El diablo televisa a la mañana Hay dos superficies sobre las que uno puede surfear en Un despertar glorioso. Por un lado, aquella que es la columna vertebral del film: cómo la joven productora Becky Fuller (Rachel McAdams) logra que el programa televisivo matutino Daybreak pase del fondo de la tabla del rating a ser uno de los más vistos, cuando tiene todo en contra. Y por otra parte, esa otra cuestión que aborda la película de Roger Michell de modo lateral, aunque fundamental: cómo esa misma productora logra que el eximio periodista Mike Pomeroy (Harrison Ford) pase de ser un tipo despreciable, impasible ante el dolor ajeno, a por lo menos alguien un poco más amable. Todo esto ocurre en medio de un film que es principalmente una comedia, pero que deriva por momentos hacia lo romántico para aumentar aún más la torpeza de la pobre Becky. Tal vez la palabra del párrafo anterior que mejor le calza a este producto es “superficies”. Porque Un despertar glorioso llega en todos los temas que aborda, desde los más banales hasta los más importantes -y hay cosas interesantes que se debaten allí dentro-, hasta apenas los primeros cinco centímetros de profundidad. Esto es malo y es bueno. Malo porque estando bien presente la cuestión de la televisión como espectáculo -siempre berreta- o como didáctica e informativa, el guión de Aline Brosh McKenna sólo se anima a hacer los comentarios más obvios. Y bueno, porque después de todo se trata de un film carente de pretensiones, que no quiere ir más allá del entretenimiento más o menos brilloso, que por momentos logra. El nombre de Aline Brosh McKenna es para tener en cuenta. La guionista fue también autora de la adaptación de la interesante El Diablo viste a la moda, film que ponía también a una joven profesional, workaholic para más datos, en medio de un ámbito laboral complejo y en el que tenía que lidiar contra una jefa terrible y tremenda. Aquí, con sus diferencias, pasa más o menos lo mismo. Aunque Michell parece menos preocupado en el subtexto que en desarrollar el conflicto a toda velocidad, teniendo más presente la comedia clásica con sus diálogos en forma de dardo que la vertiente más moderna. Un despertar glorioso, entonces, abandonada a la suerte de su efectividad como comedia, espera siempre que el carisma de McAdams y Ford, más Diane Keaton, tenga a mano una chispa especial para encenderla. Decíamos que uno de los temas que la comedia abordaba era la lucha entre la televisión entretenimiento en su costado más bajo (lo que muchos llaman “televisión basura”) o la posibilidad de ser un medio para comunicar cosas de valor para la sociedad, representado en el Pomeroy de Harrison Ford, un viejo periodista que se ve obligado por contrato a conducir Daybreak con evidente fastidio. Y en este sentido hay apenas anotaciones al margen sobre qué debería ser la televisión, aunque por momentos se celebre la berreteada con la que el programa escala en el rating. Sin embargo -en lo más interesante que tiene para aportar la película- Un despertar glorioso nunca termina por definirse ni por dejar una idea más o menos cabal sobre qué piensa del asunto. Esa confusión ideológica es relevante porque pasa la pelota al espectador para que decida él mismo, si es que tiene ganas, y luego de haber disfrutado -si es que la pasó bien- cómo sufría el pobre Pomeroy. Y es que los guiones de McKenna, tras su trivialidad y su adoctrinamiento a fuerza de clisés, tienen una cierta honestidad que los hace rescatables. Y así las cosas, si Un despertar glorioso termina por ser un entretenimiento menor y simpático es por el carisma que desprenden en su relación McAdams y Ford, y por cómo ese vínculo se va forjando. El agrio, obviamente, se vuelve más amable a partir de las lecciones que le va dando la otra, sumamente enérgica y vital, quien parece nunca agotarse de los desplantes del periodista. Y, para más datos, el film deja de lado cualquier conexión romántica entre ellos -e incluso se olvida de la relación entre la joven y otro periodista- para centrarse efectivamente en el vínculo que nace entre dos colegas, dos profesionales, con sus razones, frustraciones y demás, sin mayores pretensiones que eso. Como la película misma.
Filme menor... muy menor. ¿Vivir al límite mezclada con Sector 9? ¿Qué no? ¡A que sí! El problema de Invasión del mundo – Batalla: Los Angeles es que de sus referencias sólo incorpora lo esencial, despolitizando el resto. O, en todo caso, allí donde aparece la política, siendo ramplonamente militarista. De todos modos el film de Jonathan Liebesman tiene un único acierto, que sostiene medianamente la estructura y salva la ropa de lo que, de otra forma, hubiera sido un bochorno: Invasión del mundo… se centra exclusivamente en su grupo de marines que intentan repeler un ataque extraterrestre. Se centra tanto, que pierde de vista totalmente el entorno de cada soldado: así, nos evitamos el llanto de la novia o del papá de turno, y nos quedamos sólo con la masacre, la sinrazón del combate. Nombrábamos a Vivir al límite y a Sector 9, pero hay mucho más en la película, que se asume como una fusión de la estética del cine bélico reciente con las historias de alienígenas, que parecen haber resurgido en los últimos tiempos: por ejemplo, hay también mucho de La caída del Halcón Negro o de Guerra de los mundos. Pero de sus referencias principales, ¿qué absorbe Liebesman? De Sector 9, fundamentalmente, su estética urbana, su fisicidad en el combate, aunque ni de casualidad le da algo de entidad a esos alienígenas. De Vivir al límite lo adrenalínico que resulta para los marines el combate, el estar continuamente en movimiento, la acción que no para. Y el problema de Invasión del mundo… -además de ser aburrida y estar llena de personajes con los que es imposible generar empatía- es que nunca hace el viraje de aquella compleja película de Kathryn Bigelow: estos marines también terminan de pelear y en vez de volver a su casa, siguen en el campo de combate. Pero aquí lo hacen no como una forma inconsciente de justificarse sino porque creen firmemente en los valores que ha inculcado el cine panfletario y belicista de Hollywood: la libertad, la hombría, el compañerismo y todo lo que el campo de batalla puede otorgar. Que todo sea una fantochada y los enemigos sean extraterrestres y no coreanos, japoneses o alemanes no le quita peso a la celebración de las fuerzas armadas que ejecuta Liebesman, con algunos diálogos bochornosos. Como decíamos al comienzo, el film sólo se salva del desprecio absoluto porque el director elige poner la cámara pegada al cuerpo de sus soldados y nunca separarse de ellos, con lo que el film incorpora por ósmosis un inevitable punto de vista militar. Otra cosa que le juega en contra es que nada suena aquí divertido -como sí ocurría en la tontería esa de Día de la independencia- y la gravedad se traga, incluso, hasta a un actor habitualmente correcto como Aaron Eckhart.
El mareo Andrey Filipov (Aleksey Guskov) supo ser el ex director de la orquesta del Bolshoi, pero en tiempos de Gobierno comunista en Rusia lo echaron del cargo por mantener en su puesto a un grupo de músicos judíos. Tres décadas después, lo encontramos como empleado de limpieza en el mismo teatro donde actúa la reconocida orquesta: evidentemente ha sido castigado y nunca pudo retomar su lugar. Sin embargo, verá la oportunidad cuando se cruce con un fax enviado desde París, invitando a la formación a participar de un importante concierto. Filipov intentará juntar a la vieja tropa y, arrojando el fax a la basura, suplantar a la orquesta rusa en la capital francesa. Uno puede invalidar inmediatamente el film de Radu Mihaileanu por su inverosimilitud: cómo en tiempos de Internet se puede generar semejante conflicto a partir de las comunicaciones. No obstante, muchas veces el andamiaje de la comedia de enredos exige que se suspenda la incredulidad. Pero a pesar del esfuerzo, El concierto no convence porque a esa manipulación le suma muchas otras, incluso otras más preocupantes. Por empezar, un humor apto sólo para señoras bien de más de 70 años, pero también una mezcolanza política e ideológica en su burla del totalitarismo, que la lleva a defender a los judíos para luego hacer chistes antisemitas, reforzando el prejuicio que cree combatir. A todo esto, Mihaileanu le adosa una subtrama familiar y sentimental, con una violinista (la hermosa Mélanie Laurent, de Bastardos sin gloria) que tiene un vínculo particular con el director, y que intenta ser el complemento lacrimógeno del film. Pero tampoco esto funciona, ya que la manipulación emocional del guión se observa a kilómetros de distancia. El mayor problema de El concierto es que si bien intenta ser una sátira, sobre su última parte se pone demasiado seria y solemne como para que aceptemos el trazo grueso y la ordinariez de su conflicto. Si bien en la actualidad el cine rumano ha dado nombres como los de Cristian Mungiu, Cristi Puiu o Corneliu Porumboiu, y películas como Bucarest 12:08, 4 meses, 3 semanas y 2 días, La noche del señor Lazarescu, Martes, después de Navidad o Cómo celebré el fin del mundo, un cine social que no olvida las posibilidades de la comedia o el melodrama, con una apuesta formal bien definida, Radu Mihaileanu pertenece a otra escuela, una más cercana al cine europeo qualité, ese que intenta sacar migas de la alta cultura, marcando diferencia snob con el cine llamado “comercial”, pero atrasando unos 50 años. Adivine usted cuál de estos cines es el que llega a las salas de estreno en la Argentina.
El filme tiene interesante logros en cuanto a su narrativa y valiosos toques de humor truculentos de perfecto timming. Un grupo de vecinos se ven obligados a permanecer encerrados en sus departamentos porque el edificio que habitan ha sido declarado en cuarentena. Es que afuera, parece, anda un virus muy peligroso y se debe resguardar de él a la comunidad. Claro está, con el correr de los días y la confusión que vaya generando el encierro, los habitantes de ese edificio, una fauna bastante particular, irán profundizando su estado de paranoia y desconfiando cada vez más del que tienen al lado. Vista así nomás, Fase 7 de Nicolás Goldbart, no tiene más para ofrecer que una serie de lugares comunes ya transitados por el cine una y mil veces. Sin embargo, el film se recuesta sobre su contexto, para convertirse en un producto por demás sorprendente. Recibida positivamente por el público que la vio en el último Festival de Cine de Mar del Plata, Fase 7 enfrenta las convenciones mencionadas con un par de hechos significativos: por empezar, es una apuesta fuerte del cine nacional por interesar a un espectador más cercano al cine de género; pero además, en sus varios pliegues narrativos y formales, se atreve a dialogar con autores como John Carpenter e incluso a chocar universos tan disímiles como los del nuevo cine argentino con los del costumbrismo televisivo, sobre todo en la incorporación de un elenco en el que destacan Daniel Hendler, Federico Luppi y Yayo. Sí, el ex Tinelli. Si bien uno no debe premiar a una película por circunstancias que exceden a la misma propuesta, lo cierto es que en este caso esas circunstancias se involucran con el propio film. Porque Goldbart, inteligentemente, exhibe explícitamente los mecanismos televisivos para registrar de otra manera el apocalipsis de Fase 7. Allí surge el humor negro, pero también el humor más guarro y convencional. En esos recursos que utiliza y con los que juega, Fase 7 termina por encontrar su tono justo, su aspecto personal y original. Un film que homenajea todo un arco de cine de género -western urbano, comedia, terror, gore, clase B- para terminar incluyendo en su propuesta a un público muy amplio y variado. Uno puede cuestionar que su metáfora política es por momentos bastante evidente, que el personaje femenino de Jazmín Stuart carece de fuerza o que sobre el final, la construcción heroica de Daniel Hendler no resulta del todo convincente. En todo caso son detalles que pueden ser obviados por el placer que genera su primera hora narrada maravillosamente, sus toques de humor truculentos con timming perfecto o unas actuaciones que entendieron la clave del film. Fase 7 es una muy buena propuesta, y sólo resta esperar cómo le va con el público para saber si este momento del cine de género en la Argentina -si sumamos Sudor frío- es apenas eso, un instante, o se consolida como una posibilidad a tener en cuenta.
Con el espíritu del oeste Si bien Gore Verbinski nunca había hecho un film animado, mentimos si decimos que la animación nunca había estado involucrada en su cine. Por ejemplo en Un ratoncito duro de cazar trabajó con un roedor animado, además de recurrir al humor slapstick como forma de comicidad. Lo mismo hacía en la segunda parte de Piratas del Caribe, esa en la que Jack Sparlow estaba más desenfrenado que nunca: recuerdo una larga secuencia con una rueda gigante como protagonista, donde el humor de cartoon campeaba y se adueñaba del relato. Es decir, para el director el cuerpo es una prolongación del trazo dibujado, y así lo ha expuesto. Por eso, no extraña que se le hayan presentado algunas limitaciones -las propias del físico- y por eso tuvo la necesidad de recurrir sí o sí a la animación. En ese sentido, Rango generaba la curiosidad que siempre da cuando un director hábil en el terreno de la ficción se mete con los “dibujitos”. Pero hay que decir que Rango es un dibujo animado ciento por ciento, que justifica con creces la utilización de la técnica y tiene una estética bien personal y original. Lo curioso, también, es que es un western. Rango es precisamente una película del oeste. No sólo porque está ambientada de esa forma, sino porque además contiene todos los clichés del género: el héroe individual contra el colectivo, el pueblo, el poder representado en la corrupción de los valores, la necesidad de recurrir a la fe y la construcción del mito. Y todos estos temas, más viejos que el cine mismo, envueltos en calles polvorientas, bares de mala muerte, callejones, duelos al sol y cabalgatas rumbo al horizonte en plano general. El asunto no deja de ser curioso: con Temple de acero todavía en las retinas, Rango se muestra como un western clásico en los tópicos que aborda, pero revisionista en su mirada autoconsciente del género. Y si bien su visión moderna puede parecer por momentos paródica o cínica -la utilización de la música, por ejemplo, o unas lechuzas que narran la historia-, Verbinski demuestra que no es así y que si el humor surge es porque la animación no deja de ser una visión caricaturesca de la realidad. Rango arranca como para obra maestra. Sus primeros 15 minutos son de una originalidad, una lisergia y una audacia asombrosas. El conflicto se instala con una serie de escenas entre surrealistas y oníricas, que hacen recordar en mucho a aquel sueño que tenía Jack Sparrow en Piratas del Caribe, cuando arrastraba un barco con una soga. Es evidente que Verbinski ha venido trabajando este material en el tiempo, lo que se comprende al descubrir la solidez del relato, aún cuando después de ese arranque prometedor el film se explaya más convencionalmente. Si nombramos recurrentemente a Sparrow es porque también la presencia de Johnny Depp con la voz del protagonista resulta fundamental. Aquel personaje, amén de ser un vehículo para el lucimiento del actor, era también una especie de agujero negro dentro de un tanque de Hollywood que permitía explorar caminos extraños para el mainstream, una especie de personaje-laboratorio. Y este Rango es pariente directo de aquel Sparrow, porque es un personaje/film que habilita desde el surrealismo hasta lo onírico, desde el absurdo al nonsense más extremo, curiosidad total para un producto Hollywood. Película de gran libertad, no es de extrañar tampoco que le cueste encontrar su público: si bien es un film animado y su humor puede ser comprendido por los niños, es cierto que se trata de un relato adulto, con temas y conflictos más acordes al universo de los mayores, y una estética que hace del feísmo y los trazos duros su mayor característica. De todos modos Verbinski nunca se marea ni con la libertad ni con el target al que apunta. Narra con mano firme y cuenta como tiene que contar, sin retacear en ningún sentido ni buscar lo más conveniente para agradar. Como para tener en cuenta la complejidad del asunto -que siempre es más intrínseca que superficial, porque el film se entiende totalmente-, las referencias y los guiños a los que recurre Verbinski van del “gonzo” Humpter Thompson (en un gag antológico) a Clint Eastwood, de Sergio Leone a la trituradora pop de un Quentin Tarantino para refritar los géneros, hasta incluso una mulita con aires quijotescos. Y si el tono puede parecer paródico, el homenaje que hace el director a Eastwood -y no sólo porque Rango luzca tal cual el actor en aquellos spaghetti western- deja en claro que nada de lo que se ve es casualidad o una canchereada distante y burlona. Rango -el camaleón que vive en una pecera y queda varado en el polvoriento lejano oeste al costado de una ruta- se pregunta sobre su identidad, así como el pueblo en el que cae se cuestiona sobre la falta de héroes y de referentes en los cuales creer. La película es espiritual, aunque no en un sentido místico. Lo que se busca constantemente es una esencia, una identidad que recupere del cine la vieja pasión de contar historias: ¿acaso el camaleón no arranca tratando de hallar el relato perfecto para sus días de abulia en la pecera? Y que Verbinski encuentre esta pasión y esta esencia en el western, y específicamente en la figura de Eastwood, con todo lo que ello representa, es una demostración de afecto y de cariño enorme, que engrandece los resultados de su película. Por todo esto, pero además por su inagotable humor, por su perfecta construcción del héroe, por su diseño visual impactante (es el primer film animado producido por Industrial Light & Magic), su galería de increíbles personajes, su desbordante imaginación y su gran personalidad, Rango es un film totalmente disfrutable y sorprendente en sus inagotables profundidades filosóficas. Si a todo esto le sumamos la notable musicalización de Hans Zimmer y el impresionante trabajo de fotografía de Roger Deakins, el film completa una factura brillante a la vez que demuestra la inagotable voluntad del cine, cuando está hecho por gente con talento, de resistir y renacer en cada oportunidad. Evidentemente es cuestión de confiar en el espíritu del oeste, de todos esos maestros que sentaron las bases y que inventaron el movimiento allí donde no había nada. Básicamente, como el cine de animación se crea a partir de un trazo.
Cómo aprender a distenderse Hace un tiempo hablaba con el amigo Cristian Mangini sobre Natalie Portman. Yo le decía que si bien me parece una buena actriz, hay algo que me molesta mucho en ella y es su constante y esforzada búsqueda de prestigio. No le interesa actuar, le importa ser reconocida. Si uno se detiene en su filmografía, salvo en Marcianos al ataque o Star Wars -¡pero eran una de Burton y Star Wars!-, casi no hay un remanso, una instancia de distensión en sus películas: ni cerca de una comedia romántica o una comedia a secas, algo que sería lógico para una actriz de no más de 30 años. Es como si la chica estuviera decidida a que la reconozcan como la Gran Actriz de su Generación, así todo con mayúsculas. Aparentemente ese reconocimiento llegará este domingo con el Oscar por ese despropósito llamado El cisne negro, donde paradójicamente interpreta a una bailarina que se autoflagela todo lo posible con tal de llegar a la cima. Esa Nina Sayers es definitivamente la Portman: tensa, crispada, incapaz de dejar escapar un sentimiento. Pero este movimiento, que podría ser una arbitraria observación personal, se revela como bastante cercano a la realidad cuando uno ve los proyectos que ha elegido luego de la ¿película? de Darren Aronofsky: Amigos con derechos, Thor y Your highness. La primera una comedia romántica, la segunda una de superhéroes y la tercera una comedia lisérgica con ese grandote ocurrente de Danny McBride. Es decir, es innegable que la Portman ha elegido sus proyectos olfateando dónde podía haber un premio y que ahora, cerca de él o al menos reconocida académicamente, puede dar el paso adelante y despojarse de pruritos y prejuicios. Usted podrá decir que buscar prestigio no es malo per se. Es posible. Yo creo igualmente que le quita espontaneidad y frescura a un artista y que lo convierte un trofeo al cual sacarle brillo. Y ya que la que se estrenó es Amigos con derechos, veamos otra curiosidad: la Emma de Natalie Portman es, para variar, un personaje femenino imposible en el marco de una comedia romántica. ¿Por qué? Es fría, distante, incapaz de comprometerse con alguien, de esas que ponen lo profesional por sobre lo afectivo. A tanto llega, que le pide a Adam (Ashton Kutcher) que al otro día la acompañe a una “pavadita” que tiene que hacer, que no es otra cosa que el funeral de su padre. Con diferencias de tono (y de efectividad), Emma es como Nina, la bailarina -aunque en plan comedia romántica y no drama psicologista berreta-: si quiere quedarse con el chico tendrá que aflojarse, sacar su otro yo que lleva adentro; paradójicamente, dejarse llevar aprendiendo a aferrarse a la mano, al corazón del otro. Casi como la Portman para demostrarnos que es un ser humano con sensibilidades y no un robot. Pero por suerte en Amigos con derechos Natalie Portman tiene a un director que en vez de regodearse en la crispación y apostar al golpe bajo, profundiza en el patetismo de esa mina que coger sabe, pero amar no, no para castigarla sino para reírse con ella. Porque si hay algo a favor que tiene el film, es que se trata de una película de Ivan Reitman (lo confieso: le tengo cariño y le perdono hasta sus peores películas), alguien que sin ser un virtuoso conoce el género y sabe trabajar las situaciones, quiere a sus personajes y los sabe reconocer en sus etapas, en sus conflictos y en sus movilizaciones internas. Aquí vale recordar de qué la va Amigos con derechos: Emma es una joven médica y Adam un asistente en un canal de televisión, que vive con la cruz de que su padre es un tipo famoso en el medio por un éxito de hace muchos años. Emma y Adam se desean pero, más por ella que por él, firman este pacto: tendrán sexo casual, cuando quieran y donde sea, pero no podrán tener una relación. Nada de noviazgo, dice ella. Se sabe, estas cosas no funcionan. Al menos en el territorio de la comedia romántica. De más está decir que Reitman cuenta esto con total pericia y hasta logra que Kutcher bucee un poco en la profundidad de su eterno Don Juan adolescente, mujeriego, ganador, pero tierno. Si bien es interesante ver cómo la comedia romántica de Hollywood está modificando los roles (las muy buenas (500) días con ella y Amor a distancia), y aquí el hombre -sin ser menoscabado por ello- puede ser el que se engancha y el que siente que le rompen el corazón, también como ocurrió en la reciente De amor y otras adicciones hay una cosa más física y carnal en las relaciones. Como decíamos, todo esto está bien y funciona, pero hay algo más: en Amigos con derechos hay gays, hay lesbianismo, hay drogas, sin que a nadie le llame la atención, incorporándose fluidamente al relato y sin que uno note un subrayado que diga “ojo, mirá qué modernos que somos”. Esa naturalidad con la que las cosas ocurren y se exponen habla de un cine que mira en la sociedad, y se aggiorna adecuadamente. La comedia romántica es un género social y un corrimiento de lo que pasa allá afuera hace ruido, a no ser que conceptualmente se construya un cuento de hadas y todo se acepte como tal. Si bien parte del éxito de la película hay que buscarlo en el guión de la desconocida Elizabeth Meriwether, no hay que quitarle mérito al bueno de Reitman. Decididamente para la comedia ha sido un revulsivo allá por los 70’s, con producciones tan irreverentes como Cannibal girls, sin dejar de lado que en los 80’s fue productor de películas de David Cronenberg como Rabia o Shivers, lo que no es poco decir. Reitman es, entonces, mucho más que un comediógrafo: ¡demonios, creyó que Schwarzenegger podía actuar mucho antes que Cameron! Es alguien con una mirada personal y que gusta de centrarse en personajes que deben enfrentarse a sus peores miedos: pensemos en Junior o Un detective en el kinder. Y si en Amigos con derechos supo hacer esto y mucho más, es porque ya había construido un borrador de esta con la encantadora aunque fallida Mi súper ex novia. A Emma, que se cree una súper-mina aunque sin los superpoderes de aquella, su cuerpo de acero se le desmantelará por amor. Así nomás. Lo interesante de Reitman es como, evidenciando sus orígenes, incorpora a la trama elementos que parecen no tener conexión con el mundo que está contando y generar un intenso momento de comicidad. Y así como en Mi súper ex novia hacía que la Thurman le revoleara un tiburón por la cabeza a su novio, aquí saca de la galera imitaciones de Nemo y Drew Barrymore, y lesbianismo subrepticio. Porque, más allá de que al final sucumba ante las convenciones de la comedia romántica, durante un buen tramo Reitman sacude al género de la modorra y lo despabila a fuerza de diálogos punzantes, gags bien construidos y personajes encantadores que fallan y aciertan, todo a la vez. Y nos regala, por si fuera poco, una Portman ebria, descolocada; una Portman que no sé si podría sacar al cisne negro, pero que sí muestra dotes de estupenda comediante -¿no pueden arreglar las nominaciones al Oscar y nominarla por esta película?-. Al final Amigos con derechos nos vino a confirmar que lo que le hacía falta a Nina Sayers para poder distenderse era agarrarse un buen pedo.
Estufas para todos Un momento de Biutiful sirve para dejar en claro la cretinada que es este nuevo descenso a los infiernos muy bien fotografiados del mexicano Alejandro González Iñárritu. Uxbal (Javier Bardem) es una especie de enlace entre unos chinos ilegales que trabajan en Barcelona y el explotador dueño del taller de costura donde laboran. Como tienen frío en el arrumbado espacio donde duermen los trabajadores -todos amontonados-, se les ocurre que deberían comprarles unas estufas. En primera instancia, la compra de esas estufas es vista como una actitud decorosa del lumpen Uxbal (ya algo cuestionable). Pero, Iñárritu hace una de más -siempre- y los chinos terminan muriendo por un escape de monóxido de carbono. Esa manipulación constante que hace Iñárritu en pos de mostrarse como el tipo más humano del mundo, sin importarle lo que hace con sus personajes y ni la forma en que profana temas demasiado sensibles de la realidad -y no hablamos aquí de incorrección política-, es lo que lo convierte en un profeta chanta, ya a esta altura -tras 21 gramos, la espantosa Babel y esta- uno de los peores directores de cine del presente. Peores, especialmente, porque está muy sobrevalorado por la prensa internacional. Iñárritu cree que el único problema que hay en el mundo es el dinero, o mejor: que el dinero soluciona los problemas. Debe ser el film con mayor cantidad de planos detalle de billetes, de manos contando fajos de euros, de personajes pasándose guita. Y siempre en Biutiful, ese tránsito del dinero quiere significar algo más: para Uxbal, el posible futuro que les deja a sus hijos; para los inmigrantes, la posibilidad de habitar ese módico paraíso fuera de su hogar. Iñárritu nunca indaga más allá de estos conflictos, cosa repudiable para un tipo que evidentemente cree estar muy preocupado por los problemas del mundo. Al menos, así los filma. Decía en una crítica para el sitio Cineramplus que el mecanismo del director se hace evidente, demasiado evidente. No se puede negar que tiene gran inventiva visual para generar imágenes de alto impacto, en algunos casos hasta potencialmente bellas: el inconveniente es que esas imágenes carecen de la poesía que pretenden y, además, no pueden verse más allá de la superficie. Un ejemplo cabal de esto es aquel plano en el que los chinos muertos anteriormente son traídos por el mar hacia la costa. Lo único que sobresale de eso es la denuncia de Iñárritu, quien por enésima vez nos dice que el mundo es un lugar horrendo y donde sólo hallaremos la paz tras la muerte. Y ese es el punto más odiable de Biutiful (y de muchas películas similares): para terminar con un final tranquilizador -acá para colmo de males tuvimos que transitar 145 interminables minutos- nos tuvimos que comer mil garrotazos por la cabeza, nos vimos sometidos a una sordidez que, cuando el cuento se redondea, se nos hace innecesaria. Porque si Iñárritu en los últimos 20 minutos se olvida del mundo y se centra en Uxbal y sus hijos (y su cáncer, y lo muestra en pañales y le hace mear sangre) ya resulta lo mismo que haya sido arribista, carnicero o abogado. La imposibilidad de conectar lo universal con lo privado es otra de las torpezas del director. Igualmente, habría que preguntarse, teniendo en cuenta el éxito de este tipo de películas (y el prestigio de estos directores), por qué el público gusta tanto de que lo sacudan, estremezcan y aleccionen. No soy quien tenga la respuesta a eso, apenas el que puede decirles que esto no es cine. O, si lo es, está usado maliciosamente.
Buen thriller a cargo de un director que está para más. Para los cultores del cine de terror -entre los que no me incluyo, más por impresionable que por otra cosa- el nombre de Jaume Collet-Serra ha sido una de las más rutilantes apariciones de los últimos años, donde el género ha encontrado una suerte de límite del cual no parece poder pasar. Sin embargo tanto La casa de cera como La huérfana, dicen, son dos productos rigurosos, interesantes, originales, que transitando temas ya abordados encuentran nuevos puntos de vista, incluso generando un clima de intranquilidad continuo. En Desconocido, una suerte de euro-thriller sostenido en la memoria del espectador que recuerda al Liam Neeson de Búsqueda implacable -aunque tal vez desconozca al Harrison Ford de Búsqueda frenética- prueba durante algo más de una hora su capacidad para sacarle las telarañas a viejas fórmulas y construye, por más que su final se desbarranque, un entretenimiento aceptable en estos tiempos de cine-chorizo. Neeson es Martin Harris, un especialista en botánica que llega a Berlín para participar de una conferencia, en la que un científico alemán informará al mundo sobre la aparición de un cultivo que puede salvar a millones de habitantes de la hambruna global. Pero el bueno de Harris sufre un accidente, queda cuatro días en coma y cuando despierta, nadie parece reconocerlo, ni su mujer ni mucho menos el que ahora está con su esposa y se hace llamar… Martin Harris. El misterio inicial, sobre el que desandará la trama, está bien trabajado por el director, quien va aportando pistas lenta y progresivamente, encerrando a su protagonista en una especie de callejón sin salida en una enseñanza bien aprendida de Hitchcock. Es que tarde o temprano, todos los realizadores cercanos al cine de suspenso sienten esa necesidad de desplegar los preceptos aprendidos del genio británico. Los elementos de acción y entretenimiento se van ensamblando adecuadamente, incluso sosteniéndose en la efectividad de un actor como Neeson, quien aporta su habitual aplomo por más que no tenga el encanto necesario que, por ejemplo, un Clive Owen sabe aportarle a estos papeles. Collet-Serra se da el lujo de algunos planos virtuosos, como aquel que revela la muerte de una enfermera y también de dejar aquí y allá interesantes apuntes políticos, que salpican con mucho de picardía y dejan flotando la sensación de que este thriller quiere dialogar con la realidad mucho más de lo que su función de cotillón hollywoodense le permite: hay una inmigrante ilegal que se transforma en heroína (Diane Kruger), un jeque árabe que aparece como un amable filántropo y dos personajes fundamentales, interpretados por Bruno Ganz y Frank Langella, que además de permitir un par de secuencias lujosamente actuadas dejan vislumbrar que algunos fantasmas del pasado andan dando vueltas por ahí. El problema de Desconocido, como la mayoría de estas películas basadas en un misterio inicial, es la efectividad de su desenlace. Es decir, aquello que ocurre una vez que se conoce la conspiración o se da el giro final. Y si bien la vuelta de tuerca que se le encuentra no es del todo mala, hay que aceptar que el giro del personaje de Neeson, las decisiones que toma, no son del todo coherentes y apuntan a tranquilizar y a inmovilizar el universo retratado. Allí donde Hitchcock -o el Polanski de Búsqueda frenética, con la que esta película dialoga bastante- abandonaba lo político para centrarse en el cuento, a pura narración, Desconocido quiere avanzar dejando una suerte de denuncia, sin dar acuse de recibo del absurdo de todo el planteo. Desconocido pedía a gritos cierta ligereza y seguir el juego, pero Collet-Serra, tal vez por sentirse algo más que un director de entretenimiento, redobló la apuesta. Y lo ridículo del final, además de estirado, suena a tontería bien pensante. Apenas un buen thriller a cargo de un director que, a juzgar por su férrea narración y su sapiencia para poner la cámara o generar climas, está para más.
Algunas piñas bien metidas David O. Russell es un director particular: ninguna de sus películas transita por un camino de “normalidad” (Secretos íntimos, Flirtin with disarter, Tres reyes, Yo (amo) Huckabees), bordeando siempre un género específico pero subvirtiéndolo con un punto de vista entre surrealista e intoxicado. Y El ganador, por más que se esfuerce en ser una más de deportista en decadencia que logra el éxito de su vida -para más datos, basada en hechos reales-, también es una película enrevesada, intensa, inquieta en su retrato entre grotesco y miserabilista de los hermanos boxeadores Micky Ward (Mark Whalberg) y Dicky Eklund (Christian Bale), su enérgica madre Alice (Melissa Leo) y sus temibles siete hermanas. Hay algo fundamental en Russell: no le preocupa ser políticamente correcto. De ahí, que El ganador contenga algunos elementos que puedan molestar y, paradójicamente, hacerla más rica y compleja. Hay dos temas que atraviesan la filmografía del director, y estos son la familia y el vínculo que se establece entre los hijos y la madre. Y ambos temas están explotados en El ganador, que esconde detrás de su fábula de hermano conflictuado que llega a ser campeón del mundo de boxeo, los entrenamientos y los rings, el conflicto más básico y esperable: la familia, una muy particular como la que le toca en suerte a Ward, y el sentirse parte de ella o no. También, cómo construir un camino propio y personal cuando se vive siempre a la sombra y, para colmo de males, esa sombra está alimentada por uno mismo. Ward vive con el pesar de que su hermano alguna vez combatió contra Sugar Ray Leonard y lo volteó -o se tropezó, vaya uno a saber- y eso lo convirtió en una gloria en el pueblo en el que habitan. También, con el hecho de que su madre está empecinada en manejar su carrera, con muy poco tino. El film arranca con un documental que HBO está haciendo sobre la vida de Eklund. Sin embargo, en un giro “russelliano”, ese documental no es sobre sus éxitos deportivos sino sobre su adicción al crack. Es la impronta más personal del director que aparece en El ganador: cuando uno espera el relato lacrimógeno y sensible, un volantazo nos coloca en otro lado. No hay en su mirada indulgencia alguna, ni tampoco un juicio de valor. Russell muestra, aunque no en un sentido documental o verista como se podría interpretar, sino a partir de la más pura ficción. Russell nos hace evidente que estamos ante una película y que ellos no son ellos, sino instrumentos cargados de sentido. Por eso Eklund será un espectador más de su propio documental, cuando lo mire desde la cárcel rodeado de otros presos. El director “construye” el relato, se toma enormes libertades y licencias, y exprime de esos benditos “hechos reales” su significado. Pero lo hace evidente, como dijimos no hay en su procedimiento una necesidad documental. Hay en El ganador ecos del cine de Scorsese -la utilización de la música, el barrio, los códigos, los vínculos violentos, las mujeres que reconfiguran el universo machista, en este caso la Charlene de la gran Amy Adams- y también de Eastwood: no casualmente hay paralelismos entre esta y Million dollar baby, otra de pugilista enfrentado a su familia. Incluso, otra familia white trash de lo más grasosa y repudiable. Curiosamente ambos directores recurren al trazo grueso para mostrar esos hogares. Pero mientras en Eastwood todo se resolvía en una escena horrenda e indigna del director -aquella en la que la familia llegaba a la clínica luego de haber pasado por Disneyworld-, Russell recurre a su humor zumbón, su apuesta al grotesco descontrolado y va a fondo con una pelea entre las siete hermanas y la novia del Micky. Mientras Eastwood quiere dejar en claro quiénes son los malos y quiénes los buenos, con una subrayado groserísimo y un pésimo manejo de la puesta en escena, aquí lo que vemos son universos en choque, diferentes entre sí, ordinarios, pero honestos y lógicos. Es una escena arriesgada, que puede indignar, pero es la confianza en su propia apuesta que se adivina en Russell lo que la convierte en uno de los pasajes más frescos de El ganador. Ese amasijo de gente que Russell pone en el porche de una casa es una reflejo de su idea sobre la familia, su tesis más lograda en el film: un montón de gente, diferentes entre sí, listos para irse a las manos, pero confiados en que hay que seguir para adelante sea como sea. Entonces, lo mejor que tiene para ofrecer El ganador son esos toques propios del realizador, que desoxigenan la carga didáctica del guión: aunque lavada, hay una aproximación a la enseñanza de vida. Y lo peor de esto se ve en la actuación de Christian Bale. Vaya uno a saber qué han visto quienes premian, lo cierto es que el actor construye una especie de “monstruo” sin conexión alguna con lo humano. Su showcito personal, ampuloso, desconecta al film de sus emociones reales. Digamos, para un director como Russell lo mejor es el actor hierático, por eso funciona a las mil maravillas Mark Wahlberg, en la que seguro es la mejor actuación de su vida. Ya Russell es lo suficientemente hiperbólico como para que Bale venga a aumentar la dosis de desenfreno. Wahlberg no precisa más que su cara de confundido en la secuencia en la que lleva al cine a Charlene y se queda dormido mirando “Belle epoque”. El sentido, en el cine de Russell, se consigue por medio de las situaciones, no del desborde actoral. Esto queda en evidencia en la última escena, cuando retomamos el documental sobre Eklund y allí se queda Ward, sentado, solo, con su cara de incomodad absoluta. Es otro destello de una película que funciona como por shocks de creatividad. Película que, por lo demás, no es el mejor trabajo de Russell: la locura del director va ingresando progresivamente en cierta comodidad, se respalda en el típico drama deportivo, que está bien narrado y contado (la imagen incorpora durante esos instantes la textura de la transmisión televisiva) pero que no supera la medianía, y El ganador termina siendo la fábula optimista y promotora del “tú puedes hacerlo si te esfuerzas” sin demasiada convicción. En estos pasajes hay una evidente contradicción del director: si allí en los momentos de intensidad dramática apostaba al grotesco, no hay sobre el final ningún tipo de desborde que pudiera comprometer la superficie. Como si Russell mismo se culpara por resolver el asunto de una manera tan convencional, lo filma todo con máxima corrección y sin atisbo de originalidad. Ahí sí que falta Christian Bale haciéndose el monigote. Pero ni siquiera eso.
El discurso del rey es de esas películas complacientes, políticamente correctas, que buscan no enfadar a nadie. Correcta en todos sus rubros, con una estupenda ambientación y unas actuaciones sobresalientes El discurso del rey es todo eso que uno podía esperarse antes de verla: la típica película británica nominada al Oscar, algo más o menos decoroso, que no espante a nadie, pero que al fin de cuentas tampoco sea algo que uno recuerde dentro de dos semanas. Sin embargo hay algo singular que vale la pena señalar, y que marca un poco los límites de esta propuesta dirigida por Tom Hooper: así como se le marca a su personaje principal que se detiene demasiado en su problema de tartamudez sin ahondar en el conflicto real, la película más nominada al Oscar nos hace distraer en ese problema sin ir más allá y, lo que es peor, ocultando así algunas concesiones hacia la propia Corona británica a la que amaga con cuestionar. Si la historia del rey Jorge VI, sus problemas del habla y su baja autoestima, tiene algo a favor, es que se toma las cosas bastante a la ligera. El punto más fuerte del film es el vínculo que surge entre el Duque de York (Colin Firth) y su logopeda Lionel Logue (Geoffrey Rush), construido como una serie de charlas con diálogos afilados y dos actores mayúsculos. Que se entienda: lo de Firth es notable más allá de cómo “hace de” tartamudo. Firth varía aquí su habitual personaje incómodo y crispado, y lo que construye es una especie de pequeño monstruo, alguien incapaz de afrontar sus problemas, consciente de no estar en igualdad de condiciones con el resto del mundo, pero que por otra parte no es un ingenuo ni un inocente, y que puede actuar a veces de manera desleal. Pero el rostro de Firth nunca nos permite ver la emoción real de su personaje, convirtiéndolo en un ser encriptado: ¿al final apuró o no apuró a su hermano para que abdicara al trono? En última instancia, es una especie de relectura del Mark Zuckerberg de Red social. Que alguien así haya detentado el poder, asusta, aunque no sé si la película es consciente de esta lectura. Si bien El discurso del rey no está nada mal, también es cierto que no es una película que desate pasiones. En mucho ayuda el escaso riesgo que toma Hooper, quien narra esto como mirando un imaginario manual de la correcta película inglesa que será nominada al Oscar. El único aspecto formal que lo identifica es una apuesta constante al gran angular, que a veces funciona en su deformidad y otras, resulta inocua. Sin embargo, donde más la pifia el director es en la última parte: una vez en el poder, el rey Jorge VI tendrá que declararle la guerra a la Alemania de Hitler. El punto de vista se fija en cómo dice aquello que dice antes que en lo que dice. Está claro que estamos ante una película sobre la tartamudez del rey, pero en alguna instancia las licencias poéticas, cuando se opta por contar un hecho histórico, se agotan. Y donde más en evidencia queda esto es en cómo se construye ese final: el rey sale de dar el discurso, todos lo ovacionan, lo aplauden, y la película también. El mundo acaba de entrar en guerra, pero casi nadie presta atención al detalle. En todo caso, será una reflexión muy acertada sobre la superficie, la imagen y la política, aunque lo dudo. El discurso del rey es de esas películas complacientes, políticamente correctas, que no buscan enfadar a nadie, y sí divertir un poco. Es verdad que cumple con aquello de no hacer enojar a nadie, pero convengamos que como objetivo es bastante limitado. Más o menos como este film menor y simpático, inexplicablemente celebrado en todo el mundo.