(Alerta: Spoilers) En los últimos años, desafiando cualquier prejuicio que la edad pudiera jugarle en contra, Woody Allen dio lugar a su etapa más productiva. A razón de una película por año, el neoyorquino fue alternando trabajos menores que demuestran cierta falta de inspiración respecto a los viejos tiempos, con momentos brillantes como lo fueron Match Point (para muchos, su obra maestra) y la excelente Blue Jasmine (que terminó de consagrar a su protagonista, Cate Blanchett como una de las grandes actrices de esta generación). Su último trabajo, titulado Irrational Man, cuenta la historia de Abe (Joaquin Phoenix) un profesor universitario de filosofía que, en medio de un pozo depresivo, viaja a una localidad costera para dar un curso de verano en la universidad de Newport donde entabla una peligrosa relación con su alumna Jill (Emma Stone). A partir de una conversación escuchada al azar, Abe le dará un nuevo sentido a su vida y el diseño de un plan para asesinar a un juez le servirá de motor para recuperar las ansias de vivir. Irrational Man es una historia en la que Woody Allen vuelve a crear un extraño híbrido que conjuga géneros tan dispares como el cine negro y la comedia, que remite a trabajos como Crímenes y Pecados y Misterioso asesinato en Manhattan. A su vez, también revive la obsesión del neoyorquino por Crimen y Castigo retratando una historia en la que el personaje principal, una persona aparentemente normal, se pone a sí mismo en una situación extrema que le sirve al cineasta para hacer una radiografía de los dilemas existenciales del ser humano similar a los planteos llevados a cabo en la obra de Dostoyevsky. Sin embargo, es importante aclarar que en Irrational Man, Allen no toma el crimen como punto de partida para analizar sentimientos tales como la culpa y el remordimiento como lo hacía en las ya mencionadas “Crímenes y Pecados” o “Match Point”. Tampoco maneja los mismos niveles de profundidad, gracias a su constante juego con la comedia. A diferencia de Raskólnikov, el protagonista de Crimen y Castigo, en Abe no hay un replanteo moral frente a la posibilidad de asesinar a una persona, sino más bien todo lo contrario: existe un deseo visceral, incluso irracional de llevar a cabo su plan para hacer del mundo un lugar mejor. En palabras propias de Abe “Dejar al mundo, con un hijo de puta menos”, un mundo con respecto al cual el personaje de Phoenix se siente completamente desesperanzado. La verdadera fuerza del film radica en las interpretaciones. Tanto Emma Stone como Joaquin Phoenix llevan adelante personajes que se mueven entre límites muy extremos. En el caso de Jill resulta muy convincente esa progresión desde la admiración y un enamoramiento algo obsesivo hacia su profesor, al rechazo absoluto. Por otro lado, Phoenix dota de la credibilidad necesaria a un Abe que va desde la desmotivación y la depresión más profunda a un sentimiento de euforia excesivo generada por una forma de ver el mundo completamente opuesta a la del comienzo de la historia. Dejando de lado cierta ligereza a la hora de resolver los complicados dilemas existenciales que sus personajes plantean al inicio de la película, Irrational Man logra su cometido de entretener y provocar risas en el espectador, ubicándose exactamente en el punto medio entre las grandes obras maestras y los trabajos menores de su realizador. Woody Allen ya tiene su nombre asegurado entre las personas más influyentes del séptimo arte y el hecho de que a sus 79 años pueda seguir entregando trabajos de este calibre es para agradecer y valorar. Por muchos más.
Una casa en medio de las desérticas tierras de Arizona que sirve como escenario de una riesgosa operación del FBI, un macabro descubrimiento y una espectacular explosión. Todo esto ocurre en los vertiginosos primeros 5 minutos de Sicario, la nueva película del canadiense Denis Villeneuve. En su nuevo trabajo, el realizador relata la historia de la Agente Kate Macer (una impasible Emily Blunt) que será reclutada por un oficial de la CIA (Josh Brolin) para emprender una operación para desmantelar las filas más peligrosas del narcotráfico en la frontera entre El Paso y Ciudad Juárez, con la ayuda de un misterioso asesor colombiano (Benicio del Toro) cuyos objetivos serán diferentes. En Sicario, Villeneuve plantea la idea de un mundo hostil en constante crisis de valores éticos y morales de una forma similar a la de trabajos anteriores del director, como la oscura Prisoners o en menor medida la enigmática Enemy, tomando como excusa la problemática del tráfico de drogas. Desde el punto de vista un tanto ingenuo de Kate se desarrolla una trama en la que nadie es realmente lo que parece y donde no existe polarización entre villanos y héroes, algo que aleja al nuevo film del canadiense de la mirada estereotipada con la que el cine norteamericano suele tratar este tipo de temáticas. Con una estética caracterizada por un montaje frenético (a cargo de su colaborador usual, Joe Walker), planos aéreos grandilocuentes y secuencias en plena oscuridad con el uso de cámaras térmicas, Villeneuve lleva a cabo un manejo de la acción y el suspenso excelente, dosificando la tensión hasta hacerla insoportable para el espectador (la secuencia del embotellamiento en la autopista de Juárez es un buen ejemplo). En su retrato de la violencia, el canadiense hace gala de una crudeza explícita que lo emparenta con los últimos trabajos de la gran Kathryn Bigelow, una realizadora que ha sabido reinventar el género de acción dentro del cine comercial. Otros de los aspectos positivos del film, son sus actuaciones. Emily Blunt representa a una oficial del FBI que pese a las apariencias se muestra vulnerable en un entorno completamente masculino que en todo momento le es ajeno, dotando a su personaje de una fragilidad que contrasta con la dureza de la historia. Por otro lado, Josh Brolin y Benicio del Toro no se mueven de su zona de confort interpretando personajes antipáticos y agresivos en los cuales acostumbramos verlos, sin dejar de demostrar una vez más el alcance de sus capacidades interpretativas. Con una primera mitad excelente, en su intento por huir de los estereotipos y en búsqueda del giro argumental inesperado, el film diluye gran parte de la creatividad que desprende en su punto de partida. En su final, el eje de la historia cambia completamente y es difícil saber si Sicario realmente quiere explorar los efectos devastadores del narcotráfico o si solo quiere contarnos una simple historia de venganza. De alguna forma u otra, Villeneuve suma a su corta pero fructífera carrera un trabajo que termina de consagrarlo como uno de los realizadores más interesantes que ha dado el mainstream en los últimos años.
La trayectoria de los textos de Shakespeare en el cine ha sido irregular. Dentro de ese conjunto compuesto por adaptaciones fieles al papel y reinvenciones posmodernistas (La Romeo y Julieta de Baz Luhrmann, por ejemplo) se encuentran tanto grandes obras maestras del séptimo arte como también experimentos fallidos que no supieron sortear los obstáculos que genera trasladar a imágenes la cadencia teatral shakespeariana. Macbeth es quizás uno de los textos mas oscuros y definitivamente el mas violento del dramaturgo inglés. Orson Welles se atrevió a llevarla a la gran pantalla en una versión sumamente clásica en 1947. Casi diez años después, le seguiría Akira Kurosawa con una visión del texto más libre y adaptada al mundo oriental en tiempos del feudo y samurais con la gran Trono de Sangre. Por último, en 1971 sobrevino la que es para muchos la mejor epopeya cinematográfica de la obra con la violenta versión de Roman Polanski, que en ese momento usó la crudeza y la crueldad de la historia para exorcizar los demonios que le habían provocado la masacre de su esposa, Sharon Tate. Con estos antecedentes, el director australiano Justin Kurzel se atreve a las comparaciones con esas grandes leyendas del cine y entrega una versión extremadamente diferente a las anteriores. Siendo una adaptación literal de la obra del dramaturgo, su poder de inventiva radica en su esteticismo, generando un contraste entre el clasicismo de la obra y lo sorpresivamente moderno de su puesta en escena. Filmada en las montañas escocesas, Kurzel se despoja de cualquier signo de minimalismo y decide explotar las posibilidades que brindan los espacios naturales sirviéndose de planos abiertos y una fotografía soberbia a cargo de Adam Arkapaw que abusa de las sombras y la niebla constante. De los exteriores, pasamos a la claustrofóbica oscuridad de los espacios cerrados dentro de majestuosas construcciones de piedra donde se generan los momentos mas íntimos. Por otro lado, las escenas de lucha son completamente estilizadas y coreografiadas. Filmadas en cámara lenta, captando cada gota de sangre y cada espada que atraviesa la carne humana con gran detalle, recuerdan, por más extraño que suene, al salvajismo cómic de 300. De forma frenética y en cuestión de segundos la escala cromática varía de plano a plano, acentuando los rojos en uno para luego acentuar el amarillo o el azul en los siguientes, generando un deleite visual perfectamente diseñado para disfrutar en pantalla grande. Dejando de lado sus decisiones estéticas, claramente lo mas importante a la hora de llevar adelante una puesta de la obra de Shakespeare son sus intérpretes principales y aquí reside lo mas valioso de la película. Michael Fassbender como Macbeth está excelente, le da el matiz necesario para componer de la forma mas creíble a un personaje que va desde el remordimiento a la crueldad más extrema con una progresión detallada. A su vez, Marion Cotillard ofrece la mejor Lady Macbeth que hemos visto en el cine. En su mirada coexisten con éxito el poder de la maquiavélica y dominante mujer del principio y la sumida en la culpa del final. En lo explícito de sus imágenes, Kurzel elimina la distancia que puede generar la pomposidad del texto y te lleva a sentir la violencia, a oler la sangre y sufrir el descenso a los infiernos de cada uno de sus personajes. Macbeth es ante todo un estudio visceral de la crueldad del ser humano y del remordimiento y es bueno saber que el realizador australiano no omite la profundidad de la historia. En su segundo trabajo entrega una obra con elevada seguridad y confianza en sí misma, gracias a un combo compuesto por excelentes actuaciones y una dirección que huye con éxito de la cargante teatralidad dando como resultado una de las mejores películas del 2015.
The Hateful Eight se ubica cronológicamente tiempo después del final de la guerra de secesión, y narra la historia de un grupo de ocho personas (entre las que se encuentran dos cazarrecompensas y una asesina condenada a la horca), que coinciden debido a una tormenta de nieve dentro de una cabaña en medio de las montañas de Wyoming, donde las tensiones internas no tardarán en aparecer. La octava película de Quentin Tarantino marca una rotunda vuelta de tuerca dentro de su filmografía y no es por su habitual estructura en capítulos sino por su inusual clasicismo. El film está dividido en dos partes claramente diferenciadas cuyo punto de inflexión es el momento en que se produce el primer disparo de pistola. La primera mitad se desarrolla con lentitud y un poder de reflexión nunca antes visto en sus anteriores trabajos, la acción es escasa y los abundantes diálogos marca de la casa ayudan a configurar los opuestos puntos de vista y la posición ideológica de cada uno de sus personajes mientras que durante la segunda parte esas diferencias se profundizan y la historia desemboca en un espiral de sangre y violencia sin límites. Su ritmo pausado, lejos de verse como una fragilidad, funciona producto de una progresión detallada que sostiene la verosimilitud del salvajismo y la anarquía que reinan hacia el final. Si el cine de Tarantino se caracterizaba por su vertiginoso ritmo a partir del minuto uno, en The Hateful Eight todo fluye con la precisión de esa compleja maquinaria que es su guión. Con una duración de poco menos de tres horas y desarrollada íntegramente dentro de espacios cerrados durante el transcurso de una escalofriante noche, la película se perfila como una pieza teatral casi en tiempo real. La maestría del director en el manejo de la imagen, la fotografía preciosista de Robert Richardson y el uso de la magistral banda sonora de Ennio Morricone la transforman en una experiencia cinematográfica que sortea con éxito el desafío de llevar a la expresión audiovisual una obra de naturaleza claustrofóbica. La decisión de rodar en 70 mm dentro de un ámbito reducido no es un capricho estético; el director explota su potencial para hacer hincapié en todo lo que se encuentra oculto deliberadamente en la profundidad del cuadro y jugar con la forma en que se direcciona la atención dentro de los límites del mismo. Elogiar la capacidad de Tarantino como director de actores a esta altura resulta redundante. En una perturbadora escena que narra un intercambio entre Samuel L. Jackson y Bruce Dern, ambos toman el ingenio de la prosa Tarantiniana y la convierten en poesía. La violencia no pasa solo por lo físico sino también por la virulencia de todo aquello que se dice o se insinúa, y los intérpretes en la película usufructúan eso. Mención aparte para Jennifer Jason Leigh, su Daisy Domergue representa la única fuerza femenina dentro de un mundo autoritariamente masculino y soporta, estoica, el peso de ser el personaje que marca todos los cambios de rumbo en la trama. Por otro lado la recuperación de Kurt Russell, Michael Madsen y Tim Roth lleva a cuestionar lo infravaloradas que están sus capacidades interpretativas para la industria cinematográfica. Con pasividad y de forma inusitadamente sobria, el realizador no solo se limita a realizar un estudio sobre la segregación racial dentro de su contexto histórico sino también un análisis sobre el perfil salvaje y violento del hombre en situaciones extremas, muy cercano al trabajo de Sam Peckinpah en la gran Straw Dogs, con la que comparte su crudeza a la hora de mostrar la violencia, la objetividad y la distancia ideológica que toma con respecto a lo que retrata. The Hateful Eight es la obra definitiva que condensa la genialidad y la creatividad de su autor con mayor éxito, funcionando como cúspide de una evolución creativa en la que sus influencias ya no son utilizadas para evocar con nostalgia y estilo el pasado (la recuperación del cine oriental en la excelente Kill Bill, por ejemplo). Si en el cine de John Ford el western era el vehículo para relatar el triunfo de la moral y las proezas heroicas de sus personajes durante la guerra civil estadounidense, Tarantino subvierte el género y lo utiliza para realizar una radiografía social extrema (bastante vigente, a pesar de su ambientación cronológica) de la América profunda, donde no existen héroes ni verdaderos representantes del status quo. Una de sus mejores películas sin dudas.