El libro de los secretos:
Todo color plomo
En El libro de los secretos (The book of Eli, 2010), Denzel Washington toma un híbrido rol, mezcla de justiciero de western con profeta futurista, para ser protagonista de una película que busca alinearse dentro de un marco de films críticos al sistema. El resultado es un exceso de mensajes morales pretensiosos y solemnes con algunas estereotipadas ideas acerca de lo espiritual, tan vacías como las del propio guión.
Luego del apocalipsis, la tierra se ha convertido en un lugar gris; devastado y poblado por ladrones sin valores humanos. Es una lucha sangrienta de todos contra todos. Eli (Denzel Washington) es un viajero cuya misión es realizar una travesía hacia el Oeste de este asolador territorio para transportar un libro fundamental para la humanidad. En el camino deberá evitar que Carnegie (Gary Oldman), un letrado capitalista, le arrebate dicho objeto para hacer un perverso uso de este.
Dentro de los interminables juegos de intertextualidad que podemos realizar, es posible poner a dialogar a El libro de los secretos con la historia de Ray Bradbury, luego llevada a la pantalla grande por François Truffaut con Fahrenheit 451 (1966). El film de los Hughes conserva de éste ideas como la importancia y el amor por los libros o la capacidad del relato oral como canal alternativo en la transmisión de ideas. Pero hay una diferencia sustancial entre estos relatos: la ontología del libro. Mientras en Fahrenheit los libros son considerados subversivos porque permiten cuestionar, razonar y pensar, en el film norteamericano, tienen una función evangelizadora.
Que sea la Biblia el libro que es necesario transportar puede manifestarse como arbitrario para todo aquel que no se sienta representado por ese texto. Aquí aparece uno de los problemas. Hay escasa preocupación por mantener un verosímil fílmico que explique la importancia de ese libro para la humanidad. Se confía demasiado en signos y símbolos universales como si ellos bastasen para crear un sólido vínculo con el espectador.
Ahora bien, hay una respuesta en el film para justificar la elección de la Biblia como gran libro: su función educadora y capacidad para promover la fe en las masas. Es la misma fe que tienen estos directores en el trabajo de estilización del Apocalipsis: las esperanzas de conquista del espectador están todas puestas en un impactante color plomizo en el cielo, en un montaje y banda de sonido que recrean la estética del videoclip, y unos logrados combates de sombras. Pero sobre todo en el pobre Denzel Washington que resulta abandonado a su suerte.
Sin embargo es nula la empatía posible con ese personaje. Es una incógnita de dónde viene, por qué viaja solo por paisajes desérticos y lleva a cabo una misión encomendada por no se sabe quién (como si se hubiera intentado emular la caracterización típica de un personaje de western más que encontrar su justificación en las necesidades del relato); y uno termina queriendo más al personaje de Gary Oldman, no por lo que representa sino por su sólida actuación.
Así, El libro de los secretos termina abandonando el poder de la palabra y concretando paradójicamente una contra enseñanza: si la película desde su superficie intenta decirnos (parafraseando a el libro “El Principito”) que lo esencial es invisible a los ojos, sólo es necesario adentrarnos un poco en ella para ver como lo humano y lo espiritual en este film brillan por su ausencia.
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