La fraternidad de los pederastas. Así como no siempre la novedad es sinónimo de efervescencia creativa, de la misma forma una ejecución sensata de premisas añejas suele jugar a favor de la obra en cuestión. En este sentido, se podría decir que En Primera Plana (Spotlight, 2015) no abre horizontes inéditos en lo que respecta al rubro “películas sobre investigaciones intrincadas”, una dialéctica narrativa muy querida por los cinéfilos con el corazón volcado al suspenso, no obstante el film respeta cada una de las reglas de oro del apartado y hasta lo hace con elegancia y mucha serenidad, dos condimentos que parecían haberse esfumado del mapa mainstream de los últimos años. Quizás no resulte del todo preciso afirmar que aquí no hay detalles originales porque de hecho la propuesta pretende analizar con herramientas ya conocidas un ámbito poco explorado por el séptimo arte, por lo menos en lo que atañe a este subgénero. Obviando la perspectiva melodramática y concentrándose en un equipo periodístico de The Boston Globe, En Primera Plana hace por los thrillers de trasfondo religioso -hoy acerca del hobby principal de la Iglesia Católica, el abuso de menores- lo que Todos los Hombres del Presidente (All the President’s Men, 1976) hizo por los thrillers políticos, El Informante (The Insider, 1999) por los corporativos y Zodíaco (Zodiac, 2007) por los policiales. Vale aclarar que si bien en el elenco hay figuras como Michael Keaton, Mark Ruffalo, Rachel McAdams, Stanley Tucci o Liev Schreiber, el peso de la historia es colectivo y se atomiza entre todos, evitando los personalismos y el endiosamiento de los protagonistas, rasgos que no funcionan en proyectos como el presente y que complementan el anclaje de muchos films testimoniales de Hollywood como Erin Brockovich (2000) o Michael Clayton (2007). El contexto general queda fijado durante los primeros minutos de metraje, con un nuevo editor, Marty Baron (Schreiber), tomando el control del diario en 2001, y con un fantasma alrededor de su llegada, centrado en posibles despidos en pos de hacer rentable a la edición impresa frente al avance irrefrenable de Internet. Pronto a Baron le llama la atención una columna sobre el cura pedófilo John Geoghan, que violó a 80 niños a lo largo de varias décadas, y el abogado de las víctimas, Mitchell Garabedian (Tucci), quien dice que el Cardenal Law, el Arzobispo de Boston, sabía de los crímenes y aun así decidió proteger a Geoghan y encubrir el asunto. El editor le asigna el caso al equipo Spotlight, especializado en investigaciones a largo plazo, lo que deriva en el descubrimiento de que el 6% de los sacerdotes abusan de pequeños, unos 90 clérigos sólo en la zona metropolitana de Boston. La película adopta una construcción dramática sutilmente in crescendo en torno a un relato coral basado en las interrelaciones entre los integrantes de Spotlight, léase el responsable máximo Walter Robinson (Keaton) y sus subordinados Mike Rezendes (Ruffalo), Sacha Pfeiffer (McAdams) y Matt Carroll (Brian d’Arcy James). La trama esquiva esa pomposidad tan habitual en el retrato de esta clase de aventuras periodísticas y privilegia en cambio la mundanidad de la pesquisa, en la que los pros y los contras se acumulan desde el comienzo (lejos de los engranajes más burdos de esa espiral autoconclusiva que domina en buena parte de la industria). Así las cosas, pasamos del atolladero de la dinámica judicial y los problemas para dar con los registros públicos a las entrevistas con los involucrados y el viejo arte de obtener confesiones para delitos de este tipo, que resultan difíciles de probar. Por suerte Tom McCarthy, el realizador y guionista detrás de la faena, sabe cómo apuntalar un tono simple pero cumplidor, capaz de mantener en la misma sintonía a todos los actores y profundizar en cada tragedia individual desde un humanismo concienzudo con algunos raptos de efusividad, como ya lo demostró en las interesantes The Station Agent (2003), Ganar Ganar (Win Win, 2011) y Visita Inesperada (The Visitor, 2007), la cual -hasta este momento- era su mejor obra. Un elemento bizarro, que eleva a la propuesta de manera indirecta, es que McCarthy viene de dirigir En tus Zapatos (The Cobbler, 2014), un opus desconcertante que rankea en punta en la triste filmografía de su protagonista Adam Sandler; circunstancia que trae a colación la destreza del cineasta para sacar provecho de lo que tenga a mano, sea una comedia freak o la denuncia de una fraternidad de pederastas…
El fracaso en tanto maldición. El tono insulso y predecible es la característica más insoportable de gran parte del cine de animación de nuestros días y de los relatos épicos en live action que nunca bajan de las dos horas de metraje, cara y ceca de la misma moneda dirigida a niños, adolescentes y adultos que no maduraron (para algunos la sonsera y la irresponsabilidad constituyen una verdadera adicción). Pensemos por ejemplo en los “caminos del héroe” ultra pasteurizados símil Disney o en la interminable catarata de adaptaciones de cómics de DC/ Marvel: los purretes actuales -enfrascados en los productos mainstream- deben estimar que efectivamente todo el espectro narrativo se reduce al anclaje en las películas de acción con chistecitos fatuos y una pluralidad de personajes que se confunden entre sí gracias a este atolladero impersonal. Si nos sinceramos podemos afirmar que nadie esperaba demasiado de Enrique Gato, el realizador español responsable de Tadeo Jones, ese aventurero protagonista de dos cortos apenas potables y de un film en 2012, bastante limitado por cierto. A diferencia de aquella cruza de naturaleza paródica entre el ideario de Indiana Jones y la estética de Wallace & Gromit, Una Familia Espacial (Atrapa la Bandera, 2015) sí posee una identidad propia y hasta se toma su tiempo para construir un retrato muy afable de los Goldwing, un clan de astronautas que arrastra una maldición en torno al anhelo de pisar la Luna, con los rencores del caso: Mike pretende que su padre Scott y su abuelo Frank vuelvan a hablarse luego de décadas de un distanciamiento en el que mucho tuvieron que ver las jugarretas del destino. Como no habría película sin el viaje del jovencito como polizón al satélite de la Tierra, la ocasión se presenta cuando se reactiva el programa espacial de la NASA para intentar “ganarle de mano” a Richard Carson, el villano de turno, un magnate energético que desea volar a la Luna para extraer Helio 3 y destruir la bandera plantada por la misión Apollo XI, con vistas a tomar posesión del cuerpo celeste. Bajo la supervisión de Frank y junto a su amiga Amy, Mike deberá sobrevivir a una gesta en la que coinciden el afán retro en pos de surcar el firmamento y la ponderación del éxito a nivel profesional como un mecanismo de reconstitución del eje familiar, esquema a su vez condimentado con una crítica contra el monopolio de los recursos naturales y toda exclusividad relativa a la “camarada nocturna”. Por suerte el director obvia la estructura hollywoodense estándar hoy por hoy (basada en un popurrí de escenas de acción sin sentido, protagonistas escuálidos y latiguillos para lelos), privilegiando en cambio un ritmo narrativo sosegado que combina mucho desarrollo de personajes y un verosímil muy prudente en consonancia con los coletazos que suele generar la frustración en nuestro entorno cercano (el hecho de que el pivote de la historia sea el sueño de Mike de conciliar posiciones resulta un detalle gratificante). Lamentablemente la propuesta no va más allá de su corazón artesanal pero sin dudas señala un horizonte para la animación hispanoamericana, en el que el modelo estadounidense debería ser tomado sólo como referencia y no tanto en términos de un dogma que garantiza el triunfo en taquilla…
Retórica del colapso. Por supuesto que la objetividad no es uno de los horizontes de la actividad creativa y su apostolado, por lo menos en lo que respecta a esa interpretación científica vinculada a la imparcialidad formal y los procesos tendientes a garantizar un determinado criterio de verdad. Sin embargo, precisamente en este estado de cosas radica el mayor potencial del arte, en su disposición hacia el análisis subjetivo del tópico de turno y la puesta de manifiesto ulterior, léase las inquietudes y el enclave inconsciente del obrar humano. Ese componente caótico resulta fundamental en los llamados “retratos de época”, entre los cuales definitivamente el más valioso es el que hace explícita la peculiaridad de su mirada. Dentro del rubro en cuestión, Carol (2015) de Todd Haynes a priori acumulaba muchas expectativas no sólo porque constituye el regreso del señor a la dirección luego de ocho largos años desde la extraordinaria I’m Not There (2007), sino también debido a que la realización funciona en términos prácticos como una “companion piece” de Lejos del Cielo (Far from Heaven, 2002), aquella obra maestra con Julianne Moore y Dennis Haysbert. La presente alcanza el umbral cualitativo de antaño y se aventura un paso más allá abriéndose camino como el último eslabón de una trilogía, que se completa con la primigenia Safe (1995), acerca del inicio de la crisis del matrimonio tradicional y la familia tipo americana. Así las cosas, del colapso individual de Safe y los prejuicios raciales/ la hipocresía de Lejos del Cielo, llegamos al terreno del tabú lésbico mediante la relación a comienzos de los 50 entre Therese Belivet (Rooney Mara), una empleada de una tienda por departamentos, y Carol Aird (Cate Blanchett), una burguesa de buen pasar a las puertas del divorcio. El relato toma prestado el ardid fitzgeraldiano circa El Gran Gatsby para ofrecer un desarrollo escalonado en el que prima la ponderación de la protagonista del título a través de la óptica fascinada de su partenaire: aquí los ojos extasiados de Therese -es decir, la perspectiva y el sentir del espectador- van filtrando ese encanto sutil que envuelve a la esplendorosa Carol. ¿Podría algún otro realizador haber llevado a la pantalla grande la novela autobiográfica The Price of Salt de Patricia Highsmith? Difícilmente, porque el californiano es uno de los mayores talentos del cine queer de las últimas décadas, a la altura de iconoclastas como John Waters y Pedro Almodóvar. Una vez más los melodramas rosas de Douglas Sirk conforman un modelo estético/ conceptual ligeramente retorcido, en donde la pasión por las historias del corazón y la denuncia social se unifican con las particularidades del período, el preciosismo de la fotografía, la pose decadente de los hombres, las paradojas que plantean los vínculos y esa maravillosa destreza para penetrar en los misterios del acervo femenino. Como corresponde a todo fatalismo romántico, la lógica de la insatisfacción y del saberse atrapado es la que controla el accionar de personajes obnubilados por terceros cuyo entorno comunal desconocen o no comprenden, por más que los sueños de anexión sobrevuelen en algún momento el cielo de la pareja. El destino de pobreza o riqueza no es producto del azar y responde a la configuración por estratos de un país que jerarquiza el comportamiento considerado “aceptable”, en especial a ojos de una minoría dominante. Carol y su retórica del sacrificio social son un oasis de aire fresco, una prueba irrefutable de que todavía es posible filmar desde una dimensión etérea y a la vez aferrada a las pugnas terrenales…
El legado de la perseverancia. Y finalmente Sylvester Stallone permitió que otra persona “tocase” la franquicia centrada en el Semental Italiano, lo que derivó en una metamorfosis a nivel formal aunque no tanto en lo que respecta al contenido: en vez de un melodrama deportivo sobrecargado de situaciones implausibles y un encanto muy kitsch, en esta oportunidad nos encontramos ante una película concisa con una fuerte impronta indie y un espíritu que recupera -desde la inteligencia y un verosímil detallista- varios componentes estructurales de la primigenia Rocky (1976). Cuesta creerlo pero efectivamente Ryan Coogler, el director y guionista de Creed: Corazón de Campeón (Creed, 2015), consiguió inyectarle nueva vida a un esquema narrativo “marca registrada”, algo que parecía imposible luego de cinco secuelas y una exaltación comercial que había llegado al punto de agotar al personaje y la saga en general. El mérito del realizador es doble porque no sólo elevó el espectro cualitativo (recordemos las buenas intenciones desperdiciadas por los eslabones anteriores), sino que además logró convencer a Sly acerca de la necesidad de introducir pequeños cambios en el tono y el desarrollo (si bien se mantiene ese naturalismo de los suburbios, ahora no se siente forzado ni empalagoso). El film funciona al mismo tiempo como un spin-off y una continuación, ya que por un lado nos presenta el ascenso de Adonis Johnson (Michael B. Jordan), el hijo de Apollo Creed, y por el otro narra las eternas tribulaciones de Rocky Balboa (Stallone), hoy entrenador del joven y una especie de mentor en su búsqueda de abrirse camino por su cuenta, lejos de la leyenda de su padre o la “portación de apellido”. Mientras que Rocky lucha por su salud, Adonis hace lo propio en pos de su orgullo y su gran amor por el boxeo. Aquí Coogler regresa a Fruitvale Station (2013), su interesante ópera prima, tanto en lo referido a la recurrencia para con el protagonista Jordan como en lo que atañe al cuidado del apartado técnico y la disposición de los planos. En este sentido, sobresale en especial la variedad de estrategias con las que el cineasta encara los combates, pasando de los cortes secos característicos de la franquicia a las tomas secuencia o el dramatismo de la cámara lenta. Por supuesto que nada de esto resultaría eficaz si no fuera por el hecho de que la dinámica entre el profesor y el alumno está bien construida; y en este detalle juega un papel fundamental la química entre Stallone y Jordan, dos actores que mantienen a sus personajes en el terreno del porfiar ensimismado y masculino, sin apelar a lugares comunes (hasta Tessa Thompson, como el interés romántico de Adonis, cumple con dignidad y prudencia). De más está decir que cada “movimiento” de la propuesta se ve llegar con kilómetros de antelación, porque a pesar de que la ejecución es impecable, el armazón sigue siendo el mismo de siempre y los productores no desean correrse ni un ápice de la fórmula ganadora. Creed: Corazón de Campeón elimina los problemas que aquejaban a Rocky Balboa (2006) y decididamente supera a la perezosa Revancha (Southpaw, 2015), otro ejemplo reciente de la representación en pantalla grande del deporte más bello y sincero de todos (el resto de las disciplinas, ya sean individuales o grupales, cae en comparación en el atolladero de los hobbies para mediocres y cobardes). Como si se tratase de una carta de amor a la película original y a la amistad subsiguiente entre Apollo y Rocky, el opus de Coogler levanta sutilmente la bandera del legado y homenajea a la perseverancia detrás del boxeo en sí…
Abre tus alas… Pareciera que la animación latinoamericana no puede encontrar un punto intermedio entre las propuestas independientes, por lo general autofinanciadas con mucho sacrificio, y los productos de base televisiva, como la mediocre y extremadamente conservadora Metegol (2013). La influencia determinante para ambas orillas es el modelo estadounidense, ya sea que pensemos en una colección de dardos irónicos o en el maniqueísmo del mainstream a la Disney, siempre apuntando a los adultos o a los pichones de consumidores y sus padres omnívoros. Se podría decir que Huevocartoon recorrió todo el espectro de la industria: lo que comenzó como una pequeña compañía mexicana que realizaba cortos satíricos para su plataforma de Internet, con el tiempo derivó en un negocio muy redituable y tres películas. Conviene llamar a las cosas por su nombre y aclarar desde el vamos que no estamos ante joyas del humor corrosivo ni planteos precisamente originales. En esencia los trabajos de los hermanos Gabriel y Rodolfo Riva Palacio Alatriste nunca pasaron de una ingenuidad bienintencionada que pretendía mofarse de los clichés en torno al mexicano promedio, basándose en caricaturas de huevos antropomorfizados y otros personajes complementarios. La anodina Un Gallo con Muchos Huevos (2015) cierra una trilogía que se inauguró con Una Película de Huevos (2006) y continuó con Otra Película de Huevos y un Pollo (2009): lamentablemente el único “progreso” de la franquicia se limita al apartado visual, debido a que el tono cómico siempre estuvo atascado en la sencillez y el doble sentido más ramplón. Mientras que la primera ofreció una animación tradicional algo primitiva y la segunda ya incluía detalles y fondos en 3D, la presente es un ejercicio cien por ciento en CGI destinado al jugoso mercado norteamericano. La historia retoma al protagonista de las anteriores, Toto (Bruno Bichir), un ex huevo y hoy gallo que se ve envuelto en un proyecto -un tanto descabellado- para salvar de la bancarrota a la dueña de la granja en la que vive, mediante una pelea pactada con un “capo” del circuito de los combates entre seres emplumados. Con las típicas referencias innecesarias a films como El Padrino (The Godfather, 1972), Rocky (1976) y Karate Kid (The Karate Kid, 1984), la película entrega otra fábula de superación personal desde una soberbia que la va de afilada, aunque a fin de cuentas resulta inofensiva. Como suele ocurrir con casi todos los exponentes de la animación sudamericana, aquí también encontramos un dejo reaccionario “maquillado” a través de la estrategia retórica de pretender legitimar algún elemento desdeñable de la cultura autóctona, en este caso las riñas de gallos (catalizador fundamental del relato en función de su condición de hobby de Toto y de mecanismo de salvataje de su hogar, todo subrepticiamente bajo el halo del boxeo). Si bien estamos ante el mejor eslabón de la saga y algunos chistes son en verdad graciosos, no podemos obviar el hecho de que la obra en su conjunto adquiere la forma de un rip-off muy rudimentario de aquella algarabía patentada por DreamWorks durante la década pasada. La metáfora de abrir las alas y volar queda relegada ante tanta banalidad…
Aguas infestadas de tiburones. No hace mucho tiempo, específicamente durante las décadas de los 80 y 90, gran parte del espectro hollywoodense estaba dedicado a propuestas similares a Bus 657 (Heist, 2015), en esencia películas de acción muy ingenuas que prometían violencia, detalles de comedia, caras conocidas, muchas inconsistencias narrativas y una catarata de estereotipos de la más variada naturaleza. A condición de aceptar que hablamos de un enclave del entretenimiento pasatista, que en algún momento fue funcional al reaganismo para luego caer en la autoparodia consciente, podremos avanzar en el análisis del recorrido histórico del cine de acción: mientras desaparecía aquel equilibrio entre la figura encargada de la masacre y la montaña rusa visual, la experiencia se volcaba progresivamente hacia este último apartado. Así como la supremacía de los todopoderosos CGI fue expulsando a los héroes inflados de antaño (Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Jean-Claude Van Damme y afines), la industria norteamericana implementó estrategias complementarias con vistas a facilitar el cambio de paradigma en lo que respecta a la testosterona: vació el rol protagónico vía la incorporación de una pluralidad de actores de rasgos uniformes y sin demasiado carisma, reemplazó la fanfarria de las explosiones por proezas homologables a las de los deportes extremos, y en general dejó de lado la parafernalia gore para intercambiarla con la higiene de los planos digitales y los golpes/ disparos más pulcros e inertes, sin las queridas armas blancas del pasado, las amputaciones, los rugidos o el derramamiento de fluidos corporales. En un contexto dominado por la anodina franquicia iniciada con Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001), resulta refrescante una obra de índole retro que combina el subgénero de los asaltos (su título en inglés lo hace explícito), el melodrama familiar (aquí se exculpa al protagonista de manera grosera) y aquella premisa en extremo delirante de Máxima Velocidad (Speed, 1994), de Jan de Bont (el título en castellano nos sitúa en el escenario principal de la epopeya de turno). Vaughn (Jeffrey Dean Morgan) trabaja como crupier en un casino administrado con mano dura por “El Papa” (Robert De Niro), un especialista en lavado de dinero de la mafia que atraviesa sus últimos días de vida, por lo que intenta enmendar -infructuosamente- la relación con su hija Sydney (Kate Bosworth). Vaughn, a su vez, tiene apenas unas jornadas de plazo para reunir 300.000 dólares para la operación que necesita su pequeña hija, ya que el seguro médico no cubre los costos. Por supuesto que de la nada aparece Cox (Dave Bautista), un “representante” de la seguridad del casino, con la propuesta de robar el dinero sucio de El Papa y dividirse el bello botín. Situaciones variopintas y tiroteos mediante, los ladrones terminan escapando a pie del lugar y subiendo de improviso a un ómnibus, lo que deriva en una toma de rehenes y una persecución cabeza a cabeza con las fuerzas estatales. El guión de Stephen Cyrus Sepher y Max Adams juega con agilidad a tres puntas, pasando de la angustia del interior del micro al acoso policial y a la avanzada del lugarteniente de El Papa, Derrick (Morris Chestnut). Resulta curioso que hasta las infaltables secuencias centradas en el vértigo y la adrenalina sean relativamente escasas en comparación con la amplitud de un desarrollo de personajes bastante ridículo pero eficaz; apuntalado en clichés, diálogos discretos y el buen desempeño del elenco a nivel macro (considerando el material humano involucrado y el tono inocente de la historia). Desde ya que De Niro cumple con creces como un mafioso de corazón herido y que Morgan calza perfecto en el papel de un padre “obligado” a delinquir para salvar a su hijita y a defenderse como pueda en aguas infestadas de tiburones. El director Scott Mann mantiene en todo momento un pulso terrenal que impide la intervención del artificio hollywoodense contemporáneo, regalándonos una apología sincera del sacrificio…
Esperanza de liberación. Una película con Anthony Hopkins como un médico con destrezas psíquicas que ayuda al FBI a atrapar a un homicida en serie nunca puede ser del todo mala, por más que esté un tanto encorsetada por clichés que se arrastran desde la época de Pecados Capitales (Seven, 1995), aquella obra maestra de David Fincher que derivó en una larga lista de exploitations símil policiales hardcore. Hoy el enlace está llevado al extremo: Hollywood adquirió el guión de En la Mente del Asesino (Solace, 2015) con la intención de que se convirtiese en la secuela del thriller protagonizado por Morgan Freeman y Brad Pitt, ante la negativa de Fincher el proyecto se transformó en una propuesta independiente, y para colmo -una vez finalizado el rodaje- el producto terminó un par de años en el freezer por cambio de manos entre los distribuidores norteamericanos, suspicacia y problemas financieros de por medio. Vaya uno a saber cuántas personas tocaron el texto a lo largo del tiempo, pero lo cierto es que los que quedaron en los créditos oficiales son Sean Bailey y Ted Griffin, responsables de una historia mediocre aunque simpática que toma prestados -además- elementos varios de La Zona Muerta (The Dead Zone, 1983), Sueños de un Asesino (In Dreams, 1999) y La Celda (The Cell, 2000). Como en tantos otras ocasiones en el pasado, el mayor placer que tiene para ofrecer el film se reduce a contemplar el desempeño del elenco y esperar que tal o cual actor gesticule “para la tribuna” en un papel hecho a su medida, que no requiere demasiado esfuerzo de su parte porque la experiencia previa lo facilita todo: más allá del insoslayable Hopkins, un verdadero genio en su arte, aquí también contamos con Jeffrey Dean Morgan, quien últimamente se reacomodó como un héroe imprevisto de la “clase B”. El catalizador es tan viejo como la mentira y en esencia nos presenta a los agentes del FBI Joe Merriweather (Morgan) y Katherine Cowles (Abbie Cornish) recurriendo a los servicios de John Clancy (Hopkins), ya retirado en función de la debacle personal que le trajo la muerte de su hija por leucemia. Los tres se embarcan en la cacería de un psicópata muy singular que asesina a pacientes terminales -o a aspirantes a serlo- de la manera más delicada, higiénica e indolora posible, mediante un instrumento punzante clavado en la base del cráneo. Por supuesto que Clancy se tiene que guardar para sí distintas visiones en torno a tragedias futuras de sus compañeros (para no generar más pánico del recomendable) y eventualmente descubre que la presa de turno es un colega clarividente (el tono del relato es severo y se centra en la dinámica de las muertes piadosas en pos de la liberación del dolor). Ubicándonos en el campo del cine de género contemporáneo y de cadencia un poco trash, la labor del encargado de llevar adelante la faena, el realizador brasileño Afonso Poyart, resulta correcta y bastante prolija, ya que consigue un registro dramático parejo entre los actores y no pasa vergüenza al tener que incluir el típico vendaval de escenas en 3D con situaciones congeladas y/ o desenlaces alternativos según las reacciones de los personajes, un refrito visual a la Matrix (The Matrix, 1999) pero ahora en “modalidad suspenso”. Indudablemente la película podría haber sido mucho mejor con un guión más aceitado y una carga menor de estereotipos, los cuales terminan neutralizando cualquier atisbo de profundidad en lo que atañe a la psicología de los protagonistas. En la Mente del Asesino se impone sólo como un placer culpable para aquellos que amamos los thrillers y nada más…
La soberbia culinaria. El cine una y otra vez nos regala historias de crisis y reconstrucción personal que hacen honor a la esencia manipuladora del medio y a ese encanto inclaudicable relacionado con ser testigos de un relato que por lo general no tiene muchos puntos en común con el mundo circundante, lo que por supuesto no implica que -incluso así- no estemos dispuestos a extrapolar algún que otro “detalle” del film en cuestión a través de los engranajes de la memoria emotiva y la identificación. La interpretación hollywoodense de esta fórmula símil ave fénix suele concentrarse en el campo familiar (se desata un popurrí de calamidades entre los parientes cercanos del protagonista) para volar de inmediato hacia el desequilibrio y los cambios individuales de turno (así vemos desfilar tópicos tradicionales de este tipo de propuestas como el comportamiento compulsivo, el resquemor y la superación escalonada). Una de las grandes cuentas pendientes dentro del mainstream es la dimensión laboral, un terreno que se pasa por alto en los guiones o no se lo analiza con el empeño dramático del que gozan los resortes fraternales, románticos, filiales, paternales, etc. Se podría decir que Una Buena Receta (Burnt, 2015) no sólo viene a compensar este déficit de nuestros días, sino que además cumple la misma función que Chef (2014) había desempeñado hace no tanto tiempo: reemplazando el pulso de comedia y la estructura vinculada a las road movies -características principales de aquel opus de Jon Favreau- por un tono más trágico y una espiral narrativa que mezcla la vuelta de un exilio autoimpuesto con los celos profesionales, esta nueva película de John Wells ofrece una versión arrogante y pomposa del mundo de la “alta cocina”, restituyendo el lugar que el trabajo tiene en el apuntalamiento de la identidad. Hoy es Adam Jones (Bradley Cooper) el diletante de los manjares más exclusivos, un señor que debido a sus adicciones y su perfeccionismo maniático destruyó su carrera como chef en París, circunstancia que derivó en un viaje a New Orleans y una expiación personal bastante curiosa, centrada en pelar un millón de ostras. Cumplida la condena, Adam vuela a Londres donde comienza a mover sus contactos y efectivamente consigue montar un nuevo restaurant con dinero de Tony (Daniel Brühl), un antiguo correligionario de su “período francés”, y un plantel encabezado por Helene (Sienna Miller), una colega y madre soltera. La soberbia de Jones constantemente lo impulsa a maltratar a todos los que no llegan al elevadísimo estándar que traza para sí mismo, el cual está direccionado hacia la obtención de su tercera “estrella Michelin”, galardón de una afamada guía de restaurantes y hoteles. Aquí el realizador Wells, quien viene del drama coral Agosto (August: Osage County, 2013), y el guionista Steven Knight, también director de la interesante Locke (2013), llevan adelante un relato previsible aunque correcto que saca partido -desde la efusividad y la inteligencia- de temas poco examinados por el cine contemporáneo como la convivencia laboral, las guerras del gremio, el fantasma de los mentores, las estrategias para sobrellevar la presión, el miedo al fracaso, el rol de la prensa, la viabilidad de los proyectos a mediano plazo, etc. Cooper está a la altura del desafío y no desentona ante sus compañeros Brühl y Miller, dentro de un gran elenco que incluye participaciones de Emma Thompson, Uma Thurman y Alicia Vikander. Más allá de los clichés en el desarrollo, la obra constituye un retrato ameno del círculo vicioso del dolor, la pedantería y el fetiche de tercerizar culpas…
La estabilidad del baqueano. Luego de la extraordinaria Birdman (2014), el “segundo acto” en la reconstrucción personal de Alejandro González Iñárritu como director es El Renacido (The Revenant, 2015), una película por encargo que el mexicano transforma en una epopeya prodigiosa tanto a nivel humano como visual, circunstancia que pone de relieve el talento del señor en lo que atañe al difícil arte de combinar la sensibilidad mainstream con su laconismo y su virulencia seca, características por antonomasia desde el inicio de su carrera. El film en esencia propone un balance narrativo sustentado en dos extremos, correspondientes al western de venganza y al drama de supervivencia en la naturaleza indómita, pero sin dudas -a medida que transcurren los minutos- ésta segunda opción de a poco va tomando más fuerza y termina prevaleciendo gracias al registro minucioso de la lucha del protagonista por resistir en un contexto feroz. Basada a lo lejos en una novela de Michael Punke, inspirada a su vez en la historia real de Hugh Glass, un mítico trampero estadounidense del siglo XIX, la trama abre con un pelotón de mercenarios/ traficantes de pieles, comandados por el Capitán Andrew Henry (Domhnall Gleeson), siendo emboscados por un malón de la tribu Pawnee, quienes se llevan parte del botín de la expedición para entregarlo a tropas francesas a cambio de caballos y armas. En plena huida, los norteamericanos se ven obligados a retrasar su marcha cuando el cazador más experimentado del grupo, Glass (Leonardo DiCaprio), es atacado por una hembra de oso pardo que vagaba con sus dos crías. Henry decide dejar al herido al cuidado de su hijo Hawk (Forrest Goodluck) y los colegas Jim Bridger (Will Poulter) y John Fitzgerald (Tom Hardy), lo que eventualmente deriva en el abandono de Glass y el homicidio de su vástago. Si bien el opus de González Iñárritu toma como pivote una premisa prototípica del western revisionista, la centrada en un personaje misterioso que es dado por muerto y luego regresa en pos de una revancha que ajuste los tantos, a decir verdad el guión de Mark L. Smith y el propio realizador esquiva el molde del “antihéroe” bucólico símil spaghetti para exacerbar el derrotero de autoconservación (una vez que dejan al susodicho enterrado vivo y con la única posibilidad de arrastrarse para avanzar), el origen mestizo de su familia (su esposa indígena fue asesinada en una razia militar) y una coyuntura majestuosamente caótica que destruye cualquier certeza (a la implacabilidad del clima y las mutilaciones corporales, se suma el peligro latente de ser capturado). La crónica además obvia el simplismo maniqueo del western clásico y la levedad bufonesca y palurda del cine de aventuras de nuestros días. Aquí nuevamente el genial Emmanuel Lubezki demuestra por qué es el mejor director de fotografía trabajando en la actualidad: al explotar con inteligencia la profundidad de campo, apabulla a través de un ballet óptico apuntalado en tomas secuencia, travellings etéreos y primeros planos que enfatizan la carga emocional de los protagonistas en el momento justo, sin caer en las redundancias del Hollywood más conservador. Al negar la dialéctica de los cortes abruptos y constantes para las escenas de acción -o la misma progresión narrativa- desaparece esa impronta higiénica de buena parte del cine contemporáneo, el cual esconde la sangre y la brutalidad para garantizar que hordas de adolescentes y adultos infantilizados consuman el mismo producto estéril, reproduciendo el esquema de la necedad acrítica y los caprichos individualistas que conducen a una cacofonía de pavadas en la industria cultural. El poderío de la obra recae en una naturaleza que se va helando mientras avanza el metraje (con locaciones bellísimas en Estados Unidos, Canadá y Argentina) y en la gran labor de DiCaprio (un intérprete con un profesionalismo exquisito que gusta de elegir proyectos que impongan un quiebre con respecto a los anteriores). En El Renacido se destacan muchos momentos de una enorme calidad y audacia; sobre todo la secuencia de la arremetida inicial contra el pelotón, el asalto en sí que sufre Glass, el encuentro con el Pawnee en el camino al Fuerte Kahowa, la “escena del caballo” y el desenlace en su conjunto. El grado de ambición que presenta el film es francamente admirable, por un lado recuperando el desparpajo del Nuevo Hollywood de la década del 70 y por el otro construyendo un adagio acerca de la “estabilidad” necesaria para fijar nuestra trascendencia, seamos o no humildes baqueanos…
El camino hacia la tolerancia. Como una especie de contrapeso de las propuestas bobaliconas y anodinas que suelen llegar de Estados Unidos, y teniendo en cuenta que -desde hace décadas- no se estrenan en Argentina ejercicios de humor absurdo o contracultural, las comedias europeas aportan un soplo de aire fresco dentro de un género que parece casi siempre promediar hacia abajo. Sin ser maravillas del séptimo arte ni mucho menos, estos representantes aislados recuperan un humanismo que por un lado explota viejas rencillas de índole social, y por el otro pone en cuestión los vínculos de nuestros días y en especial esa estrategia homogeneizadora del mainstream que niega las diferencias o las entonaciones de turno, como si la ceguera y la irresponsabilidad resolviesen la multiplicidad de conflictos vía la ponderación de la idiotez. Por supuesto que por afinidad cultural y una prolongada tradición, tanto Francia como Italia son las principales proveedoras de comedias populares para un mercado argentino copado por Hollywood, como lo demuestran las recientes Dios mío, ¿qué hemos hecho? (Qu’est-ce qu’on a fait au Bon Dieu?, 2014), Ellas saben lo que quieren (Sous les jupes des filles, 2014), El Capital Humano (Il Capitale Umano, 2013) y la presente Si Dios Quiere (Se Dio Vuole, 2015). A pesar de que todas se mofan de tópicos caros al progresismo del pequeño burgués (la apertura religiosa, el feminismo y el ascenso económico, respectivamente), la premisa de la primera -en términos concretos- constituye la base de este hilarante debut en la dirección del guionista Edoardo Maria Falcone, una película tan sencilla como perspicaz. La historia está centrada en Tommaso (Marco Giallini), un cirujano cardiovascular ateo y arrogante que considera que su esposa Carla (Laura Morante), su hija Bianca (Ilaria Spada) y el marido de esta última, Gianni (Edoardo Pesce), son unos tremendos tontos. Todas sus esperanzas están puestas en su único hijo varón, Andrea (Enrico Oetiker), un estudiante de medicina que un buen día sorprende al clan en su conjunto anunciando que ama a Jesús y que desea convertirse en sacerdote. La hipocresía entonces pasa a primer plano cuando Tommaso “se come” la bronca, decide apoyarlo de la boca hacia afuera e inmediatamente comienza a investigar los movimientos de Andrea, descubriendo que su elección está motivada por Don Pietro (Alessandro Gassman), un cura con un estilo descontracturado. A lo largo de su interesante ópera prima, Falcone juega con distintos subgéneros que hace girar alrededor de una versión bastante light de la enemistad entre la ciencia y la religión, siempre combinándola con clichés -muy bien administrados- de ese derrotero que nos lleva desde el prejuicio hacia la tolerancia para con el prójimo. La comedia de situaciones, la familiar, la de “pareja dispareja”, la romántica y hasta la profesional van desfilando una tras de otra, y lo curioso del film es que se luce en cada una, procurando en todo momento construir un retrato afable de personajes febriles e incoherentes, justo como somos los seres humanos. Finalmente, no podemos pasar por alto el prodigioso duelo actoral entre Giallini y Gassman, del que sale victorioso el primero a fuerza de su terquedad y contradicciones…