Un gran cuento de hadas se distingue porque tiene magia, contiene de manera metafórica una lección sobre el mundo (que podemos aceptar o no) y todo está en la forma en que se narre más que en los conceptos que se viertan. Pues bien, Frozen, que es un análisis con escalpelo del amor filial, tiene varios elementos que lo hacen un film diferente. No, no son las muchas canciones y no, tampoco que haya galanes y villanos y monstruos y seres mágicos. No: lo que tiene es un personaje que parece un superhéroe (una superheroína, seamos precisos), pone en tela de juicio la cuestión romántica (el amor de pareja, seamos claros) como único garante del orden social o única llave de la construcción de una comunidad, y no deja de mantener uno tono medio, nunca demasiado dramático ni demasiado cómico, en el que cada una de las critaturas del cuento realmente parece humana. También contiene un gran trabajo de guión, muy sutil, en la construcción del villano, que explica totalmente por qué esta es una película de amor pero no un film “de novios”. Vaya y vea con la mente abierta.
Lo que tiene de bueno esta película de Martin Scorsese, que sigue girando obsesivamente alrededor de personajes obsesionados (su tema, después de todo) es que es muy divertido. Por cierto, también es muy largo (por un minuto, el más largo de toda su carrera) y en ocasiones esta historia de un jovencísimo broker que llega a las cimas de la riqueza y el delirio demasiado pronto gira en falso y parece carecer de síntesis. Pero en esos momentos, Scorsese es el mago que saca de la galera una escena divertida, una tensión inesperado, un personaje que rompe con lo que estamos viendo. Puede ser una chica demasiado linda, un tipo demasiado loco, un joven demasiado inteligente: lo cierto es que Scorsese los muestra no como humanos sino como lo que queda de animales (de allí que el nombre le quede muy bien al film) dentro nuestro, ese elemento anárquico y salvaje que está, siempre, dispuesto a clavarle los dientes al cuerpo social. Leonardo Di Caprio comprende muy bien el juego (las palmas, de todos modos, se las lleva Jonah Hill, un genio cómico en las mejores manos) y hace de su protagonista el anti-Virgilio: en lugar de hacernos atravesar el Infierno dantesco, nos obliga a recorrerlo a puro disfrute. ¿Es Scorsese, de todos modos, un moralista? Sí, lo es, pero también sabe -y hacía mucho que no se daba cuenta- que sus valores no son universales. Por eso este retrato amoral lo coloca en su verdadero mundo, aunque haya menos tiros que de costumbre.
La cruza de dos géneros: la comedia geriátrica (viejos actores quejándose de sus articulaciones) y la comedia alocada de viaje a Las Vegas. El resultado es, como corresponde, proporcional al profesionalismo de los actores, que aquí son Michael Douglas, Robert De Niro, Morgan Freeman y Kevin Kline, cuatro tipos que sacan esto de taquito e incluso le insuflan ciertas posibilidades para el placer. El director es el oscilante (a veces inepto, a veces no arruina el film) John Turteltaub. Sí, ya imaginó y sabe todo.
Este film es de esos que uno no espera. Sí, es “de terror”, pero no es puro susto y se va construyendo poco a poco, paso a paso, casi parsimoniosamente. Una familia que vive en el encierro para conservar costumbres centenarias tiene que enfrentarse con el mundo exterior. O, si usted quiere, al revés: el mundo debe enfrentar algo totalmente fuera de su experiencia, algo, sí, terrorífico. El peso de esta historia no está colocado en el efecto fácil sino en la actuación de los personajes, que poco a poco van develando un grado de locura notable. De hecho, el film, que plantea como núcleo el canibalismo, obliga a preguntarse si la paranoia o el miedo no son una locura mayor que comerse a una persona (por cierto: la respuesta es “no, tenemos miedo o somos paranoicos porque hay gente que se come a la gente”, pero durante el film tal verdad bascula y eso es lo bueno). Una pequeña y bien realizada artesanía cinematográfica sin grandes estrellas pero con grandes ideas.
Hace mucho, mucho tiempo, Billy Wilder realizó un film llamado El gran carnaval, donde un minero quedaba atrapado en una posición de fácil rescate y un periodista en la mala lo utilizaba para montar una operación gigantesca que lo devolviese a la fama. La chispa de la vida es, en gran medida, una remake, salvo que el punto de vista esta vez es el del hombre atrapado y el trasfondo, la crisis económica que atraviesa España. La diferencia también reside en que el humor de Álex de la Iglesia es más salvaje y repentino que el de Wilder, pero el problema básico reside en que la historia se vuelve alegórica, que su potencia satírica se vuelve crueldad y que las lecciones que debemos extraer de la situación nos estallan en la cara con una evidencia demasiado notable. Es una pequeña hazaña del guión que la negrísima posición en la que queda el personaje mantenga nuestro interés, pero para ello -también- debe el film volverse derivativo, en ocasiones sin rumbo, en busca de una tragedia anunciada. De la Iglesia multiplica las peripecias y los pequeños sketches para estirar el momento, un poco como los mismos personajes de la historia, aunque no siempre resultan pertinentes. Las perfectas actuaciones y buenas líneas de diálogos equilibran el panorama y permiten que el mensaje llegue a la audiencia, aunque sea algo que ya hemos visto y escuchado, y que quizás al ir al cine no tengamos demasiadas ganas de volver a oír.
Como todo policial negro, el film es también un paisaje social: un hombre sin trabajo y con familia termina haciendo cruces de droga en la frontera con Paraguay. Los apuntes sociales son más interesantes que la trama policial en sí, construida de manera demasiado mecánica como para integrarse con el resto del asunto. Lo mejor de la película, de todas maneras, es que su breve duración permite una gran concentración dramática. Pero queda a mitad de camino.
No está mal este documental sobre el mundo del boxeo, que sigue a cinco pugilistas en sus idas y vueltas de gimnasio y guantes, de barrio y cruces de golpes. Más allá del tema -que tiene una amplia tradición cinematográfica-, lo que vuelve interesante al breve film son sus protagonistas, a quienes uno desea seguir y ver. El resto, para el espectador avezado, no sonará demasiado original, aunque el realizador Víctor Cruz hace lo posible para eludir la mayoría de los lugares comunes.
Bueno, es así: hay un terrorista islámico y agente israelí en una especie de juego de gato y ratón, y el trasfondo es el atentado a la Amia. El film es una coproducción aunque en su mayoría es venezolano y generó reacciones y polémicas en su país. Pues bien: dejemos de lado que la ficción tiene razones que la razón no entiende, que se inspire en un hecho real (¿o vamos a protestar por una obra maestra como El Ciudadano a esta altura?) y todo lo que es ajeno a lo cinematográfico. En ese aspecto, nos encontramos con un episodio de serie de televisión, con un film clase B mediocre, como mucvho, con poco para ver y, sobre todo, con una parábola ramplona. La idea de “las dos caras de la moneda” puede ser válida siempre y cuando se desarrolle con sutileza, casi subterráneamente. Aquí es todo directo, de tal modo que el espectador no deba sacar ninguna conclusión de nada porque el film se las provee. Tema aparte, lo que hace de un film algo memorable no es su apego a la realidad sino su forma, que tiende a lo eterno. No es el caso, por supuesto.
Quien esto escribe es fan de Tolkien y fan de la versión fílmica de El Señor de los Anillos. También admira mucha de la obra de Peter Jackson. Quien esto escribe, además, no considera que la fidelidad a un texto sea un valor fílmico. Dicho esto, el gravísimo problema de El Hobbit -mucho más notable en esta segunda parte que en la primera- es que padece de inflación. Compárese: El Señor... es una novela de 1.500 páginas condensada a diez horas fílmicas. El Hobbit es una novela de 400 estirada a diez horas fílmicas. En el proceso, se nota mucho lo superfluo, el relleno. En esta segunda parte hay notables secuencias de acciòn que podrían recortarse del film y servirían como perfectos cartoons de aventuras. Y hay una cantidad gigantesca, desproporcionada, de diálogo cursi, de palabras rimbombantes que no quieren decir nada, de subtramas imposibles. Al mismo tiempo, Jackson apela incluso al material que Tolkien no publicó en vida. Pero esto es un defecto del autor: a estas alturas, es un niño que quiere el álbum de figuritas completo, cuya única ambición es darle movimiento a una serie de libros adorados. Desgraciadamente, falla en lo principal: contagiarnos al menos la razón por ese amor a Tolkien, o al menos su pasión por la lectura fantástica y el cine. Hay buenos actores (Martin Freeman quizás es el único que entiende el juego) y lo que le hicieron a Orlando Bloom es infame.
Un joven, un invento, dos empresarios bastante inescrupulosos y una especie de combate sordo (bueno, no tanto: si no, no habría película) entre estos personajes por una potencial fortuna. El director Robert Luketic (el de la siempre genial, siempre subvalorada Legalmente rubia) firma un thriller efectivo y muestra que es un gran director de actores con dos tipos difíciles como Harrison Ford y Gary Oldman. Sí, claro que vale la pena verla, cómo no, especialmente por la tensión que crean estos monstruos en cada escena.