Vivir en un mundo aparte Simon tiene doce años y Louise, su hermana, veintitantos. Simon y Louise son familia, su única familia, en un mundo que los ignora y al cual se han adaptado para sobrevivir, aunque de manera precaria. “La hermana” (L’enfant d’en haut) es el segundo largometraje de la talentosa directora suiza Ursula Meier (Home, de 2008, es el primero) y su estilo se emparenta mucho con el de los belgas hermanos Dardenne, por la temática, los personajes y el modo de narrar. Simon y Louise viven en un edificio de apartamentos modesto ubicado al pie de una montaña, en los Alpes Suizos, adonde en época invernal acuden muchos turistas que aprovechan la nieve para practicar esquí. La parte baja se comunica con la cima mediante un sistema de teleféricos, que sólo funciona en temporada alta, al igual que el bar y restaurante ubicado arriba, que ofrece todo tipo de servicios para los visitantes, gente de importante nivel adquisitivo que viene de distintos lugares del mundo. Simon se mueve en ese ambiente como pez en el agua, camuflado con ropas caras parece uno más y no llama la atención. Sin embargo, Simon no está de turista, el chico es un ladronzuelo oportunista. Mientras los paseantes están entretenidos con sus excursiones, el muchachito les roba todo lo que puede: esquíes, gafas, guantes, cascos, comida, dinero, ropa. Artículos que luego vende abajo, entre la gente del pueblo y los trabajadores golondrina que aparecen con la temporada invernal y desaparecen cuando los turistas se van. Louise se comporta como una adolescente descarriada. Sale todo el tiempo en compañía de hombres que no parecen tratarla muy bien. Nunca trae dinero a la casa, no consigue trabajo, bebe mucho y depende material y emocionalmente de su hermanito. En la casa, están invertidos los roles. Simon no solamente es el sostén económico sino que también se encarga de las tareas domésticas, como conseguir comida y lavar la ropa. La relación entre ellos es afectuosa y conflictiva, y a mitad de la película se sabrá que hay entre ellos un doloroso secreto. En la montaña, la cámara se acerca mucho al niño, quien en primer plano despliega sus habilidades al momento de robar y de interactuar con sus “víctimas”. Se comporta como uno de “ellos”, con solvencia, relajado. Y luego, con sus “clientes”, se muestra como un experto comerciante. En la cima, los planos son cerrados, centrados en la figura del niño, y en la llanura, la perspectiva se amplía, mostrando el paisaje, que aparece gris y melancólico. En ese lugar, Simon y Louise se sostienen uno al otro en una relación completamente disfuncional, sin educación ni referentes adultos que los contengan. Así como se quieren y se necesitan, se sabotean permanentemente, porque es evidente que no tienen ni idea de cómo manejar sus emociones ni saben qué otra cosa hacer en la vida. Simon y Louise viven en un mundo aparte, casi como animalitos abandonados a la buena de Dios. El relato de Meier, si bien es descarnado y sin concesiones, no llega a los extremos de volverse insoportable, manteniéndose en un delicado equilibrio, evitando los golpes bajos y como dando a entender que en algún momento los hermanos lograrán encajar como sea en el sistema que los rodea y que a pesar de todos los inconvenientes, sobrevivirán. Tampoco hace hincapié en los dilemas morales que los afectan. Meier se concentra en la fuerza de la energía vital en condiciones desfavorables y para ello cuenta con la excelente actuación del joven actor Kacey Mottet Klein, quien construye un personaje que expresa una gran complejidad de matices, consiguiendo una buena química con la actriz Léa Seydoux, a cargo del protagónico femenino.
Un poco de soledad en compañía Sean Baker parece estar juntando méritos para convertirse en un niño mimado del cine independiente estadounidense. “Starlet” es la tercera película dirigida por él que los espectadores del Bafici tuvieron oportunidad de ver. Las anteriores fueron “Take Out” (2004) y “Prince of Broadway” (2008). Y algunos ya lo comparan con John Cassavetes. Pero “Starlet”, traducida como “Estrellita”, insinúa algunos ganchos capaces de trascender los límites de los festivales y llegar al gran público con una oferta que, sin resignar sus orígenes, busca abrir un poco el mercado. Se trata de una apuesta un tanto arriesgada, pero sólo un tanto. El joven director cuenta con una carta fuerte que es la actriz protagónica, Dree Hemingway, una joven paladar negro perteneciente a la dinastía de los Hemingway (es bisnieta del célebre escritor e hija de Mariel) que además de ser bellísima, muestra algunas condiciones para ser también una buena actriz. Y además, la película ofrece un hallazgo: la anciana actriz no profesional Besedka Johnson, quien tiene a su cargo el otro papel protagónico. En “Starlet”, Dree brilla, mantiene un romance exquisito con la cámara de Baker durante más de una hora y media, y no decepciona en ningún momento. Pero claro, el personaje parece haber sido pensado a su medida. El film desnuda el detrás de cámara del ambiente del cine clase B que se desarrolla en los suburbios de Los Ángeles, la meca de la industria cinematográfica. Está rodada de manera casi artesanal, con cámara en mano, encuadres que a veces parecen desprolijos y un montaje de aspecto casual. Es como si el camarógrafo fuera un compañero curioso que persigue a Jane, la protagonista, sin un plan previo ni un guión, sino solamente con la intención de registrar momentos de su vida. Jane subalquila una habitación en la casa de una pareja amiga, y nunca se despega de su perrito Starlet. Se ve que tiene un buen pasar, duerme mucho, tiene un lindo auto, pasa bastante tiempo ociosa, se droga un poco y no parece tener preocupaciones ni apremios de ningún tipo. Promediando el film, se descubre que tanto ella como sus amigos pertenecen a ese mundo que prolifera en los alrededores de Hollywood y que tiene al cine pornográfico como principal fuente de sustentación. Un negocio manejado por agencias que contratan modelos masculinos y femeninos con ese fin. Son contratos de exclusividad que implican algunas obligaciones pero básicamente se trata de poner el cuerpo y no crear problemas, lo que permite muchas horas libres para distraerse con cualquier pasatiempo. En una de sus salidas en busca de artículos de esos que se consiguen en ventas de garaje, Jane conoce Sadie, una anciana que vive sola en una casa con un gran jardín, rodeada de objetos que se amontonan sin ton ni son y que cada tanto vende para despejar un poco el ambiente. Entre otras cosas, Jane le compra un termo, al que piensa usar como florero, pero resulta que en su interior encuentra una sorpresa que la obliga a volver a la casa de la anciana. A partir de allí, comenzará una relación singular entre la joven y la mujer mayor, representando ambas los dos extremos de lo que resulta una suerte de representación de la vida para las mujeres en ese lugar, con la soledad a cuestas como inseparable compañera y sin otro horizonte a la vista. Allí no resulta difícil conseguir dinero y una vida bastante cómoda. Sin embargo, durante todo el tiempo se percibe que algo no está del todo bien, aunque nunca llega a explicitarse. Una especie de vacío existencial rodea a todos los personajes y los afectos parecen estar todos atravesados por algún tipo de especulación o conveniencia. Todo es negociable y no hay mucho en qué pensar. En ese ámbito en donde el sexo, las drogas y el juego lo dominan todo, una jovencita y una anciana establecen una rara amistad que da un sentido un poco diferente a sus vidas vacías. Y eso es todo. “Starlet” es un relato minimalista mediante el cual el director nos invita a compartir un momento de esas vidas, sólo un momento, y después, cada uno seguirá con lo suyo donde los caminos lo lleven.
Un caso que despertó grandes polémicas El septuagenario director Marco Bellocchio aborda en “Bella addormentata” (Bella durmiente) un caso verídico que ocurrió años atrás en Italia y que no sólo tuvo gran repercusión en la vida social y política interna del país sino que también conmovió a la opinión pública de todo el mundo. Se trata del caso Eluana Englaro, aquella joven que quedó en estado vegetativo luego de sufrir un accidente de tránsito, en 1992, y que ante el cuadro irreversible, su familia libró una larga batalla legal con el objetivo de obtener autorización para desconectarla de la alimentación artificial que la mantenía con vida. El proceso duró 17 años. Bellocchio, en su película, se concentra en los últimos 6 días de vida de Eluana, en febrero de 2009. Tomando el caso como eje, el guión (a cargo del mismo Bellocchio junto a Veronica Raimo y Stefano Rulli) ofrece una pintura de la sociedad italiana contemporánea, adoptando una suerte de estructura radial con epicentro en el Parlamento, donde por esos días se vivía un clima febril, ya que Silvio Berlusconi (primer ministro, en ese momento) había presentado, contrarreloj, un proyecto de ley mediante el cual pretendía prohibir la suspensión de la alimentación de la paciente, quien ya había sido desconectada en cumplimiento de una autorización otorgada por el Tribunal Supremo. La sociedad italiana estaba fuertemente dividida por este tema y la influencia del Vaticano era muy fuerte a favor de la conservación de la vida y en contra de la eutanasia. En todas partes, había manifestaciones a favor y en contra, los medios de comunicación no hablaban de otra cosa y frente a la clínica donde estaba internada la joven, se sucedían los incidentes provocados por los integrantes de ambos bandos de opinión que se enfrentaban en manifestaciones públicas. Bellocchio muestra cómo el caso afecta a un senador del partido de Berlusconi que se ve obligado a votar una ley que va contra su conciencia. Él mismo había atravesado por momentos similares cuando su esposa, enferma terminal, le pidió abreviar su agonía, hecho que lo marcó duramente y lo enfrentó a su hija, una católica ferviente. La cámara muestra cómo el senador concurre al recinto del Parlamento padeciendo un grave conflicto interno entre sus ideas y las presiones de su partido, mientras la muchacha asiste a las manifestaciones que se oponen a la desconexión de Eluana, donde termina enamorándose de un joven que está manifestando en el bando contrario. En otro escenario, una actriz famosa (interpretada por Isabelle Huppert) también se une a las oraciones a favor de la conservación de la vida de Eluana, mientras atraviesa su propio calvario ya que tiene una hija en coma en situación similar, hecho que la obligó a abandonar su carrera y la tiene absolutamente pendiente de un milagro esperando que un día despierte, afectando toda su vida familiar, integrada por actores. En otro ángulo de la historia, la película muestra cómo repercute el tema en un hospital, donde en medio del trajín diario donde se atienden urgencias de todo tipo y se asiste a los internados, inescrupulosos levantan apuestas acerca de los posibles destinos de Eluana. En ese contexto, un médico se concentra en tratar de salvar a una joven drogadicta que en estado de crisis quiere suicidarse. En tanto, en el Parlamento, los legisladores se aprestan a votar la polémica ley presentada por Berlusconi, enfrentado a Giorgio Napolitano (presidente de la República), quienes sufren sus propios conflictos, incertidumbres y angustias. Así, Bellocchio va hilvanando pequeñas historias particulares, que ofrecen una mirada colectiva sobre la sociedad italiana en la que están presentes las creencias, el imaginario popular, las emociones, los sentimientos, las ideas políticas y morales acerca de los derechos en cuestiones de vida o muerte, en medio de una caja de resonancia agitada por el caso, que termina abruptamente con el deceso de Eluana, el 9 de febrero de 2009, minutos antes de las 20 horas, antes de que el Senado llegara a tratar el proyecto. Bellocchio, ateo y de izquierdas, no toma partido por ninguna de las dos posturas y en su relato, muestra las contradicciones que afectan a todos los personajes, enfrentados a los dilemas morales comunes a todos los seres humanos, y lo hace con respeto y singular belleza.
Dramatización de una tesis filosófica La propuesta fílmica de Margarethe von Trotta ofrece un retrato de la filósofa Hannah Arendt (Barbara Sukowa), concentrándose en los años en los que ella asiste al juicio al criminal de guerra nazi, Adolf Eichmann, y luego escribe artículos sobre el tema para la revista The New Yorker. Los hechos ocurren entre 1961 y 1964. Hannah vive en Estados Unidos con su marido Heinrich Blücher (Axel Milberg) desde que fugaron del nazismo en 1933. Ambos, alemanes de origen, habían huido a Francia, pero cuando este país fue ocupado por las fuerzas de Hitler, fueron arrestados y recluidos en un campo de concentración del cual lograron escapar gracias a amigos influyentes que los rescataron. Cuando detienen a Eichmann en Buenos Aires y lo trasladan a Israel para someterlo a juicio, The New Yorker le pide a Arendt que cubra el evento como periodista y escriba sobre el tema. La escritora viaja y allá se encuentra con viejos amigos judíos a quienes quiere mucho pero con quienes mantiene algunas diferencias de opinión sobre los sucesos que todos habían sufrido. La película de Von Trotta intenta reproducir, en clave biográfica, la polémica que se generó a partir de los controversiales artículos que Arendt escribió sobre el caso, ofreciendo un pantallazo, mediante el recurso de la inserción de raccontos, sobre los comienzos de su formación intelectual, cuando fue la discípula preferida de Heidegger, a quien considera su maestro porque dice “le enseñó a pensar”. Todo el tema del film gira en torno al debate acerca del nazismo, que dividió a los intelectuales europeos y dejó heridas difíciles de cicatrizar. Precisamente, Arendt era judía y Heidegger simpatizó con el régimen. Un dato que los detractores de la filósofa tomaron muy en cuenta al momento de criticarla, por sus opiniones acerca del Holocausto, en las que de algún modo ella no dejaba libres de culpas a los judíos. En el film también se insertan fragmentos de las filmaciones originales del juicio a Eichmann, en un contexto de ambientación muy fiel a la época en el cual se desarrollan las demás escenas, las que, siempre con la figura de Arendt en el centro, transcurren mayormente en su departamento de Nueva York o en casa de amigos en Jerusalén. Amigos con quienes discute, muchas veces fervientemente, acerca de esas cuestiones en las que discrepan. La publicación de sus artículos, en los que ella se concentra en el aspecto filosófico del mal, más que en la crónica política de los hechos, cae como un balde de agua fría en la comunidad judía, la que empieza a difundir la versión de que Arendt es pronazi. La polémica, condimentada con amenazas anónimas y persecuciones de la Mossad, hasta pone en peligro su cátedra universitaria. Von Trotta retrata a una Arendt valiente y apasionada que defiende a ultranza sus ideas, aun cuando reciba el rechazo de algunos de sus amigos más queridos. La experimentada actriz Barbara Sukowa consigue transmitir la complejidad y profundidad de la figura que tiene que representar, aunque los demás personajes aparecen más esquematizados en sus roles repartidos entre aliados y detractores. No obstante, hay que considerar que la época se prestaba a ese tipo de esquematismos maniqueos. En síntesis, la propuesta intenta ser una dramatización de una tesis filosófica protagonizada por personajes reales y basada en hechos reales. Von Trotta consigue un resultado respetable ante semejante desafío, aunque por momentos la simplificación de los planteos es un poco excesiva y en general, se da por sentado que el espectador está informado sobre los hechos y personas que se mencionan. Vale como divulgación e introducción al pensamiento de una de las intelectuales más interesantes del siglo XX.
Cuando triunfan las ganas de vivir Una vivencia autobiográfica contada e interpretada por sus propios protagonistas. “La guerre est déclarée” es la versión que da una realizadora, Valérie Donzelli, de un drama personal, y lo hace acompañada de su pareja Jérémie Elkaïm, con quien debió atravesar ese difícil momento en la vida real. Donzelli y Elkaïm son los guionistas de esta película, interpretan los personajes principales y ella es la que dirige. La historia refiere a su experiencia como padres de un bebé al que le diagnosticaron un tumor cerebral a edad muy temprana, situación que puso en crisis no solamente a la joven pareja, padres primerizos, sino también a las familias de ambos, condicionando sus vidas durante los largos años de tratamiento a que fue sometido el niño. Así de cruda es la verdad que tuvieron que afrontar desde el momento en que recibieron la información, de parte de los médicos, de la gravedad de la enfermedad contra la que deberían luchar. Pero la propuesta intenta eludir el melodrama, los golpes bajos y la sensiblería, y lo que hace es mostrar a una pareja de jovencitos que se aman y llevan una vida normal, como todos los jóvenes, que quieren divertirse, pasarla bien y disfrutar, pero que deben asumir una responsabilidad para la que no están ni preparados ni maduros. Miedo, angustia, actitud positiva, altibajos emocionales, pero la película pone bastante el acento en la enorme tarea de contención que los padres y el niño reciben de parte de la sanidad pública francesa, que se hace cargo del problema y consigue darle la respuesta adecuada. En este caso, la historia tuvo un final feliz, y saber eso desde el principio ayuda a ahuyentar las reticencias del espectador a ver una película donde el que sufre es un niño. De hecho, con buen criterio, Donzelli elude concentrarse en los padecimientos de la criatura, y prefiere mostrar el proceso por el que atraviesa la pareja ante el problema. El relato adquiere un matiz que puede considerarse heredero de la Nouvelle Vague, un poco naif, con momentos de humor, intentos de evasión, conflictos, separaciones y una oscilación permanente entre el optimismo y la tristeza. El desarrollo de la historia es dinámico, fresco, con el fino humor como estrategia para descontracturar los momentos en que el morbo es inevitable. Tanto Donzelli como Elkaïm dan la nota emocional justa a cada circunstancia que tienen que atravesar, sin sobreactuaciones ni exageraciones. Con fina sensibilidad y una gran cuota de humildad, exponen ante los demás su propio drama de la vida privada, quizás con la intención de dar un mensaje de aliento y de esperanza. Y también es una muestra de agradecimiento a quienes los acompañaron en tan duro trance y los ayudaron a salir adelante. Por lo que finalmente, es una película, como su título lo indica, que refiere a una guerra que tiene que librar una familia contra un enemigo temible, pero al que por suerte, se puede dominar. Como la propia Donzelli explica, “La guerre est déclarée” es “una película sobre el instinto de supervivencia y las ganas de vivir” y es ante todo una historia de amor.
Delirios del imaginario colectivo “Reality” es casi un compendio del cine italiano, resumido en una película que intenta mostrar el espíritu popular, particularmente enfocado en el tipo napolitano. Con innumerables homenajes al gran maestro Federico Fellini y a otros ilustres directores de Italia, Matteo Garrone cuenta la historia de Luciano, un feriante vendedor de pescado, casado con María, una mujer empleada de comercio, con quien tiene tres hijos, un varón y dos nenas. Ambos sobreviven en una barriada típica de Nápoles, donde cada casa prácticamente es una dependencia de una edificación más grande, que generalmente aloja a otros miembros de la familia, como madre, padre, hermanos, tíos, cuñados, etc. etc., además de los vecinos, con quienes se tiene un trato cotidiano, sociedades y demás. Toda una constelación humana que va entretejiendo relaciones basadas no solamente en la proximidad sino en el intercambio permanente de distintos tipos de servicios o prestaciones. Así, Luciano, a quien sus ingresos no le alcanzan para darse los gustos ni satisfacer a la familia, recurre a algunas picardías extras con la compra y venta de algunos curiosos artículos de importación. Una especie de “bicicleteada” que le deja unos pesos más que ayudan a la economía doméstica. Pero Luciano tiene otras habilidades que lo hacen famoso en el vecindario, posee algunas cualidades histriónicas que despliega en cada ocasión que puede, para animar fiestas y entretener a parientes y amigos. Su auditorio aprecia y estimula esas habilidades, al punto de que llegan a sugerirle y prácticamente empujarlo a que se presente a un casting para el programa Gran Hermano, de la televisión romana. A partir de allí, la vida de Luciano empezará a rodar hacia situaciones cada vez más extravagantes. Aferrado a la expectativa de que lo acepten como integrante del programa, se va jugando el todo por el todo a esa apuesta, mientras va cayendo en una especie de delirio que le hace ir perdiendo paulatinamente contacto con la realidad a la que estaba acostumbrado, construyéndose una realidad paralela, en la que cree como fiel devoto. Incapaz de procesar las experiencias con sensatez, su conducta se va desajustando cada vez más, y su familia y sus amigos van pasando también por distintas etapas. Primero lo toman a risa, otros llegan a burlarse de él con alguna cuota de crueldad, algunos lo miran con piedad resignada, su mujer lo abandona y después regresa. Prueban con algún que otro tratamiento médico y hasta recurren a la fe, para intentar que Luciano vuelva a ser el mismo de antes, sucediéndose un sinfín de situaciones tragicómicas a medida que se despliega el relato, el cual adquiere una trayectoria sinuosa y circular, como de encierro. Si bien las casi dos horas que dura el film resultan un poco excesivas, la narración es llevadera por la gracia y el pulso que ofrece la cámara en mano, que parece perseguir y hasta acosar a los personajes, escudriñando con curiosidad obsesiva sus movimientos y gestos. Un recurso que se complementa con el pintoresco grupo de actores que llenan de contenido expresivo al ojo que los mira, especialmente, el protagonista, Aniello Arena, un actor muy sugerente, surgido de las canteras de la propia camorra napolitana, un convicto por crímenes mafiosos en la vida real. En síntesis, “Reality” ofrece una pintura costumbrista del Nápoles de hoy, que toma como disparador a la poderosa influencia que ejercen los medios masivos de comunicación sobre el imaginario colectivo popular.
El cine queda en deuda con Steve “Jobs” pretende ser una biografía del célebre creador de la computadora Apple y de una serie de innovaciones tecnológicas que han marcado la industria del sector entre finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Una historia que todo el mundo conoce por ser contemporánea y ampliamente difundida por todos los medios de comunicación. Steve Jobs fue sin dudas un genio, un creativo y un hábil negociador. Pero la película de Joshua Michael Stern, con guión del debutante Matt Whiteley, apenas si se queda en un esbozo, en un apunte más cercano a la maqueta que al retrato. Da la sensación de que el tema le queda grande y lo desborda permanentemente y vacila entre la figura del protagonista, con su propio peso específico, y la historia de la compañía que él creó, un gigante que adquirió vida propia y que también merecería una investigación aparte. En definitiva, se queda a mitad de camino entre ambas opciones y ofrece un salpicado de información superficial que no satisface la curiosidad del espectador. La biografía arranca en el año 1974, cuando el joven vegetariano Steve se pasea descalzo por los jardines del college, tratando de encontrar su verdadera vocación, mientras en sus ratos libres experimenta con drogas como el LSD y otras, de consumo típico en la época. Hijo adoptivo de un matrimonio de clase media, sigue su inspiración y, con el apoyo de sus padres, empieza a dar los primeros pasos de lo que sería la computadora personal de su invención, en el garaje de su casa, con la ayuda de un grupo de amigos, todos típicos nerds de la electrónica. Y como todo el mundo sabe, lo que empezó siendo una aventura casi adolescente, adquirió luego dimensiones extraordinarias capaces de poner en jaque al emporio de la informática IBM y hasta, como dicen los especialistas, de cambiar el mundo. Pero la película no profundiza en ninguna de estas cuestiones, tal vez dando por descontado que el espectador ya está suficientemente informado al respecto, y trata de ventilar aspectos de la personalidad de Jobs, a quien muestra como un genio contradictorio, capaz de ser cruel y despiadado con sus amigos y también con quien fuera su pareja y madre de su primera hija, a quien se resiste a reconocer. El guión sigue de manera lineal en el tiempo la sucesión de hitos que marcaron la evolución de la firma Apple, que primero surgió como una plaqueta que podía ser conectada a un monitor o televisor y que cualquiera podía armar en su casa, hasta los nuevos chiches como el IPod y demás. Y brinda algunas pistas de las rencillas internas que se generaron en la empresa, que hasta en algún momento desplaza a su propio creador de la conducción de la misma. Un tema tan interesante que hubiera justificado una película aparte pero que aquí apenas se queda en el apunte. Lo que sí es verdaderamente destacable es el trabajo de caracterización que hace el actor Ashton Kutcher, quien aprovechando su parecido físico con Jobs, copia sus gestos y su modo de caminar hasta provocar casi una ilusión óptica, aunque eso no se traduce en otros logros que hubieran sido necesarios para dar una verdadera carnadura al personaje. Los realizadores también tuvieron la misma dedicación en la caracterización de todos los otros personajes, en lo que se ve una preocupación bastante acentuada por la apariencia, para que su fisonomía se ajuste lo más posible a la de cada uno de los verdaderos protagonistas. Se hace deseable que hubieran tomado la misma dedicación para ahondar en la historia.
Una fábula moral y social Ken Loach es una marca registrada en el cine universal. El director británico es dueño de un estilo propio inconfundible, caracterizado principalmente por tratar en sus películas las luchas sociales, conflictos de clase y situaciones que tienen que ver con una mirada crítica del mundo industrializado moderno. “La parte de los ángeles” no es una excepción en su filmografía (“Tierra y libertad”, “Pan y rosas”, “Felices dieciséis”, “Riff Raff”), aunque en esta oportunidad prefiere eludir el crudo drama desolador y presenta una versión de lo mismo, pero en tono de comedia. Los protagonistas de esta historia, que transcurre en Glasgow (Escocia), son un grupo de jóvenes marginales, vagos, delincuentes de poca monta, buscavidas, que atrapados por la policía en algún incidente callejero, son condenados a realizar trabajos sociales para su rehabilitación. Uno de ellos, Robbie, es un ex presidiario que intenta dejar atrás su pasado violento, pero por sus antecedentes, no consigue trabajo. Está de novio con una chica socialmente mejor posicionada porque es integrante de una familia que regentea locales nocturnos. La muchacha está embarazada, a punto de dar a luz, cuando Robbie se mete otra vez en problemas. Los otros integrantes del grupo son Albert, un “colgado”, como dirían aquí; Rhino, un bueno para nada; y Mo, una jovencita cleptómana y sin hogar. Todos ellos son regenteados por Harry, un educador social que tiene a su cargo dirigir los trabajos que deben realizar los chicos, en su programa de rehabilitación, como pintar paredes, limpiar calles o cementerios, y ese tipo de cosas. Entre tanto, la novia de Robbie, Leonie, da a luz un varón, pero su familia quiere mantener al muchacho lejos de la madre y del niño. Robbie no se resigna y tiene otro tipo de aspiraciones. En una ocasión, Harry lo invita a una degustación de whisky, y él va con sus amigos. En ese mundo tan particular de expertos y especuladores, aparece la oportunidad que el joven está buscando. A partir de esa experiencia y algunos contactos, los discípulos de Harry se proponen encarar una aventura que les puede dejar algunos pesos, aunque para ello tienen que trasladarse hasta Londres. El relato toma ahora un tinte picaresco y muestra las andanzas de estos improvisados degustadores, que un poco por audacia y otro poco por suerte, consiguen salir bastante airosos en su empeño. Pero lo más importante es que Robbie logra dar forma a su proyecto: tener un trabajo estable y reunirse con Leonie y el bebé. Lo que hace entrañable a esta película es la manera simpática con que Loach muestra a estos antihéroes, un poco ingenuos, pero con códigos, para lo cual trabaja con actores no profesionales, apoyados por un par de actores profesionales veteranos, consiguiendo un relato fresco, una pintura de un retazo de la realidad, que no obstante no agobia al espectador con el drama social, al ofrecer una salida a los personajes. “La parte de los ángeles” refiere a cierto porcentaje de whisky que se evapora de todas las barricas y simbólicamente alude a los personajes de la película, que están ahí, en los límites, tratando de reinsertarse en un mundo que los rechaza.
Una lección acerca del control Stéphane Brizé (1966) no es un director muy conocido, aunque es obvio que pertenece a la escuela francesa. “Algunas horas de primavera” es su quinto largometraje y muestra un rigor formal que evidencia una sólida formación profesional e ideas claras. En un tono intimista, narra los últimos días de una anciana, Yvette, en algún lugar de Francia, supuestamente cercano a la frontera con Suiza. Yvette vive sola con una perra en su apartamento, típico de clase media. Es obsesiva con el orden y la limpieza, y con el aseo personal. Por sus movimientos, se ve que cada día cumple una rutina invariable y tiene un control absoluto sobre todo su pequeño hábitat. Pero su vida se verá alterada con la llegada de Alain, su hijo de 48 años, cuya presencia la incomoda. Resulta que Alain viene de purgar una condena de 18 meses en la cárcel por un asunto de contrabando de drogas. Era camionero y ahora está desempleado. Es un hombre solo, introvertido y no demuestra mucho afecto por su madre. Tampoco hay manifestaciones de afecto de parte de ella. Se ve que la convivencia es forzosa y no deseada por ninguno de los dos. Apenas se hablan y cada movimiento de uno molesta al otro, sin proponérselo. Hasta que Alain descubre el secreto que guarda su madre: tiene una enfermedad terminal y ha decidido acabar su vida en Suiza, en una clínica donde ofrecen practicar la eutanasia a pacientes desahuciados. A pesar de la dureza del caso, ninguno de los dos se permite emociones y pronto empiezan los reproches, la violencia y el pase de facturas entre madre e hijo, y alguna que otra mención al padre, ya muerto, como figura también conflictiva para ambos. Alain consigue trabajo de basurero pero no lo conforma y renuncia. Seduce a una muchacha, Clémence, pero sus inseguridades lo hacen desistir de esa relación. Encuentra refugio en un anciano amigo de su madre, que en algún momento los tiene que contener a ambos. El cuadro de situación es complejo y cargado de tristeza, aunque no llega a los golpes bajos ni al drama lacrimógeno. Ni aún en momentos tan graves, madre e hijo consiguen aflojarse para confiar uno en el otro, aunque el vínculo es muy fuerte y tampoco se rompe. Sin decirse todo lo que tal vez hubieran querido decirse, finalmente se despiden y la anciana, acostumbrada a planificar su vida hasta el último minuto, cumple su voluntad a rajatabla, y su hijo la acompaña en su decisión sin protestar. “Algunas horas de primavera” es un relato realista, minimalista, que se detiene en un momento de la vida de los personajes en el que uno llega al final y el otro tiene que remontar un mal paso y tratar de volver a insertarse en el mundo social. Con sólo un puñado de información, el espectador entiende que hay amargura, conflictos no resueltos, una abrumadora soledad y un vacío afectivo que hace difícil imaginar cómo podrían hacer para salir de su mutismo y parálisis. ¿Qué hará Alain cuando vuelva a la casa de su madre y ella ya no esté? ¿Podrá rehacer su vida y salir adelante? No se sabe, dependerá de él aprovechar las chances que la vida todavía le ofrece. Por su parte, Yvette concluyó las cosas como las programó, dejándole un ejemplo de orden, decisión, autoridad y control. Y también, en el abrazo del adiós, consiguen liberar un poco los sentimientos, a pesar de todo, en un final digno, como ella quería.
Arte carcelario y catarsis colectiva Los hermanos Vittorio y Paolo Taviani son conocidos en el mundo del cine por representar la vertiente del realismo socialista o neorrealismo italiano, con gran influencia de Roberto Rossellini. Sus películas más memorables son “Padre Padrone” (1977) y “La noche de San Lorenzo” (1982). Muy politizados, sus enfoques siempre refieren a la lucha de clases y los conflictos sociales. En esta oportunidad, reaparecen luego de varios años de silencio, con una obra singular que mereció el premio Oso de Oro de la Berlinale (2012). “César debe morir” es una adaptación libre de la tragedia “Julio César” de William Shakespeare y refiere a la creación colectiva de un grupo de reclusos, en una cárcel de máxima seguridad próxima a Roma, Rebibbia, como una de las actividades de rehabilitación que cumplen dentro del presidio. El relato comienza mostrando la escena final de la obra, cuando Bruto, arrepentido por haber participado en el asesinato de César, su mentor, solicita a uno de sus seguidores lo ayude a cometer suicidio. La obra concluye y los actores saludan en el escenario. Inmediatamente después, el film retrocede seis meses y en riguroso blanco y negro se dedica a narrar toda la preparación previa de ese significativo acontecimiento. De modo que la mayor parte del relato cinematográfico se despliega en el interior de la cárcel de Rebibbia, lugar donde los presos que cumplen distintas condenas por hechos delictivos de variada implicancia, se reúnen en la biblioteca del penal y bajo la dirección del funcionario que tiene a su cargo los talleres culturales, empiezan a diseñar la representación de la tragedia shakespeareana. El film muestra una especie de casting, en el que cada recluso se presenta a sí mismo y ofrece un perfil de su carácter histriónico, y también de su procedencia. Luego, se hace el reparto de personajes y después empiezan los ensayos, que tienen como locación distintos lugares de la cárcel, mientras, el teatro está sometido a obras de refacción para la gran función con público, meta final del trabajo que motiva a todos. Valor humanístico del arte “César debe morir”, lejos de ser una película convencional, se trata de un producto carcelario con características estéticas rudimentarias, aunque no por ello menos significativas, y es evidente que los hermanos Taviani se proponen expresar el valor humanístico del arte, cuya experiencia permite una suerte de reflexión acerca de la propia condición a cada uno de los actores. Y precisamente, la interpretación de una tragedia, que por momentos se confunde con la vida misma dentro de la cárcel, los lleva como grupo y también de manera individual a la experiencia de la catarsis aristotélica, logrando la tan añorada redención o la liberación por el arte. “César debe morir” no es un producto de consumo fácil ni cómodo, no es una película cuyo fin sea el entretenimiento ni el espectáculo como negocio, es un experimento de laboratorio que muestra las posibilidades que ofrece la experiencia estética, en el proceso de reconciliación de un grupo de personas bajo castigo con la sociedad de la que fueron apartados por sus conductas lesivas. La película termina igual que como empieza, con la función teatral y el público aplaudiendo, luego de las escenas finales, marcando la diferencia por el uso del color en ambas secuencias, como queriendo decir que paradójicamente, la vida verdadera transcurre en ese momento de comunión entre los actores y los espectadores, momento en que se produce la magia del fenómeno estético, remarcando que es algo que está al alcance de todos.