Caos y muerte en el aire Bill Marks (Liam Neeson) es un agente federal que ha sido contratado para la seguridad interna de una empresa de líneas aéreas. La película del catalán Jaume Collet-Serra, “Non stop: sin escalas”, comienza en el aeropuerto de Nueva York, en el preciso momento en que Bill debe abordar un vuelo a Londres. El personaje protagónico observa todo con atención, mientras hace la fila como los demás pasajeros, antes de subir al avión. Su rostro expresa cansancio, un dejo de angustia, un poco de incomodidad. Se ve que no tiene muchas ganas de hacer este trabajo y se intuye que su interés está en algún otro lado. Pese a todo, Bill es un profesional, y se hace cargo de la función que tiene que cumplir. Confundido entre el pasaje, atiende cada detalle en donde su presencia pueda ser requerida. Y cuando ya todo parecía ser un viaje más de rutina y se disponía a pasar seis horas junta a una pasajera solitaria con ganas de conversar (Julianne Moore), algo irrumpe en la monotonía y empieza la intriga. Bill recibe un mensaje de texto en su celular de parte de un sujeto que dice estar dentro del avión y que le avisa que debe conseguir 150 millones de dólares y que tiene 20 minutos para lograrlo, de lo contrario alguien en ese vuelo va a morir. El agente se pone en acción inmediatamente para tratar de dilucidar si se trata de una amenaza real y en ese caso, encontrar al sospechoso. A partir de ese momento, la tensión irá aumentando a medida que las cosas tienden a complicarse. A los 20 minutos, efectivamente, en medio de la confusión, aparece el primer muerto. El terrorista avisa que morirá alguien cada 20 minutos si no le depositan el dinero en una cuenta cuyo número envió al celular de Bill. “Non stop: sin escalas” es un thriller en donde el suspenso es el ingrediente principal, ya que el duelo mental que se establece entre el secuestrador del avión y el agente de seguridad va proporcionando una vuelta de tuerca tras otra, en una escalada de tensión y violencia que sume en el caos a la tripulación y a los pasajeros. Todos quieren saber lo que está pasando y todos desconfían de todos. Los contactos con las autoridades en tierra tampoco ayudan a esclarecer mucho las cosas y parece que la situación se vuelve inmanejable, y hasta es probable que nadie sobreviva, porque el delincuente da muestras de estar dispuesto a ir hasta las últimas consecuencias. La película de Collet-Serra, cuyo guión pertenece a John W. Richardson, toca todas las cuerdas sensibles para lograr un interesante embrollo que va desde las hipótesis de conflicto a bordo de un vuelo, hasta las distintas complejidades humanas involucradas en una situación de crisis extrema, capaz de disparar las más peligrosas reacciones y sumar y multiplicar los riesgos. Este film no se puede evaluar desde una perspectiva demandante de verosimilitud sino como una especie de experiencia de laboratorio en la que, mediante una dramatización, se echa a rodar un cúmulo de variables que ponen en escena las posibilidades de supervivencia en una situación límite. El personaje protagónico carga con todo el peso de la película. El agente que interpreta Neeson pasa de ser un antihéroe, un policía con antecedentes oscuros, al héroe salvador, quien pese a que todo le juega en contra, no baja los brazos y consigue salir airoso de esta difícil prueba. El resultado es un entretenimiento de buena calidad en el que los valores humanos positivos logran imponerse satisfactoriamente.
Ironía, desencanto y deseo de trascendencia Roma, la ciudad que algunos imaginaron eterna, sobrevive al paso del tiempo, apoyada en las glorias de su pasado imperial y su sueño de reinar por sobre todo el mundo occidental y aún más allá. Capital universal de la cultura y de la civilización. Paolo Sorrentino, nacido en Nápoles y distinguido como ciudadano honorario en Roma, le realiza un exuberante homenaje a esta ciudad mítica, inspiradora de otras grandes obras a lo largo del tiempo y atractivo ineludible para los turistas y viajeros de todo el mundo. “La gran belleza” tiene como personaje protagónico al sexagenario Jep Gambardella, escritor de una única novela (“El aparato humano”), que fuera éxito cuarenta años atrás, y periodista de profesión que se dedica a entrevistar a artistas y personajes del quehacer cultural, interés que va desde las artes hasta la filosofía y también incluye la religión. Trabaja para una revista de alto nivel y vive en un departamento lujoso en pleno centro de la ciudad, donde realiza fiestas frecuentemente. Allí se reúne un grupo de habitués compuesto por dilettantes, empresarios, artistas. Bailan, se drogan, mantienen conversaciones pretendidamente intelectuales en las que abundan citas y menciones a las grandes figuras del arte y el pensamiento europeos, particularmente de los siglos XIX y XX. El clima es de frenesí, sensualidad y una sensación de vacío que ni las conductas más extravagantes logran exorcizar. Gambardella asume una postura entre cínica y crítica a la vez, aunque no demuestra sufrimiento, parece anclado más bien en el aburrimiento, la falta de deseo y la nostalgia. Su primer amor, aquella muchacha que despertó sus emociones en un verano hoy lejano, solamente ella ha sido merecedora de sus sentimientos más puros y desde su pérdida, Jep se ha dedicado a buscar lo que él llama la gran belleza, en un intento de recuperar esa ilusión. Obviamente, no podrá lograrlo, porque como buen nostálgico que se refugia en el pasado mítico, jamás podría traicionarlo en otra persona o en otro objeto de amor. Sorrentino se inspira deliberadamente en “La dolce vita” y otras películas de Federico Fellini, en los planos secuencia, los travellings, las locaciones, los personajes, los diálogos, los climas, la alternancia entre los detalles más prosaicos y los más líricos, entrelazados en un relato que pretende tocar todas la cuerdas de la sensibilidad. Pasado, presente y futuro, sueño y realidad, todo va tejiendo una trama plagada de símbolos y señales. Ironía y desencanto, corrupción, promiscuidad, decadencia y a la vez, deseo irrenunciable de trascendencia. También se pueden advertir influencias de otros grandes directores italianos como Visconti, Antonioni y Rossellini. “La gran belleza” es una película de enorme impacto visual, con una estructura narrativa un tanto manierista, que puede saltar de una situación a otra sin solución de continuidad, así como alternar flash back o imágenes oníricas, coquetear con el pasado clasicista y también con una mirada surrealista y bizarra que puede engarzar en un mismo diseño las manifestaciones populares y las glorias del genio humano, en una convivencia un poco recargada. Todo el film reposa sobre los hombros de Toni Servillo, el actor que interpreta al personaje protagónico, quien lleva a cabo un trabajo muy laborioso, convincente, lleno de matices, contradictorio, a veces sincero, a veces embaucador, sin caer en exageraciones ni extremismos. Actúa rodeado de un coro de personajes secundarios que no le van en zaga en calidad interpretativa. En resumen, toda la obra manifiesta una concepción y composición en la que ningún detalle está librado al azar y en la que se advierte el buen pulso del director.
Una trama de mentiras no tan piadosas “Philomena” está basada en un caso real que ocurrió en Irlanda, a mediados del siglo pasado. Es la historia de una mujer que durante su adolescencia quedó embarazada como producto de una relación ocasional y por ese motivo, el padre (viudo) la internó en un orfanato para niñas regenteado por monjas. Philomena (Judi Dench) tuvo su hijo en cautiverio, al que crió hasta los tres años de edad, y luego fue dado en adopción, contrariando los deseos de su madre. Pero al parecer, ése era el destino prefijado para los hijos de madres solteras, las que iban a ocultar su vergüenza en este tipo de instituciones, y debían pagar con trabajo y reclusión la culpa de haber cedido a los placeres de la carne, el pecado de no haber sabido mantenerse castas y con ello, ofender a Dios y convertirse en el oprobio de sus familias. Ésa era la perspectiva católica que imperaba en Irlanda por esa época. La cuestión es que la protagonista de esta historia guardó el secreto durante cincuenta años. El relato comienza cuando, siendo una mujer mayor, decide revelarle el asunto a una de sus hijas (se supone que se casó, tuvo hijos y aparentemente, ha enviudado), quien la insta a averiguar qué fue de aquel niño. Por esas casualidades de la vida, la hija de Philomena conoce al periodista Martin Sixsmith (Steve Coogan) y le propone investigar el caso y darlo a conocer a la opinión pública. Martin ha sido despedido recientemente de su empleo en la BBC News y si bien en un principio se niega a aceptar la propuesta (su especialidad es el periodismo político internacional), finalmente asiente y con los escasos datos que le proporciona Philomena, comienza su tarea investigativa. El primer paso es solicitar una entrevista con las actuales autoridades del convento, quienes le aseguran que toda la documentación desapareció en un incendio, y de paso le recuerdan a la mujer que en su oportunidad firmó un papel en el que decía renunciar a todo derecho de reclamo por su hijo nacido en el orfanato. A partir de esta primera frustración, comienza una suerte de periplo en el que el periodista y la mujer atraviesan por diversas instancias, al tiempo que se van conociendo. Él es un hombre de mediana edad, que se confiesa ateo, y es cultor de un estilo bastante irónico, a veces cínico, y se muestra escéptico y desencantado. Ella es una mujer sencilla, lectora de best-sellers, consumidora de series televisivas, y evidencia una gran fortaleza para soportar el dolor y el fracaso sin por ello convertirse en una resentida llena de odio. Philomena es consciente de sus derechos, pero también sabe que el mundo en el que creció tenía sus reglas y a ella no le tocó estar en una situación favorable. Finalmente, gracias a los contactos y las habilidades de Martin, y con un poco de ayuda del azar, descubren que el niño fue adoptado por una familia estadounidense y deciden viajar al país americano a seguir las pesquisas. Allá, logran avanzar bastante en la investigación, aun cuando deben sortear varias dificultades, hasta que consiguen desentrañar todos los vericuetos de la vida del hijo perdido. El caso abunda en detalles interesantes y es representativo de cómo determinados factores históricos y culturales pueden llegar a marcar las vidas de las personas de manera imborrable y hasta trágica. La sexualidad humana El film dirigido por Stephen Frears tiene el tono del cine de denuncia social, en el cual se muestra el sufrimiento de una madre, tanto físico como moral y espiritual, por haber sido obligada a separarse de su hijo, primero, y luego, por habérsele obstaculizado el reencuentro con él. La crítica fundamental está dirigida a la rigidez de la Iglesia Católica irlandesa. Pero el tema central, en realidad, es la siempre conflictiva temática de la sexualidad humana y sus múltiples implicancias para la vida de las personas, según las circunstancias históricas que les toquen vivir. Philomena es conmovedora, al menos, según la versión de Frears, quien confió el papel a la gran actriz británica Judi Dench, cuya interpretación moviliza las fibras más sensibles del espectador, que no puede sino sentirse identificado con ella, sobre todo cuando debe contraponer su interés a la rígida oposición del sistema, representado por una monja que raya en la crueldad recalcitrante. Y si bien se trata de una historia triste, el relato no resulta agobiante, transmite una calidez muy humana y se resuelve de una manera que permite una suerte de reconciliación sanadora.
Variaciones sobre un mismo tema Nada de crímenes, intrigas, sangre, zombies, gángsters, guerras, ni vampiros. “Un lugar para el amor”, del debutante Josh Boone, pone en escena a una familia que atraviesa una crisis, mientras trata de acomodarse a las exigencias de la vida y seguir como se pueda. En tono de comedia, la película relata el proceso de duelo de un hombre cuarentón para cincuentón, William (Greg Kinnear), padre de dos hijos adolescentes creciditos, a quien su mujer abandonó para irse a vivir con otro hombre. William es escritor, vive de su trabajo y por cierto en una posición bastante cómoda. Sus hijos Samantha y Rusty también están haciendo sus primeros pasos en el oficio del padre, obviamente, muy estimulados por él, en tanto asumen el conflicto de sus progenitores no sin esfuerzo y van descubriendo ellos a su vez de qué se trata eso que se llama amor. En medio de un mercado cinematográfico inundado de violencia y de situaciones retorcidas, una historia de amor tan parecida a la de cualquiera es como un oasis, un momento para el relax, para permitirse sintonizar con las buenas emociones y con esas cuestiones que condimentan la vida de casi todas las personas en una sociedad más o menos organizada. Boone pone a jugar las paradojas que acompañan a una pareja que ha decidido separarse después de veinte años de convivencia y con dos hijos. La esposa, Erica (Jennifer Connelly), abandonó el hogar para irse detrás de un fisicoculturista, en busca de la felicidad. William no se resigna y al cabo de tres años todavía sigue esperando que ella regrese a casa. Él es quien se encarga de la crianza de los hijos y de mantener en pie el hogar. La decisión de la madre ha caído muy mal a Samantha, la hija mayor, quien ha roto relaciones con ella y ni le habla ni atiende sus llamados. Rusty, todavía en la secundaria, hace equilibrio entre todos los frentes en conflicto y trata de acomodarse a la situación. Samantha empieza a tener algún reconocimiento como escritora mientras vive romances de ocasión, manifestando un temor neurótico al compromiso emocional. Rusty, en cambio, está listo para enamorarse y cae en los brazos de una compañerita de curso con algunos problemitas más que él, iniciándolo al mismo tiempo en el terreno del sexo y en las penas de amor. En tanto que el padre vive una aventura light con una vecina, que es más una amistad con acceso carnal desapasionado que otra cosa. Al margen de eso, William se esfuerza por conservar a su familia y está convencido de que Erica volverá, aunque todo este asunto haya puesto en crisis su trabajo y no pueda escribir ni una línea (es que los conflictos pasan factura, de una manera u otra). La historia empieza en el Día de Acción de Gracias, con la familia desunida, y termina, un año después, el mismo día, con un final feliz, luego de haber atravesado por varios incidentes en un sube y baja de encuentros y desencuentros, que han hecho crecer a todos. La película de Boone se incluye en el rubro “cine independiente”, aunque se apodera de muchos de los clichés de las típicas comedias de Hollywood, quizás en un intento de síntesis que trata de representar el modo de ser del norteamericano medio, con un homenaje a Stephen King incluido. Es un film pequeño, que no elude ni los lugares comunes ni los golpes bajos (no hay nada más normal que eso, después de todo), pero que se disfruta porque se advierte que está hecho con buen corazón.
Una de espionaje corporativo y corrupción “Paranoia” es una de esas películas que responden a un modelo industrial ya probado y estandarizado, pero, como también suele ocurrir, el estereotipo puede dejar picando algunas cuestiones que hacen pensar. El film de Robert Luketic (“Legalmente rubia”) plantea conflictos interesantes (el guión está basado en una novela de Joseph Finder), pero el problema que presenta es que la trama sabe a fast-food, una fórmula rápida y sin personalidad definida. Se trata de la experiencia, contada en primera persona, de un joven nacido y criado en Brooklyn, pero con aspiraciones a triunfar en el mundo de los negocios, del otro lado del puente, en la seductora Nueva York. Adam (Liam Hemsworth) tiene 27 años y está al frente de un grupo de jóvenes creativos en una empresa de telecomunicaciones, pero todos son despedidos por Nic (Gary Oldman), el malvado dueño de la firma. Adam se queja de la pérdida de valores de la sociedad en la que tiene que crecer y en la que pretende triunfar. Señala la muerte del sueño americano que inspiró a sus mayores, que priorizaba la educación como la llave para triunfar. Ejemplo de esas ideas es su padre (Richard Dreyfuss), un hombre que dedicó su vida al trabajo y que ahora, ya retirado y enfermo, depende de su hijo para subsistir. Adam no quiere terminar como él. En esas circunstancias, el joven recibe una propuesta de trabajo, curiosamente proveniente del mismo empresario que lo despidió. Se trata de un trabajo altamente cualificado, pero sucio: espiar y robar datos de una empresa de la competencia, cuyo dueño fue precisamente el mentor de Nic, un tal Jock (Harrison Ford). Ellos fueron socios en algún momento, pero la relación se rompió y no de la mejor manera. Ambos han quedado resentidos. Nic le explica su plan a Adam y le ofrece mucho dinero por el trabajo que le pide, y además le promete que les conseguirá empleo a sus amigos. La película pone el foco en el tema de la tecnología de las telecomunicaciones que si bien sirve de manera masiva para conectar fácilmente a las personas distanciadas, también se emplea en redes de espionaje cada vez más sofisticadas, algunas veces con la excusa de la seguridad y otras, nada más que para controlar a individuos con intenciones criminales. Por su ambición, Adam entra en ese círculo de relaciones y cuando las exigencias lo ponen en crisis con sus principios, al punto de querer salir del proyecto, empieza a recibir presiones cada vez más violentas y cae en una vorágine que pone su vida y las de sus amigos en riesgo extremo. Con trazos gruesos y sin mucha sutileza, “Paranoia” expone los grandes temas que afectan a la sociedad norteamericana actual: la urgente necesidad de tener éxito a cualquier precio que presiona a los jóvenes, siempre acosados por altas expectativas y el temor al fracaso; la pérdida de valores como la lealtad y la búsqueda del bien, en favor de la conveniencia y la traición; y también el desapego a la ley, ante la proliferación de atajos que ofrecen las tecnologías cada vez más complejas y al alcance de las corporaciones. En la película de Luketic hay un poco de todo eso y también romance, amor filial y compañerismo. La propuesta, si bien es crítica, ofrece una salida, intenta dejar una lección moral, aunque peca de superficial. Es de destacar el calibre del elenco, un puñado de pesos pesados que se ponen el film al hombro con el profesionalismo que los caracteriza.
El conflicto que nadie desea El cambio de bebés recién nacidos es una constante en el imaginario popular. Constituye uno de esos arquetipos que atraviesan todas las épocas mediante relatos diversos: históricos, familiares, míticos, literarios. Amenizan tanto la tradición escrita cuanto la tradición oral y representan conflictos de variada gravedad, según sean las circunstancias. A veces son el nudo de alguna tragedia (al más puro estilo griego) y a veces pueden rozar lo picaresco. Este tópico, el de los bebés intercambiados al nacer, es el que eligió la directora francesa Lorraine Lévy en “El otro hijo”, cuyo título original literalmente es “El hijo del otro”. El caso sucede en la frontera palestino-israelí. Resulta que en Tel-Aviv, el joven Joseph Silberg, al cumplir los dieciocho años, quiere ingresar al ejército, con la esperanza de seguir los pasos de su padre, un prestigioso oficial. Al realizarse los análisis médicos de rigor, salta un dato revelador: su grupo sanguíneo es factor RH positivo. Siendo sus padres los dos RH negativo, biológicamente es imposible que el chico resultara positivo. A partir de allí, la madre de Joseph, que trabaja como psicóloga en un hospital, empieza a investigar qué es lo que ha ocurrido con su bebé, enfrentando todo tipo de obstáculos, incluso las sospechas de infidelidad que pesan sobre ella. Así, llega a descubrir que aquel día, dieciocho años atrás, en el que dio a luz a su niño, ocurrió un hecho desgraciado que afectó al hospital donde se realizó el parto. Fue en Haifa, ciudad que en la noche de ese día sufrió un duro ataque con morteros de parte de las fuerzas enemigas, y el hospital debió ser evacuado de urgencia. Al volver las cosas a la normalidad, se produjo una confusión con las incubadoras y su bebé fue a la habitación contigua, donde el mismo día había dado a luz una mamá palestina. En tanto que el hijo de aquella mujer, fue el que el matrimonio israelí crió como propio. La madre de Joseph contacta con quien fuera el director del hospital de Haifa en aquella época, quien realiza una investigación y corrobora el error. El médico convoca a los dos matrimonios, los impone de los hechos y les ofrece asistencia para superar el mal trago, aunque advirtiéndoles que ninguna de las opciones que tienen será totalmente satisfactoria para ninguno. El relato de Lévy es extremadamente formal y esquemático, utiliza un tono prácticamente de fábula moral, a través del cual muestra las distintas instancias emocionales y psicológicas que atraviesan los personajes al enfrentarse con el problema, en un contexto de alta conflictividad religiosa y racial, como es el Medio Oriente. Las madres son las más flexibles y las que instan todo el tiempo a aceptar lo irreversible y estimular el contacto entre las dos familias. Los hombres manifiestan enojo, irritación y frustración, hasta que poco a poco van cediendo. Y los chicos, que recién están aprendiendo a desempeñarse en ese mundo tan complejo, tienen que hacer frente a una nueva realidad que hace sus vidas todavía un poco más complicadas. Sin embargo, todos logran evitar la respuesta violenta, aun cuando sufren fuertes presiones de sus respectivos entornos, donde la violencia es el lenguaje común. De algún modo las dos familias se acomodan a la nueva realidad, aunque con diferentes expectativas según sea el lugar que les toque en la historia. La propuesta de Lévy es sensible y tierna, donde la clave es la aceptación del otro y la resolución del conflicto apelando a los valores humanitarios universales, y hasta invita a verlo como una oportunidad para el cambio.
El indiscreto encanto del perdedor Marc Marronnier (Gaspard Proust) es un joven crítico literario. Vive en París y atraviesa por un momento difícil. Anda por los treinta años y tiene que afrontar su divorcio. Luego de un intenso romance que culminó en casamiento con su amada Anne, al cabo de tres años, la separación ha sido inevitable. Frustrado, dolorido, Marc cae en un profundo pozo depresivo y quiere terminar con su vida, pero como suicida tampoco resulta exitoso. Entonces decide escribir una novela autobiográfica, aunque con nombre ficticio, para exorcizar el dolor y elaborar el duelo. Presenta el manuscrito en varias editoriales que lo rechazan categóricamente con juicios lapidarios. Sin embargo, desde una ignota empresa del rubro, le llega una propuesta favorable y le publican el libro, que Marc firma con un seudónimo. Mientras su editora (Valérie Lemercier) se encarga de promocionar la publicación, que se llama precisamente “El amor dura tres años”, el joven sigue su vida tratando de sobrellevar la soledad y el desencanto. Alterna reuniones sociales con sus amigos Jean-Georges (el rapero Joey Starr) y Pierre (Jonathan Lambert), con quienes comparte sus tribulaciones con respecto a las mujeres. El amor es el tema recurrente en sus conversaciones y mientras uno confiesa no haberlo experimentado nunca, otro se atreve a jugarse en una relación, en tanto que Marc se siente incomprendido por el primero y trata de desalentar al segundo. En esas circunstancias, asiste al responso y sepelio de una de sus abuelas. Allí se encuentra con sus padres, que están separados desde que él tenía (precisamente) tres años. A la ceremonia también concurren otros parientes, entre ellos, un primo que está casado con una mujer bellísima, Alice (Louise Bourgoin), y el flechazo que sufren ambos es arrollador. A partir de ese encuentro, la vida de Marc empezará a transitar por caminos sinuosos y complicados. Se confiesa enamorado de la mujer de su primo y hace todo lo posible por seducirla. El sentimiento lo sumerge en una ansiedad compleja que le ayuda a olvidar su dolor por el fracaso matrimonial. El relato abunda en situaciones tragicómicas, haciendo un uso un poco excesivo de la paradoja, la ironía, el sarcasmo y una tierna frescura, tan del gusto de los franceses. Y también, teniendo en cuenta de que se trata de un personaje familiarizado con la literatura, el guión recurre a varias citas en un pot pourri que puede pasar de Bukowski a Shakespeare sin hesitar. También hay alusiones entre críticas y nostálgicas a algunas glorias del cine y a ciertos prejuicios ideológicos que marcaron el pensamiento de las generaciones de sus padres. Un acervo cultural que forma parte de su patrimonio, aunque no sabe muy bien qué hacer con eso. Marc explota su condición de perdedor, refugiándose en un racionalismo cínico que pasa factura a diestra y siniestra. La película está basada en la novela de Frédéric Beigbeder, quien participa en la redacción del guión. Consta de tres capítulos (el número tres es una clave recurrente) y si bien toma el tema del amor como eje, salpica un poco sobre cada uno de los tópicos más significativos del mundillo cultural francés, siempre con una mirada socarrona, entre escéptica y desilusionada, y mezclando frecuentemente la realidad con las más disparatadas (aunque comunes) fantasías. “El amor dura tres años” es la opera prima de Frédéric Beigbeder y muestra muchas de las debilidades propias de un principiante, por momentos peca de ambiciosa y por momentos se regodea en un masoquismo de cliché.
Del paraíso al infierno sin escalas The counselor. Si uno mira la ficha técnica, dice enseguida “un peliculón”. Una concentración de muchos pesos pesados, empezando por el director Ridley Scott, siguiendo por el guionista Cormac McCarthy y continuando por el elenco: Michael Fassbender, Penélope Cruz, Cameron Diaz, Javier Bardem, Bruno Ganz, Brad Pitt, Rubén Blades, entre otros. “No puede fallar, tiene que estar buena”, se piensa antes de entrar al cine, con el ánimo dispuesto a disfrutar de un film cargado de expectativas. Antes de que se desilusione por su cuenta, es trabajo del comentarista advertir al lector que puede sufrir alguna decepción. Con estos tipos las cosas son así, le puede ir bien o no tan bien como quisiera, pero no tendrá a quién reclamarle. No les podrá reprochar nada, porque si usted vio películas hechas por esta gente que lo llenaron de satisfacción, eso no le da derecho a exigir que el amor dure para siempre. Usted es libre de entrar al cine o no entrar, no está obligado, pero si entra, se la aguanta. Más o menos así es el planteo de la trama de “El abogado del crimen”, como se conoce aquí la última realización del afamado director de “Blade Runner”, “Gladiador”, “Prometeo” y otros éxitos. Resulta que un abogado ambicioso (Fassbender) quiere ganar más plata y la oportunidad se le presenta cuando le ofrecen trabajar para el crimen organizado (siempre con problemas de papeles y necesitado de abogados). Así contacta con Reiner (Bardem), un excéntrico narco, que opera en la frontera con México, junto a su socia y amante Malkina (Diaz). El abogado está muy enamorado de su mujer Laura (Cruz) y solamente piensa en hacer mucho dinero para disfrutar con su pareja. Reiner, a quien Malkina le ha descubierto sus puntos débiles, le hace de nexo con una banda de traficantes mexicanos, cuyo contacto es Mestray (Pitt). Por su intermedio, el profesional de las leyes conoce a una mujer presa, Ruth (Pérez), a quien tiene que brindarle sus servicios. Pero la mujer le pide un favor extra, que saque de la cárcel a su hijo, detenido por conducir su motocicleta a velocidad excesiva. Para salir en libertad, tendría que pagar una multa no demasiado onerosa. El abogado accede y nunca imagina lo que sucedería después. El chico está en la mira de un cartel muy poderoso que opera en la misma zona en la que él hace un tráfico al menudeo. El chico termina mal y ahí empiezan los problemas para el abogado. Todo eso ocurre en los primeros minutos de la película y lo que viene después es una sucesión de hechos violentos, con muchos muertos, en una especie de guerra en la que todos parecen estar enojados con todos y no se sabe muy bien a qué bando pertenece cada uno. Pero el abogado y su encantadora mujercita quedan pegados y lo que pintaba ser una hermosa historia de amor se convierte en una tragedia. En medio del caos, desaparece un cargamento de drogas de 20 millones de dólares. ¿Quién se lo robó? ¿Quién está detrás de todo este lío? Pronto se sabrá y la verdad será muy cruel. A grandes rasgos, “El abogado del crimen” se trata de una especie de reflexión moral acerca del sufrimiento que puede acarrear a las personas la codicia extrema, la que las puede llevar a involucrarse con gente muy peligrosa que resuelve las diferencias sembrando de cadáveres su camino. El dúo Scott-McCarthy concibe a los criminales como seres ferozmente entregados a los placeres carnales y a los gustos caros, muchas veces ostentosos e inclinados al kitsch. En ese ambiente, el abogado y su esposa desentonan, ellos en realidad representan otros valores, pero serán avasallados por la ley del hampa, sin piedad y sin posibilidades de salir airosos de la discusión. Mucha violencia, con escenas impactantes, sangre y mutilaciones escalofriantes, y todo sin una pizca de humor. “El abogado del crimen” no es de las mejores películas de Scott, es bastante confusa, los diálogos parecen un recitado de lecciones de vida, como si los personajes necesitaran hacer catarsis todo el tiempo. Pero la calidad técnica de la imagen, el montaje, la música y los actores salvan la cotización del producto, destacándose Cameron Diaz en su papel de malvada total.
El viaje iniciático de un adolescente Duncan (Liam James) es un chico de catorce años y se ha ligado unas vacaciones con su mamá, el nuevo novio de su mamá y la hija de él. Todos viajan en un enorme automóvil manejado por Trent, el jefe de esta incipiente familia ensamblada, hasta llegar a un pueblito donde el hombre tiene una casa de veraneo, junto al mar, en algún lugar de Estados Unidos. Duncan es el protagonista de “Un camino hacia mí”, película escrita y dirigida por Nat Faxon y Sim Rash (los afamados guionistas de “Los descendientes”). El chico es tímido, retraído, está siempre triste y no puede disimular el disgusto que le provoca el carácter mandón y prepotente de Trent. Sufre porque su madre, Pam (Toni Colette), no le presta mucha atención, y extraña a su padre, quien ha formado otra pareja, se ha mudado muy lejos y hace mucho tiempo que no lo ve. Al llegar a destino, una vecina adicta al alcohol (Alison Janney), se abalanza sobre ellos para recibirlos. Es una vieja amiga de Trent, quien rápidamente le pasa el parte de situación de todos los veraneantes que suelen reunirse habitualmente en vacaciones. Duncan y Pam se sienten un poco incómodos, como sapos de otro pozo. Pam hace esfuerzos por satisfacer las expectativas de Trent, quien sobreactúa un poco su rol de jefe de familia, y quiere tener todo bajo control. Su hija es huraña y se mantiene al margen, recluida en su vida interior. El chico no encaja, pero se las va a rebuscar para hacer algo con su tiempo. Siente cierta afinidad con la hija de la vecina charlatana, una muchachita también solitaria y afligida por la separación de sus padres, y con el hermanito de ella, un niño al que su madre atormenta por un defecto físico que no puede disimular. En casa de Trent, Duncan encuentra una bicicleta y ése será su medio de transporte para escaparse de la presión y pasear por el pueblo. Así, llega a la gran atracción del lugar, un parque acuático con tobogán y otras diversiones, usualmente visitado por muchas familias. En ese sitio trabaja Owen (Sam Rockwell), un hombre joven, un tanto alocado, quien decide adoptarlo, logrando poco a poco desestructurar al adolescente e involucrarlo en la vida social del parque, invitándolo a trabajar con él. De esta manera, el chico conoce a cada uno de los encargados, los secretos del lugar y algunos asiduos visitantes, descubriendo nuevas sensaciones y experiencias que lo motivan más que estar en casa con una madre distante y un padrastro antipático. “Un camino hacia mí” es una comedia costumbrista, con un relato que se estructura a partir de algunos tópicos tradicionales, como es el despertar adolescente, las familias conflictivas, aquellas vacaciones de verano que uno nunca olvidará, el primer beso y otro tipo de experiencias que configuran una suerte de iniciación, con su mentor, su antagonista, sus ayudantes y un dolor por el que hay que atravesar para finalmente crecer. La película es fresca, entretenida, no es brillante, pero sí inteligente, cuenta con muy buenos actores y aunque tiene el defecto de parecerse a muchas otras comedias similares, deja conforme al espectador, porque ofrece un espectáculo humorístico y sensible a la vez, sin ofender a nadie.
Derroche técnico y esteticismo a ultranza Es el año 1936, en China, país que está históricamente dividido en Norte y Sur, regiones repartidas entre clanes familiares que tienen sus propias tradiciones para mantenerse en el poder y también para delegarlo. En Foshan, ciudad sureña, el Gran Maestro Baosen busca un sucesor y lo encuentra en Ip Man, maestro de Kung Fu del estilo Wing Chun, quien lleva una vida próspera. Ip Man tiene unos cuarenta años de vida, está casado con una mujer muy distinguida y tiene dos hijos. Se considera un hombre feliz. La hija de Baosen, Gong Er, asiste a la ceremonia de sucesión, en la que su padre es derrotado por Ip Man, y como ella también es maestra de artes marciales, del estilo Ba Gua y única conocedora de la figura mortal de las 64 manos, decide reivindicar el honor familiar, luchando a su vez con Ip Man, a quien consigue derrotar. Poco tiempo después, Baosen es traicionado y asesinado por uno de sus discípulos, hecho que vuelve a desafiar a Gong Er, quien no piensa en otra cosa que en vengar la muerte de su padre. Entre 1937 y 1945, la región se ve sacudida por la ocupación japonesa, que a sangre y fuego instala un gobierno títere. Precisamente, el elegido por los japoneses para ocupar ese lugar es quien asesinó a Baosen. Las diferentes escuelas de artes marciales entran en un período de oscuridad, caos, intrigas y divisiones, que debilitan más a los chinos. Algunos huyen a Hong Kong, que estaba bajo el dominio de la corona británica. Es una época de mucha convulsión política y social. En ese marco, transcurre la historia de la película de Wong Kar Wai. Basándose en personajes de la vida real, el talentoso director chino ofrece su mirada particular, para rescatar del olvido a quien fuera el maestro mentor de Bruce Lee, el enigmático Ip Man, quien logra cautivar a la hija de Baosen. Con el estilo preciosista que lo caracteriza y un lenguaje que pareciera querer llevar al cine la caligrafía del ideograma, Wong Kar Wai logra una síntesis, mediante un esteticismo visual impactante, de los temas y valores que estaban en juego en ese momento. En esa época, China es un pueblo invadido por otro extranjero, sus tradiciones entran en crisis, las disputas internas se ven exacerbadas por la intervención foránea, y muchos clanes se ven diezmados hasta desaparecer. El relato entrelaza las rencillas generacionales, más las luchas territoriales, con una historia de amor imposible. Una trama en la que la lealtad, el valor, el honor, se ponen en juego ante la adversidad, y algunos personajes sucumben a una crisis que se instala en lo profundo del espíritu de la cultura china, en la primera mitad del siglo XX. Se puede decir que nadie resulta indemne y cada uno se adapta a los nuevos tiempos como puede, en tanto que muchos perecen, arrastrados por la fuerza de los acontecimientos. Sin embargo, las circunstancias, por más dolorosas que fueran, produjeron un efecto hasta entonces impensado: la difusión y la propagación de las artes marciales chinas por todo el mundo, a través de sus diversos estilos y escuelas. En “El arte de la guerra”, de Wong Kar Wai, hay mucha información concentrada en un poco más de dos horas, en la que los símbolos y los detalles adquieren una importancia relevante y configuran la estructura compleja del relato, donde historia, arte y filosofía conviven de manera vibrante.