El martillo y el yunque. A contrapelo del gigantismo mainstream de nuestros días y de los tics de la comarca arty/ festivalera, el último opus de Roman Polanski reincide en el esquema de Un Dios Salvaje (Carnage, 2011), orientado a lo que podríamos denominar “teatro filmado”, y logra redondear otra experiencia maravillosa, en la que la frescura se funde con un minimalismo formal concienzudo. Definitivamente el octogenario ya no desea complicarse con exteriores y presupuestos abultados, amén de que cuenta con la sabiduría suficiente para percibir que para continuar con el análisis del cúmulo de estrategias detrás de la manipulación, sin duda su gran obsesión temática, sólo hace falta reproducir el eje principal de La Muerte y la Doncella (Death and the Maiden, 1994) y sus ironías en cuanto al desarrollo de personajes. En otro de esos típicos duelos por el control, tanto de la dinámica física como del criterio de verdad, por un lado tenemos a Thomas Novacheck (Mathieu Amalric), un director y dramaturgo que en una sala parisina lleva adelante el casting para una adaptación de Venus in Furs, la famosa novela de Leopold von Sacher-Masoch, y en la esquina opuesta está Vanda Jourdain (Emmanuelle Seigner), una ignota actriz que se presenta para audicionar momentos antes de la partida del susodicho, luego de una jornada decepcionante. La energía e insistencia de la mujer lo hará posponer la vuelta al hogar y comenzar una lectura compartida del texto, así la sorpresa será grande cuando Thomas descubra que el talento de Vanda es equiparable a sus reparos para con el trasfondo ideológico de la obra en general. Tomando como base esa suerte de retórica de colisión entre ambos, alrededor del desfasaje que plantea el relato que inspiró el término “masoquismo”, La Piel de Venus (Venus in Fur, 2013) va invirtiendo progresivamente el rol de amo y esclavo con vistas a desencajar los casilleros sociales preestablecidos y parodiar las interpretaciones fundamentalistas del arte vía la superposición de juicios sobre el mismo corpus: mientras que él idealiza la creación de Sacher-Masoch porque la considera canónica, ella le recuerda que los placeres del sometimiento ya no son tan literales y hasta acusa de “sexista” al trabajo, opinando que el balance del poder está volcado hacia el hombre. De a poco desaparecerá el límite entre el dúo y los personajes representados, quienes hacen de la humillación y el dolor sus fetiches. Nuevamente el realizador se luce en la dirección de actores y en el manejo de la tensión narrativa, aquí firmando el guión junto a David Ives a partir de una puesta teatral de éste último. Si bien Amalric está perfecto como un pobre diablo ofuscado e inseguro, la que se roba el show es Seigner como una Afrodita enigmática, enrevesada y capaz de actos de justicia bastante peculiares que ponen en cuestión hasta qué punto es válida esta eterna lucha -a veces negociada, a veces delirante- por imponer la voluntad propia en la pareja, sintetizada en la película mediante la metáfora del martillo y el yunque. De hecho, el círculo vicioso del amor es uno de los núcleos centrales de la trama, la que a su vez parece homologarlo a una fascinación transitoria que responde a un automatismo social de cortejo. Por supuesto que el juego metadiscursivo que propone el convite abarca asimismo los sinsabores del proceso creativo, enfatizando especialmente la pedantería de la fauna artística y lo tortuoso que puede llegar a convertirse el trabajo en conjunto, no sólo cuando no existe una pauta unificadora sino también en el caso de que las posiciones involucradas resulten francamente irreconciliables. Todo este mejunje psicológico a punto de estallar constituye la esencia de un opus elegante y muy gracioso que desde la autocrítica desdibuja el marco de la perversión para hacerlo dialogar con las transformaciones históricas y los caprichos/ las perspectivas de cada individuo. Entre la ignorancia y la vanagloria, hoy los arquetipos de la sumisión sexual desembocan en el terreno de la mitología y el grotesco…
Espantapájaros de la comedia. Resulta de lo más graciosa esa tendencia de la industria cultural orientada a fetichizar de un modo un tanto insistente determinado tópico o propensión narrativa, a la que los popes del negocio tratan como “la gallina de los huevos de oro” del período en función de una lectura -por lo menos- banal del campo simbólico capitalista. Ahora bien, el espectro cualitativo de los productos nacidos de esta estrategia monotemática puede variar enormemente según el talento de los involucrados y el margen de tolerancia del mainstream con respecto a las desviaciones de la norma, dos factores que en nuestros días dejan mucho que desear, sin lugar a dudas (la disponibilidad de recursos es la tercera pata de este eje amigo del lucro). De la misma manera que el terror llegó a la saturación formal de la mano del found footage y los dramones de antaño se fueron diluyendo bajo el esquema de la superación personal, hoy por hoy el cine de acción parece reducido a los bodrios biempensantes centrados en superhéroes y la comedia a la estupidez todo terreno de una adolescencia eterna, incapaz de asumir responsabilidades. A diferencia de la anarquía y las guarradas de opus como Porky’s (1982) y El Último Americano Virgen (The Last American Virgin, 1982), los mamarrachos escatológicos/ sexuales del Hollywood actual reinciden en las premisas de los clásicos trash pero sin aquella efervescencia exploitation ni los alegatos mordaces contra las autoridades. Tomemos por ejemplo el caso de Negocios Fuera de Control (Unfinished Business, 2015), otra propuesta anodina que hace de la levedad y la apatía sus únicas banderas, en franca conformidad con un modelo de producción de contenido vinculado a los viajes bobalicones, los insultos gratuitos, las utopías del “self-made man” y los personajes adictos al cliché y la repetición ad infinitum de los mismos chistes/ latiguillos del catálogo estudiantil del séptimo arte. En esta oportunidad tenemos a un grupo de tres bufones que deben trasladarse a Berlín para cerrar un acuerdo comercial o algo así, en una nueva excusa para presentar un desfile de trivialidades al azar en sintonía con la saga de ¿Qué Pasó Ayer? (The Hangover). Más allá del paupérrimo desempeño de Vince Vaughn, a quien si no fuera por su rol en True Detective podríamos confirmar como una garantía viviente de mediocridad, resulta verdaderamente doloroso ver al gran Tom Wilkinson haciendo el ridículo como un viejo verde que -al igual que la película en su conjunto- termina funcionando como una apología bastante patética del conservadurismo y las “explosiones” relacionadas con el jolgorio más hipócrita. La vacuidad que enarbolan estos espantapájaros de la comedia no pasa de ser una imitación fallida de la sonrisa sarcástica que construye sentido, esa que no se encierra en la pedantería del hedonismo, las alegorías absurdas y el hecho de asignar sólo culpas ajenas…
Un milagro invertido. Ya desde el inicio de la impresentable Exorcismo en el Vaticano (The Vatican Tapes, 2015) todo está servido para contemplar una comedia involuntaria, otro engendro que nos impulsa a preguntarnos sobre la lógica detrás del arribo de este tipo de productos a la cartelera argentina: dos representantes de la Santa Sede susurran diálogos acerca de la existencia de múltiples indicios de actividad demoníaca, mientras miran pantallas con imágenes ridículas y mal editadas en consonancia, hasta que encuentran “ese” caso que estaban buscando. Por supuesto que la acción corta a la señorita de turno, Angela Holmes (Olivia Taylor Dudley), quien sufrirá paulatinamente los estigmas de una posesión que se mezcla con esquizofrenia. A pesar de que está más que claro que resulta mínimamente redituable estrenar los peores ejemplos industriales del panorama del horror de nuestros días, el problema a futuro -que deberían tener en cuenta las distribuidoras- se resume en la decepción automática que despiertan los films, en su mayoría destinados de manera exclusiva a los consumidores con menos experiencia en los vaivenes del género. En vez de atraer a más espectadores con obras de calidad provenientes de los márgenes norteamericanos o de latitudes lejanas, que garanticen la reincidencia en lo que hace al enclave de los sustos, en el mercado argentino prima el cortoplacismo de la mediocridad y el clásico “pan para hoy, hambre para mañana”. Si nos concentramos específicamente en la película en cuestión, la verdad es que no pasa de ser otro exploitation de El Exorcista (The Exorcist, 1973) sin personalidad propia ni ganas de abrirse camino con un poco de garra o alguna novedad significativa, circunstancia que ha llevado al rubro a la saturación a raíz de un cúmulo de convites desastrosos que -desde la más pura holgazanería- dilapidaron una serie de recursos que en algún momento fueron sinónimo de dinamismo y eficacia. De hecho, la indolencia en el desarrollo narrativo es quizás el mayor obstáculo contemporáneo del género en su vertiente mainstream, esa que sigue obnubilada con el terror destilado para infantes, léase sin sangre ni desnudos ni alma. Ahora bien, la sola presencia de Michael Peña, como el sacerdote más cercano al entorno familiar de la protagonista, es francamente irrisoria, a lo que se suma la poca impronta “espeluznante” de Dudley, la mojigatería/ torpeza del realizador Mark Neveldine y una segunda mitad con citas lamentables a Atrapado sin Salida (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975). Lejos del terreno de la clase B de antaño o de esos placeres culpables que revigorizan el amor por el cine desde la simpleza y la inmediatez, Exorcismo en el Vaticano es un producto anoréxico que funciona al igual que esos milagros invertidos que pretende exprimir sin éxito, apenas espasmos de la pasión que siempre debería anidar en el relato…
¿Una redención trash? El musical, como otros géneros cinematográficos, ha experimentado en los últimos años constantes desniveles, en un rango que puede abarcar propuestas anodinas como En el Bosque (Into the Woods, 2014), opus majestuosos símil Los Miserables (Les Misérables, 2012) y joyitas en la línea de Jersey Boys (2014). La vertiente adolescente siempre resultó muy redituable en lo que respecta a la taquilla, prueba de ello fue la simplona Ritmo Perfecto (Pitch Perfect, 2012), una suerte de producto híbrido que tomaba la estructura de Fama (Fame, 1980), el repertorio de los reality shows del rubro como American Idol y la típica sandez de los exploitation de la Disney, en sintonía con High School Musical (2006). Por supuesto que el segundo eslabón no cae muy lejos del primero pero, sin llegar a ser una maravilla ni nada parecido, por lo menos supera mínimamente lo hecho en el pasado a través de una jugada de lo más curiosa, en especial tratándose de una película destinada a los imberbes y sus tristes equivalentes de la fauna adulta: en vez de tomarse tan en serio a sí misma con diatribas huecas orientadas al autodescubrimiento y el mercado competitivo, ese que tanto obsesiona a los estadounidenses, Más Notas Perfectas (Pitch Perfect 2, 2015) decide intensificar el componente trash que ya estaba presente en la original, aunque ahora sin ningún tipo de tapujo en pos de profundizar el ridículo y la dimensión cómica del film. La trama continúa siendo la misma y se centra en las Bellas, un grupo femenino de canto a capela de la Universidad de Barden, no obstante hoy cambia el catalizador de esta fábula de restitución del estatus público: si antes la historia comenzaba con un certamen arruinado por el vómito on stage de una de las señoritas, en esta oportunidad tenemos una simpática exhibición de vagina por parte de Fat Amy (Rebel Wilson, quizás la única verdadera revelación de la primera entrada), lo que -desde ya- deriva en una crisis interna y nuevas tribulaciones de distinto calibre. Aquí la comedia ligera le gana decididamente al drama bobalicón y hasta consigue despertar alguna que otra sonrisa, gracias a latiguillos absurdos. Sin embargo, lamentablemente este recambio hacia el caos está administrado de manera precaria por la guionista Kay Cannon y la directora debutante Elizabeth Banks, un dúo que combina a los tumbos tres líneas narrativas, léase el ingreso de una nueva integrante a las Bellas, el trabajo de pasante de Beca (Anna Kendrick), con vistas a acercarse a su sueño de convertirse en productora, y la competencia con Das Sound Machine, un colectivo alemán favorito en el concurso internacional a capela. En lo referido a las canciones, seguimos presos de ese pop berreta descafeinado que caracteriza a buena parte de la industria cultural, circunstancia que mantiene a la obra en la comarca de la mediocridad pasatista…
El mundo es un escenario. El tópico “figuras míticas del séptimo arte en decadencia” casi siempre es tomado a chiste por el público, la crítica y gran parte de Hollywood, en una jugada que tiende a pasar por alto el trasfondo de obsolescencia programada que lleva consigo cada actor en su ADN, desde el mismo instante en que decidió incorporarse a una industria que no ve con buenos ojos el declive estético y que gusta de fijar una fecha de vencimiento cada vez más próxima para todos aquellos que hicieron una profesión del acto de pararse frente a cámaras. Más allá de la estrategia contraproducente de negar el paso del tiempo y sus consecuencias naturales, lo cierto es que el tema plantea una realidad inexpugnable y sumamente dolorosa. Consideremos por ejemplo el caso del legendario Al Pacino, un estandarte cuyos trabajos de la década del 70 lo posicionaron en la cúspide del firmamento cinematográfico, enclave que supo defender con dignidad a lo largo de los 80 y 90 aunque sin volver a brillar con la vehemencia del primer momento. Salvo honrosas excepciones como las películas que hizo para HBO, las interesantes You Don’t Know Jack (2010) y Phil Spector (2013), casi todos los proyectos que encaró luego de Noches Blancas (Insomnia, 2002) terminaron en desastre, hundiéndolo en un terreno similar al de su colega generacional Robert De Niro, dos actores que en su vejez definitivamente privilegiaron la futilidad por sobre la audacia. Pareciera que la experiencia acumulada por el señor y el margen de poder que aún conserva no fueron factores determinantes para evitar la pluralidad de problemas que aquejan a un opus como el presente. Un Nuevo Despertar (The Humbling, 2014) es una propuesta tan contradictoria como narcisista, algo así como una versión mediocre de Birdman (2014), hoy volcada al patetismo de la senilidad y los flashes aislados de cordura. Simon Axler (Pacino) es un intérprete marchito que se acerca progresivamente hacia la demencia, el olvido profesional y los páramos del suicidio. La “salvación” llega de la mano de un idilio con Pegeen Mike Stapleford (Greta Gerwig), una lesbiana indolente hija de una antigua amiga. La obra sigue demasiado al pie de la letra la idiosincrasia tragicómica del protagonista y desvaría a nivel narrativo, sin lograr construir un retrato movilizador del ocaso de un artista ni del canibalismo en general del Hollywood contemporáneo. De este modo, una tras otra se suceden escenas desapasionadas -y algunas hasta pretendidamente satíricas- en las que sólo se destacan los esfuerzos del propio Pacino por remontar una faena muy deficitaria desde el punto de vista dramático. Las citas a John Cassavetes, Robert Altman y Woody Allen por parte del siempre errático Barry Levinson no alcanzan para sostener un film anodino que confunde redención y placebo, así como Axler confunde realidad y ficción…
Pirotecnia y manipulación. La verdad es que la franquicia de Misión Imposible tuvo un recorrido algo errático, cuanto menos inusual para lo que suele ser un Hollywood que siempre apunta a la predictibilidad ante todo: en cada nuevo eslabón, a la manera de la saga Alien, el productor principal y protagonista Tom Cruise apostó por guionistas y directores con configuraciones estilísticas muy distintas, lo que derivó en un cúmulo de películas que -hasta este momento- se dividía en dos dípticos casi contrapuestos. Mientras que Brian De Palma y John Woo patinaron feo en lo suyo (el primero a puro automatismo indolente y el segundo aburriendo con sus marcas formales), J.J. Abrams y Brad Bird levantaron por fin el nivel cualitativo de la serie. Con el arribo de este quinto capítulo ya podemos hablar de la “etapa Abrams”, debido a las características compartidas por estas tres últimas partes que el susodicho ideó en conjunto con Cruise, en consonancia también con la introducción de Simon Pegg como comic relief en Misión Imposible III (Mission Impossible III, 2006), sin duda la obra maestra de la franquicia. De hecho, tanto Bird como Christopher McQuarrie, el guionista y director de Misión Imposible 5: Nación Secreta (Mission Impossible: Rogue Nation, 2015), siguieron los lineamientos trazados por la tercera entrada, léase el erradicar todo capricho de autor por parte de los cineastas y el centrarse en un equilibrio sutil entre clasicismo y fastuosidad. Una vez más la inteligencia de Cruise pasa por la decisión de haber elegido a un profesional muy talentoso para llevar adelante la propuesta: McQuarrie, responsable del guión del neoclásico Los Sospechosos de Siempre (The Usual Suspects, 1995) y realizador de la gloriosa Al Calor de las Armas (The Way of the Gun, 2000), ya había trabajado con el señor en Jack Reacher (2012), un excelente thriller suburbano de cadencia setentosa que le permitió al actor bajar un cambio en lo que respecta a su promedio bombástico. Así las cosas, Cruise “lo premió” dándole el cargo máximo del proyecto y nuevamente dictaminó que la pirotecnia de las escenas de acción debe ir de la mano del suspenso símil old school. Como todo eslabón de una saga que ya lleva la friolera de tres décadas, la trama incorpora referencias a los films anteriores y en esencia gira alrededor del paso a la marginalidad del protagonista, ahora reconvertido en un fugitivo internacional obsesionado con probar la existencia/ destruir de cuajo a la organización criminal de turno, el “Sindicato”. Hoy comenzamos con la Fuerza Misión Imposible desmantelada y hasta nos topamos con dos antagonistas, uno manipulador en la piel de Sean Harris, todo un devoto de la autonomía terrorista, y el otro ambivalente interpretado por Alec Baldwin, quien -dato curioso- viene de otro “episodio número cinco”, la maravillosa Torrente 5: Operación Eurovegas (2014). Para aquellos que celebramos la perspicacia del Cruise veterano y consideramos que es conveniente obviar sus primeros años en la actuación, Misión Imposible 5: Nación Secreta constituye un verdadero placer porque sintetiza la dialéctica bien entendida del espectáculo suntuoso y autoindulgente, centrado tanto en el apuntalamiento de la estrella eventual como en el cariño hacia los engranajes del relato, aunando lo mejor del pasado y el presente sin condescendencias infantiloides o soluciones motivadas exclusivamente por el marketing. Aquí la realización no sólo funciona con solvencia desde su ironía y sensatez, sino que además se permite dardos inesperados contra el esquema jerárquico de la CIA y el MI6…
Los atletas checos sí usan drogas. Históricamente las películas deportivas han dejado un sabor agridulce en el espectador promedio, como si el cine no pudiese congeniar con aquellas disciplinas que involucran una competencia reducida a un espacio específico. Si bien este precepto se aplica a casi todas las pugnas de índole grupal, las individuales han corrido con mejor suerte por la plasticidad del paladín solitario frente a los esquemas más tradicionales del séptimo arte, en especial el “camino del héroe”, una premisa dramática que se amolda de maravillas al tríptico entrenamiento/ certamen de turno/ gloria implícita o explícita. Por supuesto que el boxeo es la gran estrella del firmamento, con una multitud de obras prodigiosas a lo largo del tiempo. Pensemos en ejemplos varios como la catarata de bodrios estadounidenses sobre el béisbol, los convites alegóricos en la línea de Invictus (2009), las bizarreadas simpáticas símil Escape a la Victoria (Victory, 1981), la adrenalina apasionante de Rush (2013) o esos films de tono acartonado en sintonía con Carrozas de Fuego (Chariots of Fire, 1981). Alejada por completo del ideario de esta última, Juego Limpio (Fair Play, 2014) por un lado respeta algunos de los motivos prototípicos de las realizaciones deportivas y al mismo tiempo se aparta de ellos volcándose -sobre todo en la segunda mitad- hacia el drama testimonial, las tragedias familiares y el thriller de espionaje, en una mixtura que curiosamente funciona muy bien. La propuesta checa se mete en lo que fue el régimen comunista local y narra el periplo de Anna (Judit Bárdos), una velocista que sueña con participar en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984. Lamentablemente es seleccionada por la cúpula gubernamental para formar parte de un programa basado en el suministro de Stromba, un poderoso anabólico que pronto genera consecuencias nocivas como la aparición de vello en “zonas masculinas” y el retraso del período menstrual. Entre tramas paralelas de distinta naturaleza, este estado de cosas eventualmente derivará en un colapso, una visita al hospital, la reticencia de la señorita para con los esteroides y una respuesta de la contraparte que no tardará en llegar. Sin duda los mayores logros de la cineasta Andrea Sedlácková pasan por la dirección de actores (se destacan tanto la protagonista como Anna Geislerová y Roman Luknár, en los roles de su madre y su entrenador) y la construcción de un relato seco que analiza con gran sensatez un ecosistema político apuntalado en el terror, la burocracia y la docilidad de los ciudadanos (la quimera del viaje al exterior está homologada a la posibilidad latente de recuperar la libertad). Combinando el suspenso en torno a la Cortina de Hierro y esa angustia producto de los desniveles inherentes a la preparación física, Juego Limpio es una pequeña anomalía que insólitamente llega a una cartelera argentina demasiado aletargada…
Una expiación tercerizada. La cartelera argentina es un tanto limitada en lo que respecta a la oferta de cine francés, ya que -de acuerdo al período sopesado- casi todo se reduce a un predominio de las comedias por sobre los dramas o viceversa. Esto por supuesto no implica que de vez en cuando nos topemos con propuestas de otros géneros, por fuera de las dos fuerzas conductoras más distintivas del cine galo, pero resulta indudable que las distribuidoras autóctonas gustan de adquirir películas que responden a lo que consideran que el público local espera de aquellas latitudes, clichés en materia de “consumo cultural” mediante. Ya sea por adoctrinamiento comercial, tradición fosilizada o falta de una verdadera apertura, el ciclo tiende a repetirse. Ahora bien, dentro del apartado trágico históricamente una de las grandes vedettes ha sido la vertiente sádica, suerte de garantía en tiempos remotos de selección en festivales, una mini polémica y un plus interesante en boletería. El problema principal de La Religiosa (La Religieuse, 2013) es que llega muy tarde al tren de los debates y/ o controversias de ocasión, específicamente en torno al sustrato temático: hablamos de la tercera adaptación de la novela homónima de Denis Diderot del siglo XVIII, un ejercicio iluminista contra la práctica social de desembarazarse de determinadas señoritas bajo el halo de la existencia monástica y la hipocresía de la Iglesia Católica, una institución de control autolegitimante. Claramente la que se llevó el privilegio de haber despertado condenas varias -allá lejos y en su época- fue la soporífera versión de 1966 de Jacques Rivette. Ya para la relectura de 1986 a cargo del delirante de Joe D’Amato todo había mutado en orgías sadomasoquistas intra convento, léase “nunsploitation”. Hoy la estructura es más rígida si la comparamos con la de las anteriores: aquí seremos testigos del calvario que padece Suzanne Simonin (Pauline Etienne), una hija ilegítima a quien su madre asigna como “expiadora oficial” de su culpa producto de un amorío. Por más que la joven repite incansablemente que no desea tomar los hábitos, su entorno familiar y sus futuras colegas le exigen que se convierta en una monja. En esta oportunidad los castigos nunca llegan a superponerse porque se dividen según la Madre Superiora de turno, así tenemos la dimensión psicológica (Madame de Moni), el baluarte físico (Supérieure Christine) y una mixtura de ambas vía el ingrediente sexual (Supérieure Saint-Eutrope). Lo único que enmarca la actuación de Etienne y la dirección de Guillaume Nicloux es la mediocridad, la cual a su vez obedece a un pulso apesadumbrado que termina aburriendo en función de este bucle de una irreverencia individual/ tibia y una contraofensiva clerical/ salvaje. Por suerte la obra levanta un poco el nivel en su último tramo gracias al trabajo de una Isabelle Huppert muy inspirada y un desenlace sardónico…
Sueños y quimeras. Así como cada país mantiene vivo su circuito autóctono de cine arty mediante los subsidios de turno y los festivales metropolitanos, las propuestas resultantes se ven obligadas a balancear -si es que pretenden sobrevivir a futuro- las temáticas de raigambre local con sus homólogas de perfil un poco más internacional, ya que a las cúpulas gubernamentales les encanta construir una imagen de “usina cultural” a ojos de sus socios comerciales transoceánicos. Ahora bien, este estado de cosas genera que el patrón estilístico del rubro y sus tópicos viren hacia un catálogo relativamente estable de convenciones a nivel del contenido, un terreno fecundo que abre tantas posibilidades creativas como las que cierra. En sí no existen demasiadas diferencias entre la comarca festivalera y la mainstream en lo que respecta a la instancia de la concepción de los opus, el problema surge cuando los “autores” individuales de cada campo -léase, los cineastas- se manejan con criterios un tanto fundamentalistas y se muestran impermeables a las contribuciones de la otra parcela. Dólares de Arena (2014) constituye un buen ejemplo de los productos que suele generar esa ortodoxia que gira alrededor del acervo de los certámenes globales, hoy maximizada porque la película analiza dos de los leitmotivs del enclave arty, nada menos que la confluencia de culturas y su corolario de acento sórdido, el turismo explícitamente sexual. Como no podía ser de otra forma, la historia está centrada en Noelí (Yanet Mojica), una joven impetuosa que se prostituye en las playas de Las Terrenas, en República Dominicana, principalmente entre los extranjeros que recaen en un paraíso tropical con todas las paradojas del caso (pobreza extrema, naturaleza avasallante, ambiente de “vale todo” y ricos que se regodean en su solipsismo y distancia controlada). Aquí sorprende el cliente más redituable de la señorita, Anne (Geraldine Chaplin), una francesa entrada en años que se ha enamorado de Noelí. Junto a su novio (interpretado por Ricardo Ariel Toribio), la chica planea convencer a Anne para que la lleve de viaje a París y así disfrutar de su dinero. La obra de Israel Cárdenas y Laura Amelia Guzmán recorre las sendas tradicionales del esquema “amor imposible” y ofrece un retrato -tan cálido como lacónico- de los anhelos y las disparidades inherentes a la dialéctica de pareja, esquivando el exploitation social desde un melodrama sustentado mucho más en los vaivenes del triángulo afectivo que en los detalles contextuales vinculados a la miseria. A pesar de que este elemento conforma uno de los puntos más interesantes del convite, casi a la par del excelente desempeño de la mítica Chaplin, también impide el crecimiento de un film apenas prolijo, que siempre pone del lado de ella a las quimeras y del lado de Noelí a los sueños de un futuro prominente…
La boutique de la corrupción argentina. Y finalmente alguien hizo un documental sobre la masacre de República Cromañón, y por suerte la experiencia resulta satisfactoria porque logra invocar tanto la memoria colectiva como el recorrido concreto en pos de justicia por parte de los familiares de las víctimas, un trajín que ya lleva más de una década de idas y vueltas. La ópera prima de Mayra Bottero utiliza con sensatez el armazón expositivo para analizar las consecuencias sociales, institucionales y personales que dejó el incendio del local nocturno de la calle Bartolomé Mitre, el 30 de diciembre de 2004, en esencia una catástrofe producto de esa típica cadena de negligencia, alienación y deshonestidad que caracterizan desde siempre a nuestro país. A través de un cúmulo de planos poéticos de variada índole, mucho material de archivo, registros de marchas/ actos y entrevistas a los sobrevivientes, sus allegados y los referentes de las distintas agrupaciones que surgieron en torno al reclamo en contra de la impunidad, un fantasma que estuvo -y sigue estando- sobre el horizonte, La Lluvia es También no Verte (2014) asume con éxito la responsabilidad de dar voz a los protagonistas del evento y asignar sentido a un episodio en el que se combinaron los diferentes estratos de la locura, inoperancia, idiotez y corrupción de la Argentina, otra de las tantas naciones del Tercer Mundo que parecen condenadas a repetir sus errores gracias a la demagogia y el egoísmo. Recordemos que el siniestro generó 194 muertos, unos 700 heridos y miles de afectados de manera directa o indirecta, amén de que Cromañón estaba habilitado para 1031 personas cuando dentro había más de 4500. El caso judicial en particular se presenta bajo la forma de alegorías, listados sobreimpresos en las imágenes, segmentos de noticieros televisivos y testimonios de los involucrados, convirtiendo a la película en una buena puerta de entrada para comprender un desastre que puso de relieve la connivencia entre los organismos de control, la policía, los bomberos, los capitalistas del espectáculo, los artistas y un público que en su mayoría celebraba el despropósito de las bengalas y la “futbolización” del rock. De hecho, considerando las sentencias irrisorias que recibieron los responsables y las pocas modificaciones en el esquema normativo para habilitaciones, quizás el único efecto positivo que dejó Cromañón haya sido el destruir de cuajo esa cultura de consumo -seudo musical- vinculada a la competencia entre bandas, la estupidez acrítica y “el aguante” mediante la apología de un ideario marginal que casi nunca era tal y que para colmo giraba alrededor de artistas mezquinos, iletrados y manipuladores (Callejeros fue un ejemplo paradigmático en este sentido, con una carrera patética armada a caballo de fagocitar oportunamente a parte del público que quedó vacante gracias al final de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota). Un inconveniente que arrastra La Lluvia es También no Verte, a lo largo de todo su metraje, es la andanada de soliloquios de tono mesiánico y/ o lírico vía locuciones en off de la directora, similares a la ingenuidad de barricada de los documentales militantes argentinos de los 70 o sus homólogos de la primavera democrática de los 80. Sin embargo la obra logra construir una mirada abarcadora de la muerte masiva, las crisis y sus subproductos, sostenida en especial en la perspicacia de las palabras de algunos entrevistados y el poderío de las imágenes captadas. Más allá de la mediocridad de los servicios asistenciales y el sistema judicial, aquí aparecen en primer plano los frutos de la corrupción y la ignorancia…