Un clásico griego a la hollywoodense En una semana de estrenos no tan atractivos en la ciudad de Córdoba, elegí como mal menor a “Furia de Titanes”, la remake de Louis Leterrier de la película de Desmond Davis de 1981. No tengo nada en contra del género de acción ni del épico, pero el haber sufrido tantos ejemplos vacíos e inverosímiles, que sólo ofrecían alguna que otra pelea, con algún que otro efecto y alguna que otra pirueta gimnástica, y que para colmo se extendían por más de 2 interminables horas, me había dejado su marca. Claro está que, cuando la acción se presenta con una historia que le da sentido, y más aún, que le da valor, estos filmes son otro cantar. Pero, como dije, ya me había quemado con leche. Y Furia de Titanes se parecía demasiado a una vaca. Quizás estas bajas expectativas con las que había asistido sean la explicación de mi sentir al salir del cine. Ante todo hay que decir que no se trata de un guión espectacular, pero tampoco se puede negar que respeta la estructura clásica hollywoodense, que no cae en grandes baches y que la tensión dramática se sostiene. Dicho de otro modo, es una historia pensada para no correr riesgos y entretener: se basa en el mito griego de Perseo, aunque sin respetarlo demasiado, eliminando escenas y personajes destacados (el caso de Atenea) e incluyendo otros en roles protagónicos (por ejemplo, la bella Io). La trama se plantea claramente desde el inicio, y a partir de allí, cada enfrentamiento solo da paso a los preparativos para el siguiente. Sobre los motivos que dan entidad a la acción, en esta película, al menos, son reconocibles. Aprovechando la compleja urdimbre de conflictos entre los dioses griegos y los hombres (o inventándolos en caso que no existiesen), bastan un par de minutos para trazar un mapa de situación donde abundan las traiciones y los odios, y donde prácticamente todos tienen razones para enfrentarse. En este contexto, Perseo (Sam Worthington, el protagonista de Avatar), un semi-dios, hijo de Zeus pero criado por humanos, desea vengarse del asesino de su familia, el dios del inframundo llamado Hades (Ralph Fiennes, protagonista de El Paciente Inglés), quien a su vez, intenta tomar revancha de su hermano Zeus (Liam Neeson, protagonista de La lista de Schindler) y sumir en el terror a la humanidad. Es así que Perseo, que guarda importantes rencores hacia los dioses, encara esta épica aventura intentando usar solamente su mitad humana, convirtiendo la cuestión en una partida entre dioses y hombres. Un verdadero clásico. Tal planteo puede ser muy interesante, si se lo desarrolla de forma sutil. En cuanto a esto, creo que, lamentablemente, el filme se queda corto, abordando la cuestión apenas lo indispensable y perdiendo la oportunidad de sacarle el jugo a uno de sus puntos más fuertes. No obstante, esto no debería sorprender a nadie. Desde el poster y el tráiler, hasta el no menos explícito título (que tranquilamente podría corresponder a una peli de lucha libre, o de uno de Rocky), es notorio que Furia de Titanes trata de conquistar al espectador a partir del vértigo y la acción, de los ostentosos efectos y las encarnizadas luchas. Ofenderse porque no hubo diálogos metafísicos o de esas profundas metáforas que emocionan, es evidente muestra de haberse equivocado de sala. La propuesta estaba muy clara de antemano. Por esto, creo que tampoco es acertado defenestrar a los actores porque no lograron aquí sus más emocionantes interpretaciones. El elenco contaba con grandes nombres, que brillaron en otros filmes y en otros géneros (no me refiero, claro está, a Sam Worthington, sino a Fiennes y a Neeson). Su desempeño no es más que el resultado de una historia donde prima la acción y se resume todo lo demás. Sin embargo, hay lugar para algunos diálogos rescatables, momentos en que se huye del lugar común y se evitan resoluciones esperables (no doy ejemplos para no quemarlos). Aunque, en el vértigo del relato todo es pasajero, y luego se cae en recursos tan gastados como la representación descaradamente teatral del monte Olimpo, hogar de Zeus y todos los dioses. En cuanto a lo visual, tanto la fotografía como los efectos especiales denotan gran trabajo, alcanzando momentos disfrutables, imágenes donde la realidad triunfa sobre el efecto computarizado. Tanto los pequeños y grandes monstruos están bien logrados en general, y la cámara los muestra lo justo y necesario, mediante ágiles movimientos y un montaje veloz. Entre los puntos altos, por su belleza y definición hay que mencionar a Pegaso, el caballo alado, y entre los bajos, al Kraken, un monstruo de la mitología escandinava “adaptado” a la griega (cosas de la globalización supongo), que parece pariente de Godzilla, si se lo mira con detenimiento. En resumidas cuentas, la película dura menos de 2 horas, y por su ritmo sostenido hizo que se me pasen muy rápido. Es más, al salir del cine volví con muchas ganas de leer mitología griega. No es poco logro para un filme que aparentemente solo desea divertir. Puede que sea verdad, tal como otras pelis de acción, Furia de Titanes no debe ser más que una vaca. Pero la vi y, esta vez, les aseguro que no lloré.
El trabajo de hormiga, según Burman. Si bien no se trata de un guión original, sino de una adaptación de Villa Laura (Sergio Dubcovsky, 2005), realizada conjuntamente por Daniel Burman, Marcelo Birmajer y el autor de la novela (quien es hermano del socio de Burman en la productora que financió el proyecto), pueden reconocerse en Dos Hermanos características muy propias del director de El Abrazo Partido. Desde el inicio, la película se va desarrollando de manera muy sutil, en un ir y venir de situaciones de variada dimensión: algunas fuertes y fundamentales, como la muerte de la anciana madre, el eslabón que unía a los hermanos, al menos en los papeles; otras simples, mínimas, como gestionar el roaming de un teléfono celular. Eso sí, a no confundir simpleza con trivialidad, ya que en estas historias hasta lo más pequeño puede alcanzar enorme trascendencia en el devenir de los personajes. Y es así que, Susana (Graciela Borges) y su hermano mayor, al que no por casualidad siempre llama “Marquitos” (Antonio Gasalla), se encausan en la continuidad de sus existencias de adultos solitarios y de su relación de hermandad, con una pesada herencia de memorias y cosas por decir. Si bien se los verá juntos ocasionalmente, viendo almuerzos de Mirtha Legrand que parecen transmitidos las 24 hs, o robando canapés, sus evidentes diferencias (Susana, soberbia y verborrágica frente al mundo, al punto de volverse insoportable; Marcos, dócil y apacible, con un constante aire de resignación) los pondrán en orillas opuestas del río: ella en su departamento de Buenos Aires, él en una vieja casona de la pequeña Villa Laura, Uruguay. Marcos se irá adaptando a su nueva vida en tierra yorugua y Susana tratará de seguir como si nada en su entreverada cotidianeidad porteña, pero cruzará el río para entrometerse en la vida de su hermano, tratando de evitar “que haga el ridículo”. Hará falta estar atentos, valorar cada detalle, para encontrar los pequeños gestos que conducirán al final. Quisiera ser claro en esto, la peli no me conmovió, y apenas si logró sacarme un par de risas, pero tampoco me dejó el vacío de un filme pasatista. Su agudeza reside en ser capaz de generar una reflexión y/o un sentimiento, sin grandes golpes de efecto. Hay que decirlo, no es una película para quienes buscan ampulosas demostraciones o ritmos vertiginosos, pero si se cumple la única exigencia de ver sin juzgar de antemano y dejarse llevar por la empatía que los personajes generan (principalmente el hermano bueno, es decir, Marcos), el final será recibido como el cierre de una historia revelada con gran sutileza, un verdadero trabajo de hormiga. Sobre las actuaciones habría mucho que decir, Burman se destaca por ser un excelente director de actores. En este caso, admito que fui a ver el filme con cierto temor, ya que no había tenido buenas experiencias con personajes masculinos de Gasalla en cine (entre otros, no me había agradado el empleado administrativo claustrofóbico que construyó para La Tregua). Y al principio, al ver, y sobre todo al oír, al intérprete de Mamá Cora me costó separar el personaje de esta comedia dramática de sus clásicos personajes televisivos, de parodias, farsas y café concert. Pero, al menos en mi caso, la separación tuvo lugar a poco de avanzada la historia. Bastó escuchar un diálogo con la voz un poco quebrada, algo simple, casi mundano, un par de frases que nada tenían de divertido ni de irónico, ni menos aun de inteligente, un par de cosas que cualquiera hubiera podido decir. Fue entonces que Marcos se volvió posible, humano, y se despegó por el resto de la película de sus hilarantes sombras de otros géneros. Aclaro que, en el transcurso de la historia hubo otras incursiones cómicas de Gasalla, pero ya estaban justificadas, no me hicieron ruido, sino que fueron parte del mundo creado por Burman. Acerca de la interpretación de Graciela Borges, solo puedo decir que me pareció muy lograda, el suyo era un duro personaje, por momentos deleznable, que por otra parte siempre mantenía latente su fragilidad, y lo resolvió sin baches. No creo justo achacarle que “el personaje se le parece” o que “siempre interpreta personajes similares”, después de todo, la cuestión es que Susana funciona a la perfección en esta historia. Las otras discusiones son tema para un análisis mucho más profundo, algo que excede por lejos los objetivos de este comentario. Sobre la iluminación, podemos decir que hay interesantes climas, penumbras en la casa materna donde Marcos cumple su rol de escudo, brillantes habitaciones en los onerosos inmuebles que Susana “finge” querer alquilar, intensos contraluces con vista al Río de la Plata y profundas oscuridades en mediodías de persianas bajas en el departamento. De la puesta en cámara, los decorados y la música, como de la totalidad del filme en su conjunto, puedo sintetizar diciendo que están concebidos como una compleja simplicidad (sepan disculpar la paradoja de segunda, pero así lo creo). Todavía no he podido definir qué es la belleza, pero sé que esto se le acerca bastante.