La primera “Lluvia…” se convirtió en una de las películas de animación digital más originales dentro de un panorama que ya ha establecido sus propios lugares comunes. La segunda tiene una ventaja: conocemos de qué se trata y, también, a los personajes; el acento está menos en la historia que en la capacidad de invención de los dibujantes y animadores, que llegan a extremos de auténtico –y efectivo– surrealismo. El film cuenta cómo la comida restante de la primera película ha cobrado vida de las maneras más absurdas y pasan de ser una serie de graciosos gags a una verdadera amenaza. Sí, es cierto, hay un trasfondo “ecológico” en lo que vemos, pero es realmente lo de menos. Sin tener la precisión emotiva del primer film, que además de hacernos reír nos enamoraba de sus criaturas, esta segunda parte apuesta todo al ritmo a veces desenfrenado y a la sorpresa gráfica. En general, acierta, aunque en ocasiones los gags se tornan derivativos, como pequeños cartoons dentro de la gran película (algo que se ha vuelto una costumbre en esta clase de films, pero que aquí resulta un poco saturante). Lo interesante, de todas formas, es que “Lluvia…” captura el ojo con colores alegres y una especie de felicidad anárquica, que no siempre aparece en el cine animado industrial, demasiado preocupado –cada vez más– por recuperar inversiones millonarias.
Aldo Paparella monta aquí una ficción sobre los extremos, el fanatismo y la desesperación, centrándose en el sacerdote de una secta y asesino compulsivo, que finalmente encuentra un amor apasionado y total. La película tiene elementos de thriller, tiene erotismo y busca zonas oscuras que, el ocasiones, logra plasmar con precisión gracias al buen trabajo de los actores. Pero en ciertos momentos, también, se nota cierto regodeo en lo “oscuro”, que deja al espectador la impresión de algo forzado, incluso sobreactuado.
María Victoria Menis ha mostrado a lo largo de su filmografía que sabe cómo llegar al fondo sensible de sus personajes. Esta fábula sobre la pobreza, basada en el amor entre dos chicos marginales de 13 y 17 años, esquiva muchos golpes bajos y el miserabilismo, riesgos mayores de una propuesta de este tipo. Pequeña, sensible y bien realizada, la película recorre al mismo tiempo una ciudad y sus suburbios como un laberinto que refleja las emociones de sus protagonistas.
Quienes vivieron los setenta, esos años dorados de la Fórmula 1 saben que la pelea Nikki Lauda-James Hunt se había vuelto mitológica (algo que nunca fue, disculpen el recuerdo, la reyertita Reutemann-Alan Jones). El director Ron Howard logra, en las escenas de peligro y carreras, transmitir algo del peso físico de la historia, algo que la asemeja bastante con su -hasta hoy- mejor film, Apollo XIII. Los actores cumplen perfectamente, y quienes crean que Chris Hemsworth es nada más un paquetote carilindo verán que sí, bueno, lo es pero también sabe actuar. Lo que no se logra, y aquí es donde uno puede decepcionarse un poco, es el peso dramático, mucho más cercano a lo televisivo que al propio cine. El problema no es tanto que haya lugares comunes (qué film no los tiene) sino que parecen más fruto de la pereza que de la convicción, como si los actores, al decir ciertas líneas, se dijeran a sí mismos “no puede ser que alguien diga esto y lo crea”. Pero los motores rugen, y eso es lo que vale.
La película de Brian De Palma de 1976 es una obra maestra solo rechazada por quienes desconocen el cine. Como dijo alguna vez el gran crítico Ángel Faretta, más que un film de terror es el último gran melodrama, y es cierto: el amor imposible, el rechazo social, la compleja tensión familiar y el estilo colorido y desmelenado son sus ingredientes. Kimberley Pierce es una buena cineasta, y cabía esperar de ella una re-versión del texto que lanzó a la fama a Stephen King. Pierce había logrado un gran melodrama femenino con “Los muchachos no lloran”, y si bien ha tenido altibajos, es una cineasta coherente con sus principios. Pero tanto respecto de la obra de la directora como respecto del peso del enorme antecedente, esta “Carrie”, con las excelentes Julianne Moore y Chloe Moretz, queda a mitad de camino. Pierce pone el acento en el peso de la represión y de la mirada de los otros contra la mujer, y el despertar de Carrie es ni más ni menos la liberación de pulsiones, mucho más que el estallido moral –y político– del film original. El problema de Pierce reside en que no termina de crear un mundo totalmente propio, de apropiarse del cuento. Allí es donde la película decepciona, incluso si tiene momentos que rozan lo brillante. Hay algo más con Chloe Moretz: siempre vemos una adolescente bella “afeada” para la película –es decir, se nota el artificio–, y eso, una falla técnica, termina afectando la potencia dramática. Con sus peros, de todas formas, una versión interesante.
Había una buena idea en la primera Kick Ass, que por otro lado provenía del comic en el que se basa: que no siempre la voluntad permite que nos transformemos en lo que querramos. En la crítica a esa idea de la utopía americana y en su mezcla de violencia disparatada y parodia constante del super héroe, el film lograba ser interesante, fresco, incluso emotivo. Pero esta segunda parte tiene todos los defectos y ninguna de las virtudes de la primera. Aquí, el accidental éxito del joven enmascarado y sin talento ni fuerza lleva a otros fans a convertirse también en vigilantes enmascarados, lo que causa cierto caos. Pero las bromas para entendidos, la búsqueda del efecto físico más o menos gratuito y el desliz hacia la pura parodia hacen que aquello que tenía de interesante, de humano y de ambiguo el film original se diluya absolutamente. Da la impresión de que al director le interesan menos los personajes que diseñar un lindo póster. Una buena idea que ya dio todo lo que podía dar.
Uh, bueno, De Niro y Travolta son veteranos de Bosnia, parecen amigos, uno se quiere vengar del otro y van ahí uno contra otro en lo salvaje, y después vienen los reproches y las heridas terribles. Sí, quizá es un poco un lugar común grande, y lo que esperamos es ver a dos actores sacarse chispas. El problema es que el relato está filmado a desgano y sobreexplicado. Una menos.
Un hombre razonable, demasiado enamorado de su muy bella esposa, descubre que ella tiene una relación paralela, lo que lo lleva a la tragedia. El film decide tomar como norte el drama interior de los personajes y la retórica de la culpa, lo que vuelca casi todo el peso de la puesta en escena en el trabajo de los actores. Y si bien es perfecto, eclipsa esa dimensión extra que el cine provee a lo que, de otro modo, sería correcto teatro. De todos modos, apreciable.
Es extraño cómo la mirada sobre una película cambia de sociedad en sociedad. Este cuento de una familia suburbana que es poco a poco atacada por una fuerza maligna que se apodera de ellos (sí, ya la vio mil veces) es descripta en los EE.UU. como una “metáfora de cómo la crisis económica destruye la sociedad”. Aquí quizás esa lectura se nos escape (un poco, tampoco tanto) y lo que queda es una bien orquestada sucesión de efectos terroríficos y un film que apunta más a cómo sienten los personajes que a usarlos como maniquíes del susto. El realizador Scott Stewart lleva dos ficciones de terror-ciencia ficción con mucho de religioso (Legión y Priest) y aquí sigue tratando de acercarse a su modelo John Carpenter. En algunas secuencias (el ataque de los pájaros, resuelto con la misma limpieza que en la excelente El conjuro) lo logra. En otras parece buscar su estilo a pura reelaboración de clichés. Si quiere un buen susto, lo va a obtener.
La palabra podría ser “insustancial”. Pero sonaría despectivo, porque la constante de la obra de Sofía Coppola hasta aquí es, justamente, pensar qué es “insustancial”, qué es lo que nos fascina de los brillos fugaces de la fama y sus vestimentas. Salvo en su opera prima, la excelente “Las vírgenes suicidas”, en todas sus películas la idea de ser parte de una elite y vivir en o por ella aparece como una reflexión. “Amo la fama” es la historia de una banda de adolescentes que robó casas de estrellas y famosos, más fascinados por penetrar ese universo glamoroso que por el dinero en sí mismo. Que el film, elegante y sincero, se base en una noticia real no es lo de menos: el estilo de cuento de hadas moderno que Coppola imprime en todas sus ficciones y que es, en cierto punto, perturbador –en cuanto comprendemos los deseos demasiado humanos de sus protagonistas, demasiado “insustanciales”– choca contra la conciencia de que tales personas existen en el mundo detrás de la pantalla. El problema siempre en el cine de esta directora es el regodeo en la espontaneidad de algunos gestos, en la deriva circunstancial. No es que esté “mal” en sí, sino que diluye la potencia dramática o la precisión de la mirada y transforma la película en un caramelo pop de consumo inmediato. Al mismo tiempo, su mayor virtud y su mayor defecto. Incluso así, es un film para mirar con atención, de una realizadora que tiene una voz propia. No es poco.