La reina desnuda:
La reina qué desnuda. Victoria: la vikinga. Entre la promiscuidad, la desfachatez moral y su posición de clase, se desenvuelve Victoria (de treinta y tantos o cuarenta y pocos), desequilibrando la taciturna vida de la ciudad santafesina de Gálvez. Pueblo chico infierno grande reza el refrán, pero para la libido de la protagonista no hay más infierno que el que se gesta como loop en su vientre violado desde adolescente.
La reina desnuda, de José Celestino Campusano y la productora CineBruto, nos entrega una nueva edición de su canon cinematográfico y tal vez una de las mejores performances en un protagónico femenino, a cargo de la rosarina Natalia Page. Esta femme fatal de la segunda década del SXXI, a diferencia de las blondas que supieron lucirse en pantalla en el noir policial del anterior siglo, no mata, no traiciona, no manipula: pero te la pone, te doma, te ubica. El correctivo antimoral que aplica va más allá de ella, y es ella. Lejos de moralizar, su “violencia” defensiva es táctica contra todo pero a favor de nada, su antiheroísmo es más vindicador de su desidia que una posición política militante. Léase: no, no es feminista en el sentido de praxis colectiva o de la cuarta ola, por ejemplo. Es un feminismo anarco individualista en épocas de Trump y decadencia progresista, de crisis de ideas, de terraplanismo y bitcoin.
Natalia Page se come la película: el registro actoral que logra la actriz en confluencia con el “dispositivo” cine bruto es de lo mejor que se vio en la filmografía de José Celestino. Está al nivel de los best moments del entrañable Vikingo pero por ahora sin secuela.
Violar el método, los métodos. Ética y belleza: des-respetando la imagen como objetividad de la belleza, el registro es más perverso que lo que el neurótico cree. Ahí radica la belleza de este cine. En un dialogo de Vikingo, uno de los personajes pregunta irónico: ¿Y el hígado?; ¿Qué hígado?, responde el segundo. Ambos ríen y fin del chiste. Podríamos reemplazar hígado por belleza. Explicitemos: los labios carnosos de tal «actriz del momento» yanqui, british o francesa, contra el de la morocha que va en patas al quiosco del barrio. Elija su propia belleza.
El tótem de la estética un poco nublado en la era del smartphone y de la compulsión, a la creación de imágenes que autoritariamente democratizan las social networks, se vuelve difuso; registrarlo todo es una contradicción dentro de lo contradictorio. El filtro predeterminado que todo lo “embellece”, la banda sonora random de algún clásico del rock, enaltecen no solo una story de Instagram sino también una serie de Netflix o el último producto audiovisual del impotente artístico de Adrián Suar. Entonces: ¿Qué hígado?
Violar la regla como método honesto de construcción artística, narrativa, estética, constituye lo más importante de la obra del binomio Campusano/CineBruto.
Del western del conurbano bonaerense hacia la pampa gringa. Este Clint Eastwood argento y suburbano –el realizador–, peronista por emisión u omisión, se une a directores tan disímiles como cercanos, de Pedro Almodóvar a John Ford y Sergio Leone, de Nicholas Ray a Scorsese; el progresismo de su obra radica tal vez en su conservadurismo territorial.
“Si el cine muere el único capaz de revivirlo sería John Ford”, dijo alguna vez Jean-Luc Godard. El melodrama sucio y desprolijo del autor de Vikingo, Vil romance o Fantasmas de la ruta es quizás la última carta de la pulsión cinematográfica. En tiempos de salas de cine muertas, resucitadas como iglesias o templos, y de la perversa multisala mainstream hegemonizando el business con sus recetas de tanques hollywoodenses, que expulsa y asesina todo lo que no se vea como oro e insinúa como mierda lo otro que, en realidad, es una expresión artística y cultural de calidad. Otra calidad.
¿Qué tiene que ver el autor del encabezado de este subtítulo con el cine del salvador que propone? Nada en términos de método narrativo/estético, todo en términos de tradición y poética. El cinebruto que propone todo el dispositivo que centraliza Campusano, con su diseño de producción en todas las etapas (desde técnicos a personajes, no actores y actores y actrices), es del cine necesario que genera fandom y mueve el amperímetro aunque pareciera caer en el nicho. Claro que combate contra grandes molinos las industrias culturales, pero tal vez caiga en el pecado de quijotarse.
SI en los 90s el nuevo cine argentino irrumpía en nuestra vida con Pizza, birra, faso como nave nodriza de una generación, tal vez el cine de Campusano deba pensarse como la superación estética en clave “lumpen”. Lo lumpen no como categoría de lo malo (lo no bello), lo moralmente repudiable, sino como lo que está y hay que “filmar”, lo que se ve pero se oculta.
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