Más corazón que cinismo Digresión. No imagino en el panorama del Hollywood más industrial y popular de hoy día dos universos más disímiles que los de Steven Spielberg y los Hermanos Coen. Como tampoco entiendo la fascinación de Spielberg con Stanley Kubrick. Decíamos, dos mundos: el de Spielberg, humanista y sensible, afecto a las emociones, aún bordeando la oscuridad como lo ha demostrado en Inteligencia artificial, Guerra de los mundos o Munich; el de los Coen, cínico y distante, más inteligente que emotivo, pura formalidad incapaz de generar emociones, aún con sus muy buenas películas a cuesta. ¿Pero qué pasa cuando ambos universos chocan? La respuesta puede ser Temple de acero, una verdadera rareza aún cuando se trata de un film clásico, tal vez el más claro expositivamente que han filmado los Coen. Pero Spielberg produciendo y Joel & Ethan narrando, construyen un artefacto particular: plagado de tanto humor negro como de sensibilidad, de humanismo como de cierta desconfianza hacia el mundo, dejando rastros autorales aquí y allá, pero siempre manteniéndose centrados en el cuento. Y si bien el lector habrá notado que uno es más spilberguiano que coeniano, debo reconocer que el éxito de Temple de acero se debe a la mano firme de los directores: son ellos quienes deciden incorporar el sentimiento justo, que viene más de la coherencia del western, sin que las cosas se les vayan de la mano. Veamos la reciente experiencia de Spielberg produciendo a Clint Eastwood en Más allá de la vida -en este sitio pueden leer una muy buena crítica del colega Javier Luzi, con la que coincido parcialmente y que hace hincapié en estas cuestiones-: si la mano del productor allí se nota más y es más perjudicial, no es tanto por su injerencia sino porque en el fondo Eastwood y Spielberg son más o menos lo mismo, dos directores norteamericanos, norteamericanos en el sentido de valores similares que pretenden representar con su cine. Y ramplón se termina dando por acumulación. La cosa con los Coen es diferente, porque en ellos reside una mirada bastante cáustica sobre lo norteamericano, y si aquí pudieron terminar construyendo un western clásico, con muy pocos manierismos, es porque antes ya habían experimentado con el género en la notable Sin lugar para los débiles. Esta, por contrapartida, es una película bastante libre, casi sin pretensiones, y sin embargo es una soberbia demostración de muy buen cine. Si usted llegó hasta aquí, ya es momento de que hablemos de Temple de acero. Si bien nadie se acordaba demasiado del Temple de acero original (1969), había un par de elementos a tener en cuenta de cara a esta remake -aunque los directores lo nieguen y digan que se basan en la novela de Charles Portis-: por un lado, que representaba un western crepuscular, de esos que se hicieron en la década de 1960, cuando el género dio paso al revisionismo esporádico amén de la popularidad del spaghetti western; pero por el otro, que había servido para que John Wayne se gane un Oscar con una actuación que resumía de alguna manera su carrera: un sheriff tuerto, en el ocaso de su vida, algo descreído y alejado de los compromisos, que se ponía de nuevo en carrera cuando una joven de 14 años venía a contratarlo para que encuentre a quien había asesinado a su padre. La duda sobre esta remake era: ¿los Coen van a tomar un western para desmenuzarlo como ya lo han hecho con otros géneros -noir, screwball comedy, cine de espías o el de gangsters- y tomarle el pelo o van a respetar el original y apelar a una mirada nostálgica sobre el género? La sorpresa es que ninguna de las dos cosas. Efectivamente los Coen vuelven a contar la misma historia sin correr casi una coma, pero lo que hacen muy sabiamente es contarla como si nunca se hubiera contado. Es más, como si el western no hubiera existido y lo estuvieran fundando. Es decir: no hay aquí aires revisionistas como el Eastwood de Los imperdonables, el Kevin Costner de Pacto de justicia o el Jim Jarmusch de Dead man, pero tampoco un sabor terminal como en el original de Henry Hathaway, lo que hubiera sido una torpeza teniendo en cuenta la actualidad del género. Sin embargo, lo más importante del film es que tampoco existe una mirada canchera y sobradora sobre el cine del lejano oeste. Por una vez en la vida los hermanitos creen en sus personajes, no los manipulan ni los utilizan para subrayar sus obsesiones. Los dejan ser, y eso se puede apreciar en la forma en que introducen aquí el humor: habitualmente, sus personajes parecen un títere donde la comicidad no surge de ellos sino que es impuesta por los autores. En el mundo de la mayoría de las películas de los Coen, los personajes nunca se dan cuenta que son una caricatura, y tanto el espectador como ellos ríen y se burlan de esas criaturas castigadas y maltrechas. Como ejemplo de lo que pasa en Temple de acero, está esa secuencia en la que Rooster Cogburn (Jeff Bridges) es enjuiciado por sus cuestionables métodos y crímenes. Si bien lo que dice Cogburn parece ridículo, esto surge de una puesta en escena que él mismo construye, actuando literalmente para la tribuna. En esa escena en particular, las risas surgen desde la pantalla -la gente que participa del juicio- y se extienden hasta la platea. Y esto es importante porque el humor en los Coen nunca es inocente, sino que sirve para cargar de sentido lo que se cuenta. Entonces Temple de acero 2011 es una de vaqueros, de viajes, de paisajes inmensos, de tiros, de sombreros y de caballos -¡y qué caballos!- que como todo gran western deja subyacer una serie de temas universales y siempre complejos: la vida, la muerte, la justicia por mano propia, el heroísmo, la hermandad, la porosidad del alma que va filtrando la maldad. En la cita bíblica que inicia el film, que habla de la fuga y de la culpa, uno puede ver también una continuidad con Sin lugar para los débiles, un film que ponía real atención en las huellas, en los rastros, en los regueros de sangre que anunciaban la inminencia de la violencia. Precisamente ese parece ser el tema central en la filmografía de los Coen: la relación entre la sociedad norteamericana y la violencia, y no de gusto eligen un género emblemático como el western. En el caso de Sin lugar para los débiles era un film que tomaba elementos del western, pero los releía posmodernamente, aunque era dueño de una energía y una tensión que por ejemplo otra relectura como El hombre que nunca estuvo -en ese caso el noir- no tenía. En esta oportunidad lo que cambia es la actitud de los directores. Saber si van a continuar o no en esta tesitura es algo que uno no puede presagiar, aunque no es casualidad que tras dos películas bastante insatisfactorias como Quémese después de leerse y Un hombre serio se hayan refugiado en esta especie de run for cover medido. De todos modos algo que no se puede obviar es que colaborando nuevamente con Jeff Bridges (antes había sido la delirante El gran Lebowski), los Coen logren un muy buen film. Vaya uno a saber qué transmite este buen hombre, que por cierto está en el mejor momento de su carrera, pero su genialidad, su presencia indudablemente cinematográfica y humana hace que los hermanitos se vean impedidos de atorar con su canchereada sobradora. Es curioso lo de Bridges: parece ir construyendo personajes geniales y queribles, y a su vez algo de ellos permanece en cada nueva composición como un eco, una reverberación: no es exagerado ver en este Cogburn rasgos del Jeff Lebowski y del Bad Blake de Loco corazón. Cierta irascibilidad, cierta decadencia consciente, cierto patetismo ameno, permanecen aquí pero explorando otros márgenes. Y aquí, esos márgenes, se construyen a partir de la sorprendente Hailee Steinfeld como la joven emprendedora Mattie Ross. Con apenas 13 años, la actriz se da el lujo de ser quien lleva adelante el relato y además de sostener una actuación infantil no a partir de la simpatía demagógica sino del carácter. Temple de acero les reservará a Mattie y a Rooster, y a Jeff y Hailee, un final increíble. Sorprendente en el marco de una película de los Coen. Sin adelantar mucho, habrá un cielo azul oscuro sumamente intenso, un caballo negro exhausto, una larga cabalgata, alguien al borde la muerte y alguien haciendo lo imposible por salvar esa vida. Es un final emocionante, emocionante en un sentido epidérmico y emocionante en un sentido formal: los Coen aprovechan todos los elementos que aporta el western, todo ese espíritu noble y ese carácter épico, toda esa luz que brinda el notable Roger Deakins, para, por una vez en la vida -en sus vidas-, demostrarnos que también ellos son capaces de perder la vergüenza, de meterse en el barro de lo craso y vulgar, que pueden dejar a un lado la inteligencia y el cerebro y la necesidad de aparentar ser piolas, y jugárselas por un personaje, por una coherencia y una rectitud, por una ética. Después habrá un epílogo, una forma de homenaje bastante particular y también sentida -amén de algunos detalles no del todo felices-, que evidenciará el paso del tiempo mucho más que en un sentido cronológico. Temple de acero es, pues, la película que permitió que los Coen se emocionen con sus personajes y nosotros, con ellos. Más o menos como la experiencia de ser humanos. ¿Vieron que no estaba tan mal?
El avispón verde es una película divertida, arbitraria, tonta en el buen sentido, donde incluso la violencia es una herramienta más que aporta sentido, reflexivo o cómico. Hay algo que, debo reconocer, me comenzó a fascinar de El avispón verde una vez que la película empezó a sedimentar. Y es que esta no será la película de Michel Gondry con la que la platea cool doliente (esa con la que Tim Burton ha engrosado notablemente su billetera) nos castigará hasta la aparición del próximo artefacto al uso: ¿recuerdan Eterno resplandor de una mente sin recuerdos? Pasa que El avispón verde es una película de superhéroes, una de piñas y tiros, es decir, “una idiotez”. Y, para peor, con un punto de vista sobre el universo de los héroes enmascarados que saca a la luz toda la idiotez e imbecilidad de este tipo de personajes. Pasa, fundamentalmente, que El avispón verde es una película de Seth Rogen antes que una de Gondry. Y al igual que la pareja de Britt Reid y su fiel asistente Kato, el actor/guionista y el director se complementan efectiva, afectiva e inteligentemente. Veamos lo efectivo. El Britt Reid de Rogen no es muy diferente de los personajes que el actor ha sabido crear hasta aquí en el marco de la comedia: un poco hedonista, un poco gil, un poco querendón; 100 % oso de peluche. Aunque, también, con una voracidad verbal asombrosa. Prestar atención a cómo en las comedias de Rogen (y esta en parte es una comedia) el sonido es fundamental: si bien él puede no aparecer en plano, desde el off alguna acotación convierte un momento cualquiera en una explosión hilarante. No deja de ser experimentación pura: comedia que no se ve, humor de voz de altoparlante. Lo interesante es que esta revisión cómica del programa radial de los 30 y de la serie televisiva de los 60 funciona perfectamente en su faz satírica, como no lo hacía la fallida Starsky y Hutch de Todd Phillips, sencillamente porque aquella perdía la esencia de la serie a los dos minutos. Uno puede y debe reelaborar, pero sin olvidarse sobre la base de qué lo hace. Y en ese plan es bueno el trabajo de Gondry, dándole un sentido estético al producto, por más que defeccione en algunas escenas de acción, sobre todo en el final. Veamos lo afectivo. No sé si hay mucho cariño sobre el personaje original, si a alguien le interesó demasiado respetar a los seguidores de El avispón verde (¿quedó alguno?). Pero sí que hay una sólida creación por parte de Rogen y una muy original revisión del universo de superhéroes. De hecho, el film funciona mucho mejor en su primera parte, que es donde le da origen al mito, le da un sentido y donde expone de manera más explícita sus referencias e influencias. Y, especialmente, hay gran atención a algunos pliegues muy poco explorados en este tipo de productos, más interesados en los anabólicos de sus escenas de acción y efectos especiales. Brilla y sobresale, pues, el vínculo entre Reid y su asistente Kato. Brilla en el orden de la nueva comedia americana, en esa exploración del homoerotismo (ver la gran I love you man) y en una adecuación de la amistad masculina como un espacio donde se debaten cuestiones de honor. Que Reid presente a Kato como “mi hombre”, es una feliz e inteligente revelación que viene a poner las cosas en su lugar tras muchos años de historias de enmascarados. Si lo sabrá el Hulk de Ang Lee, que tras los conflictos de identidad se escudan muchas cosas que incluyen o, pueden incluir, lo sexual. Veamos lo inteligente. Tras una aparente torpeza, El avispón verde oculta mucha reflexión, capas y capas de sentido que indagan y exploran los caminos superheroicos, la justicia por mano propia, la severidad que puede esconder a una buena persona, la mentira, la política, el poder. Y el poder de la palabra, sobre todo. Y esto es evidente en la presencia del villano en escorzo que interpreta Christoph Waltz. Especie de relectura de su coronel Landa de Bastardos sin gloria, este es también un hombre que se define por el habla, por la expresión oral. O, mejor, al que define el habla. Nadie puede pronunciar bien su apellido Chudnofsky, lo que -le dicen- le hace perder respeto. Por eso, pero más aún por torpe, cambiará su nombre a un directo Bloodnofsky. Y se vestirá de rojo. Es no sólo un chiste estupendo, sino además una referencia a la actualidad, donde lo que importa es la superficie de las cosas, su único y explícito sentido. La taradez de un cine de acción sin mayores dimensiones, que se debe leer de una sola manera. Desde allí parte esta vitriólica sátira a desmoronar, a la vez que autoimponer, un orden vinculado con la coherencia errante de los superhéroes. Y por si todo esto no alcanza, El avispón verde es una película divertida, arbitraria, tonta en el buen sentido, donde incluso la violencia (como en Supercool, como en Pineapple Express, no casualmente guionadas por Rogen y Evan Goldberg) es una herramienta más que aporta sentido, reflexivo o cómico. Ver, sino, cuando el Kato de El avispón verde enroca con aquel Cato de La pantera rosa en la delirante paliza que ambos se propinan en la mansión de Reid, utilizando todos los objetos que los rodean en un prodigio de puesta en escena creativa que recuerda, por qué no, el espíritu de Buster Keaton en plan autodestructivo.
Cine chico, infierno mediano Con las películas nominadas al Oscar pasa algo curioso. Uno, postmoderno, ya descree de la importancia de estos premios. Pero, contradictoriamente, sigue esperando algo de aquellos films que son nominados. Más aún, cuando como en el caso de Lazos de sangre ha sido la niña mimada de cuanta celebración del cine independiente norteamericano haya habido a lo largo de todo 2010, cosa que se termina coronando con la candidatura al Oscar a Mejor Película y con unas críticas que la ponen por el cielo. El film de Debra Granik es sí un intenso drama rural, un crispado thriller que recorre géneros de manera tan natural como sorpresiva, pero también es cierto que resulta en su derrotero plagado de tiempos muertos y universos entre sórdidos y misteriosos algo reiterativa y redundante, estancada y poco vital y, fundamentalmente, previsible. Quienes hayan visto más de una de estas pelculas independientes norteamericanas de pueblos olvidados y polvorientos, reveses evidentes del sueño americano, saben que esa progresión dramática conducirá inevitablemente a la violencia. Ahora, todo esto, ¿es así o sólo lo cuestionamos porque el film está nominado al Oscar? ¿Le exigimos más a Lazos de sangre que lo que puede y sabe dar? Porque, en líneas generales, entrega bastante. De hecho, sabe contrariar algunas de esas reglas que parece cumplir: cuando hablamos de esa violencia que irá apareciendo progresivamente, también es cierto que el film amenaza constantemente con una olla a presión que no termina de explotar nunca. El ejemplo más preciso es el personaje del tío de la protagonista: recordemos, hay aquí una chica, Ree (Jennifer Lawrence), que busca a su padre, vendedor de drogas y desaparecido, para que vuelva y se haga cargo de una hipoteca sobre su casa de clase baja de Missouri. El tío (el notable John Hawkes), un tipo imprevisible y siempre al borde del desborde, es la mejor representación que da la película de aquellas atmósferas contenidas que nunca terminan por estallar. La actuación de Hawkes es notable, porque a ese personaje límite le quita todo el aspecto excéntrico y sobreactuado habitual, y lo compone desde la sobriedad y la rugosidad. Lo dicho, Lazos de sangre es un drama rural independiente, pero al cual Granik subvierte a partir de la recurrencia a géneros que desfiguran la aparente normalidad y transparencia. Partiendo de aquella historia de vínculos rotos, de disfuncionalidad familiar, la investigación que lleva adelante Ree puede verse como un policial negro, un neo noir muy en la senda de los Coen de Simplemente sangre o Fargo, pero, además, sobre el final la atmósfera de la película se va enrareciendo y acercando a un registro que la acerca decididamente al cine de terror. De hecho, Lazos de sangre juega con elementos típicos del horror setentoso: hay un pueblo, hay una comunidad, hay una comunidad que lentamente se va mostrando perversa a través de la asimilación de un secreto, y hay alguien inocente metido en medio de todo esto (de hecho hay un guiño cinéfilo con la aparición de Sheryl Lee, la Laura Palmer de la hiperbólica Twin Peaks). Pero, así como el policial y el terror juegan para enrarecer el drama familiar, a su vez el marco, el registro más realista que ficcional, ayudan para que también esos géneros sean releídos desde otro lugar. Y tal vez el acierto mayor del film de Granik sea el de poner no sólo en el centro del relato a una mujer, sino que además los personajes que parecen tomar las riendas en este universo podrido y hermético, sean también mujeres. Hay hombres, hay tipos hoscos de pocas palabras que resultan ejecutivos -por ejecutantes-, pero que no son quienes sostienen el misterio, la tensión, quienes conocen los pliegues del pueblo al borde del sistema. La búsqueda del padre, la casi ausencia de hombres y de maridos -los que aparecen son un verdadero desastre-, habla de cierta crisis viril, de mujeres haciéndose cargo de aquellas tareas que corresponden a los caballeros, poniéndose en el centro de la investigación policial, de lo macabro del terror. La ausencia y necesidad del hombre, no como búsqueda y reconfirmación de una sociedad patriarcal, sino como mostración de su decadencia. No es casual que reiteradamente le pregunten a Ree por la presencia de un padre, de un novio, de una figura que con su virilidad pueda hacerse cargo de las difíciles circunstancias que le tocan atravesar. ¿También de los géneros? Hasta aquí son todos, aparentemente, elogios para Lazos de sangre y uno se pregunta cuáles son los problemas de la película. Ahí vamos. Primero, que en el film son más interesantes sus partes que el todo. Estos elementos, unidos, no logran construir un relato atractivo y cohesivo, que genere interés en el espectador por lo que va a pasar. Si bien es cierto que inteligentemente Granik (adaptando una novela de Daniel Woodrell) mantiene el misterio sobre el destino del padre como un rumor, un murmullo y que en definitiva nunca sabemos muy bien qué pasó, también es cierto que la investigación es desvaída, deshilachada, fluctuante. Además, que la reiteración en ese “todo el mundo sabe algo pero nadie dice nada” resulta por momentos forzada y reiterativa. Y, lo que resulta menos logrado -y más preocupante- de Lazos de sangre es que en definitiva Granik cree que la mostración tiene un valor en sí misma. Uno puede leer el film por sus vericuetos genéricos, pero también en un segundo plano se observa esa América profunda que se le suele a escapar a Hollywood. El tema es que la directora expone, muestra, explicita visualmente las miserias y lo ruin de ese universo. Y el asunto es que no hay mucho más que un concepto explotado ya miles de veces por el cine independiente norteamericano. Casi un leit motiv estético que termina revelando, además, la excesiva escritura de la película y la impostación de sus actuaciones. Lazos de sangre no sólo es una película independiente, sino que “está hecha” como una película independiente. No es una película que irrite particularmente, pero sí que está muy lejos de la calidad que su importancia autoimpuesta quiere hacernos creer.
De melodrama y otros vicios Si bien su opera prima (All about last night…) estuvo vinculada con la comedia romántica/dramática, prontamente Edward Zwick construyó una carrera a caballo de una serie de películas épicas con fuertes componentes tanto morales como políticos y, especialmente, con un sobrado espíritu norteamericano, muchas veces en el peor de los casos: recordar Contra el enemigo. Gloria, Leyendas de pasión, Valor bajo fuego o (la mejor) El último samurái no permiten ver a un director detrás con un mundo personal, aunque sí hay algún elemento que lo deschava: y ese es, siempre, su propensión a terminar mirando el tema que sea desde el melodrama más rancio. En este sentido, De amor y otras adicciones es una vuelta a los orígenes pero totalmente contaminada por esa necesidad de resaltar lo norteamericano como ocurrió en su cine posterior, aunque en este caso su mirada esté un poco retorcida y a ese modo de vida construido sobre lo material y el éxito económico pueda subvertirlo gracias al poder de la sátira. De todos modos, De amor y otras adicciones es un film construido sobre capas y capas narrativas, que hacen fluir y estrellar, sin ton ni son, diversas líneas argumentales. Es como si encerrado en el corset de la comedia romántica con sentido (muy en la onda Jerry Maguire), Zwick tuviera la necesidad de aglutinar subtramas para engordar el sustento de su film. En esa jugada, por los excesos y los desniveles, está lo mejor de un film que tal vez siendo más conservador en ese sentido se hubiera conformado con sólo un trozo de este pastel entre sabroso y ciertamente empalagoso. Con todo esto, decir que por un lado la película es la historia real de Jamie Randall (Jake Gyllenhaal), un joven que comienza a trabajar en la industria farmacéutica como visitador médico y que, en ese aspecto, arroja algunos dardos contra el sistema y también muestra un universo laboral medido a partir de saber hacer contactos, la proyección de la imagen y los pactos non sanctos. El film es tan veloz, que en esta primera parte pueden entrar sobornos a médicos, acosos sexuales para lograr objetivos mayores, la típica educación del héroe (a cargo del notable Oliver Platt) y demás apuntes para los que pocas veces hay una contra-respuesta. En este territorio es donde De amor y otras adicciones encuentra algunos aciertos: sin definirse como un film de denuncia, es lo bastante crítico como para construir una mirada política y, a pesar de nunca señala directamente con el dedo o levanta demasiado la voz, no se lo puede calificar como complaciente. Pero De amor y otras adicciones es también ese mismo Randall intentando ser un hombre mejor: su rapidez con la que se saca mujeres de encima, su poca aplicación al trabajo, su abandono de alguna carrera universitaria lo muestran, en plenos noventa’s -donde el film se ambienta-, como un joven sin rumbo alguno, donde el milagro económico vinculado con la tecnología lo convierte en el relegado de su familia, tras el exitoso hermano Josh (el buen comic relief de Josh Gad). Y el aventón monetario le llegará a Jamie cuando logre colocar en el mercado el famoso medicamento contra la impotencia sexual conocido como Viagra. Sin demasiado análisis sobre lo que este producto significó a la sociedad, lo que el film termina comprobando es la tesis del éxito posible en la sociedad americana. El asunto es que aquí todo está atravesado por una invisible pátina de amargura, la cual impide que De amor y otras adicciones se convierta definitivamente en la película celebratoria sobre el éxito económico o que muestre que la autosuperación es un puesto de gerente de una gran firma. Y allí lo que aparece es otra de las tantas películas que componen a De amor… y que es la relación que se establece entre Jamie y Maggie Murdock (Anne Hathaway), una joven de 26 años con Parkinson. Antes de que usted piense “golpe bajo”, digamos en favor del film que uno sabe de antemano que ella está enferma y también lo sabe el personaje: Zwick, para lo que uno puede sospechar como un director mediocre, utiliza inteligentemente este elemento y pocas veces juega al falso suspenso con la doliente Maggie. De hecho, el film es bastante honesto sobre la relación de ambos y sus crisis suenan reales, además de sorprender con cierta recurrencia al sexo: si bien lo sexual bordea el relato con la aparición del Viagra, lo cierto es que Jamie y Maggie tienen muchas escenas de cama, hay mucha fisicidad en la película, e incluso Hathaway se anima a algunos desnudos poco habituales para un film del sistema de producción de Hollywood como este. Contra todo esto, que parecen puros elogios, hay que contraponer que Zwick no parece casi nunca encontrar el ritmo de su película. De hecho, algo notorio se da con la utilización del humor: por momentos inteligente, en ocasiones recurre a algunos chistes un poco guarros que poco tienen que ver con el tono general de la propuesta. Incluso, hay imposición de chistes que llegan a destiempo, como por ejemplo toda una secuencia con una erección que carece de mayor relevancia y que sólo se entiende como la necesidad de meter un chiste para cortar con lo dramático. Hablamos aquí de Jerry Maguire, un film similar sobre un joven profesional enamorado, pero donde Cameron Crowe sabía cómo releer una screwball comedy y aggiornarla. Zwick parece totalmente alejado de esta capacidad de entendimiento, y apenas se dedica a apilar sucesos con la esperanza de que la sobreabundancia de tramas pudiera otorgarle un sentido mayor a su película. De amor y otras adicciones, en todo caso, demuestra sus peores armas al sucumbir totalmente a los códigos del melodrama: su última parte se pone en exceso discursiva, se pierde un poco la velocidad del comienzo y en todo caso uno termina agradeciendo la honestidad de los personajes, que es a prueba de manipulaciones melodramáticas. ¿Habrá una cura para estos vicios de Zwick? Al menos, De amor y otras adicciones es una buena película.
De generaciones Hay algo subterráneo en La vieja de atrás que es muy interesante, pero que parece involuntario o que no terminó de cuajar para que trascienda a la propia película que es, sí -y lo decimos de entrada-, muy floja. Los protagonistas son Adriana Aizenberg, como la vieja del título, la metida vecina que no quiere a nadie y desprecia a esos otros porque les teme; y Martín Piroyanski, el joven vecino de la vieja, que anda sin un mango y tendrá que convivir con aquella por obligación. Aizenberg y Piroyanski representan, por qué no, lo mejor de dos generaciones bien diferenciadas de artistas nacionales. Y conviven en un film que, además, hace de los géneros cinematográficos una rara mezcolanza, de la que es cierto que el director Pablo José Meza no sabe sacar un rédito. Pero generaciones y géneros, fusionados, son todo un experimento. Veamos: el cuerpo de Aizenberg es pura tensión dramática, puro rito actoral nutrido -de manera efectiva- de tics sociales prestados de la realidad. Por el contrario, Piroyanski es invención de la ficción, casi del dibujo animado podríamos decir: cuerpo desgarbado, languidez, sus silencios parecen un caricatura de los silencios que emplean algunos actores del nuevo cine argentino. Pero La vieja de atrás no es nuevo cine argentino o, si lo es, está totalmente revestida de los códigos del cine nacional costumbrista, incluso de algunas películas de los ochentas que no eludían gritar tres o cuatro verdades. La curiosidad y, la extrañeza, surgen entonces de ver una actuación de Aizenberg tan de método incrustada en los arrabales del más despojado nuevo cine argentino; mientras que Piroyanski respira y escupe nuevo cine argentino para aminorar los excesos dramáticos y las alegorías. Es cierto que en este contexto, sólo es posible tener una apreciación personal del film y nunca una mirada general, porque es en cada espectador donde terminará de completarse: en qué busque y qué necesite aquel que se enfrente a esta película se definirá la efectividad o el fracaso de esta propuesta. Para ser claros: aquellos que busquen la historia de la vieja reaccionaria o una película de actores, se encontrarán con algunos pasajes algo arduos, unos tiempos muertos difíciles de atravesar, mucho más porque a veces resultan innecesarios y, otras tantas, redundantes. Mientras que los que generacionalmente se encuentren más cerca de Piroyanski y del cine que se mamó por estos tiempos, tendrán que saber que el film no evitará decir algunas cosas (los chinos, el perro de la puerta, las persianas que no se levantan) para connotar la metáfora y hacer evidente su crítica a la sociedad encerrada, y no sólo en un departamento. El problema de La vieja de atrás es que no pareciera que Meza se dé cuenta de los diferentes niveles que se superponen en su película: al menos el film no demuestra ser consciente de ello. Por el contrario, el director se queda con una sola de las posibles películas que tiene ahí dentro, y es aquella que en la que un joven estudiante le dice a una vieja que vive en un edificio que es una persona algo detestable y que tiene que dejar de tenerle miedo a los demás, que nada le van a hacer. Ni la comedia negra que el choque de ambas personalidades prometían, ni una interesante exploración dramática sobre la soledad en el mundo posmoderno. La vieja de atrás termina siendo como los noticieros que se escuchan en off durante el film y que son el alimento habitual de la vieja que vive atrás: sensacionalismo costumbrista.
Sofia Coppola evita el panfleto autorreferencial y crea un film extraño, personal, pero a la vez universal sobre la fama y sus dolores. Actor de moda (Stephen Dorff) lleva, a pesar del éxito y del glamour que lo rodea, una vida triste, vacía, estancadísima. De repente, su ex le adosa a su hija (Elle Fanning) porque se quiere tomar un tiempo, situación que lo obligará a compartir su vida de estrella de Hollywood con la niña, durante algunos días. Podría ser un film común y corriente, con personaje que encausa su vida a partir de un vínculo forzado. Pero no, que Sofía Coppola sea quien esté detrás de cámara le aporta al film una mirada particular, que parte de la duración de los planos, de la utilización de la música y de una cierta sensibilidad con la que la directora habitualmente juega a desarticular los clichés con los que peligrosamente gusta coquetear. Sin embargo, que esté Sofía Coppola le juega una carta en contra al film y es, precisamente, darnos cuenta de que a esta película ya la vimos: se llamó Perdidos en Tokyo. Es y, a la vez, no es. Es Perdidos en Tokyo porque hay un actor triste, porque su contexto son las habitaciones de hotel; porque hay un humor ridículo siempre asordinado, siempre seco, que la salva de ser acusada de burlona y cínica; es también porque el vínculo que entabla el protagonista es con una chica más joven. Pero no es. Porque esta vez el hotel no es un lugar de paso, sino el espacio físico que habita el actor y porque, fundamentalmente, aquella chica ahora es la hija y no un probable interés romántico. Estas aparentemente mínimas -aunque no tanto- diferencias son las que van a hacer de Somewhere, en un lugar del corazón no un film mejor que aquel, pero sí ciertamente mucho más triste y bucólico. La diferencia radica, pues, en que no hay aquí costado romántico que empariente el film con otro género. Esa posibilidad que estaba siempre latente en Perdidos en Tokyo, en esta oportunidad queda desairada y lo que tenemos es a un tipo bastante amargo atravesando sus días. Coppola trata de quitarse casi todo lo cool que hay en su estilo: y si no lo puede completamente es, después de todo, porque eso formó parte de su vida y se le hace complejo erradicarlo, mucho más en un film casi autobiográfico como este. En Somewhere acude a tiempos narrativos espesos, en la mayoría de los casos con una cámara que se queda estática. Sirve, para ver la respiración de sus personajes: y tanto Dorff como Fanning, se lucen. Si como decíamos, Somewhere no es una mejor película es porque su anécdota no termina de ser del todo original. Y una serie de apropiados esteticismos narrativos no puede contrarrestar algunos lugares comunes en los que incurre, aún cuando es evidente que lucha a brazo partido para no caer en ellos. Después de todo, es el juego al que la directora le gusta jugar y que en este caso no supo sortear hábilmente. Lo que se termina agradeciendo es la liviandad de la propuesta: porque lo autobiográfico no da lugar a la rabia, sino a la contemplación melancólica. De esta forma, evita el panfleto autorreferencial y crea un film extraño, personal, pero a la vez universal sobre la fama y sus dolores. Evidentemente Sofia Coppola recurrió al cuento de Perdidos en Tokyo, pero desfasado, con la clara intención de recuperar de alguna forma cierto espacio perdido luego del riesgo que significó su visión de María Antonieta. Somewhere, en ese sentido, es un lugar un tanto extraño, por un ritmo que difiere efectivamente con lo que hoy la industria requiere, pero que no deja de ser algo cómodo para su ego. Es, también y por qué no, algo placentero. Y ese placer es parte de lo positivo de una película menor pero compacta y que nunca se desborda a pesar de tener material para ello.
El hombre y la máquina El movimiento se demuestra andando, dice la máxima. Y de un tiempo a esta parte, pareciera que Tony Scott se ha impuesto certificarla empíricamente. Imparable, su nuevo film, destina casi todas sus posibilidades de disfrute a lo placentero del movimiento, del vértigo: mientras un tren se desboca y sale disparado, sin conductor, a cien kilómetros por hora, sus dos protagonistas -Denzel Washington y Chris Pine, o Frank y Will- permanecen sentados, charlando, en la máquina de otro tren que avanza por otra vía. Por eso, porque no hay mucho más durante los 98 minutos que dura, será necesaria la capacidad del espectador para sentir placer por este bodoque de chapa que avanza imparablemente y que promete estrellarse contra las vidas más o menos rutinarias y en crisis de los dos protagonistas. Convengamos, Imparable es un título autoconsciente y, a la vez, un poco arrogante. Sin embargo, Scott ha venido experimentando -sobre todo en sus dos últimas películas; Rescate al metro 123 y esta- en el marco de un estilo narrativo bastante ampuloso, con planos que duran nada, cámaras que toman desde múltiples puntos y una fotografía empalagosa, un achicamiento de los universos a retratar para centrarse efectivamente en los personajes y el cuento. Y en las consecuencias que traen para los primeros cruzarse con lo segundo. De hecho, se ha centrado en personajes que representan a la clase trabajadora, tipos simples que deben enfrentarse a hechos fantásticos. Si en Rescate al metro… se introducía lo político con el personaje de James Gandolfini, aquí casi suprime este elemento por completo. En realidad está el personaje de Kevin Dunn, el despreciable dueño de la empresa de ferrocarriles que quiere salvar la ropa aún a costa de perder vidas, que vendría a representar el cinismo institucional contra la nobleza de los héroes de la clase trabajadora. Es una ligera concesión del director para agigantar aún más la proeza de nuestros protagonistas: a los que debemos sumar a la Connie de Rosario Dawson. Sin embargo, en el epílogo cuando todo se solucione, tal vez por primera vez en el cine de Scott los órganos institucionales brillan por su ausencia. En Imparable la policía resulta bastante inútil y no aparecen los típicos funcionarios políticos tomando decisiones de vida o muerte. Imparable es extraña porque deja filtrar, entre momentos heroicos y escenas imposibles de acción y gran impacto, un cierto aire de decepción y frustración sobre el desamparo que sufre la gente común. Más allá del falso happy ending, hay algo de tristeza y melancolía que muerde a toda la película. Seguramente Imparable, como todo el cine de Tony Scott, no es perfecta. Como es habitual, Scott no puede dejar de mover la cámara. El problema en esto es que en una película como Imparable hay que establecer criteriosamente niveles de peligro: no puedo filmar a un tipo charlando en un bar como filmo a un tren descarrilándose. Y aquí todo es igual, vertiginoso, por momentos innecesariamente hiperactivo. Si bien es cierto que hay un ritmo constante, se trata nada más que de fuegos de artificio. Si hay algo que condena a Imparable, en contrario a otros buenos films del mismo Scott como por ejemplo Marea roja, Enemigo público o Deja vu, es su inmediatez, su escasa proyección más allá de lo que pasa en la pantalla. Y hay algo más. Esto no es novedad, pero en una película que pone su contrapeso a la acción en las sendas crisis familiares y afectivas de los protagonistas, la ramplonería emocional de Scott le resta interés a los dos personajes centrales. Scott es básico: un padre ama a su hijo casi por un amor irracional, que no se entiende y es más epidérmico que otra cosa. No existe otra posibilidad en su cine. Entonces, así como uno sabe que el tren no se estrellará también sabe que los problemas familiares se solucionarán invariablemente. En sí no hay problema en esto, ya que todo depende de cómo se muestre. Y Scott es un tipo más hábil para crear acción e impactar al espectador que para edificar lazos reales y creíbles entre sus personajes o, al menos, mínimamente complejos. Por eso, Imparable encuentra sus mejores momentos en la última media hora, allí donde el hombre y la máquina deben resolver sus problemas. En esa operación, posiblemente Scott, aún no siendo su mejor film, encuentre su relato más honesto hasta el momento. Imparable es un estado óptimo de entendimiento entre el director y las herramientas con las que cuenta y, también, una sencilla exposición de la lucha entre lo físico y lo maquinal. Una ecuación que no por conocida deja de tener su moderado placer.
Tanto en La familia de mi novia como en Los Fockers lo que se ponía en crisis era precisamente el discurso patriarcal del abuelo Jack Byrnes. Aquí, en cambio, lo que sí se pone en cuestionamiento es la virilidad de don Byrnes. Los pequeños Fockers está escrita, dirigida y actuada con tanta flojera que ni ganas dan de ponerse a pensarla o, siquiera, escribir algo sobre ella. Es floja, ni siquiera mala. En ese sentido, cumple negativamente con una de sus premisas: ser una comedia de verano. El verano, ese momento del año cuando el calor se filtra por las grietas del cerebro e impide hasta el razonamiento. Pero Los pequeños Fockers, que debería aprovechar ese estadio de la mente para asestar golpes de humor veloz y efectivos, se complota con el calor para abombar al espectador y dejarlo impávido y sin reacción. Cuando termina, uno se pregunta: ¿hubo acá una película? Luego se levanta y se va de la sala, tal vez a tomarse un helado. Tercera parte de la saga que comenzó con La familia de mi novia, lo más evidente en este caso es que no hay nada nuevo por contar. La saga se agotó. Si la segunda parte le buscó la vuelta por el lado del choque de culturas que representaban los Byrnes y los Fockers, y salía ganando gracias a su progresismo pre Obama, aquí el cumpleaños de los mellizos hijos de Ben Stiller debería potenciar la crisis en la relación entre yerno Greg y suegro Jack. Sin embargo el director Paul Weitz (que algunas vez dirigió una joya como Un gran chico) carece de la efectividad de Jay Roach (director de las dos primeras partes) para construir gags y además narra desde una confusión ideológica tal, que pretende poner en ridículo al abuelo fascista (De Niro) para luego congraciarse con él para luego burlarse nuevamente. El problema básico del film es el siguiente: tanto en La familia de mi novia como en Los Fockers lo que se ponía en crisis era precisamente el discurso patriarcal del abuelo Jack Byrnes. Y se lo hacía poniendo atención en la ridiculez del mundo que sostenía: se sabe, la risa es la mejor forma de exorcizar el horror. Aquí el discurso nunca es puesto en duda y lo que sí se pone en cuestionamiento es la virilidad de don Byrnes, a partir de chistes sobre erecciones y demás. Es decir, en vez de reírnos porque el abuelo es un fascista estúpido, nos reímos porque no se le para. Y en esa vuelta del discurso no sólo hay ausencia de política, sino que además hay un punto de vista machista autocelebratorio. Si bien muchos incluyen a La familia de mi novia dentro del mapa de la Nueva Comedia Americana, lo cierto es que el film nunca perteneció a este grupo. Por el contrario, fue siempre el ejemplo más efectivo de eso que representa Ben Stiller: una trayectoria zigzagueante entre la comedia mainstream y la más subversiva. Stiller, comediante emblema de su generación (internacionalmente funciona mejor que Adam Sandler), pisa aquí en falso tal vez por primera vez dentro de su propio territorio. Con escasos momentos de real comicidad, con una preocupante falta de conflicto real y con una mirada indulgente hacia el discurso machista (lo que incluye una poco feliz participación de Jessica Alba), por más que el personaje de Dustin Hoffman diga sobre el final que no hay que tenerle miedo a los pedos, los eructos y los mocos, y que esto suponga una declaración de principios, lo cierto es que eso se queda en nada más que un gesto para la platea. Si la platea aplaude, es otro tema y no es culpa de Los pequeños Fockers. Es que a semejante tontería ni siquiera la podemos hacer cargo de tremendas atrocidades.
La sonrisa (malvada) de mamá Enredados es la película número 50 de la Disney. Y si bien Enredados lleva el sello de la casa del Tío Walt, hay otro nombre a destacar detrás de todo esto: John Lasseter. Ya nos hemos cansado de hablar de Lasseter en relación a los films de Pixar, pero es en su intromisión con las películas exclusivamente Disney donde su poderoso imaginario adquiere mayor relieve. Es que Lasseter, aún con la libertad que le permite ser una de las personalidades más exitosas del Hollywood actual, era consciente de la historia que tenía que respetar. Y con Enredados esa historia se mantiene, a la vez que se ve reformulada por medio de la modernidad y la actualización de códigos. Y esto es gratificante porque además sirve para que volvamos a creer en el cuento de hadas como una posibilidad de la ficción mirando la realidad. Antes que Lasseter tomara el control, la Disney se había metido con el cine digital para realizar cosas tan horrendas como Chicken Little o Vida salvaje. Luego de Lasseter, llegó La familia del futuro, se volvió al dibujo tradicional con La princesa y el sapo y ahora de nuevo en digital y en 3D, con Enredados. Alcanza sólo con mencionar las películas para que uno entienda la revolución que Lasseter representó. Estas películas rescatan lo mejor del espíritu original, suprimiendo toda tilinguería posible y actualizándolas a partir de un humor novedoso, moderno, veloz, inteligente. Pero, además y más importante, con una mirada sobre los personajes plena de coherencia y cariño. Es en este apartado donde Enredados marca la distancia con, por ejemplo, La princesa y el sapo: si aquella era una muy buena fábula sobre cómo el poder económico determina roles sociales, no dejaba de ser una de princesas y príncipes. En este caso, también hay princesas, pero no un deseo en tal sentido. Rapunzel sólo llega a ser princesa por una consecuencia contextual. Y de príncipe, mejor no hablemos: Flynn Rider es un tipo poco recomendable. Enredados es la actualización del texto de los hermanos Grimm, sobre la joven de la larga cabellera encerrada en una torre por una mujer malvada que desea mantener su poder con ella, y así ser joven por siempre. Y si uno puede leer en esa actualización un toque posmoderno, no hay aquí una mirada cínica y canchera como en Shrek. Enredados no va a la fácil -por más que haya criaturas simpáticas y directas al peluche de la semana como el maravilloso camaleón Pascal, que por lo demás justifica enormemente su aparición en el film por el vínculo que mantiene con la Rapunzel del encierro- y evita resolver sus conflictos de manera simple o con un chiste que mire con distancia el universo creado. Y eso no impide que haya humor, aunque la comicidad se da aquí por la cruza de una serie de elementos: por un lado, la recuperación del relato de aventuras serial, que es por definición plástico, ligero y divertido; y por el otro lado una serie de personajes lunáticos que, involucrados en un relato de aventuras y romance, no hacen más que subvertir constantemente las reglas: y allí reluce alta en el cielo la secuencia en la taberna de vikingos sensibles o el caballo Maximus, un equino-canino con un sentido de la nobleza bastante particular. Aciertos todos estos que también son adjudicables a Nathan Greno y Byron Howard, los directores, y al guionista Dan Fogelman (Cars, Bolt). Ver si no el arranque, con un exquisito prólogo que nos pone en situación, y con un relato que por medio del montaje paralelo nos sitúa en los dos universos que prontamente van a colisionar: por un lado el mundo de Rapunzel, romántico y sensible, que abruptamente se rompe con la intromisión de la aventura y el vértigo que representa el universo del bandido Flynn Rider. Cuando ambos personajes se relacionen, estallará ahí la mejor tradición de la comedia romántica: ambos tienen sus objetivos y sueños pero, con el transcurrir de la acción, descubren que esos sueños no son nada si no está la otra parte incluida. La narración de Enredados es tan sabia, que se permite hacer escalas en el humor y en el romance sin que el asunto sepa a sucesión de sketches y sin que una cosa anule a la otra. El film puede ser definido por sus partes, pero lo novedoso es que estas construyen un todo: el sentido del film lo van dando las actitudes de sus personajes, entre heroicas y nobles. Rapunzel, el personaje, es una adolescente en el amplio sentido de la palabra. La secuencia de montaje en la que una vez liberada, alterna entre la depresión de no respetar el consejo materno y la exaltación alegre de saberse libre, es una perfecta y a la vez muy cómica definición de personaje. Desde ahí, comprendemos todos sus actos, no hace falta que ella se explique con palabras: detrás de la aventura, de los chistes -todos efectivos y precisos-, del respeto al original, de las canciones tan llenas de colores de Alan Menken -y de la inteligencia en cómo son utilizadas-, de la redefinición del concepto Disney, Enredados no es más que una película sobre la adolescencia, sobre crecer, sobre la autodeterminación y sobre el definirse, por eso Rapunzel le dirá a la madre que se la apoderó, que ella resistirá hasta las últimas consecuencias para irse de ese lugar. Y por esto es que el personaje clave en el film -y lo dice el propio Flynn Rider en el comienzo, cuando obra como narrador- es la madrastra Gothel. Se nos dice al comienzo que Gothel es algo así como una bruja. La mujer se robó de la cuna a la heredera del trono y la encerró en la torre: su cabello tiene poder y por medio de un conjuro, logra dar juventud eterna a quien la desea. El elemento fantástico está presente, pero lo que importa más aquí es cómo Gothel mantiene prisionera a Rapunzel: no se trata de ladrillos y puertas con trabas, hay otros muros mucho más difíciles de franquear, y Enredados lo dice con todas las letras a partir de una de sus canciones: “mamá sabe más”. Gothel no tiene más poder que el de ser una madre castradora, de absorber el afecto de su hijastra y exprimirlo hasta el final. Enredados dice muy seriamente que el amor de madres puede ser perverso y enfermizo, que a veces construye hijos sin decisión, atados a un poder que los comprime. Y es entones por lo que se hace fundamental la aventura, la épica, el poder del relato fantástico como forma liberadora. No es otra cosa que la curiosidad de Rapunzel por esas estrellas lejanas lo que permite que emprenda el viaje; no es otra cosa que su imaginación resuelta en arte a través de sus pinturas, lo que le hace resolver el nudo central y redescubrir sus orígenes. Y todo esto que aquí está explicado, en Enredados es narración, es ritmo, es leyenda, con un bandido que pelea con un sartén y una chica que toma las riendas. Riendas hechas de un pelo tan fuerte y sedoso como los encantos de esta película redonda como aquel número 50.
Narnianos en la niebla Con una ligera expectativa luego de lo que había sido El príncipe Caspian -que era una película muy plástica, con buena acción y un sentido acertado de lo que un film de aventuras de estos tiempos debe ser, además de un avance con respecto a la pésima primera entrega- La travesía del viajero del alba, tercera parte de la saga de Las crónicas de Narnia, ofrece resultados que no deberían ser llamados decepcionantes (después de todo uno no espera demasiado de este tipo de películas) pero sí que no permiten la progresión que toda saga debería tener. Aburrida por momentos, escasamente interesante en otros, sí ofrece como saldo favorable el rigor narrativo que un tipo con los años de Michael Apted en este trabajo puede dar. Es decir: La travesía del viajero del alba carece de momentos que den vergüenza ajena -como había en la primera- o de serios desbalances narrativos -como la segunda, más allá que terminaba redondeando un buen espectáculo-. En su desarrollo, es un film seguro, que avanza con su ritmo propio sin que nadie la apure y sin sentirse presionada por adquirir una velocidad que no le corresponde. Es, sí, la película más seria de la saga y, creo, esa es la palabra clave para comprender esta película: la seriedad, que a veces significa seguridad en la narración y, en otros muchos, demasiados momentos, es seriedad que se reviste de solemnidad. Y ahí, trastabilla. La travesía del viajero del alba demuestra una de las virtudes de la obra de C.S. Lewis: los protagonistas aquí son la pequeña Lucy y Edmund. Susan y Peter sólo aparecen en el prólogo. Esa voracidad para descartar personajes cuando ya no importan para el relato es un acierto de la aventura y de la concisión literaria: Lewis entiende que aquellos hermanos Pevensie ya aprendieron su lección y dedica estas páginas a los más pequeños, sumidos en alguna especie de rencor por lo que significan los mayores: él por el coraje, ella por la belleza. Tanto Lucy como Edmund añoran eso que sus hermanos más grandes tienen y aquí, la tentación y la mala vibra, volverán a convertirse en los villanos principales, más allá de esas criaturas horrendas que aparecen por todos lados. Y en el camino, suma al primo Eustace, un personaje muy interesante, un descreído de la fantasía que será un protagonista de enormes dimensiones, literalmente. A diferencia de las dos anteriores, esta entrega deja de lado las batallas masivas a campo abierto para construirse como un relato de travesías marítimas. Junto al príncipe Caspian y su tripulación, los dos hermanos Pevensie y el primo Eustace se embarcan en una aventura hacia tierras de maldad y oscuridad, con el fin de liberar a una serie de narnianos secuestrados por una sospechosa niebla verdosa. El film apunta entonces a lo climático, a las jugadas que esa niebla ejerce sobre la mente de los viajeros en el mar abierto: el mal acecha detrás de los malos deseos, de las envidias, que se cumplen y autodestruyen. Tal vez por ese lado se entienda la elección de un director como Apted, en vez de alguien más presto para rodar escenas de acción. Y precisamente la figura de Michael Apted tras las cámaras es uno de los puntos flojos del film. Si bien, como decíamos, aporta seguridad al relato, centrando la atención en el cuento, por otra parte carece de los recursos necesarios para construir un buen relato de aventuras. Aunque haya filmado una de Bond (por lo demás, de las más flojas: El mundo no basta), Apted fue siempre un director de dramas y nunca uno de acción o gran espectáculo. Incluso, de dramas lustrosos, un poco pretenciosos y necesitados de premios: Gorilas en la niebla, Nell. Entonces más cómodo en los diálogos que en las escenas de acción, Apted se encuentra aquí con un problema que no puede resolver: los personajes del cine de aventuras se definen a sí mismos por medio de la acción y casi nunca por las palabras. Lo que tienen para decir los protagonistas de Las crónicas de Narnia es poco interesante o, a esta altura, ya lo han dicho: sí, ya sabemos, la autosuperación, el dejar atrás las envidias, el ser uno mismo. Y así. Comentarios que, incluso, llegan a niveles insoportables cuando hace la aparición el león Aslan, un pesado de dimensiones épicas que viene a sermonear y bajar línea, algo que C.S. Lewis nunca pudo ni quiso ocultar en sus historias de Narnia. Entonces en La travesía del viajero del alba uno añora la acción, la aventura, ese pasaje de aprendizaje que se da a espadazo limpio. Pero nunca llega o, si lo hace, es en cuentagotas. Uno agradece la fragilidad de los hermanos Pevensie, que los hace parecer mucho más humanos que ese zopenco de Harry Potter, también cierta atmósfera de relato episódico y evasivo: no es casualidad que mientras los chicos están en Narnia, el otro mundo que les toca habitar, el real, esté sumido en una guerra mundial. El problema de estas películas es que nunca terminan de ser demasiado libres, ni de presentar ninguna novedad. Absoluta rutina que achata la épica, que para aportar seriedad a la saga se elija a un director como Apted es toda una declaración de principios. Película intermedia, agazapada y que nunca estalla, La travesía del viajero del alba está, como los pobres narnianos secuestrados, en la nebulosa.