Muñequito en serie Un poco de humor, un poco de superacción y un poco de conflicto paterno-filial. Si hablamos de calidad, Thor es, también, un poco buena. Si algo tiene a favor esta curiosa incursión de Kenneth Branagh en el mundo de los superhéroes de la Marvel es que hace todo con corrección, sin desviarse del cuentito y sin hacer que todo aquello que suele estar mal en este tipo de películas -los diálogos inflamados y los conflictos grasosos- lo esté. Así las cosas, Thor es un entretenimiento divertido y menor, y que como mayor carencia tiene algo que ya se comenzaba a notar en Ironman 2, que excede a su director y a sus actores: y es que se trata de una película sin vida, ínfima, imposible de recordar a la media hora de concluida y que justifica su realización en el hecho de que es la previa de otro proyecto mayor, como es Los vengadores. Esto se adivina en la cantidad de referencias que se tiran y la cantidad de información que se aporta sin que tenga un peso específico dentro de la historia: ¿recuerdan el escudo del Capitán América en Ironman 2? Bueno, aquí todo está más contaminado por el contexto. La pregunta es si ya a esta altura no deberíamos mirar estas películas como una saga que concluirá con Los vengadores, en vez de estar preocupados en lo que ocurre aquí. Y de ahí, otra duda: ¿si lo que ocurre en Thor es insignificante y poco relevante, cuál es el sentido de que nos interesemos por lo que pueda pasar en aquella película que reunirá a Ironman, Thor, Capitán América, Hulk y demás? Evidentemente son películas hechas para los fanáticos y seguidores del cómic, y eso no está mal. Salvo que no se puede negar su escasa proyección como artefacto cinematográfico: nadie recordará de aquí a dos meses Thor, como sí ocurre por ejemplo con el Batman de Tim Burton o con el último de Christopher Nolan. Si bien se nota algo de esfuerzo, Branagh no consigue darle un aspecto autoral a su superhéroe. En definitiva, hablando de Thor hay que decir que sin llegar a las cimas del Hulk de Ang Lee -sí, acepto los insultos-, el film es una rareza dentro del universo de los superhéroes trasladados al cine: importan más aquí los conflictos, los vínculos que entabla el personaje, que las escenas de acción, las cuales aparecen como administrativas, filmadas a reglamento, sin una cuota de imaginación ni de originalidad. Tal vez tenga que ver esto con que Branagh es un director que se encuentra más cómodo entre las intrigas palaciegas que propone la historia creada por Stan Lee, que en las fantásticas luchas entre deidades nórdicas. Posiblemente este haya sido el pensamiento de los productores, quienes vieron algunos elementos shakespereanos, con sus reyes y sus traiciones entre hermanos, y decidieron que Branagh era el indicado para darle dimensiones a este personaje; dimensiones que realmente no llegan ni con el 3D. Thor (Chris Hemsworth), joven y pendenciero, se prepara para ser rey pero luego de meterse en un gran lío y quebrar la tregua entre los de su tierra y otra raza, termina siendo expulsado de su mundo por su padre Odín (Anthony Hopkins). Justo antes de que lo nombren rey. El muchacho del martillo será enviado a la Tierra (gran ironía de Stan Lee, la Tierra aparece como el castigo mayor para los dioses) y tendrá que aprender, entre los mortales, sobre la humildad y la humanidad. Hay muchos elementos del viejo cine de los 40 y 50 -al igual que sucedía en Cars, de Pixar- en esta historia de base: el ganador que cree sabérselas todas y que aprenderá la lección luego de caer en un pueblito. Salvo que aquí las cosas son un poco más “gigantes”. Sobre todo, cuando le mandan un enorme artefacto que tira fuego por sus ojos a eliminarlo. Todo esto, que parece súper emocionante, está contado a reglamento por Branagh, que sin dudas se encuentra más cómodo en los palacios de Asgard que en las batallas o secuencias de acción. También, Branagh puede ser un tipo ligero, y jugar a la comedia con el extraño que llega al pueblo. Posiblemente ahí esté el mayor atractivo de esta película: la diversión ligera y sin mayores pretensiones, tomándose en serio la mitología del héroe pero a sabiendas de que no se trata de otra cosa que una gran fantasía y de un tipo que tiene un martillo con el que revienta a fulanos de cuatro metros de alto. El problema de todo esto, como decíamos anteriormente, es la subtrama que involucra a la organización SHIELD, que convierte a los conflictos de Thor en apenas cotillón. Todo parece contado a las apuradas y sin demasiada pasión, como a sabiendas de que esto es apenas la previa, algo subsidiario de un plan mayor. Su autoconciencia de muñeco de supermercado pone en demasiado primer plano una palabra maldita: producto.
La siesta interminable No es buen síntoma que uno defienda a Una esposa de mentira diciendo que en comparación a lo que venía haciendo Adam Sandler de Click para acá (salvo la feroz No te metas con Zohan), se trata de una comedia romántica más o menos efectiva, que recupera algo del Sandler que nos gusta y que tiene un plus en la química evidente con su coprotagonista, Jennifer Aniston. Sin embargo no se puede dejar de señalar que la nueva colaboración del comediante junto al director Dennis Dugan es una comedia rutinaria, previsible en todas sus vueltas de guión, simplona en la búsqueda de algunos chistes indignos (e indignantes) y hasta con algunos personajes secundarios que no están a la altura de otros personajes secundarios que aparecían en dislates tales como Happy Gilmore, La herencia del Sr. Deeds o El hijo del Diablo. Una esposa de mentira es en realidad una remake, una nueva versión de Flor de cactus, aquella con Walter Matthau, Ingrid Bergman y Goldie Hawn, reformulada de acuerdo a los estándares sandlerianos. El comediante interpreta a un cirujano plástico que tiene un hábito: utiliza siempre una alianza, que le sirve de señuelo para buscar mujeres de una noche a las cuales abandonar ni bien sale el sol. En una de estas peripecias, conoce a una joven veinteañera (Brooklyn Decker) por la que realmente siente algo, pero el equívoco con la alianza lo lleva a tener que inventarse un matrimonio al borde del divorcio, con su secretaria (Aniston) y los hijos de esta. Y todos, terminarán involucrados en un viaje a Hawaii. A Dugan le lleva un feo prólogo y un par de escenas desafortunadas organizar el conflicto, pero una vez que lo hace, conduce con mano más o menos certera el camino de equívocos, enredos y cruces de pareja que propone el relato. Una esposa de mentira no es más que eso. Y por suerte no pretende ser mucho más que eso. Evidentemente el problema del comediante ha sido su madurez: dejando atrás el concepto de niño grande violento, iracundo y latoso, se convirtió en un adulto que apenas mantiene lo latoso. Si a la hora de resolver sus conflictos, Sandler fue siempre bastante sensiblero, con el tiempo fue dejando de lado esa sensibilidad, muchas veces entendida como humanidad, y reconvirtiéndola en conservadurismo. Aquí se amaga un poco con eso, ya que obviamente Sandler comenzará a ver a Aniston con otros ojos y esta verá cómo el muchacho es un buen compañero para sus hijos, aunque todo queda tamizado adecuadamente por la estructura de la comedia romántica más convencional. Incluso aparece nuevamente esa habilidad de Dugan para quebrar con un chiste aquellos momentos que pueden estar al borde de lo pueril. Ejemplo: Aniston mira enamoradamente a Sandler mientras le enseña a nadar en la pileta a su hijo, pero el plano abre e ingresa un personaje que reconvierte el sentido de la escena. Esos pequeños rasgos de genialidad que antes eran norma, ahora son excepciones en medio de un mundo de chistes sin timing ni gracia. De los dislates anteriormente mencionados, sobreviven en esta película algunos maltratos de Sandler para los pequeños hijos “adoptivos”, que conforman los mejores pasajes de Una esposa de mentira. Y también la buena dupla que hace con Aniston: son especialmente disfrutables las escenas que comparten y donde se agreden constantemente en medio del juego que han planificado. De todos modos el panorama es tan pobre que uno tiene que andar rascando de la lata para sacar algo. Una prueba para comprobar la intrascendencia de las películas del comediante en la actualidad puede ser recordar todos los momentos de las comedias de Sandler y darnos cuenta que de Click para acá es poco lo que nos queda en la mente: la memoria es una buena herramienta para medir la irrelevancia de algunas obras y artistas. Lamentablemente Sandler se tomó demasiado en serio aquello de “hazte la fama y échate a dormir”. Esperemos que se despierte pronto de la siesta.
Acariciando lo asqueroso La comedia, se sabe, permite hablar de cualquier cosa bajo su manto de socarronería: sólo de esa forma, por ejemplo, puede existir un personaje como el policía José Luis Torrente. Xenófobo, homofóbico, retrógrado, ignorante, cobarde, traidor, misógino, desagradable, el panzón agente es una representación por la vía del exceso de la sociedad más reaccionaria. Este tipo de personajes son interesantes, porque se toman la libertad de permitirnos la risa sobre cuestiones imposibles de reírse con una especie de hábeas corpus moral: sabemos que estamos en el terreno de la comedia y que lo que vemos no es otra cosa que una parodia. El problema comienza -y de ahí sus límites- cuando el público no logra discernir el nivel de parodia y cree lo que la caricatura construye. Podrá decirse que ya no es culpa de la obra ni del artista, sino de aquel que no logra comprender el juego. Pero el problema de Torrente, en su cuarta parte, es que Santiago Segura (su creador y quien le pone el cuerpo) no encuentra cómo ampliar el universo de su personaje y va a lo seguro: el chiste ramplón como único recurso, el comentario políticamente incorrecto ya como sobreactuación, la exhibición de tetas porque sí. Puede sonar más menos gracioso -tampoco es que nos espantemos fácilmente-, pero el asunto es tan de fórmula que uno comienza a dudar de la honestidad de los responsables. Así como estamos, Torrente 4 parece estar del lado de los que se ríen cuando ven un africano porque creen que es motivo de risa. Sin embargo… siempre hay un sin embargo. Porque así son los artistas -y Segura es uno de los buenos-, siempre encuentran la forma de renovarse. Torrente 4: lethal crisis halla sorpresivamente la salvación en un elemento con el que muchos han fracasado: el uso del 3D. Se ha dicho por ahí que la tecnología estereoscópica no estaba bien utilizada en el film. Gran error. Claro que la aplicación de las tres dimensiones se hace en el tono y la forma en la que Torrente podría hacerlo: el policía escupe a cámara varias veces, un culo en la ducha sobresale de la pantalla ostensiblemente, un celular lleno de mierda pende de una cuerda en un grosero primer plano. Se podrá juzgar que si el futuro de la tecnología encuentra su cima en este muestrario de escatologías, el cine se hunde como expresión artística. Hay algo de razón, pero en verdad hacer ese análisis es no entender el juego. ¿Acaso esperaban profundidad de campo y reflexión sobre el espacio en el cine? ¿Por qué minimizar el carácter revulsivo de esa mierda en primer plano? Porque los escupitajos de Torrente en 3D vienen a burlarse de este artilugio que ha sido vendido como panacea y recurso artístico, y que no es más que un espejito de color para recaudar más y sostener la industria. Antes que a John Waters lo hagan filmar a Divine comiendo mierda en 3D en alguna remake, Segura les ganó de mano. El español, en ese gesto, se desmarca de la rutina en la que se ve envuelta su saga y devuelve al cine su categoría de brutal, ordinario y salvaje entretenimiento, que también es una posibilidad del séptimo arte -sepan disculpar los del estómago sensible-. Y, por si fuera poco, inaugura un nuevo subgénero: la escatología en 3D, que esta sí es toda una experiencia. Si el humor guarro es una de las formas de la comicidad en cine, por qué motivo no iba a existir quien se diera el lujo de experimentar con la imagen y las herramientas que aportan las nuevas tecnologías en ese campo. Si esto funciona, además, es porque la ordinariez estereoscópica es coherente con el personaje y fluye dentro del relato, sin convertirse en un recurso forzado o exhibicionista: Torrente no escupe porque ahora el escupitajo sale de la pantalla, sino que el 3D permite darle otro tratamiento a ese comportamiento del protagonista que era habitual. A esta altura, seguramente no importe demasiado de qué se trate Torrente 4: lethal crisis, ni sus guiños cinematográficos bruscos, ni sus excesivos cameos sólo disfrutables –en la mayoría de los casos- para los españoles, ni sus chistes que funcionan a veces y otras son demasiado repetitivos o facilistas. Lo que Segura tal vez esté pensando es en que Torrente volverá recién cuando algún trasnochado reedite el olorama y nos pueda hacer sentir el aroma de esos pedos que se tira el oficial de policía con singular excitación.
Hay un diálogo interesante en Pase libre, uno que deja en evidencia que Peter y Bobby Farrelly no son meros exhibidores de escatologías, sino que piensan los materiales con los que trabajan. Allí Maggie (Jenna Fischer) le dice a Rick (Owen Wilson) que le dará el vendito pase libre para que se tome una semana sin los compromisos del matrimonio, tiempo en el que podrá hacer lo que quiera. Libertad total. Libertad que, por otra parte, demostrará que la constante genitalidad de exhiben en sus diálogos tanto Rick como su amigo Fred (Jason Sudeikis) no es más que el resabio de una adolescencia tardía, y que expuestos al desenfreno descubrirán su infantilismo. Lo que dicen los Farrelly ahí -o al menos intentan- con la autodefensa que elabora el personaje de Wilson es sincerarse y reflexionar sobre las guarradas constantes que han sido eje de su cine, y demostrar que las mismas son parte y no un excedente; que pueden ser constitutivas y no un mero recurso, un manotazo de ahogado. En cierta forma, Pase libre retoma lo expuesto en Irene, yo y mi otro yo, sobre la deformidad conviviendo en equilibrio insano con la normalidad. Pero si Pase libre termina siendo apenas una comedia discreta, es porque por empezar el humor está aguado, la deformidad ha dejado lugar a una ligera incomodidad, y fundamentalmente porque si el objetivo de esta búsqueda es el conservadurismo que exhibe el final, los pedos, los vómitos y las genitalidades se confirman como una broma onanista y pierden su sentido político. Entiendo que los Farrelly se han hecho famosos por un par de errores: ni Tonto y retonto ni Loco por Mary son películas satisfactorias -mucho menos la segunda, que me irrita considerablemente-, pero fueron un laboratorio en el que trabajaron los elementos que posteriormente enriquecerían la superficie de sus comedias. Irene, yo y mi otro yo -su gran obra- e Inseparablemente juntos (una joya no muy conocida es Kingpin) confirmaron que había algo atractivo allí, un universo que recurriendo a las más extremas humoradas de tocador podía explicitar un mundo en el que bajo la normalidad se alimentaba la monstruosidad. Y no sólo la escatología podía ser inteligencia, sino que además la insistencia en los personajes discapacitados o con alguna deformidad representaba una declaración de principios: la humanidad estaba en aquello que, para los parámetros oficiales, se distanciaba efectivamente de los cánones de belleza o sociabilidad. No había corrección política porque la deformidad no era sólo exposición física, sino comprensión real y registro sobre el que se desfiguraban las propias ficciones. En Pase libre hay una primera instancia llamativa: no hay deformidad explícita. Salvo el encargado de un café, un personaje que es un síntoma y una incomodidad constante, los Farrelly deciden que aquí lo feo sea un comportamiento social: el misógino que no para de mirarle el culo a toda mina que pasa, el que se la pasa hablando de sexo, el que parece vivir constantemente frustrado porque no puede encamarse con todas las minas que se le cruzan, y que culpa de todo al matrimonio. Y luego, quieren que esa fealdad sea un tono, una forma de transitar la narración. Obviamente, porque si no no habría conflicto, hay un aprendizaje y el mismo tendrá que ver con cómo estos fulanos descubren que aquello que deseaban no era más que un mito y que la verdad está ahí, al lado, en su casa. Eso lo sabemos más o menos desde que empezamos a ver la película, así que lo que nos interesa es todo lo que hay en el medio, en cómo llegan estos tipos a aceptar la vida marital por sobre la libertad absoluta. Y ese es el principal inconveniente no sólo del film, sino en este caso -y sobre todo- de la comedia. Se podría decir que el problema de Pase libre es congénito, ya que los Farrelly caminaban aquí sobre un territorio demasiado peligroso como para no salir dañados. Antes que nada, debemos señalar una cosa: allá por los 90’s, cuando se hicieron famosos llegaron para retorcer la comedia mainstream, uniendo dos puntos que hasta entonces estaban distantes, la comedia romántica con el humor escatológico. Sin embargo algo pasó en el camino y su cine dejó de interesarle al gran público. Y en todo este tiempo, el camino perdido por los Farrelly fue ganado por Judd Apatow y su banda, más sensibles pero también menos rabiosos. Paseo libre, pues, debe ser interpretada entonces como una forma de los Farrelly de reactualizar sus texturas pero aplicándolas al cine Apatow, mucho más preocupado en cómo se da la maduración de sus personajes. La experiencia de Pase libre es frustrante porque los hermanos pierden -tal vez por primera vez- el sentido de su propio cine: la escatología nunca fluye en paralelo con las situaciones ni con los personajes, sino que aparece para generar incomodidad y violentar cualquier lazo que puedan entablar los protagonistas con posibles intereses sexuales. Así la frustración constante de Rick y Fred no es real, sino que es la que los directores y guionistas deciden que tiene que ser. Hay una maldición constante, que hace del sexo algo ingrato si no es en la pareja. Si bien los Farrelly parecen conscientes de esto y hasta juegan sobre el final a desacralizar el rematrimonio, no logran darle real fuerza al concepto y nunca como antes los lugares comunes de la comedia romántica (el género sobre el que siempre han trabajado) se les vuelven en contra. En todo caso, de los dos matrimonios que centralizan la atención en Pase libre, el más interesante es el de Jason Sudeikis y Christina Applegate ya que ambos están más dispuestas a correr los límites, y de hecho son menos cristalinos más ambiguos que la pareja Wilson-Fischer. No de gusto, los Farrelly -inteligentes como son- deciden terminar con ellos el film, en un diálogo que resume mejor la deformidad de los directores que la hora cuarenta que transcurrió antes. Incluso, si uno se queda unos minutos en la sala luego de que empiezan a rodar los créditos finales, encuentra ahí sí la película que fue a ver: un pequeño corto con Gary, uno de los amigos de Rick y Fred, que es una exhibición veloz y salvaje de esa deformidad que subsiste en esa clase media norteamericana que es una marca de fábrica de los Farrelly.
A veces río Hasta ahora -salvo las continuaciones de la saga de la Era del hielo- me habían interesado las producciones animadas realizadas por la Fox. Y la presencia de Carlos Saldanha en la dirección de Río me había hecho depositar algunas esperanzas respecto de las posibilidades del film: reconozco en él si no a un gran autor, al menos a un tipo que puede construir personajes con dimensiones y que tiene una mirada melancólica que se traduce al espíritu del film. Con estos antecedentes, debo concluir que Río es una película menor, intrascendente y hasta perezosa en algunos aspectos narrativos, más allá de la simpatía que desprenden algunos de sus pasajes y algunos -pocos- personajes. Incluso, ante el prejuicio que podíamos tener sobre cómo la película incorporaría el escenario de Río de Janeiro a la historia, por momentos confirma todas las presunciones dando cuenta de un pintoresquismo exacerbado, cuestión mucho más preocupante si tenemos en cuenta que la mirada sobre lo “brasileño” no proviene de un extranjero sino de un nativo como es el propio Saldanha. De lo que estamos seguros es que Saldanha tiene una obsesión por aquello que está a punto de extinguirse: desde los animales de La era del hielo a los robots chatarra de Robots, hasta Blu, el guacamayo protagonista de Río, que es el último de su especie y al que hay que aparear para que pueda prolongar la misma. El problema es que Blu fue a parar a Minnesota y tendrá que llegarse hacia el país carioca para encontrarse con una guacamaya y… bueno, ya imaginan el resto. En esa empresa se comprometen Tulio (un especialista en aves brasileño) y Linda, la dueña del pajarraco. Pero una vez instalados en Brasil, ambos guacamayos son robados por unos traficantes de aves exóticas, y ahí comienza la aventura. Aventura que será, especialmente, de autodescubrimiento y superación personal, ya que hay algo que separa a Blu de su especie: no sabe volar. Contra lo que se pueda pensar, el inconveniente de Río no es la simpleza de su historia, ya que sobre los conflictos básicos se construyen habitualmente los films infantiles. Hay en el comienzo de Río una idea interesante: hacer de la selva un compás de sonidos y colores. El arrollador arranque -por lo lejos lo mejor del film- es un colorido musical con las aves despertando al ritmo de una batucada. Saldanha captura acertadamente el ritmo y construye velozmente el conflicto de su personaje principal. Este elemento imprevisto, disruptivo, incluso si pareciéndose al musical estilo Disney logra tener personalidad y energía, no volverá a repetirse con la misma fuerza durante el resto del metraje. Es más, los musicales posteriores no lograrán insertarse fluidamente al relato y sólo serán una pieza más, funcional, al producto, como lo son los comic relief (y hay aquí demasiados personajes intentando cumplir ese rol) y casi todo lo que aparece por aquí. Porque si hay algo que no funciona en Río es su evidente piloto automático para incorporar todas los elementos obvios que debe tener una película animada en 3D hecha para vender peluches. Es rutinaria: compárenla con Enredados o Rango -los dos grandes films animados en lo que va del año- y se darán cuenta. Río, funciona a veces. Lo hace cuando a pesar de tener un subtexto ecologista, nunca este se impone a la narración; lo hace siempre que aparece Luiz, un perro bulldog con un constante complejo por su baba; y lo hace casi siempre que podemos reconocer en Blu a Jesse Eisenberg, el protagonista de Red social, quien aquí presta la voz para el protagonista (voz que por estas tierras conoceremos cuando la veamos en dvd) y con la que construye a otro de sus adolescentes conflictuados, entre la timidez y la torpeza simpática. Por lo demás, hay momentos de tarjeta postal que incluso molestan mucho más que en una película con actores, toda vez que reconocemos que hubo horas de animadores trabajando sólo para mostrar el Cristo Redentor. Y no es por el pobre Cristo, que ha salido igualito y muy bello, sino porque ahí nos damos cuenta que antes que en la historia o en los personajes, se puso énfasis en la elaboración del folleto publicitario turístico. Con todo, Río es amable, no le hace mal a nadie, apuesta a la familia disfuncional y permite algunas risas bien sinceras.
Cacería de brujas parece una copia de cientos de otros productos con temática similar. No acierta en la épica de las batallas, ni cuando intenta disfrazarse de western y mostrar al grupo de hombres enfrentados a todo tipo de naturalezas. Veamos, Cacería de brujas no es peor que, por ejemplo, El vidente. Sin embargo, el nivel de los proyectos que ha venido eligiendo Nicolas Cage en la última década -sobre todo- es tan pobre, que cada nueva película habilita que la crítica salga a decir que se trata de la peor película de la historia. Y aclaro, para que no haya malentendidos, que este film es tan malo que Dominc Sena ha inventado un nuevo género con él: las aventuras inmóviles. Una serie de sucesos más o menos fantásticos resueltos con parrafadas entre solemnes y ridículas, y mucha pereza narrativa, con un final de los más absurdos que se recuerden, que incluye monjes zombies apestados moviéndose de manera hiperquinética. A lo que voy es que Cacería de brujas tampoco es la peste, y que vista con un poco de bonhomía es hasta involuntariamente simpática. Claro que la historia de estos dos cruzados (Nicolas Cage y Ron Perlman) obligados a transportar a una joven acusada de brujería en tiempos medievales, es pobre. Sena, que en Swordfish había logrado imprimir cierto insano delirio en algunas escenas de acción, aquí no pega una y su film parece una copia de cientos de otros productos con temática similar. No acierta en la épica de las batallas, ni cuando intenta disfrazarse de western y mostrar al grupo de hombres enfrentados a todo tipo de naturalezas. Mucho menos acierta con el horror -salvo la primera secuencia-, que parece hecho con las sobras de alguna otra película fantástica; y ni qué decir de su crítica a la institución religiosa, totalmente oportunista y contada desde el hoy, sin lograr comprender a sus personajes desde el tiempo en el que se narra: sencillamente es poco creíble la crisis existencial de estos guerreros, al menos en la forma en que queda expuesta en el film. ¿Y la simpatía?, entonces. Bueno, Cage luce nuevamente aquí un peinado extraño y, además, está más gordo de cara. Su aspecto es lo contrario del héroe que uno espera. Desde ese instante, cualquier atisbo de seriedad queda inhabilitado por la presencia de un tipo que parece salido de una fiesta de disfraces. Sobre el final, Ron Perlman pelea con un monstruo horrendo e intenta deshacerse de él a cabezazos. Lo divertido de todo esto es que Sena lo filma sin humor, se toma en serio el cuento; uno inverosímil, ideológicamente confuso, tan plagado de lugares comunes, que por la edición y la música uno puede preveer cuando esté por venir algún sobresalto. Apenas la joven Claire Foy, por el misterio que le otorga a su personaje, sale airosa de este bochorno. La torpeza evidenciada es comparable al fútbol. El film se parece a uno de esos equipos que no tienen nada y que a uno le da vergüenza ganarles por goleada. En este caso, quien escribe siente algo de pena por Cacería de brujas y no puede ni siquiera destrozarla. Tomá Sena, te pongo un cuatro y me quedo en el fondo esperando a ver si se te cae alguna idea.
Abandonados por la pasión Varios chicos, pero especialmente tres -Kathy (Carey Mulligan), Ruth (Keira Knightley) y Tommy (Andrew Garfield)-, son el eje de este relato en que el que se sigue a un grupo de internados en un orfanato que tienen un fin especial: han sido creados para que, llegados a la adultez, se conviertan en donantes de órganos. Una, dos, tres, cuatro veces. Luego los espera la muerte. De la inocencia inicial hasta la toma de conciencia posterior, la novela de Kazuo Ishiguro sobre la que Alex Garland escribe el guión de Nunca me abandones intenta reflexionar sobre los vínculos, el amor, los procesos temporales y cómo el hecho de saberse finito -en definitiva todos nos vamos a morir, pero vivimos con una rara inconciencia que nos vuelve despreocupados al respecto- condiciona y modifica todas estas experiencias. Hay un elemento que es la clave del film de Mark Romanek: su tránsito impasivo. Y esto es así porque la película incorpora el punto de vista de estos jóvenes. Formados para un fin específico, en ellos no hay posibilidades de correrse del lugar impuesto, mucho menos de subvertir las reglas de la institución a la que pertenecen. Cuando conocen cuál es el motivo de su existencia, cuando entienden definitivamente que nunca llegarán a adultos porque antes morirán en el intento, estos pibes tragarán saliva, llorarán en silencio, se amargarán internamente, pero casi nunca exteriorizarán su bronca, confesarán sus miedos. Si hasta uno de los pocos intentos que hacen por “salvarse” de su destino es el de la aplicación de una cláusula específica. Otra novela de Ishiguro recorría territorios parecidos. En Lo que queda del día, el mayordomo interpretado por Anthony Hopkins parecía uno de estos jóvenes llegado a la adultez. Salvo que en esa película de James Ivory el personaje de Emma Thompson venía para desacartonar, romper y perforar el mundo-témpano que el mayordomo se había autoimpuesto. En Nunca me abandones, y de esto habría que culpar al gélido Romanek, lo que nunca aparece es ese elemento que llega para descomprimir, para revelar otra verdad que pueda modificar las cosas. Y así, pues, asistimos al destino inexorable de estos jóvenes, entre cierto sadismo controlado y bien fotografiado, ávido por mostrar cicatrices, cuerpos agredidos y demás elementos quirúrgicos. Nunca me abandones deja apuntes interesantes, y por eso es una película que no se puede descartar completamente. Ese universo del asilo, controlado y ascético, es una referencia clara del poder totalitario, que aquí no genera violencia sino identidades desapasionadas, resignadas, inertes. Vaya paradoja: seres humanos casi sin vida, destinados a dar vida o, por lo menos, prolongarla. En cierta forma aborda cuestiones similares a las que abordaba Michael Haneke en La cinta blanca, salvo que aquí cierta atmósfera de horror, ciertos toques entre fantásticos y de ciencia ficción, permiten un misterio que la prepotente voz del austríaco impedía en aquel relato. De todos modos, en su afán por construir personajes lógicos y coherentes con su construcción dramática, Romanek borda un film demasiado frío y distante para un espectador que nunca se puede comprometer con lo que les pasa a sus personajes y que se queda esperando un quiebre que nunca llega y se demora sin remedio. Ver la forma en que se desprende de personajes importantes para comprender la falta de afecto para con esas criaturas, pecado mayor cuando en el medio de todo Nunca me abandones es una historia de amor trágica o, al menos, debería serlo. Por evitar el desborde lacrimógeno, el director se termina pareciendo a sus personajes: controla todo, nunca un gesto de más, es todo tan prolijo que los múltiples temas filosóficos que constituyen el film y que deberían llamarnos a la reflexión, nos terminan parecieron un elemento de decoración. Apenas en el rostro de Carey Mulligan -un talento impresionante- parece entender la atmósfera asfixiante y terminal que respiran estos personajes, y que compone el mundo lúgubre y fantasmal que, a veces, aparece en Nunca me abandones.
Un cuento chino parece una de esas películas de un solo chiste, una sola idea que intenta sostener una historia, unos personajes, un universo. Imposible. Como si una de esas anécdotas que se cuentan en el comienzo de Magnolia, sobre el azar y las casualidades, se extendieran por demás, hasta convertirse en chicle intragable. Así se siente Un cuento chino, de Sebastián Borensztein. Un chino (Huang Sheng) al que se le murió la novia en un accidente curioso -una vaca cayó del cielo, aplastándola- llega a Buenos Aires y se termina cruzando con un ferretero huraño y obsesivo (Ricardo Darín), quien le da albergue en su casa hasta que el muchacho consiga contactarse con su tío. El problema en la historia es que ni el asiático habla castellano, ni el ferretero habla chino; mientras que el problema de la película es que no hay mucho más que eso en los 93 minutos que dura. Borensztein ha dicho que la historia se le ocurrió al conocer la noticia -verídica- de la vaca que cayó del cielo sobre un barco pesquero chino. Y no está nada mal: el azar, las coincidencias, el destino han sido tema cotidiano del cine y han salido películas inolvidables. El asunto es que Un cuento chino parece una de esas películas de un solo chiste, una sola idea que intenta sostener una historia, unos personajes, un universo. Imposible. Una vez que el ferretero recoja al muchacho y lo lleve a su casa -cosa que ocurre demasiado pronto-, cuando se genera el primer choque de incomunicación, ya estará visto todo lo que tiene por dar este escuálido intento de comedia dramática. Por más que luego aparezca Muriel Santa Ana como la chica enamorada del ferretero hosco. Un cuento chino intenta acomodarse en un registro de comedia dramática, bordeando en su concepción el costumbrismo televisivo. Pero veamos. Como comedia sólo ofrece dos variantes de chiste: por un lado, Darín puteando, una, dos, mil veces; por el otro, Darín intentando comunicarse con el joven chino, sin suerte. A la tercera vez que esto ocurre, ya deja de ser gracioso, por lo que resta esperar que el componente dramático, el conflicto de los personajes, gane en el desenlace. Pero ni siquiera: sin adelantar mucho de su resolución, hay una espuria utilización de un hecho histórico del país, sólo con el fin de impactar al espectador. Lo innecesario de ese comentario es su escasa relevancia en el contexto de la película: las cosas siguen más o menos iguales luego de ese descubrimiento. Salvo que ahora no nos reímos porque Darín se duerma obsesivamente siempre a las 23:00, sino que decimos “pobre tipo”. Un chiste que se convierte en pequeña canallada. Borensztein intenta sostener con profesionalismo y buenas actuaciones una película que nunca funciona, una película que es reiterativa en sus formas y en sus resoluciones (¿por qué tardan tanto en encontrarle un traductor al chino?), que no va para ningún lado, que carece de arco dramático y que tiene personajes sin desarrollo, sólo plagados de tics y obviedades. Salvo, eso sí, el chino de Huang Sheng, que nunca está jugado por el lado de la simpatía, del chino hablando mal el castellano, sino que es un ser humano real, extraviado, perdido en la traducción. Y Darín, claro, que se las tiene que ver con un personaje mal trazado, incoherente en su apatía-amigable, pero al que le pone toda su inteligencia compositiva: actúa la tristeza de Roberto con la mirada, con los hombros, con los gestos. Seguramente Sheng y Darín se merecían una película mejor. Ellos dos, y el último plano, son lo único rescatable de esta película desganada y demagógica.
Cuento de hadas con final de noticiero Las selkies son focas que, abandonando su traje animal, incorporan el aspecto humano y se introducen entre la gente. En realidad forman parte de una leyenda de origen germánico que los irlandeses han sabido incorporar en sus tradiciones y transmitir, imbricándola con su gran colonia pesquera. Y tanto escuchar “selkie” durante los casi 120 minutos que dura Amor sin límites, a uno se le viene a la memoria El secreto de Roan Inish, aquella placentera película de John Sayles que jugaba con estas mismas tradiciones, pero se animaba a todo lo que este film de Neil Jordan, tal vez preocupado por otras cuestiones, no se anima: a abrazar la leyenda, hacerla cuento y relato, y apostar directamente por su universo mágico. Amor sin límites durante buena parte de su metraje juega al misterio: Syracuse (Colin Farrell) es un pescador en un pueblito costero de Irlanda, el cual se encuentra fotografiado por Christopher Doyle como uno imagina deben verse estos pueblitos de los cuentos. Y un día de esos, una de sus redes levanta a una mujer, aturdida y confundida, alguien sin nombre apodada Ondine y que comienza a ser una suerte de amuleto para el hombre de mar: sus capturas comienzan a ser más suculentas, la relación con su hija enferma mejora notablemente, logra mantenerse de forma más firme alejado del alcohol. El conflicto está dado en saber qué o quién es Ondine: ¿una criatura marina, una selkie que busca dejar atrás su vida marina y quedarse en la superficie o una mujer que huye? Durante ese tramo, el film de Jordan se vale acertadamente de la ambigüedad: Ondine juega constantemente al misterio, más cuando la hija de Syracuse empieza a tratarla como si fuera una de esas focas que tomó forma humana. Evidentemente, su hosquedad y búsqueda de cero contacto con los demás, potencia el asunto. Lo que Amor sin límites expone claramente en esos pasajes es cómo las fábulas no son otra cosa que realidades travestidas de fantasía. Tienen un significado y son el reverso fantástico de otro acontecimiento, tal vez mucho cercano y palpable. Para Ondine, mantener esa tradición es una forma de modificar su presente. El problema de Amor sin límites es que no se contenta con suponerlo, sino que además sobre el final, en un giro realmente torpe y mal contado, abandona la ambigüedad y se vuelve el titular de un mal noticiero. A favor de Jordan, podemos decir que el film es una apuesta extraña en el marco del cine actual. El cuento de hadas, hoy y salvo excepciones (Slumdog millionaire, por ejemplo), parece reservado exclusivamente al mundo del cine animado destinado a los más chicos. Como si el cinismo del mundo adulto no pudiera contrarrestarse, son pocas las películas que se animan a instalar un universo fantástico licuado por el aspecto de la realidad. Que Amor sin límites carezca de situaciones ficticias y sostenga la duda durante más de una hora es para celebrar. Durante ese tramo, el film se sostiene fundamentalmente por la buena actuación de Colin Farrell, quien hace creíbles todos los vínculos que genera su personaje, desde el progresivo interés que va ganando por Ondine hasta el cuidado receloso que ejerce sobre su hija enferma. De hecho hay elementos peligrosos dando vueltas -la hija tiene que hacerse diálisis y está en silla de ruedas-, pero nunca el director los utiliza para impactar al espectador. El film adquiere acertadamente su estética de cuento de hadas, de suspensión de la credulidad y enrarecimiento de la realidad. Sin embargo Jordan, que tiene experiencia en el cine con elementos fantásticos que funcionan como reverso de la realidad, también ha tenido reiteradamente un placer por intrometer en sus películas elementos de la más cruda realidad. Tal vez por el choque que se genera aquí, donde el relato pasa sin solución de continuidad del clima suspendido de misterio al thriller con apuntes sociales, la resolución de Amor sin límites tira por la borda todo lo bueno y sensible que hasta entonces se había hecho. Entre las varias posibilidades con las que contaba el director, fundamentalmente la de metaforizar el pasado de Ondine, Jordan elige las peores. El desenlace es abrupto, está mal contado, es anticlimático con la sensibilidad que la película había exhibido hasta entonces. Inevitablemente, Amor sin límites se desbarranca porque cinematográficamente se anula y, por otra parte, porque termina descreyendo de la fantasía.
Sólo tres días se desmarca como un thriller que sabe elaborar una tensión creciente y que puede tomarse su tiempo, casi alejándose del mainstream que se hace hoy en Hollywood. Caso curioso el de Paul Haggis. Cuando algún guión (Million dollar baby) y su opera prima Vidas cruzadas nos hacían despreciarlo un poquito, La conspiración y ahora Sólo tres días nos ponen en la encrucijada de tener que apreciar sus dotes de buen narrador, de inteligente artesano para construir tensión y edificar personajes masculinos que, tras su aparente entereza, esconden muchas debilidades. Atención, la remake Sólo tres días es un retroceso respecto de su film-denuncia anterior, además de ser un film fallido algunas veces, maniqueo otras y que exhibe esos excesos que ya son marca de orillo del autor. Pero así y todo, se desmarca como un thriller que sabe elaborar una tensión creciente y que puede tomarse su tiempo, casi alejándose del mainstream que se hace hoy en Hollywood. En Sólo tres días Russell Crowe es John Brennan, un tipo al que le meten en la cárcel a su mujer (Elizabeth Banks) por el supuesto asesinato de su jefa y que luego de transitar todos los carriles legales habidos y por haber, tiene que comenzar a aceptar la idea de que el resto de su vida tendrá que verla entre rejas. Eso, o pergeñar una fuga de la prisión de máxima seguridad de Pittsburg que parece imposible. Y John aprende un montón de trampitas vía Internet, se contacta con un especialista en fugas y se intromete con el submundo del delito, entre falsificadores, vendedores de drogas y demás maleantes. Sobre la superficie del film campea una mirada terminal sobre lo que un hombre común es empujado a hacer por culpa de la burocracia judicial. Peligroso. Pero convengamos una cosa. La premisa del film es totalmente inverosímil, no por imposible sino por absurda. Y a esto, Haggis lo registra con seriedad y solemnidad, como si estuviera filmando un documental sobre el hambre en África. A eso se suma un Crowe ultra concentrado, tenso, que aporta a la respiración áspera del film. El choque entre la intensidad del director y el reparto, y la ridiculez del planteo argumental, contra lo que se puede pensar, termina favoreciendo al thriller. La película se divide evidentemente en dos, y si la primera parte es más un drama familiar con una mirada algo polémica sobre la justicia, en la segunda hora se trasviste de thriller ejemplar de escapadas y corridas, con los protagonistas manteniendo la respiración al límite. El acierto de Haggis es saber llevar cómodamente al espectador hasta esos últimos cuarenta minutos, en los que Sólo tres días empieza a volar con gran fluidez, entre escenas que no por conocidas (las escapadas en auto, las huidas de hospitales, las salidas en aeropuertos y estaciones de trenes) dejan de generar tensión y suspenso. Seguramente el error del director, que siempre hace una de más -y aquí aparece el Haggis que no nos gusta- es querer atar todos los cabos y dejar una idea tranquilizadora y confortable sobre sus personajes. Cuando toda la película se balanceaba en la duda que generaba el saber si la mujer había cometido o no el crimen que le habían endilgado, una resolución final impide la ambigüedad y, además, coarta cualquier posibilidad de incorrección política. Y en ese movimiento, también limita los alcances de una película que termina sobresaliendo por su buena dosis de entretenimiento sin mayores pretensiones. Mal que le pese a Haggis.