La orfandad postapocalíptica. En otro contexto histórico cinematográfico La Quinta Ola (The 5th Wave, 2016) hubiese comenzado con una escena centrada en un acto de crueldad que invitase a reflexionar -por lo menos, vagamente- acerca de la impiedad del mundo que construimos, no obstante los tiempos han cambiado y Hollywood prefiere convalidar el desconcierto paranoico e inofensivo que tanto factura a nivel mediático/ redes sociales: Cassie Sullivan (Chloë Grace Moretz) deambula sola entre las ruinas de lo que fue Estados Unidos, de pronto encuentra un supermercado, se abastece de alimentos y en un triste episodio de desconfianza termina asesinando a un hombre herido que pedía ayuda. Inspirándose en algunas recurrencias estéticas de The Walking Dead y con una trama que retoma elementos de La Huésped (The Host, 2013), la película es otra adaptación de un best seller para adolescentes y “aledaños”. Más allá de la saturación del rubro, el cual -a la manera del cine de superhéroes- ya sólo genera hartazgo en función de una seguidilla de productos intercambiables, no cabe duda de que el mainstream acusó recibo de las críticas en torno a Crepúsculo (Twilight) porque desde entonces viene elevando la calidad de las protagonistas elegidas para las franquicias, como lo demuestran Jennifer Lawrence en Los Juegos del Hambre (The Hunger Games), Shailene Woodley en Divergente (Divergent) y la propia Moretz en este puntapié inicial de lo que será una saga a futuro. Lamentablemente La Quinta Ola no aprovecha del todo los motivos de los relatos de supervivencia e infiltración (ahora con una arremetida alienígena minimalista de fondo) y de hecho se queda en la mediocridad de Divergente, ubicándose bastante lejos de los primeros y atractivos opus de Los Juegos del Hambre y Maze Runner. Por cierto llama mucho la atención cómo el Hollywood de las últimas décadas dedica tanto tiempo y esfuerzo a los reboots, dando a veces hasta libertad creativa a los responsables para que no acusen de “impersonal” a la epopeya resultante, para luego -al momento de las secuelas- tensionar la correa y pedir que se respete a rajatabla ese mismo repertorio de estereotipos que terminan destruyendo los puntos a favor acumulados (las convicciones ideológicas se difuman al ritmo de las explosiones, los romances y la violencia aséptica). No hace falta que nos concentremos exclusivamente en los best sellers para jovencitos, basta con recordar la eficacia de productos multitarget como GoldenEye (1995) y Casino Royale (2006), aquellas presentaciones en sociedad de Pierce Brosnan y Daniel Craig como 007, dos obras muy placenteras si las comparamos con la pobreza de sus continuaciones. Sin embargo hasta en propuestas como la presente siempre es posible hallar ingredientes interesantes, pensemos por ejemplo en la concepción de “masacre” que maneja La Quinta Ola, cuya historia gira alrededor de la estrategia extraterrestre de criar niños soldados símil Beasts of No Nation (2015), engañando a los huérfanos humanos para que maten a los sobrevivientes con la excusa de que están siendo controlados por un parásito alienígena. Esta truculencia digna de África o Medio Oriente, emparentada con la “limpieza étnica”, resulta más adulta que la perspectiva hueca de los bodrios contemporáneos. Vampirizando ítems de La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956) y V, el film es muy esquemático pero cumple en cuanto al desarrollo de personajes, hoy en torno a esa trinidad compuesta por el ataque, la rebelión y la contrainsurgencia…
Los últimos playboys. A pesar de que a rasgos generales resulta de por sí muy difícil reducir la vida de cualquier persona al tiempo promedio, la disposición y las limitaciones de un largometraje, sin duda el periplo de los míticos gemelos Ronald y Reginald Kray presenta una serie de problemas de índole singular. Estos gurúes del crimen organizado de la década del 60 fueron verdaderas celebridades y ejemplos colaterales del costado más contradictorio de lo que se dio a conocer como el Swinging London, llegando al punto de codearse en sus nightclubs con muchísimas personalidades prominentes de la época, tanto del mundo del espectáculo como de la política y el propio gobierno. Famosos por sus arrebatos de violencia y sus estrategias en lo que atañe al amedrentamiento de los adversarios en los negocios, su “carrera” duró aproximadamente unos diez años entre fines de los 50 y el cenit de los 60. El director y guionista Brian Helgeland construyó una biopic relativamente exitosa que sin embargo a veces tropieza con las mismas piedras con las que se había topado Peter Medak en la recordada El Clan de los Krays (The Krays, 1990), el otro gran ensayo en pos de redondear un retrato minucioso del poder que gozaron en su momento los británicos: reemplazando el tono seco de esta última por una progresión un poco más lúdica que hasta incluye chispazos de comedia negra, Leyenda (Legend, 2015) nos ofrece un rompecabezas con varias entradas analíticas en simultáneo que a su vez pueden resumirse en los dos arcos narrativos principales, los cuales abarcan por un lado la relación de Reggie con Frances Shea, quien se terminaría convirtiendo en su esposa, y por el otro el vínculo del susodicho con su hermano Ronnie, éste ya con un diagnóstico de esquizofrenia paranoide a cuestas. Como no podía ser de otra manera, Tom Hardy descuella interpretando a ambos personajes y acentuando las diferencias que marca el guión de Helgeland, en consonancia con lo que parece haber sido una convicción específica orientada a trazar distancia con respecto al talante homogéneo y psicopático que proponía El Clan de los Krays como rasgo excluyente de la dupla protagónica: aquí la división de roles es -en cierto sentido- más clasicista porque Reginald representa la faceta más “amigable” de la familia (en esencia pretende darle una pátina de legalidad y/ o sustentabilidad a sus actividades comerciales) y Ronald aporta el componente inestable de la ecuación (se erige como la encarnación de un caos que no sólo destruye a los enemigos, sino que además se lleva puesto a secuaces y allegados). Por otra parte, la visceralidad y la compulsión constituyen los puntos de contacto del dúo. Lamentablemente el director no exprime al máximo las posibilidades que abre el derrotero de los mellizos, dilapidando la interesante tensión que acumulan algunas escenas con momentos posteriores un poco redundantes o trabajando el matrimonio de Reggie desde el melodrama más previsible. Otros problemas de la película pasan por el hecho de saltearse la infancia de los muchachos y por los déficits de la propuesta en lo que hace al núcleo del relato, ya que no brinda demasiada información acerca del entorno socioeconómico que favoreció su ascenso y se circunscribe al personalismo/ la voluntad individual a la hora de explicar su derrumbe. La falta de desarrollo contextual y de algunos secundarios está compensada mediante el maravilloso desempeño del elenco, en el que también se destacan Emily Browning como Shea y David Thewlis como Leslie Payne, el “tesorero” de la banda. Más allá de haber dejado afuera a una pluralidad de anécdotas y datos que podrían haber sido valiosos para el apuntalamiento de una historia en verdad coherente, el recurso de Helgeland centrado en extremar el carácter de los Krays termina desplegándose como un arma de doble filo, debido a que en primera instancia genera un halo de glorificación para con la paradójica figura de los señores y luego aprisiona al film en un esquema dualista basado en la incapacidad de Reginald de controlar a su hermano, un planteo atrayente de por sí pero no del todo explotado. Aun así, Leyenda se las arregla para construir una elegía cargada de intensidad, elegancia y dinamismo, que en ocasiones parece hacerse eco de The Last of the Famous International Playboys, la mejor canción del Morrissey solista y esa otra “carta de amor” a los Krays en particular y los antihéroes de los suburbios en general…
Sobre la adecuación al entorno. Estamos ante un pequeño milagro del cine independiente contemporáneo, decididamente una de las mejores películas de los últimos tiempos y un recuerdo de la imaginación que poseían los márgenes en otras épocas menos sobrecargadas de redundancia formal y artificios mal direccionados. La Habitación (Room, 2015) también viene a confirmar el talento de Lenny Abrahamson, un realizador que se hizo conocido a nivel internacional con el díptico compuesto por la correcta What Richard Did (2012) y la extraordinaria Frank (2014), un delirio melómano francamente encantador que mezclaba la comedia dramática más bizarra con el análisis del proceso creativo dentro de una banda de rock. El film que hoy nos ocupa constituye un ejemplo de cómo torcer una premisa cercana al horror y el suspenso hacia lo que podríamos definir como un relato de tenacidad en pos de sobrevivir. Los primeros minutos explicitan -a través de un recorrido visual delicioso- el escenario central de la historia, ese al que hace referencia el título desde el vamos. Joy (Brie Larson) y su hijo Jack (Jacob Tremblay) aparentemente viven felices en un pequeño cuarto con una cama, un inodoro, una bañadera y una cocina muy básica. Sin ventanas a su alrededor y disfrutando de la luz que ofrece una claraboya en el techo, ambos se disponen a festejar el quinto cumpleaños del joven con una torta rudimentaria. La “normalidad” se quiebra cuando notamos que Jack debe dormir en el armario por las visitas nocturnas del Viejo Nick (Sean Bridgers), un misterioso hombre que trae alimentos e intima regularmente con Joy. Luego de un episodio de agresión, Jack descubre la verdad de boca de su madre: Joy fue raptada a los 17 años por Nick y desde hace siete que está encerrada en la habitación. A lo largo del desarrollo de los acontecimientos y la evolución de los vínculos, cada vez sorprenden más y más la profundidad e inteligencia que va desplegando el guión de Emma Donoghue, a partir de una novela propia, principalmente en lo que respecta a la utilización de los dos pilares fundamentales de la obra, léase la puesta en escena minimalista y el trabajo de los actores. En este sentido, la propuesta va más allá de los recursos narrativos y/ o estructurales de tantos opus similares (los cuales suelen derrapar hacia el policial más burdo), jugando en cambio todas sus fichas a los vaivenes de la “dimensión humana” de la tragedia y reemplazando el fatalismo vengador por dos preocupaciones mucho más simples, el amor familiar y el anhelo de libertad (el régimen naturalista y luminoso de la película parece esquivar de manera consciente cualquier pompa extrema del verosímil de desquite). Hasta la misma partición de la trama desafía los clichés de los géneros porque tenemos una primera mitad de reclusión forzosa y luego una segunda parte centrada en una especie de retiro autoimpuesto, ya con los dos protagonistas fuera del espacio de confinamiento. Todo este planteo a su vez eleva a La Habitación al estatuto de una verdadera anomalía del séptimo arte debido a que la susodicha pasa a engrosar ese grupo reducido de convites que efectivamente se molestan en analizar el “después” del infortunio de turno y -para colmo- en primera persona, sin ningún tercero que le filtre/ alivie el peso psicológico al espectador conformista de nuestros días. La valentía de Abrahamson y Donoghue excede con creces a sendos contextos de encierro y liberación, construyendo una cotidianeidad desoladora y sutil como no se veía desde hacía muchísimo tiempo, plagada de revelaciones e ingenuidad. Tanto Larson como Tremblay apabullan con dos personajes exquisitos que constituyen el corazón de la experiencia en su conjunto: mientras que ella sabe balancear a la perfección la angustia de estar aislada y la alegría que le produce su hijo, el nene se abre camino como un prodigio de la interpretación en general y de esa vulnerabilidad aguerrida que caracteriza a Jack en particular. En el film la madre se comporta como una madre (desesperación y agudeza de por medio) y el niño como un niño (por momentos es un ángel, en otros se vuelve insoportable), circunstancia que nos reenvía a la tesis central, la que nos sitúa como seres sociales en un diálogo contradictorio entre nuestra voluntad de paz/ afecto/ superación y un entorno indiferente/ parasitario, poco proclive a esos menesteres. Hoy la adecuación entre ambas comarcas evita la violencia y se aproxima al ingenio, la paciencia y el cariño…
Justicia desapasionada. Y Quentin Tarantino vuelve a entregar un opus interminable que vampiriza desde la sandez y la autoindulgencia a obras infinitamente superiores, lo que en términos prácticos significa que estamos ante el cuarto fracaso consecutivo del norteamericano, un director que en la década de los 90 fue sinónimo de innovación y recambio a fuerza de una vehemencia cinéfila imparable, alimentada por su lectura cáustica del film noir. Aclaremos sin rodeos que lo último interesante que hizo fue Kill Bill (Vol. 1, 2003 y Vol. 2, 2004) y que desde entonces se la ha pasado tratando de adaptar infructuosamente el esquema de sus policiales primigenios al western revisionista y al spaghetti, subgéneros con necesidades específicas que el señor parece desconocer o -por lo menos- no saber plasmar en sus trabajos. Como si se tratase del primo necio de Joel y Ethan Coen, Tarantino regresa a su atolladero reciente. Así las cosas, en vez del laconismo y la dialéctica visual de las películas de sus amados Sam Peckinpah y Sergio Leone, en Los 8 más Odiados (The Hateful Eight, 2015) debemos soportar un cúmulo de diálogos redundantes que en esta ocasión llegan al límite del “teatro filmado” y confirman que el realizador se cree una especie de William Shakespeare de la clase B cool y mainstream. Hoy le toca -de nuevo- al maravilloso Sergio Corbucci ser la víctima del pillaje de turno, concretamente hablamos de El Gran Silencio (Il Grande Silenzio, 1968), aquella obra maestra con Jean-Louis Trintignant y Klaus Kinski: Tarantino roba casi todos los elementos centrales, desde el contexto nevado y el catalizador vinculado a una diligencia que reúne a los protagonistas, hasta la crueldad del contenido y la presencia de Ennio Morricone como compositor (toda una rareza para Quentin, el adalid del DJ mix). Por supuesto que este detalle nos conduce a otra de las grandes contradicciones detrás de Los 8 más Odiados, un convite que prometía espectacularidad en función de dos ítems distintivos, a saber: el formato de 70 milímetros y la vuelta del mítico Morricone al campo de los westerns. Salvo por la secuencia inicial y algunos inserts en cámara lenta, el cineasta desperdicia olímpicamente ambos recursos y transforma a la propuesta en su conjunto en una versión más “humilde” de la ya bastante lastimosa Django sin Cadenas (Django Unchained, 2012), aquí substituyendo al racismo por la misoginia y manteniendo igual de elevado el popurrí de expresiones verbales de naturaleza hiriente. Más allá de un puñado de momentos graciosos y unos primeros minutos atrapantes, dentro de un metraje que roza las tres horas, el relato cae en el mismo desarrollo de siempre, tan reiterativo como exagerado. Con semejante título y las múltiples referencias a El Gran Silencio, sólo resta explicitar que la acción transcurre durante los días posteriores a la Guerra Civil y que los ocho personajes se dan cita en un refugio improvisado por culpa de una fortísima tormenta de nieve, lo que genera un cuento de entorno cerrado y acusaciones cruzadas símil Perros de la Calle (Reservoir Dogs, 1992), opus que a su vez repetía la estructura de Eran Diez Indiecitos de Agatha Christie. La excusa en este caso es un supuesto intento de liberar a Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), la prisionera de John Ruth (Kurt Russell), un cazarrecompensas obsesionado con llevar a la susodicha ante las autoridades del pueblo de Red Rock para cobrar el dinero correspondiente. Dejando de lado -salvo por una excepción- la lógica marchita del flashback y el flashforward, la historia está confinada a puros automatismos. El regreso de un buen número de caras conocidas en el elenco no compensa la reaparición de casi todos los rasgos negativos de Bastardos sin Gloria (Inglourious Basterds, 2009) y la desastrosa A Prueba de Muerte (Death Proof, 2007), entre los que se “destacan” la prolongación innecesaria de varias secuencias, el carácter indistinto e intercambiable de cada uno de los protagonistas, una dirección que favorece la sobreactuación, la pobreza retórica/ conceptual y una “incorrección política” que ya no es tal porque peca de facilista e ingenua, depositando el peso del relato en latiguillos de manual. Cuesta aceptarlo pero no queda nada del Tarantino revulsivo de Perros de la Calle, Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994) y Triple Traición (Jackie Brown, 1997), ese que celebraba la justicia austera aunque apasionada de Samuel Fuller, Don Siegel, Robert Aldrich o el legendario Clint Eastwood…
Altibajos de la economía doméstica. En el cine, como en la propia vida, la transformación es el único rasgo perdurable y aunque no resulte evidente, siempre hay movimientos -por más que sean mínimos- en el juego de las interrelaciones. Si bien el panorama mainstream a veces parece calamitoso, es posible encontrar ejemplos de una vertiente que se distinga del resto, lo que también implica que ninguna racha es eterna. Joy (2015), el último opus de David O. Russell, viene a “cortar” una seguidilla de obras sublimes compuesta por El Ganador (The Fighter, 2010), El Lado Luminoso de la Vida (Silver Linings Playbook, 2012) y Escándalo Americano (American Hustle, 2013): tan lejos de la mediocridad como de la excelencia, el film cae en un terreno intermedio que desde la humildad vuelca la balanza hacia el saldo positivo y las buenas intenciones, quizás padeciendo en algunos tramos un pulso narrativo un poco inconsistente. La historia está centrada en el personaje del título, un emblema del carácter agridulce del “sueño americano”: Joy Mangano (interpretada por una perfecta Jennifer Lawrence) es una ama de casa soltera y madre de dos hijos que queda desempleada y debe convivir tiempo completo con su atribulada familia (ex marido, padres divorciados y nuevas parejas de ambos). Luego de muchos años de postergar su desarrollo profesional en pos de satisfacer las expectativas de sus allegados, aprovechará la oportunidad para embarcarse en una gesta de lo más bizarra, basada en los altibajos alrededor del diseño y la venta de un nuevo modelo de trapeador de piso, que a su vez le permitirá canalizar su vocación de inventora. Aquí Russell apuntala una alegoría de reconstrucción personal que esquiva los estereotipos del feminismo y celebra el acto de batallar detrás de un ideal de independencia económica. Queda más que claro que el director continúa recurriendo a distintos elementos del cine de Billy Wilder a la hora de condimentar el relato con un tono sarcástico (hablamos de salidas narrativas imprevistas, one-liners de índole injuriosa, una progresión relativamente veloz, la apariencia general de “caos controlado”, la interrupción de la ironía cuando la cotidianeidad aplasta a los protagonistas, etc.), asimismo intensifica la incidencia del costumbrismo retro de sus opus anteriores, hoy analizando los primeros años de la década del 90 (con un elenco en el que regresan conocidos del neoyorquino como Robert De Niro y Bradley Cooper, la historia apela a una interesante amalgama entre la comedia de tumultos familiares y el drama de autosuperación, enmarcado en una crítica hacia la falta de ética de los diferentes actores en la cadena de formación de precios del comercio minorista, citadino y doméstico). Otra característica de Joy, si se quiere “indirecta”, pasa por su emplazamiento dentro de la carrera de Russell, circunstancia que pone de relieve la preeminencia de la película con respecto a la problemática Accidental Love, también conocida como Nailed, un convite que el señor rodó en 2008 y finalmente se estrenó en este 2015. A diferencia de esa propuesta simpática pero fallida, que padeció un sinfín de inconvenientes financieros y creativos, Joy sí se siente como parte de la trayectoria reciente del realizador (Accidental Love, en cambio, se asemejaba a lo que podría ser un exponente de su primera etapa). A mitad de camino entre las miserias laborales y el canibalismo del mercado estadounidense, y evitando toda solución romántica insulsa, la obra funciona como un retrato ameno de aquella génesis de la venta telefónica, los “infomerciales” y el marketing berreta de los productos hogareños…
Cuando el dique colapsa… Sopesar una película como La Gran Apuesta (The Big Short, 2015) resulta muy interesante porque abre un camino hacia la contradicción, en especial si consideramos que existen varias ópticas desde las cuales examinar lo hecho: podemos enfatizar la dificultad del tópico elegido (la crisis financiera global de 2007 a 2010), la labor de los responsables de la faena (un equipo compuesto por Adam McKay, director/ guionista, y Charles Randolph, copartícipe en la escritura, a partir de un libro de “no ficción” de Michael Lewis), o las herramientas formales que se utilizaron para encarar todo el asunto (en esencia hablamos de inserts explicativos con celebridades, sobreimpresiones animadas/ textuales y la colección de recursos propios de los mockumentaries; léase cámara en mano, una edición disruptiva, interpelaciones al espectador, juegos con el zoom, primeros planos que no dan tregua, etc.). En medio de este mejunje hay un film valiente que no llega a desarrollar todo su potencial debido a que las diferentes facetas arrojan saldos discordantes, sin embargo vale aclarar que la experiencia en conjunto es positiva y cumple con dignidad en el campo de las anomalías hollywoodenses, esas que están más motivadas por la ideología y/ o objetivos en común de las estrellas protagónicas que por un verdadero acuerdo en torno a cómo llevar a la pantalla grande semejante laberinto de desregulación y demencia. Aquí nuevamente aparece la fórmula de los antihéroes que -debiendo convivir con el sistema que los rodea- aprovechan el “saber experto” que los caracteriza para encontrar las fallas de turno y sacar partido de ellas. Tres son los grupos involucrados en esta especie de investigación cruzada alrededor de la posibilidad de que se caigan a pedazos los bonos parasitarios de garantía hipotecaria. La primera banda de “especuladores forajidos” es más bien el proyecto solista del gestor de fondos Michael Burry (Christian Bale), ya que no cuenta con mucho apoyo que digamos entre sus cofrades; el segundo colectivo está encabezado por el inversionista Jared Vennett (Ryan Gosling) y el operador financiero Mark Baum (Steve Carell), un pragmático y un idealista -respectivamente- que acompañan las predicciones de Burry; y finalmente el tercer cónclave responde al asesor bancario retirado Ben Rickert (Brad Pitt), quien tiene su “brazo ejecutor” en los jóvenes inversores Charlie Geller (John Magaro) y Jamie Shipley (Finn Wittrock). Cada uno por su cuenta, y a veces superponiéndose, comenzarán una dialéctica de ventajas con el usufructo en el horizonte, en base a las minucias legales, las estadísticas, la lógica progresiva, una buena dosis de futurología y la clásica retención de información. Desde el vamos el esquema narrativo es ambicioso y las actuaciones sorprendentes en su detallismo, no obstante el metraje resulta excesivo y muchos de los diálogos no escapan a cierta ingenuidad del mainstream desesperado por ser tomado en serio y a la vez pasar por “canchero” a ojos del espectador promedio: la mayoría de los intercambios entre los personajes arranca con un acento populista (insultos varios, exasperación, referencias a la cultura masiva, simplismos de diversa naturaleza, etc.), luego vira hacia el argot de la usura y su terminología asociada (el volumen de datos es atractivo en este punto), para terminar regresando a dónde todo empezó (aunque ahora con un ímpetu más trágico, ánimo que se desprende del problemilla de contrastar hipótesis y praxis). Por otro lado, los comentarios de Gosling a cámara y las definiciones conceptuales son tácticas que garantizan dinamismo. A pesar de que la película abusa un poco de su ebullición visual/ discursiva y llega al límite de ensombrecer las actuaciones del elenco, en el cual encontramos una profusión de registros que van desde el tono caricaturesco de Bale y Gosling hasta la severidad de Carell y Pitt, lo cierto es que el realizador levanta bastante el nivel con respecto a la trivialidad de sus opus anteriores con Will Ferrell y por suerte nunca esquiva las paradojas e hipocresía que se derivan del hecho de “luchar” contra la burbuja especulativa desde el mismo ideario que esa burbuja construyó para autolegitimarse, sin apuntalar una mirada alternativa. La codicia, el fraude y la estupidez constituyen las tres dimensiones en función de las cuales se puede entender los efectos del colapso del dique del capitalismo financiero, un sector que sigue gozando de exenciones impositivas y un proteccionismo multinacional vergonzoso…
La orquesta y el código binario. Gracias al infierno en el séptimo arte todavía tenemos directores como Danny Boyle y guionistas como Aaron Sorkin, capaces de construir retratos tan reveladores como el que se da cita en Steve Jobs (2015). Muy lejos del profeta de la miniaturización tecnológica o del monstruo ególatra y despiadado, el protagonista del film en todo momento saca a relucir su apostolado de contradicciones a través de un verdadero vendaval discursivo, que a su vez obvia las diatribas de cotillón de aduladores y detractores -quienes suelen repetir como loros antropomorfizados lo que escuchan por ahí- para poner en cauce el desarrollo y no caer en los callejones sin salida de la anterior biopic sobre el susodicho, la inconsistente Jobs (2013). La película que hoy nos ocupa es una pequeña obra maestra que complejiza los estigmas del “sentido común” acerca del fundador y CEO de Apple, fallecido en 2011. Aligerando sutilmente el acento crítico con respecto a Steve Jobs: The Man in the Machine (2015), el interesante documental de Alex Gibney sobre las miserias del señor, y tomando prestados varios componentes de Red Social (The Social Network, 2010), aquella otra maravilla de Sorkin centrada en la figura de Mark Zuckerberg, el opus de Boyle constituye un arquetipo extraordinario de lo que deberían ser las crónicas de vida, por lo menos en materia cinematográfica: aquí encontramos una suerte de “paneo conceptual” en torno a la idiosincrasia obsesiva y displicente de Jobs vía el backstage de tres coyunturas concretas (las presentaciones de las computadoras Macintosh, NeXT e iMac), y descubrimos los entretelones más opacos del que fuera uno de los popes del capitalismo global (sus facetas familiar y profesional se entrelazan mediante diálogos excepcionales que apelan a la furia). Contra todo pronóstico, Boyle consigue exprimir al máximo -en el apartado visual- al guión de naturaleza teatral de Sorkin y para colmo sin invocar a su típica efervescencia ni a la multiplicidad de recursos de antaño, reemplazándolos con intercambios veloces entre los personajes, una puesta en escena vinculada a la intimidad detrás del circo mediático y finalmente una combinación prodigiosa de travellings, instantes de quietud y algún que otro flashback de talante ilustrativo. Esta adaptación semiconservadora del estilo del británico le juega muy a favor a la propuesta en su conjunto porque viabiliza el lucimiento de los actores a niveles insospechados: una vez más Michael Fassbender demuestra que es uno de los mejores intérpretes de la actualidad al ponerse en la piel de un Jobs exacerbado desde la perspectiva dramática, tan delirante en su perfeccionismo como violento en el plano social. El elenco se completa con el exquisito desempeño de Kate Winslet como Joanna Hoffman, mano derecha del protagonista y ejecutiva de marketing de Apple y NeXT, y Jeff Daniels como John Sculley, CEO de Apple durante una década; a los que se suma el primer trabajo potable del otrora palurdo Seth Rogen, quien compone con prudencia a Steve Wozniak, uno de los grandes olvidados de la historia por ser el artífice de la Apple II -el primer éxito de la compañía- y el verdadero responsable de una revolución informática que se extiende hasta nuestros días. Aquí no se deja tema sin tratar dentro de la consabida amalgama de tópicos alrededor del personaje principal: de a poco desfilan el abandono al que sometió a su hija Lisa y a la madre de ésta Chrisann Brennan, su predisposición a maltratar a casi todo el mundo, los vericuetos de su salida y posterior regreso a Apple, el ninguneo a Wozniak, etc. Inspirándose en parte en el retrato indolente de Alan Turing de la también imprescindible El Código Enigma (The Imitation Game, 2014), el tándem Boyle/ Sorkin mantiene una sana distancia para con Jobs y jamás desbarranca hacia el patético lodazal del ensalzamiento o la denuncia melosa, logrando que la honestidad, las paradojas y el desparpajo más humano sobresalgan ante todo. El convite apabulla con su perspicacia al echar mano a la noción de “director de orquesta” para dar cuenta de su falta de una formación educativa adecuada dentro del rubro tecnológico, sus tácticas gerenciales de amedrentamiento y su destreza para el marketing de los productos hogareños. Otro concepto interesante, que atraviesa a la obra de principio a fin, pasa por el esquema “binario” de Jobs, quien considera mutuamente excluyentes al trabajo minucioso y a la responsabilidad que atañe a los vínculos afectivos…
Blanca como el alabastro. Definitivamente Moby-Dick de Herman Melville es una de las novelas más peculiares del romanticismo norteamericano: durante gran parte de su extensión se asemeja más a un tratado acerca de la caza de ballenas que a un retrato de la lucha del hombre contra la naturaleza o la simple crónica de aventuras, las cuales a su vez están relatadas con una infinidad de floreos discursivos con reminiscencias de William Shakespeare. Muy pocos saben que el neoyorquino de hecho se inspiró en varios casos similares, entre ellos el más importante y afamado fue el del hundimiento del Essex, uno de los tantos navíos que se dedicaba a la extracción de aceite de cachalote o espermaceti, una de las actividades más prósperas del siglo XIX gracias a los múltiples usos de la sustancia en cuestión (en especial se lo utilizaba como base de muchos productos de las industrias energética y farmacéutica). La nueva película de Ron Howard, En el Corazón del Mar (In the Heart of the Sea, 2015), está basada en el libro homónimo de Nathaniel Philbrick, un trabajo de “no ficción” que narra los pormenores del derrotero del Essex, no obstante el guión de Charles Leavitt -en otra de esas típicas estrategias comerciales de Hollywood- recurre a su condición de “tragedia que inspiró a Moby-Dick” e introduce al propio Melville dentro de la historia (interpretado por Ben Whishaw), mediante el ardid de estar escribiendo su mítica novela y de solicitar un repaso de los acontecimientos a Thomas Nickerson (Brendan Gleeson), un señor mayor en la actualidad de 1850 y un joven tripulante del Essex en 1820. Hasta cierto punto duele reconocerlo pero lo que podría haber sido una digna sucesora de la genial Rush (2013) termina cayendo en los mismos inconvenientes de los opus de antaño del realizador. El film desde el comienzo aclara que todo se reduce a la tensa relación entre el Capitán George Pollard (Benjamin Walker), perteneciente a la aristocracia ballenera de la Isla de Nantucket, en Massachusetts, y el Primer Oficial Owen Chase (Chris Hemsworth), de familia campesina y con muchísima experiencia en alta mar. Mientras que la primera hora del metraje abarca las pugnas entre ambos en el marco del periplo y el ataque del cachalote de rasgos psicopáticos de turno, la segunda mitad es un relato de supervivencia centrado en los tripulantes del barco que lograron salir con vida del “percance”. Si bien Howard, un verdadero veterano del séptimo arte, aprovecha su talento a nivel visual, ese que ha ido puliendo de manera escalonada a lo largo de las décadas, lamentablemente no le alcanza para compensar la insignificancia de la dimensión conceptual y la pobreza de los diálogos. Salvo escasas excepciones como sus colaboraciones con el guionista Peter Morgan -la susodicha Rush y Frost/Nixon (2008)- y alguna que otra anomalía que nos regaló con el transcurrir de los años -pensemos en la maravillosamente desquiciada Willow (1988) o en la poderosa Las Desapariciones (The Missing, 2003)- el director por lo general tuvo una carrera prolífica que promedió hacia abajo, no tanto por su desempeño específico detrás de cámaras sino más bien debido a su predilección por los productos mainstream melosos o conservadores y la poca carnadura de la mayoría de los guiones que le ha tocado filmar. El trabajo en papel de Leavitt desperdicia la interesante dinámica entre los personajes de Walker y Hemsworth (éste último está excelente como el líder natural de la expedición) y presenta muchas secuencias sin conexión dramática entre sí (la odisea se termina licuando). Teniendo como precedentes películas de la talla de Moby Dick (1956) de John Huston o Capitán de Mar y Guerra (Master and Commander: The Far Side of the World, 2003) de Peter Weir, el equipo responsable de En el Corazón del Mar debería haberse molestado en construir una epopeya más coherente y menos morosa en su desarrollo, caracterizada por baches en los que no se define la idiosincrasia de los marineros. Otro problema, si se quiere menor, pasa por la falta de equilibrio entre las escenas “tradicionales” y las de acción sustentadas en CGI, un obstáculo que el británico Anthony Dod Mantle corrige con inteligencia desde una fotografía de colores furiosos. En suma, estamos ante una alegoría trivial y fallida sobre la inconmensurabilidad de la naturaleza, representada en esa ballena tan blanca como el alabastro, ejemplo del castigo que merece el hombre por su codicia…
La bruja de los secretos. La inquisición medieval y su secuela, el tópico “hechiceros malignos”, han sido explotados ampliamente por el cine a lo largo de los años, con un rango discursivo de lo más variado: tenemos desde propuestas críticas para con la hipocresía del aparato eclesiástico como Witchfinder General (1968) y Los Demonios (The Devils, 1971), pasando por películas más irónicas como Las Brujas de Eastwick (The Witches of Eastwick, 1987) y La Maldición de las Brujas (The Witches, 1990), o films de quiebre como El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968) y El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999), hasta opus que reinciden en el horror tradicional a la Suspiria (1977) y Warlock, el Brujo (Warlock, 1989). A decir verdad La Cabaña del Diablo (Gallows Hill, 2013) está muy lejos del trasfondo ideológico de -por ejemplo- las adaptaciones de The Crucible, la mítica puesta teatral de Arthur Miller (conocida en los países de habla hispana como Las Brujas de Salem), y se contenta con simplemente reproducir cada uno de los lugares comunes del subgénero en su modalidad exploitation, aunque por suerte sin desembocar en la sonsera de la pluralidad de mamarrachos de los últimos tiempos. La obra del realizador Víctor García, un asalariado con diversas continuaciones en su haber, adopta la fórmula de los slashers ochentosos y le agrega la típica aberración demoníaca que nos regaló el J-Horror, hoy convertida en cliché. En esta ocasión la historia gira alrededor del viaje a Colombia que encara David Reynolds (Peter Facinelli) en pos de convencer a su hija de que asista a su próxima boda, luego del fallecimiento de su primera esposa. Desde ya que el catalizador narrativo será un accidente automovilístico y el arribo a una casona inhóspita: allí el protagonista y todo su clan (prometida, hija, la tía de la chica y su novio) conocerán al propietario, Felipe (Gustavo Angarita), quien se enfurecerá cuando descubra que los invitados están obsesionados con liberar a la nenita que tiene encerrada en el sótano. Como las apariencias engañan, la pequeña pronto revelará su naturaleza perversa y su predilección por los secretos sucios. Dos de los mayores problemas del terror actual son la falta de imaginación en lo referido a las muertes y el déficit de gore a nivel del contenido, obstáculos que La Cabaña del Diablo supera mediante el facilismo de no mostrar los primeros decesos, lo que funciona como un intento sencillo y bienintencionado de generar suspenso. Lamentablemente luego volvemos a la misma dinámica de siempre basada en CGI pomposos y un desarrollo de manual, sin demasiado vigor que digamos. Las actuaciones son bastante decentes y se agradece que por una vez se hayan contratado intérpretes locales que no pasan vergüenza (de hecho, la mitad del convite está hablado en castellano), sin embargo la mediocridad continúa primando…
Un ataúd gigante. Sinceramente no nos podemos quejar en lo que respecta al apartado cualitativo del terror de este año: estamos ante la tercera obra consecutiva que alcanza la cúspide del género y que logra llegar a la cartelera tradicional argentina, en un grupo conformado por las también excelentes Casa Vampiro (What We Do in the Shadows, 2014) y Te Sigue (It Follows, 2014), tres ejemplos contrastantes aunque unidos por la pretensión de devolver el ímpetu creativo a un enclave bastardeado por la industria. Puertas Adentro (Musarañas, 2014), la ópera prima de Juanfer Andrés y Esteban Roel, es una exploración de ese canibalismo emocional que suele surgir en los ambientes cerrados luego de un período muy prolongado. Combinando la estructura narrativa de Misery (1990) y una infinidad de detalles en torno a la convivencia femenina a la ¿Qué Pasó con Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?, 1962), la historia se centra en la relación entre Montse (Macarena Gómez) y su hermana menor, “la niña” (Nadia de Santiago): mientras que la primera sufre de agorafobia y trabaja de modista, la segunda sólo desea escapar de la ciclotimia de Montse y su depresión arrastrada a lo largo del tiempo, producto de la muerte de la madre de ambas y la huida del padre. El tercero en discordia es Carlos (Hugo Silva), un vecino que tropieza accidentalmente por las escaleras y termina recluido en el departamento de las hermanas. La película le infunde una inusitada vitalidad a las premisas del horror más sádico, ese que juega a dos puntas entre el drama psicológico y el suspenso de escenificación hermética, haciendo énfasis en la dinámica inherente a la tortura de negar la libertad de movimientos, tanto la anímica (“la niña”, que depende de sus escapadas fuera del hogar para evadir el control de Montse) como la material (Carlos, con una pierna rota y atado a la cama). En buena medida la construcción escalonada de la primera mitad del film, con un desarrollo de personajes austero pero enérgico, encuentra su contrapeso justo en la segunda parte, cuando la violencia explota con una furia sorprendente y el choque de voluntades llega al extremo. De hecho, la desfachatez del gore y su raíz en el pasado de las protagonistas constituyen los dos ejes del maravilloso guión de Sofía Cuenca y el propio Andrés, el cual redirecciona las típicas referencias del cine español al franquismo para someterlas al esquema del exploitation taciturno europeo, alienación y paranoia católica incluidas. Otro factor decisivo para el éxito de la faena es la interpretación exacerbada de Gómez, quien aprovecha con inteligencia la base trágica de Montse, sobre la que recae la progresión hacia la locura que propone el opus. El departamento del clan, homologado a un “ataúd gigante”, es la sede de conflictos reprimidos que desarticulan los anhelos y toda ilusión de seguridad burguesa…