De fugitivo a desertor. La apertura estilística del cine argentino de la última década ha tenido un efecto un tanto contradictorio, por un lado generando una suerte de saturación en determinados tópicos y por el otro enriqueciendo los canales de entrada a los mismos. Pensemos por ejemplo en el Proceso de Reorganización Nacional, un tema que fue explotado hasta el cansancio desde una multiplicidad de perspectivas: mientras que algunas constituyeron una novedad, otras trabajaron cómodamente sobre terreno ganado a base de la necesidad imperecedera de memoria, análisis y castigo a los responsables de aquella locura genocida. Dentro de esta macro categoría encontramos un capítulo pocas veces examinado por el ámbito artístico local, los vuelos de la muerte, una metodología particular de desaparición de militantes sociales y estudiantiles, quienes eran arrojados con vida desde aviones al Río de la Plata. Precisamente Kóblic (2016), el último opus de Sebastián Borensztein, se hace cargo de la saturación general y decide sacar provecho de una temática difícil que apenas si nos reenvía -en el campo del séptimo arte- a Garage Olimpo (1999) y poco más: el realizador se inspira en las “películas de frontera”, esa especie de adaptación autóctona de los westerns norteamericanos, para construir un retrato de época muy eficaz y con destino masivo, casi en la vereda opuesta de la obra de Marco Bechis y su laconismo. Aquí también hasta cierto punto descubrimos un pulso aletargado y en ascenso, no obstante está más emparentado con el clasicismo hollywoodense de izquierda. El personaje del título, un Capitán de la Armada interpretado maravillosamente por Ricardo Darín, hace las veces del extraño que llega a una localidad perdida, gobernada por el nauseabundo Comisario Velarde (Oscar Martínez). Por supuesto que Kóblic está huyendo de su pasado reciente, en esencia el haber sido piloto en uno de los mencionados vuelos de la muerte, y que el inicio de una relación con una joven disparará un conflicto de “pueblo chico, infierno grande”, venganzas cruzadas de por medio. Borensztein además toma prestados algunos detalles del film noir con vistas a trazar distancia para con el cine testimonial de nuestro país, decisión que está en consonancia con el hecho de haber obviado la estrategia de las conclusiones oportunistas vía el traslado de la acción al presente (la historia transcurre en su totalidad en 1977), lo que ratifica la intención de poner todo el énfasis narrativo en el antagonismo -algo solapado y a nivel ético- entre el protagonista y Velarde (éste último funciona como un arquetipo de ese “complejo de Dios” que motivaba a los militares y sus socios civiles en las distintas administraciones de facto). Al igual que en Un Cuento Chino (2011), la colaboración anterior entre Darín y el director, el relato invita a que lo leamos al mismo tiempo como representante de los géneros de turno y como estudio tangencial de la idiosincrasia argentina, en esta ocasión el terror como mecanismo de imposición de una matriz hegemónica que terminó desmantelando el Estado de Bienestar, la industria nacional y el entretejido de la solidaridad, entre otras cosas. La película enarbola con inteligencia el aislamiento -enfrascado en el miedo- de Kóblic para en primera instancia vincularlo con el desamparo de su interés romántico Nancy (la bella Inma Cuesta), una mujer atrapada en su propio hogar, y luego oponerlo al acecho maquiavélico y obsesivo del Comisario, quien no ve con buenos ojos cualquier indicio de lo que podría ser una “competencia” en lo referido al monopolio de la fuerza pública en su triste jurisdicción. A lo largo del desarrollo se van cristalizando varios motivos del western crepuscular más seco, como si hablásemos de una reinterpretación muy lejana de las obras más sosegadas de Sam Peckinpah y Clint Eastwood: así las cosas, desde el inicio aparece la figura del “arrepentido” y de a poco dicho marco discursivo comienza un peregrinaje hacia el terreno de la desvirtuación profesional, circunstancia que coincide con el despertar de la osadía del protagonista y su metamorfosis de fugitivo a desertor asumido, de la pasividad a la acción. Si bien la propuesta no ofrece novedades significativas para aquellos que conocemos de sobra los recursos utilizados, cabe aclarar que la realización cumple y dignifica a la par en tanto ejercicio retórico y como denuncia sutil del exterminio estatal, tensando con maestría los resortes del suspenso y jugando con una bomba de tiempo siempre a punto de estallar…
Aquellas pequeñas cosas… Un signo innegable de que una temática ha llegado a la saturación -en términos retóricos y estrictamente cinematográficos- es la aparición de opus que analizan particularidades hasta ese momento obviadas o que profundizan alguna arista con mayor ímpetu, en relación a lo que ha sido trabajado en el pasado. Las secuelas de la lucha armada de la década del 70 y la locura homicida del Proceso de Reorganización Nacional fueron y siguen siendo uno de los tópicos preferidos del séptimo arte en nuestro país, un recorrido que tuvo diferentes “fases” según el período considerado y a partir del advenimiento de la democracia: durante los 80 pulularon las realizaciones de denuncia explícita de las atrocidades, en los 90 dominaron los films filtrados por el minimalismo del Nuevo Cine Argentino, y los últimos tres lustros estuvieron marcados por un lento agotamiento vía una multiplicidad de obras tangenciales. La propuesta que hoy nos ocupa, el documental expositivo La Guardería (2015), es otro interesante eslabón dentro de esta cadena reciente, que hasta nos permite olvidarnos un poco de la susodicha saturación gracias al hecho de que la película en su conjunto funciona como una suerte de complemento luminoso de Los del Suelo (2014), aquel otro análisis -en este caso, a través de la ficción basada en sucesos verídicos- acerca de las estrategias de los grupos de resistencia para salvaguardar/ preservar a sus familias de los posibles embates de la dictadura, siempre propensa a utilizar cualquier recurso para apresar, torturar y asesinar a los representantes de organizaciones sociales y políticas. Como el título lo indica, el núcleo central del relato es una guardería instalada en La Habana por las huestes de Montoneros para proteger a los hijos de sus miembros mientras los padres estaban ocultos en Argentina. Quizás el elemento más atractivo de la ópera prima de Virginia Croatto, una productora que se pasó a la dirección, es el excelente trabajo en el campo del montaje, una tarea que ella misma llevó a cabo a la par de Lucas D’Alo: el desarrollo combina con inteligencia y muy buen timing las clásicas entrevistas a los protagonistas de tamaña faena con superposiciones animadas de fotos, filmaciones, dibujos de los pequeños y distintos tesoros del material de archivo de la época, redondeando un retrato intimista de lo que fue la convivencia forzada entre chicos con una identidad familiar en común, la cual incluía todos los ideales de la liberación nacional y el fin de la explotación capitalista. Entre 1978 y 1983 más de 30 niños estuvieron al cuidado de un puñado de adultos y compartieron los sueños de una izquierda peronista que pasó a la clandestinidad, un lapso intenso que marcaría su vida de allí en más. El problema principal de La Guardería radica en que -en el fondo- no aporta demasiadas novedades a lo ya examinado en otros opus similares, más allá de la anécdota de base y sus implicancias previas y posteriores (entre el golpe y 1978 los militantes estuvieron exiliados en Europa y con la vuelta de la democracia, al regresar a la Argentina, descubrieron que la lucha se había licuado casi por completo y que no eran muy bien recibidos que digamos). Los puntos a favor se concentran en el impecable acabado formal del documental, en el que también debemos destacar la maravillosa música de Nicolás Sorín. La realizadora privilegia en todo momento una perspectiva humanista bastante simple que nos conduce desde la ingenuidad infantil hacia el sinsabor y las añoranzas de la adultez evitando en parte los lugares comunes del tópico, vinculados a los paralelismos oportunistas con el presente…
Las ondulaciones en el tiempo. Para juzgar una película como Yo vi al Diablo (Visions, 2015) no podemos pasar por alto el hecho de que gran parte de los exponentes más interesantes de terror que pululan en el mercado internacional no se estrenan en Argentina o con suerte se editan en formatos para el consumo hogareño vía Blu Ray/ DVD o streaming, lo que en el fondo implica que caen en el terreno de un bajo perfil que no suele hacerles justicia (hablamos de films con un largo recorrido en festivales especializados o que vienen siendo objeto de comentarios elogiosos por parte de las huestes de fanáticos del género). En contraposición, películas impersonales una y otra vez llegan a las salas tradicionales sin mayor explicación que la del usufructo fácil a través del público adolescente, un esquema que genera “pan para hoy y hambre para mañana” porque el consumidor inexperto actual se transformará en un cínico. En relación a lo anterior, a decir verdad la propuesta en cuestión tiene un pie en cada orilla ya que por un lado se despega sutilmente de las convenciones del horror contemporáneo sin ser una obra de ruptura ni mucho menos (los giros del relato son leves pero alcanzan para dislocar la monotonía del rubro) y por otro lado el film respeta los preceptos de la clase B con un destino manifiesto orientado a las plataformas de “video on demand” (de hecho, así llegó al público en Estados Unidos, aun antes de la edición hogareña). La realización incluye ecos de Inside (À l’intérieur, 2007) y su eficacia se debe en primer término al director Kevin Greutert, un profesional muy prolijo -conocido por haber sido el responsable de los eslabones finales de la saga de El Juego del Miedo (Saw)- que aquí repite todos los aciertos en la puesta en escena de su opus previo, la también cumplidora Jessabelle (2014). No cabe la menor duda de que Isla Fisher, la protagonista de Yo vi al Diablo, es una suerte de reemplazo dramático de la Sarah Snook de Jessabelle, debido a que ambas elevan el nivel actoral prototípico del género y logran construir personajes verosímiles que bien podrían haber caído en el cliché más intrascendente. Hoy Fisher compone a Eveleigh Maddox, una mujer embarazada que viene de sobrevivir a un accidente automovilístico y que se muda junto a su esposo David (Anson Mount) a un valle de California para reabrir un viñedo, un viejo sueño del señor. Por supuesto que casi de inmediato cosas insólitas comienzan a suceder a su alrededor y amplifican sus traumas: en el medio de una fiesta una distribuidora de vinos entra “en trance” en el dormitorio de su casa, los vecinos parecen dedicarse a actividades un tanto ilegales y hasta un extraño con capucha merodea su hogar. Lo que parece otra típica historia de fantasmas en pena, posesiones y/ o casa embrujada de a poco va extendiendo su rango de influencia a fuerza de multiplicar los eventos y apuntalar el suspenso bajo una inteligente dosificación de la información, siempre manteniendo el punto de vista sensato de Eveleigh. Otro elemento atractivo es el elenco de secundarios, con actuaciones ajustadas de la veterana Joanna Cassidy y de varias caras conocidas de la televisión como Jim Parsons (The Big Bang Theory), Gillian Jacobs (Community) y Eva Longoria (Desperate Housewives). Desde ya que la buena ejecución narrativa de Greutert no alcanzaría su objetivo si no fuera por una vuelta de tuerca final acorde con el desarrollo, y es allí donde el guión de Lucas Sussman y L.D. Goffigan consigue cerrar un relato ameno sobre el dolor vagabundo y todas esas ondulaciones en el tiempo que dejan las tragedias…
Militancia y cuenta regresiva. Queda más que claro que De Ahora y para Siempre (Freeheld, 2015) es una de esas tantas películas que anulan gustosas la dimensión cinematográfica con vistas a subordinarla ante el sustrato militante que las enmarca y les da sentido, una jugada ideológica que por cierto está perfecta porque el cine -como el arte en general- se ubica unos cuantos peldaños por debajo de la política en lo que respecta a su importancia social, mal que pese (en décadas pasadas existía un desequilibrio menos pronunciado, hoy desaparecido). En el fondo da lo mismo el soporte del “panfleto” de turno, sea gráfico, sonoro o visual como en este caso, lo relevante es el mensaje que se pretende transmitir: el film explora uno de los muchísimos incidentes de discriminación y homofobia institucionalizada en Estados Unidos antes del reconocimiento del matrimonio gay el 26 de junio de 2015 por parte de la Corte Suprema. Lo que comienza como una suerte de versión homosexual de Love Story (1970), con cáncer terminal de pulmón de por medio, pronto deriva en una interesante epopeya testimonial en pos de la igualdad de derechos en relación con las parejas heterosexuales: Laurel Hester (Julianne Moore) es una detective de la Policía de New Jersey que inicia un noviazgo con Stacie Andree (Ellen Page), una joven mecánica con la que eventualmente se casará según las disposiciones del primer lustro de la década anterior. A pesar de que la unión de hecho y los estatutos del período le permitían asignar a Andree como benefactora de la pensión que le corresponde por sus años de servicio, los representantes del poder político del momento desconocen una y otra vez las normas, el deseo de Hester y los reclamos posteriores, lo que abre un frente de colisión que ya había sido retratado en el excelente corto Freeheld (2007). Tomando de base aquel trabajo documental, el cual hasta consiguió alzarse con el Oscar en su categoría, el realizador Peter Sollett y el guionista Ron Nyswaner construyen un relato prolijo que se sustenta principalmente en una progresión narrativa sencilla pero cumplidora y en la gran labor del elenco en su conjunto. El maravilloso desempeño de Moore y Page de la primera mitad de la propuesta encuentra su contrapeso en las contribuciones -hasta cierto punto, más enérgicas- de unos Michael Shannon y Steve Carell muy inspirados, ya en el siguiente acto del convite: el primero compone a Dane Wells (el compañero de patrulla de Hester de toda la vida) y el segundo encarna a Steven Goldstein (un activista y cabeza de una organización que lucha por el matrimonio igualitario). Mientras que la pareja se recluye por la enfermedad y ayuda desde la distancia, el dúo de hombres agita con ímpetu su causa. En buena medida Nyswaner, un reconocido defensor de los derechos de la comunidad gay, aquí corrige varios de los excesos dramáticos de guiones formalmente similares como los de Filadelfia (Filadelfia, 1993) y Soldier’s Girl (2003), trabajos correctos en los que no obstante desbarrancaba un poco en el desarrollo de personajes vía la redundancia de algunos diálogos y situaciones. Comparándola con aquellas, De Ahora y para Siempre es un opus más humilde que nos habla de las injusticias previas a la victoria del 2015, lo que sin duda resta vigor discursivo a la película; pensemos en el influjo de Sicko (2007), del inefable Michael Moore, si hubiese visto la luz luego de la reforma del sistema de salud norteamericano del 2010. Un gran punto a favor del film es que administra con dignidad y mesura esa “cuenta regresiva” que caracteriza a toda historia sobre pacientes terminales…
Báculo y mausoleo. Y efectivamente La Bruja (The Witch: A New England Folktale, 2015) llega para salvar al terror contemporáneo, en sintonía con lo que representó el arribo de Te Sigue (It Follows, 2014) a la cartelera hace no tantos meses: con el transcurso de los minutos la película va construyendo un microecosistema de angustia y asombro en el que conviven componentes tan dispares como la culpa luterana, los pesares de la inmigración, la vida bucólica, el temor a lo extraño y las muchas contradicciones de la dinámica familiar. Aquí en especial pasa a primer plano la verborragia bíblica, tan hermosa como oscurantista y enajenada, hoy una suerte de “cable a tierra” de un clan de fanáticos religiosos del siglo XVII de Nueva Inglaterra, quienes apenas si pueden interpretar la andanada de desgracias que amenazan con destruir su hogar. Esta extraordinaria ópera prima de Robert Eggers esquiva todas las fórmulas caducas del horror de nuestros días y analiza -desde la sutileza y el rigor- la paradójica estela del fundamentalismo, una fiebre totalizadora que por un lado nos da fortaleza ante la adversidad y al mismo tiempo suele nublar nuestro juicio y dejarnos muy vulnerables frente a los ataques de un entorno parasitario que se regocija en su indiferencia. Todo comienza con un “desacuerdo” en una colonia británica y la expulsión/ excomunión posterior de una familia de devotos, compuesta por el padre William (Ralph Ineson), la madre Katherine (Kate Dickie) y cuatro hijos, la mayor Thomasin (Anya Taylor-Joy), el varón más grande Caleb (Harvey Scrimshaw) y los gemelos Mercy y Jonas. El tiempo transcurre manso, nace un quinto niño, Samuel, y precisamente con su desaparición -en un instante en el que el bebé estaba al cuidado de Thomasin- la tranquilidad del terruño se viene abajo: así presenciamos por primera vez la intervención de la señora del título (una anciana que adora pasearse desnuda y realizar actos indescriptibles con las criaturas y lo que queda de ellas). La propuesta apabulla con una fotografía naturalista de una enorme belleza y evita todo facilismo retórico, siempre testeando el pulso del público a través de una serie de escenas magistrales centradas en las consecuencias de la ausencia y de la hambruna subsiguiente en el entramado de los vínculos del clan y en los filtros ideológicos que los personajes emplean para aprehender/ asimilar la posibilidad de que estén malditos y deban defenderse de una seguidora de esa contraparte maléfica de su “Todopoderoso” (el Dios protestante puede ser reemplazado según los intereses discursivos de cada espectador). El enorme aplomo formal de La Bruja tiene varios manantiales de los cuales beber: basada en primera instancia en leyendas y relatos folklóricos -vinculados a la tradición más macabra de los cuentos de hadas- que a su vez vienen de las tragedias de los expatriados y una cosmovisión tan primitiva como alejada de la ortopedia técnica del ser humano de los últimos doscientos años, a decir verdad la ejecución concreta toma elementos específicos de La Fuente de la Doncella (Jungfrukällan, 1960), Witchfinder General (1968), El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), Macbeth (1971), Los Demonios (The Devils, 1971) y La Cinta Blanca (Das Weiße Band, 2009). Entre la locura de las comunidades herméticas y una narración aletargada, el opus nos devuelve la sequedad del clasicismo más revulsivo, ese que construía rituales de la aberración, dolor escalonado, mucha paranoia de “puertas adentro”, un Satanás símil macho cabrío y esas típicas cofrades femeninas que llamaban a la tentación. De hecho, el pecado es un concepto fundamental dentro de la trama, entendido no como una desviación pasada e individual de la norma o una latencia punitiva en función de un comportamiento juzgado negativo, que se pretende eliminar. El pecado al que hace referencia esta epopeya es el innato, el que arrastra el signo del martirio porque va con la naturaleza humana de manera indefectible y por un mandamiento sacro de eterna sumisión. Lejos de la mediocridad que pulula en el terror mainstream, esa misma que es consentida por un público y una crítica que gustan de quejarse desde la ignorancia para luego condonar películas igual de execrables de otros géneros, La Bruja unifica el espanto visceral (con destripamientos y sangrado interno a la cabeza), el dogma religioso más imperturbable (implantado vía una serie de estrategias que no tienen nada que envidiarle a la psicología conductista) y aquellos aquelarres de antaño (hoy el culto a Mefistófeles nos reenvía a una naturaleza animista en contacto con los mortales y su hipocresía, a veces víctimas de lo desconocido y a veces victimarios para con sus semejantes). El director consigue la proeza de retratar la histeria mediante el suspenso y un desarrollo de personajes muy ajustado, obviando en todo momento los caprichos narrativos, los golpes de efecto y la estructura simplista del “bus effect”. La represión detrás del ascetismo de los protagonistas pone de relieve el marco general en que se encuadra el film, el de un costumbrismo mundano y con ribetes áridos, en franca sintonía con el ocultismo y la putrefacción. La iconografía pagana, sinónimo de todo lo mórbido, explota en el maravilloso desempeño del elenco y ayuda a redondear una pequeña obra maestra de encierro, soledad y corrupción: así como la palabra bíblica funciona como un báculo mágico que pierde todo su espesor, la veneración a un mausoleo divino reclama ceguera y arrepentimiento automático, casi siempre irreflexivo…
La memoria y sus bisagras. Uno de los tópicos preferidos del cine posterior a la Segunda Guerra Mundial fue la cacería y el juzgamiento de los criminales de guerra nazis que lograron fugarse de sus respectivos asentamientos bélicos hacia distintas partes del globo, todo un subgénero dentro del policial que nos acercó obras de lo más variadas: desde las primigenias El Extraño (The Stranger, 1946), del gran Orson Welles, y El Juicio de Nuremberg (Judgment at Nuremberg, 1961), pasando por las muy enérgicas Odessa (The Odessa File, 1974), Maratón de la Muerte (Marathon Man, 1976) y Los Niños del Brasil (The Boys from Brazil, 1978), hasta Mucho más que un Crimen (Music Box, 1989) y El Libro Negro (Zwartboek, 2006), del siempre genial Paul Verhoeven. La duplicidad, el horror del genocidio y las paradojas de la moral de los vencedores y los perdedores son algunas de las muchas obsesiones de la vertiente. Contra todo pronóstico, Recuerdos Secretos (Remember, 2015) no sólo es otro interesante eslabón dentro de esta cadena de exploitations con conciencia, sino que además aporta una vuelta de tuerca símil Memento (2000) a un engranaje narrativo que ya parecía agotado. Esta vez el cazador es el anciano Zev Gutman (un extraordinario Christopher Plummer), un judío sobreviviente de Auschwitz que -luego de la muerte de su esposa- emprende un viaje por Estados Unidos y Canadá en busca de Otto Wallisch, miembro de las SS y responsable del asesinato de su familia, hoy supuestamente oculto bajo el nombre de Rudy Kurlander. Pero la faena no será tan sencilla y ello se debe al detalle de que Gutman padece episodios cíclicos de amnesia, en los que se ve obligado a leer una carta con instrucciones que le escribió Max Rosenbaum (Martin Landau), otro sobreviviente y el ideólogo de la hazaña. Así las cosas, el relato presenta a cuatro sospechosos que emigraron durante el período, a quienes el protagonista interrogará armado con una Glock y con el firme propósito de descubrir y ejecutar a Wallisch, por más que sea en función de su ajada memoria. El realizador Atom Egoyan, un señor que se hizo conocido internacionalmente gracias a la sobrevalorada El Dulce Porvenir (The Sweet Hereafter, 1997), hoy administra con una inusitada solvencia la tensión que subyace en el guión de Benjamin August, un trabajo simple a primera vista aunque muy eficaz y dinámico en cuanto a la progresión dramática y el aprovechamiento de los pormenores del thriller testimonial (ahora condimentado con la vejez y la clandestinidad) y de la premisa de base (vinculada a la soledad de la demencia y las muchas bisagras que vuelven a poner a Gutman en contacto con el mundo que lo rodea). Literalmente estamos ante la que quizá sea la película definitiva de Egoyan, un opus que supera con creces sus últimas y fallidas exploraciones en el campo del suspenso, las cuales a su vez constituyeron una mejoría con respecto a aquellos bodrios psicosexuales con los que comenzó su carrera. Explotando cada instante de la compleja cotidianeidad del personaje principal, esa que construye incertidumbre a través de su padecimiento y el riesgo latente de ser arrestado, la propuesta juega con los sincericidios involuntarios de Gutman y pone en perspectiva la estela trágica -a lo largo de los años- de un pasado que quedó abierto por la impunidad de la que suelen gozar los homicidas gubernamentales. Sólo resta aclarar que Recuerdos Secretos es uno de esos films que se reserva un golpe de efecto para el momento del desenlace, un recurso encantador que últimamente había caído en desuso…
Criminalizando la ideología. ¡Qué paradójico que en una época en la que estamos en las antípodas de la contracultura y casi todos parecen felices celebrando a pura carcajada la mediocridad y el conformismo que reinan en el campo de los guiones cinematográficos, Hollywood haya decidido construir una oda tan certera como la presente a uno de sus pocos y verdaderos “santos patronos”, el legendario Dalton Trumbo! Lejos del elitismo de cartón pintado de los hipsters incultos y del populismo cambalachero y acrítico que prima entre el público y la prensa, ese que festeja cuanto producto pomposo llega a la cartelera, los espectadores de izquierda siempre recordaremos al señor por el que quizás sea el mejor guión de la historia del cine, el de Espartaco (Spartacus, 1960), y por una de las propuestas antibélicas más viscerales de la década del 70, Johnny Got His Gun (1971), su ópera prima y única película como director. En Regreso con Gloria (Trumbo, 2015) se denuncian de manera explícita el fascismo, la intolerancia, el antisemitismo, la estupidez y el delirio de gran parte de la sociedad norteamericana de los 40 y 50, cuando estaba en auge la caza de brujas a través del Comité de Actividades Antiestadounidenses, un cónclave de fundamentalistas que se dedicaba al linchamiento sumarial de todo afiliado al Partido Comunista y que funcionaba al margen de la otra cruzada del terror, la encabezada por Joseph McCarthy -desde la demagogia y el amedrentamiento- contra los ciudadanos de pie u oponentes políticos. El film va más allá porque además de analizar la censura a la que fue sometido Trumbo por su militancia en tiempos de Guerra Fría, también señala el rol acusatorio de figuras intra industria como los execrables John Wayne y Hedda Hopper, una actriz reconvertida en chimentera enajenada. Aquí Wayne en especial es objeto de un ataque similar en términos ideológicos al encarado por Michael Moore contra Charlton Heston en Bowling for Columbine (2002), en esencia porque ambos representan ese costado hipócrita, conservador, demente y chauvinista del ser norteamericano (con la única diferencia de que Heston sí sabía actuar, basta chequear los trabajos de Wayne con su socio John Ford, otro republicano confeso que hasta llegó a ser galardonado por Richard Nixon). El encargado de dar nueva vida a Trumbo es nada menos que Bryan Cranston, un intérprete que sabe aprovechar cada uno de los manierismos y rasgos excluyentes del protagonista, ya examinados en el excelente documental Trumbo (2007) de Peter Askin, enriqueciéndolos vía la improvisación en numerosas escenas y enfatizando una metamorfosis que va desde el lujo altisonante a la cárcel y la proscripción. El interesante desarrollo es responsabilidad del guionista John McNamara, de amplia experiencia televisiva, y del realizador Jay Roach, conocido principalmente por las sagas iniciadas por Austin Powers (1997) y La Familia de mi Novia (Meet the Parents, 2000): si bien cae en algunos simplismos, el relato ofrece un pantallazo muy eficaz en torno a la lucha idealista de Trumbo por la libertad política y/ o de expresión, siempre en contra del clima paranoico y los oportunistas del momento (los que enarbolando las banderas de la infiltración comunista, se autoproclamaban guardianes de un “american way of life” petrificado y mentiroso). La trama no olvida al resto de los “Diez de Hollywood”, aquella primera lista negra de Estados Unidos, y muchas de sus preocupaciones están condensadas en el personaje ficticio de Arlen Hird (Louis C.K.), un resumen del dolor de años sombríos. Otra decisión inteligente fue la de colocar como antagonista al patético J. Parnell Thomas (James DuMont), presidente del Comité de Actividades Antiestadounidenses y luego condenado por corrupción, nuevo ejemplo de la doble moral de un montón de figuras del ámbito gubernamental y artístico. En Regreso con Gloria sobresalen también las exquisitas actuaciones de Diane Lane como Cleo, la esposa de Trumbo, Elle Fanning como Nikola, su hija mayor, y la maravillosa Helen Mirren como Hopper, la adalid de la criminalización más extrema del pensar distinto, esa que conduce al ostracismo y la utilización de seudónimos. Hubiese sido muy revelador que la historia continuase su derrotero más allá de los 50, para cubrir el período de Los Valientes Andan Solos (Lonely Are the Brave, 1962), El Hombre de Kiev (The Fixer, 1968) Johnny Got His Gun y la recordada Papillon (1973). La película destaca el fracaso del destierro profesional vía las anécdotas alrededor de los Oscars que recibe el protagonista -cuando debía recurrir a testaferros para seguir trabajando de manera regular, ante el veto implícito de los grandes estudios de Hollywood- por las bellas La Princesa que Quería Vivir (Roman Holiday, 1953) y El Niño y el Toro (The Brave One, 1956), antecedentes de una restauración que se completaría gracias a la intervención de los enormes Kirk Douglas y Otto Preminger, quienes lo incluyen en los créditos oficiales de Espartaco y Éxodo (Exodus, 1960) como autor del libreto, dando el puntapié inicial al fin de un etapa que pocas veces fue analizada por el mainstream, en una jugada que por supuesto tiene que ver con esa automitificación nostálgica que Hollywood pretende vender en el mercado global y que compran los cinéfilos más desinformados…
El periodismo como servicio público. Durante el período de entrega de los premios mainstream suele salir a la luz de manera muy clara una concepción del cine que lo vincula a la superficialidad y la estupidez a menos que esté basado en hechos verídicos y relevantes a nivel social, una noción no del todo precisa pero sin dudas evidente hasta cierto punto (en términos más generales, nadie come arte… guste o no). Por la atención mediática que reciben las epopeyas acerca de casos reales, resulta incuestionable que películas como La Gran Apuesta (The Big Short, 2015), Puente de Espías (Bridge of Spies, 2015), El Renacido (The Revenant, 2015), En Primera Plana (Spotlight, 2015), Joy (2015), La Chica Danesa (The Danish Girl, 2015) o Steve Jobs (2015) pasan al centro del candelero por unos meses, año a año, más allá de que cumplan o no los “requisitos” para que lo merezcan y/ o queden nominadas para tal o cual galardón. La propuesta que hoy nos ocupa, Sólo la Verdad (Truth, 2015), es un eslabón un poco más humilde -a nivel formal- de esta cadena de referencias: la obra analiza la controversia que generó la difusión en 2004, en el programa periodístico 60 Minutos, de unos memos firmados por el Teniente Coronel Jerry B. Killian, pruebas del trato preferencial que se le dio a George W. Bush en 1972 y 1973, cuando el susodicho estaba cumpliendo el servicio militar en Texas. Con la campaña presidencial de fondo, aquella en la que John Kerry pierde por décimas y en la que Bush obtiene su reelección, Dan Rather (el conductor de 60 Minutos y “presentador estrella” de CBS) y Mary Mapes (productora del programa) fueron objeto de una multitud de ataques por parte de las huestes republicanas, quienes remarcaban que ningún experto pudo autentificar los memos porque sólo se disponía de duplicaciones. Dos méritos muy interesantes de esta ópera prima de James Vanderbilt, responsable por ejemplo del excelente guión de Zodíaco (Zodiac, 2007), pasan por la exactitud y el didactismo con los que se abarcan las muchas aristas de un entretejido en el que confluyen la contienda política (la estrategia de desviar la atención hacia los documentos para sacar de foco a la historia sobre las influencias de la dinastía petrolera de los Bush y su gesta en pos de que el “nene” no combata en Vietnam), los designios de los multimedios (Viacom, el propietario de CBS, le soltó la mano al equipo de investigadores ya que el conglomerado compartía intereses con el gobierno del momento) y el periodismo en tanto servicio público (lo que implica que la perspectiva crítica debe estar siempre alerta, dejando de lado todo “oficialismo” o andamiaje conservador relacionado con la triste ponderación del statu quo). Ahora bien, el maravilloso trabajo en materia de diálogos y en lo que respecta a una suerte de caza de brujas escalonada no hubiese tenido el efecto deseado si no fuese por el gran desempeño de Robert Redford como Rather y de Cate Blanchett como Mapes: mientras que el primero consigue una interpretación ajustada y elegante que nos reenvía a muchas otras de su prolongada carrera, la segunda se luce a pura firmeza porque todo el peso del relato cae sobre sus hombros, en uno de esos personajes que recorre a la inversa el camino del héroe (Mapes arranca convencida de la legitimidad que le otorga la experiencia, para luego de a poco contemplar cómo su mundo se viene abajo en términos laborales). Tampoco se puede obviar la presencia del inoxidable Stacy Keach y de los encargados de componer al resto del atribulado equipo de 60 Minutos (Dennis Quaid, Topher Grace y Elisabeth Moss). Si en primera instancia podemos afirmar que Sólo la Verdad funciona como otro vehículo político para Redford, una “versión mejorada” de las correctas Causas y Consecuencias (The Company You Keep, 2012) y Leones por Corderos (Lions for Lambs, 2007), también es factible concluir que la realización toma la forma de un espléndido vehículo actoral para Blanchett, una australiana con una de las trayectorias más resplandecientes de la industria. Recién arribando al desenlace encontramos un dejo entre melodramático y simplista que por fortuna no llega a desdibujar los puntos a favor ganados a lo largo de un desarrollo muy inteligente, que sabe balancear los distintos componentes del retrato en cuestión (los ideales versus la corrupción y el pragmatismo) y que no escapa a los motivos del Hollywood de centroizquierda (en esencia demócrata, y por ello un tanto difuso en sus dogmas políticos).
El origen es espiritual. Luego de ver Kung Fu Panda 3 (2016), y de repensar las características de cada eslabón de la franquicia, uno llega a la conclusión de que no hay demasiado misterio en torno al muy buen nivel de las tres obras en su campo específico, léase el cine de animación familiar: el mismo equipo de guionistas mantuvo la batuta de la historia en todo momento (los erráticos Jonathan Aibel y Glenn Berger, que aquí supieron exprimir con inteligencia la ridiculez detrás de la premisa de un panda experto en artes marciales), se buscó explícitamente un desarrollo del personaje principal a lo largo de los opus (cada nueva película sumó una capa -tan sencilla como humana- a la idiosincrasia del protagonista, el Po del maravilloso Jack Black), y siempre estuvo presente esa versión light del humor grotesco, algo así como la “marca registrada” de la saga (a mitad de camino entre la incomodidad y el absurdo total). Mientras que otros productos infantiles se la pasan vanagloriándose de su autoconciencia, esa que posee casi cualquier representante del mainstream de nuestros días, y de la prodigiosa “amplitud” de su animación, otro de los latiguillos más vulgares en lo que atañe al estado del arte, las estrafalarias Kung Fu Panda deslumbran en serio en dichos ámbitos y van un paso más allá porque nunca descuidan la metamorfosis del antihéroe durante este viaje -de naturaleza pedagógica- que se inauguró cuando el Gran Maestro Oogway (Randall Duk Kim) eligió a Po como el próximo Guerrero Dragón. De hecho, el film comienza y termina con un par de hermosas batallas surrealistas en el “reino de los espíritus”, que no sólo redondean la personalidad de Po y su némesis actual, un yak ambicioso llamado Kai (J.K. Simmons), sino que además ayudan a expandir esa filosofía oriental difusa de fondo. El concepto que unifica el esperadísimo reencuentro con su padre, el también delirante y simplón Li (Bryan Cranston), y la flamante gesta en pos de salvar tanto al Palacio de Jade como a toda una aldea de pandas perezosos y glotones, sin olvidarnos del Maestro Shifu (Dustin Hoffman) y los Cinco Furiosos, pasa por el “chi”, por un lado la energía vital que fluye entre los seres vivos y por el otro el gran fetiche de Kai, que se divierte robando chis de los guerreros más importantes. Como si se tratase de una versión mejorada de tantos convites similares, Kung Fu Panda 3 se propone balancear la colección de gags de turno, mucha espectacularidad visual, personajes que se van enriqueciendo con el transcurso de los minutos y una inocencia condimentada con picardía y pasión, esa misma que siente Po por el kung fu (el típico camino del héroe se complejiza ante el fanatismo del protagonista). Ahora bien, en esta oportunidad sin dudas el eje del relato es la paternidad, por supuesto enrolada en la vieja tradición de los huérfanos que desean reconstruir su origen para dar sentido a su devenir posterior: en el trabajo de Alessandro Carloni y Jennifer Yuh se aprovechan -desde la sutileza del resquemor y no a través del odio- los cruces entre ambos padres, el biológico (Li) y el adoptivo (el Señor Ping, un ganso dueño de un restaurant de fideos e interpretado nuevamente por James Hong), sin caer en una rivalidad extrema. Esperemos que a futuro la fórmula de la saga no siga siendo copiada por Hollywood y sus socios globales, quienes reproducen los elementos más superficiales y dejan en el vacío al corazón de la propuesta, el que se condensa en el fervor de Po por comprender su entorno y descubrirse a sí mismo, un periplo que lo aleja del conformismo y lo acerca a la sabiduría…
La pirotecnia antes que el desarrollo. Estamos frente a un producto clase B -destinado en esencia al consumo hogareño- que por estas latitudes consigue abrirse paso hacia las salas cinematográficas, por obra y gracia de la distribución local. Como era de esperar, considerando los responsables de turno y la larga tradición de esta vertiente semi indie, Exorcismo (Exeter, 2015) no llega a ser del todo mala pero tampoco se ubica en el terreno de una película en verdad interesante, quedándose en una medianía con tantos puntos a favor como en contra. Los primeros minutos explicitan que el contexto del relato es una otrora escuela para mentes perturbadas que derivó en un campo de concentración dedicado a “descartar” niños con patologías severas, lo siguiente por supuesto es una fiesta de adolescentes lelos y drogones que termina en una carnicería vinculada a las almas en pena, una sesión espiritista y esa posesión que nunca puede faltar. Vale aclarar que hablamos del primer opus “personal” del realizador Marcus Nispel, un especialista en los ámbitos de la publicidad y los videoclips cuya carrera hasta este instante acumulaba el telefilm Frankenstein (2004) y la friolera de cuatro remakes consecutivas, para colmo todas de muy alto perfil: La Masacre de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 2003), Conquistadores (Pathfinder, 2007), Viernes 13 (Friday the 13th, 2009) y Conan, el Bárbaro (Conan, the Barbarian, 2011). El alemán sigue demostrando su talento a la hora de ofrecer truculencias, acechos histéricos, escenas de acción y cualquier momento de suma intensidad; lamentablemente la contraparte de todo ello es su total incapacidad en el arte de redondear personajes con carnadura, sorprender con vueltas de tuerca o hacer avanzar la trama con elementos que destruyan la monotonía y/ o la espiral de estereotipos del género. Aquí el director por fin se decidió a escribir la historia de base que a su vez inspiró el guión definitivo de Kirsten McCallion, un trabajo bastante limitado que ni siquiera tiene la decencia de ahorrarnos esa introducción horrible -y súper estandarizada por estos días- centrada en jovencitos descerebrados puteando y hablando de sexo (en otras épocas menos conservadoras las palabras hubiesen dado paso a la “acción” inmediata, hoy casi todo en el terror es abstracción berreta para púberes y adultos pusilánimes). Un dato peculiar, que dice mucho acerca de la venta en el mercado internacional de productos marcados por la indiferencia como el presente, es que Exorcismo tuvo tres títulos en inglés: además del ya citado Exeter, se la conoce también como Backmask y The Asylum, una verdadera rareza considerando que de hecho los títulos anglosajones suelen unificar criterios de distribución. Resulta de lo más curioso que en esta ocasión Nispel termine embarrado en una situación en la que se invierten sus problemas de antaño: mientras que antes dilapidaba personajes a priori atractivos debido a que no sabía matizar las emociones ni construir un desarrollo a la altura de las mismas, ahora sí encontramos una suerte de idea detrás del progreso dramático, relacionada con los abusos y la venganza posterior; no obstante nuevamente el esquema se echa a perder por la obsesión del señor para con la pirotecnia visual, un apartado en el que su erudición es indiscutible (hoy más que nunca este detalle pasa al primer plano porque el bajo presupuesto de Exorcismo frenó en gran medida la utilización de CGI, lo que por cierto no evita que Nispel se luzca al momento de los asesinatos vía la inteligencia de la edición). Aun así, el film no consigue escapar de su propio atolladero…