntura…
Antropología del ostracismo. He aquí una verdadera rareza del séptimo arte, una que no sólo aprovecha al tópico de base sino que además va abriendo su abanico discursivo a medida que avanzamos en el metraje, revelando nuevas capas. Il Solengo (2015), la ópera prima de Alessio Rigo de Righi y Matteo Zoppis, combina las estructuras de los documentales expositivos y observacionales para analizar un tema aparentemente sencillo que en el fondo guarda muchas sorpresas: el trabajo hace foco en las tribulaciones y la idiosincrasia de Mario de Marcella, un ermitaño que vivió en la zona circundante a Vejano, una pequeña localidad italiana, y que dejó una marca perdurable en los vecinos del lugar, hoy por hoy todos señores mayores que de a poco construyen un retrato minimalista -aunque algo desfasado- del susodicho. De hecho, la potencia retórica del film reside en su carácter colectivo y tangencial, cercano al epitafio. Como en esas epopeyas en las que un antihéroe es marginado a los límites de su comunidad para luego convertirse en un lunático, un “perdedor” que está en el centro de la gesta de turno, las anécdotas sobre Mario dan cuenta de características muy coloridas en torno a su reclusión, su pasado y todo lo referido al misterio detrás de su condición de apóstata social (descubrimos que durmió en una cueva durante décadas, que poseía una huerta, era de pocas palabras y que supuestamente su madre le inculcó esta aversión para con el resto de los mortales). Las entrevistas vía relatos en primera persona se unifican con la dialéctica del rumor y el inefable “dicen que dicen”, una mixtura en la que también entran las tomas contemplativas de la belleza natural, las casas y los pueblerinos en sus labores diarias, un esquema artesanal que parece de avanzada comparado con la rusticidad y lejanía de Mario. El anclaje narrativo de la película encuentra sus armas principales en la encrucijada entre la memoria compartida del todo social y la ausencia del gran protagonista, cuya existencia se va articulando mediante la superposición de “retazos de vida” que sólo en su sumatoria total adquieren verdadero sentido. Como si se tratase de una aproximación antropológica al ostracismo y la mitologización, la figura de Mario permite examinar tanto el sentir estándar del interior rural como su versión extrema, la que hace del vagabundeo y la misantropía sus insignias. Así las cosas, la riqueza de Il Solengo pasa por la comunión entre las historias de los ancianos que convivieron con el retratado y el poderío de la fotografía de Simone D’Arcangelo, siempre aportando el marco estético apropiado para un cúmulo de recuerdos que por suerte evitan caer en la nostalgia por la nostalgia en sí y nunca descuidan al humor. Sin dudas la frutilla del postre es el desenlace, el cual recupera esa vieja tradición orientada a resignificar lo visto con anterioridad y trazar nuevas correlaciones entre los sujetos (léase, las fuentes de la información) y sus recursos simbólicos para aprehender la realidad que los rodea (el delirio popular y las contradicciones nos acercan a un panorama de una enorme profundidad, ya que las confidencias de los entrevistados en ocasiones resultan equivalentes -en términos de su amplitud retórica- al enigma de base y sus paradojas). Precisamente, la comprensión mediada por la cultura y la perspectiva individual, cuyos ojos gustan de posarse en el “diferente”, constituye el eje de una experiencia atravesada a su vez por la oralidad, un folklore que se fue perdiendo dentro de la marejada del fetichismo tecnológico de nuestros días, en el que sólo prima la mendacidad y los huraños parecen ya no existir…
El amigo americano. Sin definirse entre las reminiscencias apesadumbradas de los relatos de “coming of age” y la típica comedia negra centrada en el perdedor del pueblito alienante, Just Jim (2015) es otro de esos ejercicios en un delirio estilístico autoconsciente que pretende tocar cuanto ecosistema cinematográfico esté a su alcance. La película es la ópera prima del veinteañero Craig Roberts, aquel protagonista de la ingeniosa Submarine (2010), aquí no sólo dirigiendo sino también firmando el guión y componiendo al personaje principal, un joven galés que -como indican los manuales de los subgéneros involucrados- sufre la indiferencia de sus padres y los abusos de sus compañeros de colegio. La llegada de un vecino engreído, proveniente de Estados Unidos e interpretado por Emile Hirsch, modifica el panorama porque ambos se hacen amigos y progresivamente el británico comienza a envalentonarse. La propuesta en su conjunto resulta una bienvenida aunque maltrecha adición a la cartelera de nuestro país, ya que si bien llama la atención la osadía del realizador y el inconformismo taciturno que anida detrás de la trama, lamentablemente a Roberts se le va un poco la mano en lo que respecta a la cantidad de ingredientes del mejunje: mientras que el primer acto funciona como una suerte de “versión inglesa” -volcada a la amargura y el minimalismo- del cine de Wes Anderson y Jared Hess, la segunda mitad del opus se juega de lleno por una lectura a la Richard Kelly de La Sombra de una Duda (Shadow of a Doubt, 1943), de Alfred Hitchcock. Más allá de las citas y/ o referencias generales, el trabajo incluye apenas un puñado de momentos hilarantes y durante gran parte de su desarrollo parece extraviado en su propio bucle, incapaz de profundizar en el análisis de los absurdos de la adolescencia. Ahora bien, dentro de la sumatoria de elementos que no llegan a aprovecharse del todo pero que a priori señalaban una alternativa estructural interesante, se destaca la utilización de los recursos formales del suspenso más clasicista, hoy adaptados al tono freak de la realización y moviéndose entre la ironía intragénero y la sinceridad de la tensión implantada -sin sutilezas- al espectador: así nos vamos topando con secuencias oníricas/ fantásticas, la infaltable dosificación de la información, una banda sonora pomposa e intrusiva y hasta cierta angustia que no se diluye en ningún momento. Sin lugar a dudas lo mejor de Just Jim está condensado en el retrato meticuloso de las aristas más patéticas de la vida suburbana, un andamiaje comunal muy específico en el que la violencia y la falta de escrúpulos suelen estar maquilladas ante ojos que deciden no ver lo que ocurre por conveniencia y desapego. Otro punto a favor pasa por el desempeño del elenco, no sólo de Hirsch y el propio Roberts (la química entre ambos saca a flote muchas escenas) sino también de Aneirin Hughes y Nia Roberts (los encargados de componer a los progenitores del protagonista, un par de diletantes de esa ceguera a la que nos referíamos anteriormente). De todas formas, y a pesar de su ambición y buenas intenciones, el film cae de manera intermitente en un terreno anodino dominado por la fragmentación y el poco vuelo a nivel conceptual de la obra, lo que en términos prácticos funciona como otro ejemplo de los problemas retóricos y discursivos de casi todo el cine indie de nuestros días. Una vez más el ímpetu crítico no está muy bien canalizado que digamos y la colección de remisiones -sumadas a un preciosismo visual bastante inconexo- terminan prevaleciendo por sobre la dimensión del contenido…
El arte durante el genocidio. Nunca está de más aclarar que el principal interés de los europeos pasa por los propios europeos y su idiosincrasia colonizadora, capaz de incorporar culturas y explotarlas a gusto. Una prueba indiscutible de este ombliguismo de pulso maquiavélico es el coleccionismo artístico, el cual desde tiempos inmemorables constituyó una de las características más importantes de los regímenes del Viejo Continente: por supuesto que en esencia hablamos de la “dialéctica del museo”, léase la tendencia a rapiñar obras de civilizaciones ancladas en territorios muy lejanos para inventariarlas y eventualmente sumarlas como ingredientes exóticos a una antología suntuaria de un rubro en particular. Ahora bien, el hurto del patrimonio cultural tiene su contracara “positiva” ya que -como aducen sus campeones- efectivamente muchas veces los países productores no cuentan con este respeto fetichista. La cumbre de la lógica museística sin duda es el Louvre, un ejemplo inabarcable tanto en materia de las colecciones que ofrece al público como en lo que atañe al palacio en el que están situadas. En Francofonia (2015) Alexander Sokurov combina el análisis del estatuto social del museo con la revisión del rol del arte en general durante períodos en los que priman la hambruna y el genocidio, y para ello apela -una vez más, como buen intelectual de corazoncito europeo- a la Segunda Guerra Mundial, esa suerte de “significante vacío” al que algunos nativos de la región aun hoy suelen recurrir para victimizarse a través de su árbol genealógico y de paso olvidar todos los conflictos posteriores que los tuvieron como victimarios. Así las cosas, el director se ubica en un espectro cualitativo intermedio entre la desastrosa Fausto (Faust, 2011) y su obra maestra El Arca Rusa (Russkiy Kovcheg, 2002). De hecho, la película que nos ocupa debe ser leída como un corolario conceptual de aquella epopeya -de una sola toma secuencia- filmada en el Palacio de Invierno del Museo del Hermitage de San Petersburgo: si bien aquí Sokurov deja de lado el formalismo y se concentra nuevamente en una mixtura inconexa entre ficción y documental, el enfoque sigue siendo el mismo y apunta a unificar diferentes elementos del cine de Andréi Tarkovski, Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni. El mayor problema de Francofonia es que divaga mucho alrededor de una retórica autoindulgente que debería ser empleada para sacarle provecho al tópico en cuestión, un rasgo recurrente de buena parte del trabajo del realizador hasta la fecha (basta recordar los dislates en loop de toda su “tetralogía del poder”). Una poesía de poco vuelo y algo redundante ocupa el lugar de los datos fácticos. No obstante, y como suele suceder con las propuestas del ruso, la profusión de técnicas involucradas en el apartado visual compensa en gran medida los clichés que se esconden detrás de la dimensión del contenido. A decir verdad Sokurov por momentos consigue atrapar al espectador con sus especulaciones en torno a lo que podría haber sido el encuentro entre las autoridades alemanas y francesas en aquellos primeros días luego de la invasión nazi a París; a lo que se suma una serie de comentarios hilarantes vía la aparición de Napoleón Bonaparte, artífice de muchas campañas militares que poblaron las salas del Louvre. Francofonia, al igual que otros opus del director, se presenta como una creación rupturista para con el conservadurismo del séptimo arte, pero en realidad funciona como una continuación apenas decente de la vanguardia iconoclasta de las décadas del 60 y 70…
El proceso de asimilación. Consideremos por un momento el lento deterioro retórico de los tanques hollywoodenses durante los últimos lustros y la banalización que trae aparejada, en especial en términos de la anulación del vigor discursivo del pasado en favor de una corrección política que la va de “canchera” pero que casi siempre resulta insulsa. La violencia y el sexo, a la par de la contextualización que la industria le asigna a ambos tópicos, son los barómetros principales a la hora de juzgar en qué situación estamos: desde los films de superhéroes hasta los péplums refritados a puro CGI, nos encontramos con un tono neutro que pretende dejar a todos contentos y nada tiene que ver con las hermosas barrabasadas formales de décadas anteriores (pensemos en la violencia pasteurizada actual -esa que no muestra los efectos dolorosos de su accionar- o en la ausencia total de desnudos y/ o una mínima corporalidad). De hecho, comparando el insípido estado del arte contemporáneo con representantes no muy luminosos de otros períodos, uno hasta llega a ver con buenos ojos -por ejemplo- a aquellos mamotretos de superacción de los 80 y 90, los cuales por lo menos se hacían un verdadero festín en torno a las bravuconadas de la derecha más hueca y aparatosa, lo que sin duda está mucho más cerca de esa furia imparable que debería primar en el ámbito artístico en general (el cine para “señoritas y señoritos” aburre en función de su levedad inofensiva y su ideología de amplitud multitarget). Mente Implacable (Criminal, 2016) invoca de manera explícita aquellas premisas ridículas de antaño y lo hace elevando el nivel de una incorrección que incluye algo de brutalidad seca y una tanda de asesinatos de pobres diablos y autoridades estatales de diverso calibre, un esquema sorprendente por estos días. Haciendo gala de referencias a Contracara (Face/Off, 1997) y El Hombre del Jardín (The Lawnmower Man, 1992), aquí el relato invierte el destino de Ryan Reynolds en la reciente Inmortal (Self/less, 2015): si antes era el receptor de la conciencia de otro personaje, hoy es él quien traspasa su intelecto y memoria a un tercero, en este caso nada menos que un psicópata/ presidiario muy rústico interpretado estupendamente por Kevin Costner. Desde ya que el trasfondo narrativo está vinculado a una nueva proeza en pos de detener a un villano que pretende consignarnos a esa anarquía que tanto temen los norteamericanos, todo con Tommy Lee Jones y Gary Oldman como los artífices de la transferencia de conexiones neuronales. La película ofrece un retrato del proceso de asimilación de turno y nos regala muchas escenas de acción alrededor de los intentos cruzados por controlar al protagonista. A decir verdad no estamos ante ninguna joya de séptimo arte -ni nada que se le parezca- y en ocasiones los 113 minutos del metraje se sienten un poco gratuitos, sin demasiada justificación dramática, no obstante la virulencia del personaje de Costner y el modo en que se mofa a lo bestia de los referentes de la CIA constituyen elementos disruptivos a favor de la propuesta. El director Ariel Vromen no llega al excelente nivel de su opus anterior, The Iceman (2012), pero aun así tiene el buen tino de sacarle el jugo al guión descontracturado de Douglas Cook y David Weisberg, un dúo cuyo trabajo más recordable hasta este momento era La Roca (The Rock, 1996), aquel otro baluarte de la testosterona delirante de tiempos no tan lejanos. Qué lástima que los estereotipos ya no estén al servicio del absurdo más desprejuiciado y films como el presente sean las excepciones en la trivialidad actual…
El desamparo. A veces el rótulo “comedia dramática” puede resultar un tanto engañoso y/ o desencadenar confusiones por la simple disposición sintáctica de los términos: de hecho, la primera palabra suele inducir una interpretación específica por parte de los espectadores, marcando su preeminencia por sobre la segunda y así repercutiendo en los prejuicios de turno. Una película como The Lady in the Van (2015) literalmente pone patas para arriba este malentendido y hasta se divierte atizándolo -a lo largo del desarrollo narrativo- al jugar con un tono que nunca se decide del todo entre el humor negro y la tragedia lisa y llana, esa que trabaja el dolor del pasado desde un presente vinculado a una eterna expiación. El film que nos ocupa es un retrato del costado más ciclotímico e impredecible de la tercera edad, un periplo que va más allá del cliché del “viejo gruñón” que desautoriza a toda la humanidad. El propio Alan Bennett, un afamado dramaturgo y guionista del Reino Unido, adapta para la pantalla grande sus memorias y en especial esos 15 años que vivió junto a la señora del título, Mary Shepherd (Maggie Smith), una homeless que antaño intentó convertirse en monja y que terminó habitando una camioneta destartalada luego de atropellar a un joven motociclista. Bennett (interpretado por un excelente Alex Jennings) pasa de ser testigo de la precaria situación de la anciana a compadecerse cada vez más, hasta que un día le ofrece estacionar el vehículo en el garage de su hogar. El guión examina con franqueza y aplomo una pluralidad de tópicos como la idiosincrasia inglesa, la convivencia entre vecinos, el proceso de creación artística, la dependencia para con las figuras de autoridad, la pedantería de la burguesía intelectual y el desamparo/ abandono que padecen muchos adultos mayores. No cabe duda que el otro gran responsable del pulso tragicómico de base es el director de la película, Nicholas Hytner, conocido sobre todo por Las Brujas de Salem (The Crucible, 1996) y La Locura del Rey Jorge (The Madness of King George, 1994), esta última también basada en una puesta teatral de Bennett: el realizador aprovecha el talento de una Smith que se luce al componer a una mujer que salta entre la demencia y la cordura, poniendo siempre a prueba la paciencia de Bennett; quien a su vez está descontento consigo mismo y cuenta con una personalidad esquizofrénica, dividida en su “yo literario” (el que escribe y juzga todo a la distancia) y el “yo cotidiano” (en otras palabras, el que lucha con el sustrato del devenir mundano). Quizás el mérito más importante de la octogenaria actriz pase por administrar sutilmente la línea que separa a la simpatía de la exasperación más altisonante. Ahora bien, a pesar de que el guión exprime con eficacia las distintas intersecciones entre el altruismo y la culpa, sin olvidar esa segunda mitad que compensa los baches de una primera parte algo estéril, resulta obvio que por momentos la lógica ambivalente de la propuesta le termina jugando un poco en contra debido a que lo hecho en la comarca dramática supera progresivamente a lo alcanzado en su homóloga cómica, un esquema que por suerte encuentra su atenuante en la dialéctica de los espejos (a la partición psicológica de Bennett se suma la presencia de su atribulada madre, hoy en la piel de Gwen Taylor, un contrapunto familiar -y ya completamente enajenado- de Shepherd). The Lady in the Van es una obra correcta y luminosa, no obstante hubiese sido deseable que se profundice el análisis del rol castrador de la Iglesia Católica y la desidia del Estado durante tantos años de indigencia…
El derecho al placer. Si sopesamos el campo del cine con motivaciones políticas, los franceses suelen enfocarse en las “procesiones internas” de los personajes a expensas de la lucha y/ o militancia en la praxis ya que consideran que cualquier transformación debe ser en primera instancia ideológica (los norteamericanos, por otra parte, prefieren un balance entre ambas esferas con una leve inclinación intermitente hacia las disputas callejeras). Tiempo de Revelaciones (La Belle Saison, 2015), el último opus de la realizadora Catherine Corsini, comparte temática y perspectiva general con De Ahora y para Siempre (Freeheld, 2015), aquella historia de amor lésbico protagonizada por Julianne Moore y Ellen Page, quienes debían batallar contra un entorno sumamente intolerante. Hoy el mismo engranaje narrativo está matizado por las sutilezas de los galos y ese erotismo desprejuiciado “marca registrada”. El catalizador del relato es la llegada a París -durante la primavera de 1971- de Delphine (Izïa Higelin), una joven campesina que ha mantenido oculta su condición de lesbiana a lo largo de los años. Allí un buen día ve a un grupo de mujeres que les tocan el trasero a los hombres en la vía pública a pura carcajada, hasta que uno de ellos agrede a una de las chicas, Carole (Cécile De France), situación que impulsará a Delphine a intervenir en defensa de la mujer. Luego de escapar, de a poco surge una relación entre ambas con el trasfondo de la militancia feminista de Carole en pos de la igualación de los sexos, la utilización de la pastilla anticonceptiva y el derecho al aborto: si bien hasta ese momento Carole había sido heterosexual, el fulgor de Delphine hace que deje a su pareja masculina. Todo se complicará cuando la joven deba volver a la granja por la frágil salud de su padre. Uno de los puntos más interesantes del guión de Laurette Polmanss y la propia directora pasa por el hecho de centrar la acción en una dinámica narrativa de “doble despertar”, regresando a la dicotomía que señalábamos al principio: mientras que la encantadora Delphine ya tiene completamente definida su identidad sexual y comienza a empaparse del ideario de liberación política y social de aquella etapa, Carole constituye su adverso, con toda la teoría emancipadora incorporada y algunas dudas en lo que atañe a su idiosincrasia amatoria. Vale aclarar que esta demarcación corresponde a la primera mitad del metraje, la que transcurre en París y se enrola en una suerte de alegato testimonial acerca de la génesis del feminismo moderno; durante su segunda parte la trama se vuelca hacia un melodrama bucólico en el que pesa más la disyuntiva entre la familia por un lado y el placer por el otro. De hecho, es en el manejo de la satisfacción individual de los personajes donde en verdad se luce Corsini, aportando una mirada sincera que evita los artificios y el trazo grueso en lo que respecta al desarrollo del vínculo de las protagonistas. A pesar de que la historia es extremadamente previsible y sigue a rajatabla el manual de los romances ardientes que parecen estar destinados a durar lo que dura una estación del año, el naturalismo enérgico que impone la cineasta logra mantener siempre el interés, a lo que se suma el estupendo desempeño de Higelin y De France (no sólo la química entre ambas está a la orden del día, sino que además llama la atención lo jugado de sus escenas lésbicas). Lejos de la pedantería hipócrita y profundamente masculina de La Vida de Adèle (La Vie d’Adèle, 2013), Tiempo de Revelaciones es un pequeño análisis sobre la fusión entre la independencia y la pasión…
Una proyección a futuro. Las distintas ediciones de la colección de cortos Historias Breves han aportado un gran número de realizadores al candelero cinematográfico argentino, en una jugada que por un lado -efectivamente- brinda un marco de acción a las nuevas voces (la renovación generacional, a la par de la discursiva, resulta fundamental en un país con tantos egresados en el rubro) y por el otro viabiliza la intervención del Estado en un mercado que tiende hacia los oligopolios privados (la diversidad no debe desaparecer bajo el espectro del conservadurismo de impronta televisiva o el destino festivalero/ de exportación). Historias Breves 12 (2016), a veintiún años del comienzo de esta serie de antologías, está compuesta por ocho cortos con un buen nivel general, cada uno con sus peculiaridades dentro de una sana heterogeneidad, la cual a su vez viene a complementar un panorama autóctono enriquecido en cuanto a intereses retóricos, influencias y propuestas estéticas. Pasemos a continuación a cada obra en particular… -La Canoa de Ulises, de Diego Fió, es un retrato del choque entre la tradición indígena y los cambios vinculados a los consumos culturales de las metrópolis como Buenos Aires, todo a través de un eficaz contrapunto entre el sentir de un anciano y el de un joven fanático del hip hop. La canoa del título, esa que están construyendo en conjunto en la selva misionera, funciona como una zona de confluencia de las dos ópticas, la metáfora de un espacio compartido que achica la distancia al reconciliar el origen ancestral y los anhelos del presente. -El Plan, de Víctor Postiglione, se centra en un matrimonio con dos hijos en el que el marido maltrata a la mujer ante la mirada impávida de los pequeños. El corto es una historia de justicia seca y sin demasiados adornos, ejecutada correctamente por el director, quien por suerte evita apelar a las fábulas fantásticas en su aproximación tangencial al costado más oscuro de la niñez, léase el estar siempre a la sombra de los adultos y su abulia autoconsciente. -El primer tropiezo del lote es la olvidable Cimarrón, de Chiara Ghio, otro de esos relatos en espiral que -mediante un tono cansino y bastante derivativo- pretende mostrarnos la enajenación progresiva del protagonista, hoy un pajuerano frustrado que asesina a su capataz. Un comienzo prometedor desemboca en un bosquejo contemplativo con algunos detalles de terror que agregan poco y nada a nivel dramático. -Una Mujer en el Bosque, de César Sodero, deja entrever su temática y perspectiva de abordaje desde los primeros minutos, cuando una pareja mira por televisión Inteligencia Artificial (Artificial Intelligence, 2001), de Steven Spielberg a partir de un proyecto de Stanley Kubrick: lo que sigue es la dinámica de la relación -un tanto lacónica- entre Jorge (Marcelo Subiotto) y Sofía (Elisa Carricajo), ésta última nada menos que un androide. El realizador saca provecho de las minucias cotidianas y apuntala un trabajo cargado de un humanismo romántico y entrañable, que parece invocar desde la tragedia a la premisa de base de Cherry 2000 (1987). -Las Nadadoras de Villa Rosa, de Josefina Recio, es un exponente de ese cine de “despertar adolescente” que hace alarde de un pulso ensoñado y que juzga a la adultez en términos de un territorio inaprehensible, hoy visto a través de los ojos de una nena de 12 años. El opus es bastante esquemático y no va más allá del molde etéreo/ neofeminista -obsesionado con la corporalidad y sus diferentes facetas- que pulula en el mercado festivalero internacional de nuestros días. -El naturalismo austero es la gran vedette de El Inconveniente, de Adriana Yurcovich, un corto maravilloso y descarnado centrado en el apagón eléctrico -durante el fin de semana de Navidad- que padece Celina (Rosa Myriam Marco), una mujer mayor que debe sobrevivir sin ascensor ni agua en el doceavo piso de un edificio de la Ciudad de Buenos Aires. En medio de una ola de calor, la protagonista se convierte en una víctima más de la sociedad hedonista contemporánea, que descarta a gran parte de los sectores que la componen a pura negligencia y abandono. -Las Liebres, de Martín Rodríguez Redondo, es un análisis muy interesante acerca de la estupidez fascistoide masculina y la identidad sexual durante la infancia, todo bajo el manto de una excursión de cacería tan fútil como manipuladora. La muerte sin sentido de las presas del título pone de relieve ese clásico acto de autoafirmación del burgués de derecha, en sintonía con su desprecio por la vida (el padre obliga al hijo a matar, sin siquiera sopesar la inocencia del animal y del pequeño ser humano en cuestión). -Otro de los puntos altos de Historias Breves 12 es Cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia, de Dolores Montaño, un opus de encierro sobre tres policías intolerantes, patéticos y racistas en un camión hidrante en medio de una manifestación popular. La propuesta funciona como una alegoría irónica en torno a la soberbia y el sentimiento promedio de impunidad de las fuerzas de represión pública, sin duda un paradigma execrable enquistado en el campo de Latinoamérica. A modo de síntesis, podemos concluir que los cortos de César Sodero, Adriana Yurcovich, Martín Rodríguez Redondo y Dolores Montaño cumplen con creces con las expectativas que acarrea una selección de estas características, de carácter federal y amparada por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales; mientras que el resto de los films se ubican unos escalones debajo pero sin pasar vergüenza ni mucho menos (en una primera línea están los trabajos de Diego Fió y Víctor Postiglione, y en una segunda los de Chiara Ghio y Josefina Recio). Resulta de lo más saludable que se siga apoyando a los nuevos directores mediante este tipo de plataformas, tanto si permiten una proyección a futuro en el marco de los cortometrajes como en el caso de que constituyan un primer paso hacia el ansiado largo, ese “cenit” del inicio de la carrera profesional de todo cineasta.
España sin fundamentos… Uno como espectador hasta hace un esfuerzo para encontrarle el costado exótico -y por ende, positivo- al hecho de que llegue a la cartelera argentina un representante del cine costumbrista/ popular ibérico, pero resulta innegable que 8 Apellidos Catalanes (2015), la secuela de la película española más taquillera de su país, en comparación transforma a la original en un producto ameno y un poco mejor de lo que realmente fue. Ahora bien, si nos sinceramos y llamamos a las cosas por su nombre, 8 Apellidos Vascos (2014) no pasaba de ser una comedia mediocre aunque relativamente simpática que se mofaba de muchos de los estereotipos en torno a la idiosincrasia de los andaluces y los vascos, todo a través de un engranaje de base romántica y sketchs símil propuesta de enredos. Su continuación no sólo dilapida el encanto de la por hoy saga sino que además no consigue abrir nuevos territorios. Los problemas principales del film los hallamos a nivel de sus responsables máximos, para colmo los mismos del opus del 2014: hablamos del realizador Emilio Martínez Lázaro y los guionistas Borja Cobeaga y Diego San José. Mientras que el director impone un ritmo de sonámbulo a la narración, como si los personajes fueran apenas marionetas automatizadas o hubiesen olvidado el vigor de antaño, el guión por su parte abusa de dos de los recursos típicos de los corolarios cinematográficos, léase el reflotar los chistes de la primera e introducir una nueva camada de secundarios. Para ponerlo en otras palabras, la propuesta es increíblemente lenta, está sobrecargada de momentos incómodos -por lo fallido de la intencionalidad cómica- y encima deambula perdida en una mixtura que nunca termina de convencer, combinando el éxtasis del corazón con un planteo a la Good Bye Lenin! (2003). Como no podía ser de otra manera, la historia retoma los acontecimientos y antihéroes de 8 Apellidos Vascos pero tratando de “sorprender”: ahora descubrimos que Rafa (Dani Rovira) se separó de Amaia (Clara Lago) por miedo al compromiso y volvió a Sevilla, lo que no impide que Koldo (Karra Elejalde), el padre de ella y alma de la obra original, se presente en tierra andaluza para comunicarle que Amaia está a punto de casarse con Pau (Berto Romero), una suerte de hipster catalán que a su vez está obsesionado con satisfacer los deseos de su abuela Roser (Rosa María Sardá), a quien le ha hecho creer que Cataluña se ha independizado de España. Adoptando como latiguillos los intentos de Rafa por recuperar a Amaia, y los de Koldo por reconquistar a su amor Merche (Carmen Machi), otro personaje refritado/ desperdiciado de la primera parte, la trama ofrece una secuencia anodina tras otra. El humor y la coherencia son los grandes ausentes de 8 Apellidos Catalanes, un producto que no se decide entre el absurdo, la ironía cultural, el esquema romántico, la autoparodia o los vaivenes familiares, fallando miserablemente en cada uno de estos apartados a fuerza de convertir a los personajes en piezas de una monotonía generalizada, en la cual los protagonistas más que aportar al influjo cómico de fondo lo único que hacen es repetir una frasecita asignada de manera arbitraria por el guión. No obstante la labor del elenco es en verdad muy buena y pone en perspectiva la amplitud del oficio actoral, incluso cuando el material de base es tan pobre como el presente. Resulta paradójico que aquí Martínez Lázaro haya conseguido pulir su performance visual a costa de sacrificar la frescura y el pulso de 8 Apellidos Vascos, hoy casi un espectro que vemos moverse a la distancia…