Este nuevo film del director de Las trillizas de Belleville tiene algo a su favor: está basado en un guión nunca filmado de Jacques Tati. Entonces, ahí surge el humor, surgen los personajes complejamente simples que tras una construcción puramente física delimitan un mundo. El mago Tatischeff se muda a Escocia, esperando que allí sí tenga el trabajo que en Francia le comienza a escasear: y ahí se muda con su conejo irascible -genial apunte que hace recordar al corto Presto, de Pixar- y a una joven tímida y callada, aunque impetuosa y activa que descentra al más envarado Tatischeff. El problema del film está en su resolución, donde el mundo de la magia queda subvertido por la más cruda realidad: la aparición del rock, de la televisión y demás cuestiones parecen destruir el universo de gente como Tatischeff, sostenido en la más pura fantasía y la credulidad de los espectadores. También parece haber una crítica en sordina a Disney con la aparición de cierto personaje masculino -ver los trazos con los que está compuesto en comparación al resto de los personajes-. Y si bien todo parece estar bastante bien en L’illusionniste, el final amargo, la pesadumbre, que niega la posibilidad de magia no le sienta a un film que encontraba sus mejores pasajes, precisamente, en la posibilidad de lo sorpresivo a partir del más prosaico acto de magia.
Icka está interpretado por Paul Kalkbrenner, uno de los integrantes destacados de la movida electrónica alemana. Aquellos momentos en los que la cámara captura de forma documental los escenarios en los que el músico se presenta hacen crecer al filme. Dj Ickarus -o Icka, como le dicen sus amigos y seguidores- quiere que su nuevo disco se llame Tetas, tecno y trompetas, pero su productora decide que se llame Berlin calling, que es mucho más pegadizo, correcto y tiene una vinculación con el London calling de The clash. Icka acepta, de mala gana, y surge una de las primeras contradicciones de un film tan interesante como fallido: ¿cómo debe uno tomar que la película se llame de una forma que a su protagonista no le gusta? ¿Como una ironía? No se sabe, como no se sabe el sentido de muchas de las cosas que pasan en el film alemán de Hannes Stöhr. Y eso que pasan varias. Por empezar, el film narra la odisea de un músico de la movida electrónica berlinesa (la más poderosa y creativa del mundo), sus adicciones con las drogas de diseño, sus amores y sus problemas para editar su nuevo material. Hasta ahí, tendríamos un grueso temático importante y eso solo daría para un film. Pero hay mucho más: porque Icka es internado en una clínica de rehabilitación, y todo esto termina ocupando una parte importante de la segunda parte de Berlin calling. Y a todo esto, sumemos que se hace hincapié en el vínculo entre el protagonista, su hermano y su padre, que es un cura luterano, sin que finalmente sea demasiado trascendente para el desarrollo de la historia. Casi una relectura en clave musical de Atrapado sin salida, Berlin calling se torna a medida que avanza su metraje mucho más convencional: si bien hay sexo -menage a trois, por ejemplo-, bastante consumo de drogas y mucha irreverencia, nada escapa a ciertos cánones audiovisuales de corrección. Digamos: esto no es Trainspoting y su marginalidad alucinógena. En este sentido, está muy bien que Stöhr no condene ni señale a nadie. El director toma un universo y lo retrata, de la forma más fiel que puede. Pero el problema radica en que uno no ve que los personajes se modifiquen demasiado, que el viaje haya valido la pena. Por cuidarse y no excederse, Stöhr incurrió en algo peor que el discurso reaccionario -que al menos uno puede debatir- cayó en el relato burgués y anodino. El Ickarus de este film, a contramano del mitológico, ni se da contra el Sol ni se quema tanto. Pero -y acá la contradicción es del que escribe y no del film- ¿qué hace que después de todo recomendemos Berling calling, aunque más no sea con tres estrellitas? Pasa que Icka está interpretado por Paul Kalkbrenner, uno de los integrantes destacados de la imponente movida electrónica alemana. Entonces, la música es exquisita; entonces, aquellos momentos en los que la cámara captura de forma documental los escenarios en los que el músico se presenta hacen crecer al film; entonces, Stöhr logra que comprendamos en imágenes lo que pasa por la cabeza de su personaje; entonces Kalkbrenner ofrece una interpretación muy ajustada y precisa, casi musical por la forma en que su cuerpo se balancea dentro del plano. Y entonces Berling calling se convierte en color, en ritmo y en, por qué no, un estado que sabe de euforias y caídas. Ahí entendemos que Berlin calling no es el nombre ideal, pero es el nombre que es. Como la vida de Icka, que tal vez no sea la que él quiere, pero es la que tiene. Mientras, espera en un aeropuerto para emprender un viaje, algo en lo que es especialista, química o literalmente.
Nuevo software para una vieja aventura Es curioso y habla un poco de estos tiempos, donde el cine se ha convertido más que en una necesidad intelectual y cultural, en un fenómeno de evento social al que hay que acudir so pena de ser acusado de estar fuera de moda, el hecho de que Tron: el legado llegue en plan tanque de Hollywood, cuando su original fue un ligero fracaso para la Disney en la década del 80. Aquel film, visto hoy -y reconozco que lo vi por primera vez hace unos meses- mantiene intacto su carácter revolucionario y subversivo pero no puede disimular su rudimentario soporte tecnológico. Es entendible, cuando aquello que hoy denominamos CGI estaba en su etapa de prueba (¿o deberíamos decir beta?) y lo que se podía hacer no era más que una serie de palotes tecnológicos. Aquella película tenía a Kevin Flynn (Jeff Bridges) como creador de un programa que de alguna forma hackeaba un sistema de computadoras, en medio de una lucha corporativa que mantenía con un socio que lo traicionaba. Accidentalmente Flynn se metía adentro de la pc y comenzaba una aventura high tech, virtual, en la que los villanos tenían nombre de software y este era visto como un usuario que venía a romper la dictadura de los sistemas y microchips -ponele-. Tron era una módica e ingenuota distopía tecnológica, pero que tenía un acierto llamativo, aún hoy: de entrada sumía al espectador en un lenguaje desconocido, mucho más por aquel tiempo, arriesgando a dejar a muchos afuera. Era también algo monótona en sus diálogos, y lo primitivo de su tecnología la hacía ver como un film que debía haber esperado un tiempo para concretarse. Y casi tres décadas después la Disney decide hacer una continuación, retomando al personaje de Flynn, esta vez inmiscuido en un conflicto padre-hijo, ya que hace como 20 años que desapareció y nadie conoce su paradero. Claro, ahí irá su heredero, a meterse de nuevo en la pc y a vivir aventuras en un mundo tecnológico que se parece mucho al Imperio Romano con sus juegos para las masas, cambiando leones y gladiadores por peleas con discos asesinos o carreras en motos de luz. Y lo que hace muy inteligentemente el ignoto Joseph Kosinski desde la dirección, y su ejército de guionistas, es reactualizar el original con las nuevas tecnologías tanto de imagen como de sonido, para mejorar aquel film donde era necesario: las escenas de acción son mucho más fluidas y espectaculares, se ven más realistas y no le restan credibilidad a un film que es bastante riguroso en el cuento que cuenta. Sí hay algo que resta y es su componente político. Si bien al comienzo, Tron: el legado parece hacer una defensa del software libre, con un disparo por elevación hacia la gente de Microsoft, luego esto se desvanece y se inmiscuye más en temas como la creación, la responsabilidad ante la propia especie y el riesgo de lo virtual como reemplazo de lo humano. Sin dudas la original Tron tenía mucho más por decir de ese mundo tecnológico y corporativo y esta, si bien parece saber que hay cosas por decir prefiere evadirse y dedicarse a construir escenas de acción más perfectas y atractivas desde lo visual. Es una cuestión de elección, sin embargo tampoco es que esto modifique mucho las cosas, es apenas una diferencia de tono que también sugiere que estos tiempos del cine son mucho más superficiales. Incluso Tron: el legado mantiene en sus diálogos y en sus escenas entre secuencia y secuencia de acción la monotonía y solemnidad del original, y esto que puede ser entendido como una falla se convierte en un acierto. Kosinski no se endulza con las posibilidades con las que cuenta en el presente y, como dijimos, relee el film acertadamente sólo agregando allí donde es necesario: sus escenas de acción. Y las hay muchas, y muy buenas, empezando por aquella carrera de motos de luz, las nuevas luchas con discos y una escena dentro de un bar con un Michael Sheen en plan sacadito y con aspecto David Bowie 100 % glam. Tron: el legado luce entonces como un entretenimiento capaz de construir un universo personal, bastante sólido y que interesa. Temáticamente se filtran por allí algunos conceptos que uno ya ha visto en Blade runner o Inteligencia artificial, sobre las criaturas que adquieren conciencia y se preguntan acerca de su destino y origen, y que destaca sobre todo en el personaje de Oliva Wilde, una joven descastada para el sistema de razas del universo virtual, que encuentra características similares a los personajes femeninos de James Cameron: es aguerrida y tiene corazón; incluso la película le destina el último plano, demostrando de lleno qué es lo que importa y qué no en el film. Pero, claro, además Tron: el legado tiene en Jeff Bridges un reservorio moral, un tipo capaz de hacer esta infladísima película de acción y un drama intenso con la misma honestidad. Sin descollar, Tron: el legado es un buen entretenimiento que hace la diferencia al construir un mundo autónomo y personal, algo que Hollywood y sus tanques necesitan ya de manera demasiado imperiosa.
Estupideces múltiples Uno intuye que algo anda mal en Personalidad múltiple cuando en la primera escena Jess (Sarah Michelle Gellar) llega a su casa, una puerta está sospechosamente entreabierta y, tras efecto de la banda de sonido, entra el perro. No sabemos bien quién es la protagonista, no conocemos su vida, no entendemos qué pasa, pero los directores suecos Joel Bergvall y Simon Sandquist casi que nos obligan a tener miedo, a temerle a algo a lo que no podemos temerle por la sencilla razón de que no generamos todavía un vínculo con la historia, algo básico del thriller o del cine de terror. La noticia mala es que las cosas, de ahí en adelante, irán cada vez peor. La buena, es que esto dura apenas 80 minutos. El asunto es el siguiente: Jess está casada con Ryan (Michael Landes) y ambos conviven con Roman (Lee Pace), hermano de él y ex convicto, golpeador de mujeres, irascible, provocador con su pobre cuñada y, además, fumador empedernido de la clase de malo-malo, que fuma desnudo en la cama mientras charla con su amante, a la que obviamente golpea. Un día ambos chocan entre sí con sus vehículos, entran en coma, pero el que revive milagrosamente es Roman aunque con los recuerdos y la cabeza y los modos de Ryan. Y no sólo eso, además asegura ser el esposo de Jess. El conflicto, pues, pasa a la dama que tendrá que creerse el cuento, dudar de Roman o pensar en algo sobrenatural. Digamos que más allá de lo absurdo que parezca esto, bien podría la trama de Personalidad múltiple convertirse en un disparate de entrecruzamientos y sorpresas. Pero los directores Bergvall y Sandquist -autores de la original Invisible, que luego haría en Hollywood David S. Goyer- para algo son suecos, y se sabe que los suecos, de Bergman para acá, nunca se toman nada demasiado a la chacota. Son serios, fríos, distantes. Y se aplican a la historia con un rigor de thriller psicológico, aunque incurriendo en todos los clichés habidos y por haber para generar un suspenso que nunca llega porque, efectivamente, esta es una remake de un film coreano y, los asiáticos, son especialistas en mezclar los géneros hasta los límites del grotesco y siempre salir bien parados. Personalidad múltiple es básicamente un melodrama romántico con aspecto de film de terror. Los directores nunca se dieron cuenta del ridículo de la premisa y así les quedó esto. Para ser honestos, Personalidad múltiple es tan mala que es esa típica película a la que al crítico le gusta pegarle y destrozar aplicando todo el cinismo del mundo. Pero en este caso no sólo es fácil pegarle, sino que es necesario. Con sus recursos de thriller berreta -sobre todo la música que convierte cualquier hecho trivial en un peligro latente-, con su guión que obliga a los personajes a cometer cualquier estupidez, con sus arbitrariedades y su humor involuntario, con sus actuaciones inconsistentes y desganadas, Personalidad múltiple es lejos de lo peor del año. Y eso que sólo nos aplicamos a su escaso interés como film de suspenso y no hacemos ninguna lectura sobre el rol de la mujer y su aspecto social. No es necesario porque, sencillamente, su ineficacia la convierte en un producto inofensivo. Como dirían en el barrio, una soberana pelotudez.
Una experta del FBI intenta dialogar con un terrorista, mientras un torturador avanza sobre él a fuerza de cercenamientos, vejaciones, agresiones físicas y morales, ante la mirada de las autoridades. El día del juicio final es una larga tortura. Steven Younger (Michael Sheen) es un ciudadano norteamericano, convertido al islamismo, que asegura haber colocado tres bombas nucleares en tres ciudades diferentes de los Estados Unidos. Lo de siempre: graba su video, lo manda a las autoridades, pero surge lo imprevisto: se deja detener mansamente. Allí aparecen la experta del FBI Helen Brody (Carrie-Anne Moss) y el torturador del Ejército “H” (Samuel L. Jackson), recurriendo a técnicas enfrentadas para sacarle información al supuesto terrorista. Mientras ella cree en el diálogo, él avanza a fuerza de cercenamientos, vejaciones, agresiones físicas y morales, ante la mirada impávida de las autoridades. El día del juicio final es una larga tortura de 97 minutos. El film del australiano Gregor Jordan pertenece a la oleada de películas norteamericanas post 11-S que intentan ver al terrorismo islámico de una manera oblicua: en vez de analizar al otro, lo que hacen es mirarse a sí mismos y observar cómo esta violencia arrastra a otras que estaban agazapadas en una sociedad que aparenta normalidad bajo la cordialidad y el apego a las leyes. No es de extrañar, entonces, que al igual que pasa con las películas en Irak, esta les haya pasado desapercibida a los norteamericanos: de hecho, no tuvo estreno en las salas comerciales del país del norte. Sin embargo, más allá de su denuncia, lo que siempre uno cuestiona de este tipo de películas es el dispositivo que utilizan para decir lo mal que está el mundo. Jordan juega un juego macabro: él mismo es Younger, alguien que se dejó atrapar no tanto para cometer el atentado sino para sacar a relucir las atrocidades que esconden los otros. Su “disfrute” de la tortura es una sádica manera de comprobar sus teorías acerca del medievalismo de la sociedad norteamericana. Por eso que se trate de un estadounidense “convertido” no es menor. El director, entonces, lo que hace es apostar cada vez más duro para jugar con el espectador. Mostrarle el horror, llevarlo a los límites, intentar derrotarlo en su postura humanista -en el caso de tenerla- y dejarle en claro que, él también como espectador, es un morboso del carajo que disfruta gozosamente de un espectáculo como este. El día del juicio final no es tanto un film sobre el terrorismo sino más bien uno sobre la justificación de la violencia como mal menor. Por eso el desenlace de El día del juicio final -que aquí no revelaremos- es impropio de lo que se quiere contar, innecesario y gratuito: el film ya había dicho lo suyo y ese paneo lateral pone la discusión en otro lugar y, se podría decir, hasta termina contradiciéndose y justificando la violencia por mano propia. Sostenida casi como un film de cámara, si hasta parece una adaptación teatral con su casi único espacio, uno cree bastante de lo que ve gracias a un trío Moss-Jackson-Sheen impecable. Sin embargo, sobre el final un par de giros ridículos del guión hacen que se pierda un poco el rigor construido hasta ese momento en pos de un suspenso, la mayor parte de las veces, bastante incómodo. Seguramente lo más interesante que tiene para decir el film es cómo el discurso progresista -ese que representa la agente Brody- sucumbe ante la lógica perversa del argumento extremista. El día del juicio final, además, es de esa clase de películas que construyen con mayor solidez al villano que al héroe: ver cómo avanza “H” contra la pobre agente del FBI. Ahí, también, un poco del peligro de este tipo de productos que se balancean riesgosamente en el límite de la justificación del fascismo a partir de sentirse seducidos por este tipo de personajes.
El tiro por la culata Mientras miraba El inmortal me acordaba de Luna de Avellaneda. Y esto que parece potencialmente absurdo se ratificó posteriormente cuando el colega Rodrigo Seijas me preguntó si en un punto, el film francés no se parecía a la película de Campanella. En realidad estamos ante dos películas que pertenecen a mundos diferentes -una habla de clubes de barrio y valores de antaño y sobre cómo los corruptos de siempre quieren destruir ese mundo amable; y la otra es una típica de gángsters-, pero que encuentran un punto de unión en la lectura contradictoria que hacen del mundo que representan, y que se puede divisar a partir del villano de turno: el político de Fanego en la película Argentina, el mafioso de Kad Merad en El inmortal. A saber: Jean Reno interpreta a Charly Mattei, un capomafia de Marsella, ya retirado, que es baleado por integrantes de otro clan que lo han traicionado. Sin embargo, los 22 balazos que impactan en su cuerpo no le dejan más que secuelas en su mano izquierda y en su rostro. Recuperado, decide averiguar qué pasó y tomar venganza de aquellos que intentaron matarlo. Hay varias pistas cinéfilas por ahí dando vueltas: El inmortal participa de la renovación del polar francés que viene de la mano del impúdico Olivier Marchal (El muelle, Mr. 73), pero además intenta unas visitas por los universos de Takeshi Kitano -en sus entrecruzamientos de clanes mafiosos y extrema violencia- y de El padrino de Francis Ford Coppola -sobre todo en la forma operística en que construye las matanzas del final-. Vale decir que todo lo que hay de cita u homenaje en el film de Richard Berry -habitual actor de reparto del cine galo- no es más que superficial: El inmortal carece de los climas que tenían aquellas películas con Delon o Belmondo, y además se queda en una explicitación de la violencia sin mayor nota al pie que la de sacudir al espectador, proveyendo además una serie de secuencias de acción y persecuciones bastante mal filmadas, con una cámara que se mueve demasiado y escasa claridad en el desarrollo interior de cada escena. Así como estamos, lo único que sostiene el interés es la presencia de un Jean Reno físico y brutal. Como en Coppola, el sentido de familia ingresa al relato pero en este caso no como una lectura social y política, sino como otra forma de impacto. Esto tiene más de visión horrorizada de noticiero de la tele que de material cinematográfico. Y ahí, precisamente, aparece uno de los puntos cuestionables del film. Obviamente -para un film como este que se vale de puros clichés- en algún momento el clan contrario se las tomará con la familia de Mattei, y este tendrá que actuar. No tenemos nada contra el héroe fílmico que acude a la violencia para salvaguardar a los suyos. Pero la que aparece aquí es una violencia sádica y de disfrute -vean las formas cada vez más extremas de matar que encuentra el bueno de Charly-, que en poco se vinculan con el sentido de “familia” que pretenden el personaje y la película. Si Mattei primero le aplasta la cabeza a un malo con la puerta de un auto, en planos bastante detallados, y luego se abraza con su hijito no estamos ante un film que polemiza sobre la justicia por mano propia, sino sobre una que celebra la violencia como forma de justicia. El film es irreflexivo ante esto, sobre todo porque para construir a ese padre mafioso, sí, pero querendón y amable, esconde cualquier rastro del pasado del personaje. Es ahí donde El inmortal se revela como perversamente falsa Pero, y siempre hay un pero, sobre el final el personaje malo -al menos el que Berry quiere mostrar como el malo- le tira en la cara a Mattei unas cuantas verdades: le dice que ambos no son más que delincuentes, asesinos y que no puede redimirse de eso que ha sido. Al igual que pasaba en Luna de Avellaneda con el político de Fanego, el mafioso Tony Zacchia (Kad Merad) es aquí el personaje más lógico y coherente del film. Pero, al igual que Campanella, el director francés le niega cualquier tipo de dignidad fílmica. Si bien al menos El inmortal tiene a su favor el hecho de que explicita su contradicción, eso no la exime de ser una película que termina contribuyendo a una forma hipócrita. Sin el humor de Kitano ni la inteligencia formal de Coppola, El inmortal es un mediocre policial que además tiene el poco tino de querer compararse con los grandes.
Supermal El tema de las voces de actores conocidos en el cine de animación es todo un caso. A ver… cómo disfrutar de este artilugio y comprender el producto completamente, puesto que se trata de una parte importante del trabajo final, si nos toca escuchar la versión doblada (al idioma que sea): uno supone que los guionistas y diseñadores pensaron en una voz que define al personaje y lo completa. Creo, particularmente, que la solución a este conflicto es pensar la voz no de forma abstracta, sino física y tangible: que la voz sea un complemento de la personalidad de aquel que la porta y tenga una forma. Entonces, lo que tendremos, más que una voz es un espíritu, algo que sobrevuela al relato y le aporta sentido trascendiéndolo. No hablamos aquí de personajes antropomórficamente similares a los actores que le dan vida, porque sino estaríamos ante algo lamentable como El espanta tiburones: una película donde el pececito se parece a Will Smith porque tiene sus labios y ahí se termina el chiste -si lo hubiera-. En el caso de Megamente estamos ante uno de esos ejemplos efectivos donde actor y personaje logran una comunión feliz: hablamos de Will Ferrell. Megamente es lo nuevo de Dreamworks, es decir, esa empresa que piensa la animación como un recipiente de chistes y referencias pop. Este año, no obstante, sorprendieron con la autónoma Cómo entrenar a tu dragón, un film con una historia fuerte y con personajes complejos, que hasta lograba construir una criatura como Chimuelo que se valía sólo de gestos y era pura expresividad. En el lado opuesto, es verdad, está Megamente: sí una película que incorpora todo lo recurrente y reiterativo de la empresa -las referencias musicales que van de AC/DC a Elvis, los chistes veloces, la intertextualidad, los personajes histriónicos y anárquicos, la parodia al mundo del cine, la influencia “looneytunesca”- pero que lo hace con inteligencia y lógica, y sobre todo con mucha gracia. Todo arranca muy bien con un prólogo sobre cómo Megamente -el villano- y Metroman -el superhéroe- arribaron a la Tierra. Y esta reversión a dos puntas de Superman se convierte en una atractiva reflexión sobre cómo el heroísmo es un bien de consumo que puede fabricarse al igual que un televisor de moda o un artista pop. En el film, Megamente hace lo que todo villano desea desde el inicio de los tiempos: eliminar a su antagonista. Desde ahí, el malvado hombre azulado tomará el poder de Metrocity y, definitivamente, se aburrirá mucho al comprobar que el poder, así de solitario, es algo intrascendente. Por eso es que tiene que hacer algo y fabrica un superhéroe de un zopenco (Titan, el camarógrafo que acompaña a la cronista Roxanne). Valiéndose de los recursos típicos de las historias de superhéroes, Megamente reconstruye todos los códigos ante la vista del espectador para, así, elaborar un relato que hace de la autoconciencia su fuerte. Como en un juego de cajas chinas, se trata de un film sobre la construcción del héroe en el que se ve, precisamente, cómo se edifica ese heroísmo. Porque no sólo está aquel superhombre que el personaje Megamente instala, sino además el propio Megamente pasa de villano (a su pesar) a héroe (a su pesar). A la manera de Mi villano favorito, pero utilizando otros elementos (mientras aquella hablaba de lo familiar y la relación padre hijo, esta habla de los vínculos de pareja y lo romántico), la película es el recorte de la vida de un hombre muy malo en el mismísimo momento en que decide cambiarse de bando. Y si todo esto no funcionara, igualmente el film de Tom McGrath (hombre de la casa y conocedor, con las Madagascar, de los códigos del humor elástico y veloz) logra ser mortalmente cómico y, como decíamos en un principio, tiene el plus de una voz como la de Will Ferrell que toma forma física y ayuda a construir un universo. Lo que pasa aquí es similar a lo de Jack Black en Kung fu panda: Ferrell logra transmitir su estilo humorístico al personaje, pero además contagiar ese espíritu a varias escenas, que se destilan en los tiempos lánguidos del humor ferrelliano. Es así como el personaje puede tener un monólogo absurdo frente a un “pajarito que bebe” como aquel que tenía Homero Simpson o revolcarse en un hedonismo adolescente, como también ser un poco caprichoso y aniñado. Y último, pero no menor logro, hacer con las historias de superhéroes lo mismo que con el automovilismo, los reporteros, los hermanastros o el patinaje sobre hielo: capturar la esencia de ese universo, ponerlo patas para arriba, descubrir su punto débil y remontarlo, feliz, como un barrilete. Esa despreocupación hace que Megamente nunca se ponga lo suficientemente solemne y que, definitivamente, sea una película alegre, vital y alocada.
¿Es o no es? Papá por accidente parece una comedia, por la velocidad en los diálogos, la utilización de los actores secundarios (Juliette Lewis, Jeff Goldblum, Patrick Wilson) y la forma en que los tiempos de cada escena se van dando, pero no lo es del todo. Parece un drama, por cómo Wally (Jason Bateman) se piensa a sí mismo y reflexiona sobre los hechos que vemos, pero nunca llega a profundizar esa vertiente, ni a ponerse demasiado seria. Parece una romántica, por la forma en que el vínculo entre Wally y Kassie (Jennifer Aniston) se va edificando, con sus idas y vueltas, hasta el previsible final, pero tampoco. Es esa indefinición la que convierte a Papá por accidente en una película irregular, pero, a su vez, en un producto interesante, toda vez que va derribando nuestras expectativas y nos pone a pensar sobre lo que estamos viendo y los mecanismos del relato. Puede que todo esto haya sido deliberado (después de todo los directores Will Speck y Josh Gordon son los mismos de la desaforada y divertida y alocada Deslizando a la gloria, con Will Ferrell), pero también puede que no (como verán, el crítico está un poco confundido a la hora de analizar el film). Sin embargo hay algo que hace pensar que sí, y es la manera en que los conflictos se resuelven, sobre todo el central: la relación entre Wally y Kassie. Casi como una red protectora, la neurótica personalidad de Wally es mechada con instancias donde se va definiendo su relación con Kassie. Es en esos instantes, donde el film se pone autoconcientemente en plan comedia-romántica. Y ver cómo las cosas se resuelven, sin el falso suspenso típico del género acerca de si terminarán juntos o no, deja evidencia no sólo que la indefinición genérica no lo es tanto, sino además que lo romántico del asunto es más funcional que fundamental. Y la clave final, y más evidente, es que Papá por accidente no es tanto una con Aniston y Bateman, sino una con Bateman y donde Aniston tiene un personaje de segunda importancia. Incluso, el hijo de Aniston, Sebastian (Thomas Robinson), es más trascendente dado que lo que la película trabaja esforzadamente es la personalidad de Wally. El tipo, un cuarentón solterón, tuvo una relación pasada con Kassie, pero ella pasó de esa etapa y ahora persisten como mejores amigos: y esto a pesar del pesimismo y la neurosis extrema de él. Kassie no lo tiene en cuenta, al nivel de querer tener un hijo por inseminación artificial y ni siquiera pensar en su esperma. Así que en la “fiesta de inseminación” que ella da con amigos, Wally totalmente borracho terminará cambiando el contenido de cierto frasco y -¡elipsis!- el primogénito terminará siendo un Wally talle chico y no un hijo del verdadero donante. Papá por accidente, entonces, es Wally. Y Wally enfrentado a sus miedos y a su platónica relación con Kassie y a su progresivo vínculo con Sebastian. Y, también, a su excesivo nivel de honestidad brutal para con el mundo. Aclaro que no veo en el film una modificación forzada en la personalidad del protagonista, sino una sincera movilización interior. Más que misántropo, Wally es tímido, introvertido, pulcro. Y, además, lo juega Jason Bateman, alguien que nunca se va a recostar en el cinismo (como sí lo haría un Kevin Spacey, por ejemplo) y, de hacerlo, demuestra que esa no es más que una herramienta de autodefensa de algún personaje patético e irritante (el jefe de Clooney en Amor a distancia). Digamos, que gracias a Bateman y al pequeño Robinson es que el film gana puntos, suma honestidad y se convierte en una mirada sensible sobre cómo un padre no tanto lo es, sino que se hace. Es verdad que hay un asunto que deja algunas dudas y es cómo el film tiene una mirada biologicista, en la que lo genético es tan importante que hasta termina condicionando algunos comportamientos de los personajes. De hecho, lo peor del film es el personaje de Patrick Wilson (el donante que intenta una relación con Aniston), que sin demasiada explicación pasa de buen tipo a estúpido de competencia, y con el cual el pequeño Sebastian no termina de congeniar nunca. Sin embargo, Papá por accidente termina funcionando porque -y esto es muy importante- Aniston y Bateman forman una pareja real, con química, que hace posible esa violencia con la que lo romántico irrumpe abruptamente. Gordon y Speck trabajan aquí en un registro muy diferente al de Deslizando a la gloria, lo hacen con conciencia y total explicitud de los instrumentos que utilizan (a lo mejor, al extremo de que nos importe más el mecanismo que el cuento) y hacen pensar en el futuro de esta dupla como un terreno donde los imprevisible puede surgir en cualquier momento.
Pandillas de Alejandría Extraño recorrido el de Alejandro Amenábar -“¡elíptico!”, diría Hypatia, la protagonista de Agora-: cercano al cine fantástico o de suspenso con Tesis, Abre los ojos y Los otros, su cine dio un volantazo con Mar adentro, incluso con un personaje que parecía sacado de una película fantástica. Y qué decir ahora de Agora, su película más extrema; extrema aún cuando la presencia de una figura universal como Rachel Weisz, muchos efectos especiales, gran presupuesto y una recurrencia a la épica y el peplum hacían prever un megaéxito. Sin embargo fue un fracaso. ¿Y por qué extrema? Porque en tiempos de épicas romanas a lo Gladiador o 300, Amenábar apuesta a un film que sí, hace gala de su parafernalia y tiene algunas escenas de acción, pero es básicamente un film de reflexión, de diálogo, un drama romántico con aristas trágicas y una crítica al extremismo con el que se manejan las religiones. Y a lo arriesgada de la propuesta sumemos su ambición, o pretensión ya que no logra ser igual de efectiva en todos los temas que aborda: está dicho, que Agora tome todos estos riesgos no la hacen una mejor película. Aunque sí hay una decisión del director por demás interesante: mostrar a los cristianos como una pandilla de violentos y forajidos. La jugada del director con las expectativas del espectador respecto de su film, podríamos analizarla a partir del tema que se aborda: Weisz es Hypatia, conocida para la historia por ser la primera mujer matemática sobre la que hay registro. Y para más datos, su figura también es importante para los movimientos feministas, ya que por enfrentarse desde su paganismo al ascendente cristianismo que por aquellos momentos gobernaba en Alejandría, terminó siendo lapidada, supuestamente por una horda de cristianos furiosos, aunque hay quienes le adjudican al crimen a Cirilo, figura emblemática de este credo religioso. Hypatia estaba analizando por aquellos momentos, según refleja el film escrito por Amenábar y Mateo Gil, la órbita terrestre. La obsesionaba descubrir cómo era el movimiento que desarrollaba el planeta para que el sol muestre diferentes etapas a lo largo del tiempo: decididamente el movimiento no era circular. Entonces, Agora trabaja sobre las formas, sobre las más comunes y sobre aquellas que se salen de la norma, que sobresalen. Esa es la elipsis y eso es lo que intenta el director con su película: demostrar que, como antes, el cine puede apostar a un gran espectáculo que no por eso pierda la posibilidad de debate y de discutir algunos temas. Agora intenta ser esa elipsis. Sin embargo, en esta movida, Amenábar pierde buenas chances de redondear un producto más interesante. Agora no es una basura, sí apenas un producto aceptable. Y uno imagina que las intenciones del director eran mucho más altas que los resultados: se preocupa tanto por la reflexión, que la película se debate largamente en diálogos a los que les falta sustancia, emoción o mayor profundidad. Por otra parte, cuando apuesta al gran espectáculo -la destrucción de la Biblioteca de Alejandría-, le falta un manejo mayor de la puesta en escena: hay un par de metáforas visuales -como un plano que termina al revés- que son hasta indignas para un estudiante de cine. Víctima del síndrome de la sábana corta, cuando Agora quiere ir para un lado falla en el otro, y viceversa. Seguramente la demostración más fehaciente de este problema sea la subtrama amorosa: ya sea por la falta de actores más carismáticos (ni Oscar Isaac como Orestes, ni Max Minghella como Davus están a la altura de Weisz) esta parte, que atraviesa buena parte del relato y hasta es importante en el desenlace, carece de interés, de peso dramático. Por suerte, la Weisz hace de algunos parlamentos imposibles algo real, la tipa actúa con una simpleza absoluta. De hecho no pareciera estar actuando. Ella es el corazón del film. Pero, sin dudas, Amenábar es un director interesante. Y ahí está la forma en que muestra el ascenso del cristianismo contra el paganismo. Una vez que los seguidores de Jesús se instalen en el poder, buscarán eliminar también a los judíos. La forma en que ambas facciones se disputan espacios y poder se parece bastante a la que Martin Scorsese usa para construir los cimientos de su Nueva York en Pandillas de Nueva York. La venganza, la sangre, la destrucción del adversario como forma de autoimposición. Los bandos enfrentados, sin diálogo, sin posibilidad de reflexión. Igualmente Amenábar logra correrse de la fascinación del neoyorquino por la violencia y su mirada se asemeja más a una visión horrorizada. Agora, antes que una película atea, es una película orgullosamente humanista. El problema es que Amenábar no logra traducir esto en cine, no al menos de forma sostenida durante las poco más de dos horas que dura el film. Que la denuncia no sea un valor cinematográfico, no al menos en estos términos -otra cosa es la notable El rati horror show-, es un punto en contra que empaña los parciales aciertos de este extraño y demodé tanque.
The kids are all right Curiosidades: en la Argentina, a Un conte de Noël, de Arnaud Desplechin, le pusieron El primer día del resto de nuestras vidas; mientras que a esta Le premier jour du reste de ta vie, de Rémi Bezançon, que evidentemente debería haber sido traducida como la otra le pusieron Amor de familia. Ambos films son de 2008 y hay más similitudes, se trata de sagas familiares contadas por capítulos, donde se destaca una búsqueda por el lado del humor más extravagante y el melodrama más profundo, todo mezclado y “empastichado”. La diferencia entre el film de Desplechin y el de Bezançon es que mientras el primero construye un relato de 150 minutos, desbordado y exagerado, el segundo arriesga un poco pero siempre sobre cierto terreno de seguridad. Amor de familia no está mal, pero algunos instantes un poco calculados en esa fusión de humor y tragedia hacen ver cierto grado de control que impide el exceso que debería ser norma. No obstante la saga de la familia Duval (sí, con una L menos) tiene lo suyo, ya que Bezançon construye el relato a partir de cinco días especiales en la vida de este matrimonio y sus tres hijos, y donde cada jornada representa un hecho especial para cada integrante: el abandono de la casa familiar, el debut sexual, la posibilidad de un engaño, la muerte. En esta decisión formal, que le da cierto aspecto cool con sus capítulos distinguidos a partir de un título, el director demuestra además su capacidad para contar lo justo y necesario, sin excederse, con un notable uso de las elipsis y siendo muy concreto respecto de qué es importante para cada personaje. Hay escenas formidables como aquella en la que la madre descubre el diario íntimo de su hija y, leyéndolo, se sorprende con aspectos que desconocía, desde los más tiernos hasta aquellos más pesados y desgarradores. Ahí, otra vez, sobresale lo elíptico, cómo contar una vida con mínimos elementos. Hay en Amor de familia un aire liviano, ligero, más allá de las intensidades de aquellos momentos señalados. Y eso es saludable toda vez que el relato cae en algunos tópicos ya contados una y mil veces: el padre que no respeta a su hijo, el conflictivo vínculo madre-hija, el profesional que culpa a todos de vagos pero desprecia su propia vida, la adolescente rebelde. Así como también los personajes están construidos en base a múltiples lugares comunes. Sin embargo no se podría culpar a Bezançon de ingenuo: el director sabe esto y por eso le da más importancia a la coyuntura que a los instantes. Es más importante cómo opera cada individualidad en el contexto de esta familia, cómo viven los demás los conflictos de cada uno, que lo que les pasa en sí. Es interesante observar un detalle: el film comienza con una serie de fotos y videos familiares que nos muestran lo que está por venir, pero no nos dice mucho. Al final, las mismas imágenes son vistas por los protagonistas y eso nos emociona. Y esto es así porque ante nuestros ojos, durante casi dos horas, surgió el milagro de la vida. Conectamos con esos personajes y por eso cuando los vemos, nos emocionamos. Porque dejan de ser una foto, una imagen, y pasan a convertirse en realidad. Podremos decir que el uso de la música es un tanto excesiva (de David Bowie a Lou Reed) y que escenas como aquellas en la que el médico bromea con el apellido Duval para luego ponerse serio y hablar de una enfermedad muestran un poco los límites de esta película. Sin embargo, en esa falta de lucro con las emociones, en esa sencillez para reflejar los conflictos familiares y la honestidad con la que los hechos son mostrados, está parte del encanto de este film, algo ambicioso, en el que Bezançon muestra las peripecias que atraviesa un matrimonio para constituir eso que se llama familia.