El amor rudimentario. Los espectadores de corazón masoquista quizás recuerden a Sergio Castellitto por Un Loco Amor (Non ti Muovere, 2004), aquel sexploitation para el público mainstream -un tanto delirante a nivel dramático- en el que el conocido actor italiano atesoraba el rol principal y la dirección de la película, una jugada que no le salió del todo bien porque la que se robaba la propuesta era de hecho su compañera de reparto, Penélope Cruz. Como suele ocurrir en estos casos, pasaron los años y el señor trató de ampliar su abanico como realizador sin resultados positivos a la vista, situación que nos deja en el presente: en Nessuno si Salva da Solo (2015) pretende replicar el espíritu atribulado de aquel trabajo y para ello vuelve a convocar a su guionista habitual, nada menos que su esposa Margaret Mazzantini, logrando otro más de esos films fallidos a los que nos tiene acostumbrados el cine italiano reciente. Precisamente el problema primordial del opus de Castellitto es esa ambición maltrecha que se extiende a gran parte de la producción cinematográfica contemporánea de su país, vinculada en esencia al deseo de recuperar el furor exuberante de las distintas generaciones del neorrealismo: a decir verdad, poco y nada queda del movimiento que entre la posguerra y la década del 80 nos regaló una infinidad de obras memorables, “tan grandes como la vida misma”. Salvo excepciones como El Capital Humano (Il Capitale Umano, 2013), los representantes del humanismo melodramático y exacerbado ya no alcanzan las cúspides de antaño y no pasan de ser un eco de mejores épocas e ideas mucho más revulsivas. Aquí la relación tortuosa de turno es la de Gaetano (Riccardo Scamarcio) y Delia (Jasmine Trinca), él un escritor/ guionista egocéntrico y ella una nutricionista anoréxica y algo ciclotímica. Ahora bien, la historia retoma la lógica estructural de los flashbacks y flashforwards, hoy por hoy para hacernos atravesar las diferentes etapas de la pareja en función de un presente de separación consumada (el relato regresa intermitentemente a un encuentro culinario entre ambos para discutir los términos de las vacaciones de sus hijos) y un pasado que va desde la comarca luminosa hacia las tinieblas (por supuesto que los susodichos se siguen queriendo porque caso contrario no habría intercambios de reproches durante esa cena de lo más agitada, los que a su vez derivan en flashbacks “explicativos”). Entre los puntos positivos, no podemos obviar que las actuaciones de Scamarcio y Trinca son excelentes y que nuevamente las interpolaciones musicales suman a la intensidad de algunas escenas, destacándose el uso dado a Jersey Girl de Tom Waits y Tower of Song de Leonard Cohen. Si bien aquí no tenemos una violación como “detonante” de la pasión y la carga sexual es más conservadora que en Un Loco Amor, las similitudes están a la orden del día y abarcan un sinnúmero de detalles en torno a la inestabilidad emocional del dúo y los típicos dilemas de los géneros involucrados: mientras que él de a poco pierde el interés para con sus hijos y empieza a mirar a otras mujeres a puro egoísmo y estupidez, ella se vuelca hacia la histeria y deja aflorar los temores que ocultaba en pos de mantener un manto de piedad sobre el vínculo. Una vez más Castellitto se propone analizar las contradicciones y el carácter más rudimentario de los lazos afectivos desde la tradición pomposa de aquel cine italiano que reinó en la cartelera internacional, no obstante lamentablemente vuelve a construir una epopeya del corazón tan tosca y superficial como el “amor trágico” que pretende retratar…
Abramos nuestras mentes… El norteamericano Mike Flanagan -junto a Michael Dougherty, James Wan, Bryan Bertino, Adam Wingard, Ti West y Alexandre Aja- forma parte de un reducido grupo de cineastas contemporáneos que se guían por una concepción heterogénea del terror y que suelen sobrepasar con creces el amasijo de citas y clichés de siempre (a diferencia del resto de sus colegas, quienes comparten con la mayoría de los fans del género una mirada superficial en lo que respecta a su potencialidad retórica). Más allá de promesas a futuro como Robert Eggers, Fede Álvarez, David Robert Mitchell, Jennifer Kent y Drew Goddard, directores de la tesitura de Flanagan -que viene de entregar la maravillosa Hush (2016)- nos devuelven el horror robusto y maduro de antaño, sostenido en climas taciturnos y no en los golpes de efecto del mainstream. Lejos quedaron aquellos primeros films con los que se dio a conocer en la década pasada: hoy cierra una trilogía sobrenatural con la que se reinventó sutilmente. Así las cosas, tanto Ausencia (Absentia, 2011) y Oculus (2013) como la presente Somnia: Antes de Despertar (Before I Wake, 2016) atestiguan una inteligencia fértil al momento de reformular las distintas variantes que habilita el mito del monstruo antropófago y nocturno cuyo hobby primordial parece estar orientado a la destrucción de la unidad familiar. Aquí el agente de la debacle es Cody (Jacob Tremblay), un huérfano de 8 años con un triste historial de “rechazos” por parte de sus familias adoptivas. Un matrimonio de burgueses incautos, compuesto por Mark (Thomas Jane) y Jessie (Kate Bosworth), descubrirá de a poco que las buenas intenciones y la ternura del pequeño contrastan con una facultad que arrastra como maldición, en este caso totalmente involuntaria: durante las noches los sueños de Cody se hacen realidad, al igual que sus pesadillas y el gran protagonista de sus temores más secretos, un tal Hombre Canker que gusta de llevarse “souvenirs” a su hogar. La propuesta juega con un incesante contrapunto entre la angustia de la pareja por la pérdida de su hijo -fruto de un accidente doméstico- y la materialización de las fantasías/ los recuerdos de Cody, filtrados por supuesto por su inconsciente. El guión de Jeff Howard y el propio director va más allá de las referencias vacuas a Pesadilla en lo Profundo de la Noche (A Nightmare on Elm Street, 1984), examinando con mesura y paciencia todas las aristas de la paternidad desde una perspectiva adulta que jamás cae en formulaciones banales o esos pasos de comedia que tanto reclama la muchedumbre. Un rasgo interesante de la historia pasa por el hecho de que trastoca el engranaje narrativo por antonomasia de este tipo de relatos, centrado en una tragedia inicial y esa “somatizacion del dolor” que luego muta en la redención de siempre del protagonista: en esta ocasión la trama decide obviar la expiación y concentrarse en cambio en la voluntad para sobrellevar las desdichas. Estamos ante uno de esos pocos casos en los que la dinámica de las actuaciones del elenco es casi perfecta, con cada miembro del trío principal aportando una interpretación muy ajustada que no sólo enriquece a la película en su conjunto sino que además permite acercar el verosímil hacia un humanismo sincero y respetuoso para con los infortunios inherentes a la muerte del ser querido. Si bien Jane y Bosworth están excelentes tanto en solitario como en lo que atañe a la relación de pareja y a cómo procesan el desconsuelo, a decir verdad el que se roba las palmas es Tremblay, el mismo de la extraordinaria La Habitación (Room, 2015), aquí nuevamente dando una clase de actuación al moverse con comodidad en la delgada línea que separa a la inocencia de esa “viveza” que todos los niños poseen hasta cierto punto. Hoy abrir nuestras mentes es sinónimo de exteriorizar los traumas y hacer las paces con una memoria emotiva que grita fuerte y nunca deja de marcar nuestro presente…
Sacrificio por conocimiento. A priori contábamos con dos factores que parecían augurar que la remake hollywoodense de Martyrs (2008) superaría visiblemente el espectro de calidad del terror mainstream contemporáneo. En primera instancia teníamos la obra de base, una película visceral y casi surrealista que llevaba al extremo ese viejo axioma del género centrado en el hecho de que el sadismo y la locura del ser humano no tienen límites, y que por lo tanto la venganza subsiguiente tampoco debería tenerlos. En segundo lugar estaban los encargados de la adaptación, los hermanos Kevin y Michael Goetz, quienes venían de entregar la muy interesante Scenic Route (2013), aquel análisis furioso sobre una amistad en proceso de autodestrucción. A pesar de las promesas acumuladas, una vez más nos topamos con una oportunidad desperdiciada vía el conservadurismo y la mediocridad de los productores. En su primera mitad Martirio Satánico (Martyrs, 2015) funciona como una suerte de traslación escena por escena de la original y luego se vuelca, ya en la segunda parte, hacia lo que podríamos definir como una exégesis light y complaciente del “porno de torturas” existencialista de antaño. De hecho, el guión en piloto automático de Mark L. Smith licua todo el poderío malsano del trabajo de Pascal Laugier y no incorpora ninguna novedad significativa, para colmo reemplazando a buena parte del gore por una imaginería católica redundante y al lesbianismo por un vínculo algo ingenuo. La prolijidad de los realizadores no llega a compensar el sustrato anodino de la obra y pone de relieve la ineficacia industrial incluso para reinterpretar films autóctonos, como lo demuestra la olvidable Cabin Fever (2016), aunque en este caso el opus de Eli Roth no pasaba de ser una propuesta bobalicona. La trama sigue al pie de la letra el mismo camino trazado con anterioridad: Lucie (Troian Bellisario) huye desde un galpón abandonado de lo que parece haber sido una serie de tormentos, los cuales la condenan a una alienación que dura años y años. Ya adulta, emprende la revancha de turno cuando encuentra a la familia responsable, asesinándola en su totalidad y después solicitando ayuda a su amiga Anna (Bailey Noble). Entre el llanto, los fantasmas del dolor arrastrado y el trajín de desechar los cadáveres, caen de improviso en la sede de la masacre algunos “allegados” de los finados, hablamos de los miembros de una secta obsesionada con transformar lo que sería una simple víctima en un mártir con todas las letras. Obviando las ironías sociales de fondo, esas mismas que Laugier utilizaría con mayor inteligencia en The Tall Man (2012), la película se pierde en su propia asepsia. Resultan muy reveladoras las diferencias en cuanto a los mecanismos de administración del sufrimiento: mientras que la original, y casi todos los exponentes del extremismo europeo, prefieren la dialéctica artesanal de los puños y las armas blancas, aquí el horror norteamericano de nuestros días deja entrever su cariño hacia recursos más “limpios” como la electrocución y el fuego (una escena con un taladro a la distancia también lo confirma). El desempeño del elenco es relativamente potable aunque la presencia de algunos clichés vacuos -referidos al rescate de una nenita- terminan conspirando en contra de ese tono humanista que pretende sustituir a la sordidez estrambótica del opus galo. Vale aclarar, en tanto punto a favor, que el film por lo menos se autodefine como una versión enajenada del sacrificio que reclama el conocimiento, por más que sea el más difuso y “trascendental”…
Los cibersoldados están al repalazo. La desquiciada Hardcore: Misión Extrema (Hardcore Henry, 2015) se sustenta en dos premisas, la primera a nivel del contexto industrial cinematográfico y la segunda en lo que respecta al ideario y el engranaje del relato: partiendo del hecho de que el mainstream contemporáneo es francamente patético e insípido (lleno de películas ATP, caretas, lavadas y de poco vuelo conceptual, como los bodrios de superhéroes y las épicas tracción a CGI), en segunda instancia -y como consecuencia de lo anterior- el film eleva la experiencia cinéfila hasta horizontes insospechados (en dos tópicos siempre candentes, la violencia y el sexo, los cuales nos ayudan a medir la eficacia del porrazo que se le pretende propinar al espectador incauto). Para aquellos que todavía no lo sepan, vale aclarar que estamos ante una epopeya de acción furiosa rodada en un 100% desde el punto de vista del protagonista. Ahora bien, los resultados son dispares pero levemente volcados hacia el saldo positivo, en especial debido a que la propuesta efectivamente revitaliza en parte los resortes narrativos de la testosterona del séptimo arte a través de la arquitectura general de los videojuegos de disparos en primera persona (como Wolfenstein, Doom, Quake, Duke Nukem o el Unreal, todos verdaderos clásicos entre el público adolescente masculino de la década del 90), no obstante no se puede pasar por alto que el recurso ya ha sido muy explotado durante los últimos años en otro género, el terror, y bajo otra colección de artilugios formales, los englobados en el “found footage” (es decir, en esencia somos testigos de una andanada de tomas subjetivas non stop -un mecanismo tan antiguo como el cine mismo- alrededor de una subdivisión por niveles/ tareas símil aquellos gloriosos first person shooters de antaño). Como cabía esperar ante este panorama, la ópera prima del ruso Ilya Naishuller está repleta de asesinatos extremadamente gratuitos, sangre a borbotones, delirios argumentales de variada índole y una misoginia caricaturesca apenas solapada, en consonancia con una falta de prejuicios que celebra cada muerte -sin importar credo, edad o raza- con una carcajada. La historia casi no existe y se limita a girar en torno al despertar del personaje del título original, un cibersoldado amnésico y mudo que debe escapar de un ejército de mercenarios y fuerzas de seguridad a cargo del villano de turno, Akan (Danila Kozlovsky), todo a su vez con la ayuda del “saber experto” de un asistente que lo va guiando de masacre en masacre, Jimmy (Sharlto Copley). Entre la telequinesis homicida del primero y la infinidad de avatares del segundo, la obra hace gala de un ritmo vertiginoso que se lleva puesto a todos. A Naishuller hay que darle el crédito que se merece porque lo que podría haber sido un recurso que se agota en los minutos iniciales, el realizador logra estirarlo/ exprimirlo con inteligencia hasta por lo menos la orilla de la primera mitad del metraje (sobre un total de 96 minutos). A partir de ese margen, cuando las subjetivas comienzan a cansar un poco, el director se decide a volcar el tono del opus hacia el campo de una comedia con elementos absurdos e irónicos, consiguiendo en el trajín rescatar a la película del tedio de la repetición y conduciendo este experimento a un final rimbombante en el que se termina de aniquilar lo poco que quedaba por aniquilar. Los otros dos grandes responsables de que Hardcore: Misión Extrema llegue a buen puerto son Timur Bekmambetov, quien “descubrió” a Naishuller, y el inefable Copley, una vez más aportando la esquizofrenia que hacía falta. Si tenemos en cuenta que el Hollywood de nuestros días falla olímpicamente hasta cuando desea romper el ciclo de esa monotonía inofensiva que entronizan los representantes de la industria y sus testaferros en la crítica y algunos sectores del público, descubriremos que la propuesta cumple dignamente con su doble objetivo, respetando la dinámica lúdica retro (a decir verdad, los videojuegos de disparos en primera persona condensan muchas de las “inquietudes” de una masculinidad feroz y vitalizante que se opone a la bazofia pasiva de los jueguitos deportivos hoy en boga) e incorporando una visión alternativa a un género como la acción, que también había caído en la sonsera y el arte higiénico para burgueses conservadores (por más que sea rapiñando, como se comentó anteriormente, uno de los cimientos de los mockumentaries). Basta recordar obras recientes como Deadpool (2016), la cual desparramaba gore digital y no podía mostrar ni una sola teta: aquí Naishuller, en cambio, recurre a los “practical effects” durante la mayoría del metraje y nos regala una de las mejores secuencias del film en un prostíbulo, muy cerca de asignar un puntaje por bajas, esquivar prostitutas y lograr que muera el menor número posible de avatares de Copley…
Sobre el mutismo selectivo. ¿Qué sería del terror sin los arquetipos todo terreno del adolescente de pocas luces y el protagonista torturado en eterna búsqueda de redención, algo así como las dos caras de la misma moneda? Si bien muchos de los clásicos del género esquivan olímpicamente este tipo de reduccionismos en cuanto al desarrollo de personajes y la estructura dramática en general, a decir verdad gran parte del horror gira alrededor de alguna variante de los susodichos y hasta a veces un puñado de ejemplos consigue revitalizarlos, poniendo en primer plano aquello de que una vieja canción puede cobrar nueva vida en manos de un ejecutante habilidoso. Lamentablemente Ellos vienen por ti (Backtrack, 2015) se acopla a la tradición negativa de la vertiente y pasa a engrosar una extensa lista de films que pudiendo sacar fruto de sus sugestivos cambios de tono, terminan desaprovechándolos a pura desidia. Hoy es el maravilloso Adrien Brody el encargado de componer al sufriente de turno, el psicólogo Peter Bower, quien viene de enterrar a su pequeña hija Evie como consecuencia de un accidente en vía pública y un descuido de su parte. Como sin sustrato sobrenatural no hay película, el señor recibe la inesperada visita de una niña llamada Elizabeth Valentine que eventualmente lo lleva a darse cuenta de que sus pacientes están muertos, los cuales a su vez fueron remitidos por un colega al que respeta mucho, Duncan Stewart (Sam Neill). Sin poder distinguir entre la realidad y su imaginación, pronto descubre que todos fallecieron en 1987 y que vivían en las cercanías del pueblito de su familia, False Creek, hacia donde se trasladará en pos de respuestas. La odisea comienza con un dejo a la J-Horror, luego muta en un drama de “pasado turbio” y desemboca en un thriller bucólico. Por suerte el film le escapa en buena medida a los estereotipos de los fantasmas vengadores aunque a costa de caer en otros clichés, si se quiere “un poco” menos sobreutilizados: Ellos vienen por ti traiciona su título en castellano -y trae a colación la ductilidad del original en inglés- porque no se centra en un acecho espectral sino en la negación progresiva, los secretos de antaño y la certeza de que el ser humano terrenal puede transformarse sin problemas en un monstruo mucho peor que los tristes productos de nuestra fantasía. Todos estos tópicos ya habían sido explorados por el director y guionista Michael Petroni en opus correctos como Personalidad Múltiple (Possession, 2008) y El Rito (The Rite, 2011), propuestas que también respetaban la inteligencia del espectador pero que a fin de cuentas resultaban morosas en lo que atañe al despliegue macro de verdaderas sorpresas narrativas. La cara de un Brody compungido soporta casi cualquier plano y hasta por momentos nos hace olvidar que cada giro del relato se ve llegar con muchísima antelación, circunstancia que conspira contra una obra que procura hacer del “mutismo selectivo” de sus personajes su insignia y/ o razón de ser. La culpa en tanto concepto está bien tutelada por la historia porque en el desarrollo encontramos distintos niveles que responden a las diferentes etapas de la vida del protagonista: el martirio de años y años por un cataclismo de su infancia desencadena el colapso del presente, que en términos prácticos funciona como una especie de espejo distorsionado de aquello que se pretende ocultar y que inevitablemente saldrá a la superficie (una lectura más compleja que la estándar dentro del género, vinculada a la literalidad de “tragedia-dolor-explosión anímica”). Sin embargo las buenas intenciones no alcanzan para tapar los baches y compensar un último acto deslucido y algo esquemático…
La mueca elegante. A pesar de la fanfarria que despertó en el mercado internacional y su exitoso recorrido por el circuito de festivales, a decir verdad Una Chica Regresa a Casa Sola de Noche (A Girl Walks Home Alone at Night, 2014) es un opus sencillo que no profundiza en ninguno de los tópicos que procura analizar y que no pasa de ser una bienvenida curiosidad dentro de una cartelera que tiende hacia el conservadurismo, en lo que respecta tanto al cine de terror como a las obras transgenéricas y con “pretensiones artísticas”. La película, al igual que su directora Ana Lily Amirpour (una británica de ascendencia iraní que residió casi toda su vida en Estados Unidos), garantiza su combustión vía una cóctel sutil -si consideramos su dimensión estética- aunque con poca sustancia y sobrecargada de derivaciones estilísticas: hablada en persa y rodada en California, la propuesta combina el western de marginados, un sustrato de vampirismo y hasta la sobriedad característica de los films de Jim Jarmusch. Una prodigiosa fotografía en blanco y negro, a cargo de Lyle Vincent, es el marco principal de este pantallazo por el feminismo y esos romances lacónicos constituidos a partir de la tragedia. La historia gira alrededor de Arash (Arash Marandi) y la señorita del título (Sheila Vand): el primero trabaja de jardinero para unos burgueses y está atado a las deudas de su padre Hossein (Marshall Manesh), un adicto a la heroína, y la segunda es una figura espectral de la que sabemos poco y nada. El dealer de Hossein, Saeed (Dominic Rains), se aparece en el hogar familiar en “modalidad recaudador” y decide llevarse el auto de Arash, su bien más preciado. Mientras tanto, descubrimos que la pobre Atti (Mozhan Marnò), una prostituta que trabaja para Saeed, es maltratada por el susodicho y se siente miserable, lo que eventualmente genera que la chica misteriosa se acerque a Saeed y deje ver unos bellos y afilados colmillos que ayudan a amputarle un dedo y a desgarrar su cuello hasta matarlo. Precisamente a posteriori del evento se produce el primer encuentro entre la futura pareja de enamorados, cuando la joven sale del domicilio del finado y Arash entra con la intención de recuperar su coche, hallando de improviso un maletín con droga, dinero y un revólver. Si bien la ópera prima de Amirpour es maravillosa a nivel visual y casi siempre logra empapar al espectador con una atmósfera de extrañamiento, por momentos se percibe algo soporífera debido a la decisión de la realizadora de no complementar el esplendor de las imágenes con diálogos un poco más elaborados y/ o fluidos (varios personajes pedían a gritos un mayor desarrollo). Al abuso del recurso preciosista se suma la sobreabundancia de los “mini videoclips” a lo largo del relato, los cuales entorpecen la narración: pensemos para el caso en las secuencias musicales/ noventosas en cámara lenta en la discoteca, en la casa de ella y en la morada de Atti, todos instantes demasiado extensos y no muy originales que digamos. Ahora bien, resulta indudable que la gran revelación de Una Chica Regresa a Casa Sola de Noche es la hermosa Vand, una actriz que le saca partido a cada segundo suyo en pantalla, incluso sin la presencia de una contraparte maléfica con todas las letras (o por lo menos de una que sustituya a Saeed, ese villano que muere de manera un tanto abrupta y sin dejar reemplazo). Por supuesto que el pueblito desolado de fondo y el mismo accionar de esta vengadora nocturna funcionan como una metáfora de dos cabezas en torno a la misoginia de la sociedad iraní y la necesidad de una apertura hacia el territorio de Venus, aquí por cierto llevando la batuta de los asesinatos mientras el personaje de Arash recibe muchos de los atributos “típicamente” femeninos, en esencia una pasividad alejada de la violencia y orientada a sacar el mejor provecho de los recursos disponibles. En suma, la obra ofrece una experiencia poderosa pero algo vacua, a mitad de camino entre la pose artística festivalera y el verdadero vendaval que prometía el inicio, cuando la elegancia todavía no había sido fagocitada por una mueca anacrónica vinculada a una banda sonora facilista y muy poco inspirada que incluye rock, electrónica y detalles musicales de Medio Oriente…
La monotonía del séptimo arte. Mientras que gran parte del Hollywood contemporáneo -especialmente el que surgió en los márgenes independientes- divide su destino entre las películas con mensajes fastuosos, las cuales por cierto no llegan a sostenerse en términos narrativos, y el extremo opuesto, la sonsera pasatista centrada en productos cada vez más huecos y destinados a la espectacularidad vía CGI de cartón pintado; Joel y Ethan Coen siguen absortos en su camino tan particular, en el que la combinación de distintos géneros y una buena dosis de sadismo no deja lugar al onanismo cinéfilo de Quentin Tarantino o la pedantería de Steven Spielberg, dos ejemplos de autoindulgencia barata y pérdida de la chispa lúdica de la juventud (respectivamente). Si pensamos en el cine de los hermanos, nos encontramos en un terreno muy diferente ya que el delirio controlado siempre resulta vitalizante y permite una multitud de lecturas que no quedan aprisionadas en la nostalgia o la colección de citas, dos facilismos estructurales que vienen saturando todo el espectro del “cine de autor” desde hace -mínimo- tres décadas. ¡Salve, César! (Hail, Caesar!, 2016) no es la excepción en esta cadena prodigiosa porque aquí una vez más retoman el tono mordaz y caótico de otras propuestas de época, tan misteriosas como descontracturadas, en la línea de El Gran Salto (The Hudsucker Proxy, 1994) y ¿Dónde Estás, Hermano? (O Brother, Where Art Thou?, 2000): mientras que aquellas funcionaban como obras relativamente fallidas y/ o de transición dentro de la trayectoria de los directores, la película que nos ocupa eleva por un lado el nivel cualitativo pero al mismo tiempo se mantiene lejos de joyas como Barton Fink (1991), El Gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998) y Un Hombre Serio (A Serious Man, 2009), todas obras maestras de la vertiente cómica de los norteamericanos. Hoy tenemos una suerte de relato coral que gira en torno a la figura del que fuera -en la vida real- uno de los ejecutivos más bizarros del Hollywood de Oro, Eddie Mannix, el encargado durante décadas de mantener a raya a las estrellas de la Metro Goldwyn Mayer, ahora rebautizada Capitol Pictures: en un período en el que la imagen pública de los actores y aledaños debía sí o sí concordar con los estereotipos del “american way of life” más conservador, el señor se la pasaba escondiendo los secretitos sucios de los susodichos a ojos de la prensa populista y del corazón. El Mannix de los Coen, interpretado estupendamente por Josh Brolin, no es un fantasma de la añoranza por tiempos pasados ni un zombie del refrito posmoderno: en esencia se mueve como un workaholic que en los años 50 duda entre abandonar su trabajo (frente a una oferta laboral en otro rubro, para colmo vinculado a la bomba atómica) o mantenerse en la industria del espectáculo (lo que implicaría continuar construyendo máscaras para la vida pública de cada uno de los involucrados en la maquinaría del séptimo arte). Hoy el acento ácido de otras épocas no lo es tanto y esto constituye una verdadera sorpresa, principalmente porque en ¡Salve, César! no predomina la parodia lisa y llana sino una especie de simpatía para con un trabajador fanático que saca adelante un entorno cada vez más complejo, dominado por la Guerra Fría y la crisis del mainstream ante el advenimiento de la televisión. A Mannix no le interesa absolutamente nada más allá de la finalización del péplum bíblico berreta de turno, intitulado por supuesto Hail, Caesar!, lo que a su vez nos reenvía a los pormenores que debe sobrellevar y los protagonistas de tales desventuras. Si bien el catalizador de la trama es el secuestro de Baird Whitlock (George Clooney), la estrella central de la epopeya en rodaje, aquí tenemos un verdadero desfile de conflictos: la actriz DeeAnna Moran (Scarlett Johansson) está a punto de convertirse en madre soltera, Hobie Doyle (Alden Ehrenreich) es obligado a pasar de los westerns -con un dejo musical- a los dramas taciturnos, el director Laurence Laurentz (Ralph Fiennes) se queja precisamente por el desempeño de Doyle, las gemelas “chimenteras” Thora y Thessaly Thacker (Tilda Swinton) amenazan con revelar distintos rumores que circulan en el ambiente, etc. Cada subtrama incluye una recontextualización -entre cariñosa y levemente sarcástica- del sistema de producción leonino de aquella etapa, una estrategia que ha sido administrada con tacto e inteligencia por los Coen, quienes evitan el cinismo y recurren nuevamente a la imprevisibilidad narrativa (cualquier cosa puede ocurrir en cualquier momento, aunque dentro de la lógica errante del film en su conjunto) y a las referencias sutiles al film noir (en esta oportunidad volcado más que nunca hacia el costado más adorable de ese atolladero existencial que le da sentido a los personajes). Otro punto a destacar son las maravillosas secuencias musicales/ coreográficas que condimentan los vaivenes de la historia; ayudando a balancear por un lado la mojigatería del período y los caprichos de las figuras del star system, y por el otro la monotonía profesional y toda la demencia que engendró el enfrentamiento entre Estados Unidos y la otrora URSS. El mayor mérito de ¡Salve, César! no se reduce simplemente a su condición de sátira afectuosa para con un ciclo histórico que quedó enterrado hace ya mucho tiempo, un mote que sin dudas le cabe a una infinidad de convites similares desde la década del 70 hasta el presente: aquí los Coen desnudan -a través de viñetas coloridas e hilarantes- las idas y vueltas de la manipulación, el escapismo y la soberbia, y cómo en ocasiones éstos pueden ir de la mano de las utopías, la imaginación creativa y la belleza que se deriva del placer estético. Más que versar sobre la bomba atómica o la soberbia sin límites del backstage, el último opus de los hermanos Coen es un lienzo disruptivo acerca de las contradicciones que movilizan al ser humano y al sistema productivo cinematográfico, ahora encarnado en la voluntad férrea aunque muy oportuna de un Mannix todo terreno.
El amor es un cuento de hadas. Ante la certeza de que el antiguo mercado masivo ha estallado desde hace tiempo por obra y gracia de la multiplicación de la competencia y una mejora sustancial en los canales de distribución, hoy por hoy la respuesta conservadora de los gigantes de la industria cultural pasa el lanzamiento de productos multitarget que pretenden dar cuenta de los distintos grupos de consumidores y su constante segmentación por nichos. Desde ya que el aparente tono neutral de los films del Hollywood de nuestros días esconde una despersonalización caprichosa orientada al público adolescente y a los adultos infantilizados que el mainstream cría y apaña. Una modalidad narrativa en boga, que a la vez respeta y trata de alejarse en parte del canon estándar, es la que procura “oscurecer” sutilmente determinados elementos de los relatos que están incrustados en el acervo popular a nivel del mercado internacional. Precisamente Blancanieves y el Cazador (Snow White and the Huntsman, 2012) fue en su momento un ejemplo de dicha vertiente, además de un vehículo comercial ameno tanto para Chris Hemsworth como para Kristen Stewart. Ahora bien, su corolario lleva al extremo la dialéctica multitarget de “abarcar mucho y apretar poco” porque ni siquiera se decide entre ser una precuela o una continuación de la original, incorporando detalles de ambas opciones y reemplazando aquella negativa en lo que hace a ofrecer una historia de amor con todas las letras por su opuesto exacto. El Cazador y la Reina del Hielo (The Huntsman: Winter’s War, 2016) es una película bienintencionada que lamentablemente resulta mucho más trivial que su predecesora y que para colmo no agrega ni una sola novedad significativa, ya sea que consideremos el catálogo de citas de la saga o el de los cuentos de hadas en general. El mismo título aclara que los dos focos de la trama serán la Reina del Hielo (Emily Blunt) -hermana de Ravenna (Charlize Theron)- y el diligente Eric alias el Cazador (Hemsworth), a expensas de una Blancanieves que hoy brilla por su ausencia. Durante el segmento de precuela descubrimos que la malvada de turno decidió helar su corazón luego del asesinato de su bebé en manos de nada menos que el padre de la criatura, lo que de inmediato generó que se autoexilie en una región desolada, construya su propio ejército y desarrolle su poder, centrado en congelar a cuanta persona o cosa desee. Por supuesto que uno de sus guerreros es Eric, quien se enamora de Sara (Jessica Chastain), relación que desemboca en la muerte de la señorita como castigo por transgredir la ley de “no afecto” de la Reina. Siete años después, Eric recibe el encargo de recuperar el Espejo Mágico de una Ravenna ya fallecida. Al igual que en la primera parte, aquí el máximo responsable de la epopeya es un director debutante, Cedric Nicolas-Troyan, un francés que hasta este momento venía trabajando como supervisor de efectos especiales: de hecho, el único aspecto sobresaliente de la propuesta es el visual, con una vertiginosa y apabullante secuencia final. Sin embargo el desarrollo dramático nunca va más allá de los estereotipos habituales de tantas otras gestas de aventuras, siempre condimentadas con una infinidad de devaneos tragicómicos de esa realeza corrompida que desea recuperar su camino virtuoso. Más tradicional en su enfoque -pero menos exitosa- que su predecesora, El Cazador y la Reina del Hielo queda presa de la lógica del Hollywood actual, el cual pretende vendernos cuentos de hadas en los que el amor y el heroísmo son reflejos condicionados y no construcciones cuidadosas del relato…
Sobre la intimidad fluctuante. El parisino Philippe Garrel es sin duda uno de los pocos cineastas vivos con un pedigrí que se conecta de manera directa con la Nouvelle Vague de la década del 60: en esencia hablamos de un realizador que dio sus primeros pasos por aquellos años -nada demasiado extraordinario, a decir verdad- para luego ofrecer un puñado de películas interesantes en los 80 y caer de nuevo en una medianía que no suma ni resta nada a la cinematografía francesa en general. El señor viene gozando de una suerte de revival moderado desde la década pasada, lo que hoy por hoy desembocó en la llegada a la cartelera argentina de su último opus, A la Sombra de las Mujeres (L’Ombre des Femmes, 2015), un homenaje tan sencillo como adorable al espíritu artístico de aquel movimiento y a la sensibilidad gala en lo que respecta al amor, sus minucias y esa típica superposición de miradas que llevan al conflicto. Ya sea que pensemos en los rasgos formales o en el nivel del contenido, definitivamente Garrel se autoimpuso reproducir los ingredientes principales de la vanguardia sesentosa: aquí tenemos una historia de infidelidades cruzadas retratadas vía el ascetismo de una fotografía en blanco y negro, muchas tomas secuencia, ironías, diálogos melancólicos y giros narrativos sumamente secos. Para ser justos, conviene aclarar que el director siempre fue un gran admirador del romanticismo humanista de François Truffaut, así que no es de extrañar que una vez más nos encontremos con referencias a Jules y Jim (Jules et Jim, 1962), La Piel Suave (La Peau Douce, 1964) y la pentalogía de Antoine Doinel, en especial Antoine y Colette (Antoine et Colette, 1962). Entre la ingenuidad y la sabiduría, el film nos regala en apenas 73 minutos una síntesis afable de los estereotipos masculinos y femeninos. La trama está centrada en una pareja de documentalistas de mediana edad compuesta por Pierre (Stanislas Merhar) y Manon (Clotilde Courau), los cuales sobreviven a duras penas mediante trabajos marginales que les permiten seguir puliendo un proyecto acerca de un veterano de la Resistencia Francesa. Un día el apático Pierre conoce a Elisabeth (Lena Paugam), una joven con la que inicia una relación, generándose un triángulo amoroso que se complica de a poco cuando Elisabeth a su vez descubre que Manon también tiene un amante. Garrel juega con elementos característicos del cine de Truffaut como el narcisismo caprichoso de los hombres y el apasionamiento de las mujeres, un cariño que parece no tener marco de contención ni capacidad para sopesar las indecisiones y tristes rodeos de la contraparte (hasta nos topamos con un narrador que complementa esa intimidad fluctuante). Desde ya que la propuesta no aporta ni un gramo de originalidad a una temática tan antigua como la humanidad y en ocasiones fastidia un poco en su aproximación tan respetuosa a los pilares de la Nouvelle Vague, pero por lo menos llega al núcleo de la cuestión a través de un naturalismo que construye sutileza a partir del maravilloso desempeño del elenco y un guión que hace gala de intercambios despojados entre los personajes, siempre bordeando una comicidad patética. Si pensamos a la obra en tanto recorte del entorno contemporáneo, resulta una anomalía porque funciona como una máquina del tiempo esculpida al detalle: así como el modelo actual de “cine adulto” está concebido según los cánones del Nuevo Hollywood de los 70, se suele olvidar que éste fue un producto de aquella vanguardia francesa -ya superada- que reaparece de repente y con cuentagotas, paradojas mediante…
La amenaza asimilada. En una jugada que resulta de lo más curiosa si pensamos en el conservadurismo comercial del Hollywood de nuestros días, Avenida Cloverfield 10 (10 Cloverfield Lane, 2016) no sólo no tiene nada que ver con el film original de 2008 sino que además se asemeja a lo que podría ser una relectura del típico mecanismo narrativo de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone), la recordada serie creada por Rod Serling: aquí desaparecen por completo los leitmotivs del “found footage”, una colección de engranajes loables que han sido bastardeados al extremo por la industria, y hoy el desarrollo está vinculado a los relatos de encierro y claustrofobia escalonada, llegando al punto de alcanzar el mismo nivel del otro gran exponente reciente del rubro, la también poderosa Hidden (2015). La singularidad de la experiencia pasa por la actitud de “borrón y cuenta nueva” de la obra en su conjunto y por la oportunidad concedida a Dan Trachtenberg, quien entrega una notable ópera prima. La epopeya comienza con la evasión de Michelle (Mary Elizabeth Winstead) y su tentativa en pos de abandonar su hogar con el firme propósito de finiquitar la relación con su prometido. Todo se desvirtúa con un choque automovilístico que la deja inconsciente y bajo el amparo de un tal Howard (John Goodman), un hombre enigmático que afirma haberla rescatado del accidente y que la confina a un búnker subterráneo con la excusa de que en el exterior se ha producido un ataque de naturaleza desconocida. Obligada a convivir tanto con el susodicho como con Emmett (John Gallagher Jr.), un joven que trabajó con Howard en la construcción del refugio, Michelle eventualmente intentará escapar y descubrirá de la peor manera -presenciando lo que ocurre en ese afuera para nada distante- que el irascible Howard no está tan equivocado en sus apreciaciones y en una idiosincrasia que tiende a ser muy cortante ante algunas situaciones consideradas “peligrosas”, apocalipsis de por medio. Como toda buena historia de entorno hermético, los pilares fundamentales de la progresión dramática son el desempeño del elenco y la dinámica vincular entre los personajes, dos ítems en los que Avenida Cloverfield 10 cumple con gracia y destreza: mientras que el trío protagónico nos regala antihéroes simples pero eficaces en lo que atañe a su vigorosa lucha por sobrevivir, el guión de Josh Campbell, Matthew Stuecken y Damien Chazelle pone en perspectiva los resquemores y secretos detrás de cada recluso, logrando la proeza de apuntalar un naturalismo sincero y de pulso aletargado, que avanza con la convicción del despojo coyuntural y sin ese apuro -en piloto automático- del horror mainstream actual. Sin duda el factor más interesante de la propuesta se resume en la decisión de evitar los golpes de efecto y en el hecho de reemplazarlos por giros lógicos de la trama según el volumen de información y/ o los problemas que van encontrando los personajes durante el aislamiento. Si bien la película no ofrece elementos verdaderamente novedosos al catálogo estándar del cine de género, llama la atención la prolijidad y el manejo de la tensión de Trachtenberg, un realizador inteligente que se luce en la secuencia del desenlace, el único instante tracción a CGI y volcado hacia una espectacularidad en sintonía con su homóloga del opus anterior. La puesta en escena austera, centrada en apenas un puñado de habitaciones, moviliza a dos de los motivos excluyentes de los cuentos morales que enarbolan a la supervivencia como la meta, nos referimos a la puja de voluntades y al umbral ético que cada una de ellas posee (el límite en el que el amor propio colisiona con el de un semejante, a quien podemos ver -o no- como un obstáculo a superar). El film hace un muy buen uso de la interrelación de los demonios internos y externos del ser humano, un popurrí de espejos en los que la amenaza puede estar asimilada al contexto cotidiano y pasar desapercibida gracias a la costumbre…