La homilía de la voluntad. Se podría decir que hasta cierto punto El Gran Pequeño (Little Boy, 2015) unifica -de un modo bastante fluido- dos tradiciones cinematográficas no del todo contrastantes, con elementos en común especialmente a nivel de su “idiosincrasia”, por llamarla de alguna manera. En primera instancia tenemos los dramones bélicos centrados en la perspectiva de un niño, quien en su inocencia pretende comprender el conflicto de turno desde la distancia, o atravesarlo con vistas a garantizar su supervivencia si es que le ha tocado en gracia estar en medio de los disparos, las explosiones y demás detalles contextuales. Luego vienen las propuestas cristianas, tanto de índole propagandística como destinadas a los ya creyentes. Los ejemplos de ambas vertientes son en verdad cuantiosos, pensemos por un lado en el rol de la infancia en El Imperio del Sol (Empire of the Sun, 1987) y La Vida es Bella (La Vita è Bella, 1997), o recordemos las obras de Guillermo del Toro en el rubro fantástico, las extraordinarias El Espinazo del Diablo (2001) y El Laberinto del Fauno (2006). Ahora bien, en el campo de la devoción para las masas adaptada a los distintos géneros, podemos nombrar las amenas Señales (Signs, 2002) y Prueba de Fe (The Reaping, 2007), o las desastrosas Tierra de María (2013), El Remanente (The Remaining, 2014) y El Apocalipsis (Left Behind, 2014), exponentes que dan vergüenza ajena por sus deficiencias de todo tipo. Aquí la historia va por los caminos melodramáticos/ espirituales de siempre: durante la Segunda Guerra Mundial, Pepper (Jakob Salvati), un purrete de baja estatura para sus ocho años, debe sobrellevar el servicio militar de su padre James (Michael Rapaport), a quien adora y extraña con locura. Al amparo de su madre Emma (Emily Watson) y su hermano London (David Henrie), el joven termina aceptando -sin la más mínima crítica- una lista de “tareas” que le asigna el cura del pueblito, el Padre Oliver (Tom Wilkinson), en pos de acrecentar su fe e “influir” en el regreso de su progenitor. Por supuesto que tampoco falta la amistad paulatina del niño con un japonés, al que los lugareños machacan a pura xenofobia. Si bien la película del director y guionista Alejandro Monteverde abre con un planteo ambicioso con alegorías acerca de la docilidad del pueblo norteamericano y el belicismo del gobierno, pronto cae en un sinfín de clichés en torno a las correlaciones entre la realidad y la imaginación de Pepper, enriquecida o impugnada por los adultos. Más allá del pobre desempeño de Salvati (siempre con la misma cara de desesperado a lo largo de la epopeya), los trabajos de Watson y Cary-Hiroyuki Tagawa (como el amigo oriental del protagonista) compensan en parte el desatino mayúsculo del casting. En suma, El Gran Pequeño por lo menos tiene la delicadeza de dejar difuso el límite entre la voluntad y el dogma religioso…
Un poco de justicia equina… Prácticamente desde que el cine es cine existen películas que se sostienen mucho más por la calidad del trabajo del elenco que por la destreza del equipo detrás de cámara (el realizador a la cabeza). Con el transcurso de las décadas y la imposición del star system a escala planetaria, cada vez se hizo más y más evidente la necesidad de una figura que aglutinara al público en función de estrategias de venta vinculantes y un carisma acorde. Para no descontextualizar la aseveración con ejemplos lejanos en el tiempo, hoy podemos nombrar a Christian Bale, Leonardo DiCaprio, Brad Pitt y al más humilde Tom Hardy en lo que hace al mainstream, todos señores que -desde sus diferencias en taquilla- descuellan en lo suyo. Si sopesamos al resto del mundo el panorama comienza a complicarse porque deberíamos considerar los mercados locales o por el contrario, pensar en intérpretes internacionales que salten de país en país según las oportunidades del momento. En este último caso definitivamente sobresalen Michael Fassbender, Javier Bardem y el extraordinario Mads Mikkelsen, quien en buena medida constituye el único foco de atención de la presente Michael Kohlhaas (2013), una obra un tanto inestable que reposa en la ductilidad todo terreno del actor. De hecho, la presencia -entre vehemente y austera- del danés balancea la ineficacia narrativa del director Arnaud des Pallières, a veces llegando a corregirla de lleno. La historia está basada en la novela homónima de Heinrich von Kleist y se centra en el personaje del título, un traficante de caballos que en el siglo XVI es víctima de un atropello y eventualmente termina iniciando una revolución que se mezcla con el halo de la justicia por mano propia. Todo comienza con una extorsión por parte de un barón déspota, léase la entrega temporal de dos corceles como peaje, en una época en la que se habían abolido los tributos de esa índole: cuando el protagonista descubre que el barón y sus adeptos gustan de maltratar a los animales y a su cuidador, un sirviente del propio Kohlhaas, los reclamos judiciales derivan en el asesinato de su esposa y la formación de un ejército de mercenarios. A pesar de que el esquema de base prometía un film de energía avasallante, el resultado final se acerca más a la contemplación y el minimalismo que a la contundencia, con importantes baches a lo largo del desarrollo que diluyen el dinamismo del relato. Por suerte el Kohlhaas de Mikkelsen es tan contradictorio como fascinante, consiguiendo la proeza de que no decaiga el interés gracias a una ambivalencia que incesantemente pone en primer plano su dualismo (el padre de familia afectuoso y el luchador feroz en pos de castigar los abusos del período, homologados a la inacción gubernamental). La esplendorosa fotografía de Jeanne Lapoirie es el otro gran soporte de una epopeya despareja aunque interesante…
La espiral descendente. Si recordamos que el clásico de clásicos El Increíble Hombre Menguante (The Incredible Shrinking Man, 1957) trabajó de manera magistral la misma premisa ridícula de la que hace uso Ant-Man: El Hombre Hormiga (Ant-Man, 2015), otra más de esas bazofias genéricas de superhéroes pasteurizados para el nicho ATP, nos daremos cuenta de hasta qué punto determinado sector de Hollywood está obsesionado con repetir los mismos engranajes vetustos en el caso del cine de acción modelo ochentoso, léase “disparos non stop + chistes bobos + romance + cráneos del mal”. Los genios del marketing contemporáneo sumaron a la fórmula la fantasía infantiloide de los comics de antaño y mucha arrogancia de cotillón. Así las cosas, nuevamente tenemos a un seudo paria que es elegido para formar parte de ese club de palurdos con calzas y/ o disfraces fluorescentes que desean salvar a Estados Unidos de enemigos cada vez más diabólicos o algo así, ahora con el “cara de nada” Paul Rudd como Scott Lang, un ex convicto reclutado por el Dr. Hank Pym (Michael Douglas) para someterse al ardid empequeñecedor de turno y sabotear las instalaciones de Darren Cross (Corey Stoll), otro villano que comparte con los directivos de Marvel el gustito por lo ajeno y el fetiche para con la producción en serie del mismo esquema. Aquí el tono de comedia berreta y un desarrollo de manual no alcanzan para sostener en serio a un personaje clase B. Resulta muy irrisorio que todavía nos sigan bombardeando con bodrios light de nulo valor simbólico, apenas exploitations lejanos del Batman de Christopher Nolan, que para colmo ni siquiera satisfacen la fastuosidad aventurera del espectáculo para las masas, cortesía de la impersonalización que impuso la supremacía de los CGI a nivel mainstream (las secuencias de acción son confusas, poco imaginativas, tontamente veloces y construidas con el plástico como principal referencia visual). La pulcritud y la castración reemplazan a la suciedad y el coraje de los márgenes, en el marco de un cine destinado al dispendio hueco que convalida la sonsera del paladín individual, recortado de un todo social que sólo espera ser “salvado”. No hace falta chequear las estadísticas para ratificar el enorme volumen de obras derivadas, no originales, que se producen en nuestros días desde los estudios norteamericanos, los cuales hicieron del “apostar a seguro” -es decir, a la idiotización y homogeneización del público- su estrategia primordial. Propuestas como Ant-Man: El Hombre Hormiga aburren, son anodinas y carecen del encanto de lo irrepetible, siempre autoreferenciales (un imbécil autoconsciente sigue siendo imbécil) y saturadas de clichés en los que la corrección política esconde prejuicios de todo tipo (hoy le toca a las comunidades latina, negra y de Europa del Este). La espiral descendente sólo parece deleitar la fecalofagia de ciertos consumidores…
Entre el dolor y las ruinas. Las catástrofes naturales suelen funcionar como catalizadores de una pluralidad de procesos sociales superpuestos que ponen en cuestión la capacidad de resistencia del pueblo (siempre condenado al calvario) y el margen de respuesta de las autoridades (en estas tragedias pasa a primer plano el gobierno del momento, al frente del aparato estatal). Estos tres factores, léase los residentes del lugar del episodio, el cónclave a cargo de la administración de los recursos públicos y las imposiciones que llegan cortesía de la debacle, conforman un monstruo amorfo y presto a las contradicciones internas: quienes deberían velar por los intereses de los ciudadanos, sólo especulan desde el egoísmo en pos de parches paliativos. Ahora bien, este panorama se agrava significativamente si comparamos lo que sucede en el primer mundo y el tercero, o lo que acontece en las metrópolis y la periferia: las posiciones se extreman porque por un lado las cúpulas apuestan al olvido prematuro de la calamidad, y por el otro los damnificados padecen en términos concretos la falta de una asistencia integral. Refugiados en su Tierra (2013) es un interesante documental de observación que hace eje en las consecuencias de la erupción volcánica del 2008 en el sur de Chile, específicamente en el Chaitén, un pueblito que quedó arrasado por las cenizas luego de lluvias torrenciales y la crecida de un río cercano, que destruyó las casas de los habitantes. Resulta meritorio el trabajo de los realizadores argentinos Fernando Molina y Nicolás Bietti, no sólo por el aprovechamiento concienzudo de las herramientas del subgénero (las tomas contemplativas y el dejar “hablar/ hacer” a los protagonistas), sino también por el simple hecho de haber convivido con los corolarios del desastre a lo largo de cuatro años y múltiples viajes a la zona afectada. Una decisión muy inteligente fue la de filtrar la intervención de los organismos chilenos mediante el sentir de las víctimas, centrándose en los achaques psicológicos de los vecinos para esquivar las marcas formales típicas de los opus expositivos, hoy reemplazando al locutor a través de miradas, gestos y vagabundeos. Incluso así, la ausencia de una solución por parte del estado para necesidades esenciales como la electricidad y el agua potable, para aquellos residentes que no aceptaron el subsidio de turno y la relocalización, se cuela en cada imagen y cada palabra del metraje, trayendo a colación a otro de los pilares de la propuesta, el concepto de identidad y su vinculación material con un pasado que se niega a morir, por más que la demagogia y el oportunismo de las administraciones de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera siempre estuvieron a la orden del día. Aquí los paisajes apocalípticos y la desesperación a punto de estallar son la contracara de una dignidad que se abre camino entre el dolor y las ruinas…
La exasperación. En materia de apreciación artística, a veces los prejuicios funcionan como un contrapeso negativo que eventualmente vuelca la balanza hacia la sorpresa en consonancia con un film que aporta un mínimo quiebre para con el esquema esperado. Contra todo pronóstico, lo que parecía ser otra de esas comedias banales centradas en el patetismo de los estereotipos románticos, las estrellas avejentadas de turno y las locaciones turísticas, termina revelándose como una obra interesante que pone toda la carne al asador desde la primera escena, abriéndose camino bajo la forma de un drama -entre freudiano e inmobiliario- sobre las cuentas pendientes del pasado y los entretelones más infaustos de la dialéctica familiar. Si bien es cierto que ya hemos visto en una infinidad de ocasiones la cantinela del “viejo zorro” que arrastra una crisis psicológica desde su niñez, siempre desparramando culpas entre sus semejantes o utilizándolos como chivos expiatorios de sus propios dilemas, hoy la dupla compuesta por Israel Horovitz y Kevin Kline logra elevar el nivel de la propuesta por sobre el triste promedio de Hollywood: el director/ guionista y el protagonista excluyente respetan a los personajes y jamás caen en facilismos narrativos en lo referido a los diálogos, aunque también resulta innegable que algunas situaciones del desarrollo bordean el golpe bajo, amagando con una catástrofe que afortunadamente no llega a materializarse del todo. La historia gira en torno al atribulado viaje a París de Mathias Gold (Kline), un cincuentón que pretende vender un departamento que heredó de su recientemente fallecido padre, con quien mantuvo una relación distante a lo largo de su vida y en especial desde el suicidio de su madre. Por supuesto que las complicaciones no tardan en llegar y en esta oportunidad vienen de la mano de Mathilde Girard (Maggie Smith) y su hija Chloé (Kristin Scott Thomas), dos mujeres que le informan que no podrá disponer del inmueble porque el susodicho está sometido al régimen del “usufructo vitalicio”, lo que implica que Mathias deberá pagarle a Mathilde una suma fija de 2400 euros por mes hasta que la señora muera. Entre una convivencia forzada, chantajes superpuestos, secretos de distinta índole, chistes idiomáticos, el ideario del perdedor, tendencias autodestructivas y una simpatía incipiente entre los personajes de Kline y Scott Thomas, el convite ofrece un retrato inesperadamente visceral de esa clásica exasperación redentora, obviando tanto los clichés de las películas para “adultos mayores” como las pavadas de las comedias para adolescentes de nuestros días, esas que el mainstream suele introducir con fórceps en productos de este tipo. Aquí llama la atención el buen desempeño de Kline, luciéndose en un papel que invitaba al exceso y que el señor aprovecha con vistas a exprimir el costado tragicómico de la trama…
A Euskadi con amor… Un cambio curioso que se ha dado en la cartelera cinematográfica argentina durante los últimos tiempos, si la comparamos con su homóloga de lustros pasados, es la desaparición de las películas de graduación moderadamente costumbrista, cercanas tanto al grotesco como al ridículo calculado. En consonancia con la homogeneización cultural que desde el mainstream y sus distribuidoras se pretende imponer a escala global en los mercados nacionales, bien podemos afirmar que a rasgos generales se fue reduciendo de manera progresiva la entrada de opus pensados para circuitos comerciales foráneos, lo que derivó en la preeminencia de Hollywood y la imposibilidad de acceder a una alternativa “exótica”. Así como el panorama no admite demasiadas expectativas en cuanto a un repliegue de esta concentración en torno a un esquema que entroniza el eje masivo, hoy aggiornado a la multiplicación de parcelas de consumo de nuestros días, de vez en cuando nos encontramos de improviso con una pequeña excepción que permite dilucidar qué entienden por “comedia popular” en latitudes inhóspitas (el prisma ocasional depende de la ubicación del sujeto en cuestión). Desde ya que la llegada de Ocho Apellidos Vascos (2014) a estas pampas no obedece a una apertura de criterios ni mucho menos, sino al detalle de que hablamos del film autóctono más visto en la historia de España, con 6,5 millones de espectadores en total. Definitivamente la combinación que propone el convite debe haber tocado alguna fibra íntima del público, a partir de una dimensión formal vinculada al lenguaje televisivo (la estructuración de tomas es muy sencilla y el desarrollo a nivel de la fotografía casi nulo) y un arsenal de referencias ácidas para con dos de las principales identidades comunales de la región (la enorme variedad de chistes sobre andaluces y vascos compensan en buena medida los estereotipos de todo tipo que enmarcan a la producción). En esencia el relato posee tres capítulos centrales: mientras que el primero y el último se guían bajo el mantra del corazón, el segmento intermedio funciona como una comedia de situaciones tradicional. Luego de un encuentro inicial algo nebuloso, Rafael (Dani Rovira) decide viajar de Sevilla al pueblito ficcional de Argoitia, en el País Vasco (o Provincias Vascongadas o Euskadi, entre los muchos nombres que recibe en la obra y en España en general), para devolverle la cartera a Amaia (Clara Lago), lo que eventualmente origina la necesidad de la señorita de aparentar un compromiso con el muchacho frente a los ojos nacionalistas del padre, Koldo (Karra Elejalde), a quien no desea comunicarle que la boda real se vino a pique. Más allá del argot vernáculo y las hilarantes alusiones a ETA, la propuesta es simpática pero mediocre, tan encantadora en su simpleza como uniforme y árida en el apartado narrativo…
La jerigonza políglota. Realizaciones como Minions (2015) sacan a relucir estrategias específicas, tanto artísticas como comerciales, de los grandes estudios de Hollywood en lo referido al empeño de exprimir una franquicia que ha probado ser redituable. En primera instancia descubrimos la doble maniobra de aislar al personaje más “celebrado” por el público infantil/ adolescente y colocarlo en el núcleo del relato de turno, en pos de jugar a seguro en taquilla. Luego tenemos la obsesión del mainstream de nuestros días con complicarse la vida gratuitamente ofreciendo -en vez de las clásicas continuaciones de antaño- una serie de películas que revolotean alrededor del régimen temporal de la saga y/ o hasta pretenden complementarlo. Por más que se cambien los ropajes de ocasión y el maquillaje formal pase al centro de la escena, lo cierto es que este amasijo de idas y vueltas no puede escapar a la promesa detrás de toda secuela, léase el servir en bandeja a los mismos notables en nuevas y cíclicas aventuras, circunstancia que redirecciona a los consumidores hacia el desencanto, en función de un “giro narrativo” que ya no es tal y que nadie pidió. En este caso, y como el título lo indica, los que regresan son los pequeños seres amarillos que hicieron de las suyas en Mi Villano Favorito (Despicable Me, 2010) y su corolario del 2013, ahora convertidos en protagonistas de una mixtura entre los módulos quemados de la precuela y el spin-off. Así las cosas, aquí somos testigos de todo lo que se podría esperar de una obra cuyo eje es una raza de criaturas apuntaladas en el humor físico, la ingenuidad y algún que otro detalle absurdo, siempre detrás del líder más “despreciable”. Más cerca de los Looney Tunes que del semblante torturado/ ambivalente de Gru, el señor que a posteriori se transformará en jefe de los minions, la propuesta presenta una versión caricaturesca de esa eterna vocación de servicio arruinada por la torpeza de los susodichos, quienes una y otra vez terminan provocando la muerte del héroe maligno a seguir. Por supuesto que la solución eventual, un autoexilio en la Antártida, no durará mucho y un grupito partirá en busca del próximo amo. Si bien el trío compuesto por los simpáticos Stuart, Kevin y Bob no pasa vergüenza en este viaje bufonesco y un tanto caótico, resulta evidente que el guionista Brian Lynch y los realizadores Kyle Balda y Pierre Coffin fracasan en su intento de reemplazar a Gru con Scarlett (Sandra Bullock), una villana que en 1968 planea manipular a los minions -como Gru manipuló a las tres huérfanas en la original- para robar la corona de la Reina Isabel II. Por más que se agradecen el costumbrismo británico y una banda sonora con canciones de The Who, The Kinks, The Rolling Stones, The Doors y The Beatles, la jerigonza políglota apenas si soporta esta epopeya de protagonistas poco desarrollados y muy esquemáticos…
Se presume inocente. El suspenso es un género que no suele captar la atención del Hollywood contemporáneo, principalmente debido a los requisitos intrínsecos del formato (construcción paulatina y mucho desarrollo de personajes) y las estrategias comerciales del momento (orientadas en esencia hacia la comarca del bombardeo visual y el infantilismo, a expensas de la serenidad necesaria para apuntalar climas -por lo general- muy sórdidos). Si bien nunca faltan las excepciones a lo largo de los meses, lo cierto es que éstas casi siempre son sinónimo de desencanto, porque los responsables de turno no están a la altura de las circunstancias o porque el convite en cuestión funciona como una adaptación fallida del ideario mainstream. Sin duda el caso de Lugares Oscuros (Dark Places, 2015) se encuadra en lo que podríamos definir como un punto intermedio entre ambas opciones: por un lado está clarísimo que el realizador y guionista Gilles Paquet-Brenner no sabía qué hacer con la novela homónima de Gillian Flynn, y por el otro encontramos una suerte de querencia narrativa que se siente fuera de lugar, como si el elenco no fuese el apropiado o las subtramas no convergiesen en un núcleo en verdad coherente. De hecho, el máximo problema de la película se resume en la falta de correspondencia entre la forma y el contenido, un obstáculo que obedece a la torpeza del francés a la hora de unificar y/ o aprovechar las “vertientes” que abre el relato. Al igual que en Perdida (Gone Girl, 2014), la otra traslación de un trabajo de Flynn a la pantalla grande, la descomposición familiar es el eje central, pero donde antes teníamos un abanico complejo que abarcaba un misterio conyugal y referencias al canibalismo de los medios de comunicación, hoy sólo hallamos un enigma atado con alambre y demasiado tiempo malgastado en apuntes carentes de vigor, o por lo menos relevancia. La burguesía se transforma en white trash y aquella desaparición en la masacre de un clan conformado por una madre, tres hijas y un vástago varón, señalado por Libby (Charlize Theron en su versión adulta), una de las hermanas y única sobreviviente, como el autor de los crímenes. Combinando de manera desprolija el drama y el thriller, la propuesta acumula pistas que deja en el tintero o resuelve a los apurones y obvia la interesante oportunidad que ofrecía el club de “entusiastas del homicidio” encabezado por Lyle (Nicholas Hoult), quien a cambio de unos morlacos convence a Libby para que revea sus alegatos e inicie una investigación en pos de exonerar a su hermano encarcelado. La incesante peregrinación temporal de flashbacks y flashforwards hasta llega a desdibujar la actuación de Theron, tan talentosa como bella, quizás no la mejor alternativa para un rol vinculado a la miseria bucólica y su furia. Las buenas intenciones del film no alcanzan a compensar sus falencias y desfasajes…
La mujer pública. A esta altura resulta indudable que gran parte de la industria hollywoodense está volcada hacia un conservadurismo retórico que en la mayoría de los casos funciona como un sinónimo de la falta de ideas novedosas y/ o la obsesión de los productores con bajar el nivel de cualquier contenido considerado “sensible” (hablamos de todo lo relacionado con la sangre y el sudor), con vistas a que los adolescentes puedan entrar a las salas y de este modo engrosar los bastiones del consumismo y la adecuación. El conglomerado cultural vinculado a una pretendida espectacularidad nos bombardea con mensajes individualistas y nos lleva a una suerte de grado cero que empobrece la otrora interesante dimensión formal. Este estado de cosas eventualmente genera que cualquier desviación de la regla, por más que esté en sintonía con la retromanía de nuestros días, sea bienvenida en función de esa pequeña alegoría descontextualizante. A pesar de que Cercana Obsesión (The Boy Next Door, 2015) en ningún momento escapa a su condición de intento fallido de thriller erótico, incluso así podemos utilizarla como excusa para plantear la necesidad de retomar aquella irreverencia discursiva de antaño, obviando toda autoconciencia pedante a la Quentin Tarantino y centrándose en la sinceridad más inocente y malévola, ese verdadero magma de desproporción símil clase B que la soberbia del mainstream terminó condenando al olvido. Lo curioso es que estamos frente a una película de por sí pasteurizada pero con el ímpetu suficiente para apelar a una serie -bastante sugestiva- de referencias del popurrí histórico: tenemos la típica premisa del “porno VHS” de la década del 80, un desarrollo empardado con el softcore de suspenso de los 90 y una levedad general que recuerda a aquellos sexploitations enajenados de los 60 y 70. La torpeza monumental detrás de este vehículo para la estrella de turno, la inefable Jennifer Lopez, impide que el catálogo de estereotipos llegue a buen puerto en lo que respecta a la coherencia estructural, sin embargo el film se sostiene desde su simpleza y automatismo, hoy indicios del entretenimiento más furioso. Por supuesto que ni Lopez como la milf en cuestión ni Ryan Guzman como el psicótico obnubilado con ella son un prodigio de la actuación. Las citas a Atracción Fatal (Fatal Attraction, 1987), Durmiendo con el Enemigo (Sleeping with the Enemy, 1991) y Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992) no están aprovechadas y esto se debe a la incompetencia del realizador Rob Cohen y la guionista Barbara Curry, dos profesionales sin talento aunque conocedores de sus limitaciones. Tan retrógrada (la mujer cuida su imagen pública) como feminista (por lo menos hay un contraataque en el final), la propuesta es respetuosa hasta en las escenas de sexo, salvaguardando la anatomía de la protagonista con demasiado recelo…
El albor de la sexualidad. Si tuviésemos que resumir las tres características más insoportables del terror mainstream de nuestros días, de seguro la lista estaría constituida por la obsesión con el found footage, el paupérrimo desarrollo de personajes y la recurrencia de la parafernalia satánica, aparentemente el único interés temático de la industria, siempre en detrimento de cualquier otro tópico que pudiese enriquecer y/ o substituir a nivel narrativo a los moradores del averno. El dúo conformado por James Wan y Leigh Whannell, esos verdaderos camaleones del cine de género, se propuso superar estos obstáculos en La Noche del Demonio (Insidious, 2010) y su secuela del 2013, logrando un díptico muy eficaz y autoconclusivo. La estrategia de la franquicia en cuestión fue bastante sencilla ya que abarcó una progresión relativamente pausada, sostenida tanto en la atmósfera como en el apuntalamiento escalonado del suspenso, elementos que encontraron su complementación en una trama cuyo pivote excluyente era Poltergeist (1982). A diferencia de El Conjuro (The Conjuring, 2013), que fetichizaba las maldiciones arrastradas a través del tiempo, la saga de La Noche del Demonio sí se podía jactar de ser más metafísica que infernal, recuperando en buena medida esa fascinación por el “más allá” de períodos lejanos. El tercer eslabón respeta a rasgos generales lo hecho en el pasado aunque opta por el facilismo de explicitar los sustos. Como suele ocurrir cuando un esquema artístico y comercial muestra signos de decadencia, aquí la literalidad es la vedette principal y las dobles lecturas pasan a un segundo plano que bordea la extinción. A pesar de que se evitan los automatismos patéticos del promedio hollywoodense contemporáneo, resulta indudable que la carga melodramática del film se vuelve molesta y las ideas novedosas brillan por su ausencia. La obra funciona como un “capítulo cero” que narra los pormenores de la constitución del equipo anti- espectros compuesto por Specs (de nuevo Leigh Whannell, hoy guionista y realizador), Tucker (Angus Sampson) y la psíquica Elise Rainier (Lin Shaye), la gran protagonista del convite. De hecho, si no fuera por la presencia de Shaye, tendríamos poco para asirnos en materia de empatía, ya que como espectadores conocemos de sobra la historia/ premisa de la señorita que -en el albor de su sexualidad- termina transformada en un depositario de la pulsión libidinal del fantasma de turno, en esta oportunidad con un rostro maltrecho que oculta debajo de una máscara respiratoria. La Noche del Demonio 3 (Insidious: Chapter 3, 2015) es tan prolija y sensiblera como carente de un verdadero núcleo que movilice a la dimensión del contenido más allá de la metáfora femenina del paso de la adolescencia a la adultez, los sinsabores del entorno familiar y el temor a ser “violentada” por un extraño…