Woody Allen confesional en buen film Este magnífico documental de Robert B. Weide es la condensación cinematográfica de un trabajo más extenso que se emitió el año pasado en la PBS (televisión pública) de los EE.UU., en dos partes que totalizaban algo más de tres horas y cuarto de duración (y que ocasionalmente se ve por HBO). La síntesis recoge lo medular de aquella producción, o lo que es más interesante para el seguidor de Woody Allen (en la versión integral había más fragmentos de sus películas, por caso). Es bien sabido que Allen, por su propio temperamento y su escaso entusiasmo para exteriorizar su vida privada, no es una figura a quien sea fácil acercarse. Entre sus varios biógrafos, sólo Eric Lax ha logrado entrevistarlo a fondo (y publicado más de un libro). En el cine, anteriormente sólo Barbara Kopple estrenó una película integral y con entrevistas ("Wild Man Blues"), aunque demasiado circunscripta a las presentaciones con su banda de jazz. Weide, quizá sin la intimidad que lograba en sus libros Lax, obtiene sin embargo algunas imágenes y situaciones poco frecuentes de ver, por ejemplo, una visita de Allen a su casa natal en Brooklyn, la misma que imaginó el espectador a través de tantas películas suyas (en especial, "Días de radio"). En el Woody Allen confesional hay un siempre un aspecto que aquí vuelve a ponerse de manifiesto, y que lo diferencia de tantas otros biografiados notorios: su transparencia. Al director de "Manhattan" se le cree todo lo que dice. Nunca está en "pose", nunca parece buscar una frase o para vender imagen o masajear el ego: todo el ingenio, el "wit" que trasuntan sus elaborados guiones, en sus testimonios a cámara no aparecen. Allen razona con el entrevistador, se despega de la imagen del neurótico que construyó a lo largo del tiempo en su "persona cinematográfica". "Si yo fuera realmente un neurótico no podría trabajar con el ritmo con el que trabajo. ¿Cree usted que me sería posible hacer una película por año?" El film da cuenta de su personal manera de crear y trabajar: su vieja máquina de escribir, que jamás (dice) reemplazará por una computadora, funciona a la vez como cábala (en ella redactó sus monólogos como cómico stand-up y sus primeros trabajos para el cine) y como herramienta de inspiración: el cortar y pegar (agrega) es hacerlo con tijera y goma adhesiva. Habla de sus actores (allí no sabremos hasta dónde se atreve a alcanza su transparencia, aunque seguro que lo está en lo que sí dice), de su familia y obviamente de sus padres (confesiones que, no por conocidas por el seguidor, dejan de ser divertidas y hasta emotivas de volver a oír), de los puntos de quiebre en su carrera, del conflicto que tuvo para abandonar el humor y haberse atrevido al drama. También algunos de sus actores, y directores colegas como Martin Scorsese, se refieren a él. Un documental, en definitiva, atractivo tanto para el neófito como para el conocedor de su biografía.
El Llanero vuelve con gozosas exageraciones Nacido en la radio, sucesivamente expandido a la historieta, la TV y el cine, el Llanero Solitario siempre vuelve. Asi tenemos otra vez la vieja historia del joven y su hermano víctimas de un sanguinario, la salvación gracias a un indio, y la transformación en héroe enmascarado. Pero con pequeñas variantes. Por empezar, quien cuenta toda la historia es el indio, que, ya viejo, exhibido en un diorama como noble salvaje del pasado, aprovecha para describirse más inteligente que el Llanero. Hasta el caballo es más inteligente, al menos hasta que el otro se decide a cambiar. Y acá viene otra diferencia. En sus versiones clásicas, el héroe desarmaba al facineroso, lo arrestaba en procedimiento impecable y lo entregaba para ser legalmente juzgado y condenado. Acá nuestro héroe, de a poco, sin matar directamente a nadie, se hace más expeditivo en eso de aplicar la justicia. Sobre todo porque no hay ningún juez, el poder lo tiene un absoluto crápula, y él debe enfrentar no solo a los marginales, sino también al tipo que simboliza el orden y progreso de la región. Nada nuevo en el western, pero sí en el Llanero. El resto son novedades formales, gozosas exageraciones argumentales y digitales (Industrial Light & Magic a la cabeza), varios hilos sueltos y eso que esto dura mucho más de lo necesario, música de Hans Zimmer ampliamente superada en emoción cuando al fin suena la Obertura de "Guillermo Tell" (grande, Rossini, aunque el arreglo sea reiterativo), un lindo caballo blanco que se luce poco (en verdad son cuatro de Bobby Lovgren, el entrenador de "Caballo de guerra"), admirables paisajes naturales de los Monument Valley, el Cañón de Chelly, Angel Fire y otros territorios hoy administrados por los navajos (si bien esta historia nos presenta comanches, y los términos winnigo y kemosabi son algonquinos, como que el cuento nació en Detroit), y, lo principal, un personaje estrambótico más para la galería de Johnny Depp. Al respecto, el indio se llama Tonto, que en potawatomi significa Solitario, pero en el mercado hispanohablante se lo rebautizó Toro. Eso venía bien en las películas y series con Clayton Moore y Jay Silverheels, porque éste era un señor boxeador de origen mohawk. Pero es ridículo decirle Toro al escuálido de Johnny Depp. No importa, el modelo para su caracterización es todavía peor: un lienzo de Kirby Sattler con un flaco pintado que parece el bailarin Kazuo Ono con pajaritos en la cabeza. Ultimo detalle: dos de los tres guionistas vienen de "Piratas del Caribe". El director es el mismo, y también la produce en sociedad con Depp, que además hace trabajar a su mujer (que hace otro personaje estrambótico). Hay un caballo cervecero, conejos carnívoros, pero el bicho principal de todo esto es una vaca. Estos tipos tienen la vaca atada.