Atom Egoyan no es un director muy avispado. Habiendo visto, sin querer queriendo, algo así como un 80% de su filmografía, debo afirmar que es un director muy torpe. Su última película, Recuerdos Secretos (Remember), no es la excepción. Afortunadamente Atom logró que Plummer le protagonizara la película y que su performance eclipsara, por momentos, los agujeros de la trama. Plummer interpreta a Zev, un viejo que padece de demencia senil. Max (Martin Landau), un compañero del geriátrico que se encuentra en silla de ruedas, envía a su amigo senil a un road trip de venganza entregándole una carta mágica y salvadora con instrucciones que lo guiarán en su empresa. Ambos señores mayores son sobrevivientes del Holocausto y su objetivo es asesinar al nazi culpable de la muerte de sus familiares. ¿Cómo un viejo de 90 años que no puede ni recordar que su propia mujer acaba de morir logra recorrer largas distancias? Gracias a los niños, la esperanza de la humanidad, inocentes pichoncillos que de alguna forma u otra encuentran esta carta tan importante y guían al abuelo a su destino. La performance de Christopher Plummer eclipsa, por momentos, los agujeros de la trama. Este geronto-road trip, este Memento de la tercera edad, va decayendo e intenta levantar cuando Zev se encuentra con Hank de Breaking Bad, un nazi lover, pero termina desbarrancando astronómicamente. Luego, tras una búsqueda desesperada por resignificar lo que hasta aquí hemos visto, hacia el final del tercer acto, hay una vuelta de rosca inesperada. Cuando la película tendría que terminar, dejando un poco de aire al espectador para que “reflexione”, Atom, que quizá cuando leyó el guión por primera vez no entendió bien lo que pasaba, nos explica extensivamente la vuelta de tuerca, como si fuéramos boludos. Conclusión: para ver películas de señores mayores haciendo road trips, ver Una Historia Sencilla; para ver una de gente que se olvida todo todo el tiempo y necesita pistas para llevar a cabo su venganza, ver Memento (a la cual Atom o su guionista le afanan mucho); y para ver una del Holocausto que te deje pensado como Dios manda, en un lugar muy incómodo, ver Black Book de Verhoeven.
La Habitación (Room) explora la relación madre-hijo en un terrorífico y lúgubre contexto. Má (Brie Larson) fue secuestrada a sus cortos 17 añitos por un hijo de puta que la encerró en un cobertizo –una casillita insonorizada y blindada en el medio de su jardín- y nunca más la dejó salir. Violándola regularmente a lo largo de los años, en algún momento el Viejo Nick le hizo un pibe (Jack), que nació y creció en cautiverio y que no sabe nada de nada del mundo exterior. La película está contada a través de los ojos de Jack (Jacon Tremblay) y se divide en dos grandes actos: cautiverio y libertad. La capacidad de Lenny Abrahamson para contarnos una historia tan oscura sin ser condescendiente con sus personajes, ni ampararse en el morbo y la victimización, es distinta e interesante. Allí donde otros hubieran metido el dedo en la llaga y escarbado bien adentro, Abrahamson se abstiene y le da otro enfoque. Lamentablemente, la pifia al usar ese recurso de la voice over tan superfluo de Jack, que resulta empalagoso y de mal gusto, demasiado evidente y poco efectivo, así como la elección de una banda sonora que es más aburrida y molesta que funcional. Otra cosa para reclamarle a Abrahamson es que nos hace un poco de trampita a la hora de cambiar el punto de vista para mostrarnos un poco más de la historia de su madre y así le quita lo que podría haber sido un plus de terror, curiosidad, intriga. La capacidad de Lenny Abrahamson para contarnos una historia tan oscura sin ser condescendiente con sus personajes, es distinta e interesante. Después de dedicarle 45 minutos a la vida en cautiverio, Abrahamson se toma su tiempo (hora y cuarto) para desarrollar lo que pasa después y, de nuevo, donde otro hubiera terminado la película o hubiera acelerado las cosas hasta el final, él nos muestra el duro proceso de adaptación y mete a sus personajes en una nueva prisión que ya no es material ni tangible, sino mental, y que es igual de tremenda. La incapacidad de Jack de asimilar su nuevo entorno es devastadora gracias a una excelente actuación por parte de este nenito que a la hora de filmar tenía ¡7 años! -Oscar para Tremblay y no para el nabo de Eddie Redmayne, por favor-. El dolor extenuante de Má, interpretado por Brie Larson que la rompe, es recontra visceral e impecable. Aplauso a Abrahmson como director de actores: 5 minutos de Jack en escena deberían avergonzar a mucho grandulón que sigue robando en la pantalla grande. Sigo sin entender por qué castearon a William H. Macy, que aparece unos tres minutos y tiene cinco líneas de diálogo… Otro de esos misterios del mundo del casting que nunca podremos resolver. A La Habitación le falta un hervor y un poco más de fuerza y convicción para haber sido excelente, pero igual anda y atrapa. Sí o sí hay que llevar pañuelos, porque te va a hacer llorar y llorar.
Pacto Criminal (Black Mass) es una película más del montón. Brevemente y sin espoilear voy a mencionar simplemente que la historia gira en torno a una alianza entre John Connolly (Joel Edgerton), un agente del FBI, y James “Whitey” Bulger (Johnny Depp), un mafioso oscuro y de poca monta en ascenso, ambos del sur de Boston. El objetivo de esta alianza: bajar a la “cosa nostra”, John queda como un capo en el laburo y junta unos manguitos extra, mientras Bulger se saca de encima a la competencia y todos contentos. La última película de Scott Cooper (La Ley del más Fuerte, Loco Corazón) está basada en una historia real -con placas al final sobre el paradero de cada uno de sus protagonistas y todo-. Whitey Bulger al parecer fue un criminal muy conocido tanto por los numerosos crímenes sanguinarios que cometió como por su relación de parentesco con un senador de Boston -tranca 120, este psicópata asesino es el hermano de un ex senador yanki, para todos los que piensan que EEUU es tierra de Jauja-. Con respecto al “come back” de Johnny Depp y a su actuación, de lo cual se habló mucho, me parece interesante distinguir lo siguiente: engordar o adelgazar, raparte cuando tenés 50 y te quedan tres pelos locos que no sabés si te van a volver a crecer, teñirte de gris, ponerte lentes de contacto, afearte, todas estas cosas de por sí no te convierten necesariamente en un buen actor. Si bien Whitey Bulger es todo lo contrario a un Jack Sparrow, no nos engañemos, Johnny acá está tan disfrazado (digamos caracterizado que suena mejor) como en Piratas del Caribe o como en cualquiera de las otras películas que viene haciendo en los últimos años; de hecho, se asemeja más a un reptil que a un humano. Scott Cooper tiene la historia, tiene a los personajes y tiene a los actores pero carece de visión y de talento para contar y hacer algo con todo lo que tiene sobre la mesa. Es por eso que no tomaría esta película como el regreso a la pantalla de un Johnny Depp rescatado o sobrio (¿acaso eso importa si es funcional a la película?). Acá no dejó atrás ni las caretas ni los extremos, esto es más de lo mismo, pero en vez de hacer chistes, Depp está serio onda Francella en El Clan. Pero al contrario de Guillermo, Bulger da miedito; una atmósfera siniestra lo rodea y cuando aparece él baja la temperatura en el Cinemark. Lamentablemente, cada vez que el director manda un plano de Bulger, me encontré buscando debajo de esos los lentes de contacto, de esa prótesis nasal, de esos kilitos y pelada, a Johnny Depp y no pude dejar de sentir un gran distanciamiento con respecto a lo que estaba observando. Lo que quiero decir es que, a pesar de que Johnny esté bien o mal, siempre vislumbré y busqué al actor y nunca pude terminar de creer que ese de la pantalla era Bulger, nunca pude terminar de meterme de lleno en la película, ya que me pareció muy evidente y manifiesto su artificio, algo que claramente no era buscado. Cambiando un poco de tema, existiendo tantas películas de gángsters mucho más interesantes, como por ejemplo Los Infiltrados del genio Martin Scorsese -y que también retrata a la mafia del sur de Boston-, la verdad que me cuesta mucho poder apreciar a Pacto Criminal. Su personaje principal no me parece interesante por más extraordinario que haya sido en la vida real o por más “rica” que sea esta “historia verdadera”. No me interesa saber por qué hace lo que hace, ni cómo, ni cuando, ni dónde, ni con quién, lo cual es un problema de dirección. Cooper tiene la historia, tiene a los personajes y tiene a los actores –Edgerton y Cumberbatch son buenos– pero carece de visión y de talento para contar y hacer algo con todo lo que tiene sobre la mesa, nos presenta una ilustración de algo que pasó escudándose en generar climas en torno a una figura siniestra durante unas dos horas. Al que no exija mucho, veo por qué puede apreciarla, pero si tengo que elegir a unos gángsters southies, me quedo con Martin, Di Caprio, Nicholson y Matt Damon de acá a Irlanda del Norte.
Cosas terribles les suceden a los yanquis cuando salen de su preciado y civilizado Estados Unidos de América. Más allá de sus fronteras, el mundo es salvaje, el progreso nunca va a llegar y sus habitantes son bárbaros. Pero pará, no, esto no es tan así. ¿Qué pasa si en realidad este tercer o cuarto mundo está baqueteado producto de los negocios turbios entre los yanquis y otras potencias, la corrupción y las multinacionales? Todo esto y mucho más en Sin Escape (No Escape). Sin Escape está muy bien. Una familia de Texas con unas niñitas adorables debe emigrar a un país del sureste asiático ficticio, cuyo nombre nunca es mencionado, debido a que papá se quedó sin trabajo. La mejor, y única, oferta laboral se la ha hecho una multinacional que trabaja con ciertos recursos naturales (si no me equivoco, saneando el agua) de este país en cuestión. A menos de 24hs de aterrizar, esta familia se encuentra en medio de una revuelta sanguinaria, en donde los extranjeros son perseguidos y exterminados violentamente por un grupo extremista local. Encapuchados de rojo, esta masa avanza, destruye y mata todo lo que hay en su paso. De aquí en más, “it’s every man for himself”. Hay que rajarle a esta horda porque o te parten la jeta de un palazo, te clavan un machetazo, te bombardean desde un tanque o te tirotean desde un helicóptero. No, la verdad es que no hay salida y Jack Dwyer (Owen Wilson), un hombre común y corriente, debe hacer lo que sea necesario para proteger a su mujer (Lake Bell) y a sus dos hijas. La dupla guionista-director de los hermanos Dowdle logra que mantengamos la colita al borde del asiento durante varias secuencias, que nos mordamos las uñas, que exhalemos aliviados y que descomprimamos con alguna pequeña carcajada cuando sea necesario. Una película violenta, apta para gente impresionable -la violencia no es sumamente explícita pero nos podemos hacer bien la idea de lo que está pasando- y que nos trae de vuelta después de muchos años a nuestro querido Owen Wilson al cine de acción. Owen se calza las llantas y, junto a Lake Bell, también reconocida por sus papeles cómicos, arranca a correr con las pibas bajo el brazo. Afortunadamente para los Dwyer, James Bond (Pierce Brosnan) hace una pequeña aparición y, en situaciones extremas (machetazo, violación), se hace presente, de la nada, para rescatarlos. Es que Hammond (Brosnan) no sólo rescata a nuestros amigos, sino que también intenta ayudar a los Dowdle poniendo de manifiesto en algunas pocas líneas lo que de otra forma nunca nos hubiéramos podido enterar: la masa mata porque entre la multinacional empleadora de Dwyer, los yanquis y un primer ministro corrupto, privatizaron los recursos naturales de su país y el pueblo será esclavo de este maldito sistema colonialista corporativo. Por si no quedó claro, la horda mata porque los dejaron sin trabajo, sin agua, sin futuro. Los yanquis y las corporaciones son malos y están asesinando a sus familias, entonces la horda contraataca. Después de unos setenta minutos de película en los cuales esta masa (y léase que digo masa y no gente, ya que es más bien presentada como un horda zombi que quiere ver correr sangre –no sólo la extranjera, ya que se bajan a unos cuantos de los “suyos”- tan crudamente como quienes purgan en La Noche de la Expiación), persigue a Owen y a esas nenas, quienes intentan escapar de esta bestia sádica que pide sangre y con la cual es imposible empatizar, me vengo a enterar de que los malos son los yanquis, puuucha. Y acá es donde los Dowdle fallan fuerte y convierten a esta película de acción a lo Una Noche para Sobrevivir o Búsqueda Implacable en una especie de drama político progre pelotudo, en algo serio, que quizá podría haber funcionado pero no, porque a los Dowdle no les da. El problema de la dupla es justamente cómo construyen al otro, malos muy malos, una representación maniquea, unidimensional. No hay una intención de crear un personaje con un poco de profundidad; de hecho, no hay intención de que ningún asiático de la película sea personaje, abusando, sin querer queriendo, justamente de la reducida visión occidental que quieren criticar. A su vez, la exploración del comercio global y corporativo es tan básica como la representación de esta masa. Y la explicación llega muy tarde, al final del segundo acto, y se percibe como un momento de “culpa blanca” o “mea culpa”. Los hermanos Dowdle construyen a un enemigo bajo una representación maniquea, unidimensional. Quizá también el hecho de no darle identidad al otro puede habilitar a que alguno que otro piense que el corporativismo colonialista occidental es un problema sólo cuando impacta a una buena familia blanca de clase media. ¿Y las nenitas asiáticas tan simpáticas muriéndose de hambre en dónde están? ¿Qué tiene que ver violar, obligar a punta de pistola a que una nena mate a su propio padre en un callejón oscuro con defender a tu familia del hambre y la miseria? Claramente esto no es lo que los Dowdle quisieron contar, pero su falto conocimiento de causa –la dupla se dedica a hacer terror desde hace varios años, tienen en su haber The Poughkeepsie Tapes, Quarantine (adaptación estadounidense de la española REC), una tal Devil y una muy patética película sobre la cual ya he hablado, Así en la Tierra, Como en el Infierno- hace que la película haga agua por algunos lugares. Quizá hubiera sido mejor contar una historia de personaje en el lugar equivocado en el momento equivocado y, en vez de meterse con temas “serios”, trabajarnos un poco más en el tercer acto, que va en decadencia. La cereza en la crema del helado del progre pelotudismo es el hecho de que la tierra de la salvación sea Vietnam. Los vietnamitas dan asilo político a la familia Dwyer, los malos no pueden pasar sus fronteras. De hecho, no me llamaría la atención que a esta historia la hayan ubicado en el sudeste asiático sólo para que los Dwyer encuentren refugio en Vietnam. En fin, la verdad es que si dejamos de lado algunas cuestiones, que durante la película pueden ser ignoradas o pasadas por alto, Sin Escape es altamente disfrutable. Más allá de que uno puede ver venir de lejos lo que los hermanos Dowdle quieren hacer, y también que ciertos conceptos escapan a sus mentes, la película está muy bien realizada, hay un constante clima de tensión necesario para sostener este tipo de película y la presencia de Owen Wilson suma muchos puntos a favor. Aunque quizá no lo parezca, la recomiendo.
Imposible hacer un comentario sobre Hotel Transilvania 2 sin tener en cuenta que dicha película se estrenó en nuestro país en una versión doblada al castellano, mejor dicho, un latinoamericano neutro que nadie en el universo habla. Por lo tanto, si la querés ver, te la tenés que comer doblada como lo hice yo -o ir a las 23.55 al Village Recoleta-, lo cual te puede llegar a producir graves daños neuronales. Sinceramente, no sé cómo funca el sindicato de los señores que doblan las películas, pero tendría que haber una ley que obligara a que si se estrena una película doblada en el país que sea en nuestro idioma y no en un pseudo esperanto latino. La cantidad de veces que tuve que escuchar la palabra CUL y FRIC me revolvió los órganos, aquellos ubicados en la parte más recóndita de mi abultado cuerpecito. Afortunadamente para mis compañeros de proyección, la vi con el estómago vacío, porque si no les hubiera vomitado mis viseras. ¡Hablá en castellano!, pensaba para mis adentros, mientras que las frases en latam me cacheteaban en 3D gracias al maldito Dolby Surround Sound 7.1. Habiendo dicho esto, y haciendo un intento infrahumano por separar imagen de sonido, desafortunadamente a nivel contenido la película es una gran estupidez, sólo apta para niños de cuatro años de coeficiente intelectual sospechoso. Sin haber visto la primera, y sin claras intenciones de hacerlo, deduzco que en aquella el protagonista, un “Shagy” del nuevo milenio (Jonathan), se enamora de una mujer vampiro (Mavis) y se ponen de novios después de enfrentar ciertos obstáculos relativos a sus diferentes procedencias. En Hotel Transilvania 2, estos personajes que no tienen nada de especiales y ni un atisbo de tridimensionalidad, se casan y sus familiares y amigos aceptan este matrimonio interracial humano-monstruo porque son re progres. El problema aparece cuando la pareja tiene un pibe, Dennis: el abuelo Vlad, que es moderno hasta ahí, quiere que el chiquito sea vampiro. Todo bien con que mezclemos razas, religiones y hasta preferencias sexuales, pero el abuelo quiere un nieto colmilludo, sobre todo porque si Dennis no se revela como vampiro antes de su quinto cumpleaños, su hija decidirá mudarse a California con la familia de su marido, ya que Rumanía no sería un lugar adecuado para criar a un humano. En Hotel Transilvania 2 los personajes que no tienen un atisbo de tridimensionalidad. Cuestión que el abuelo Vlad (sí, Vlad por Vlad Dracul, también conocido como Drácula) se lleva al chiquitín de viaje con sus amigos monstruos -que ya no sólo no asustan a nadie, sino que tampoco tienen ganas, así como el director tampoco tenía ganas de hacer una película, pero lo habrán obligado- para sacarle el vampiro que se esconde adentro de Dennis, y para que así le bajen los colmillos. Después de unas desventuras poco interesantes y de varios chistes que aluden a películas de terror pero que se pierden en la “traducción”, la película llega a una última pelea final, una secuencia que parece ser la única a la que los creadores le pusieron algo de onda, y después de escuchar la palabra CUL otras 25 veces agradecemos que lleguen los títulos finales. No pude creer cuando leí el nombre de Adam Sandler en los créditos. Acto seguido, googlié un toque y vi la papota que hicieron en la taquilla. En ese momento, entendí todo.
La última película de Baltasar Kormákur (The Deep, 2 Guns), basada en hechos reales, nos cuenta la trágica historia de un grupo de montañistas que escalaron el Monte Everest en 1996. Al parecer, lo que ocurrió durante los días 10 y 11 de mayo de ese año, fueron los eventos más trágicos de la historia de la montaña hasta la fecha. La película transcurre a mediados de los 90’s, momento en que estalla la movida “vamos todos a escalar el Everest” y, a las empresas que ya existían y ofrecían este tipo de viaje, se le sumaron unas cuantas más: En abril del ‘96, veinte grupos distintos se dirigieron a Nepal con el motivo de escalar el pico más alto de este planeta. Everest hace foco en el grupo liderado por Rob Hall (Jason Clarke), un neozelandés dueño de una empresa de turismo llamada Adventure Consultants que ya había escalado el monte varias veces, y sus clientes: una montañista experimentada (Naoko Mori), un tejano pedante (Josh Brolin), un reportero, que escribiría la novela en la cual está basada la película (Michael Kelly) y un cartero sin un peso partido al medio (John Hawkes). Como en ciertos tramos de la escalada la montaña estaba hasta las manos, generando así congestionamientos peligrosos -onda la cola del Hoyts del Abasto un domingo a las cinco de la tarde en vacaciones de invierno-, el grupo de Hall se termina aliando a otro liderado por Scott Fischer (Jake Gyllenhaal), un yanki cancherito que te escala el Everest mientras se clava un faso y se toma un whisky. En casa se quedaron Keira Knightley, la preñadísima mujer de Hall, y Robin Wright, la jermu de Brolin. Emily Watson interpreta a la jefa del campamento base (Helen Wilton) y también aparecen Sam Worthington (Guy Cotter) -que no entendemos bien qué está haciendo ahí pero que gracias a google descubro que al día de hoy es el CEO de Adventure Consultants- y Harold (Martin Henderson), a mi entender, una especie de mano derecha de Hall. Última en esta enumeración, pero no por eso menos importante, vale mencionar a un personaje más: la montaña. Frases como “la montaña hace su propio clima”, “la montaña es la que decide” y “no existe competencia entre nosotros sino entre nosotros y la montaña” le otorgan un poder absoluto y tirano al Everest, el principal archienemigo del escalador. Es que escalar el Everest no tiene que ver con estar en buen estado físico, tener las nalgas, los bíceps y las gambas duras, ni con estar dispuesto a soportar el frío, bancarse el vértigo o a fumarse toda esa nieve pegándote en la jeta sin parar. Escalar el Everest es enfrentarse a la muerte misma, ya que, literalmente, el cuerpo humano empieza a morir poco a poco cada vez que se subimos más alto. Porque el oxígeno ahí arriba es tan, pero tan fino que los humanos no lo podemos respirar y es por eso que nuestro cuerpo empieza a dejar de funcionar lentamente, produciendo cosas re copadas tipo edema cerebral, hipotermia, hipoxia, alucinaciones, congelamiento de las extremidades y finalmente la muerte. “Ustedes me pagan (¡65 mil dólares!) para que los baje con vida, no para que los suba” dice el amigo Hall. Y aquí es donde la película empieza a hacer agua-nieve. ¿Por qué cualquier persona de este universo arriesgaría una manito, una nariz e inclusive su propia vida para escalar esta montaña? “Porque está ahí” es la mejor respuesta que parece encontrar Kormákur. Si bien tampoco es necesaria una respuesta mística y mega profunda, y si bien hay algunas pistas del por qué mal articuladas, hubiera sido necesario explorar más a fondo la psicología de estos personajes, que terminan siendo bastante planos en contraste con la inmensidad de los efectos tridimensionles de la película. Quizá sea por un intento del director o de los guionistas de respetar las motivaciones de quienes murieron o sobrevivieron, pero hay un momento en que la película se torna descriptiva, algo así como una recreación de un hecho catastrófico, perdiendo dramatismo. A esto habría que agregarle otro reto que se le suma a Kormákur y del que no sale airoso. Por momentos no entendemos nada: no sólo porque el fondo es blanco con más blanco y los tipos están encapuchados hasta la médula obligándonos a deducir su identidad por lo poco que se ve del color del traje que tienen puesto, sino que no entendemos muy bien cómo es la movida de la escalada. Hay datos técnicos que tienen que ver con cómo se manejan los escaladores con los cuales uno no está familiarizado y, sumémosle a todo esto, la presencia de muchos personajes pobremente delineados a los cuales les tenemos que seguir la pista sin entender bien ni cómo es que se relacionan entre sí. ¿En dónde está Sam Worthington y qué corno está haciendo ahí? Escalar el Everest es enfrentarse a la muerte misma. A favor de Kormákur, alto laburo a la hora de meternos en el paisaje. Esta película hay que verla sí o sí en 3D, es obligatorio, si no, no tiene sentido. No tendré el ojo muy afilado para este tipo de detalles, pero me resultó casi imposible diferenciar las imágenes generadas por computadora de las reales. La montaña se ve hermosa, aterradora e infinita, se puede ver, escuchar y, con un poco de imaginación, hasta sentir el viento que atraviesa las grietas de la montaña, frío y cortante, embistiendo a los escaladores. Sentimos lo frágiles que son esos cuerpecitos, agarrados tan solo con un hacha que, puesta en contexto, parece de juguete y unas fuckin’ cuerdas, atesorando hasta el último aliento, en medio de esa inmensidad blanca. La tensión, el estrés, la incertidumbre, la falta de oxígeno, el vértigo, se suman y combinados logran una experiencia que te mantiene con el culo en el borde del asiento y el pañuelo en la mano. Pero, lamentablemente, a este clima muy bien logrado se le oponen situaciones inconclusas, que supongo tendrán que ver con esto de mantener una neutralidad sobre los eventos o con el respetar a los muertos y a los vivos, pero que en un punto hinchan las bolas. La película en ningún momento juzga a sus personajes, tan solo te los presenta pero, al tratarse de la vida de unas 5 personas y al plantear que hay cosas que no salieron como deberían haber salido por errores humanos, el espectador pide una resolución, un responsable, alguien a quién putear más que al clima del Everest. Queremos saber ¿qué es lo que pasó con los tanques de oxígeno y con esas malditas cuerdas? ¿Por qué corno Hall, un tipo experimentadísimo y que está esperando un hijo, toma las decisiones que toma? ¿No era que le pagaban para bajar a los escaladores del Everest con vida y no para subirlos? ¿Cuál es el papel que juega el personaje de Jake Gyllenhaal, al que nunca entendemos bien qué le pasó? Porque por algo me lo pusiste acá y le pagaste unos billetes… Esta historia es terrible y deprimente. Estos escaladores, como muchos otros, siguen ahí en este mismo momento, conservados intactos, como Walt Disney, por el hielo, como si se hubieran quedado dormidos tapados por un infinito acolchado de nieve, en pausa. Después de una secuencia larguísima y devastadora, Kormákur nos muestra las fotos de los verdaderos protagonistas de esta historia y nos revolea los créditos por la jeta, con la fuerza de una soga tensa que se corta, sin darnos un minuto para desagotar toda esa angustia que acabamos de acumular. Parece que a él también se le acabó el oxígeno y nos larga de la sala con un pie todavía en el Everest, conteniendo el aire, el que recién sentimos que empieza a circular por nuestro cuerpo cuando se prenden las luces o cuando llegamos a las escaleras.
Terapia en Broadway (She’s Funny That Way) es una comedia en de enredos protagonizada por el cast & crew de una obra de Broadway cuyas vidas se encuentran interconectadas sin querer queriendo en forma de un triángulo, o mejor dicho, un hexágono amoroso. En varios flashbacks, la fantasiosa Izzy (Imogen Poots), quien cree firmemente en los finales felices y en el glamour del viejo Hollywood, le cuenta a una cínica periodista llamada Judy (Illeana Douglas), cómo de un día para el otro dejó de ser una call girl para convertirse en “la estrella más grande de Hollywood“. Con un exagerado acento newyorkino que nos dará la pauta de lo artificio del relato que se desplegará a continuación, se describe a sí misma como una musa que ha inspirado a muchos hombres, hasta que una noche, uno de ellos, la inspira a ella. Ese hombre es Arnold Albertson (Owen Wilson), un putañero romántico que cree fervientemente en que “tu puedes cambiar tu vida” y renombrado director que ha viajado a Broadway para trabajar en una obra que protagonizará Delta (Kathryn Hahn), su mujer, y el ex amante de ella, Seth (Rhys Ifans). Terapia en Broadway resulta entretenida y simpática. Casualmente, Izzy termina siendo casteada en la obra de Arnold y se ve involucrada románticamente con Joshua (Will Forte), guionista de la misma y reciente ex novio de Jane (Jennifer Aniston), actual terapeuta de Izzy. Sumémosle a toda esta info un juez con una obsesión por las rubias, un detective privado que debería jubilarse, Cybill Shepard (la ex de Peter Bogdanovich), una madama llamada Vicky (Debe Mazar), la aparición de Quentin Tarantino y muchísimos otros talentos Hollywoodenses que desfilarán por la pantalla para recordarnos que esto es puro artificio. El resultado es una película nostálgica y anacrónica, que hace referencia al cine de Hollywood de la década del 40 y a la propia obra del director. Entretenida y simpática, no es particularmente una buena película, pero mientras pasaban los créditos, debo admitir que estuve agradecida de que existiera y de haberla visto.
Que exista un Ant-man es una idea ridícula. Este superhéroe es un tipo que se pone un traje especial que, al apretar un botón, libera una partícula llamada “pym” que causa que los átomos de su cuerpo estén más cerca y, por lo tanto, pueda reducir su tamaño pero, a la vez, tener muchísima fuerza y, además, mediante una especie de audífono, poder comunicarse telepáticamente con sus aliadas, las hormigas. Por supuesto que los creadores de Ant-Man sabían que tenían entre manos un personaje kitsch y absurdo, y es por eso que le entraron a la película de lleno del lado de la comedia, reclutando a pesos pesados. Sus guionistas fueron nada más y nada menos que Joe Cornish (Attack the Block), Edgar Wright (Shaun of the Dead, Hot Fuzz, Scott Pilgrim vs the World, The World’s End), Adam McKay (Anchorman 1 y 2, Talladega Nights: The Ballad of Ricky Bobby) y Paul Rudd (Clueless, The 40-Year-Old Virgin, This is 40). Inicialmente, la película iba a ser dirigida por Wright, pero éste fue reemplazado por Peyton Reed (Bring it On, Yes Man) después de que Wright se abriera del proyecto debido a que entre los que ponían la papota y él existían “diferencias creativas irreconciliables”. El acercamiento cómico es entendible, sería imposible tomarse en serio a un súper héroe hormiga y, si bien hay un gran mérito en no haberlo convertido en un chasco, lo que hace a la comicidad en Ant-Man: El Hombre Hormiga no termina de funcionar. El humor está regulado, contenido, no hay mucho en juego a nivel trama ni a nivel emoción. Scott Lang (Rudd), un ex convicto Robin Hoodesco, quiere probarle a la madre de su hija que puede ser un buen padre. Scott es reclutado por el Dr. Hank Pym (Michael Douglas) para evitar que su ex protegido, Darren Cross (Corey Stoll), le venda la fórmula para encogerse a los malos (los HYDRA). Una historia de redención que involucra frases tales como: “lo hago por mi hija”, “sé el héroe que tu hija ya piensa que eres” y todas esas giladas. Dejando esto de lado, me atrevo a decir que Paul Rudd la juega demasiado de simpático y lindo. Nos regala un planito de su lomo laburado a lo tablita de lavar la ropa pero, la verdad, hubiera preferido que le dedique más tiempo a trabajarme los chistes que a hacer abdominales. Hasta los chistes que funcionan, -porque varios funcionan- se ven opacados por este miedo al riesgo de probar otra cosa, a punto tal que todo resulta deserotizante, como si te cogieran con las medias puestas. Y quiero agregar que hay algo un poquito cuestionable en la decisión de que los “minions” de Ant-Man sean un latino, un negro y un italiano, y que sus chistes funcionen solamente porque pertenecen a minorías étnicas. La verdad, a Ant-Man no le da el piné para tener su propia película. A Ant-Man: El Hombre Hormiga le falta decisión y huevos para poder ser una en sí misma y no una más de la masa Marvel. Podríamos atribuírselo al cambio de director sobre el pucho -el estudio ponía las fichas en la personalidad y onda de Wright que laburó en el proyecto unos 8 años-. Será porque ya de por sí el mundo que rodea a Ant-Man no es muy interesante. Este súper héroe carece de mérito propio a la hora de recibir toda esta atención. O acaso Marvel está tirando un poco mucho de la cuerda: Ant-Man no se siente como un estreno merecido, sino como una necesidad de mantener la fábrica andando y hacer entrega de una película sin ningún propósito más que el de sumar otro personaje marketineable a una línea de productos que no para de crecer. Digo, ¿realmente es necesario sumar a este grupete otro miembro nuevo? Porque, la verdad, a Ant-Man no le da el piné para tener su propia película. Así como Guardianes de la Galaxia es la prueba de que algunas veces se puede agarrar a los personajes más marginales y kitsch de Marvel y hacer una gran película, Ant-Man es la prueba de que otras veces, no.
Minions nos cuenta la historia de estas criaturas desde el inicio de los tiempos. Comenzando desde su génesis, pasando por la era de los dinosaurios hasta la época de Napoleón, los minions tienen una sola función en este mundo, una única razón para su existencia: encontrar al villano más grande, malo y despreciable y servirle –vale aclarar que “minion” en castellano significa secuaz-. Pasa que estos bichitos amarillos son muy torpes e ineptos y no son para nada exitosos en esta tarea de hacer el mal y, habiendo aniquilado sin querer queriendo a todos sus amos, ya sin nadie a quien servir, viven años y años en el exilio, sumidos en una gran depresión. Ya son los 60’s y Kevin, Stuart y Bob deciden salir al mundo a encontrar un propósito para su existencia, un “jefecito” a quien servir. En su camino encuentran a la malvada Scarlet Overkill (Thalía), la primer mujer villana de la historia que los reclutará y les pedirá que lleven a cabo una misión: robarle la corona a la Reina de Inglaterra. Estos chiquitines no saben en lo que se están metiendo, Scarlett quiere robarle el trono a la reina para hacer las maldades más malignas del universo y serán ellos quienes deberán salvar a la humanidad de esta villana. Los minions son unas criaturas muy graciosas que generan una sensación entre tierna y violenta, algo así como un gatito suavecito al que querés acariciar y estrujar fuerte, mientras tenés los dientes bien apretados. Esta precuela de Mi Villano Favorito (Despicable Me), más allá de ser simpática, no supera a sus predecesoras. El personaje de Scarlet Overkill es cero carismático, no le llega a Gru ni a los talones, y su marido, Herb Overkill (Ricky Martin) es flor de nabo. La única que tiene onda es la Reina de Inglaterra, algo que parece imposible, pero que acá Brian Lynch, director de la película, increíblemente logra. Scarlet Overkill no le llega a Gru ni a los talones. El principal atractivo de Minions radica en la ingenuidad de estos bichitos, en ver cómo rebotan, se estrellan, se caen y se chocan entre sí, muy a lo comedia del slapstick, y, por supuesto, su peculiar forma de hablar. La película se apoya mucho en este tipo de comedia física, en la torpeza y ternura de sus protagonistas. Más allá de todo esto, no deja de ser altamente disfrutable. No puedo parar de ver una y otra vez una escena en la que Stuart se chamuya a un hidrante de incendio amarillo diciéndole “hello papaguena, tu le bela con la papaia” mientras aprieto bien los dientes. Bruxismo en estado puro.
La Dama de Oro, o el Retrato de Adele Bloch-Bauer I, es una obra de Gustav Klimt perteneciente a la familia judía Bloch-Bauer, que fue “confiscada” por los nazis en la década del 30’. Durante muchos años, esta pintura fue exhibida en la galería austríaca Belvedere, siendo uno de sus principales atractivos, algo así como una especie de símbolo nacional, una Mona Lisa austríaca. La película de Simon Curtis cuenta la historia del caso de María Altmann (sobrina de Adele Bloch-Bauer y exiliada a los Estados Unidos en 1938) vs. la República de Austria, el intento de María de recuperar esta obra y todo lo que esta simboliza, pero con el contratiempo de que el gobierno austríaco no la quiere largar ni a gancho -vale agregar que la pintura está tasada en 135 millones de dólares. Helen Mirren interpreta a María, una mujer mayor, medio estirada y quisquillosa pero que en el fondo es una copada, y el “talentoso” Ryan Reynolds a Randol Schoenberg, su joven e inexperto abogado. Curtis cuenta de manera atractiva algo que en la vida real debe haber sido alto embole. Alternando flashbacks de la ocupación nacionalsocialista en Austria desde el punto de vista de María y mechándolos con el tiempo presente, la cosa se hace más dinámica y entre dramón e injusticia aparecen siempre chistes (mediocres) que le sacan algunos kilitos de angustia a la historia. No hay una gran química entre Mirren y Reynolds, que por más que le quiera poner onda no es Steve Coogan en Philomena (Stephen Frears, 2013), pero la cosa se hace llevadera. Simon Curtis logra que nos involucremos con la causa de María hasta la médula. Tengo una teoría berreta, pienso que películas como esta, que implican ganarle una pulseada a los nazis, siempre van a atrapar al espectador, que vive este tipo de relatos con impotencia y como propios. Simon Curtis logra que nos involucremos con la causa de María hasta la médula, porque si gana significa un punto menos para los nazis, y nos atrapa y nos lleva de las narices hasta el final aunque sepamos la resolución (y aunque sepamos que ese “punto menos” tampoco cambia el resultado). Por último, como gran producción norteamericana, esta película nos trasmite un hermoso discurso pro-yanqui que ya es bastante conocido, algo así como “Estados Unidos es una tierra de justicia y libertad y los norteamericanos son los salvadores del universo y de todas las galaxias far, far away“. La Dama de Oro es una película entretenida, para pasar el rato, indignarse, recordar hechos nefastos de nuestra Historia y lagrimear un poco, pero algunas cosas estaría bueno tomarlas con pinzas, no nos olvidemos de que esta historia está filtrada por una Melita yanqui.