Un eco, un gesto, una señal... La voz impetuosa del escritor Mario Bellatin propone, para imaginar cómo es una tradición, un paralelo entre la vida de una persona y el proceso de añejamiento de un queso en una bodega: “mientras la criatura recién nacida se desarrolla, se reproduce, envejece, muere, un queso que recién será devorado durante el funeral, un queso que será degustado únicamente por las generaciones futuras”. Algo que crece alrededor, que nos atraviesa, de lo que formamos parte como comunidad culturalmente y que, a la vez, se escapa de nuestro dominio. Algo atesorado por descubrir. Algo que exige una temporalidad propia. Algo que se hereda, pero puede reinventarse. La palabra tradición proviene de un verbo en latín que significa pasar de mano en mano, como sucede, a veces, con el cigarrillo. Un gesto. A little love package (traducible como Un pequeño paquete de amor) (2022) escenifica la prohibición de fumar en bares en Austria, el último país que terminó con esta costumbre. Señores, señoras, parejas inmersas en la parafernalia de los cafés pasan del humo a la ansiedad que produce la falta repentina de esa compañía, a generar otras formas de encuentro. No se trata de un adiós melodramático al “fin de una era”, plantea interrogantes sensibles sobre los umbrales entre cambios de época, entre generaciones, sobre los procesos de metamorfosis de los espacios, las emociones, las conductas, los valores personales y familiares. Mientras la luz anaranjada del alumbrado público se enciende lentamente y se expande en la oscuridad, como cuando se quema el papel de liar, la voz cuenta que las protagonistas son dos mujeres que “deambulan por la ciudad. Una trata de mostrar a la otra algo que es incapaz de comprender». Una de estas mujeres está buscando un hogar, una pequeña cajita de amor, y su amiga diseñadora de ambientes la ayuda. Deambulan, recorren despacio y casi en silencio una ciudad oscura, enorme y vacía, como dos flâneries. Sostienen, de a dos, la tradición de caminar, una actividad que permite observar las transformaciones a través de la lentitud, un ritmo contrario a la idea de un progreso desmedido del que no se puede tomar consciencia. La película de Gastón Solnicki lleva a la ficción aquello que no se documenta, rituales perdidos que involucran vicios y los intersticios particulares, íntimos, hacia dentro de lo social. Se proyecta este mes en el MALBA. Además de contar con la mencionada voz en off de Bellatin, participan las actrices Angeliki Papoulia, conocida por colaborar numerosas veces con Yorgos Lanthimos, y Carmen Chaplin, parte del elenco principal de Prisioneros del Sol, y el director de fotografía Rui Poças, que trabajó en Zama (2017) de Lucrecia Martel.
Dulce et tremendum. En algún rincón grisáceo y sin ventanas de Corea, una mujer revuelve una olla y envenena la comida para que su marido muera pronto y sufra lo menos posible las torturas de la dictadura de Kim Jong-Il, que ya se había llevado la vida de sus hijas. Abandona, luego, ese refugio tétrico dispuesta a morir en su patria, sin huir. Un montaje hace una transición lenta entre su imagen subiendo unas escaleras y la espalda de Mateo, quien habla en español y viste una ropa rosa chicle como acolchonada, mientras sostiene una mochila frente a la puerta: tras haberse fugado de la casa de su madre obsesiva, Libertad, busca volver, como quien retorna a su país natal para morir. Se estrena la nueva película de Eduardo Casanova, La piedad (2022). Al ser una coproducción hispano- argentina integrada por realizadores atravesados por el terror como Álex de la Iglesia, Carolina Bang, Florencia Franco y Jimena Monteoliva, y después de películas como el corto Eat my shit (2015) y el largo Pieles (2017), el grotesco asociado al cuerpo entra en el margen de lo esperado. Aun así, no deja de sorprender e incomodar al utilizar el tropo de la madre terrible, común del género, sugestionado por la paranoia que suscita la cobertura mediática del régimen norcoreano. Desde los efectos del control excesivo, se traza un paralelo entre la dictadura y la relación edípica que mantienen Libertad y Mateo, que se intensifica cuando éste contrae cáncer. Su microcosmos, enmarcado en una especie de casa de muñecas y templo cristiano de mármol y predominante rosa pastel, se ve alterado por la enfermedad porque se vuelve necesario el cuidado y, por lo tanto, se permite la intervención constante de la madre sobre el cuerpo del hijo. Tener que salir e ir al hospital abre el riesgo de su separación y, además, obliga a pensar en la proximidad de la muerte. No obstante, la experiencia de la película se enriquece cuando la comparación pierde centralidad para ser devorada por lo abyecto de la maternidad. Cuando Mateo vuelve, se bañan juntos, se acuestan en la misma cama, él se apoya en su regazo y ella lo acaricia. Hace que su madre le de unas pastillas nocivas. Libertad le produce una herida que lo hace sangrar y él le pide con gozo que lo cure. Cuando ella le dice que tiene que comer, se coloca en sus brazos y ella lo amamanta. Su rostro, la teta y el chorro de leche se muestran en cámara lenta como una pintura suave y la música acompaña la perturbadora solemnidad. Estas imágenes remiten a la explicación que hace Julia Kristeva en el ensayo Poderes de la perversión (1980) de lo abyecto como una experiencia de horror específico que se produce cuando se confunden los límites entre lo interior y el exterior, el sujeto y el resto del mundo, lo vivo y lo muerto. La autora ahonda sobre la maternidad, sobre el embarazo, el parto y la lactancia como situaciones que pueden producir incomodidad, entre el amor y la repulsión, justamente por la desestabilización de estos límites: ¿dónde termina la madre y dónde comienza el hijo? Es una pregunta con la que La piedad juega a través del tabú, las convenciones estéticas del exploitation asiático, el musical y el Hong Kong horror, y un humor macabro.