Un "autohomenaje" estructurado a manera de un confesionario en el que quedan expuestos los sufrimientos y recuerdos de Salvador Mallo -Antonio Banderas-, un director de cine en el ocaso, a través de sus lazos afectivos. Pedro Almodóvar regresa después de Julieta -2016- con esta mirada dolorosa, en cuerpo y alma de su alterego, y expone sin tapujos el mundo interior del protagonista que combate a diario sus dolencias físicas, se reencuentra con el actor del filme que realizó treinta dos años atrás -"Tus ojos la ven distinta. La película es la misma", le dice la amiga encarnada por Cecilia Roth- y comienza a probar heroína para calmar sus males. Dolor y gloria habla además del proceso creativo y de los afectos que marcaron su vida, para bien y para mal: su madre Jacinta -Penélope Cruz- lavando a orillas del río en la década del sesenta y criando sola al pequeño que aguarda con ansias la llegada del cine al pueblo; el cura que lo aprobó como voz principal del coro y la presencia de un albañil al que le enseñó a escribir. A partir del presente incierto dominado por la soledad, Salvador también se reencuentra con Federico -Leonardo Sbaraglia-, su antigua pareja, mientras intenta volver a escribir y filmar porque es lo único que lo hace feliz. El relato, que alterna presente y pasado, los años sesenta y ochenta, no pierde la oportunidad de espiar el mundo del "cine dentro del cine" y de reencontrarse con sus afectos primarios en Paterna, un pueblo de Valencia. Almodóvar entrega una película humana y directa, sin el estilo rimbombante de trabajos anteriores. El deseo y el perdón aparecen como pilares de esta nueva propuesta avalada por un convincente Banderas -ganador como "mejor actor" en el último Festival de Cannes-como el Salvador vencido por los padecimientos que le provoca su columna y la operación a la que debe someterse. La piscina, al comienzo, funciona como un bálsamo ante tanta penuria en este drama que lo redime y le permite volver a empezar.
Un libro que reúne los cuentos más conocidos del mundo corre peligro en esta co-producción hispano-argentina dirigida por Juan Pablo Buscarini, el mismo de Cóndor Crux y El inventor de juegos. El Ratón Pérez y los guardianes del libro mágico (promocionada en otros mercados como La gran aventura de Los Lunnis y el libro mágico debido a la popularidad de los muñecos surgidos de la televisión española) combina acción real, muñecos similares a Los Muppets y animación digital, en un universo de colores destinado a niños de muy corta edad. “Todo lo que imaginás existe”, le dice el abuelo a Mar, la niña de nueve años que se lanza a salvar el mundo de fantasía cuando el malvado Narciso Crudo (Bruno Oro) y su fiel ayudante Alfred, un dron combativo, quieren destruirlo Junto a sus amigos Los Lunnis y Lucrecia, la guardiana del libro, Mar y los suyos entran en sus páginas y viven aventuras. De este modo, desfilan personajes populares como el mago Merlín; Pinocho (acá como un vende autos); Alicia; el Mago de Oz; el Rey Arturo, de Excalibur; y el Flautista de Hamelín. ¿Y dónde está el Ratón Pérez? El simpático roedor, que tuvo dos películas en 2006 y 2008, aparece recién casi a la hora de proyección, como un personaje de reparto, en medio del grupo de amigos que vive la aventura desde el comienzo. Acá el personaje colecciona dientes de celebridades, mientras el resto queda hipnotizado por la música del flautista de Hamelín. Crudo asegura que la fantasía “no debe existir”, mientras el relato conjuga cuadros de baile (en un fábrica oscura y mecanizada) con canciones, entre ambientes cotidianos (en el colegio cohabitan humanos y muñecos en un claro mensaje de igualdad e inclusión) y también en los mundos mágicos que surcan desde el cielo. Como si faltaran criaturas, también hay un dragón en esta ensalada de universos fantásticos que cuenta con correctos rubros técnicos (hay fluidez entre los diferentes registros), pero sobrevuela su tono mágico y didáctico a escasa altura.
El cine de terror orientado al público adolescente generalmente carece de sorpresas y se instala en fórmulas ya probadas y vistas hasta el hartazgo. Ma es la nueva realización de Tate Taylor (Historias cruzadas, La chica del tren) que combina suspenso y terror psicológico, y cuenta con la casa productora Blumhouse, responsable de las exitosas Huye! y Feliz día de tu muerte, entre otras. Erica (Juliette Lewis) y su hija Maggie (Diana Silvers, vista en Glass) se mudan a un poblado de Ohio y deben adaptarse al nuevo trabajo y escuela, respectivamente. Por su parte, Sue Ann (la afroamericana Octavia Spencer, ganadora del Oscar a la mejor actriz de reparto por Historias cruzadas, del mismo director) es la solitaria empleada de una veterinaria que se topa con Maggie y su nuevo grupo de amigos y les compra alcohol. Sin embargo, los jóvenes se sorprenden cuando ella también les ofrece el sótano de su casa para realizar fiestas (con sus propias reglas) y bajo el apodo de Ma. Y la pesadilla comienza. El film atrapa desde el comienzo y deja la artillería pesada para los últimos veinte minutos, al exponer un planteo de personajes ingenuos que se mueven a espaldas del mundo adulto. Hay una banda musical que remite a los años ochenta (tiene que ver con el misterio de la trama) y una mención a La chica de rosa, la recordada comedia de John Hughes. Si los fines de semana fueron creados para la diversión, esperen a ver qué ocurre con estos incautos protagonistas movilizados por el alcohol y el sexo, que aceptan la invitación de una desconocida y caen en la trampa. No conviene adelantar demasiado de la historia , que acumula momentos de tensión y una amenaza constante, el uso de la tecnología, una seducción enfermiza y algunos toques de humor. Ben (Luke Evans), el padre de uno de los chicos, se reúne con Sue Ann (“¿Por qué mi hijo visita tu casa?”) y desata una ola de dudas, sospecha y violencia que parece irrefrenable. Sue Ann es una caldera a punto de estallar (ya se verá por qué) y recuerda a Annie Wilkes de “Misery”. Detrás de su sonrisa y amabilidad, se esconde un ser que arrastra frustraciones del pasado. Y Octavia Spencer lo transmite en cada gesto.
Secuela del film de 2014 y previa al estreno de Godzilla vs Kong, anunciada para el año próximo, llega Godzilla II: El rey de los monstruos, un relato que fusiona ciencia-ficción, aventuras y terror de la mano del director Michael Dougherty, el mismo de Krampus. El filme, de grandes dimensiones como los monstruos que desfilan por la pantalla, navega entre el caos a nivel global que desatan la aparición de varias criaturas con el insípido drama familiar que afrontan los personajes centrales. Acá Sally Hawkins y Ken Watanaberepiten sus papeles de científicos de la agencia Monarch, a los que se suman Vera Farmiga y Millie Bobby Brown -cuya popularidad estalló con Stranger Things-, como la madre e hija secuestradas por un grupo terrorista luego del diseño de un artefacto para hallar a las criaturas diseminadas por el planeta. Godzilla II: El rey de los monstruoscomienza con lo acaecido en San Francisco, cinco años atrás, en un panorama que reinstala al mítico monstruo japonés y revive a otras criaturas: King Ghidorah, el dragón de tres cabezas; Rodan, el demonio de fuego y Mothra. Todas emergen a la superficie para entablar una batalla épica -la trama asegura que Godzilla abandonó Argentina y se dirige a México-. El filme apuesta a la espectacularidad de las peleas -por momentos resultan cansadoras y reiterativas- y queda un paso detrás del filme anterior, poniendo en primer plano la perseverancia y valentía de Madison -Millie Bobby Brown- por mantener la unidad de la familia. Hay más luchas entre Titanes que suspenso y más chisporroteo visual que tensión. La película, que cuenta con muy buena factura técnica, deja el recuerdo del Godzilla original caminando entre maquetas y destruyendo todo a su paso con efectos rudimentarios. Después de Kong: La isla calavera, que también integra este universo de monstruosidades, se suma la referencia del gigantesco gorila como un pintoresco detalle de lo que vendrá.
El actor Keanu Reeves, convertido en el nuevo rostro del género de acción, parece desafiar el paso del tiempo (al igual que Tom Cruise) en esta saga de gran demanda física. Desde el comienzo, Wick huye por las calles de Times Square y es perseguido por matar a uno de los miembros de la Gran Orden en el hotel Continental. Así de complicada está la vida de este sicario a quien le asesinaron a su perro (un regalo de su esposa fallecida) y le robaron su auto en John Wick: Otro día para matar (2014). La venganza llegó contra todos en John Wick 2: Pacto de sangre (2017) y ahora su cabeza tiene un precio de catorce millones de dólares. No hay lugar hacia dónde escapar y se transforma en un “excomunicado”. John Wick 3: Parabellum retoma justo donde terminó la anterior. Esta tercera entrega es ambiciosa al plasmar un universo de jerarquías y luchas de poderes, en la que las reglas no pueden quebrarse porque desatan una furiosa ola asesina a nivel global que se extiende desde La Gran Manzana hasta Casablanca. En ese escenario árido encontrará como aliada a una vieja compañera, Sofía (Halle Berry), custodiada por dos ovejeros alemanes adiestrados para matar. El director Chad Stahelski, quien proviene del mundo del kick-boxing, entrega un producto vertiginoso que no da respiro y rompe las reglas de lo ”verosímil” desde el inicio. Hay muchos personajes dispuestos a matar a Wick, apodado Jordani, o a aquellos que le brinden su ayuda. Acá reaparece Bowery (Laurence Fishburne) con sus palomas y se incluye a la Directora (Anjelica Huston), quien le asegura que “la vida es sufrimiento” y lo cuestiona: “¿Todo esto es por un perrito?”. El relato explota los recursos del género de acción al máximo, con una impactante escena desarrollada en una biblioteca, en la que un libro se transforma en arma letal, contra un asesino gigantesco (en una clara alusión al Mandíbula visto en dos filmes de Bond); persecuciones a caballo al mejor estilo de un western moderno y un enfrentamiento con cuchillos. El filme acumula referencias (Operación Dragón) sobre el desenlace, guiños y violencia coreografiada hasta el mínimo detalle, con tomas extensas para apreciar las escenas de riesgo y las luchas cuerpo a cuerpo. Un digno ¿cierre? de una trilogía exitosa en la que el héroe se convierte en la víctima de una horda de villanos que lo persiguen sin descanso. Al igual que sus fanáticos.
Cuando se ve este tipo de películas se recuerda, indefectiblemente, el personaje Damien de La profecia-1978-; El ángel malvado -1993- o, la más reciente, Maligno -2019-. El terror vuelve ahora en frasco chico pero desde el espacio. La caída de una nave en la granja de la familia Breyer cambia sus vidas para siempre. Ante la imposibilidad de tener hijos propios, Tori -Elizabeth Banks- y Kyle -David Denman- deciden criar en secreto a Brandon -Jackson A. Dunn-, el niño que vino en la nave espacial y que se estrelló en sus tierras. Sin embargo, Brandon crece, y lejos de provocarles felicidad, trae problemas: no se muestra muy afectivo con su entorno, sufre el bullyng en la escuela y comienza a desplegar extraños superpoderes. Brandon se obsesiona con una compañerita a la que espía, y a quien le rompió la mano, y los miedos de sus padres crecen. Hasta sus tíos que le regalan un arma para el cumpleaños, no despiertan su simpatía. El relato presenta un comienzo interesante donde el clima de suspenso va creciendo para luego instalarse en un "mix" no siempre afortunado entre película de superhéroes y terror "gore" con una sucesión de muertes sangrientas. El filme se vuelve convencional -la víctima sola frente a un hecho paranormal que no comprende- y se desarrolla en un escenario adecuado alejado de la civilización, entre rutas desoladas y parajes amenazantes. El tramo final peca de exagerado mientras el pequeño monstruo del espacio hace gala de sus poderes: mete la mano en la cortadora de césped, dispara rayos por sus ojos y levita con su capa al viento, al estilo de un Superman oscuro y una siniestra máscara que oculta sus verdaderas intenciones. Quizás una secuela explique el origen del chico y su accionar.
Bucear en la infancia y la juventud de John Ronald Reuel Tolkien, el lingüista, profesor de Oxford y autor de El Hobbit y El señor de los anillos, es introducirse en un laberinto dominado por penurias, carencias y un conflicto bélico que marcó su existencia. En ese sentido, los días del escritor están plasmados enTolkien, esta “biopic” que se desarrolla entre el tono romántico y el marco bélico, mientras espía al personaje central desde las alturas, como un desamparado afectivo que atravesó situaciones límites: la muerte de su madre cuando apenas tenía doce años; su posterior etapa como estudiante de Oxford en la que prevaleció el valor de la amistad y el compañerismo, y en donde formó parte de una Sociedad Secreta; y la más determinante, su eterna chispa del amor con la pianista Edith Ann Bratt (Lily Collins). Como todo relato biográfico, el acercamiento a su personalidad puede resultar ambicioso y cuestionado, y la película se acerca con lentitud al disparador de ese universo fantástico del que surgen criaturas monstruosas, magos, caballos y hechiceros, que se materializan y se esfuman con la misma rapidez en medio de los nubarrones y los sangrientos enfrentamientos desatados en la Primera Guerra Mundial. Refugiado en una trinchera llena de cadáveres y en medio de charcos de sangre, Tolkien espera y evita la muerte. Allí surge su creatividad e imaginación como escudo salvador para forjar lo que vino después: la escritura de las famosas novelas de la Tierra Media. El relato del realizador Dome Karukoski coloca en primer plano a Nicholas Hoult (visto en Mad Max: Furia en la carretera y X-Men: Apocalipsis) como el Tolkien en su faceta romántica y en su período de juventud, mucho antes de la publicación de El Hobbit, en 1937. El filme presenta flashbacks que describen diferentes momentos, el distanciamiento y el reencuentro con Edith, también su fuente de inspiración. Si algunos momentos y conflictos resultan distantes y hasta reiterativos, otras escenas transmiten su fragilidad. Y ahí secundan con acierto Colm Meaney, en el rol del sacerdote tutor que tuvo después de la tragedia, y Derek Jacobi, como el brillante profesor de Oxford. Tolkien, con toda su brillantez creativa, entrelazó el amor, la amistad y la guerra para cabalgar a través de sus mundos de fantasía.
Un romance juvenil, como tantos otros, basado en la novela homónima escrita por Nicola Yoonuna, que une a dos jóvenes por obra del destino en el ajetreado escenario neoyorquino. El sol también es una estrella tiene un relato en off que sitúa a las personas de ínfimas existencias en un universo de cambios constantes. La vida de los mortales es tan corta que hay que vivirla a pleno. Y es lo que hacen Daniel Bae -Charles Melton, actor de las series American Horror Story y Riverdale-, un chico proveniente de una familia coreana, amante de la poesía y a punto de tener una entrevista para ingresar a la universidad de Yale, y Natasha Kingsley -Yara Shahidi-, una joven de Jamaica, muy pragmática y proclive a las estadísticas, que atraviesa una situación familiar complicada cuando ella y su familia están a punto de ser deportados de los Estados Unidos. Sus caminos se cruzan, primero en el subte, y luego cuando Daniel evita que Natasha sea atropellada por un auto y son pocas horas las que tienen para compartir, antes que sus vidas tomen rumbos distintos. El relato dirigido por Ry Russo-Young -Si no despierto-, al igual que el libro, recurre a la narración de los personajes y ofrece un tono discursivo que resta interés a las situaciones que atraviesan, logrando mayor eficacia en su segundo tramo. El noviazgo, la familia, el trabajo, el destino y una realidad cruel que dependen del orden del cosmos, son las constantes por las que se encamina esta película de tono adolescente con romance interracial que se guarda un falso final para luego proseguir su marcha. Caminatas, postales de Nueva York y temas musicales que acompañan la acción completan esta propuesta convencional con una pareja que no tiene química en la pantalla grande.
El director Juan José Campanella vuelve al ruedo después de abrazar el Oscar con El secreto de tus ojos a la "mejor película extranjera", y de transitar por el cine de animación con Metegol. El cuento de las comadrejas es la remake de Los muchachos de antes no usaban arsénico, de José Martínez Suárez,estrenada en 1976. Con una eficaz combinación de humor negro y suspenso, al estilo de El quinteto de la muerte, el realizador reversiona la historia de Mara Ordaz -Graciela Borges-, una diva de la época dorada del cine que vive rodeada en una vieja casona por Pedro De Córdova -Luis Brandoni-, su pareja, un actor de reparto confinado a una silla de ruedas; Martín Saravia -Marcos Mundstock-, un guionista cinematográfico frustrado y Norberto -Oscar Martínez- un director de cine obsesionado con la cacería de comadrejas que circulan por el lugar. Allí los cuatro conviven en base a recuerdos, enfrentamientos y celos mientras mantienen un estilo de vida que ya no existe. La llegada de Francisco -Nicolás Francella- y Bárbara -la española Clara Lago, acá con acento bien argento- dos jóvenes aduladores de la carrera de Mara, pondrán la "tranquilidad" del cuarteto a prueba. En el comienzo, una comadreja se prepara para atacar a una gallina en lo que funciona como alegoría de lo que vendrá. Campanella construye un universo nostálgico en un escenario sobrecargado que también es un personaje más dentro la historia. A través de diálogos filosos entre los protagonistas se percibe que hay mar de fondo a pesar de los largos años de amistad que los une. El relato no traiciona al filme original, lo profundiza y presenta cambios sobre el desenlace, ostentando una atmósfera de peligro inminente, muy al estilo Hitchcock, similar a la danza letal de la comadreja sobre su presa. El fuerte de la propuesta está en las actuaciones: Borges entrega una Mara impecable que vive gracias a la admiración de los demás -o al menos eso cree- mientras contempla sus éxitos en el microcine. El resto suma dudas, acidez y frustraciones con suma destreza. Al humor ácido y destructivo que se desprende de varias escenas se observa una mirada cáustica sobre la pareja, la amistad y el glamour perdido en una trama salpicada por flashbacks, que encierran algunos secretos del pasado. La nueva película de Campanella tiene todo para conquistar al público, entre guiños, afiches, referencias -Bárbara es por Bárbara Mujica- y vueltas de tuerca que hacen a la historia tan atractiva como laberíntica, sin dejar de lado el sarcasmo.
Dos figuras carismáticas como Anne Hathaway y Rebel Wilson arremeten con esta comedia que no es otra cosa que la remake de Un par de seductores, el filme que tuvo a Steve Martin y Michael Cainecomo protagonistas en 1988 bajo la dirección de Frank Oz, en la que ellos eran estafadores de mujeres adineradas. En Maestras del engaño, la fórmula se invierte en tiempos de mujeres empoderadas y...timadoras. Tanto Josephine -Hathaway, quien trabajó en Oceans 8: Las estafadoras- como Lonnie -Wilson, vista en la reciente ¿No es romántico?- provienen de mundos diferentes pero tienen algo en común: sacan provecho de los hombres. La acción se desarrolla en la costa francesa, en un marco pleno de glamour y lugares paradisíacos, donde las protagonistas ponen en marcha sus planes para acrecentar sus cuentas bancarias. El filme dirigido por Chris Addison, el dos veces ganador del Emmy como productor de la serie Veep, no alcanza el nivel de su predecesora, aún contando con dos pesos pesados del género. Josephine impone su seducción -se hace pasar por una médica oftalmóloga- y Lonnie -con su torpeza habitual aparenta ser ciega- llevan adelante una estafa a un joven magnate de la tecnología. En este caso, ellas prueban sus fuerzas por separado y logran momentos de destaque en escenas de gags físicos. El resto no es tan divertido como se espera debido a un guión previsible y no siempre efectivo en las situaciones que plantea, con chistes sexuales anticuados, y siempre tomando la gordura como limitación física o motivo de chiste. Todo no es más que un extenso sketche televisivo que nunca encuentra el rumbo de la diversión y del buen entretenimiento.