"Una femmina, el código de silencio": reformular el código mafioso La consagratoria labor de la debutante Lina Siciliano es solo una de las muchas virtudes del film, que pone el foco en la 'Ndrangheta calabresa desde el punto de vista de una mujer que decide romper con todo. Quién sabe si será por afinidad genérica, por familiaridad o por cercanía cultural que las películas ambientadas en el mundo de la mafia tienen mucho de operístico. Una grandilocuencia trágica y ampulosa que tiene su centro en una desmesura que es al mismo tiempo emotiva, violenta y barroca, características muy arraigadas en la sociedad italiana y en su cultura popular. Dicho perfil está presente en la saga El padrino, de Francis Ford Coppola, máxima referencia dentro del género, y es también lo que define a Una feminna, el código de silencio, impresionante debut en la ficción del calabrés Francesco Costabile, cineasta cuya experiencia previa se vincula sobre todo al registro documental. Como ocurre con las organizaciones mafiosas, Una femmina gira en torno de una estructura familiar cuyo drama, al igual que en El padrino, toma como eje al miembro más joven de ese núcleo. Con la notable diferencia de que acá se trata de una mujer, figuras que en este tipo de relatos, con excepciones, suelen ocupar roles más bien laterales. Los mismos pueden agruparse en tres grandes grupos: el sostén emotivo del hombre desde los roles de esposa o de madre; la complicidad silenciosa, que tanto puede ser voluntaria como forzada; o la víctima inocente de los intereses y costumbres de estas organizaciones. Se puede decir que Rosa, la protagonista de Una feminna, ocupa un lugar ambiguo dentro del linaje de las mujeres en las historias de mafia. Porque por un lado en ella se cumplen al menos dos de las características recién mencionadas. Pero al mismo tiempo presenta un arquetipo que si bien no es nuevo, al menos se lo puede calificar como infrecuente. El mismo funciona a la perfección no solo desde lo dramático, sino también como una expresión propia de estos tiempos, en busca de abolir los límites que hasta acá ceñían (y en la mayoría de los casos todavía ciñen) a lo femenino. Rosa es la sobrina de Salvatore, líder de un clan familiar vinculado a la ’Ndrangheta, organización criminal propia de la región de Calabria que desde los años ’90 se ha convertido en la más poderosa de Italia. A diferencia de la Cosa Nostra siciliana, cuyos negocios estaban vinculados al comercio y la prostitución, o a la Camorra napolitana, históricamente ligada el contrabando, la mafia calabresa se ha hecho fuerte gracias al tráfico de cocaína. Como se revela en la secuencia que abre la película, Rosa arrastra un trauma vinculado a la muerte de su madre que se manifiesta a través de pesadillas recurrentes. Como suele ocurrir con tantos héroes y heroínas, será sobre esa herida que la protagonista construirá su propio destino. Porque como en toda buena tragedia, lo que define a Rosa es el dolor. Un sufrimiento que en este caso alimentará de forma inevitable sentimientos y emociones de raíz violenta, como la furia o la venganza. Y si bien es cierto que se trata de un lugar común acerca de la identidad italiana, también lo es que Costablie logra que el recurso vuelva a funcionar a la perfección. Parte del éxito surge de los lazos que el guión tiende con distintas tradiciones de la narrativa universal. Porque Una feminna tiene mucho de tragedia shakespeariana, tanto que es inevitable reconocer en Rosa rasgos que la ligan a distintos personajes creados por el Bardo, de Julieta a Lady Macbeth. Pero también hay algo de la trama que imaginó Borges en “Emma Zunz” definiendo la ética del personaje. A estos aciertos, vinculados a los aspectos narrativos de la historia (que Costabile construye con un extraordinario nivel de verosímil, tal vez por su familiaridad con los recursos del documental), hay que sumarles un elemento crucial. Se trata de la labor de la joven actriz Lina Siciliano, debutante absoluta, quien logra darle a Rosa una dimensión que es a la vez más grande que la vida, pero también encarnecida y encarnizadamente humana. Cuesta recordar a una actriz, mucho menos a una debutante, que sea capaz de transmitir emociones tan vívidas y potentes como Siciliano. Hay algo en ella, en sus gestos y en especial en su mirada, que es capaz de convencer incluso a los ateos de que Dios existe. Verla en pantalla es un prodigio que justifica no solo el valor de la entrada, sino la marca que es capaz de dejar en la memoria del espectador.
"Elementos", de Pixar: un mensaje demasiado... elemental Esta historia de amor entre opuestos, en un mundo en el que los cuatro elementos esenciales de la vida en el planeta (agua, fuego, aire y tierra) adquieren características antropomórficas, se vuelve tautológica. Como ocurre con esa figura retórica en la que la carreta es colocada delante del caballo, invirtiendo no solo el orden lógico de los componentes sino subvirtiendo también su disposición práctica, a veces las películas tropiezan con sus propias buenas intenciones, al atribuirle a su necesidad de dar un mensaje un peso dramático que se impone incluso a la acción. Esto viene ocurriendo con algunas de las películas de Pixar, que durante unas dos décadas supieron ser un faro dentro del cine de animación, desde el estreno de Toy Story en 1995. 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Sin embargo, no son pocos los momentos en los que la evidencia del bendito mensaje se vuelve tan ostensible que parece salirse de la pantalla, para ubicarse por delante de la película misma. Ya la idea de contar una historia de amor entre opuestos, en un mundo en el que los cuatro elementos esenciales de la vida en el planeta (agua, fuego, aire y tierra) adquieren características antropomórficas, puede representar una luz de alerta. En especial si el romance imposible surge entre el más obvio de los pares –una chica de fuego y un chico de agua—, que atenta contra el único tabú de este universo: los elementos no se mezclan. A partir de esa idea es fácil imaginar a dónde va la cosa, pero igual Elementos necesita volverla más clara todavía. Porque en la ciudad -cuya morfología es similar a la de Nueva York- los hombres y mujeres de fuego son inmigrantes y reciben el repudio de los otros tres grupos. El peligro potencial que genera su presencia es la justificación de tal recelo. Pero además, esa doble condición de extranjeros y de peligrosos los obliga a habitar un barrio específico, casi un ghetto, convirtiéndose además en la clase baja de la ciudad. Nada que La dama y el vagabundo (1955) no haya hecho primero. a {color:#000000}body {line-height:0;margin:0;background:transparent;}#google_image_div {overflow: hidden;position: absolute;}body{visibility:hidden} " id="google_ads_iframe_7" style="position: absolute; border: 0px !important; margin: auto; padding: 0px !important; display: block; height: 600px; max-height: 100%; max-width: 100%; min-height: 0px; min-width: 0px; width: 300px; inset: 0px;"> Elementos es una película para chicos en tiempos "wokes", donde el respeto, la aceptación e incluso el deseo por lo diferente se imponen. Casi un manifiesto en favor del mestizaje y sus buenas intenciones son claras. El problema es que a veces tanta claridad enceguece, para hacer que la historia acabe volviéndose predecible y axiomática. Tampoco resulta un buen síntoma que el guión necesite echar mano al recurso apocalíptico, que se ha vuelto el lugar común de un cine dominado por superhéroes y robots gigantes. Si una obra de Pixar necesita de una catástrofe para mantener al público conforme, entonces lo claro es que algo anda mal.
"La decisión de partir", Park Chan-wook en estado puro El realizador surcoreano le da forma a un policial de tono negro, pero en el que, como acostumbra, se van filmando otros elementos. Todo ello entre cuadros de gran plasticidad y puestas de cámara innovadoras. Si hubiera que elegir a un cineasta como líder de la gran explosión que vivió el cine surcoreano en el siglo XXI, debería ser Park Chan-wook. Y habría que ir hasta 2003, al estreno de Old Boy, para encontrar el ground zero de aquel estallido. Es cierto que había otros directores y películas (Bong Joon-ho estrenó ese mismo año su segundo trabajo, la también imprescindible Memorias de un asesino) y que incluso el propio Park tenía varias películas previas. Pero Old Boy fue la que terminó de llamar la atención de forma masiva sobre un puñado de títulos y una generación de directores a los que valía la pena prestarles atención. Por eso la llegada a la sala Lugones de su obra más reciente, La decisión de partir, tiene un valor enorme. No solo por el peso específico de Park como artista, o por las virtudes cinematográficas de la propia película, que no son pocos. Hay además una cuestión vinculada a la época, a las condiciones en las que el cine es consumido en la era pospandémica, cada vez más circunscripto al ámbito doméstico, cada vez más lejos de las salas, territorio conquistado definitivamente por “los tanques”. Un panorama que convierte a la posibilidad de ver una película como esta, proyectada en una pantalla grande y como parte de una experiencia colectiva, en un lujo. Esto último no sería relevante si La decisión de partir no fuera una experiencia cinematográfica que vale la pena ser vivida en condiciones ideales. Desde lo argumental podría decirse que se trata de un Park de alta pureza, que vuelve a conjugar los elementos que caracterizan a la obra del director. Ahí está el apego a los géneros como plataforma sobre la cual construir una historia, en este caso el policial. Un humor que combina lo físico con el absurdo de una forma superficialmente naif, pero que acaba siendo la puerta de entrada para que la oscuridad se filtre por las grietas del relato. Y un sentido trágico que puede pensarse como herencia directa del teatro griego clásico, en especial de la obra de Sófocles. a {color:#000000}body {line-height:0;margin:0;background:transparent;}#google_image_div {overflow: hidden;position: absolute;}body{visibility:hidden} " id="google_ads_iframe_3" style="position: absolute; border: 0px !important; margin: auto; padding: 0px !important; display: block; height: 250px; max-height: 100%; max-width: 100%; min-height: 0px; min-width: 0px; width: 300px; inset: 0px;"> Esos elementos se combinan para contar la historia de un detective poco sociable y con un nivel obsesivo de meticulosidad, características que entrarán en crisis cuando deba investigar la muerte de un escalador cuyo cuerpo es encontrado al pie de un risco. Aunque todo parece indicar que se trata de un accidente, hay varios elementos que al investigador le generan dudas. Ese panorama se complica todavía más cuando entra en escena la esposa del muerto, una mujer china de la que el policía se termina enamorando. Si todo esto suena muy noir, con las figuras del detective duro reblandecido por obra y gracia de una mujer fatal, es porque efectivamente La decisión de partir remite a aquellos universos, que para el cine resultan tan clásicos como las tragedias griegas lo son para el teatro. Pero detrás de todo están Park y su capacidad para enredar las cosas de una forma a la vez tan bella y tan traumática, que es imposible que el espectador no acabe inmerso en un estado de sorpresa permanente. El cineasta es tan capaz de crear cuadros de plasticidad memorable, como de encontrar puestas de cámara innovadoras, cuyas imágenes consiguen potenciar la extrañeza de las acciones que tienen lugar en cada escena. a {color:#000000}body {line-height:0;margin:0;background:transparent;}#google_image_div {overflow: hidden;position: absolute;}body{visibility:hidden} " id="google_ads_iframe_7" style="position: absolute; border: 0px !important; margin: auto; padding: 0px !important; display: block; height: 600px; max-height: 100%; max-width: 100%; min-height: 0px; min-width: 0px; width: 300px; inset: 0px;"> Al mismo tiempo consigue que cierta poética se filtre en los diálogos de manera legítima, a partir de las características de los personajes. Pero también se permite tomarse eso mismo con humor. Como cuando el detective le dice a su compañero más joven que “en algunos, la tristeza rompe como una ola”, mientras que “en otros se expande lentamente, como tinta en el agua”. A lo que el joven responde: “Avíseme cuando publique sus poemas, así los compro”. Esa capacidad de utilizar un mismo recurso desde varios ángulos es una de las grandes virtudes de Park, que vuelve a demostrar su maestría para crear imágenes muy potentes pero sin vanidad, siempre atento al valor que cada una tendrá para hacer que el relato crezca y avance. Y sin subestimar a los que están en la platea.
"Disco de oro": un ejercicio de nostalgia Una producción de factura torpe, cinematográficamente rústica, pero con un gran amor por la historia que cuenta. Así como la fiebre y la pérdida del olfato son heraldos del coronavirus, también puede decirse que el estreno de una película como Disco de oro resulta sintomático. La misma aborda la figura de Neil Bogart, productor y empresario artífice de Casablanca Records, sello independiente emblemático que en la década de 1970 “inventó” a Donna Summer y con ella a la música disco. Y que también fue responsable del lanzamiento a la fama de Kiss, uno de los grandes mitos del rock, de los queribles Village People, o la nave nodriza que cobijó a Parliament y Funkadelic, los lúdicos y desmesurados proyectos del gran George Clinton. Los retratos “rockeros” existen hace rato en el cine y alcanza con recordar que The Doors, de Oliver Stone, con Val Kilmer como réplica de Jim Morrison, cumplió tres décadas hace unos años. Pero desde Rapsodia Bohemia, la ópera biopic de 2018 sobre Freddie Mercury, la industria audiovisual encontró una veta que viene explotando de forma sostenida. Aunque las figuras del rock no lleguen al nivel de los superhéroes, el último gran parripollo del cine, estos retratos rockeros demostraron ser más que autosustentables. En 2019 Netflix produjo The Dirt, sobre los escandalosos Mötley Crüe y Elton John hizo lo propio con la estupenda y autocelebratoria Rocketman. En 2022 fue el turno del Elvis de Baz Luhrman. Incluso El amor después del amor, serie sobre Fito Páez que viene reventando las métricas de la N roja es ejemplo de lo redituable (y por qué no disfrutable) que puede ser este subgénero. Ese es el zeitgeist sobre el que se monta Disco de oro. Es cierto que se trata de una producción de factura torpe, cinematográficamente rústica, pero aún así se percibe en ella un gran amor por la historia que cuenta y eso ayuda a que el relato avance sin que el espectador se termine de alejar. Es por eso que es más fácil notar las debilidades de la película durante el comienzo de la proyección, cuando el espectador todavía está frío. Porque una vez que los personajes y sus historias comienzan a desarrollarse, aun con los trazos gruesos del caso, es más fácil que la curiosidad por conocer el lado B de estas grandes estrellas comience a ganarle la pulseada a la consciencia crítica. El gancho de Disco de oro es el mismo que mantuvo a tanta gente pendiente de cada capítulo de El amor después del amor. Por eso la definición que calificó a la serie sobre Fito como un ejercicio de nostalgia también vale para esta película, en la que el protagonista le da cobijo a los artistas que las grandes compañías rechazan y no deja de apostar por ellos hasta volverlos exitosos. También es cierto que se trata de un panegírico acrítico en el que hasta los defectos del protagonista tienen un lado positivo que, siempre, le permiten caer parado como un gato. Una incondicionalidad que se explica en el hecho de que el director y guionista y varios de los productores son los hijos, la viuda y los amigos del propio Neil Bogart.
"Maremoto": el mar en llamas Noruega vienen apostando fuerte al género y demuestra que Hollywood ya no es el único lugar con capacidad técnica para contar este tipo de historias. Más catástrofes llegan del norte. Pero no desde los Estados Unidos, donde “el fin del mundo” (en sus distintas variantes y tamaños) es el tema recurrente de un alto porcentaje de las producciones que aspiran a golpear la taquilla como un tsunami. También en Noruega vienen apostando fuerte al género. Eso demuestra que Hollywood ya no es el único lugar con capacidad técnica para contar este tipo de historias, que necesitan de una gran inversión en efectos especiales para resultar verosímiles. Maremoto es el último exponente de esta tendencia que ya acumula varios títulos, como La última ola (2015) o Terremoto (2018), ambas estrenadas en salas locales. E incluso se puede sumar a Troll (2022, Netflix), donde la catástrofe es producida por una criatura fantástica. Lo curioso es que estos cuatro títulos fueron filmados por solo dos directores: Roar Uthaug (La última ola y Troll) y John Andreas Andersen, que primero hizo Terremoto y como la cosa le gustó, la siguió ahora con Maremoto. Si a priori podría hacerse algún chiste sobre esa aparente falta de originalidad por parte de Andersen, la realidad es un poco distinta, porque el título local no representa de forma fiel al tema de la película. Es cierto que hay una especie de maremoto, aunque técnicamente no se trata de un movimiento tectónico, sino del desplazamiento de una masa sedimentaria antigua en el lecho del Mar del Norte. a { color: #000000 }body { margin: 0; background: transparent; }#google_image_div {height: 250px;width: 300px;overflow:hidden;position:relative}html, body {width:100%;height:100%;}body {display:table;text-align:center;}#google_center_div {display:table-cell;vertical-align:middle;}#google_image_div {display:inline-block;}.abgc {position:absolute;z-index:2147483646;right:0;top:0;}.abgc amp-img, .abgc img {display:block;}.abgs {display:none;position:absolute;-webkit-transform:translateX(117px);transform:translateX(117px);right:17px;top:1px;}.abgcp {position:absolute;right:0;top:0;width:32px;height:15px;padding-left:10px;padding-bottom:10px;}.abgb {position:relative;margin-right:17px;top:1px;}.abgc:hover .abgs {-webkit-transform:none;transform:none;}.cbb{display:block;position:absolute;right:1px;top:1px;cursor:pointer;height:15px;width:15px;z-index:9020;padding-left:16px;}@media (max-width:375px) and (min-height:100px){.btn{display:block;width:90%;max-width:240px;margin-left:auto;margin-right:auto}}#spv1 amp-fit-text>div{-webkit-justify-content:flex-start;justify-content:flex-start}#sbtn:hover,#sbtn:active{background-color:#f5f5f5}#rbtn:hover,#rbtn:active{background-color:#3275e5}#mta{left:0;}#mta input[type="radio"]{display:none}#mta .pn{right:-300px;top:-250px;width:300px;height:250px;}.sv #spv2{-webkit-flex-direction:column;flex-direction:column}.jm.sv #spv2{-webkit-justify-content:center;justify-content:center;-webkit-align-items:center;align-items:center}#spv2 *{-moz-box-sizing:border-box;-webkit-box-sizing:border-box;box-sizing:border-box}#spr1:checked ~ #cbb,#spr2:checked ~ #cbb,#spr3:checked ~ #cbb{display:none}.amp-animate #spv4{opacity:0;transition:opacity .5s linear 2.5s}.amp-animate #spv3 amp-fit-text{opacity:1;transition:opacity .5s linear 2s}#spr3:checked ~ #spv3 amp-fit-text{opacity:0}#spr3:checked ~ #spv4{opacity:1}#spr1:checked ~ #spv1,#spr2:checked ~ #spv2,#spr3:checked ~ #spv3,#spr3:checked ~ #spv4{right:0px;top:0px}[dir="rtl"] .close{transform:scaleX(-1)}.ct svg{border:0;margin:0 0 -.45em 0;display:inline-block;height:1.38em;opacity:.4}#ti{width:300px}#btns{width:300px}.fl{width:300px;height:250px;}.sb{height:50px}.so{width:96px;height:50px;}.so:hover,.so:active{background-color:#f5f5f5}@media (min-height:54px){.sh.ss .so,.sv .so{box-shadow:0px 0px 2px rgba(0,0,0,.12), 0px 1px 3px rgba(0,0,0,.26);border:none}}.sv .so,.sh.ss .so{border-radius:2px}.sv .so{margin:4px}.amp-bcp {display: inline-block;position: absolute;z-index: 9;}.amp-bcp-top {top: 0;left: 0;width: 300px;height: 10px;}.amp-bcp-right {top: 0;left: 290px;width: 10px;height: 1000px;}.amp-bcp-bottom {top: 240px;left: 0;width: 300px;height: 10px;}.amp-bcp-left {top: 0;left: 0;width: 10px;height: 1000px;}.amp-fcp {display: inline-block;position: absolute;z-index: 9;top: 0;left: 0;width: 300px;height: 1000px;-webkit-transform: translateY(1000px);transform: translateY(1000px);}.amp-fcp {-webkit-animation: 1000ms step-end amp-fcp-anim;animation: 1000ms step-end amp-fcp-anim;}@-webkit-keyframes amp-fcp-anim {0% {-webkit-transform: translateY(0);transform: translateY(0);}100% {-webkit-transform: translateY(1000px);transform: translateY(1000px);}}@keyframes amp-fcp-anim {0% {-webkit-transform: translateY(0);transform: translateY(0);}100% {-webkit-transform: translateY(1000px);transform: translateY(1000px);}}body{visibility:hidden} " id="google_ads_iframe_3" style="position: absolute; border: 0px !important; margin: auto; padding: 0px !important; display: block; height: 250px; max-height: 100%; max-width: 100%; min-height: 0px; min-width: 0px; width: 300px; inset: 0px;"> Este movimiento afecta a las más de 350 plataformas petroleras que Noruega tiene en la zona, poniendo en peligro no solo a los obreros que trabajan ahí, sino que amenaza con un desastre ecológico nivel holocausto. Esa sería la verdadera catástrofe que propone Maremoto, cuya naturaleza se encuentra mejor expresada en el título internacional de la película, The Burning Sea, algo así como “El mar en llamas”. Eso hace que Maremoto tenga más que ver con Horizonte profundo, la recomendable película de Peter Berg basada en el caso real de la plataforma Deepwater Horizon, el accidente petrolero más grave de la historia, que con su propio título. Las diferencias entre ambas están dadas en primer lugar por las dimensiones de la catástrofe, que la película noruega multiplica por 350. a {color:#000000}body {line-height:0;margin:0;background:transparent;}#google_image_div {overflow: hidden;position: absolute;}body{visibility:hidden} " id="google_ads_iframe_7" style="position: absolute; border: 0px !important; margin: auto; padding: 0px !important; display: block; height: 600px; max-height: 100%; max-width: 100%; min-height: 0px; min-width: 0px; width: 300px; inset: 0px;"> Sin embargo, aún estando bien realizada en lo que tiene que ver con el uso de los recursos técnicos, Maremoto resulta fría, toda una paradoja para una película que propone un mar prendido fuego. Eso no significa que no pueda ser seguida con cierto interés, porque la estructura narrativa tampoco es el problema. Lo que ocurre es que Andersen nunca logra algo que Berg y la mayoría de sus colegas estadounidenses saben hacer muy bien: generar empatía. Hacer que el espectador se interese por el destino de los protagonistas, que le importe lo que les pasa, porque de ahí nace la tensión más auténtica que es capaz de generar esta clase de películas.
"La sudestada": un film noir a la criolla Película extraña, herencia de la novela gráfica en la que se basa, obra de Juan Sáenz Valiente, "La sudestada" combina el cine negro con un costumbrismo estilizado, lo onírico con el naturalismo, incluso la narración clásica con la danza. ¿Será el travelling el mejor recurso de apertura para una película, el gesto adecuado para que el espectador acepte dejar atrás la realidad para adentrarse en un mundo paralelo? En especial el travelling hacia adelante, porque es capaz de generar la ilusión de avanzar hacia un universo que puede parecer más o menos familiar, pero que es siempre desconocido. Bueno, lo es en el caso de La sudestada, tercer largometraje de los directores Daniel Casabé y Edgardo Dieleke, que es además su primera ficción tras los documentales Cracks de nácar (2013) y La forma exacta de las islas (2014). Porque en ese movimiento virtuoso los directores presentan mucho más que un espacio o a un personaje. En ese recorrido también hay implícito un ritmo, una atmósfera, una estética e incluso una genealogía cinematográfica, que remite de forma inconfundible al film noir. En el travelling en cuestión, la cámara se toma casi un minuto y medio para atravesar de un extremo al otro la habitación del protagonista, el “Sabueso” Villafañez, un detective privado que por un lado responde al modelo clásico del cine negro –digamos, el Samuel Spade de Humphrey Bogart en El halcón maltés (1941), incluso el Marlowe tardío de Robert Mitchum en Adiós, muñeca (1975)—, pero también resulta cabalmente porteño. Parado junto a la ventana de su departamento, Villafañez observa el perfil nocturno de la ciudad: el contraste no es solo visual, el de la luz anaranjada del interior que enmarca al azul profundo del exterior. Además hay un choque de tensiones entre dos calmas engañosas: la de ese cuarto prolijamente desordenado y la del paisaje urbano, que se apiña dentro de los límites apretados que le impone el marco de la ventana. El balance es perfecto. Algo cercano a la liberación se produce cuando la cámara sale al exterior, para convertirse en un plano aéreo y abierto de la ciudad. Pero la aparición de algunos relámpagos vuelve a poner la tensión en su lugar. Al Sabueso lo contrata un marido celoso, quien al borde del divorcio quiere saber a dónde va su mujer cuando se ausenta, a veces días enteros. No para usarlo en su contra, dice, sino para intentar recuperarla. Aunque no se parece ni a Bogart ni a Mitchum (es gordito, pelado, entrado en años, nada elegante y no se saca los anteojos de marco de metal ni para dormir), el Sabueso comparte el carácter duro y la mirada ácida de los detectives de Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Y no es alguien fácil de engañar. Para lo que sí es fácil, como todos los de su linaje, es para terminar atraído por la mujer que le encargaron seguir, una femme fatal que también resulta clásica y novedosa al mismo tiempo. Se trata de una sesentona exbailarina, a la que la edad no le ha quitado el atractivo ni el misterio. No hay forma de evitar que el Sabueso quede atrapado entre el trabajo y el deseo. Película extraña, herencia de la novela gráfica en la que se basa, obra de Juan Sáenz Valiente, La sudestada combina el género con un costumbrismo estilizado, lo onírico con el naturalismo, incluso la narración clásica con la danza. Y hasta utiliza con acierto los efectos especiales. Juan Carrasco y Katja Alemann interpretan con solvencia sus papeles, un aporte valioso para adaptar al contexto argentino un género difícil de realizar fuera del marco de la cultura estadounidense. Pero además Dieleke y Casabé se permiten otros significativos juegos formales que potencian la naturaleza única de La sudestada. Como el cambio del formato de pantalla que los cineastas realizan durante otro travelling, esta vez sobre el río. El mismo tiene lugar justo cuando cambia la mirada que el Sabueso tiene de la mujer que le encargaron seguir. En ese momento la pantalla se amplía y el travelling se combina con un zoom hacia adelante, generando la ilusión de que la cámara (y el espectador) flotan en el aire, tres metros sobre el agua. De esa manera, los directores consiguen que lo formal se convierta en un espejo de los cambios internos que van teniendo lugar en el protagonista, poniendo al cine a disposición de la ancestral tarea de contar una historia.
"El triunfo": Samuel Beckett en clave de comedia El profesor de teatro de una cárcel de máxima seguridad descubre la conexión que existe entre sus talleristas presos y los personajes de "Esperando a Godot". Los talleres carcelarios son experiencias que buscan ofrecerles a los reclusos nuevas perspectivas, desde las cuales replantearse la forma en la que miran no solo sus propias vidas, sino también al mundo que los rodea. Dentro de ese universo, aquellos dedicados al teatro suelen trabajar la puesta en escena casi de forma terapéutica, de modo que la dramatización le permita a lo metafórico funcionar como un espejo que ayude a revelar una nueva dimensión de lo real. Más o menos es eso lo que ocurre cuando Étienne, un experimentado actor de teatro que no atraviesa su mejor momento profesional, acepta hacerse cargo de uno de estos cursos, en una prisión de alta seguridad en las afueras de París. Dirigida y coescrita por el francés Emmanuel Courcol, El triunfo realiza desde la ficción un registro pormenorizado de dicho proyecto. Ahí el profesor se encuentra con un grupo díscolo, cuyos integrantes en el fondo necesitan un espacio que funcione como válvula de escape para la frustración que provocan el encierro y la falta de horizontes. Luego de una experiencia inicial más bien sencilla, Étienne descubre la conexión que existe entre sus talleristas presos y los personajes de Esperando a Godot, la obra cumbre del dramaturgo irlandés Samuel Beckett. Sospecha que la espera inútil que soportan los personajes de la obra puede darle nuevos sentidos a ese obligado paso por el limbo terrenal que representa la institución carcelaria. Si bien el subtexto dramático que recorre de punta a punta la película se percibe todo el tiempo y cada tanto asoma su cabeza sobre la superficie del relato con claridad, El triunfo elige trabajar sobre todo a partir de la comedia y el humor. Por esa vía registrará los avances que irán mostrando los integrantes de esa troupe, tan tierna como peligrosa. Pero además le permitirá al protagonista encontrarle un nuevo sentido a la crisis en la que se encuentra inmerso. Así consigue transmitir una mirada positiva que tiene en la esperanza su principal combustible, a pesar de los obstáculos que el propio sistema va poniendo en el camino de los personajes. Al mismo tiempo, tampoco puede evitar cierta candidez en la representación. El triunfo está basada en un caso real ocurrido en 1986 en la ciudad de Gotemburgo, Suecia. De hecho hay una película de ese origen, Vagën Ut, de Daniel Lind Lagerlöf, que hace 20 años se encargó de contar la misma historia. Sin embargo, el hecho de trasladarla de Suecia a Francia y de la década de 1980 a la actualidad afecta al relato de forma inevitable. Resulta sencillo imaginar que hace 40 años, en una sociedad progresista como la sueca, pudieran tomarse ciertas decisiones que no resultan verosímiles al ser traspoladas a la Francia actual, atravesada por tensiones sociales que no tienen un reflejo en la película. La decisión de elidir dicho realismo carga a El triunfo con una inocencia que, sin arruinarla para nada como experiencia, enfatiza su carácter de fábula con moraleja explícita.
"Vera": el peso de ser la hija de Giuliano Gemma No se trata de un documental, al menos no de forma convencional. Porque si bien la película está organizada en torno a la protagonista, también hay una trama de ficción, a la que bien podría catalogarse de neo-neorrealista. “¿Estás lista?”, le pregunta a Vera un director de teatro antes de comenzar una prueba de casting. Ella lo mira de costado, pero es difícil interpretar si el gesto es de amabilidad o desdén. La expresión más reconocible de Vera es una especie de sonrisa involuntaria, producto de la acumulación de cirugías estéticas, que le da un aire de familia con el Guasón de Heath Ledger. La respuesta de la mujer, que tiene poco más de 50 años –aunque podrían ser más (o menos)—, es casi tan difícil de interpretar como su rostro. “Una nunca está lista en la vida”, dice ella con los ojos oblicuos clavados en el dramaturgo, que parece más interesado en terminar de armarse un porro que en sostener un contacto humano con la persona que tiene adelante. Entonces Vera recita “El infinito”, una de las obras más conocidas del poeta romántico italiano Giacomo Leopardi. Lejos de ser una declaración de principios, esa certeza de nunca estar lista para nada se parece más a la resignación que al nihilismo. La seguridad de que no hay nada por hacer, como si la vida fuera solo dejarse arrastrar por una corriente que fluye a pesar de uno. Esa sensación atraviesa todo lo que dura Vera, octava película dirigida por la dupla que integran la italiana Tizza Covi y el austríaco Rainer Frimmel, cuyo trabajo más recordado es la estupenda La pivellina (2009). La mujer en cuestión es Vera, la hija menor de Giuliano Gemma, una de las estrellas italianas más populares del cine en las décadas de 1960, 1970 e incluso de 1980, famoso sobre todo por su participación en las películas de vaqueros que en esa época se filmaban en el sur de Europa con repartos internacionales. Para Vera el vínculo con su padre no es inocuo. Por un lado lo venera como a la encarnación del dios Apolo, como si su mayor atributo hubiera sido una belleza física deslumbrante. Don que la protagonista confirma con la proyección de películas familiares rodadas durante unas vacaciones en la playa, cuando ella y su hermana mayor, Giuliana, tenían no más de tres o cuatro años. En efecto, la fotogenia de Giuliano era innegable. Tanto que la pobre Vera sintió toda su vida que se trataba de competencia desleal, una hermosura olímpica que ella no había heredado. Y por eso tanta operación en busca de una belleza cada vez más inalcanzable; por eso la afirmación de que ahora su ideal estético es el de las mujeres trans. La trama edípica se afirma en la escena en que Vera visita a su amiga Asia, que no es otra que Asia Argento, la segunda hija de una celebridad del cine italiano de aquella época, el cineasta Dario Argento. Como si se tratara de un club de autoayuda para quienes crecieron bajo el estigma de ser “hijos de…”, Vera y Asia visitan el cementerio de Roma en el que está enterrado August von Goethe, hijo del poeta alemán, en cuya lápida no figura su nombre, sino que apenas se lee: “El hijo de Goethe”. Frente a tamaña anulación de la identidad de un hijo bajo el peso del padre, las dos mujeres no pueden sino sentir que las une al pobre August un espíritu de hermandad, que ambas transitan aferradas al humor ácido que comparten. Pero Vera no es un documental, al menos no de forma convencional. Porque si bien la película está organizada en torno a la protagonista, a sus actividades cotidianas y a la forma en que su mundo interior se proyecta en ellas, también hay una trama de ficción, a la que bien podría catalogarse de neo-neorrealista. La misma está vinculada a un accidente de tránsito, en el que el chofer de Vera atropella a un niño, hijo de un mecánico, y al vínculo que la mujer comienza a generar con ellos. El recurso es usado, entre otras cosas, para generar contrastes. Por ejemplo, el que surge al enfrentar el entorno artificial que rodea a la mujer, que compra zapatos como si quisiera rellenar con ellos una existencia hueca, con la contundencia carnal de la “vida real”, la de la clase obrera, también repleta de huecos, aunque en este caso más esenciales. El resultado es bienvenídamente extraño. Habrá que ve si ese trayecto le sirve a Vera para repensar su propio destino.
"Cómo decirte que te quiero": el lado más evidente del mal Podría definirse al universo como un conjunto de cuerpos y fuerzas en equilibrio, el balance perfecto entre caos y orden. Tales características pueden extenderse del todo a las partes, incluyendo a ese otro universo, tan microcósmico como infinito, que es la humanidad. Y no hay nada más humano que el concepto del bien y el mal, las dos grandes fuerzas en tensión que mantienen al mundo en movimiento. El equilibrio entre lo bueno y lo malo rigen la lógica de la conducta humana y, claro, de la historia. Esa tensión de fuerzas se percibe con mucha claridad en Cómo decirte que te quiero, un documental que retrata la lucha que un grupo de madres lleva adelante para echar luz sobre la sistemática apropiación de bebés que tuvo lugar en España desde tiempos del franquismo, hasta entrada la década de 1990, casi dos décadas después del retorno de la democracia a dicho país. El protagonismo de la película recae en un grupo de mujeres y hombres que fueron víctimas de un supuesto plan de apropiación de bebés, que en su origen tuvo motivos políticos, para luego convertirse en una asociación ad hoc cuyo fin habría sido el liso y llano tráfico de criaturas. Se utiliza la palabra supuesto porque dicho accionar aún no ha sido probado y por ahora sólo se cuenta con el testimonio de cientos de potenciales víctimas distribuidas por todo el territorio ibérico. ¿Pero por qué, tratándose de casos ocurridos a veces hace más de 60 años, todavía no hay certezas? Porque las sospechas comenzaron a acumularse a principios del siglo XXI y la justicia recién empezó a intervenir hace menos de una década, a partir de las denuncias promovidas por los propios damnificados. Como suele ocurrir con los documentales basados en las declaraciones de un grupo de sujetos, su valor suele estar relacionado con el valor propio de ese compendio testimonial. Lo cinematográfico queda muchas veces en un segundo plano, para destacar de forma enfática todo aquello que las personas que pasan frente a cámara tienen para aportar respecto al tema en cuestión. En ese sentido, Cómo decirte que te quiero resulta un trabajo modélico, porque es cierto que técnicamente e incluso desde lo narrativo se trata de una película muy simple, incluso básica. Sin embargo, el peso de los testimonios acumulados es abrumador. No tanto por lo que representan como aporte contra el accionar delictivo de un grupo que incluyó al estado y a la Iglesia Católica, una institución muy poderosa en la España del siglo XX. Como suele ocurrir ante la experiencia traumática de quienes fueron abusados por aquellos que debían velar por su seguridad, el dolor de estas madres y padres golpea directo en el centro emocional del espectador/testigo. Porque es cierto que a veces discernir entre el bien y el mal puede resultar una tarea sinuosa, viciada por lo subjetivo. Pero pocas veces lo bueno y lo malo se perciben de forma tan contundente como ante los crímenes que denuncia este documental.
"Renfield": el Drácula de Nicolas Cage vale el precio de la entrada Esta comedia "gore" narra el destino del agente de bienes raíces que acabó loco y convertido en siervo del conde sangriento. ¿Qué pasaría si Bram Stoker, autor de Drácula, pudiera levantarse de la tumba como su famoso personaje para ver todo lo que el cine ha hecho con su obra más famosa? Distintas versiones de su novela, un puñadito de obras maestras y cientos de trabajos de calidad irregular que vampirizan su creación para imaginar variantes, desvíos y hasta nuevas historias a partir de ella. A este grupo pertenece Renfield, la comedia gore dirigida por Chris McKay, que narra el destino del agente de bienes raíces que acabó loco y convertido en siervo del conde sangriento. La película es una de las dos que se estrenarán en 2023 inspiradas en la novela. La otra es Last Voyage of the Demeter, que imagina lo que ocurrió en el barco que llevó al vampiro desde Varna, Bulgaria, hasta Londres, y que, al contrario de Renfield, elige mantenerse dentro de la zona de confort del género de terror. Anclada en el presente, el relato encuentra a Renfield viviendo en Nueva Orleans (¿la ciudad más gótica de Estados Unidos?), aún al servicio de su amo, llevándole víctimas hasta un hospital abandonado que este convirtió en cubil. El guion le da al vínculo un enfoque moderno: el de una relación tóxica de la que el protagonista no es capaz de salir. El giro resulta interesante y mientras se mantiene sobre esa idea la película ofrece varios aciertos y hallazgos. En busca de inocentes para alimentar al rey de la noche, Renfield llega hasta un grupo de autoayuda para codependientes, donde toma conciencia de su lugar en la relación con Drácula. Algunos de los momentos que nutren el particular tono humorístico del film transcurren en ese ámbito, aprovechando el doble sentido que se genera a partir de la naturaleza de un vínculo que solo el protagonista y el espectador conocen. El comienzo resulta extraordinario, a partir de un juego mimético en el que se cita la primera adaptación oficial de la novela de Stoker al cine, aquella que dirigió Tod Browning en 1931, y en la que Bela Lugosi se inmortalizó en el papel del Conde. Renfield reconstruye varias escenas icónicas de dicho film, pero con Nicolas Cage en lugar del actor húngaro. El resultado es impecable, nos solo por la forma en que Cage calza en ese montaje. También resulta una maravillosa presentación del monstruo, al que este interpreta con gracia sin par, usando los métodos desquiciados de actuación que caracterizan a la última y ya larga etapa de su carrera. El Drácula de Cage vale el precio de la entrada de una película que además utiliza bien el gore, para ofrecer una de las versiones más sanguinarias del personaje desde tiempos de la Hammer, con Christopher Lee a cargo del papel. Por desgracia, también comete la torpeza de insertar una subtrama de acción que homogeiniza parte del relato con el estándar del blockbuster moderno, incluyendo escenas de peleas multitudinarias y acrobáticas que convierten al protagonista apenas en otro superhéroe. Decisión que relega aquello que Renfield tiene de original, para ofrecer algo que en el Hollywood actual se consigue en insalubre abundancia.