En El Precio de un hombre, Vincent Lindon vuelve a protagonizar una película de Stéphane Brizé (Algunas horas en primavera). Thierry (Lindon) tiene ya 50 años y hace largos meses que está sin trabajo. En su casa, tiene que mantener una familia compuesta por su mujer y un hijo con una discapacidad mental. Entre ideas de préstamos, hipotecas y venta de cierta casa de veraneo a la cual se sienten apegados, busca trabajo a través de cursos que no lo llevan a ningún lado, y fallidas entrevistas de trabajo, en persona o a través de Skype. Cuando por fin encuentra un trabajo con el que se lleva bien, empiezan a salir a flote otras cuestiones, otros dilemas. Brizé entrega así un drama con fuerte contenido social, al que cierta lentitud en su relato no hace más que acrecentar la sensación de incomodidad que logra provocar. Se toma su tiempo para contar lo que plantea, por momentos es casi un cine de observación, y esto ayuda a magnificar la sensación de aislamiento que muchas veces siente su protagonista, un Vincent Lindon siempre notable (que ganó como Mejor Actor en el último Festival de Cannes). Lindon carga toda la película, se entrega por completo a su personaje, y sale más que airoso. Más allá de la falta de ritmo del film y el abuso que a veces hace con su personaje que no parece tener algo a su favor, el film es crítico pero a la vez no puede evitar caer en una resolución efectista.
Llega la versión cinematográfica y en 3d de los personajes creados por Charles M. Schulz dirigida por Steve Martino. Hace 65 años se publicaba la primera tira cómica de Peanuts. A lo largo de estos años, la serie acumuló fanáticos y se convirtió en algo popular para varias generaciones. La principal virtud de esta película es la de conformar al público más fiel, ya que mantiene su espíritu original, entre tierno y naif, y a la vez a aquel que recién se introduce en este mundo (aunque difícilmente haya alguien que no conozca aunque sea un poco a estos personajes). Así, la historia a contar es simple: la del nuevo año escolar para Charlie Brown, un niño introvertido y un poco torpe, que se enamora de la niña nueva, una niña pelirroja por la que querrá hacer diferentes cosas como aprender a bailar o leer todo “War and peace” de Tolstoi en un fin de semana para sorprenderla con un sobresaliente trabajo escolar. En el medio, su perro Snoopy escribe y vive aventuras increíbles. En el medio, otros personajes (siempre niños, los adultos aparecen fuera de plano y sus voces no son más que sonidos graves) terminan de aportarle color a una historia sin pretensiones y con mucho corazón. El resultado así es una película bien lograda, con nuevas técnicas de animación que no destruyen la imagen original de estos personajes animados, simplemente le agrega dimensión, con una historia sencilla pero efectiva y un humor que funciona en su tono más bien naif y tierno. Snoopy es una película que probablemente encuentre al espectador ideal en cualquiera de los siguientes grupos: el más infantil, y el adulto nostálgico.
“Comer no es sólo comer. Alrededor de una mesa se abre el apetito, pero también el alma”. La película de Jorge Coira decide contar, intercalar, seis historias divididas en tres momentos: los tres momentos que ocupan cada una de las más importantes comidas del día (falta la merienda, que justo es la más importante en Mi vida). Amor, música, lazos familiares, miedos, decepciones, dudas, ilusiones, todo gira alrededor de estas mesas que reúnen a personas. Al principio los personajes aparecen, las tramas empiezan a asomar, y parecería no haber demasiada relación entre ellas. Así como el film se divide en estos tres momentos rutinarios, es que las historias que se cuentan son pequeñas, sencillas, suceden en poco tiempo, y son como las comidas, momentos de la vida. Entre las diferentes historias y personajes, se destacan quizás dos, o al menos dos me han llamado más que el resto, aunque cada una tiene su pequeño encanto. Una es la de una mujer, casada, con un hijo pequeño, que decide llamar a un antiguo amigo, que en realidad es un amor con quien nunca llegó a pasar nada pero últimamente reapareció en sueños. La otra, la de una pareja de dos muchachos que no terminan de enfrentar lo que son, que no terminan de aceptarse ellos mismos por lo que no esperan que el afuera los acepte como son. Cada uno de los actores sabe lo que hace e impregna a sus personajes de las cualidades que los hacen únicos pero a la vez tan fácilmente identificables. Pero además de un muy interesante juego de guión, que sabe en qué momento detenerse en cada trama y cuando pasar de una a otra, hay una puesta de cámara que a menudo se enfoca en detalles de un modo muy bello. Y uno de los detalles que se repite en el último tramo es el de los abrazos, los personajes se abrazan aunque no siempre el “desenlace” entre ellos sea el más feliz. Sin dudas, 18 comidas es una película más que disfrutable, hecha con mucho corazón, y con la que uno no podrá evitar sentirse tocado. Es como una de esas comidas, esos platos a simple vista sencillos, caseros, que no requieren una elaboración demasiado compleja, que no necesitan demostrar lo gourmet que son, pero que luego dejan la panza llena y en este caso más que nunca, el corazón contento.
La vida de Jacobo Kaplan parecía estar destinada a la grandeza, a un destino excepcional, a inspirar. O al menos eso creía. “Eres muy especial. Ahora ve y demuéstralo”, le dijeron de pequeño. Pero si hay algo que difícilmente resulte del modo en que uno espera, eso es la vida. Y la de Kaplan se torna muy distinta. Ahora ya es un hombre mayor, de más de 80 y no puede evitar hacerse preguntas. ¿Qué hice de memorable? ¿Es el mundo mejor gracias a mí? ¿Cuán útil fue mi existencia? Y las respuestas que encuentra no le son de su agrado. Kaplan no busca a su edad redimirse de una vida aparentemente inútil hasta que se encuentra, o eso cree, con un propósito en su vida. Un viejo nazi que es asiduo de una playa cercana. De repente este personaje comienza a obsesionarlo hasta el punto de decidir que va a ser él mismo quien lo capture y lo lleve a Israel para el juicio que se merece. La película uruguaya que su país decidió enviar a los Oscars es muchas películas en una. O mejor dicho, a eso aspira. Es así que lo que empieza como una comedia dramática sobre la vejez y lo que esto arrastra, se convierte luego en un retrato sobre la amistad, junto a un joven aparentemente fracasado cuyo mayor virtud y defecto es su lealtad (y casi el único que le sigue el juego cuando la familia comienza a aceptar antes que él mismo las cosas que el paso del tiempo van cambiando en uno), en el que rápidamente se cuela una investigación policial, para derivar luego en un drama con contenido más político y abandonando cada vez más ese humor que hacía que su primera mitad resultara entrañable. El film recuerda bastante por momentos a “Remember” de Atom Egoyan, especialmente cuando éste se va tornando más oscuro (allí Christopher Plummer, en medio de un alzheimer que lo hace olvidarse de las cosas cada vez que se duerme, emprende la caza de un nazi que asesinó a su familia). “Lo que no puedo entender es que alguien aún quiera vengarse”. Ese “aún” tiene que ver con lo que sobrevuela en el film constantemente: la vejez. Con ésta, la pérdida de facultades, desde la vista hasta en algún momento la cabeza. ¿Cuánto de la historia que hay en su cabeza es verídica y cuánta paranoia producto de su senilidad? Es en esa segunda mitad de la película en la que el film toma tintes más serios cuando comienza a decaer. “No se puede escapar del pasado”, nos subrayan y ése mismo lema podría aplicarse a la película de Egoyan anteriormente mencionada. Al final descubriremos si era ése el propósito de la vida de Kaplan, pero la revelación más importante es la de que al final de nuestras vidas, sólo nos queda reír. Bien realizada y haciendo que Uruguay se resalte en una industria en la que a veces pasa desapercibida, no sorprende con su temática que haya sido ésta la película elegida para la posibilidad de competir en los Oscars. No obstante, más allá de las buenas intenciones, el film se pierde cuando más oscarizable se pone y deja de lado esa película chiquita pero honesta que al principio promete ser. No por eso deja de ser una propuesta interesante.
Koan se estrena hoy y es la ópera prima dirigida por Osvaldo Ponce y Karina Kracoff. Lao y Olkar son iguales en apariencia. Pero no son hermanos ni tienen relación familiar alguna. Uno es un sanador que vive en la Patagonia. Olkar es un fotógrafo de extensa carrera que vive en Buenos Aires. La aparición de una mujer con una enfermedad de nacimiento a la que no puede curar y el encuentro entre dos desconocidos idénticos dan vida a un relato extraño, que juega mucho con lo onírico y lo mágico, poético y sutil. Un Koan es un problema que el maestro plantea al alumno para comprobar sus progresos, algo que a veces puede parece absurdo, banal, ilógico pero permite al alumno desligarse del pensamiento racional, de preconceptos, de prejuicios. Y con la película pasa lo mismo. Los realizadores invitan a disfrutar de una experiencia más sensorial que lógica. La historia de un sanador que por primera vez falla como tal es una excusa para adentrarse en diferentes terrenos. La figura del doble, claro, también está presente, y de esa unión surgirá una idea para lograr lo ¿imposible? Claudio Giovannoni, como el sanador y el fotógrafo, entrega un protagónico correcto al igual que el resto del elenco. La fotografía, con bellos paisajes como marcos, y la música, que le imprime más psicodelia al relato, son dos atractivos plus. Su punto más bajo es quizás el nivel narrativo, especialmente en la primera parte de un film que dura apenas poco más de una hora, donde los ritmos lentos no nos ayudan a ver hacia dónde quiere ir. Y su punto más alto el final a toda música, más allá de una resolución subrayada innecesariamente. Koan es un film extraño, hipnótico, potente y luminoso. Se nota lo experimental, pero es un ejercicio visual valiente.
Un enemigo formidable, segundo documental del director Lucas Marcheggiano. Lo cierto, es que la película de Marcheggiano durante gran parte de su metraje no parece un documental, quizás porque como dice el personaje de Ben Stiller en Mientras somos jóvenes: “Si todos filman todo, ¿qué sigue siendo un documental?”. “Un documental es sobre alguien más. La ficción es sobre mí”, cita de Jean Luc Godard que ese mismo personaje hace en la película, y entonces se pregunta, ¿puede un documental ser personal? En este documental que parece ficción, decidiendo simplemente seguir a su personaje principal, Marcheggiano retrata el día a día de un fumigador, un controlador de plagas, disponible las veinticuatro horas del día para sus clientes o potenciales clientes. No importa que estén en medio de una cena junto a su hija. A Carlos Borghi, el protagonista, se lo presenta de manera particular, porque en realidad él es muy peculiar. Justamente en medio de esa cena suena el teléfono y recibe un llamado que decide atender y luego acudir. Si lo necesitan, allí estará, como si fuera un superhéroe o algo por el estilo. En medio de la noche llega al lugar en cuestión y de a poco descubrimos que sus enemigas son unas ratas. Borghi se toma en serio su trabajo. Es minucioso y cuidadoso. Es contenedor con sus clientes, quienes no están acostumbrados a esas presencias que para él son cosas de todos los días. Y cada día está decidido a seguir aprendiendo sobre su profesión. Un enemigo formidable es una película chiquita que bien podría haber sido la nada misma pero su originalidad en el tono, que vacila entre comedia e intento de film noir brinda un resultado fresco y novedoso
Contrasangre, el segundo largometraje de Nacho Garassino es uno de los estrenos del día. El género noir está atravesado por diversas variantes. Pero si hay un elemento que pocas veces falta, es el de la Femme Fatale. En este policial dirigido por Nacho Garassino –El túnel de los huesos– el melodrama le gana a la acción, aunque el peso recae sobre la composición de personajes, y los personajes secundarios que complementan el triángulo amoroso. Hay mujeres por las que vale la pena perder la cabeza. Esto es lo que les sucede a Daniel y Julio cuando arriesgan su vida por Analía. El primero es un ex policía, devenido en guardia de seguridad. Su vida es monótona, en la agencia para la que trabaja le piden que se retire, y los horarios de trabajo no le permiten compartir tiempo con su novia. Julio, en cambio, acaba de salir de prisión y vive obsesionado con Analía, quién no le contesta los mensajes. Situaciones fortuitas, introducen a Daniel en la vida de Analía, una mujer que vive en un estado de confinación y pánico desde que fue violada. Los hombres son capaces de cualquier cosa por el amor de una mujer, reza la maldición de los policiales negros y esta no es la excepción. Garassino se aleja del género de suspenso, pero no de sus personajes malditos y el universo marginal en el que se rodean. La tensión se genera a partir de la poca información que brinda el personaje de Analía –introspectiva y sensual Emilia Attias- y por cierto misterio que rodea a Julio –buena composición de Esteban Meloni- pero sin dudas, es el mundo de los policías corruptos, malditos por donde se mueve Daniel que desatan el gran atractivo de Contrasangre que lo diferencia de cualquiera que se haya filmado en los años 50, donde el mundo de la ley representaba los valores morales y la justicia. En la austeridad de Juan Palomino, interpretando a Daniel, se encuentra la clave de un personaje con matices, hosco, pero honesto, de buenas intenciones, que no puede sacarse la mala fortuna de encima. La fotografía y la música, jazz y blues, la alejan del típico thriller costumbrista porteño. Si bien el barrio está presente, la ciudad toma un lugar alejado. Garassino decide concentrarse en las relaciones entre los personajes, la soledad que atraviesa cada uno, y cierta paranoia. Aunque en los últimos minutos se terminan sobrexplicando algunos puntos que van quedando sueltos en Contrasangre y se apura un poco a la narración, se trata de un cuento sólido, un noir clásico sin pretensiones, con notables climas, apoyado por muy buenas interpretaciones –se destacan los secundarios que componen Luciano Cazaux, Sergio Boris, Daniel Valenzuela y Germán De Silva- y un excelente retrato de personajes, típicos del género, que bien podrían ser parte de una novela gráfica de Frank Miller.
Ali (Forest Whitaker) y Brian (Orlando Bloom) son dos policías que viven en una Sudáfrica post apartheid. De personalidades distintas, de todos modos pocas cosas los diferencian además de su color de piel. Las vidas de estos dos hombres, uno más calmo, el otro más descontrolado, son a simple vista un desastre, marcadas por la soledad. La película del director francés Jérôme Salle es un relato oscuro y violento en forma de policial. La trama comienza con la aparición de una joven (blanca) asesinada de manera violenta. A partir de acá comienza una investigación en la que ambos policías trabajarán en conjuntos y derivará en algo más turbio, un negocio con drogas de diseño. A medida que la trama avanza y se va tornando más oscura, las vidas de ambos también caerán cada vez más en esos tonos. En la imposibilidad de sentar cabeza o de dejarse querer. De repente este caso comienza a transformar sus vidas y se ven obligados a hacer frente a sus demonios internos, alcoholismos, problemas de relación, infidelidades o rencores y reproches familiares. El film transita cada una de estas tramas y subtramas de manera lineal en un territorio poco amigable convirtiendo a Sudáfrica en un personaje más. Adaptación de la novela de Caryl Ferey, Salle dirige un film con un guión bien desarrollado e inteligente que va develando capas de manera gradual. Las actuaciones principales sobre todo están muy bien, sorprendiendo un Orlando Bloom muy alejado a la imagen que supo crear tras unos años un poco olvidado en el cine (más allá de alguna participación, como el retorno de su Legolas para la trilogía de "El Hobbit"), mostrando una faceta mucho más madura de su carrera. Una película oscura, bien realizada y contada, pero dura, con escenas violentas que más allá de no ser gratuitas en este relato sí resultan fuertes.
El cine argentino cada vez se anima más al cine de género y en la segunda película de Santiago Fernández Calvete se apuesta al thriller policial con Testigo íntimo. Dos hermanos, cada uno con una pareja formada. Uno, Facundo, interpretado por Felipe Colombo, un abogado joven, aparentemente exitoso pero a quienes ya no siempre quieren contratar, además trabaja para su suegra, interpretada de manera correcta por Graciela Alfano (en un papel que tampoco exige demasiado). El otro, Rafa, Leonardo Saggese, lleva una vida menos seria y es boxeador. Facundo no puede evitar tener un affaire con Violeta (Guadalupe Docampo, rostro cada vez más presente en el cine de género independiente nacional) y poco después de que, a escondidas, Rafa lo descubre, ella aparece muerta. A partir de ese momento se genera la tensión entre dos hermanos que parecen confiar en el otro y querer ayudarse, pero las cosas se van tornando cada vez más oscura a la vez que ciertos secretos van saliendo a la luz. Testigo íntimo salta entre líneas temporales para presentar la historia de manera fragmentada y hay un monólogo (protagonizado por Gustavo Pardi) de un personaje que a la larga parece no tener relación con el resto, y sólo sirve para subrayar ideas: “(La tecnología) nos hizo perder lo más valioso que teníamos: los secretos”, entre otras reflexiones. a película va desarrollando y develando diferentes aspectos de la trama a su ritmo, a su antojo también, y en general no es para nada predecible (la vuelta de tuerca del final siempre es esperable). En la resolución quizás algunas cosas se sienten apresuradas. A la larga, Testigo Íntimo es un thriller bien realizado y actuado. Le sobran las ideas subrayadas y reiteradas puestas en el monólogo de este personaje que declara sin tener otra relación con el resto de la trama.
Lisa y Dib (María Canale y Alberto Rojas Apel) son una joven pareja que acaban de mudarse juntos a un pequeño y humilde apartamento. Ella, locutora, aparentemente exitosa (acaba de ganarse un premio pero luego la vemos en su trabajo y parece ser un programa de mala muerte que ni siquiera sale en vivo). Él, toca la batería pero hace tiempo que no ensaya y se la pasa en la casa. Si bien son una pareja más que consolidada, ciertos factores externos van a interrumpir con su tranquilidad. Por un lado, ella adquiere una línea telefónica pero le frustra que nadie la llame, es más, se la pasan preguntando por una tal María Eugenia, lo que hace que de a poco vaya obsesionándose con este personaje. Por el otro, un perro que ladra o una nena que juega al karaoke sacan de quicio a Dib, quien no puede evitar ponerse violento verbalmente, especialmente con sus vecinos con los que tiene cada vez menos tolerancia. La película dirigida por Gladys Lizarazu bucea por diferentes aspectos de la vida cotidiana, el amor y otros temas, como su título indica, ya sea las relaciones entre madre e hija especialmente después de que una se fuera de casa, el hogar como metáfora de la pareja, que de a poco comienza a quebrarse, o las diferentes formas que cada uno tiene de afrontar un duelo. Por momentos divertida y entrañable, por otros, caótica y un poco exasperante. Si bien el film comienza a tomar rumbos que después termina abandonando (como esa obsesión que la protagonista genera con el enigmático personaje de María Eugenia), lo que nunca deja de lado es su idea de la importancia que el entorno toma en la vida de cualquier persona. Un poco despareja, con decisiones que se perciben un poco forzadas, no deja de ser un retrato interesante sobre las relaciones. No está a la altura de otras películas argentinas a las que por ahí recuerda un poco, como “Aire libre” y “El incendio”, pero es correcta y menos pesimista más allá de la naturalidad cruda con la que retrata diferentes momentos de la vida cotidiana.