Misterios del cine: cómo logró tener carisma Dwayne Johnson, al punto de que lo hacen actuar con Susan Sarandon (agua y aceite) y funciona. El infiltrado (señor que se mete en la mafia para que su hijo no vaya preso por una bobada) es un film clase B con presupuesto clase A, bien realizado y entretenido, donde el ex The Rock hace lo que sabe con absoluta precisión y los demás intérpretes comprenden el juego. Viva la clase B en pantalla grande.
James Wan tiene un pecado que corregir: haber iniciado la infame serie de descuartizamientos de El juego del miedo. Sin embargo, ya en ese film había encontrado cómo recuperar la tensión para el cine de horror. Y si bien aún se puede esperar de él una obra maestra, es cierto que viene mejorando. Especialmente, ha crecido en la manera como dirige actores. Aquí no hay nada realmente nuevo (casa embrujada, crimen pretérito, presencias ominosas, fantasmas, curas, sustos de todo tipo y color, violencia) pero todo está dispuesto de tal modo que se vuelve, por una parte, efectivo; por otra, es como si lo viéramos por primera vez. El gran engarce de todos estos elementos radica en la calidad de los intérpretes, que actúan como si realmente creyeran en lo que sucede alrededor. Al rostro liso y simple de Patrick Wilson se le complementa el torturado aspecto de la gran Vera Farmiga, o las arrugas preocupadas de Lili Taylor. Incluso si no gusta del terror, un buen drama paranormal.
Quien esto escribe no está muy entusiasmado, últimamente, con Pedro Almodóvar. Pero “Los amantes pasajeros”, sin cambiar la impresión sobre los films anteriores del manchego, permite comprenderlos mejor, incluso encontrarles virtudes. El film es una comedia, un melodrama y un juego entre ambos registros que implica un regreso del realizador a sus momentos más libres y creativos. No se trata aquí de enrevesar la trama (que lo es) sino de divertirse haciéndolo. Hay un avión, hay una emergencia absurda, y hay un conjunto de personajes coloridos (“colorido” es el adjetivo que mejor le cabe a Almodóvar); lo que parece una especie de parodia y homenaje a los films de la setentista serie “Aeropuerto” es, en realidad, una suerte de confesión: con humor y amor, Almodóvar coloca en esa nave que va hacia algún lado en la historia pero a ninguna parte en la puesta (son claves esos planos donde vemos al avión yendo al mismo tiempo a derecha y a izquierda) a los personajes que ama, a los actores que forman parte de su familia.
Liberado el film del peso de “iniciar” al espectador en el pitufismo, esta segunda entrega permite que el humor fluya mejor. En sus mejores momentos, estamos ante el recuerdo generoso de Looney Tunes. En los peores, el film se ve como quien ve pasar un colectivo desde la ventana. Y están Hank Azaria (un cómico enorme desde siempre) y ese comediante que entiende todo llamado Neil Patrick Harris. Si tiene la obligación de llevar a los chicos, difícilmente se aburra. Quédese tranquilo.
Con mucho más humor y menos explicaciones, estos grandes actores de siempre vuelven a jugar a los superespías retirados. Ahí está Bruce Willis y ahí está John Malkovich, pero sobre todo está una de las mejores actrices de la historia y de las que menos se ha tomado en serio, la enorme Helen Mirren. El film mejora muchas cosas del anterior y, como ya había hecho su director Dean Parisot en la no estrenada pero excelente Héroes fuera de órbita, construye lazos humanos a partir de la pura aventura.
Cosa más rara aún: DOS películas argentinas buenas o muy buenas a la vez. Esta, además, es excelente. Viola es el tercer largometraje de Matías Piñeiro, creador de El hombre robado y Todos mienten (además, se incluye en la exhibición su bellísimo corto Rosalinda). En este caso, Piñeiro toma una comedia de Shakespeare (Noche de reyes) no para rehacerla sino para destilar las enseñanzas del Bardo en una película que sí, es una comedia romántica; sí, es un retrato social de cierta parte de la juventud; sí, es un film que declara su amor por el cine y no (muy grande ese “no”) es una obra amanerada que le guiña el ojo al especialista. Viola, la chica que ensaya una obra de teatro y tiene una empresa clandestina de videos piratas, es un personaje divertido e inteligente, y la arquitectura del film nos obliga a no dejar de mirarlo. Piñeiro, además, está sólido en el manejo de su material y en el desprejuicio a la hora de la invención y se consolida como un autor que quiere, sin demagogia, comunicarse con el público. Imperdible en serio.
Después de “Mi primera boda”, un film de loables intenciones cómicas pero desparejo y en ocasiones falto de timing, el realizador Ariel Winograd logra su mejor película a la fecha. “Vino para robar” es la historia de dos ladrones o estafadores (en este caso ejercen ambas innobles pero interesantes profesiones) interpretados por Daniel Hendler y Valeria Bertuccelli, con el aporte de quien cada vez más se perfila como el actor cómico que el cine argentino necesita, Martín Piroyanski. La trama es ingeniosa incluso si está construida –de modo evidente y divertido– alrededor de lugares comunes de este subgénero “hay que afanarse algo imposible”, que siempre es adecuado para lo cinematográfico.
Otro documental realizado por una mujer, Mal... cuenta la historia de un niño perteneciente a una comunidad indígena que debe ser operado, una intervención a la que sus padres y toda la comunidad se oponen. El conflicto tiene tanto aristas culturales como éticas, e involucra a toda clase de actores. La mayor falencia de la película es su estilo, que recuerda demasiado a la televisión de denuncia; aún así, el tema y la historia mantienen la atención de modo constante.
Las historias carcelarias nos enfrentan con el mayor de todos los temores: la pérdida de la libertad. Este sobrio documental, articulado por las voces y los momentos cotidianos de tres internas del penal de Ezeiza que canalizan sus experiencias a través de la escritura poética, nos permite reflexionar sobre cuál es la verdadera dimensión de esa libertd, sin ahorrar una precisa descripción social. Algunos momentos quizás resultan forzados, pero hay una mirada humana no precisamente edulcorada sobre las protagonistas.
La idea no es mala: una estafadora profesional “roba” identidades, o más bien utiliza los datos de otras personas para hacerse con dinero y bienes. Un hombre decide recuperar la suya y evitar que el robo siga, con imprevisibles consecuencias. Pues bien, el problema es que les acabamos de mentir: ninguna de las consecuencias es imprevisible sino que se ven venir a kilómetros y la mayor parte de la gracia se reduce a que Sandy es un nombre tanto de hombre como de mujer, lo que pone en ruta a un señor atildado y a una delincuente obesa. Aunque Jason Bateman y Melissa McCarthy son dos buenos (en ocasiones, excelentes) comediantes, aquí todo está mal. En primer lugar, escasea la sangre de la comedia: el timing. A McCarthy se la deja sola con su gordura como si la gordura, por sí misma, fuera graciosa. Y los mensajes aleccionadores que, se supone, justifican que se realicen películas (mal universal, no solo de Hollywood: después de todo, fue invento de Stalin) parecen generados por una máquina aleatoria de aforismos. La nada en pantalla grande.