LOS CAMINOS DE LA MEMORIA “Después del almuerzo yo hubiera querido quedarme en mi cuarto leyendo, pero papá y mamá vinieron casi en seguida a decirme que esa tarde tenía que llevarlo de paseo”. Pensemos por un momento en ese comienzo. Pertenece a uno de los grandes cuentos de Julio Cortázar. Se llama Después del almuerzo y está incluido en Final del juego de 1956. Toda la narración omite la naturaleza y la identidad de ese pronombre “lo” y la fuerza del relato radica en esa indefinición. Pensemos ahora en términos de adaptación: ¿cómo podríamos trasladar a la pantalla la fuerza discursiva de ese entramado textual? ¿De qué maneras representaríamos la horrible sensación de algo que acecha y que no conviene hacer visible para que no se pierda ese efecto? ¿A través de qué procedimientos cinematográficos? (tal vez con un fuera de campo, tal vez). Bueno son preguntas que sin duda le surgen a un cineasta a la hora de adaptar un texto literario, y si vamos a hablar de Cortázar y el cine, es inevitable referirse al menos a ciertos problemas que aparecen cuando se plantean las problemáticas relaciones entre la literatura y el cine. Algo de lo anterior se manifiesta en la película Cortázar & Antín: cartas iluminadas de Cinthia Rajshmir, consagrada fundamentalmente al intercambio epistolar entre el escritor y Manuel Antín, director que se animó antes que nadie al desafío de llevar a la pantalla cuatro cuentos en tres adaptaciones (La cifra impar, Circe e Intimidad de los parques). La amistad entre ambos es un asunto conocido por lo que el documental abría la expectativa de hallar material jugoso o inédito. La primera impresión es que hubiera dado para más. El resultado parece un tibio acercamiento, no desprovisto de interés, pero concebido desde un lugar analítico más bien neutro, sobre todo cuando se tocan lateralmente aristas ideológicas. Dos ejemplos son elocuentes al respecto e involucran a Ponchi Morpurgo, escenógrafa y mujer de Antín, una de las voces familiares que se escuchan. En un momento, cuando narra los motivos del exilio de Cortázar no se atreve a mencionar la palabra peronismo. Más adelante, acusa de infantilismo al escritor cuando adhiere a la revolución cubana, hecho que resintió el intercambio epistolar con los Antín. Lejos de preguntar, de hallar un espacio de disidencia en el documental (independientemente de las opiniones personales), hubiera sido enriquecedor profundizar en ese aspecto, que no es menor. Este, tal vez, sea uno de los espacios en blanco de una película que genera la impresión de que hubiera dado para más. Pero lo que le preocupa a la realizadora es más bien un registro expositivo, de neta complicidad con el director argentino que, por otra parte, es quien tiene los materiales más destacables, entre ellos, las fonocartas donde se escucha la voz joven de un Cortázar en ciernes, con esa intensidad surrealista al hablar, atravesado por las dificultades de tener que escribir los guiones de sus propias historias. Es importante reparar en ello porque aquí radica el núcleo productivo que planteara en el primer párrafo de esta reseña y, además, permite ver el campo de tensiones entre la literatura y el cine. Cuando Cortázar describe el rostro de Graciela Borges en Circe, habla como cineasta; más adelante, cuando critica la adaptación que hace Antín en Intimidad de los parques, se pronuncia como escritor. Uno se pone del lado del cineasta en esta última observación inevitablemente. Y más allá de que las películas, vistas hoy, parezcan más bien ancladas en una etapa del cine argentino en la cual una dirección firme era emular ciertos climas de la Nouvelle Vague, no puede dejar de reconocerse el mérito de Antín por pensar los modos posibles de adaptación de un tipo de literatura que trabaja con las elipsis como medio crucial para develar la dimensión de lo fantástico en lo cotidiano. Hay resoluciones del director que son notables y no deberían perderse de vista. En una de las frases de Circe se lee: “Mario juntaba pedazos de episodios”. Siempre me pareció una frase interesante para pensar la idea de montaje y sobre todo para la versión cinematográfica de Antín, quien establece un lazo formal con el cuento a partir de la fragmentación. Nosotros, los espectadores, somos como Mario, es decir, juntamos pedazos. Este tipo de relaciones no están profundizadas en el documental, pero sí surgen tangencialmente cuando la directora alterna fragmentos de las películas con las voces de los protagonistas involucrados. En todo caso, parece una película hecha por una amiga de Antín. No está mal que así sea. Eso también da lugar a momentos afectivos e íntimos. Dos ejemplos bastan para confirmarlo. Una es la anécdota cuando escritor y director ven La cifra impar en una función privada y Cortázar le suelta: “Pibe, entendí mi cuento”; la otra, es la voz de Antín leyendo la última carta del cronopio enmarcada en un cuadro. Al final, cuando la cosa se pone linda, la película termina.
El cinematógrafo nació en Lyon, Francia. El espiritismo también. En esa extraña y hermosa conjunción aparece la pantalla como un espacio espectral, el lugar que eligen las almas para dejar registro de sus huellas. En este sentido, tal vez pueda pensarse el cine de Andrés Di Tella, como el arte del ventrílocuo, y especialmente Ficción privada, su última película que (aparentemente) cierra una serie de evocaciones familiares, exorcizadas a través del cine, esa práctica mediúmnica cuyo misterio se conserva. En una especie de prólogo queda establecido el trabajo con los materiales del documental. Una mano sostiene fotos mientras el sujeto que las porta, camina por diversos lugares. Cada imagen encierra una historia y allí están las voces de un padre y su hija para conjeturarlas. Una cosa es lo que se ve y otra lo que uno imagina que se ve. En esa relación se condensa uno de los sentidos posibles del título: lo privado, lo que existe como tal, también es una ficción. Ficción no como sinónimo de mentira, sino como máscara: se finge que algo es verdadero, incluso la vida propia. Y si cada foto es parte de un relato mayor, está la posibilidad de reconstruir un contexto, pero también de inventarlo. La secuencia inicial concluye con una declaración de Di Tella, “y con mi papá todavía sigo hablando”. ¿Cómo leer esta sentencia? Acaso, con la posibilidad de entender el cine como ese lugar en el que uno, entre otras cosas, se comunica con los muertos. Mientras tanto, Di Tella también habla con su hija, con jóvenes actores y con Edgardo Cozarinsky, para dar cuenta de ese proceso de evocación, y se mueve por diferentes lugares como si fuera un espíritu que deambula por aquellos espacios que habitó alguna vez en este mundo (Londres, la India, Israel, Buenos Aires). Memoria afectiva. Objetos mnemónicos. Un hijo que necesita escuchar a sus padres a través de cartas, pero que también necesita las voces que las lean. Y no se trata solo de contar una ficción privada con todos los riesgos que ello implica en tiempos donde el regodeo en la subjetividad está a la orden del día, sino de visualizar ese mismo proceso (uno de los pilares expresivos en las películas del realizador). Arrancarle a la muerte un pedazo de ese mundo perdido y pensar el cine como posibilidad de restitución, no sin poner en evidencia paralelamente la misma imposibilidad de recuperar un aura primigenia, he aquí uno de los hallazgos de la película. Al final, nada puede tomarse como una verdad consumada, ni siquiera la propia historia de vida. Di Tella indaga en la vida de sus padres con el temor lógico de quien pueda encontrar alguna señal adversa, o para confirmar esas historias de vida tal como las vivió o se las contaron. Nada mejor que las cartas para ello. Es muy atinada la observación de Cozarinsky en torno a la diferencia entre los escritos de puño y letra a los papeles impresos. Uno dibuja en el primer caso el rostro, imagina un cuerpo y se materializan las emociones. En definitiva, de eso se trata, de reconstruir, de invocar, pero también de inventar la genealogía paterna como materna, encontrar un sentido en ese cruce. El cine como búsqueda. Aún con diversas zonas de interés y de intensidad, con un registro por momentos desangelado (sobre todo cuando leen/interpretan los jóvenes) y cierto vuelco a una solemnidad no deseada seguramente, Ficción privada vuelve a confirmar la capacidad de Andrés Di Tella para interrogarse sobre los materiales con los que trabaja un documentalista y a poner toda la sensibilidad al servicio de la memoria y del cine como un arte de exorcismo, como una voz que oficia de intermediaria entre los vivos y los muertos. La secuencia final está a la altura del prólogo, los dos grandes momentos de la película. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
NO TODO LO QUE BRILLA ES ORO “A mitad del camino de la vida, / en una selva oscura me encontraba / porque mi ruta había extraviado”. Así comienza La divina comedia de Dante Alighieri. La película de Duccio Chiarini también comienza en una selva oscura, pero es la vagina de Chiara y el que está extraviado es Guido, su novio, buscando un preservativo pinchado. El plano es prometedor y jugado, sin embargo, la película es la que finalmente se pincha. Y si hablamos de pinchaduras, estos jóvenes de clase media a la italiana también están pinchados a la mitad del camino de la vida y tan insatisfechos se muestran que a los 35 años se sienten viejos para ir a un recital de Pearl Jam, tal como se manifiesta en una cena entre parejas amigas. Crisis conyugales en una envoltura inofensiva. Eso es El huésped, una historia bien contada que no se anima ni a la sordidez ni a evitar los lugares comunes y reparadores habituales (una música omnipresente, algunos personajes queribles y dos o tres frases ingeniosas). El resto se mueve por las aguas de un conformismo inocente, aunque con el vicio de querer explicar todo en los diálogos que pronuncian los personajes, empezando por la pareja protagónica. La crisis de la vida media abunda en dilemas tales como la inmadurez masculina, la inseguridad femenina y distinguir el valor de una relación que comienza en Tinder o en el supermercado. Tal es el nivel de planteos, y por supuesto, dentro del esquematismo imperante, las mujeres están para corregir a los hombres, incapaces de leer los sentimientos y las ideas más allá de su ombligo. Hubiera sido un eje interesante sino chocara con la medianía y la monotonía de caracteres: en el mundo de estas criaturas no parece haber una que se distinga del resto. ¿Cómo manejar los sentimientos en medio de vidas convencionales? ¿Cómo conciliar el amor con el deseo o los objetivos personales? Estas y otras preguntas sobrevuelan en esta comedia de enredos con toques dramáticos. A partir del momento en que Chiara le pide tiempo a Guido, este deambulará como viajero por diferentes casas donde los problemas parecen peores que los que él tiene. Apariencias y realidades. La excusa de la crisis de los 40 como un leimotiv un poco banal de un tema trillado y que no tiene demasiado cine para ofrecer más allá de su discurso. A veces, la liviandad es saludable frente a otros bodoques con aires de importancia. En este caso, es sinónimo de neutralidad, y acaso de indiferencia. Eso sí, la primera escena es genial, pero lamentablemente no todo lo que brilla es oro.
DE DESEOS Y FANTASÍAS Cuando un personaje está solo no hay mejor forma de acompañarlo que con la cámara. La directora lo sabe y por eso no suelta jamás a Lina, la protagonista de esta historia sobre una empleada doméstica que trabaja en Chile, pero que tiene a su familia en Perú. La soledad, sin estar necesariamente dramatizada de manera gratuita, se siente por partida doble. No es solo la lejanía de los seres queridos y la expectativa por saber de ellos, sino del vacío de una casa que le es ajena. El punto a favor de la película es circunscribirse a una mirada distinta de los estereotipos sobre los migrantes, huyendo en todo caso de esa agenda vampírica en la que el cine está obligado a no filtrar la miseria reinante o por lo menos a todos aquellos discursos que postulan un imperativo en torno a qué se debe mostrar y cómo. En este caso, Lina es una mujer entre dos mundos. Su familia está en Perú, pero ella trabaja en Chile. En su país de origen los problemas debe manejarlos a la distancia, mientras que en el otro, ocupa circunstancialmente un lugar que le permite cierta libertad para explorarse como mujer que desea. Paradójicamente serán los objetos y los lugares extraños los que le permitirán encontrarse con los placeres. Hay un punto interesante en esta perspectiva, es decir, la de una mujer que busca, que no espera en materia de sexo. Y el acierto es calcular la distancia justa para dar tiempo y espacio a Lina (magistral Magaly Solier) a través de encuadres que no buscan la asfixia acostumbrada en gran parte del cine contemporáneo. Otra nota distintiva es de qué modo irrumpe la fantasía con números musicales, una especie de proyección quijotesca para aliviar la rutina, la soledad, en la que Lina canta y baila como si fuera una estrella. La construcción de estos pasajes se destaca por un cuidado formal y coreográfico que combina estéticas orientales con rasgos del período clásico americano. Tal vez, si bien el musical siempre ha sido el género para salvar a la humanidad en medio del desastre, el principal problema sea el esquematismo que impera en general, no solo en la puesta en escena de los momentos de una trama que no parece avanzar, sino en la recurrencia de una fórmula atractiva al principio, pero que encuentra su límite con prontitud. Por otro lado, la paleta de colores ligada al melodrama no logra disimular una carencia de emociones más sanguíneas. No obstante, es sumamente positiva la estrategia de enriquecer la representación de lo femenino al margen de la presión mediática.
Existe algo así como una receta Campusano. La cuestión es qué ingredientes predominan sobre otros en cada película. Luego de una considerable filmografía, su cine permite algunas certezas. Una de ellas, acaso la principal, es que el resultado de sus historias depende de los personajes encontrados, muchas veces extraordinarios (Vickingo, Molina, el Murciélago). Otra, no menos importante, es la capacidad intuitiva para retratar ambientes con dos o tres pinceladas maestras. Pocos directores argentinos son capaces de integrar en un mismo espacio con éxito estos dos procedimientos habituales en el realizador. También son pocos quienes se atreverían a jugar al límite del ridículo con diálogos escolarizados o excesos melodramáticos. Campusano hace todo eso y esas son, entre otras, las cosas que defiende a muerte en sus películas. Cuando la balanza se inclina más para un lado, todo funciona mucho mejor. Bajo mi piel morena es parte de esa religión. La primera secuencia es una escena sexual rabiosa, como debe mostrarse, sin concesiones, y marca un camino, el de la naturalidad y la confianza para evitar ese perfume trucho de tantas encamadas. Un poco más adelante, sabremos que las historias de Morena, Claudia y Miriam, no están puestas en los lugares comunes del universo trans representado en el cine, sino en un espíritu de amistad, solidaridad y protección, el único cerco posible frente a la estigmatización y la discriminación. El momento en que Morena se entera de que su pareja está casado es un ejemplo. Lo sabe en el baño por otra amiga trans. No será el único. Ella también estará al pie del cañón cuando Claudia, que es profesora de Historia, tenga sus líos en el colegio donde intenta dar clases y sea asediada por una madre (uno de los grandes personajes creados por Campusano; con su bolsa de supermercado y su pandilla es de lo mejor que se vio por años en el cine nacional). Y si el proteccionismo es una actitud, no se trata de una cuestión corporativa, dado que involucra además a otra amiga hétero que no es del palo y tiene sus vaivenes melodramáticos con otro tipo casado. Lo anterior es importante porque permite avanzar en una problemática que no se centra exclusivamente en el reclamo o la victimización exacerbada. Dos terrenos parecen ganados para Morena. Primero, el de su casa. Vive con su madre, es la “princesa” para ella y no hay ahí cuestionamientos sobre su condición sexual. El otro, el de la fábrica en la cual trabaja desde los 16 (empezó como hombre y continuó como mujer), es el de la lucha continua para hacer frente a los tipos que extorsionan o a las compañeras que no aceptan que use el mismo baño. Pero hay conquistas importantes y un último plano (hermoso) ratificará una especie de victoria. Creo que lo peor que se puede hacer frente al cine de Campusano es quedarse atado a ciertas zonas dialogadas que bajan línea o están atravesadas por un discurso de manual. Sería muy injusto, porque uno se privaría de guardar imágenes únicas, potentes. En Bajo mi piel morena hay unas cuantas (los enfrentamientos entre Claudia y la mujer gorda, Morena y Claudia hablando en el baño después de encamarse con dos pibes, los momentos en la fábrica) y en muchas de ellas se deja ver una capacidad intuitiva singular e incluso un manejo del humor muy particular. Esa fuerza gravitatoria es un núcleo esencial de su cine, que sigue corriendo a toda marcha, con tropiezos, pero a un ritmo envidiable. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Estamos en 1955, “tiempos difíciles para ser creyente y peronista” dice Paulino, el marido de Rosa, que anda a tientas por la ciudad a sabiendas de que la mano viene pesada. Mientras tanto, mientras espera, Rosa se consagra a los vestidos, a elegir la ropa para su esposo y a mirar películas en el cine. En esta descripción aparece condensada la operatoria principal del filme, que utiliza un trasfondo histórico para construir un relato atravesado con los elementos del noir. Y el hecho de que lo político esté concebido dentro de los códigos genéricos la emparienta con La larga noche de Francisco Sanctis (Francisco Márquez y Andrea Testa, 2016), otra historia de secretos guardados y presiones donde el afuera devenía en pesadilla. El comienzo nos presenta a la protagonista declarando en una dependencia policial. Le preguntan por una discusión, dice que no fue así y se activa el relato en un largo flashback. Su respuesta da cuenta de que Rosa ve las cosas de otra manera. Es decir, mira y habla a través de las películas que ve y que conforman su propio mundo (al igual que la moda). Es su forma de armar una fábula, una vía de escape ante una rutina en la que es sometida a esperar, a no dar explicaciones, a tener una vida programada mientras su marido se mueve misteriosamente como un gato. Por un lado, la casa como guarida, con sus colores, sus objetos y las estampas de Eva y Perón (próximas a ser bajadas por precaución), un espacio donde se cocina (con los colores y las formas del melodrama) el deseo de Rosa a partir de espiar a los vecinos y de adivinar movimientos sigilosos. Por otro, el afuera, con la opresión de los rumores, los que miran, los que fichan y los que deben esconderse. En el medio entre esos dos espacios, Rosa idealiza a su marido, lo viste como los personajes que ve en pantalla y adopta el rol de la mujer de algún detective suelto por ahí. Una escena en particular es significativa, cuando le toca presenciar un crimen, un homenaje (como otros que se alternan) exacerbado a La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954). Rosa espía los movimientos de un vecino (y cómplice de su marido) llamado Vargas en el preciso momento en que asesina a un hombre. Lo interesante es que la forma en que está filmado ese momento nos pone desde el punto de vista de una mujer que mira lo que ocurre como si fuera una película de las que es habitué. Entonces (como en Hitchcock) el asesino le devuelve la mirada. Allí se abre otra arista interesante, el poder de fascinación/deseo que se activa en Rosa por ese tipo que suplirá a su marido cuando esté ausente, y que tendrá consecuencias fatales hacia el final, donde un baño de realidad romperá la pared que ha levantado la imaginación de Rosa. Mientras tanto, la duda se instala en el relato: ¿Rosa espía a Vargas para dilucidar la verdad del asunto o porque le calienta? Otra cuestión es cómo se trabaja el contexto. Los realizadores parecen tener en claro que no se trata de una película de época, ni que el discurso se imponga sobre el trabajo genérico. Y está bien que así sea si no hay nada nuevo que aportar a un episodio dramático de nuestra historia del cual libros y otros filmes han abordado. El peso del marco histórico está apenas esbozado explícitamente al comienzo con un breve epígrafe y algunas imágenes documentales que se alternan con los créditos de apertura. Durante el resto la historia, los indicios serán afiches, pintadas y registros radiofónicos. En el modo en que se arma la reconstrucción (más cercana a la obviedad que a otra cosa) queda en evidencia que es más relevante para la mirada de los directores un bolero bailado en el interior de la casa (melodrama), unos tipos asediando a otros con sus trajes y sus autos (cine negro) y un orden perteneciente a los secretos, que pesan y mucho. Además, no deja de cobrar especial relevancia el juego con las versiones a partir de relatos diferidos que ya aparecen desde el comienzo con el testimonio distorsionado de Rosa, que se reforzará luego con el de Mecha, su amiga, a partir de lo que escucha de Rosa. Como en los policiales, ella también debe deshacerse de un cadáver, el de su conciencia, el del peso del deseo y el de la infidelidad, y la única forma posible es sacarlo a Vargas, el vecino que vive al otro lado del patio. Mientras todo esto sucede en una dimensión más asociada con la interioridad de Rosa y sus ilusiones, en el afuera ocurren cosas también dramáticas. Dirá Paulino “nos están sacando a patadas”. La sombra de las dudas persiste incluso en el final con una imagen bastante sugerente de alguien que dramáticamente había confesado antes que sin su marido se moría, y que ahora se aferra a un colchón lleno de guita. Estamos en el terreno de la filosofía nihilista del noir. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LA (IN)SEGURIDAD DE LOS OBJETOS El documental de Baratta está estructurado sobre diversas capas. En una de ellas seguimos el proyecto de los alumnos de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad de Buenos Aires en la materia Morfología. Un profesor y luego una joven profesora hacen el seguimiento en torno a los objetos que se seleccionan y ofrecen pautas para que el alumnado aprenda a leerlos como signos que encierran historias, para que armen sus contextos y comprendan, al mismo tiempo, la importancia de reutilizarlos en un lenguaje artístico con poder testimonial. Maniobrar con los objetos, más allá de la virtualidad, habla de una materialidad concreta, de una vuelta a la realidad, a partir de intuiciones que se transforman en investigaciones, donde la magia del relato aparece progresivamente. Se escucha en una de las clases que la Morfología trasciende al Diseño y que es sumamente productiva en muchas otras disciplinas. Dentro de la lógica del armado del documental, la frase cobra especial relevancia para introducir la otra capa enunciativa, la que recopila testimonios de diversas personas involucradas en trabajar, estudiar y juntar objetos para develar aspectos siniestros de la historia argentina y mundial. En este punto, la dimensión política es indisociable de la artística, es decir, más allá de la posibilidad de recontextualizar los signos, también está la voluntad por rastrear los orígenes y armar un cuadro que los libros oficiales nunca han contado. Con respecto a lo anterior, dos testimonios son perturbadores. Uno corresponde a un joven investigador que, a partir de los restos de cráneos de indígenas y de fotos extraídas en el contexto del genocidio de la (mal) llamada campaña del desierto, expone las macabras formas en que el gobierno dispuso de miles de vidas, las maneras en que registró esos cuerpos (“desnudos antropológicos”, les llamaban, un eufemismo de pornografía comercializada en las esferas del poder) y violó intimidades. El otro corresponde a Víctor Basterra, sobreviviente de la última dictadura militar, quien salvó su vida trabajando y sacando fotos. De modo oculto, logró conservar negativos que posteriormente fueron claves para utilizarlos como evidencias en los juicios a las juntas (a propósito de esto, recuerdo haber programado una gran película de dos documentalistas belgas producida por los hermanos Dardenne, en la que Víctor Basterra relata los mismos hechos. El distanciamiento que proponen las directoras posibilita un enfoque que, al ser desde otro marco espacial, obtiene resultados testimoniales sorprendentes). La tercera capa expresiva se arma a partir de breves intervenciones donde una sucesión de fotogramas amparados bajo el registro experimental también hablan de otro tipo de restos, más vinculados con la propia materialidad del cine. La manera en que se combinan estos tres niveles de enunciación es un mérito del realizador, a pesar de un desigual manejo del tiempo en la exposición de los elementos. No obstante, se trata de un ejercicio estimulante. Cuando termina la proyección, la vuelta al título se vuelve reveladora de una idea que atraviesa a la película en todas sus aristas, “escondido” como “algo que está detrás de los objetos” pidiendo a gritos ser develado, para sacar a la luz historias, pero también versiones sepultadas adrede.
La película de Pablo Ignacio Coronel destierra cualquier carácter pretencioso de entrada y deja de manifiesto su espíritu colectivo. No se trata solo de un autor/director sino de un trabajo colaborativo entre los artistas y la gente de distintas partes del mundo. Es decir, una película que es de todos y todas, consagrada a la cumbia. El punto de partida es individual (una pregunta que se hace el realizador e integrante del grupo Rosa Mimosa y sus Mariposas, banda que anduvo rodando por diversos lugares, incluso más allá de Latinoamérica). Pero el desarrollo incorpora una multiplicidad de voces que testimonian algo sobre un género popular, masivo y festivo. Una voz en off guiará el viaje y se alternará con simpáticos registros de la cocina de la gira y de las participaciones escénicas. Un elemento importante es que nunca se descuidan las reacciones del público ni los rituales de la gente por los barrios. Lejos del egocentrismo de otros estilos musicales, la cuestión comunitaria cuenta y mucho. “La cumbia pone a bailar a todo el mundo” dicen por ahí y la voluntad por contagiar la pasión es evidente, sobre todo porque la música se hace escuchar en todo momento. Y es la mejor respuesta ante la pregunta inicial que dispara el documental con las imágenes de la gente en trance, poseída por el calor de un ritmo al que nadie le esquiva, aun en Portugal, Japón, y otros lugares impensables a priori. Y ahí reside la fuerza, el centro del huracán bailable, cuando las partes expositivas le ceden el paso a la pachanga. Y en efecto, lo mejor de la película se encuentra en esos intersticios por donde se cuela la pasión, donde los cuerpos de quienes bailan parecen abstraerse del mundo y entonces se confirma la tesis visualmente: la cumbia es un estilo popular, arraigado a las raíces de cada lugar, capaz de desparramarse por toda la tierra porque toca una fibra corporal imposible de explicar con palabras. Hay dos peligros que sobrevuelan en términos generales a estas propuestas. Una es la estética publicitaria; la otra, un desdén por los aspectos técnicos, como si el mensaje estuviera por encima de todo. No es el caso. Coronel es cuidadoso y cuenta con un equipo donde la fotografía, el sonido y la cámara se destacan y ennoblecen aquello por lo que se apasionan. Es un buen gesto y se corresponde con la dignidad hacia un género muchas veces menospreciado o mirado desde las alturas. Contrariamente, su realizador tiene en claro que el lugar está abajo, con la gente. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
EL DESPRECIO El desconcierto, cuando no da vida, mata. El desconcierto que provoca una película como La casa acecha (que desde su título mismo parece consagrarse al culto por la obviedad), un compendio mal articulado de escenas cuyas decisiones formales son inentendibles o parecen haber sido escritas sin el menor esfuerzo, no da siquiera para la risa (que podría haber sido un buen destino). La sucesión de elementos descuidados comienza en la primera escena con una reacción imposible de Mike Amigorena (un tipo simpático pero que en una película de terror es como una aceituna en un pan dulce) ante un sobresalto. Leonora Balcarce es su mujer y están llegando con el auto en medio de la noche a La Pampa para arreglar una casa. Ella se muestra reticente, desganada, y no saldrá nunca de ese registro, producto de las falencias de un guion plano en cuanto a la construcción de los personajes. Los colores azulados en el interior del auto anticipan la paleta dominante para el resto de la historia en la casa, una especie de frigorífico gigante (claro, hay espíritus, hace frío entonces). Hacia el fondo del coche, una estampa roja señala el infierno por venir. A partir del momento en que ingresan al lugar, todo se va apagando en el peor de los sentidos y se potencian progresivamente los baches de un relato plagado de referencias mal utilizadas y de recursos empleados para cubrir aquello que no existe. Con respecto a esto último, la utilización de efectos de sonido intenta tapar los agujeros de un desarrollo argumental pinchado y atmósferas que no conmueven ni sobresaltan. Y si bien el miedo es un efecto subjetivo que no hay por qué medirlo en cada espectador, sí se reconoce una intencionalidad de causar inquietud, al menos, cuyo resultado es nulo. A esto hay que sumarle los tonos solemnes de los diálogos, por ejemplo los del Bocha, el lugareño que los asiste en la casa, y las modulaciones imposibles de Amigorena. Pobre Amigorena. Uno tendería a pensar que es una venganza o un gualicho que alguien le perpetró para que protagonizara la película, es la única explicación para digerir la ridiculez a la que se expone y es expuesto. Ni hablar de la aparición del espíritu, una mezcla de villano de La amenaza fantasma de George Lucas licuado con la muerte del Bergman de El séptimo sello. Por otra parte, las reacciones de los personajes parecen desfasadas en el tiempo en que deben hacerlo. Nada funciona. Los movimientos de cámara son arbitrarios, las conversaciones están mal filmadas. ¿Cómo puede entenderse que en medio de una charla se alternen angulaciones diversas, cuál es la lógica dramática de tales decisiones? ¿Cuál es la lógica, por otra parte, de repetir siempre el mismo latiguillo, el mismo chiste del protagonista a su mujer? Imposible saberlo. Lo peor, acaso, sea que la propuesta encima es pretenciosa. Me acordaba mientras miraba esta película de un ritual que sostenía con amigos hace un tiempo donde mirábamos videos de bandas glam (las berretas, las de la década del ochenta, esas de pelos largos platinados). Entre ellos había un bajista que decía “qué desprecio por el instrumento”. Y me digo ante la película reseñada, qué desprecio por el género.
Mientras veía Catorce, gran película de Dan Sallit, no podía dejar de escuchar una canción de Travis, especialmente una frase: Why does it always rain on me? Is it because I lied when I was seventeen? (¿Por qué siempre llueve sobre mí? Será porque mentí cuando tenía diecisiete?) El verso pertenece al álbum “The Man Who” y, como la película, está atravesado por la tristeza, o por esa forma de melancolía que los buenos artistas amasan para cubrir todo el cuerpo hasta que uno se ve envuelto. ¿De dónde proviene la tristeza que derrama Catorce? Me atrevo a decir que, además de los rostros y de los movimientos de sus dos excelentes protagónicos y de dos o tres momentos concretos, fuertemente dramáticos, de cierta abstracción. Si bien hay una historia que va hacia adelante a fuerza de elipsis, una historia que versa sobre una amistad entre dos jóvenes y de cómo una hace lo posible para estar presente ante la intensidad de la otra, todos los elementos que entran en juego (el ritmo, los colores, los sonidos, las imágenes) están dispuestos para hacer efectiva una abstracción, para materializar una emoción continua, para dar forma a la tristeza, diseminada a lo largo de 94 minutos. Alguien puede llorar, otro se puede lamentar, pero no necesariamente nos conmovemos por eso. Sallitt no jode con la música, no hace falta, porque lo que prevalece más allá de esos instantes es un dejo de tristeza desparramada, como si extrajera el jugo de una fruta para esparcirlo a lo largo de la pantalla. Abstraer un sentimiento de ese modo no es nada sencillo. He aquí la clave, el corazón de la película, y una posible respuesta al efecto que me generó. Hoy, por diversos motivos, el cine como experiencia es una idea que está en crisis. Un desafío importante es captar la concentración de los espectadores. Desde siempre, la sala oscura fue el espacio de rituales y de sueños, hoy multiplicado en infinidad de pantallas y plataformas. Por cuestiones lógicas, no pude ver Catorce en las condiciones ideales, sin embargo, podría decir que la película trabaja sobre el flujo del tiempo de un modo tan eficaz que cumple con algo inherente al cine y que tanto anhelamos: la posibilidad de sustituir el devenir vital del espectador por el de los personajes, como si se nos arrebatara nuestra identidad para confundirnos en ellos. Y no se trata del tradicional mecanismo de empatía con un héroe o una heroína precisamente. Va más allá, es un lazo metafísico a través del cual nuestra vida se impregna durante una hora y media de una sensación y de un espacio/tiempo que provienen de la misma ficción. Es otra abstracción, quizá, difícil de traducir en palabras. Mara y Jo son dos amigas que se conocen desde el colegio, y por alguna extraña razón continuaron con ese vínculo después de varios años. Sus vidas se están armando. Una trabaja y estudia, la otra no puede acomodarse a las rutinas laborales y afectivas, tiene ataques de ansiedad y acude a su amiga cuando se desborda. La primera escena presenta esa demanda (que será constante) cuando Mara atiende el teléfono en medio del trabajo y acude a la casa de Jo. Es el eslabón inicial, el punto de partida, ya la parte visible del iceberg. Jo es un enigma y Mara está cuando la necesita, pero su diminuto cuerpo se va desgastando ante la intensidad de la otra. Sin embargo, por algún motivo, ella siempre está (¿será porque Jo la defendió en la secundaria ante las burlas del resto, o porque existe en ese otro una dimensión misteriosa que fascina y le da sentido a la propia existencia?). Los años pasan, los diálogos y las situaciones también. La vida de Mara se modifica, la angustia de Jo no. Y si la naturalidad nunca fue un asunto fácil en el cine con pretensiones realistas, acá funciona bárbaro. Mientras la demanda de Jo tira como una soga y “mastica y escupe” a los diversos doctores, Mara permanece, escucha, pero no logra descifrar el enigma de la locura de su amiga (¿pero acaso se entiende a sí misma?). Repartidos entre los hechos, dos planos son significativos. El primero de ellos parece condensar el carácter enigmático de la película y su propio devenir temporal. Se trata de un plano en picado sobre una estación. Su duración probablemente tenga que ver con la idea del tiempo en el cine. Los trenes siempre han estado vinculados con este arte desde que los Lumiere pusieron la cámara para filmar su llegada. Luego de unos minutos donde la mirada se sostiene imperturbable como si esperara algún acontecimiento extraordinario, la vemos a Mara. Lo importante no es lo que sigue (una escena donde visita a los padres de Jo), sino el sentido posible de ese plano fijo. La joven nunca logró disponer de su tiempo ni dejar de acudir inmediatamente a los requerimientos de su amiga. Tal vez sea el momento en que nosotros, los espectadores, debamos esperarla. ¿Un acto de justicia de Sallit? Posiblemente. El segundo es apenas revelador de un estado que jamás podrá expresarse con palabras, pero lo que se dice y lo que vemos es un acercamiento al núcleo emocional de Jo, el recorrido de una tristeza que proviene de su adolescencia, el tránsito por una cantidad de doctores que “desvían la mirada y no escuchan” más allá de medicar, y un llanto entrecortado desgarrador. Es una ola en ese mar de tristeza que se dispersa durante la película, pero pega fuerte. Como también pegará fuerte una confesión de Mara hacia el final ante su hijita. No hay exacerbación en estos momentos dramáticos, son signos estratégicos en un conjunto donde los lugares comunes (las drogas, los médicos) quedan fuera de campo. Lo que queda es el misterio de la existencia y el enigma que no puede resolverse como si se tratara de un policial, porque da cuenta de una raíz imperceptible, aferrada al propio ser: la tristeza. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant