La corrupción de los inocentes. Considerando que estamos ante un típico caso de “clink, caja” por parte del inefable Scott Derrickson, la verdad es que Sinister 2 (2015) se abre camino como una propuesta bastante potable para lo que suele ser la triste media ya no sólo del campo de las secuelas, sino del terror en general. El norteamericano, a la manera de su compatriota John Erick Dowdle, rankea en punta como uno de los realizadores más eficaces y parejos trabajando en el mainstream de nuestros días: si bien ambos no son unos genios del género ni nada parecido, por lo menos resulta evidente que mantienen un buen nivel y que cada nueva obra despierta una sana curiosidad, a diferencia de lo que provocan palurdos infantiloides como Eli Roth. En esta oportunidad Derrickson conserva los roles de guionista y productor aunque cede la silla del director en favor de Ciarán Foy, cuyo único antecedente era precisamente su ópera prima, la apesadumbrada Citadel (2012). Tanto en Sinister (2012) como en su continuación podemos identificar un engranaje doble en lo que respecta al apartado formal: en primera instancia está la clásica concesión para con los espectros y las citas al J-Horror de la década pasada (por suerte más cerca de las sutilezas que de los jump scares), y en segundo lugar encontramos un rescate nostálgico mucho más interesante, vinculado al sadismo y las “muertes artísticas” de los slashers de los 70 y 80 (cada deceso tiene su propia identidad). La historia por supuesto retoma el derrotero de Bughuul, esa deidad pagana que gusta de adoctrinar a niños para que maten a sus familias y así eventualmente consumir sus almas. Ahora tenemos en paralelo la investigación del agente de policía de la original, interpretado por James Ransone, y el martirio del clan de turno, hoy compuesto por Courtney Collins (Shannyn Sossamon) y sus hijos Dylan (Robert Daniel Sloan) y Zach (Dartanian Sloan). Ambas líneas se unifican a fuerza de la intervención de un grupo de nenes fantasmas -bajo el influjo de Bughuul- que obligan a Dylan a ver filmaciones en Super 8 centradas en asesinatos protagonizados por los jovencitos, con Milo (Lucas Jade Zumann) a la cabeza. Nuevamente la película termina engrandeciéndose más por la pobreza y enorme estupidez del contexto cinematográfico actual que por lo que ofrece en sí, en esencia un amasijo de elementos entrañables pero derivativos, los cuales son administrados con solvencia por Foy e incluyen un poco de humor bien dosificado, algo de melodrama, una mínima insinuación amorosa y los visionados tétricos “marca registrada” de la franquicia. Derrickson sigue controlando el opus y sorprende explicitando que lo suyo es una “observación estética de la violencia”, lejos de la ironía estandarizada del presente y cerca del retrato exploitation en torno a la corrupción de los inocentes, esos pequeños reconvertidos en verdugos autistas…
¿Un triángulo a la alemana? Más allá de su apego a las convulsiones cotidianas y/ o su distancia para con algún criterio de verdad que resulte mínimamente asequible, no se puede negar la capacidad descriptiva de los estereotipos, los cuales suelen actuar como “resúmenes” de determinados estados de ánimo, situaciones o idiosincrasias (algo parecido podría decirse de los insultos, otro ejemplo de esta preeminencia de un molde retórico preconcebido y de alcance masivo). Pensemos por un momento en los clichés cinematográficos aplicados a las nacionalidades, léase ese conjunto de características que acompañan a películas con un origen semejante, en esencia una fórmula -simple aunque eficaz- que pretende englobar similitudes específicas. Para bien o para mal, los rasgos en común enmarcan tanto la producción como la recepción de las obras, despertando expectativas en los dos extremos del ámbito artístico. Así como el quiebre de la horma prefijada por lo general es visto como un gesto positivo por algunos consumidores, no siempre la faena rinde sus frutos o se vincula con un éxito inmediato. Amadas Hermanas (Die Geliebten Schwestern, 2014) pone de relieve cómo esa especie de “incompatibilidad” entre estirpe y lenguaje puede suscitar propuestas desparejas, cuyo interés principal es -paradójicamente- su carácter híbrido, maltrecho hasta cierto punto pero atractivo, capaz de estimular la curiosidad del espectador a fuerza de la sorpresa de turno. Concretamente hablamos de un film germano que esquiva los rasgos autóctonos de nuestros días (es decir, esa suerte de “lavada de cara” de la Nueva Ola Alemana de los 70 y 80, ahora reconvertida hacia una fastuosidad polirubro que hace lo que puede para competirle a Hollywood), y adopta en cambio el típico armazón del cine francés, con citas nada sutiles a François Truffaut (narrador omnisciente, abundancia del engranaje epistolar, personajes de impronta humanista, vaivenes emocionales de todo tipo, etc.). Hoy la trama invierte la polaridad de Jules y Jim (Jules et Jim, 1962) para presentarnos el triángulo amoroso entre las hermanas Caroline y Charlotte von Lengefeld y el poeta/ dramaturgo Friedrich Schiller. El director Dominik Graf, de extensa trayectoria televisiva, arrastra algunos vicios de la pantalla chica al opus, como el fetiche para con el lujo aristocrático, la triste sobriedad en lo que respecta al apartado “sensualidad” y el ardid de ofrecer un desarrollo dinámico pero al mismo tiempo muy enrevesado. Aun así, la historia sale airosa del atolladero en el que se mete el realizador por querer replicar los detalles más anacrónicos del “enclave Truffaut”, en especial gracias a la labor del trío protagónico (Hannah Herzsprung, Henriette Confurius y Florian Stetter) y al enorme corazón del convite, el cual coquetea lúdicamente con la verborragia, los tabúes sociales, la Revolución Francesa y las ruinas del cariño fraternal…
Paradojas del cautiverio. El recorrido durante las últimas décadas del cine de Medio Oriente, por lo menos de ese conglomerado polimorfo que llega con cuentagotas a la cartelera argentina, ha sido de lo más curioso si consideramos los cambios que se fueron sucediendo a lo largo del tiempo. Lo que comenzó en los 90 con el existencialismo soporífero de las propuestas iraníes símil El Sabor de las Cerezas (Ta’m e Guilass, 1997), a posteriori mutó en el drama exacerbado de obras como Líbano (Lebanon, 2009), hasta finalmente derivar en una suerte de apertura hacia las comarcas más amigables del género aunque sin descuidar el típico análisis de los conflictos de turno, en línea con la reciente Motivación Cero (Efes Beyahasei Enosh, 2014). Precisamente uno de los máximos responsables de la etapa de transición entre los dos últimos estadios fue Hany Abu-Assad, cuyo opus El Paraíso Ahora (Paradise Now, 2005) supo privilegiar -a pura sutileza- una estructura cercana al thriller político por sobre las clásicas diatribas humanistas o los instantes de poesía de índole contemplativa. En Omar (2013) el director vuelve a sorprender al extremar el engranaje formal en función de una historia que no sólo cuenta con la valentía suficiente para examinar la cotidianidad en la Barrera Israelí de Cisjordania, sino que además se juega de lleno por un entramado de referencias propias del suspenso de espionaje, un diapasón clasicista inédito en el rubro. La trama se focaliza en el personaje del título, interpretado por Adam Bakri, un panadero palestino que comparte sus días junto a sus amigos de la infancia Tarek (Eyad Hourani) y Amjad (Samer Bisharat), todos militantes de las brigadas de resistencia antiocupación. Luego de humillaciones varias por parte de las tropas hebreas y de una venganza acorde, léase el asesinato de un soldado enemigo a manos del trío, Omar es apresado por la policía secreta de Israel y sujeto a torturas para que denuncie a sus cofrades. Bajo la amenaza de lastimar a su novia Nadia (Leem Lubany), el joven es liberado con la misión de “entregar” al responsable de la muerte, sometiéndose a la dialéctica del doble agente y sus correlatos. Dos grandes puntos a favor son el trabajo del elenco y la presencia del manipulador estatal, el Agente Rami (Waleed Zuaiter), el encargado de llevar adelante la cacería. Abu-Assad dinamiza el relato con una maravillosa solvencia y retoma el tono naturalista, carente de golpes bajos a la Hollywood, para poner en tela de juicio las oposiciones bélicas simplistas, siempre en pos de comprender -en toda su complejidad- el trasfondo de tanta masacre superpuesta. Las paradojas de un cautiverio generalizado, el que padecen los palestinos tanto intramuros como al aire libre y en regiones fortificadas, constituyen el marco de una película muy inteligente acerca del atolladero del odio y la degradación fundamentalista…
La derrota de los cínicos. Como no podía ser de otro modo, el regreso de Peter Bogdanovich, tanto al mainstream como a la cartelera argentina, funciona como un ejercicio metadiscursivo -en torno al Hollywood clásico- que pone en cuestión el paradigma contemporáneo en lo que hace a la producción y la recepción, por supuesto mediante esa típica fórmula vintage y su estrategia asociada, orientada más a la recuperación del espíritu lúdico de antaño que al simple aggiornamiento de los engranajes del relato tradicional. El cineasta, sin duda uno de los principales intelectuales de la renovación generacional de la década del 70, continúa fiel a sus convicciones y profundamente crítico para con la insensibilidad fútil de nuestros días. Aclaremos desde el vamos que Terapia en Broadway (She’s Funny That Way, 2014) es una suerte de hermana menor de ¿Qué Pasa, Doctor? (What’s Up, Doc?, 1972), Nuestros Amores Tramposos (They All Laughed, 1981) y Detrás del Telón (Noises Off, 1992), todas obras que retomaban el delirio escénico propio del vaudeville y cierta filosofía naif vinculada al proceso creativo, que en su desparpajo e ingenuidad resultaba mucho más atrevida que el facilismo del “cortar y pegar” inherente a la doctrina de los blockbusters. Con elementos de slapstick, farsa de enredos, comedia romántica y “feel good movie”, la película es una hermosa anomalía que nos devuelve el júbilo del caos y la desproporción. La historia gira alrededor del entrecruzamiento de un cúmulo de personajes conectados por lazos de lo más ridículos y forzados: el puntapié inicial es el encuentro en un lujoso hotel entre Arnold Albertson (Owen Wilson), un director de Broadway obsesionado con su doble vida de mentor/ ángel guardián de prostitutas, e Isabella Patterson (Imogen Poots), una señorita de la noche que ve con beneplácito que el susodicho le ofrezca treinta mil dólares a cambio de dejar de tener sexo por dinero y reencausar sus días. El manicomio se comienza a delinear cuando la chica, deseosa de ser actriz, se presenta a un casting encabezado por Albertson, lo que genera una reacción en cadena que afectará al equipo de la puesta teatral. Atento al devenir de la dinámica cómica, Bogdanovich entiende a la perfección que la mentira, léase la estafa emocional/ íntima/ profesional, constituye el eje de la caricatura de tono burlesco, utilizada en esta instancia retro como punta de lanza para una reapropiación del encanto que envolvía a las estrellas del pasado, esas mismas que la sociedad de masas endiosaba desde la lejanía que imponía la precariedad informativa. Si bien no compartimos este esquema condescendiente con respecto a una perspectiva simplista de entender el arte, esa que tanto defendía el Hollywood previo a los años 60, no se puede negar que resulta fascinante la habilidad del neoyorquino para transmitir su amor por aquel cine, hoy extinto. De hecho, Terapia en Broadway ataca de frente a los cínicos que ningunean los “finales felices” o desconocen las vueltas azarosas del destino, pretendiendo trasladar su elitismo y criterios pragmáticos al conjunto de la industria del espectáculo. Los rodeos anímicos del elenco también nos hablan de un afán vitalizante que se relaciona con una avidez de movimiento y de ficciones esperanzadoras, capaces de articular una visión del mundo sin atajos ni estupidez de por medio. Dejando atrás la melancolía de las esplendorosas El Maullido del Gato (The Cat’s Meow, 2001) y El Misterio de Natalie Wood (The Mystery of Natalie Wood, 2004), el realizador se regodea en la derrota de la estirpe de los indolentes…
El espejo del cine. Uno de los grandes estatutos del arte orientado a la reflexión ombliguista dictamina que el mismo proceso de creación debe ser puesto en primer plano con el fin de revelar los hilos detrás de la ilusión, bajo la cual -a su vez- se esconde una industria como cualquier otra dentro del entramado capitalista. El cine no escapó a esta estrategia retórica y desde épocas remotas nos ha regalado un sinfín de obras que analizaron los sinsabores que caracterizan a la “cocina” de los films, con clásicos de la talla de 8½ (1963), El Desprecio (Le Mépris, 1963), La Noche Americana (La Nuit Américaine, 1973) y El Estado de las Cosas (Der Stand der Dinge, 1982), todos ejemplos dramáticos con muchos detalles de índole satírica. Ahora bien, con el transcurso de las décadas la entonación promedio fue mutando desde la melancolía hacia el cinismo exacerbado, con propuestas amargas en la línea de Barton Fink (1991), Las Reglas del Juego (The Player, 1992), Ed Wood (1994), La Sombra del Vampiro (Shadow of the Vampire, 2000), El Ladrón de Orquídeas (Adaptation, 2002) y Una Guerra de Película (Tropic Thunder, 2008). Si bien la bandera del subgénero continúa siendo El Ocaso de una Vida (Sunset Boulevard, 1950), una de las tantas obras maestras de Billy Wilder, lamentablemente nunca faltan los bodrios vacuos que divagan a nivel narrativo con el único propósito de celebrar la frivolidad, como es el caso de la mísera Entourage (2015). Esta adaptación de la serie televisiva de HBO, que duró 8 temporadas emitidas entre 2004 y 2011, retoma la historia de Vincent Chase (Adrian Grenier), un actor hollywoodense en eterna complicidad con su grupo de amigos de la infancia, hoy transformados en eslabones de su cadena profesional. Cuando el señor quiere dirigir su primera película, de inmediato consigue el visto bueno por parte de Ari Gold (Jeremy Piven), su ex agente reconvertido en CEO de estudio. Chase se pasa del presupuesto asignado y debe soportar la opinión del principal financista Larsen McCredle (Billy Bob Thornton) y de su hijo Travis (Haley Joel Osment), quien desea eliminar de cuajo la participación del hermano de Vincent en el film. Lo que a priori parecía una oportunidad para llevar más allá un show simplón, rápidamente muta en un cúmulo de escenas anodinas en torno a la levedad reflejada de determinado sector del mainstream actual; para colmo sin autocrítica y por supuesto con un montón de cameos sin sentido (Jon Favreau, Pharrell Williams, Liam Neeson, Mark Wahlberg, Mike Tyson, Jessica Alba, Armie Hammer, etc.). Quizás la mayor paradoja la encontramos en ese objetivo -muy difuso- centrado en la “defensa” de la integridad artística del opus desde la más pura superficialidad, léase sin argumentos de ningún tipo, amoldándose de lleno a los parámetros de la industria y ensalzando la estupidez suprema de todos los responsables…
La sonrisa antropófaga. Por fin encontramos una película de horror que sin ser una maravilla ni nada parecido, por lo menos califica como una propuesta potable que dignifica al género y nos rescata por un instante de tanto engendro estándar que pulula por ahí. El Payaso del Mal (Clown, 2014), como su título lo indica, respeta la tradición de los arlequines cinematográficos con tendencias homicidas y alguna que otra referencia -poco sutil- a la pedofilia, un rubro que ha dado de comer casi de manera exclusiva a representantes de la clase B de antaño en la línea de Clowns Asesinos (Killer Klowns from Outer Space, 1988), salvo excepciones mainstream como aquel bufón surrealista que interpretó el genial Tim Curry en It (1990). En esencia hablamos de una reformulación de la vieja premisa de la metamorfosis, símil La Mosca (The Fly, 1986) de David Cronenberg, pero en esta oportunidad con un payaso de sonrisa antropófaga. La historia se centra en Kent McCoy (Andy Powers), un agente de bienes raíces y padre de familia que el día del cumpleaños de su hijo Jack (Christian Distefano) termina probándose un traje de clown que descubre en una de las casas que tiene a la venta. Por supuesto que a la mañana siguiente los intentos por sacarse la prenda serán infructuosos y la desesperación ganará terreno, en especial porque el susodicho comienza a sentirse mal y los dolores en el estómago parecen demandarle que cambie su dieta habitual. Más allá de estar movilizada por estereotipos de diversa índole, como el de la degradación de un “hombre común” o el cliché del demonio ancestral que reclama sacrificios infantiles, la obra en sí es muy llevadera y hace de su humildad y sencillez sus mayores fortalezas. El segundo largometraje de Jon Watts es también su debut industrial, y esto se percibe en un ritmo narrativo algo apaciguado que en general se mantiene estable aunque por momentos llega al límite de planchar un poco el desarrollo de personajes. Por suerte el realizador compensa el problema con un tono naturalista que sabe acentuar la atmósfera cargada de ansiedad a través de una andanada de secuencias prudentes y bien interpretadas por Powers. Otro punto a favor del convite es el dúo que acompaña al protagonista, Laura Allen como Meg, la esposa de Kent, y el inoxidable Peter Stormare en el rol de Herbert Karlsson, una simpática variación del Van Helsing de Drácula de Bram Stoker: ambos tomarán la posta durante la segunda parte del film, cuando la transformación esté avanzada. A pesar de que el opus adolece de una dosis verdaderamente significativa de gore, que podría haber elevado su intensidad, sin dudas aquí resulta satisfactoria la ecuación de cadencia retro “arlequín psicópata + maquillaje tradicional + diálogos sin estupideces”, sobre todo si recordamos que el terror hollywoodense contemporáneo es adicto a los CGI más huecos…
Sobre la redundancia conceptual. Resulta sumamente curioso el mecanismo mediante el cual las ironías del tiempo parecen reírse de los déficits de determinada era, balanceándolos décadas después pero a expensas de otro rubro. Mientras que hoy el séptimo arte cuenta con los recursos formales -vía CGI- para dar nueva vida a los clásicos “difíciles” de la literatura, algo inconcebible en el pasado, lo que viene faltando es precisamente el talento de antaño. Si bien El Principito (The Little Prince, 2015) tenía todo para convertirse en la adaptación definitiva de la obra maestra de Antoine de Saint-Exupéry, una vez más estamos ante otro intento fallido que parece más un homenaje muy leve al autor que una verdadera traslación de su trabajo a la pantalla grande. Lamentablemente, a pesar de los años transcurridos desde su primera publicación en 1943, El Principito continúa siendo un muro inquebrantable que impide las exégesis desde otros lenguajes, y esto se debe a los mismos inconvenientes de siempre: la naturaleza abstracta del relato (las alegorías varían según la mirada de turno y las lecturas a veces son antagónicas), las ilustraciones del propio Saint-Exupéry (las cuales establecen un marco visual específico, podríamos decir casi “oficial”) y la visión extremadamente crítica que subyace en el libro (no sólo para con los adultos en general, sino también en lo que atañe a la razón instrumental, el egoísmo y la pobreza de espíritu de la mayoría de los mortales). Así las cosas, el film animado de Mark Osborne, conocido por codirigir Kung Fu Panda (2008) junto a John Stevenson, se empantana en cada uno de los obstáculos históricos del opus y para colmo arrastra un tufillo muy común en nuestros días, el de la sobreexplicación a través de subtramas bobaliconas que pretenden pasar por “complementarias”, cayendo a fin de cuentas en el terreno de la tergiversación y/ o la redundancia conceptual: en la novela ya existía un intermediario que nos presentaba al pequeño protagonista y su asteroide, léase el narrador/ aviador, no obstante aquí decidieron contentar al público femenino con otro más, una nena insípida cuya mami es una fanática del control que ya planificó toda su vida. Esta búsqueda desesperada del aggiornamiento fácil, que incluye además referencias orwellianas y una innecesaria secuencia final de aventuras, se siente fuera de lugar y hasta deja de lado pasajes fundamentales del libro en torno a la amistad y el cariño recíproco. Se percibe claramente el interés francés orientado a transformar a uno de los íconos de la cultura autóctona en un producto apto para el consumo global, sin embargo la escasez de ideas es sinónimo de mediocridad. En suma, el realizador posee buenas intenciones pero fracasa como tantos otros antes y desperdicia las voces de Jeff Bridges, Benicio Del Toro, Marion Cotillard, Paul Giamatti, Rachel McAdams, Albert Brooks y un largo etcétera…
El sentimiento de culpa. Si hay un género en el Hollywood contemporáneo que desde hace décadas parece no poder salir de una suerte de estado vegetativo, definitivamente es la comedia romántica. De los 80 a esta parte no ha habido ninguna modificación significativa en los engranajes en cuestión: recordemos que por aquellos años se fue dando un proceso de reconversión que involucró por un lado la profundización del dejo irónico de los 70 y por el otro un vaciamiento del trasfondo contracultural de obras como Shampoo (1975) o del clasicismo elegante símil El Cielo Puede Esperar (Heaven Can Wait, 1978), lo que derivó en una fórmula que pide a gritos la legitimación facilista del sarcasmo pero siempre termina ofreciendo mediocridad. Mientras que el resto de los baluartes cinematográficos atravesaron cambios sustanciales a lo largo del tiempo, los productos destinados al corazón quedaron tristemente petrificados y a merced de la anomalía eventual que pudiese traer un poco de aire fresco a la falta de novedad e inteligencia de siempre. Salvo excepciones como la reciente ¿Puede una canción de amor salvar tu vida? (Begin Again, 2013) o la exquisita 500 Días con Ella (500 Days of Summer, 2009), la farsa mainstream parece atrapada en su propia necedad, a la que últimamente gusta maquillar mediante el fetiche de los inserts animados, el texto sobre las imágenes, el morphing y demás artilugios digitales que procuran “dinamizar” la narración. ¿Qué mejor ejemplo que Con Derecho a Roce (Playing It Cool, 2014), el desatino de turno, para ratificar todo lo anterior? La ópera prima de Justin Reardon no se mueve ni un ápice del manual más fundamentalista del género, circunstancia que se enmarca dentro de uno de los rasgos más funestos ya no sólo de la comedia romántica sino del cine en general de nuestros días: el conservadurismo de los realizadores. Sin ir más lejos, basta con decir que aquí tenemos nuevamente a un protagonista -interpretado por Chris Evans- que no cree en el amor porque mami lo abandonó de niño y que por supuesto verá cómo estalla su cinismo cuando conozca a la mujer que despierte tanta pasión aletargada, hoy la sagaz Michelle Monaghan. La película utiliza como excusa el oficio del galancito, nada más y nada menos que el de guionista, para bombardearnos con secuencias huecas y semi oníricas en las que el susodicho fantasea colocándose en el papel central de las anécdotas de los integrantes de su entorno afectivo cercano. De hecho, como si la presencia de familiares impetuosos, amigos bufonescos y una catarata de consejos bobos sobre la relación no constituyesen de por sí martirio suficiente, el film deambula perdido por otros clichés similares que empantanan el relato. Sólo sobrevive esa reflexión al paso vinculada al sentimiento de culpa que aparece cuando uno avanza por el “deporte” de la conquista, sin verdadero cariño de por medio…
La especulación ante todo. El capitalismo que se propone retratar Paolo Virzì en su último opus es el contemporáneo, una suerte de resabio naturalizado -a nivel de la psicología de masas- de las jugarretas financieras de la década del 70 y la desregulación a troche y moche de los 80 y 90, aunque ahora con una autoconciencia que sin embargo no impide que predomine un individualismo por momentos asfixiante y que continúe creciendo la brecha de las desigualdades sociales. El eje del film es precisamente la convalidación de esa plutocracia que contamina a los sistemas democráticos de nuestros días, un régimen sustentado en el tráfico de influencias, la duplicidad enmascarada, los delirios del mercado y la microfísica foucaultiana del poder. La película tiene el privilegio de formar parte de ese grupo de obras cuya historia resulta difícil de explicitar pero fácil de resumir, dentro de un armazón narrativo que combina los puntos de vista contrastantes de los diferentes personajes, ejemplos de una concepción que petrifica los vínculos entre los seres humanos y los pone al servicio de una voracidad sin límites, en plan autodestructivo. De este modo tenemos un relato que comienza con un ciclista atropellado y de a poco se va abriendo hacia el mundo de la usura corporativa y la codicia, centrándose en un pobre diablo que se endeuda hasta el extremo, un ama de casa llena de desilusiones y una joven dispuesta a todo con tal de proteger al hombre que quiere. Sin duda uno de los elementos más interesantes de El Capital Humano (Il Capitale Umano, 2013) es su propia estructura, la cual plantea una interpelación mutuamente beneficiosa entre la comedia con ecos costumbristas (la senda expositiva que atraviesa gran parte de la propuesta) y el drama existencialista (el destino final de las diatribas y/ o metáforas que se van superponiendo a lo largo del desarrollo). De hecho, el humor hiriente funciona como vaso comunicante entre ambas comarcas, sacando a relucir la distancia emocional -y de objetivos- que existe en el esquema ético que comparten los protagonistas: los detalles a la Rashomon (1950) y al andamiaje del thriller enmarcan el declive moral de la colectividad. Por supuesto que esa especie de naturalismo desbordado y el maravilloso trabajo del elenco en su conjunto, dos “marcas registradas” del mejor cine italiano desde siempre, suman mucho a la universalización del análisis y la solvencia ideológica de Virzì, quien construye un convite muy ambicioso desde la humildad formal, la sonrisa sardónica y esas tragedias que invariablemente colocan en el ojo de la tormenta a las grietas y payasadas varias de un sistema de acumulación condenado a fagocitarse a sí mismo. Así las cosas, la bandera de la especulación más execrable, la que desestima la vida en pos de las corruptelas de turno, flamea irónica en un retrato de familia cobijado en la sombra lejana de Luchino Visconti…
La castración y el algodón sintético. La comedia tradicional y el cine de acción atraviesan una profunda crisis en el Hollywood contemporáneo por esa obsesión de la industria orientada a recurrir a fórmulas conservadoras, que curiosamente pretenden pasar por “atrevidas”, estupidez y concepciones trasnochadas mediante. Ya sea que hablemos de la universalización del humor estudiantil/ escatológico o las sonseras biempensantes de los superhéroes, lo que salta a la vista una y otra vez es la pereza de los gurúes del marketing en lo que respecta a revitalizar una de las tareas excluyentes del devenir comercial, el ofrecer un “plus” que defina al producto en cuestión y permita construir un ardid publicitario acorde con esa cualidad extra del artículo. Pero no, como el mainstream más necio considera que cualquier desviación del esquema apto para palurdos sería un suicidio, la cobardía dicta que la repetición es la única respuesta al momento del ensamblado en la línea de montaje (por supuesto que la subestimación del público también juega un rol fundamental en este proceso de homogeneización hacia abajo). Una obra intrascendente como Ted 2 (2015) funciona como un ejemplo perfecto de todo lo anterior: estamos ante una suerte de superación de aquel bodrio intitulado A Million Ways to Die in the West (2014), la propuesta previa de Seth MacFarlane, quien sin embargo no consigue maximizar el planteo del film original del 2012, ya de por sí bastante estándar. Recordemos que la primera película tomaba la forma de un capítulo no muy inspirado de Padre de Familia (Family Guy), con algunos detalles de American Dad!, muchas citas a los blockbusters de la década del 80, un oso de peluche como reemplazo del perro Brian y/ o el alienígena Roger, y una preponderancia del humor sexual más facilista por sobre sus homólogos absurdo, irónico y contracultural. Así como antes todos estos elementos se superponían de manera caótica y daban un resultado relativamente positivo, hoy el mejunje no le sale tan bien al estadounidense, ya que falla en su pretensión de retomar en parte la riqueza de su bagaje creativo de antaño, ese que dejó de lado al pasarse a la pantalla grande. A pesar de que está clarísimo que en esta ocasión MacFarlane se percató que efectivamente no podía alargar mucho más el chiste del muñequito de algodón sintético drogándose y haciendo guarradas (receta que llegó a la saturación en el convite anterior), lo paradójico de Ted 2 se reduce a que toda la trama -ahora de resonancias existencialistas- sabe a rancia, lo que nos vuelve a ubicar en el terreno de un episodio de medio pelo de Padre de Familia, aunque sin aquella imaginación ni la acidez ni la paciencia para el desarrollo de personajes de la serie de TV. A veces hasta resulta lastimosa esta nueva identidad del señor, más volcada a la pomposidad retórica pero sin las herramientas intelectuales que la sostengan. Incluso así, el opus no descarrilla hacia el desastre y se reconforta en su triste mediocridad, con una historia hueca centrada en la lucha de Ted en pos de ser reconocido legalmente como una persona para poder adoptar un niño y salvar su matrimonio. Aquí los latiguillos descerebrados, vinculados al “reviente” y las pavadas más infantiloides, nos reenvían al cine castrado de nuestros días, el cual hace un culto de la estupidez por la estupidez misma, aislada de los conflictos de todo tipo que la circundan y le asignan sentido. Que MacFarlane firme una realización tan descartable como la presente, ratifica un estado de cosas en el que reina el automatismo porque la ceguera reaccionaria sustituyó a la valentía y la novedad…