Tiempo de conocer al enemigo. Desde el vamos La Acusación (Court, 2014), una verdadera sorpresa proveniente de la India, se aleja de los rasgos estrambóticos de Bollywood y opta en cambio por el marco de referencias del cine arty festivalero, con vistas a ganar el favor y las recompensas del mercado occidental: en vez de la combinación de géneros con eje en el melodrama rosa, encontramos una propuesta contemplativa que pretende desmenuzar la pesadilla burocrática, la ceguera y el ensañamiento -por puro capricho- de determinados estados del Tercer Mundo contra los ciudadanos más indefensos, una contraposición abierta con respecto a la impunidad y la enorme estupidez de las cúpulas gobernantes y sus acólitos en los sectores acomodados. Utilizando tanto la parodia como la estructura de los courtroom dramas norteamericanos, la ópera prima de Chaitanya Tamhane dispara munición gruesa sin que le tiemblen las manos. La premisa detrás de la trama es muy sencilla y se centra en el arresto de Narayan Kamble (Vira Sathidar), una suerte de cantante callejero de protesta, bajo el cargo de incitación al suicidio, derivado de la muerte de un trabajador que supuestamente escuchó una canción del señor sobre el tópico en cuestión, en una de sus actuaciones públicas. La película adopta al minimalismo en la puesta en escena como patrón estilístico y de a poco construye un verosímil sardónico y de carácter naturalista, motivado por el “cul-de-sac” al que arriban los prototipos del poder judicial: más allá del martirio del acusado, al realizador y guionista le interesa analizar la vida privada del abogado defensor, la fiscal y el juez, circunstancia que viabiliza una constante oposición entre la mundanidad hogareña y la redundancia/ los tecnicismos de estos profesionales mediocres que gozan con el “ejercicio” de la autoridad. Si bien en ningún momento pierde fuerza la presencia de los cuestionamientos para con los límites específicos de la libertad de expresión en la India democrática de nuestros días, el film se hace un festín en lo que atañe al círculo vicioso kafkiano de una administración sorda y alienada que sólo reconoce sus reglas, siempre incapaz de interpelar al otro desde la lucidez compartida o las características más asequibles del sentido común. La falta de evidencias en la causa contra Kamble, la torpeza en la exposición de los argumentos y la ridiculez de la persecución ideológica tras un anciano que no representa peligro alguno para el monstruo estatal, son las postas en el camino que propone el opus de Tamhane, a su vez sostenido en la austeridad expresiva del elenco y en esas ironías belicosas que surgen intermitentemente a lo largo del metraje, recalcando la futilidad del proceso en su conjunto. En el devenir concreto quedan equiparadas la intolerancia y trivialidad de la fiscal (ejemplo del populacho conservador), el conformismo y la autoindulgencia del abogado defensor (representante de la clase media que la va de progresista) y la hipocresía e incultura del juez (testaferro de una dirigencia egoísta y enajenada). Aquí también se critica implícitamente al artista, quien parece condenado a repetir en un loop eterno las mismas diatribas sin jamás adaptarlas a un contexto en incesante cambio. Así como los enclaves del poder pretenden mantener su hegemonía mediante el congelamiento de la sociedad y el silencio de las voces opositoras, la realización nos invita a “conocer” a nuestros enemigos con el objetivo de combatirlos y/ o reducir su margen de influencia en la praxis cotidiana (hablamos -sobre todo- de la xenofobia, la exclusión, la intransigencia y el sistema de castas del hinduismo). A pesar de sus grandes aciertos, La Acusación no llega a la perfección por una primera mitad a la que le cuesta arrancar en función de algunas escenas inconducentes que alargan más de lo debido el desarrollo de personajes, generando involuntariamente unos pequeños baches en la historia; luego por suerte los deslices son compensados con creces por una segunda parte mucho más dinámica y puntiaguda. A través de una serie de coloridas viñetas alrededor de los estratos más bajos del circo judicial, ese que trata decenas de casos por jornada, Tamhane pinta de pies a cabeza la violencia y el absurdo que enmarcan el día a día de la corte y del “derecho mancomunado” en su versión autoritaria, como si la única respuesta frente al activismo político fuese la proscripción o su triste correlato, la cárcel. La justicia y otras tantas nociones se van por el drenaje cuando el grotesco pasa al primer plano social…
Esclavo del delirio. En el campo de las películas decepcionantes sobre temáticas que daban para mucho más, La Jugada Maestra (Pawn Sacrifice, 2014) definitivamente lleva la bandera porque la prolijidad del director Edward Zwick no alcanza para ocultar que estamos ante otra biopic que hace uso y abuso del costado menos luminoso del protagonista de turno, una suerte de “herramienta formal” entre fatua y sensacionalista que podemos rastrear hasta Toro Salvaje (Raging Bull, 1980), aquella obra maestra de Martin Scorsese que -mal que pese- influyó muy negativamente en los retratos cinematográficos de viejas glorias (no siempre la estela de los prodigios resulta gratificante, más allá de los méritos específicos de cada opus en su contexto). Hoy le toca a Bobby Fischer ser el núcleo de un relato que parece ponderar más su paranoia anticomunista y antihebrea que el ajedrez que lo hizo famoso en todo el globo. A pesar de las buenas intenciones y el tono aguerrido detrás de la interpretación de Tobey Maguire, quien encarna al norteamericano desde la adolescencia hasta el recordado Campeonato Mundial de 1972 contra Boris Spassky (el período central que cubre el film), el guión monocromático de Steven Knight termina jugándole en contra a una propuesta que podría haber balanceado las distintas facetas de Fischer sin necesariamente resaltar en cada una de las escenas que su entorno no supo cómo impedir el deterioro psicológico gradual, prefiriendo soportar su arrogancia y caprichos por “amor al arte” o en pos de usufructuar con las competencias. Subsanando en parte las torpezas en torno al viaje en espiral del protagonista, junto a su representante Paul Marshall (Michael Stuhlbarg) y su colega Bill Lombardy (Peter Sarsgaard), la trama sí conjuga con inteligencia el ABC de la Guerra Fría. Si bien la película no profundiza en la estratagema política del enfrentamiento entre Fischer y Spassky, por lo menos se esmera en examinar sutilmente las repercusiones en los jugadores -a nivel individual/ íntimo- de la rivalidad polimorfa entre Estados Unidos y el bloque soviético, el telón de fondo en el ascenso del ajedrez a la primera plana de la manipulación ideológica y la altanería como mecanismo de supresión discursiva del “otro”. De hecho, la efusividad de Maguire encuentra su contraparte en la quietud que enmarca al maravilloso desempeño de Liev Schreiber como Spassky: ambos fueron títeres de sus respectivos países y hasta pueden ser leídos como ejemplos paradigmáticos de la imagen que las administraciones del momento pretendían vender al público más vasto (hablamos de aquella soberbia ausente e incontrolable por un lado y de la imperturbabilidad por el otro). Recién durante el desenlace tenemos una mínima variación dramática pero ya es demasiado tarde, debido a que la repetición anuló toda posibilidad de sorpresa en base a las idas y vueltas cognitivas del pobre Bobby, a quien -para colmo- no se le concede la amplitud narrativa que podría haber aportado un ámbito profesional mejor desarrollado (dentro de una historia con muchas imprecisiones y poco análisis del ajedrez, el antihéroe se mueve como un esclavo de sus propios delirios y a veces como un alienado que se alejó de todos, incluyendo a su familia y allegados). La Jugada Maestra cae en el atolladero de tantas realizaciones similares porque está repleta de lagunas fácticas y no va más allá de la fábula del “genio torturado”, siempre a la espera de que la figura en sí otorgue casi de manera automática ese encanto que debería ser construido por los responsables detrás de cámaras…
Epifanías en el ocaso. Gran parte del cinismo de nuestros días se basa casi de forma exclusiva en un esbozo de una actitud superadora -para con todos y todo- que pone en el centro del mundo al sujeto hablante y deja de lado cualquier otra perspectiva de legitimación que no sea la burla o el desprecio, como si el ninguneo constante no derivase en el aislamiento y la pauperización cognitiva (tanto a nivel individual como en lo referido al andamiaje de la sociedad). En este sentido, el cine de Paolo Sorrentino nos coloca en un aprieto en tanto espectadores porque si bien resulta encomiable su interés por el Federico Fellini posterior a La Dolce Vita (1960), lamentablemente su obra a la fecha sabe a rancia, al igual que sus observaciones sobre la crisis de la cultura tradicional italiana, la muerte de los ideales y el advenimiento de la pedantería televisiva, ese diapasón vacuo y carente de toda conciencia constructiva. Este círculo vicioso ya podía verse en películas como Este es mi Lugar (This Must Be the Place, 2011) y La Grande Bellezza (2013), ejemplos claros de un devenir visualmente florido pero reduccionista y elemental en lo que hace al acervo discursivo. En Juventud (Youth, 2015) la decadencia artística/ social aparece vía una metáfora que involucra a dos amigos con muchos años de correrías en conjunto, el director de orquesta retirado Fred Ballinger (Michael Caine) y el realizador cinematográfico Mick Boyle (Harvey Keitel), quienes dilapidan sus últimos días en uno de los palacios del relax que pululan entre los Alpes suizos. Mientras que el primero se la pasa diciéndole “no” a la propuesta de un emisario de la Reina Isabel II para dirigir un concierto final, el segundo trabaja arduamente en pos de finiquitar un guión, con el objetivo de que funcione como un broche de oro para su carrera. Una vez más el relato está estructurado en torno a una serie de viñetas tragicómicas acerca del transcurrir del tiempo, los fantasmas psicológicos familiares, la sombra ascendente de “la parca” y por supuesto -como cabía esperar en una suerte de exploitation fellinesco- la colección de alucinaciones y seres bizarros que deambulan alrededor de los protagonistas (a modo de ejemplo, en los primeros minutos nos topamos con una versión muy obesa de Diego Armando Maradona en la piel de Roly Serrano). Más allá de la presencia de los maravillosos Caine y Keitel, el elenco está plagado de luminarias como Paul Dano, Rachel Weisz y Jane Fonda, entre otros; las cuales a su vez complementan lo hecho por el director de fotografía Luca Bigazzi y la diseñadora de producción Ludovica Ferrario, dos excelentes profesionales que ya habían trabajado bajo las órdenes de Sorrentino en el pasado reciente. Quizás los dos elementos más ridículos/ anacrónicos se condensen en la inclusión de un machismo de una idiosincrasia bastante rudimentaria (que pretende recuperar a las mujeres de antaño, esas musas petrificadas y sin lengua) y el acopio de detalles de aspiraciones “elevadas” y muy poca profundidad (la lentitud exasperante del ritmo narrativo tampoco ayuda demasiado a olvidar los facilismos y las sentencias de cotillón que se desprenden del destino final de cada personaje, filosofía barata mediante). El preciosismo plástico de Sorrentino y sus epifanías en el ocaso constituyen un molde más videoclipero que barroco, y para colmo de males el napolitano no consigue robustecer aquellas ironías amargas de su colega y máximo referente: esta doble paradoja va enterrando de manera paulatina las buenas intenciones del autor bajo el agobio del lujo y la pomposidad más intrascendentes…
Comunidad y metamorfosis. Gran parte del cine europeo de género juega de manera consciente desde un rol opositor para con lo que suele ser la producción del mainstream norteamericano de nuestros días, flexibilizando la distancia a conveniencia según los intereses del realizador de turno. Así las cosas, podemos encontrarnos con diferentes disyuntivas formales en una rivalidad que nunca llega al terreno del fundamentalismo, ya que funciona como una mixtura siempre abierta al diálogo: está la estrategia centrada en extremar el discurso (volcando el relato hacia la severidad), la opción satírica implícita (que gusta de señalar los puntos ridículos de Hollywood) y finalmente la maniobra del contraste (el combinar géneros a pura anarquía). Indudablemente Cuando Despierta la Bestia (Når Dyrene Drømmer, 2014) opta por la primera alternativa y construye una relectura eficaz de varias temáticas en torno a los licántropos, esa eterna metáfora acerca de la animalización del ser humano y la intolerancia del entramado social en lo referido a la aceptación del diferente, el pánico más irreflexivo y el afán “civilizador” a cualquier costo. Con ecos lejanos de la excelente Criatura de la Noche (Låt den Rätte Komma in, 2008), la ópera prima de Jonas Alexander Arnby -un asistente de utilería de Lars von Trier reconvertido en director- logra unificar sutilmente los pormenores comunales y la metamorfosis hacia la piel de la bestia, hoy el engranaje bicéfalo del horror. De hecho, la propuesta edifica un puente entre ambas comarcas mediante la “exclusión” de la protagonista, un rescate conceptual que se agradece en un contexto dominado por Estados Unidos y tendiente a la homogeneización infantiloide y la pobreza de recursos. Aquí el guión de Rasmus Birch retrata el entorno familiar/ laboral de Marie (Sonia Suhl), una joven que vive en un pueblito perdido de Dinamarca junto a su madre comatosa y su padre, quien abraza a la docilidad bienintencionada como principio rector de su existencia. La aparición de un sarpullido en su pecho y el trato violento por parte de sus compañeros de trabajo serán los primeros síntomas de que la colectividad le reserva una cacería salvaje. Atravesando con solvencia tópicos candentes e históricos como la inevitabilidad del linaje, el odio consensuado y el anhelo desesperado en pos de sobrevivir, el convite presenta un desarrollo dinámico que escapa a los moldes vetustos del cine arty y a esa parsimonia de cotillón de índole festivalera. Si bien por momentos Arnby peca de falta de ideas novedosas a nivel visual, por suerte luego lo compensa dosificando el suspenso y entregando una buena dirección de actores, con la propia Suhl a la cabeza (en especial llama la atención la fortaleza lacónica de su interpretación). La película en general reclamaba un desenlace más intenso, no obstante la masacre de ocasión cumple dignamente con el criterio de justicia…
Una hipérbole en el horizonte. En el campo de las épicas de aventuras, desde hace tiempo Hollywood no se decide entre refritar aquellas megaproducciones del pasado (larguísimas y pomposas a más no poder) o dar nueva vida a los péplums de corazoncito clase B (fundamentalmente de las décadas de los 50, 60 y 70), optando en cambio por una combinación de ambas vertientes que nunca termina de convencer del todo porque el fetiche contemporáneo para con los CGI suele destruir las buenas intenciones de base. Dioses de Egipto (Gods of Egypt, 2016) es otro ejemplo de las paradojas de nuestros días: por un lado rescata el ímpetu de las gestas colosales, lo que hace que su duración resulte desmesurada, y por el otro pretende invocar la levedad narrativa de un porfiar masivo ya extinto, sustentado en un encanto artesanal que hoy aparece licuado gracias a la impersonalización y abulia que impone el artificio digital. Aun así, vale aclarar que el film en cuestión se autodefine de manera consciente como un representante del cine de animación más que como una epopeya hecha y derecha, lo que se deduce de la magnitud del delirio visual que aquí propone su director Alex Proyas, uno de los grandes prodigios de los 90 que de a poco fue asimilado por el mainstream. A decir verdad el realizador jamás volvió al nivel de su díptico inicial, El Cuervo (The Crow, 1994) y Dark City (1998), obras que dieron paso a la simpática Días de Garage (Garage Days, 2002) y a la dupla de “alto perfil” compuesta por Yo, Robot (I, Robot, 2004) y Cuenta Regresiva (Knowing, 2009). Bien lejos del misterio y sutileza de esta última, sin duda el opus más interesante de esta etapa de su carrera, en Dioses de Egipto no deja juguete en su repisa y extrema el diseño de cada escena y criatura, con el exceso como único horizonte. La historia gira a los tumbos alrededor de un Antiguo Egipto hermanado con la fantasía bélica y un pulso de ciencia ficción, utilizando como disparador del relato al asesinato de Osiris (Bryan Brown) a manos de su hijo Seth (Gerard Butler), justo el día de la coronación de su otro vástago, Horus (Nikolaj Coster-Waldau), quien es condenado al exilio. Un punto a favor de la película es que no fuerza la entrada del “componente sobrenatural” porque desde el título se hace explícito el contexto de la trama, circunstancia que a su vez no quita que -nuevamente- nos topemos con el camino del héroe de un simple mortal, destinado por supuesto a salvar a su amada: Bek (Brenton Thwaites) es un muchacho que deseando liberar a Zaya (Courtney Eaton), su pareja esclavizada, termina batallando codo a codo junto a Horus en pos de devolverle la vida a la señorita, otro lindo homicidio de por medio. Ni siquiera la enorme imaginación que despliega Proyas alcanza para tapar una dinámica bastante ajada, que responde a esa intermitencia semi automática entre los momentos de calma y una flamante secuencia de acción. El equipo de guionistas conformado por Matt Sazama y Burk Sharpless continúa explotando la fórmula patentada en Drácula (Dracula Untold, 2014) y El Último Cazador de Brujas (The Last Witch Hunter, 2015), siendo los mayores responsables del hecho de que prácticamente no haya desarrollo de personajes más allá de las one-liners, alguna que otra salida aislada y toda esa inocencia de fondo orientada al “gran espectáculo” más recargado. A la propuesta le sobra mínimo media hora de metraje y pide a gritos que la violencia y el sexo sean más gráficos y menos amigables para con un público criado a base de escapismos soft que se distancian de la praxis cotidiana…
Imposición y autoimposición de la condena. A veces el mecanismo retórico empleado para narrar una historia se instituye de tal manera sobre el tema de base que la experiencia cinematográfica termina derivando hacia el terreno de una suerte de parque de diversiones en donde la visceralidad de los sentidos -por supuesto, con la vista como gran protagonista- constituye el carril asignado al espectador, marcando la amplitud de lo que se tiene para ofrecer. Estamos ante una de esas obras en las que el régimen formal impone su parafernalia sobre la dimensión del contenido, lo que en esta oportunidad funciona como una panacea ya que el tópico en cuestión, el Holocausto, ha sido tratado hasta el hartazgo desde la afectación lacrimógena y explícita, pensemos para el caso en dos ejemplos por antonomasia del rubro, La Lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), de Steven Spielberg, y Noche y Niebla (Nuit et Brouillard, 1955), de Alain Resnais. El Hijo de Saúl (Saul Fia, 2015) se propone dos tareas en paralelo: la primera es retratar el trabajo de los Sonderkommandos, unas unidades especiales -conformadas por prisioneros de los campos de concentración- que se encargaban de guiar a las víctimas a las cámaras de gas, luego retiraban los cuerpos y finalmente los conducían a los crematorios; el segundo objetivo del film pasa por analizar de manera tangencial una de las pocas rebeliones contra las SS, evento ocurrido en octubre de 1944 en Auschwitz. El Saúl del título es uno de los tantos judíos “asistentes” de los nazis, dedicado a separar las pertenencias valiosas de los muertos y sacar los cadáveres. Un día el hombre descubre a un niño agonizando, ve cómo un alemán lo sofoca hasta matarlo y a partir de ese momento se fijará como misión rescatar sí o sí el cuerpo de los hornos y conseguir a un rabino para darle un entierro acorde a su fe. Más allá del interrogante de fondo acerca de si el joven es en realidad su hijo o no, planteo que se va desdibujando a medida que evoluciona el derrotero del protagonista y se van acumulando los problemas, lo verdaderamente fascinante de la película está en su propuesta estética, sustentada en una serie de tomas secuencia a través de travellings en primer plano del rostro, la nuca y los hombros de Géza Röhrig, el encargado de interpretar a Saúl y máximo responsable del éxito del opus en su conjunto. El director László Nemes nos regala escenas maravillosas como la de las ejecuciones en el foso y la insurrección, construyendo un retrato ascético -símil Robert Bresson y Ven y Mira (Idi i Smotri, 1985), de Elem Klimov- de la maquinaria del genocidio y la obsesión masculina en general, esa que avanza enceguecida en pos de determinado fin y a expensas de todo lo que se cruce en su camino. De hecho, allí mismo subyace el componente más interesante -y hasta cierto punto, más polémico- de El Hijo de Saúl, en el detalle manifiesto de que al protagonista no le importa en lo más mínimo el destino de sus colegas sublevados, salteándose sus requerimientos porque no constituyen más que estorbos en su periplo de redención alrededor del cuerpo del niño (se da a entender que Saúl no fue un buen padre ni mucho menos). Durante el film somos testigos de una lucha descarnada entre el contexto lúgubre del campo de exterminio y la voluntad individual, una contienda en la que termina imponiéndose ésta última porque el “castigo de afuera” nunca será igual de horrible que el autoimpuesto, debido a que somos dueños de nuestro cuerpo y nuestra psiquis para hacer con ellos lo que queramos, más allá del parecer e intromisión de terceros, llámense instituciones u organismos disciplinarios…
Los sueños del migrante. Hasta cierto punto Brooklyn (2015) funciona en términos concretos como un gajo más -tan conservador como humilde- de ese mismo árbol genealógico que nos deleitó con la extraordinaria Carol (2015): estamos ante una especie de nota al pie cinematográfica de aquella, ya que por un lado mantiene el apartado “reconstrucción personal” y por el otro reemplaza la dialéctica de los prejuicios sociales por la angustia de los que deben dejar su hogar para probar suerte en tierras lejanas. El contexto es idéntico en ambos casos (la New York de la década del 50) y la perspectiva también (el melodrama de cadencia serena), sin embargo aquí no encontramos la complejidad de Todd Haynes sino un régimen discursivo muy simple que trae a colación la eficacia que a veces puede ofrecer la desnudez retórica. La primera lectura que canaliza el film viene de la mano de su esplendorosa protagonista, Saoirse Ronan, una veinteañera de cara angelical que hasta este momento había sido encasillada en el binomio “señorita sufriente/ luchadora gélida”; con un corpus profesional compuesto por las interesantes Camino a la Libertad (The Way Back, 2010), Hanna (2011), Byzantium (2012) y Río Perdido (Lost River, 2014), la desastrosa Desde mi Cielo (The Lovely Bones, 2009) y la mediocre La Huésped (The Host, 2013). En Brooklyn por fin puede despegarse del cliché vía el personaje de Eilis, una joven irlandesa que atraviesa el Océano Atlántico para intentar anidar en el barrio del título, donde trabajará en una tienda por departamentos y se enamorará de Tony (Emory Cohen), un fontanero italoamericano. Aquí la actriz despliega todo su talento no sólo en lo referido a las aflicciones reprimidas de la adolescencia, abriéndose camino -gracias a un registro naturalista y sutil- hacia la mejor performance de su carrera, ya en el campo de los dilemas de la adultez. Al igual que en Carol, las veleidades y los detalles de la época juegan un papel importante en un entorno dominado por la conmoción afectiva, pero siempre como “telón de fondo” de los vaivenes del corazón y jamás pasando al primer plano, como ocurre en casi cualquier otro exponente del mainstream contemporáneo. El trazo grueso en la demarcación de los personajes no está presente porque tanto el minimalismo de la puesta en escena y la dinámica de la intimidad constituyen los núcleos centrales del convite, por sobre todo atajo y/ o reducción dramática. El opus del siempre prolijo John Crowley, a partir de un guión de Nick Hornby, inclusive se toma la molestia de amortiguar la típica introducción del tercero en discordia, ya avanzado el metraje, mediante una correcta sistematización del antagonismo del caso y la estrategia de enfatizar que ningún “estado de cosas” es perenne (el viaje de Eilis de vuelta a Irlanda, luego de la muerte de su hermana, ejemplifica lo anterior porque la susodicha halla cambios por doquier, descubriendo que los sueños del migrante pueden materializarse en casa). Como en toda buena exaltación de los sentimientos, Brooklyn restaura una vez más el valor que poseen las decisiones individuales en el destino de cada pareja: hoy las pequeñas mentiras y las lágrimas del género no pesan más que las paradojas del propio ser humano…
La sabiduría del callejón. Si hay un estudio hollywoodense que suele mostrarse orgulloso de su conservadurismo, sin lugar a dudas es Disney: tantas décadas en el mercado inevitablemente derivaron en una serie de rasgos formales y de contenido que reaparecen una y otra vez en cada nuevo producto de la factoría, como si la introducción de elementos novedosos -o un simple reordenamiento de la cadena de referencias- desvirtuase la “marca registrada” o ahuyentase al público cautivo de turno (se supone que son los niños/ adolescentes aunque la tendencia de los últimos lustros, vinculada a un proceso de aggiornamiento leve, pareciera indicar que los adultos también pasaron a ser el objetivo). Aclarado el panorama a nivel macro, es momento de afirmar que Zootopia (2016) funciona como un intento bienintencionado por torcer un poco la línea narrativa de la compañía y volcarla hacia el campo de los policiales. Pensando a la película dentro del entramado mainstream de nuestros días, resulta amena por la suma de sus partes y no gracias a cada capítulo específico: de hecho, para olvidar la previsibilidad de cada acto en solitario debemos sopesar a la propuesta en su conjunto, la cual está sustentada en cambios de tono muy pronunciados. La trama comienza con el viejo esquema del “pueblerino idealista en la gran ciudad” y su primer golpe de realidad (aquí Judy Hopps, una hembra de conejo, viaja a la urbe de Zootopia y cumple su sueño de ser policía, una profesión reservada a los predadores, pero es asignada al control del tránsito y el estacionamiento), en el nudo del relato el asunto deriva hacia un film noir bastante lelo (desapariciones misteriosas y un submundo criminal de por medio) y todo termina en el terreno de un drama de conspiraciones (para colmo con una fuerte conciencia antirracista). Hoy la dialéctica de las diferencias aparece precisamente bajo una suerte de dirigencia de mamíferos predadores, los cuales dominan el destino de Zootopia, y la posición relegada de las “presas”, quienes conviven en relativa armonía con los primeros aunque con abusos esporádicos y dicha hipocresía, centrada en la disparidad de oportunidades. El film, al igual que su protagonista, en buena medida se lava las manos en lo que respecta al apartado ideológico y decide coquetear -desde la seguridad ATP y una más que generosa distancia para con el trasfondo sórdido- con algunos motivos de ¿Quién Engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit?, 1988), aquella maravilla del Robert Zemeckis más audaz, ya desaparecido. El contrapeso de Judy, un personaje quizás demasiado simplón, es Nick Wilde, un zorro que se dedica a pequeñas estafas y que aporta toda la sabiduría del callejón. Otro punto interesante de Zootopia pasa por el catalizador de la historia, relacionado con súbitas reconversiones hacia lo “salvaje” por parte de determinados secundarios y/ o víctimas, no obstante el detalle tampoco se profundiza más allá de lo políticamente correcto para un producto de la Disney (por supuesto que el fantasma de la intolerancia y el odio se transforma en el gran enemigo al momento de redondear la moraleja, por más que sea en los términos ambiguos del desenlace). El opus de Byron Howard, Rich Moore y Jared Bush amaga con una verdadera metamorfosis en cuanto al típico “camino del héroe” y su estructuración general, sin embargo se queda en la medianía y lamentablemente desperdicia una chance única orientada a maquillar un semblante industrial alicaído. Aun así, la obra cumple desde su ligereza y hasta llega a sorprender en algunas escalas de su desarrollo…
La caza de brujas corporativa. Considerando el tópico central de La Verdad Oculta (Concussion, 2015), nada menos que el descubrimiento de un trastorno cerebral degenerativo gracias al estudio de los cadáveres de varios jugadores de fútbol americano, uno podría esperar una propuesta de choque que apunte directamente a la National Football League, la megacorporación que controla el deporte -dentro de los límites del marco profesional- en suelo estadounidense, sin duda uno de los productos más redituables de la industria de los medios de comunicación y un baluarte a defender por el consumidor promedio, en base a su tendencia acrítica. Lo cierto es que la película pretende ubicarse en un rango ideológico intermedio, moderando las diatribas del protagonista/ denunciante y ofreciendo un equilibrio un tanto paradójico que señala la red de silencio alrededor del tema y al mismo tiempo licúa todo vía el melodrama. Por supuesto que esta perspectiva de por sí no implicaría problemas formales si no fuera por la intervención de dos factores más: hablamos de una actuación muy pobre por parte de Will Smith y de un guión con una estructura que tiende cíclicamente hacia la repetición y la falta de novedades significativas. Aquí el señor interpreta al Doctor Bennet Omalu, un patólogo forense que en 2002 se obsesiona con investigar la causa de la muerte de Mike Webster (David Morse), un jugador de los Pittsburgh Steelers con un largo historial de demencia y depresión. La curiosidad lo lleva a tropezar con un síndrome en torno a los golpes en la cabeza de Webster, producto de años de practicar el deporte, al que denomina “encefalopatía traumática crónica”. El film combina los ataques de la NFL a Omalu y la archiconocida fábula del sueño americano, gracias a su condición de inmigrante nigeriano. El realizador y guionista no es otro que Peter Landesman, quien venía de firmar el derrotero de la interesante Matar al Mensajero (Kill the Messenger, 2014), aquel thriller político setentoso sobre el rol de la CIA en lo que atañe a la provisión de armamento a los contras nicaragüenses y la importación de cocaína a Estados Unidos. Lamentablemente en La Verdad Oculta no aporta ni un ápice de originalidad y se muestra muy apegado al molde paradigmático de los relatos del “genio incomprendido” que -sin ambicionarlo- se gana enemigos poderosos, atraviesa el típico calvario familiar y eventualmente alcanza una suerte de redención popular y aceptación. Los diálogos por momentos están bien y en otros no van más allá del cliché, lo que funciona en consonancia con la falta de intensidad y valor de esta adaptación timorata de una caza de brujas corporativa contra Omalu y sus allegados. Volviendo a Smith, el actor hoy deja atrás su correcto desempeño en Focus: Maestros de la Estafa (Focus, 2015), obra que volcó hacia la elegancia a su semblante “modelo canchero”, y retoma algunos elementos de sus colaboraciones con Gabriele Muccino, las maniqueas En Busca de la Felicidad (The Pursuit of Happyness, 2006) y Siete Almas (Seven Pounds, 2008). Para colmo su caracterización unidimensional es opacada por la de sus colegas Alec Baldwin y Albert Brooks, quienes interpretan a dos médicos simpatizantes de la causa de Omalu. A pesar de las torpezas narrativas y la ausencia de una tesitura un poco más aguerrida a nivel discursivo, se notan las buenas intenciones de Landesman y su cruzada en pos de inculpar a la NFL de negar lo que ya sospechaban/ sabían: aquí se denuncia la faceta comercial del deporte pero nada se dice de su papel en la idiotización masiva del público…
La enfermedad del disfraz. Para pensar una película como La Chica Danesa (The Danish Girl, 2015) conviene separar el gesto artístico que se esconde detrás del film y los resultados concretos de la faena en sí. El primer ítem nos reenvía a la trayectoria reciente del director Tom Hooper, quien viene de la ampulosidad del maravilloso musical Los Miserables (Les Misérables, 2012) y de los vaivenes -mayormente políticos- de esa suerte de trilogía de biopics conformada por El Discurso del Rey (The King’s Speech, 2010), El Nuevo Entrenador (The Damned United, 2009) y Longford (2006): resulta más que loable que el británico ahora prefiera “bajar a tierra” con un relato intimista de amor e identidad de anclaje transexual, no obstante las buenas intenciones chocan con la pobreza del entramado que pretendía canalizarlas, lo que a su vez deriva en una obra fallida e inconsistente, hasta un poco distante a nivel emocional. La historia está basada en la novela homónima del norteamericano David Ebershoff, un recorrido -repleto de detalles ficcionales- alrededor de las vidas de Einar Magnus Andreas Wegener y Gerda Marie Fredrikke Gottlieb, una pareja de pintores daneses que adquirió notoriedad durante las primeras décadas del siglo XX cuando Wegener comenzó a posar para su esposa con ropa femenina, llegando al punto de rebautizarse como Lili Elbe y de desarrollar una nueva identidad en consonancia con la metamorfosis. El opus de Hooper apela a muchas herramientas del melodrama más sobrio y previsible para construir un equilibrio entre el erotismo de índole clasicista y los típicos motivos del cine queer, con el énfasis puesto en la celebridad de Elbe y su condición de haber sido objeto de una de las primeras y temibles cirugías de cambio de sexo, llevada a cabo por el Dr. Kurt Warnekros. El problema principal de la propuesta lo encontramos en la tibieza conceptual del guión de Lucinda Coxon, que no sólo no se aparta ni un ápice del modelo “artistas desprejuiciados que van más allá de las convenciones de su época”, sino que además repite en demasía el mismo círculo narrativo estándar, ofreciendo a fin de cuentas una versión muy lavada de los múltiples retos que implica una decisión como la de Wegener/ Elbe (a pesar de que está bien apuntalado el apoyo inicial de su cónyuge y los altibajos posteriores, ya con la transformación más avanzada, a decir verdad no convence en absoluto la introducción de un par de “terceros en discordia” a lo largo de la trama). Los estereotipos en el desarrollo de los personajes terminan dilapidando una interesante oportunidad orientada a dar cuenta del tormento del protagonista en una sociedad que condenaba todo aquello que no comprendía. Ahora bien, dentro de los elementos a favor de la película, sin duda el desempeño de Eddie Redmayne y Alicia Vikander -como Einar y Gerda, respectivamente- es el gran responsable a la hora de mantener el interés del espectador y exacerbar la dimensión dramática con vistas a profundizar en la psicología general de los daneses: mientras que la perspectiva de Vikander es naturalista, el “método Redmayne” para la actuación continúa vinculado a una gesticulación prominente que el intérprete va dosificando según el papel (hoy quizás abusa un poco de las sonrisas y las miradas extraviadas). La fotografía de Danny Cohen es otro punto sugestivo porque constantemente embellece la angustia que enmarca al periplo, esa que trae a colación lo que Elbe llama la “enfermedad del disfraz”, el desfasaje entre la masculinidad y la feminidad, entre lo público y lo privado, entre su cuerpo y su identidad…