La ambigüedad de la idiosincrasia bélica. Una vez más J.J. Abrams demuestra su enorme sensatez como realizador y redondea la mejor película posible de la saga intergaláctica más famosa, dentro de las limitaciones que impone el Hollywood higiénico contemporáneo. En Star Wars: El Despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015) el neoyorquino lleva a cabo una triple lectura del universo en cuestión, que a su vez se traslada de manera prístina al espectador: tenemos la reinterpretación clasicista (una remisión a la estructura narrativa de la trilogía original de las décadas del 70 y 80), la ideológica (el conflicto entre absolutismo y democracia sigue vigente, ahora bajo la apariencia de una suerte de guerra civil entre la Primera Orden y la Resistencia, ésta última amparada por la República) y finalmente la nostálgica (hoy sin dudas resulta fundamental la inclusión de personajes archiconocidos y referencias sutiles). Todo en la propuesta funciona como un espejo -al mismo tiempo respetuoso y vitalizante- de lo que fuera el origen de una franquicia multimillonaria, propiedad por estos días de The Walt Disney Company desde la adquisición en 2012 de Lucasfilm: haciendo propio el catalizador de La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), centrado en un androide que guarda un secreto muy importante para el destino de la contienda, la trama construye una dialéctica basada en los genocidios, los detalles melodramáticos y un nuevo trío principal compuesto por la chatarrera Rey (Daisy Ridley), el stormtrooper renegado Finn (John Boyega) y el piloto Poe Dameron (Oscar Isaac); “reemplazos” de Luke Skywalker (Mark Hamill), la Princesa Leia (Carrie Fisher) y Han Solo (Harrison Ford), respectivamente. La vehemencia y la rigurosidad del fanático son sinónimos de un éxito de corazón vertiginoso. La estrategia del director es extremadamente sencilla y apunta a dos líneas de acción, así en primera instancia se decide a corregir los desniveles de la progresión general de las precuelas (aquí enfatiza el desarrollo de personajes y la dimensión humana de la historia) y en segundo lugar deja de lado la fastuosidad de la humillación política de antaño (ahora descubrimos que desapareció por completo aquella preocupación por edificar un retrato meticuloso acerca de la génesis de una dictadura). Sin embargo, es en el apartado visual y la escenificación donde encontramos la mayor cantidad de cambios: en vez de la prolijidad estéril de los CGI y un entorno metropolitano sobrecargado, en esta ocasión predomina un equilibrio entre los “practical effects” y las criaturas/ naves/ explosiones animadas, lo que deriva en un regreso a los desiertos y los bosques, el asilo de la heroicidad de los apóstatas. Como no podía ser de otra forma tratándose de un entramado melancólico de esta índole, el relato invoca géneros como el western, el cine bélico y las aventuras, apoyándose en los pilares conceptuales que ofrecen los protagonistas, léase el desamparo de Rey, la disidencia pragmática de Finn y la osadía de Dameron. Más allá de la excelente intervención de Ford, en Star Wars: El Despertar de la Fuerza se destaca el desempeño de Boyega, a quien ya pudimos ver en la genial Ataque Extraterrestre (Attack the Block, 2011), debido a que su derrotero pone en primer plano la conciencia que ha ganado la saga en lo que respecta a la ambigüedad de la idiosincrasia castrense y su “complejo de culpa”. Abrams recupera el viejo arte de metamorfosear los errores y contradicciones de los personajes en un imán para la empatía, el humor afable, los arrebatos más entusiastas y ese naturalismo a nivel macro. Desde ya que la película no puede escapar del todo de determinados vicios de la industria cultural de nuestros días (mientras que algunos seres se hubiesen beneficiado con simples prótesis faciales, Ridley por su parte cumple con dignidad aunque por momentos bordea los clichés de los profetas del páramo) y la experiencia en su conjunto no resiste un análisis en profundidad en el campo de las novedades concretas (el desenlace toma elementos de las tres obras originales y deja muy poco margen para la sorpresa). No obstante, el film cuenta con la inteligencia suficiente para compensar con creces estos déficits que pueden ser atribuidos al conservadurismo actual del séptimo arte, logrando apabullar en lo referente al ritmo narrativo y la carnadura de nuestros adalides -sin caer en la literalidad durante gran parte del metraje- y enarbolando el furor más ingenuo de un pasado que sigue presente…
Los escarnios de la ambición. Todos los que en su momento vimos Snowtown (2011), la visceral ópera prima de Justin Kurzel, augurábamos un gran futuro para el australiano y deseábamos que su siguiente opus llegase pronto. Como suele ocurrir en nuestros días, pasaron los años y no había mayores noticias de su regreso: nadie podía predecir que su segunda película sería nada más y nada menos que una traslación de Macbeth de William Shakespeare, un proyecto que a simple vista parecía un tanto alejado del microcosmos claustrofóbico de su debut. Luego del visionado uno debe rever la posición porque efectivamente el director se las ingenia no sólo para dar nueva vida a la archiconocida obra, sino también para adaptarla a su idiosincrasia. Si sopesamos las interpretaciones anteriores del texto, percibiremos que aquí la tragedia familiar pasa al primer plano y se termina comiendo al relato aun por encima del clásico entretejido de la traición gubernamental, la demencia y el ansia irrefrenable de poder. Otro enroque muy importante lo hallamos a nivel de la contextualización dramática, ya que mientras que antes primaban las intrigas secretas y la fastuosidad de los palacios, hoy son los páramos desérticos de una Escocia corroída por las guerras los que desarman de a poco la dialéctica detrás de las prerrogativas individuales de los protagonistas, así la puesta en escena del western y su fatalismo se amoldan con facilidad a las necesidades de la historia. Más allá del maravilloso trabajo del realizador en lo que respecta a retomar la rusticidad de la fotografía de Snowtown y privilegiar los soliloquios más reveladores de la angustia shakesperiana, claramente el desempeño del elenco juega un papel fundamental en la cadencia hipnótica que enmarca a Macbeth (2015) en general: tanto Michael Fassbender como Marion Cotillard, en los roles centrales, demuestran que con sutileza y perspicacia se puede obviar el catálogo de estereotipos que arrastran personajes interpretados hasta el hartazgo en una infinidad de ocasiones alrededor del planeta. Una vez más la profecía de unas brujas lleva al antihéroe del título al asesinato del rey y luego a la maldición del trono. Resulta indudable que Kurzel no se deja intimidar por el material de base y vuelve a lucirse en cuanto a la dirección de actores y la profusión de alegorías del errar humano, ampliando su rango estilístico (sin perder su identidad ni esa furia etérea que lo caracteriza) y logrando posicionar a su film a la par de las excelentes adaptaciones de Akira Kurosawa de 1957 y de Roman Polanski de 1971 (aquí la culpa paradigmática y los escarnios de la ambición se superponen a los traumas post-bélicos). Macbeth constituye un verdadero arrebato a los sentidos y uno de los convites más poderosos y coherentes de los últimos tiempos, capaz de yuxtaponer la desesperación del campo privado a la virulencia y el dolor del yermo inerte…
Militancia y posicionamiento mediático. El caso de Davis Guggenheim es bastante curioso si lo pensamos como parte constituyente del contexto cinematográfico de nuestros días, que tiende a repetir el mismo patrón ad infinitum sin mayores cambios a lo largo de los años: el señor comenzó su carrera dirigiendo capítulos de una multitud de series televisivas y nada hacía prever que de a poco se volcaría a la comarca de los documentales de muy alto perfil. En esta fase de su periplo, la estrategia del norteamericano está delimitada con claridad y en esencia abarca dos recurrencias formales que va adaptando según el opus, la primera centrada en el dualismo “personajes/ tópicos candentes” y la segunda en la parafernalia de las controversias y/ o polémicas que terminan difuminándose a expensas de un planteo nunca explotado del todo. Precisamente, otro de los rasgos de estilo de Guggenheim -artífice de las correctas A Todo Volumen (It Might Get Loud, 2008) y Esperando a Superman (Waiting for Superman, 2010)- es su perspectiva simplista, siempre aportando un inicio interesante que luego decae debido a la falta de profundidad en el análisis y a la presencia de vicios del lenguaje de la pantalla chica, en especial los vinculados a las “notas de color” y al esquema meloso. En Él me Nombró Malala (He Named Me Malala, 2015) lleva a cabo un procedimiento de ensalzamiento similar al de La Verdad Incómoda (An Inconvenient Truth, 2006): lo que antes hizo por Al Gore y su advertencia sobre el cambio climático, hoy lo hace por Malala Yousafzai, una adolescente pakistaní defensora del derecho de las mujeres a la educación. La joven, que sufrió un ataque a manos de las hordas talibanes por osar hablar en público acerca de la necesidad de una transformación en las sociedades musulmanas que iguale a los hombres y las mujeres, tiene la mitad de su rostro paralizada, realiza conferencias por todo el globo y ha ganado el Premio Nobel de la Paz en 2014. Guggenheim acompaña a la protagonista en sus presentaciones mediáticas, la intimidad de su hogar en Gran Bretaña y sus discursos en foros internacionales, tomando como núcleo la estrecha relación entre Malala y su padre Ziauddin. A partir de un tono un tanto esquizofrénico que pasa del dolor a la alegría y viceversa sin demasiadas sutilezas, la película utiliza mucho material de archivo, entrevistas al círculo familiar y animaciones que ilustran las historias individuales. Considerando que el film en su conjunto forma parte de un popurrí -entre comercial y militante- que incluye una organización benéfica y las memorias I Am Malala, coescritas con Christina Lamb, a decir verdad no hay mucho para reprocharle al realizador por fuera de sus limitaciones retóricas de siempre, ya que una vez más entrega una obra prolija que constituye una puerta de entrada “amigable” a la temática en cuestión. Por supuesto que aquí se dejan de lado las contradicciones del caso (casi todas las figuras políticas con las que se reúne Yousafzai son responsables del poder del que hoy gozan los talibanes en determinadas regiones de Medio Oriente), no obstante la táctica de humanizar a la señorita rinde sus frutos en función del posicionamiento comunicacional de su persona y su lucha…
Unidas por la desgracia. Una de las constantes más notables del cine italiano ha sido el retrato de la unidad familiar, tanto la tradicional basada en vínculos consanguíneos como la que podemos definir como “social”, la construida en la adultez según criterios de afinidad, esquivando a las personas indeseables y favoreciendo el contacto con las que compartimos un marco simbólico de referencia. Las distintas modalidades del tópico -desde la naturalista y celebratoria hasta la grotesca y sarcástica- se han mantenido invariablemente como un rasgo de estilo de la producción audiovisual del país, en un trayecto que comienza con la primera generación del neorrealismo (durante la década del 40) y se extiende hasta nuestro presente (por supuesto con todos los desniveles cualitativos del caso). A pesar de que el resto de Europa también ha manifestado un gran interés sobre el devenir familiar, para Italia es un verdadero fetiche. Así como de vez en cuando nos encontramos con joyitas -dentro del rubro en cuestión- como El Capital Humano (Il Capitale Umano, 2013), de la misma forma resulta inevitable que nos topemos con películas de “medio pelo” en la línea de Latin Lover (2015), un opus que por un lado se presenta como deudor del bastión anteriormente citado y que por el otro se autoimpone un cerco cinéfilo que pretende invocar la sombra e idiosincrasia de obras maestras cada día más inalcanzables, en especial 8½ (1963) y Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988). Utilizando como excusa el reencuentro de un clan con motivo del décimo aniversario del fallecimiento del patriarca, un afamado actor que ha plantado su semilla en la friolera de cinco naciones, el film recorre el típico camino de las rencillas internas sustentadas en sentimientos tan humanos como la envidia, la aversión o el rencor. Las señoritas de turno, y algunas de sus respectivas madres y parejas, coinciden en el hogar de Rita (el último trabajo de Virna Lisi, quien dejó este mundo en 2014), una de las tantas mujeres de Saverio Crispo (Francesco Scianna), el donjuán del título. La italiana Susanna (Angela Finocchiaro), la francesa Stéphanie (Valeria Bruni Tedeschi), la española Segunda (Candela Peña), la sueca Solveig (Pihla Viitala) y la norteamericana Shelley (Nadeah Miranda) constituyen los vértices de un pentágono en estrecha dependencia emocional con los vaivenes de lo que fueron la vida amorosa de Crispo y sus films, cada uno de ellos funcionando como un pretexto para abandonar a la consorte de ese momento y conocer/ embarazar al siguiente “eslabón” en la cadena. La propuesta rebosa de buenas intenciones pero termina en una espiral descendente debido al cúmulo de clichés y un tono insustancial. Indudablemente la directora Cristina Comencini intentó construir un homenaje a un período de oro que quedó en el pasado lejano, aunque en el trajín se le fue la mano con el simplismo nostálgico y acrítico para con el contexto que engendró a todas esas leyendas que hoy parecen tan inocentes, si las comparamos con los representantes de la industria cultural contemporánea (para colmo desperdicia a actrices de la talla de Lisi, Bruni Tedeschi y la sublime Marisa Paredes como Ramona, la madre de Segunda). Si bien resulta loable la decisión de “saltearse” el cinismo que copó el espectro comunicacional italiano a partir del advenimiento y lento ascenso al poder de Silvio Berlusconi, Latin Lover no logra ir más allá de las peleas fatuas centradas en las polleras y los vástagos, limitando la ofrenda al eje meloso y a la recurrencia de una comedia de situaciones que nunca termina de despegar…
Sobre la contemplación visceral. Una película como Frente al Mar (By the Sea, 2015), la última aventura de Angelina Jolie como directora, nos coloca indefectiblemente ante el dilema de aclarar de manera explícita la perspectiva de análisis: podríamos caer en el estereotipo de afirmar que el opus responde a un mero capricho de la californiana (una suerte de ejercicio de estilo que homenajea al cine de décadas pasadas) o a la necesidad de despegarse del rol de femme fatale ATP que viene arrastrando desde hace tiempo (ese mismo que la condena a trabajos olvidables y de escaso o nulo valor artístico, en otra de esas espirales profesionales autodestructivas que caracterizan a cierto sector de la aristocracia hollywoodense). Pero no, el film de hecho parece funcionar como un retrato de la concepción fatalista de Jolie en lo referido al matrimonio, el fluir de la vida y esos momentos en los que la inercia prevalece ante todo. Hoy la obra se juega por un minimalismo que deja atrás la fastuosidad del conflicto en los Balcanes de los 90, núcleo de In the Land of Blood and Honey (2011), y los campos japoneses de prisioneros de la Segunda Guerra Mundial, examinados en Inquebrantable (Unbroken, 2014). Aquí -en cambio- prima una miscelánea de alusiones al cine cool y/ o “sofisticado”: el relato se sitúa en un pueblito de la costa francesa durante los 70 y la propia Jolie interpreta a Vanessa, una ex bailarina que atraviesa una profunda crisis de pareja, en la que los silencios constituyen las principales vías de comunicación con su marido Roland (Brad Pitt). A través de una progresión aletargada y detallista, la realizadora toma prestada la estructura de ¿Quién le Teme a Virginia Woolf? (Who’s Afraid of Virginia Woolf?, 1966) para vaciarla de diálogos y volcarla hacia un desapego sutil símil Michelangelo Antonioni. Jolie evita explotar las analogías entre la ficción y su vida privada (la presencia de Pitt, su esposo, legitima las aspiraciones artísticas del convite en su conjunto, en especial si consideramos que ya han transcurrido más de dos décadas desde que el señor demostró por primera vez que es un gran actor), y le saca todo el jugo posible al tono cansino de la trama (el único catalizador verdadero de la historia pasa por un “binomio espejo” más joven y fogoso que el principal, al que espían mediante un agujero en la pared de la habitación del hotel en el que residen). Más allá de las conversaciones en francés de Roland con los lugareños, no hay mayores intercambios entre los protagonistas y la propuesta se desarrolla dentro de una jaula preciosista que parece hacerse eco del aburrimiento burgués y los tiempos muertos de obras maestras muy lejanas como El Pasajero (The Passenger, 1975). El problema central del film lo encontramos en el apartado discursivo, porque la directora no se decide por ningún marco conceptual y deja al dúo flotando en el limbo del drama romántico, tan bienintencionado como vacuo e intrascendente. En este marasmo resulta fundamental la ausencia de un background social interesante y la recurrencia de las mismas situaciones a lo largo de las dos horas de metraje, ni siquiera permitiendo que las acciones “hablen” por los personajes o aprovechando el erotismo que podría haber desencadenado la curiosidad con respecto al devenir de los otros cónyuges. Lamentablemente Frente al Mar no posee la convicción necesaria para acercarse a la contemplación visceral del odio detrás del cariño, y a fin de cuentas fracasa en su pretensión de regalarnos una alegoría austera sobre los efectos del bloqueo psicológico, ese que nos limita a nivel personal y amoroso…
Un antropófago del más allá. Lamentablemente la cartelera argentina de los últimos años tiene el dudoso privilegio de acumular expectativas sobre realizaciones que a priori prometen una interrupción momentánea de ese fetiche centrado en estrenar los productos más anodinos del mercado internacional, circunstancia que de manera continua -luego de chequear el film en cuestión- nos reenvía al atolladero de siempre, el de las esperanzas hechas pedazos. Tomemos por ejemplo el caso de Juegos Demoníacos (Ghoul, 2015), una obra que auguraba cierto “exotismo” en función de su procedencia y el tópico a tratar: esta coproducción entre la República Checa y Ucrania pretende explotar un tema muy sensible para muchas regiones de la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el canibalismo, pero cae en las mismas trivialidades que azotan a casi todo el terror sustentado en los engranajes del found footage. Como suele ocurrir cuando se nos propone un escenario que no es Estados Unidos, una leyenda al inicio del metraje justifica el contexto vía el recuerdo del Holodomor, aquel genocidio por hambruna que padeció el pueblo ucraniano durante la década del 30 a manos de Iósif Stalin, como represalia a la resistencia que allí experimentó la colectivización desmedida de los recursos agrícolas. Pronto la interesante referencia queda en el olvido porque nos encontramos con otro grupito de documentalistas -que calcan a sus homólogos de la infinitamente superior El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999)- en plena “cacería” de testimonios sobre antropofagia en la zona, lo que deriva en la invocación accidental del espíritu de Andrei Chikatilo, el más famoso asesino en serie de la URSS y otrora protagonista de Ciudadano X (Citizen X, 1995) y Crímenes Ocultos (Child 44, 2015). A diferencia de aquellas pequeñas maravillas, Juegos Demoníacos no demuestra el más mínimo interés en combinar el retrato de época (aunque sea en forma indirecta, a través de nuestro presente) y la dinámica del thriller (con la sequedad y la inflexión de los policiales hardcore). Desde ya que este viraje no constituiría un problema por sí mismo si no fuera por el detalle de que la propuesta tampoco cumple en lo que respecta a los dispositivos del horror de entorno cerrado, subgénero que la trama abraza explícitamente. La catarata de estereotipos, una vez que comienzan las posesiones entre los personajes, abarca sonidos extraños, comportamientos violentos, miembros del equipo que desaparecen, un poco de asedio nocturno, lugareños misteriosos, acciones que se borran de la mente y hasta un gato negro que va y viene a gusto, por supuesto asustando a los muchachos de manera metódica. El segundo opus como realizador del checo Petr Jákl, un actor reconvertido en director, no aporta ni un gramo de originalidad a los mockumentary de terror, un cóctel estilístico que curiosamente había sido “rescatado” hace poco por M. Night Shyamalan en la corrosiva Los Huéspedes (The Visit, 2015). Considerando la pobreza de Juegos Demoníacos y de la andanada de exponentes similares del mainstream y/ o los márgenes independientes, nos vemos en la triste obligación de afirmar que la comedia del hindú fue una anomalía y que de hecho la industria cinematográfica contemporánea no sabe cómo usufructuar el catálogo de potencialidades que abre el horror en tanto lectura nihilista y lúdica del mundo. Los únicos instantes potables del film se acumulan en el segundo acto, cuando se construye un mínimo suspenso y los actores pueden hacer “algo” más allá de reírse o gritar de pánico…
La familia del bosque. En el horror puede no ser determinante -en lo que respecta a los resultados finales- que la película en cuestión sea caótica, deje elementos por desarrollar y nunca aclare el origen preciso de la fuerza destructora, por ello Los Hijos del Diablo (The Hallow, 2015) no sólo no sufre sino que además le saca partido a sus deficiencias, metamorfoseándolas en peldaños hacia la sorpresa narrativa: el comienzo promete una estructura símil Perros de Paja (Straw Dogs, 1971) pero no cumple, el nudo coquetea con Pumpkinhead (1988) para luego traicionarnos, y el desenlace se asemeja a una cruza imposible entre El Resplandor (The Shining, 1980) y El Laberinto del Fauno (2006), desparramando elegías implícitas acerca de la descomposición familiar y el rol del entorno en estos menesteres desoladores. De hecho, sin duda las dos características excluyentes de esta interesante ópera prima de Corin Hardy son su imprevisibilidad y preciosismo, ejes en torno a los cuales gira un relato basado en la vieja premisa de la unidad modelo (hombre, mujer y recién nacido) que decide dejar atrás la vida metropolitana para abrazar su opuesto exacto, una cabaña antiquísima rodeada de una frondosa arboleda. Como se adelantó anteriormente, el esquema “odio entre vecinos” pronto muta en “film de monstruos”, hoy vinculado al folklore bucólico de Irlanda, circunstancia que a su vez nos obliga a poner de manifiesto el contexto de la trama: Adam Hitchens (Joseph Mawle), la cabeza del clan, es el encargado de mapear la futura tala del bosque, acorde con la decisión gubernamental de vender las tierras a las madereras. Lejos de la pereza visual que enmarca a gran parte de las propuestas del terror mainstream de nuestros días, la fotografía de Martijn van Broekhuizen construye desde la sutileza un ambiente tétrico que esconde secretos y cobija los miedos de los protagonistas, utilizando a los CGI como una herramienta más en pos de mostrarnos -sin gestos patéticos ni estrambóticos- la apariencia de los seres que acechan en la oscuridad, todo un linaje de lo más curioso. El buen desempeño de Mawle y Bojana Novakovic como Clare, su esposa en la ficción, aporta el empujón necesario para que la andanada de cambios de formato resulte convincente y no comprometa el verosímil, haciendo que la desesperación por sobrevivir (por un lado) y el deseo revanchista (por el otro) cohabiten en un mismo entramado general. Aquí el realizador combina con eficacia un asedio de índole fantástica, mucho humanismo y algún que otro detalle cientificista ligado a la supuesta naturaleza micótica de los ataques. Más allá de la colección de clichés que se dan cita en mayor o menor medida a lo largo del metraje, definitivamente lo que salta a la vista en Los Hijos del Diablo es la importancia de la ejecución concreta de las premisas por sobre esa típica fanfarria hueca de los convites hollywoodenses (léase golpes de efecto baratos, pocas ideas en la puesta en escena, diálogos lastimosos y ese nulo interés en los personajes centrales). Ahora bien, no podemos dejar de lamentar el título elegido para el estreno del film en el mercado local, el cual no guarda la más mínima relación con el sustrato temático y una moraleja de base ecologista…
¿Noche de paz? Mientras que gran parte del mainstream está empantanado en una etapa de transición en pos de una salida cada vez más elusiva del díptico “remakes/ found footage”, y las propuestas periféricas hacen lo que pueden en mercados locales controlados con mano de hierro por los gigantes estadounidenses (mejor ni hablar de una crítica que no analiza absolutamente nada y que se dedica a convalidar sus caprichos personales de la manera más pueril), hoy Michael Dougherty nos entrega una película sutil y fuera de época, regocijándose en todo momento en la paradoja de haber pateado el tablero -y esquivado la abulia de la actualidad- desde el seno de la industria hollywoodense. Tomando la estructura general de los cuentos de hadas e inspirándose en el tono entre anárquico y cínico de Gremlins (1984), en Krampus (2015) el director escudriña la Navidad empleando el mismo caleidoscopio que ya había utilizado para Halloween en la también extraordinaria Trick ‘r Treat (2007), aquel neoclásico centrado en una antología compuesta por un prólogo y cuatro fábulas de terror. Así como Sam (ese mocoso del averno, siempre vestido con un piyama y una arpillera en su cabeza) funcionaba como una especie de centinela de tradiciones que se remontan al pasado lejano, pisoteadas por los representantes menos iluminados de la raza humana de nuestros días, en esta oportunidad es el monstruo vengador del título quien debe poner las cosas en su lugar cuando el egoísmo, la soberbia, el consumismo y/ o la hipocresía dejan de lado al espíritu navideño, léase la fraternidad y el “dar” antes que el “tomar”. Esta contraparte nihilista de Santa Claus -mitad sabiduría antropomorfizada, mitad fuerza natural- se desprende del folklore de los países alpinos y aquí es invocada por las rencillas de una familia de los suburbios, a la que le encanta pasar las festividades a lo largo de tres jornadas compartidas, por más que sus integrantes no se soporten entre sí y el menosprecio domine la reunión. De a poco la comedia negra deriva en una crónica de supervivencia, que a su vez se transforma en una parábola moral de tintes secos y empardada con el sacrificio. Nuevamente la inteligencia de Dougherty abarca por un lado la paciencia en lo que hace al desarrollo de personajes y la progresión narrativa a nivel macro, y por el otro la utilización de las herramientas formales según el público a captar. Si en Trick ‘r Treat aprovechaba distintos elementos del catálogo del horror para adultos (el predador sexual, las leyendas urbanas, los seres adeptos al camuflaje, las “bromas” que se salen de control, las revanchas más impredecibles, los ermitaños que esconden secretos muy sucios, etc.), ahora también opta por una versión sarcástica pero de otro popurrí de motivos, en esta ocasión haciendo eje en las epopeyas destinadas a los infantes (luego de una introducción que gira en torno a las desavenencias familiares y la banalidad/ rigidez de nuestra sociedad de rituales automatizados, el relato muta en un asedio -por parte de los “ayudantes” de Krampus- que saca a relucir la solidaridad de los protagonistas, al tiempo que la muerte va alcanzando a cada uno de ellos porque parece que las culpas no se lavan con buenas intenciones fugaces). La valentía del realizador se condensa en la decisión de no pasteurizar la trama con vistas a satisfacer a los espectadores conformistas de hoy en día, quienes han sido criados para aceptar plácidamente el facilismo de los latiguillos y la redundancia retórica, para colmo sintiéndose “superiores” para con las obras en cuestión, desde un total desconocimiento del contexto y el recorrido histórico de dichos clichés. Las nociones de crueldad y castigo resultan cruciales a la hora de difuminar el relativismo socarrón de la primera parte, ese comodín al que los secundarios más necios suelen recurrir para anular toda discusión con algún dejo de seriedad. Sin mostrar ni una gota de sangre y jugando sus fichas al accionar de animatronics similares a los de Dolls (1987), el convite desparrama una furia homicida que exige compromiso ideológico (sea del tenor que sea, siempre debemos luchar por lo que creemos) y que no tiene nada que envidiar a los verdugos de los slashers setentosos (o a cualquier otro cruzado del fundamentalismo lunático, en plena campaña contra los herejes). Hasta cierto punto la posibilidad de redención que plantea el desenlace, en lo referido a la reconstitución de los vínculos y el quiebre de la espiral autodestructiva y ombliguista, termina opacada por esa falta de piedad tan característica del propio género, que regurgita dolor al considerar que las moralejas sólo quedan marcadas en la piel gracias a la ceremonia del martirio, el que adquiere la disposición de un mecanismo legitimante del saber humanista y el respeto al prójimo (en la vereda opuesta, el tonto y feliz que nunca sufrió permanece encerrado en su mundo tonto y feliz). Lo que perfilaba como una noche de paz muta en espanto para que todos aprendan la lección, porque la flagelación de la carne y la imposición psicológica van de la mano: no es casual que la historia se centre en el pequeño Max (Emjay Anthony), un intelectual si lo comparamos con el resto de su familia, y en su abuelita, “Omi” en alemán (Krista Stadler), otra testigo de tanta idiotez circundante, esa misma que la bella justicia del inframundo reclama para sus tribunales…
Correo de alto riesgo. ¿En cuántas oportunidades hemos sido testigos de desavenencias comerciales y/ o artísticas entre los máximos responsables de una saga, como las que hoy se dan cita en torno a la franquicia iniciada con El Transportador (The Transporter, 2002)? Resulta imposible precisar el número de situaciones, a lo largo de la historia del cine, en la que el protagonista y el creador del producto juegan al “tire y afloje” hasta que alguno de los dos termina en el fango. Como era de esperar, Jason Statham -luego de las secuelas de 2005 y 2008- se cansó del personaje de Frank Martin y pidió conscientemente una fortuna para repetirlo, lo que obligó a Luc Besson a apartarlo y a buscar un sustituto convincente lo más pronto posible. Conviene aclarar desde el vamos que Ed Skrein, el salvavidas de turno, no contaba con mucha experiencia previa y sinceramente ésta no era del todo necesaria para la rusticidad del antihéroe especializado en el correo de alto riesgo. En El Transportador Recargado (The Transporter Refueled, 2015) sale a relucir una vez más la inteligencia del francés en lo referido a los exploitations de acción de corazoncito videoclipero/ publicitario, porque el señor pone toda la carne al asador para tratar de compensar la pérdida de la cara conocida y el déficit consiguiente en taquilla. Las buenas intenciones de la realización no alcanzan para “maquillar” el hecho de que el esquema se acerca peligrosamente a su fecha de caducidad. Así las cosas, aquí nos encontramos con más mujeres hermosas, un marco de heist movie, la introducción del padre de Martin, aún más secuencias de acción estrambóticas, varios villanos simultáneos y un puñado de giros narrativos; todas piezas típicas de los productos que responden al acervo ochentoso del género. Hasta el planteo nos devuelve al territorio del primer film, con el protagonista nuevamente en guerra contra el submundo del tráfico de personas: ahora son cuatro señoritas las que lo contratan en primera instancia, y luego lo extorsionan vía el secuestro de su progenitor, para que se desempeñe como cómplice polirubro en una venganza planeada al detalle (chofer, guardaespaldas, asesor táctico, etc.). El otro asalariado, el que se ubica detrás de cámara, es Camille Delamarre, un director con muy pocas ideas que funciona como un testaferro de Besson, el guionista y productor de siempre. A pesar de que está bien trabajada la dinámica entre padre e hijo (Ray Stevenson cumple como el primero) y que la factura técnica de la saga continúa siendo impecable (se destacan la fotografía, las bellísimas locaciones, las coreografías de los combates cuerpo a cuerpo y la fastuosidad de las persecuciones), hoy el cúmulo de clichés ya aburre un poco, debido más al tiempo transcurrido desde aquel 2002 y la falta de verdaderas sorpresas que a la ausencia de Statham, el cual tampoco es una maravilla del star system ni mucho menos…
El regreso de la fauna mutante. ¿Qué ha sido de nuestra querida clase B, esa que nos alegró la infancia y la adolescencia con un sinfín de masacres artísticas, truculencias que harían sonrojar al Marqués de Sade y aquellas benditas exploraciones por la anatomía femenina, por cierto totalmente innecesarias a nivel narrativo? Vale aclarar que las epopeyas serie Z de ayer y hoy son idénticas, ya que hablamos de propuestas sinceras que constituyen un híbrido entre la furia actitudinal independiente y un esquema de producción símil mainstream aunque “rebajado” al margen de maniobra de un presupuesto reducido. Ahora bien, lo que sí ha cambiado es la visibilidad a la que pueden aspirar los proyectos y sus estrategias concretas de distribución. Mientras que anteriormente el terror marginal solía acceder a la masificación a través de las pantallas alternativas y el mercado del video hogareño, en la actualidad pasó a ser consumido por un público muy limitado con los rasgos de una secta cinéfila que invierte la lógica que guía el accionar del espectador promedio contemporáneo, léase la pereza analítica y la ausencia de una verdadera curiosidad. Obviando el papel tragicómico de la web en este folletín, a veces positivo (difusión y debate) y en otras ocasiones negativo (banalización y mucha hipocresía), afortunadamente todavía podemos toparnos con un film como Glaciar Sangriento (Blutgletscher, 2013) dentro del circuito internacional de exhibición. Continuando con las disquisiciones retro, la película en cuestión reinstala de manera más o menos consciente aquel acervo delirante con el que estamos encariñados: así encontramos un desarrollo general en éxtasis, actuaciones defectuosas, un tono algo esquizofrénico, monstruos repulsivos, inserts oníricos, una claustrofobia impredecible y hasta una “señorita comodín” corriendo a los gritos desde la mismísima nada. Los dos factores que fusionan tamaña ensalada son la coherencia expositiva y la falta de escrúpulos del realizador Marvin Kren, a quien no le tiembla el pulso a la hora de relegar a los CGI al campo de las tomas a distancia y centrarse en los animatronics para los primeros planos de las criaturas asesinas. Este rip-off ambicioso y mordaz de El Enigma de Otro Mundo (The Thing, 1982) hace eje en los encargados de una estación de investigación ambiental, la visita de una ministra del gobierno al solitario emplazamiento y el hallazgo eventual de toda una fauna mutante producto de los glaciares de sangre del título. Si bien la obra arrastra unos cuantos problemas formales, resulta innegable su adrenalina, potencia discursiva y ese encanto malogrado que no veíamos desde la mucho más extrema Frankenstein's Army (2013). En función de que es imposible que llegue a la cartelera local un opus austríaco de horror, hoy debemos conformarnos y celebrar tanta violencia, la cual además se sustenta por sí sola…