"Con amor y furia", mucho más que un triángulo amoroso La puesta en escena de la notable realizadora francesa potencia una historia aparentemente sencilla, basada en la angustia y la indecisión amorosa de una mujer. Si el cine fuera solo cuestión de “argumento”, Con amor y furia sería una película más. Una de triángulo amoroso, con sus altas y bajas sentimentales, sus dudas y clandestinidades, sus pasiones y sus odios. Nada nuevo. Pero el cine no es cuestión de “argumento” sino de puesta en escena, y la puesta en escena pasa por los ritmos y tiempos narrativos, el modo en que se muestra cada fragmento, la elección de los planos, encuadres, transiciones de montaje. Es allí donde la película de Claire Denis --que le valió a la realizadora el Premio a la Mejor Dirección en el Festival de Berlín-- se supera a sí misma y se hace única e inimitable, donde eleva su propio “argumento” a otra cosa, mayor y más intensa que cualquier melodrama “de triángulo amoroso”. La historia de Con amor y furia –decimosexto film de la realizadora de Vendredi soir, Bella tarea y 35 rhums—comienza en un estado de plena felicidad, y eso hace suponer qué sucederá poco más tarde. Sara (Juliette Binoche) y Jean (Vincent Lindon) se aman, y ese amor es expresado en una escena en la que juegan en el mar, y continuado en varias escenas de intimidad. Aparece un tercero, François (Grégoire Colin), el hombre al que ella amó antes de conocer --por su intermedio-- a Jean, y el mundo de Sara comienza a tambalear, movido por la duda amorosa. ¿A quién ama más, con quién quiere quedarse, cómo romper con uno de los hombres a los que ama? Denis ralentiza algunas escenas, cuestión de transmitir la sensación de eternidad que embarga a los amantes, como el momento inicial de la playa, o para comunicar la intensidad de un sentimiento, como el segundo en que --el destino, la fatalidad, flor y nata de todo melodrama-- divisa a François, años después de no verlo, y siente un flechazo como el que signa el comienzo de un amor. El hecho de que Jean y François fueran amigos, y ahora socios en un emprendimiento que el segundo de ellos acaba de ofrecer complica el nudo sentimental que acaba de armársele a Sara. En la medida en que la situación se vuelve cada vez más tensa, la puesta en escena también lo hace. Los planos se hacen más cortos, comunicando el encierro que cada vez más cerca a Sara y Jean (los encuentros de Sara con François están mostrados en planos más largos) y las discusiones y peleas de la pareja se muestran en continuidad (con algunos planos secuencia y cortes tan fluidos que hacen parecer que las escenas enteras están filmadas en planos secuencia), de modo de acrecentar la angustia, la sensación de encerrona sin escape. Breves paneos de un rostro a otro apuntan al mismo fin. La música como submarina de Tindersticks agudiza el “ruido de fondo” de la pareja. Con amor y furia está contada desde el punto de vista de Sara, de modo que todo lo que sucede, toda la puesta en escena, responde a los sentimientos que ella experimenta. Ella trabaja como periodista radial, entrevistando a representantes de países de lo que antes se llamaba “Tercer Mundo”: una mujer libanesa que cuenta la calamitosa actualidad de su país, un hombre africano que hace el elogio del anticolonialismo de Frantz Fanon. El tema del colonialismo y sus secuelas no es nuevo en la obra de la realizadora, que vivió durante su infancia en África y aludió a él con la presencia de inmigrantes africanos en muchas de sus películas, abordándolo resueltamente en Bella tarea (1999) y White Material. Aunque en el presente trabaje como cazador de talentos para clubes de rugby --la sociedad propuesta por François--, en la psiquis de Jean el pasado pesa más. Fue jugador de ese deporte, no pudo seguir jugando desde el momento en que se quebró, y viene de pasar varios años en prisión por un motivo que se desconoce (no vendría mal saberlo). Dada su ausencia, Jean perdió la custodia de su hijo Marcus (Issa Perica), quien quedó al cuidado de la abuela (la veterana Bulle Ogier, quien actuó en films de Luis Buñuel, Jacques Rivette y Barbet Schroeder, entre otros). La rebeldía adolescente de Marcus, sus incertezas, encuentran como canal de expresión la larga ausencia de su padre, y la difícil relación entre ambos es una de las líneas del relato. Pero todo el peso recae sobre el extenuante trabajo de Binoche y Lindon. Ella, cargada de angustia e indecisión amorosa; él, con esos músculos siempre tensos, de una furia que en ocasiones se vuelve físicamente peligrosa.
"Aftersun": recuerdos en busca del tiempo perdido. El film de la realizadora escocesa es una inmersión sensorial en el mundo de una niña y, a través de sus ojos, de su padre. Lo primero que se ve en Aftersun, ópera prima sorprendentemente afirmada de la realizadora escocesa Charlotte Wells, es una grabación en video digital donde una pequeña filma a su padre. Son los fines de los 90, y el digital es todavía de baja calidad, por lo cual se ve borroso. La niña habla para la cámara y le pregunta al padre en qué pensaba él cuando tenía once años. El padre no contesta, reprimiendo según puede imaginarse algún recuerdo poco feliz. En esas primeras imágenes están encapsulados todos los sentidos de Aftersun, y en las que les siguen también: alguien rebobina la grabación y ésta se descompone en un montón de cuadraditos, que es lo que sucedía con aquellas primeras cámaras digitales. Esa primera secuencia establece el punto de vista desde el cual está narrada la película (el de la pequeña Sophie), el carácter borroso del recuerdo, la angustia que el padre, Calum, intenta ocultar, y alguien que rebobina. ¿Para recordar? Ganadora de un premio en Cannes y ocho más en los British Independent Awards, Aftersun es una busca del tiempo perdido en la que tal vez la crema para después del sol equivalga a la magdalena de Proust. Lo que recuerda la Sophie adulta (la adivinamos en una disco, bombardeada por las luces estroboscópicas) son las vacaciones que pasó junto a su padre en un resort de Turquía, que tal vez hayan sido los últimos días de felicidad de la infancia (en las escenas de la disco se la ve sumamente seria, quizás angustiada ella también). La relación con su padre (Paul Mescal, de la serie Normal People) es de compañeros. Se divierten juntos, bucean, se graban entre sí, toman sol, juegan pool, comparten pillerías infantiles. Es verdad que Calum a veces se niega a seguirla, como cuando ella se le anima al karaoke con una versión (desafinadísima) de “Losing My Religion”. Pero ¿quién dijo que la relación entre dos amigos tiene que ser perfecta, hasta en el último detalle? Sin embargo hay momentos en los que la alegría del padre se quiebra, como cuando no puede reprimir un llanto ahogado, o una noche en la que se dirige hacia el mar en medio de la oscuridad cerrada, tal vez un anticipo de lo que pueda suceder posteriormente (en la disco, la Sophie adulta fantasea a su padre tal como era entonces, quizá porque ésa fue la última vez que se vieron). Sophie (Francesca Corio) está en esa edad en que se es demasiado grande para algunas cosas (“esas son unas nenas”, dice de unas niñas que tal vez tengan apenas unos meses menos que ella, cuando Calum le sugiere “hacerse amiga”) y demasiado chica para otras. Volar en parapente, por ejemplo. La realizadora usa esas imágenes de los parapentes sobre el cielo del resort como impresiones sensoriales, y ese carácter contemplativo, en el que el tiempo parece entrar en suspenso, es común a muchas escenas de Aftersun. Incluso aquéllas que narran momentos aparentemente crasos, apartes silenciosos, como puede ser un viaje en ómnibus en el que Sophie se recuesta sobre el regazo de su padre. Ese tempo, teñido de melancolía, es probablemente el del recuerdo. Flota, como flotan padre e hija en la piscina del resort. Si no tuviera ese tratamiento, para el cual es crucial la música suavemente impregnada de Oliver Coates, la película escrita y dirigida por Charlotte Wells sería un simple relato de iniciación. En lugar de eso se trata de una inmersión sensorial (de nuevo la metáfora acuática) en el mundo de una niña y, a través de sus ojos, de su padre. Que en ciertas escenas Calum se entregue a su angustia, cuando Sophie no está presente, no representa una ruptura del punto de vista: nadie asegura que el padre que Sophie ve (el que reconstruye en la memoria) sea el padre “tal como es”, y no una creación subjetiva de Sophie (la Sophie niña o la Sophie adulta). Aftersun no produciría la impresión que produce de no ser por las notables actuaciones de Paul Mescal y, sobre todo, de Francesca Corio, uno de esos debuts luminosos, magnéticos, absolutamente plenos, que tienen lugar cada tanto.
"Natalia Natalia", el código de una película fallida. En la jerga policial, “Natalia Natalia” es el código para aludir a los NN, los cadáveres no identificados. Regreso al cine de Juan Bautista Stagnaro luego de más de una década de ausencia, Natalia Natalia comienza con un velatorio y termina con una ejecución. Tal vez entre ambos hechos haya más puntos de contacto de lo que parece. Tras el entierro de su ex marido, un subinspector de la policía que murió en el curso de una investigación por “un faltante de sustancias”, una maestra de escuela primaria, Silvia Monteferrante (Sofía Gala Castiglione), empieza a sentir sobre sus hombros el aliento del Comisario Mayor de Asuntos Internos, que parece demasiado interesado en el asunto. Silvia sospecha que hay gato encerrado, y hace bien en hacerlo. Más que como a la viuda de un policía, el Comisario Molinari (Tony Lestingi, con el rostro afectado por una parálisis parcial) parece tratar a Silvia como sospechosa, intentando averiguar secretos de su ex marido. Sospechosa vigilada: unos desconocidos intentan entrar a su departamento, alguien quiere robarle la cartera por la calle y Molinari pone para que la “cuide” a un subinspector a quien llaman El Griego (Diego Velázquez). Si bien es hombre al servicio de Molinari, se adivina que entre él y Natalia va a haber algo más que una relación entre vigilante y vigilada. Mientras tanto, una abogada (Valentina Bassi) asoma como la única persona de confianza para ella, ayudándola con la investigación. Natalia Natalia es una película fallida. En varios planos. Está filmada con corrección académica: al frente de los rubros técnicos hay profesionales probados. Uno de los problemas del nuevo film de Stagnaro (Casas de fuego, La furia, El séptimo arcángel) es que se trata de un policial lánguido, carente de tensión. Es como si se confiara en que “filmar el guion”, escrito también por Stagnaro, es suficiente, cuando de lo que se trata en verdad es de ponerlo en escena. Y ponerlo en escena significa imprimirle un ritmo, una tensión, una vibración que aquí están ausentes. Los problemas son múltiples y empiezan, justamente, por el guion, que tiene apenas un par de sorpresas, cuya develación la propia película parece tratar con indiferencia. Por el contrario, desde que se ve por primera vez el rostro del Comisario Molinari, su hablar sibilino y su falsa amabilidad, clara tapadera de una condición siniestra, cualquiera adivina qué es lo que está pasando aquí. Otro tanto con la relación entre Silvia y “El Griego”. Otro problema es el casting. Sofía Gala, ya se sabe, es de esas actrices que siempre hacen a su personaje creíble. Y Diego Velázquez es otro actor probado. Pero por más que “El Griego” se exprese de manera cortante, eventualmente agresiva, parece demasiado “bueno” para cargar con un procesamiento y prisión preventiva por homicidio. A propósito, ¿a quién mató, y en qué situación? Ése es apenas un detalle más de un film que falla desde la base.
"La chica nueva": de lo individual a lo colectivo. La protagonista es una joven solitaria que en un momento de su precaria vida deberá tomar una decisión difícil, de orden ético. Jimena anda en problemas. En la peluquería en la que trabajaba el dueño la sorprendió pasando la noche en el local, y la echó sin más. Desde que ocurrió “lo de su madre” no tiene dónde ir, y como no tiene dónde ir marcha a Río Grande, Tierra del Fuego, donde vive su medio hermano, a quien prácticamente no conoce. Como tampoco tiene plata se cuela en el portamaletas del ómnibus, y llega penosamente. Cuando llega se encuentra con que el hermano no es muy amable (a ella tampoco le sobra conversación), pero la deja quedarse unos días en su casa. En la isla hay una sola fuente de trabajo, en la ensambladora de celulares y televisores, y allí va a parar Jimena. Pero el trabajo en la fábrica resulta tan poco estable como el resto de las cosas de su vida, y deberá hacerse una con sus nuevas compañeras para defenderse de la explotación. La chica nueva va de lo individual a lo colectivo. Jimena (la excelente Mora Arenillas, que ya había llamado la atención en Invisible, 2017) es una chica solitaria, sin amigos ni novio o novia a la vista. Su hermano, Mariano (Rafael Federman) se corta por la propia con un contrabandeo de celulares traídos desde Chile, y cuando no le funciona termina votando en contra de un paro, porque por razones personales le conviene que la fábrica siga funcionando. La fábrica le da a Jimena un grupo de pertenencia, y también la posibilidad de una relación con una compañera (Jimena Anganuzzi), que desde que Jimena llegó la mira con intensidad. Mariano la involucra en un negocio peligroso, para saldar una deuda que tiene con unos tipos pesados, y Jimena deberá tomar una decisión que es de orden ético. El nudo de la película (que transcurre en 2017, cuando se prepara el Mundial de Rusia) son las medidas de fuerza emprendidas por los empleados de la fábrica, que ante el escalamiento de la represión por parte de la patronal (les bajan el sueldo, el gremio no tiene paritarias, despiden a mitad del personal) terminarán por tomarla. Allí, lo que hasta entonces era la historia personal bastante desgraciada de la protagonista se vuelve social y política. Son muchas las que están como ella, no es la única que padece. Opera prima de Micaela Gonzalo, La chica nueva es una película tan seca como sus protagonistas, y como el paisaje que los rodea. Los diálogos son escasos y cortantes, Jimena habla para adentro y Mariano, mordiendo las palabras. Los cortes son directos (montaje de la experimentada Valeria Racioppi). Las elipsis abundan. La narración es minimalista, dejando huecos en el relato. Un “antes” fuerte, del que se sabe poco, un “durante” que se construye mediante indicios y un “después” igualmente fuerte, que queda abierto. Aunque marcado por esa consigna que alude a la unidad de los trabajadores. Cuando la cosa se pone intensa (gendarmería, gases, tiempo contra reloj) y Jimena se ve obligada a correr y desplazarse, la cámara la sigue con travellings desde atrás, que recuerdan el estilo de los hermanos Dardenne. Hasta que para, y se une. Y al que no le gusta, se jode.
"Crónicas de un affair": amor a la francesa. convincente; el regordete y barbudo Vicente Macaigne está bastante irritante, ya que no hay una sola escena en la que no dude, hesite, vacile, tartamudee. Un poco está bien; tanto, cansa. A propósito, Chronique d’une liason passagère, tal el título original, es como una de Rohmer, pero con Diane Keaton y una caricatura de Woody Allen en el medio. En un momento dado, Charlotte y Simon deciden probar un trío. Lo ensayan y allí surge un sentimiento más fijo, más estable, que hace asomar el melodrama. Se verá como lo resuelven. Un último detalle: en tres momentos de callada emotividad (el exceso de sentimiento puede hacer tambalear la relación), la cámara hace sendos travellings hacia las nucas de los personajes, ratificando que en cine, un travelling y una nuca bastan para transmitir pura emoción.
"Zew, los mundos que se encuentran": los cuentos del inmigrante A través de su protagonista, la película narra no sólo la historia de Zew sino también la de otros migrantes, una parte fundamental de la historia argentina en el siglo XX. después. Junto a sus hermanos asisten además, encantados, a la sesión de magia final de José, que hace salir previsiblemente de su galera una bandada de mariposas animadas. En la cita inicial, José Saramago habla del peso que el emigrante lleva sobre sus espaldas. Zew sin embargo parece no cargar con ningún peso, y tal vez tampoco suceda eso con los otros inmigrantes que aparecen en la película (al menos el japonés, el ruso y el uruguayo, ya que de los egipcios no sabemos nada). A pesar de las dificultades (el campo de prisioneros, con una dirección asombrosamente “liberal”, en el que pasó dos años de pequeño; la sucesión de viajes con sus padres; la integración al nuevo país sin saber una palabra del idioma), Zew dice haber tenido “una serie de gratificaciones”. Y se le cree, basta verlo y oírlo. Hay un plano metafórico que, como toda buena metáfora cinematográfica, no se percibe como tal. Zew llega a su casa, descorre las cortinas, se acerca a mirar por la ventana y la luz entra a chorros. José, el luminoso. Con un guion estructurado con claridad (sea previo o posterior al rodaje, ambas cosas seguramente) y un montaje fluido, la realizadora Irene Kuten incluye, además de las maquetas que va armando su hija a partir de la historia de los abuelos, fragmentos de animación muy “animados”, con perdón por la redundancia. Acompañados de una banda de sonido de Federico Mizrahi que también fusiona tradiciones musicales diversas (violín, clarinete y bandoneón), esos fragmentos son lúdicos y livianos, por más que cuenten una historia que podría haber dado para rasgarse las vestiduras. Imponen sobre la película un tono de cuento infantil, acorde no solo con el momento vital que narran sino, tal vez también, con los cuentos que a Zew le gusta contar a sus nietos. Y con el propio carácter de José, que al borde de los 80 parece conservar la misma curiosidad, la misma sed de aventura, con las que puso un pie en Buenos Aires, cuando tenía solo siete años.
"Fuerza bruta": el detective bestia está de vuelta. El realizador evita cuidadosamente el "gore", tal vez para permitir que la película sea para todo público (o casi). guardaespaldas del padre, un estafador de poca monta que se volverá crucial y los policías, que son un montón. La película se presenta dividida en dos mitades, ocupada la segunda de ellas apenas por un par de secuencias, ambas de acción, que son las que rematan la trama. Una de esas secuencias, de unos quince minutos, es una persecución automovilística; la otra, que dura entre cinco y diez, el duelo final entre el “bueno” (si puede considerarse bueno al animal de Ma) y el malo, un despiadado cuchillero. Si bien está muy bien actuada --con esa naturalidad de los actores coreanos, que nunca parece que estuvieran actuando-- y dirigida con dientes apretados, las escenas más destacadas son obviamente las de acción, que son larguísimas y ocupan la mitad o más de Fuerza Bruta. Sobre todo dos, una entre un montón de gente a lo largo de un pasillo y la otra arriba de un ómnibus, con dos tipos fajándose a más no poder. Dos aspectos descollantes. El primero, bastante asombroso, es que no se disparan armas de fuego. No porque policías y secuestradores sean precisamente pacifistas, sino porque a Ma le alcanza con los puños y el físico de luchador de sumo para levantar a rivales en andas y molerlos a palos. Y los “malos” usan exclusivamente armas cortantes. De varias clases: puñales, machetes y hachas. Esto le da a The Roundup una fisicidad, una visceralidad, que se ven acentuadas por la planificación. Al desglosarse casi únicamente en planos americanos, esto permite asistir a las peleas como si fueran en vivo, con gente volando por el aire o siendo aplastada contra el parabrisas de un auto, y Ma enfrascado a pura trompada (cada una parece una bola de demolición) contra rivales que le tiran cuchilladas. Respecto a esto último cabe destacar que el realizador Lee Sang-yong evita cuidadosamente el gore, tal vez para permitir que la película sea para todo público (o casi). Últimas dos virtudes: el villano (Sukku Son) realmente mete miedo, y Ma (el coreano-estadounidense Ma Dongseok) , con ese físico que es más o menos el de Lino Ventura en versión doble ancho (y doble alto), es una fuerza de la naturaleza. Naturaleza en bruto, claro. ¿Si Ma es un policía ejemplar? Está claro que en lo más mínimo.
"El chef", la tensión de un plano secuencia. En un ejercicio que va más allá del exhibicionismo técnico, el director inglés cuenta en una sola toma una agitada noche de un restaurant de lujo. Lo primero que hay que decir es que, como El arca rusa, Birdman o 1914, El chef (Boiling Point, en el original) está narrada en un único plano sin cortes, aprovechando las posibilidades que brinda la steadycam de moverse de un lado a otro con ligereza, reflejos y manteniendo un encuadre “steady”. Esto es, estable. Como en el caso de toda proeza técnica, ante el alarde de estilo que representa filmar una película entera en un solo plano, conviene hacerse tres preguntas interconectadas: si ese recurso es necesario o incluso óptimo para narrar lo que se quiere narrar; cómo está usado y para qué fines. La utilidad del plano secuencia -tantas veces usado al pepe por tantos cineastas jóvenes, dados al exhibicionismo técnico- es que, al permitir una continuidad temporal y espacial, posibilita también una continuidad dramática y narrativa, generalmente con un efecto de intensificación. Eso, intensidad, es lo que logra este film de origen escocés, a partir de una situación aparentemente ñoña, como lo es una hora y media de trabajo en un restorán de calidad. Andy Jones (Stephen Graham, en una actuación que lo debe haber dejado tan estresado como el personaje) está ya en problemas en el ¿primer plano? ¿primer encuadre? Está llegando tarde a su trabajo como jefe de cocina y debe pedirle a su ex, por teléfono, que lo disculpe ante el hijo, porque no va a poder verlo esa noche. De allí en más, el dispositivo dramático del film coescrito y dirigido por Philip Barantini es el de sumar pequeños detalles para generar una tensión creciente. Un inspector oficial parece desaprobar cada pequeño detalle de higiene de parte del personal, la segunda jefa de cocina (Vinette Robinson, perfecta) debe poner la cara ante la ausencia del jefe, el otro cocinero da la impresión de querer pelearse con todo el mundo, uno de los que lavan los platos no llega, no queda carne de ternera, la segunda jefa de cocina y la maître tienen una pelea como de 5 minutos, en una mesa tres tipos hacen reclamos haciendo sentir su condición de influencers, en otra mesa un turista yanqui se muestra racista y verbalmente violento con una camarera negra y principiante, una clienta sufre una crisis de alergia y para peor se cae por allí el mejor enemigo de Andy (Jason Flemyng, excelente), quien, como al descuido, lo hace en compañía de la crítica gastronómica más temida. Y todo en la noche más concurrida del año. Hay una prueba simple y rotunda de que el desafío técnico (y actoral) no es decorativo sino funcional. Si uno se deja llevar por la acción se olvida de que antes de la toma final la película de Barantini debe tener detrás montones de ensayos, pruebas, intentos fallidos y refilmaciones. También funciona dramáticamente, ya que la tensión se siente, y el punto de vista (centrado en el protagonista, pero dividido también entre todos los miembros de su equipo) está impecablemente manejado. El efecto logrado es de inmersión en esta progresiva crisis de nervios, que termina de modo bastante extremo (o demasiado extremo, según como se lo interprete). Y si la tensión parece tener un motivo nimio (salvo a los dueños de restorán, quién más puede angustiarse con una situación crítica en un restorán), el sentido se universaliza cuando el espectador comprende que, trabaje de lo que trabaje, también él está sometido a la sobreexigencia meritocrática laboral, cuando todo lo que se hace debe ser despiadadamente clase triple A.
"La conferencia": cuando la impasibilidad multiplica el horror. El film funciona como un documental de observación que pone el foco en la Conferencia de Wannsee, realizada por la burocracia nazi para “resolver” el “problema judío”. El 20 de enero de 1942, altos jerarcas alemanes celebraron la conferencia de Wannsee, donde se le dio forma a la llamada “solución final”, implementada para “resolver” el “problema judío”. A las varias películas sobre el tema se suma ahora ésta, que inauguró la reciente edición argentina del Festival de Cine Alemán, y que tiene la peculiaridad de estar narrada como un documental de observación. A lo largo de casi dos horas y sabiendo que la impasibilidad multiplica el horror, el film dirigido por Matti Geschonneck se limita a observar las discusiones presididas por Reinhard Heidrich, jefe de la Oficina de Seguridad del Reich, sin agregar nada que no sea la transcripción de los protocolos de la reunión, que los obsesivos nazis registraron letra por letra y legaron a la posteridad, confiados seguramente en que el Imperio duraría mil años. En La conferencia hay algún “nombre estelar” (el de Heydrich, el de Eichmann), pero no rostros reconocibles cinematográficamente. Tampoco hay personajes ni psicologías. Se podría decir que los auténticos protagonistas del film de Matti Geschonneck son los debates, las distintas posturas, las discusiones (que van de lo más práctico a lo presuntamente “moral”), y ése es su gran acierto, ya que esa es no solo la verdad histórica irrefutable (habría que ver qué piensan los negacionistas de esto), sino la prueba, con números, cálculos, costos, argumentos y desarrollo, de la monstruosidad nazi, que llevaría al inminente exterminio. A propósito, La conferencia confirma lo que ya se sabía: Eichmann no representó la banalidad del mal, el oscuro funcionario que le dijo que sí a las órdenes de sus superiores, sino uno de los cerebros de la Shoah, desde su puesto como encargado del transporte de los trenes que trasladaron a seis millones de judíos a Auschwitz, Treblinka y Sobibor, entre otros campos de exterminio. La conferencia de Wannsee fue una exposición perfecta de lo que se sostuvo más de una vez: la lógica, llevada al extremo, deviene en la locura. Aquí todo es lógico y, por ende monstruoso. Los secretarios de Estado del Ministerio de Asuntos Exteriores, del Interior, de Justicia y el de Propaganda, entre otros asistentes (catorce en total), discuten sobre todo, con el mayor de los respetos, y tienen posiciones encontradas con respecto a lo que hay que hacer. En lo que todos coinciden es en lo que hay que hacer: eliminar a los judíos de la faz de la tierra. Es como intentar dibujar un triángulo perfecto sobre una base de excrementos. Se analizan los costos del exterminio (“para eliminar a 11 millones de judíos sería necesario producir 11 millones de balas”, “se tardaría 9300 horas en el traslado”), el método más eficaz (“el Zyklon-B se mostró eficaz para el control de plagas” “control de plagas, qué interesante”), el modo de “confiscar” los bienes de los deportados o si es preferible esclavizarlos o matarlos. Todo en un castillo con varios siglos de vida, con la mayor educación y bebiendo buenos licores tras llegar a un acuerdo de caballeros.
"El brindis": el arrepentimiento llega tarde. ¿Comedia de redención? Si es así, el espectador se entera demasiado tarde. Antes de hacerlo (la redención tiene lugar, como es lógico, en el desenlace), el protagonista de El brindis se ha comportado con quienes lo rodean poco menos que como un cerdo. Básicamente con su familia, con la que parece atrapado en una (es)cena que se extiende del comienzo al fin, como una pesadilla. Lo sería, y esto daría interés a El brindis, si la película estuviera jugada más claramente en el terreno de la comedia negra. Cosa que no es. Quiere ser graciosa pero es difícil reírse -como hace el protagonista- con chistes que dejan mal parados a los demás. Como además de eso y por una cuestión estructural -que pronto se verá- El brindis reclama la complicidad del espectador, éste se resiste a darla. Hasta que nos enteramos de que la película estaba de acuerdo con nosotros: Adrien era, nomás, un cerdo, que ahora se arrepiente de haberlo sido. El arrepentimiento llega tarde. Todo es cuestión de punto de vista, y es en eso en lo que el film del prolífico Laurent Tirard falla básicamente. La película está narrada en primerísima persona, con un protagonista que no sólo piensa, cavila, especula y fantasea en voz alta, sino que además echa mano del recurso que la comediante británica Phoebe Waller-Bridge convirtió en palanca narrativa de su excelente serie cómica Fleabag: hablarle directamente al espectador. Que allí funcionaba, porque la protagonista se portaba mal, pero compartía sus maldades, las hacía conscientes. En El brindis, Adrien (Benjamin Lavernhe, cero carisma) desprecia al prójimo a mansalva, sobre todo a los miembros de su familia-pesadilla, a los que con sus comentarios a cámara hace quedar, como diría Adrián Dárgelos, como un tropel de… bueno, un tropel. Pero como no hay asunción de la maldad, se supone que debemos compartir con él que su madre es boba, que su padre se parece a una rata de laboratorio, que su hermana es odiosa y su cuñado un pesado. Nos negamos a hacerlo. Hay un personaje a quien Adrien quiere: su novia Sonia (Sara Giraudeau), que acaba de dejarlo, harta de él. Adrien cuenta los días, las horas y los minutos que lleva sin ella, y revisa insistentemente su celular, pero Sonia no se hace presente en el chat. Adrien tiene un bello recuerdo, el único momento de buena onda de la película. Es cuando se conocieron con Sonia y la cosa funcionó, desde un primer momento, a las mil maravillas. Pero por lo visto en algún punto él la hartó y ella se fue. Nosotros también estamos hartos de que Adrien se burle, desprecie y basuree repetidamente a los asistentes al casamiento de su hermana (todo gira alrededor del discurso que le han pedido que dé para la ocasión y que fantasea una y otra vez; de ahí el título original, Le discours). Estamos hartos de Adrien pero, a diferencia de Sonia, no podemos irnos.